(En la partitura: lento sostenuto, iniciando el acompañamiento la mano izquierda con figuras de seis semicorcheas ligadas.)
De repente hoy lo he sabido: se han desplegado como alfombras todas las habitaciones, el dormitorio de Lázaro, cerrado y desocupado, la cocina casi innecesaria, mi propio dormitorio, ampuloso, con esa cama casi matrimonial donde apenas duermo aunque la habite. He entrado en casa y la he descubierto alejada de mí, no sólo vacía sino distante, como si lo observara todo a través de una lente de cámara o la mirilla de una puerta.
De vez en cuando identifico ese vacío: es como un espectro que me hechizara de mes en mes; pero su terror consiste en que dejo de creer en él cuando por fin me abandona. Finjo, por lo tanto, que no existe y que jamás regresará, y me considero felizmente solitario, incluso un hombre afortunado, me enmascaro en la sonrisa, cumplo con mi trabajo e ignoro esa presencia helada junto a mí hasta que por fin quedo atrapado por su mirada vacía cuando me encierro en casa.
Creo saber qué es, pero, sabiéndolo, no puedo conjurado: una vasta sensación de artificio. Imagino que a la dama elegante y romántica también le llega un momento parecido: frente al espejo, el carmín a punto en la mano, los collares y pulseras destellantes, los párpados nublados de azul; imagino que se mirará un instante de repente, o mejor dicho, que aquello que la mira a ella se dará a conocer en algún aterrador instante, esa mirada vacía desde más allá del reflejo, y pensará: «Toda mi belleza no son más que pinturas y adornos dorados». Y las propias lágrimas de la revelación, destruyendo su aspecto, le asegurarán la verdad.
Todos caemos, pero mi abismo es particularmente solitario. Apenas conozco seres: conozco hermosas postales. Me he dedicado demasiado a cultivar esos momentos que otros guardan en el recuerdo: me empalago de situaciones inolvidables. A mi alrededor han tomado forma, excesiva forma, esas ideas que los poetas dejan a un lado cuando finaliza la inspiración para dedicarse al vivir diario. Pero llega un momento en el que la poesía es inútil y la música no puede llenar todas las necesidades: entonces es preciso hallar sentimientos para aliviar la soledad.
He descubierto algo: no amo. Sin embargo, esta falta de un amor no es una negación -ojalá lo fuera- sino una afirmación en el vacío.
Amo a Blanca, yeso significa que no amo. Pero no amo porque he derramado mi amor en el abismo, hacia su fantasma.
Quienes creen conocerme, quienes me oyen hablar de música, me consideran el último romántico, pero supongo que blasfemarían si contemplaran los aquelarres sabáticos de este romántico pianista. No lo soy: Chopin, por ejemplo -no mi Chopin onírico, el espíritu que me posee cuando lo interpreto, sino el cierto, el que alguna vez existió y tuvo manos que tocaron lo que su mente creaba-, amaba a los seres. Alguna vez amó también los ideales; pero los ideales son seres para el idealista, o al menos son cosas. Sin embargo, yo amo aquello que es absolutamente falso, quiero decir, aquello que, dentro de su falsedad, es ampliamente sincero. No soy romántico: soy un hombre enamorado del rostro de su soledad. Pero ahora que la contemplo, y que ella me mira con sus ojos vacíos, descubro que amar una ficción es el sacrificio más espantoso, porque nada se recibe a cambio. Este abismo no tiene ecos para tus gritos. Y sin embargo, si huyo de ella, si huyo de Blanca, no hallo dónde entregar todo este amor, qué ser lo despertará para recibido completo y devolverme el suyo, su compañía, Dios mío, esa mirada intercambiada de afecto, o esas palabras únicas que se escuchan muchas veces después de oídas.
Blanca me da la espalda en silencio: yo la amo así.
Pero eso no es compañía.
He pensado en Verónica Arcos, pero la estoy utilizando como a Blanca, para redimirme en ella de lo inaccesible. No puedo amarla, ni siquiera puedo sentir su presencia: es una figura más, como mi alumna Elisa. Todo se ha inmovilizado a mi alrededor: vivo en una isla plagada de hermosas estatuas. O mejor: inmensos salones vacíos.
No sé cómo regresar a la vida. Ni siquiera sé si lo deseo.
