(En la partitura: un grupo de seis corcheas inicia el tema, larghetto espressivo, piano.)
Los dedos deberían acariciar con suavidad, apenas el roce de los extremos, como de puntillas, sin brusquedades, las muñecas flexibles, las palmas ahuecadas: transformar entonces esa caricia, imperceptiblemente, en cuatro breves toques; al repetir, con ligereza, jugar sobre el mismo punto, cosquilleando casi, hasta terminar en el remanso de blanca. La otra mano, la izquierda, apenas se mueve: palpa y traza círculos sobre la superficie en un lentísimo masaje, casi levitando, como si quisiera percibir el calor de una piel sin llegar a tocarla o distinguir las palabras recibiendo en los dedos el aliento que las produce. Esa mano no debe variar, forma el dulce tejido que envuelve el cuerpo, crea la figura. La figura.
Me esperaba sentada en el banco con las piernas cruzadas: esa imagen regresa tantas veces a mis ojos que parece permanecer, pero es sólo un recuerdo. Yo me acerco por la vereda junto a los árboles, ahora salpicada de hojas amarillas. Ella me espera en el banco, naturalmente solitaria. Este sábado vestía un brevísimo gabán acharolado bajo el que despuntaba no mucho más allá el borde último de la minifalda; entonces las botas negras, cortas, hasta los tobillos; sus piernas no estaban desnudas, pero lo parecían: las medias cobraban forma mientras me acercaba, reflejos en sus rodillas, reflejos en la delgada silueta de los muslos; el cabello casi de nieve, suelto, ocultando su rostro. Me acerqué pero me detuve un instante antes de sentarme junto a ella, pensando en lo que iba a hacer: ¿cómo expresar el amor en silencio, sin invasión, un amor de palabras creadas con los gestos? Cuando me hallo frente al piano, como ahora, me parece que resulta sumamente sencillo con la música: no hay lenguaje pero lo hay, no existen palabras pero se escuchan voces, algo habla en nuestro oído como en los sueños de un loco. Sin embargo, en aquel momento no lo recordé: mi ansiedad me llevaba a desear que todo saliera bien, o mejor aún, que todo saliera muy mal, porque eso me condenaría a repetir.
Me acerqué por fin. Una pareja también se aproximaba, aunque en dirección opuesta: nos cruzaríamos en el banco, frente a ella. Eran jóvenes: él llevaba cazadora a rombos y ella un anorak blanco; no se miraban ni nos miraban: cada uno parecía interesado por un lugar diferente del parque; sin embargo, entrelazaban sus manos mientras caminaban. Eso me dio la idea: el tacto, claro; el tacto a ciegas, la conciencia de estar juntos como la conciencia de los latidos: ahí, aunque oculta, perenne. ¡Eso ya era una expresión sin palabras! Pensé que tendría que aplicar aquella lección entre nosotros.
Llegué hasta el banco y me senté junto a ella: un aroma a flores distintas me alcanzó con la brisa fría que removía las hojas; era lo justo, no me sentí incómodo. Ella no se había movido: seguía con las piernas cruzadas, descubiertas, el pelo blanco ligeramente desordenado, la visión fugaz de las esquinas de sus gafas de sol; ahora también observaba el pequeño bolso en su regazo. ¿Dónde estaría la flor? «Quizás la oculta, o quizás no la ha conseguido», pensé. Sin embargo, una flor era necesaria: la imagen que nos inspiró el ritual, el Amor generoso de Lucas Waltzmann, que ahora contemplo frente a mí, en la pared opuesta al piano de cola del salón, consiste en dos figuras azules al estilo de Picas so, con cierto aire circense; una le entrega a la otra una flor, y esta ofrenda es lo importante porque el artista ha cortado los rostros por la mitad; dos seres anónimos y asexuados cuya única importancia estriba en dar y recibir.
Lo primero que hice fue contemplarla detenidamente. Recuerdo que me pregunté cuál tendría que ser mi siguiente paso: ¿cómo expresar el amor en silencio? Pensé en el deseo. El silencio del amor es el deseo. O quizás debería decir que todo silencio lleva implícito un deseo, y por ello una ofensa. El simple hecho de mirar, ¿acaso no es ya una intromisión? Ante una mirada, un cuerpo siempre se muestra desnudo.