La repetición dispar de armonías, el uso exótico de adornos, los acordes que nunca se solucionan, que no alivian la disonancia, todo eso es música del futuro. No cabe hablar de Chopin como de un «romántico» ni de su obra como la banda sonora de un melodrama. N o me hartaré de repetirlo, aunque, debido a mi escaso prestigio profesional, nadie lo escuche, ni mis alumnos, ni los doctos profesores que conozco, ni siquiera esos aficionados con los que charlo en los descansos de los conciertos: Chopin es únicamente música, y por lo tanto indefinible. La música, en palabras de don Alvaro Segura Ruiz, mi inolvidable profesor de teclado, es una mariposa única y jamás capturada que ha vivido desde el comienzo del mundo y que se extinguirá con el último sonido de todos. «¡No pretendas, Héctor», me decía, «clavar un alfiler sobre ella y clasificarla dentro de la brevedad enorme de las épocas!»
Así es el placer, pensé siempre, aunque nunca se lo dije a don Alvaro.
Mendizábal, con su sonrisa dental, se ha interesado por mis progresos con los Nocturnos: «Bien», le dije. «Ensayo todos los días.» Entonces me hizo pasar a su repleto despacho y golpeó con el índice un almanaque de horrendos números gruesos, donde las fiestas, en rojo, casi parecen amenazas. «La fecha prevista es el 13 de diciembre», me dijo. Yo ya lo sabía, pero fingí recibir la noticia por primera vez, 'quizás para no sentir su desdicha ante la pérdida de tiempo. Me explicó que el recital no puede retrasarse más, debido a que después llega Navidad y entramos ya én el año que viene, con todas las complicaciones que ello supone para la programación de otros conciertos. Me ha informado de que ya están listas las invitaciones, en tarjetas cerradas y rectangulares de cartulina elegante como avisos de boda: yo dispondré de una decena para entregar personalmente a quienes desee. El evento se anunciará además con la debida anticipación en carteles blancos con grandes letras azules: habrá un pequeño dibujo de teclas en la parte superior, o un atril, o ambas cosas, para que todo el mundo sepa desde lejos de qué va el espectáculo. Se colgarán carteles en las paredes del conservatorio, pero también en las universidades y en algunas escuelas. Habrá una pequeña nota, mucho más pequeña que las que anuncian a los muertos, para indicarlo también en los periódicos una semana antes.
Al final de todo esto me ha mirado con sus ojos afectuosos de pastor alemán:
– ¿Todo bien? -dijo.
– Sí, muy bien -dije.
Pero sucedió algo: en el instante de mi respuesta el interfono de su' despacho resonó avasallador. Él perdió el interés por su pregunta y yo respondí al vacío y me despedí con rapidez sabiendo que ambos, por pura casualidad, habíamos caído de repente en el punto ciego del otro.
De improviso, en la tarde de mayor desconfianza y tras faltar a dos clases consecutivas, ha venido Elisa.
Yo estaba ultimando la lección con Luis Fernando, un niño de once años negado para las teclas pero voluntarioso como la frustración de sus padres, cuando oí que llamaban dos veces a la puerta, casi con urgencia.
No estaba preparado para su llegada: me saludó sin mirarme, dejó la mochila en el suelo, aguardó en una esquina del salón hasta que el niño se marchó, sacó sus partituras y me las mostró como una baraja.
– Elige tú -le ofrecí.
Escogió a Czerny Y se dirigió al piano: su sonrisa estaba repleta, como si dentro aguardara un conjunto de frases que sólo esperaban el momento propicio para sonar. Llevaba la camiseta exagerada de siempre, los zapatos deportivos, los perennes rizos africanos. Al sentarse frente al piano me miró, y odié la insinceridad de mi expresión en comparación con la limpia sencillez de la suya. Desde ese instante no volvimos a observarnos los ojos a la vez: yo, confundido y avergonzado; ella quizás temerosa.
(En la partitura: variaciones en acordes dobles, espressivo.)
Antes de comenzar a tocar, y con el talante riguroso y divertido con el que un niño ordena su cuarto, se quitó las gafas metálicas, que dobló cuidadosamente y abandonó sobre la mochila; entonces se inclinó y, con preciosa lentitud, se desabrochó los cordones de los zapatos, se despojó de ellos, descubrió sus pies e introdujo los calcetines doblados en los zapatos. Suspiró profundamente, se llenó de rubor, contempló el teclado sin interés, jadeando, con las manos en la cintura, como si se hallara a punto de sumergirse en el agua y realizara ejercicios para retener aire. N o se me ocurrió pedirle que se apresurara: ni siquiera quise molestarla con mi sombra. Me retiré detrás de ella, me alejé y tosí levemente para indicarle mi segura distancia en el salón, removí algunos libros, la dejé pensar.