Yo miraba su cuerpo desnudo.
La espalda recostada sobre la débil curva del banco, una S invertida; las manos sobre los muslos; las piernas delgadas, juveniles; la delicada silueta de una adolescente ya desarrollada; y su pelo, lacio, intensamente blanco, intensamente extraño. Persistía en su indiferencia, las piernas cruzadas, el rostro resguardado por los cabellos. Pensé en una amante primeriza necesitada de exquisita lentitud, incluso de cierto grado de distancia.
Dios mío, la quise tanto en aquel momento.
No supe por qué, pero fue quererla de esa manera y saber casi de inmediato y con absoluta certeza que la había dañado: hay un algo de agresión en todo sentimiento. Y, por lo mismo, deseé llorar. Era como si la fuerza de mi deseo la alejara de mí, como esos nadadores torpes y nerviosos que se adentran cada vez más en el mar mientras bracean frenéticamente intentando llegar a la orilla. Así pues, mirar no bastaba: mirar en silencio, deseando, es alejar, distanciarse, añorar desde algún punto solitario; y ésa no es la expresión silenciosa del amor, porque no llega, no alcanza, se agota en ese deseo lejano. Era preciso hallar algún gesto de intercambio, pero ¿cuál?
Fue la casualidad de aquella pareja, que caminaba sintiéndose a ciegas, lo que me sugirió el primer movimiento: extendí mi mano izquierda y toqué la derecha suya, tan fría.
Ella se dejó hacer con un abandono que me afectó: abrió la mano y recibió la mía sin apretarla. Aún no me miraba, y yo no esperaba que lo hiciese: realmente nuestros ojos no importaban, el artista había cortado los rostros por la mitad y las figuras eran ciegas. Atraje su mano hacia mi cuerpo sintiendo sus dedos delgados como marfiles y los débiles tendones inquietos. La deposité sobre mi pierna y la entrelacé. Permanecí un instante así, cerrando mi mano sobre la suya, pero no logré compartir mi calor: continuaba helada, como de cristal. Algo en esa obstinada frialdad llegó a excitarme: pensé de repente, con esa rapidez con la que 'todo acude y huye de nosotros, con esa fugacidad que convierte hasta lo más solemne en pura intrascendencia, que ese frío de su mano era el frío de su cuerpo, y que el frío de su cuerpo obedecía a que se ocultaba desnuda. Pensé que sólo llevaba encima el gabán de brillo de charol, la breve minifalda y las medias, pero nada más: la tarde de octubre se había depositado sobre su piel convirtiéndola en mármol tierno, en dulce estatua de parque. Y fue como tocar de repente las aristas de una joya y sentir el deseo de robada: un deseo infinito de posesión. Su mano derecha cerrada en la mía, muy fría, los dedos delgados, las uñas muy recortadas, sin pintar, casi un modelo a escala de su propio cuerpo frío y delgado, parecía pedirme que prosiguiera.
Apoyé entonces mi mano derecha en su muslo; acaricié con torpeza la malla lisa de la media, la suave curva del músculo, el redondeado promontorio de la rodilla. Quise descruzar sus piernas con un gesto, y ella entendió y obedeció: separó los muslos hasta que mi mano dejó de presionar y permaneció así. Un ligero ángulo en uve de sus muslos convergía hacia el centro de la pequeña falda, que se había tensado.
Obediencia: ahí estaba el peligro. En esa dejadez se hallaba el riesgo.
Dar no es tomar: ella da en espera de que yo respete, ése es el sentido del ritual. Mi forma de aceptar lo que ella ofrece consiste en respetar su ofrenda.
Descubrí la flor junto a su muslo izquierdo, sobre el banco: el gesto de des cruzar las piernas la había revelado. Era una rosa, y parecía recién cortada. Destacaban dos o tres espinas en el tallo, los pétalos se hallaban muy juntos y eran demasiado pequeños. No era una flor bonita, pero no importaba: se trataba de mi premio.
Ella no me miraba: permanecía con el rostro vuelto, los cabellos blancos rozándome. Ofrecida. Durante un instante ese ofrecimiento infinito me trastornó y no supe proseguir: cerré los ojos sin apartar la mano de su muslo derecho, tenso. Gritos de niños y ruidos de barcas me llegaron desde el gran lago cercano. «Te amo», pensé, pero de nada sirvió. Me sentí torpe.
Deslicé entonces mi mano derecha por su pecho: el gabán parecía su propio cuerpo, y me reveló lo que ya sospechaba. Comprendí que, en efecto, se hallaba desnuda. Al tacto comprobé varias veces lo ceñida que se encontraba la falda en la cintura: estaba seguro de que no había ropa interior. Por un instante me sorprendí de que la gente que paseaba ociosa frente a nosotros no lo descubriera también.
Qué obsceno me pareció entonces tocarla: las caricias eran casi imaginarias, porque en ningún momento sentí su piel real, salvo en la mano, pero toda caricia imaginaria -lo supe de inmediato- es terriblemente obscena, toda barrera es justo lo más vulnerable. Porque contemplar su desnudez no es comparable a suponerla, y porque su abandono entre mis manos invitaba al error: semejante a ciertas músicas, su propia facilidad escondía un poderoso desafío.
Por fin, descendiendo por su falda, busqué la piel bajo ella, introduje los dedos con improvisada brusquedad y apreté su muslo con algo más que la simple presión, con algo más que el deseo de que la carne muscular, tensa, se venciera bajo mis dedos, con algo más que el tacto. Fue un error.
Ella se apartó de mí con la violencia del que despierta de un mal sueño: se puso en pie, recogió el bolso y la flor y se alejó por el camino de tierra y hojas.
Me sucedió algo increíble: su huida me excitó aún más que su presencia. De repente toda su figura, su forma de andar, cualquier ínfimo detalle, la levedad con que la brisa agitaba sus cabellos lacios, por ejemplo, o la sombra de sus piernas al moverse, me pareció insoslayable: todo estaba allí, en ella, y yo debía poseerlo.
(En la partitura: sotto Voce, comienzo del segundo tema; el acompañamiento persiste con la misma figura.)
Muy suave siempre: lo importante aquí es que la mano izquierda cambie de tonalidad sin transición ni interrupciones. Es necesario practicar con ella todo el acompañamiento, seguir de cerca al segundo tema, sin variar, para que el conjunto se deslice con fluidez.
La mente se me va al sábado y a nuestro ritual de la flor y no veo mejor lugar para narrar estas impresiones que aquí, junto a las acotaciones que hago a las partituras que estoy estudiando, quizás porque a su modo también son una forma de música. Es curioso, ya que jamás me he puesto en serio a escribir sobre nuestros rituales, pero ahora que lo hago descubro sus misterios.
Realmente, no existen reglas preestablecidas sobre lo que debemos hacer o lo que no: en un ritual todo depende de nuestros sentimientos y reacciones. La única leyes la libertad de hacer y de querer. No hay límites, pero en esto somos como los artistas que realizan acrobacias a gran altura y prefieren no pensar en la distancia que les separa del suelo. N o encuentro sino una sola costumbre, pero ésta tan recia que se ha hecho ley, y, por sus mismas características, simplemente tácita, aunque muy respetada: el silencio.
Blanca nunca me habla y yo procuro imitada, aunque soy en esto -como en todo- mucho menos constante. Algún día escribiré sobre ese silencio, profundizaré en él, y quizás llegue a concluir que es la clave del ritual, no sólo de su desarrollo sino de su interrupción. Algún día escribiré sobre eso, aquí también, al margen de las partituras, o en hojas sueltas junto al pentagrama, y quizás complete por fin la teoría que estoy forjando: quizás hable del silencio del éxtasis y de la adoración; quizás indague en el silencio absoluto de Dios. Pero baste con la intención por ahora.
Volviendo al sábado pasado en el Retiro: la seguí, en efecto, no desde muy cerca, sin saber lo que se proponía, acaso nada. En su conducta a veces no hay intenciones concretas, bien lo sé, aunque carezco de pruebas: Blanca y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero aunque eso nos permite en cierta medida inferir los secretos del otro, nuestro saber bordea en ambos una amplia zona de ignorancia: es un conocimiento de sábados nocturnos -y no de todos-, sin más implicaciones que nuestro propio placer. Hacemos y reaccionamos, tan sólo, pero no me parece raro: llega un momento en el que cualquier relación alcanza ese punto. Entonces se dice con frecuencia que «sobran las palabras», pero realmente no sucede así: simplemente carecen de importancia. Pueden existir, quiero decir, sin que el silencio se quiebre.
Me gustaría, por lo tanto, narrar nuestro encuentro del sábado sin reflexionar sobre él: sucedió, simplemente, y nosotros hicimos lo que quisimos hacer. Ninguno de los dos llegó a meditado, y el final-si de eso se trató- fue recién creado. Desearía decir, por ejemplo, que la seguí hasta alcanzada por fin entre los árboles, hacia donde se había dirigido, pero me equivocaría, y lo mismo si hablara de «perseguir», «huida» o «lejanía»: sólo si se entiende que «ir tras ella» era «ir con ella» puedo continuar, no tengo otra forma de expresado.
Es posible que todo resulte menos complicado si hablo de imágenes: tengo en la cabeza la visión de dos botones blancos y simétricos, los que adornaban su gabán negro por detrás, sobre una especie de ancho cinturón de la misma tela de charol. Tengo esa imagen aquí, conmigo, y quisiera compartida: el lento, rítmico balanceo de sus caderas, el vaivén de sus pasos, pero sobre todo aquellos botones casi a la altura del inicio de sus nalgas, ondulando ante mis ojos, y su talle delgado, su silueta femenina, el pelo blanco en cascada sobre la espalda.
Y la forma en que me aguardó: se desvió del camino sin apresurarse y empezó a avanzar por entre la hierba. Nada tenía de invitación aquel gesto, y ella no miró hacia atrás en ningún momento, pero la seguí. Entonces, en algún punto, quedó inmóvil. Y fue así: con las piernas muy juntas, los tobillos unidos, las manos en ambos brazos revelando la flor que sostenía sobre el derecho, la perfecta simetría de su pelo en vertical. Tras un instante de vacilación, supe lo que tenía' que hacer: me acerqué a ella hasta rozar su espalda y me arrodillé.
No era aquélla una zona especialmente frecuentada del Retiro, menos en esta época del año y con la tarde declinando, pero aun así había curiosos. No me importó. Han dejado de importarme las cosas junto a Blanca. Simplemente me arrodillé, deslizando mi rostro por su espalda, percibiendo su piel debajo, la suave elevación de la falda, a la vez que envolvía sus piernas con ambas manos, apretándolas como si quisiera despojada de las medias.
Acariciar sus piernas esbeltas me produjo dolor: no puedo explicar ese dolor. Quizás es inevitable cuando se percibe algo tan hermoso, o quizás se trata de la enorme mentira de la posesión, porque cuando creemos poseer, perdemos. Recuerdo que apoyé la mejilla sobre sus muslos juntos y noté que mis ojos se humedecían. De repente sentí la necesidad imperiosa de protegerla para siempre: ese sueño que tenemos alguna vez y del que nunca despertamos del todo, y que nos asegura que realmente somos necesarios para la vida de alguien. Blanca se' liberó de mi abrazo y volvió a apartarse de mí, aunque con menos violencia, como si algo dentro de ella no lo deseara. Me incorporé y sacudí mi ropa. Fui apenas consciente de que algunas personas nos observaban, y eso me divirtió.
Ella me daba la espalda, inmóvil frente al tronco castaño de un árbol, como castigada. Observé sus hombros trémulos y supe que lloraba. Pensé que ya existía, por fin, un intercambio: ella recogía mi sufrimiento y me entregaba el suyo en silencio.
Raro, muy raro es crear el amor a partir de sus consecuencias: eludir el instante del conocimiento mutuo, o aquel otro de la charla intrascendente; obviar la inevitable primera cita o la lentitud en el descubrimiento de los gustos ajenos. Qué extraño pasar casi directamente al momento que nunca se olvida precisamente porque es único: aislar lo que de verdad merece la pena del amor y experimentarlo así, en su propia soledad, sin un antes ni un después.
Blanca y yo no estamos enamorados: ésa es la clave.
Y reconozco que el sábado pasado mi romanticismo sufrió un golpe mortal: porque he descubierto que incluso el amor se puede inventar -de hecho, ¿no es lo que hacemos siempre?
Lloraba. Llorábamos. Ambos. Pero nuestro llanto, como la flor, sólo era improvisación. Y supe que el final adecuado, el gesto por mi parte, la expresión silenciosa de ese amor que era el propósito último del ritual, consistía en abandonarla en ese instante. Porque después de haber demostrado que la deseaba tanto, ¿qué otro gesto de amor puede ser más expresivo que el sacrificio de respetarla? Di media vuelta y comencé a caminar alejándome de ella, en dirección a la vereda. Para los curiosos que nos habían contemplado -parejas de diversas edades, incluso niños-, éramos los protagonistas de una breve escena romántica. Me pregunté con interés qué historia imaginaría cada uno de ellos sobre nosotros: por pura similitud, cualquier historia inventada sería cierta.
Lo percibí antes de llegar al sendero: ella me seguía. No quise detenerme, pero tampoco deseaba evitarla. Llegó hasta mí -es rápida, ágil, silenciosa- y me ofreció la flor.
Fue así: avanzó hasta alcanzarme y me tendió la flor sujetándola entre los dedos. Tuve una fugaz visión del destello de sus gafas de sol, de su hermoso rostro maquillado y húmedo de lágrimas, de sus labios rojos. Me demoré un instante contemplándola antes de aceptar la ofrenda: sus labios temblaban, pero había algo en ellos que era como el anticipo de una ingenua sonrisa. Cogí la flor de entre sus dedos con la fingida torpeza de quien desea mucho más de lo que recibe. Entonces ella continuó caminando y se alejó con rapidez. En poco tiempo la perdí de vista.
Me detuve un instante y contemplé la flor. Después salí del parque casi justo a la hora de cierre, y sintiendo ya todo el frío del anochecer. Mientras regresaba a casa en coche pensé algo sorprendente: el ritual, distinto a cualquier otro dentro de la gran variedad de los que realizo con Blanca-, había logrado imitar una pasión. Era casi una muestra aislada de adoración, y eso es lo terrible.
He llegado a creer, de acuerdo con esto, que el amor entre dos almas también es un teatro, y, por lo tanto, una prostitución, como el amor de los cuerpos.
El regreso al tema debe ser muy suave: la mano izquierda continúa su acompañamiento mientras la derecha realiza la transición en legatissimo. Entonces vendrá ese momento dulce, el encuentro con la melodía inicial en modo menor, apagada, lánguida. Siempre demasiado brusco: es necesario repetir este pasaje.
Hoy, cinco veces: no practicaré de nuevo el mismo Nocturno, al menos en esta semana. El concierto -mi único concierto del año- ha sido retrasado hasta diciembre, me lo ha dicho Mendizábal en el conservatorio esta mañana, Escuché la noticia con cierta ofendida impaciencia, aunque debo reconocer que sólo se vulnera mi vanidad: diciembre es un buen mes para lograr que asista el público suficiente -amigos, estudiantes de piano, y, además, la preparación de una selección de los Nocturnos de Chopin es un trabajo ímprobo y este nuevo retraso, en el fondo, me beneficia a mí más que a nadie. Sin embargo, mi dignidad sigue estúpidamente: herida:
– Puedo estar listo para noviembre -repliqué con: mansedumbre.
– Nadie dice lo contrario, Héctor -me mostró los i dientes lapidarios, equinos, enormes-, pero ya no habrá más retrasos, y al final vas a terminar agradeciéndomelo.
No, no se lo agradeceré, pero da lo mismo. Quizás lograra el equilibrio justo si prescindiera de mis clases privadas por las tardes: ya son diez los alumnos que se disputan mis lecciones todas las semanas. Falta de tiempo y cierta fatigosa tendencia al perfeccionismo, particularmente en lo que respecta a Chopin, y que en nada me ayuda, contribuyen a este desajuste. Así que no puedo quejarme: un recital solista siempre es un grave riesgo, incluso cuando no se tiene un gran nombre que exponer, y creo que resultaría tópico aclarar que quiero hacerlo lo mejor posible.
Ha ocurrido algo: terminaba de practicar el opus 9, número 1, por octava vez en lo que va de tarde, y con la nota final he sentido abrirse y cerrarse la puerta de la calle casi en mágica coincidencia. He alzado la voz para decir:
– Lázaro.
Pero no he obtenido respuesta.
Todo se ha desarrollado así: el sonido doble de la puerta, llamar a mi hermano inútilmente y comprobar que había venido y se había vuelto a ir con suma rapidez. Intrigado, he dejado los ensayos y me he dirigido a su habitación sin un propósito concreto.
Vivimos solos él y yo, de modo que mi hermano puede disponer de una buena parte del piso para estar a sus anchas. De hecho así es, porque posee un amplio y cómodo dormitorio y un cuarto-estudio adyacente. Sin embargo, apenas los frecuenta: la cama plegable siempre está hecha, los libros colocados en un orden casi monótono, su pequeño trofeo de natación invadido de polvo, la foto de papá y mamá bocabajo, quizás por error, pero para toda la eternidad. Lo que más utiliza es su equipo de música, aunque con auriculares -para no molestarme-, así que su presencia en casa constituye casi siempre un débil susto para mí, casi un allanamiento de morada por parte de un extraño que crece día a día -ya con dieciocho años recién cumplidos-. No importa, me digo a veces: su vida privada me interesa en la medida en que ese interés no le molesta -y en la medida en que es mucho más joven que yo y vive a mis expensas-, pero cada vez resulta más difícil no molestarle -para ser justos, a mí me ocurre lo mismo-. Sin embargo, hay ciertos temas que no puedo pasar por alto.
Reconozco que ya he desarrollado una especie de sexto sentido para su pequeña traición, y en aquel momento me avisó aun antes de entrar en su cuarto de baño y rebuscar en el botiquín.
Me pregunto por qué juega al doble juego de ocultar y desvelar lo que hace: por qué deja pruebas de aquello que después pretende negarme, con esa interminable afición tan suya a la mentira pueril. Allí estaban, envueltos en papel de plata pero tan visibles que parecían casi colocados adrede para destacar: cinco o seis cigarrillos fabricados con torpeza, irregulares, malolientes. Algunos habían sido encendidos y vueltos a apagar antes de consumirse, en espera de mejores ocasiones.
Aguardé hasta un poco después de la madrugada y le oí regresar por fin. Su pelo rubio estaba revuelto y los ojos se hallaban enrojecidos, pero nada más: al verme de pie en el vestíbulo con talante de cancerbero, se quedó plantado junto a la puerta, llave en mano, y aguardó mis palabras.
– Lázaro, tenemos que hablar -le dije.
– ¿Por qué? -replicó.
Sin embargo, me acompañó dócilmente al salón: yo me senté junto al piano y él permaneció de pie. Le invité a sentarse pero lo rechazó con un gesto.
Ahora me percataba de su rostro enrojecido y su voz nasal, como si se hubiera hartado de llorar. Le expliqué lo que había encontrado en su baño y me escuchó en silencio, sin demostrar sorpresa ni impaciencia sino cierta tranquilidad que logró inquietarme.
– Tengo mi propia vida -se encogió de hombros cuando acabé.
– y quiero que la sigas teniendo -repliqué.
Me dijo entonces que sólo eran canutos, marihuana, pero yo le dije que me daba igual: era droga, y la droga mata. En realidad no fue una discusión: Lázaro y yo jamás discutimos, tan sólo intercambiamos opiniones. Yo le expliqué lo que iba a hacer, también con suprema tranquilidad: pediría hora para él con un psicólogo o un médico, un profesional que le ayudara a sobrevivir sin muletas de ese tipo. Le dije igualmente que había tirado a basura todos los canutos, o lo que fueran. Él no me miró al preguntarme, por fin:
– ¿Puedo irme ya?
– ¿Adónde?
– A mi habitación.
Respiré hondo y le dije que sí. Entonces se alejó por el pasillo. Le llamé:
– Sólo intento ayudarte.
Ni siquiera se detuvo. No hemos vuelto a hablar del tema.