En ese instante se incorporó un poco y recogió el borde de su camiseta, tirando de ella con suavidad, como si abriera una flor inmensa: la llevó hasta sus pequeñas caderas, que se desvelaron desnudas; después hasta el espacio más angosto de su cintura, donde la envolvió y ató perfectamente. Hojeé un fajo de partituras y di un breve paseo alrededor del salón mientras lo hacía, lejos de ella. Su rostro seguía herido por huellas rojas.
No me acerco cuando empieza a tocar: su imagen es tan violenta, con las piernas de adolescente desnudas, la impudicia blanca de las bragas tensas en su carne, que parece imposible. Su figura, como los espejismos, pide ser contemplada desde lejos.
Mientras toca todo el primer estudio, muy inclinada hacia las teclas, oigo abrirse y cerrarse la puerta de la calle, y su sorpresa me trastorna un segundo: Elisa, ajena a la interrupción, continúa tocando. «Lázaro», pienso. «Es Lázaro, pero no importa.» Realmente no importa, porque nunca me interrumpe. Apago todas las luces salvo las que crean la penumbra y regreso a mi puesto de observación.
Verla hacer música así es un regalo: sus piernas tensas, los muslos sin rastros, la curva pronunciada de sus perfectas nalgas, la espalda arqueada, los rizos disfrazándola, los pies descalzos que se apoyan indistintamente en los pedales, la respiración apremiante que se refleja en su reducido vientre, su rostro cubierto de rojo, serio y hermoso como el de una princesa enferma. Completa el primer estudio, se detiene, comienza el segundo sin buscar mi aprobación.
Toca. Se equivoca terriblemente al tercer compás. Lo deja.
Recuerdo el juego de las prendas: si fallas, debes pagar. Eso es lo que parece proponerme Elisa en un silencio asombroso.
Deja de tocar y, siempre sin mirarme, fabrica espirales lentas con la cinta de sus bragas, la afina detrás, ayudada por ambas manos, hundiéndola hasta perderla entre las masas tibias que la rodean: ha ensayado su ejercicio y lo realiza rápido y sin errores. De perfil, la prenda se convierte en una cinta cortante que divide su carne. Tira de ella para tensarIa más, aun por delante. Se detiene y parece pensar algo muy desagradable de sí misma.
Entonces, con gesto rápido, alza su camiseta hasta la cabeza: costillas, líneas del sujetador, el cuello donde compiten pequeños músculos, todo se descubre con el gesto. Pero éste ha sido tan adulto que me sorprende más que su desnudez: echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, abrió la boca ligeramente, deslizó la camiseta por ese rostro excitante, por las mejillas inflamadas, por la frente, por el obstáculo leve del cabello.
Ahora sí la veo temblar: continúa el ejercicio con mucha menos pericia pero con extremada lentitud, como si temiera romperlo.
Está desnuda, más desnuda que su cuerpo sin ropa: las bragas son un cordel blanco y tenso, una deliciosa incomodidad que ocupa ya tan sólo el espacio íntimo entre sus piernas; el sujetador también parece irreverente: es grande y apropiadamente casto, pero su propia virginidad ensucia toda contemplación como la mía. Sólo la ocultan ambas prendas, y ésa es precisamente su increíble desnudez. Me acerco: los detalles de su cuerpo se multiplican, su carne se hace más imperfecta, más evidente; toda ella pierde la cualidad de imagen y se vuelve real: una chica de catorce años con su escasa ropa interior blanca. Pero mi mirada es lo terrible.
Se detiene aún más en los pasajes difíciles, reanuda el ritmo con la cautela del que marcha por terreno inseguro. Parece no importarle que me acerque mientras toca. Conoce mi promesa de respetarla y sabe que la cumpliré: extender mi mano hacia su hombro desnudo sería transformarlo todo, convertir su figura en un medio, no en un fin. A partir de entonces sobrevendría la repugnancia, se concretaría la perversión. Lo sé, y es pavoroso que ella también lo sepa.
Pero su juego resulta enervante: vuelve a equivocarse sin remedio y deja de tocar con la rabia acumulada en su rostro. Su gemido al tantear el broche del sostén en la espalda suena fatigoso y grave, como el de una gimnasta al final de un difícil ejercicio. Lo desata y busca quitárselo, aunque sus manos lo mantienen aún sobre los cónicos pechos. Permanece así, en el último gesto, jadeando con fuerza, los ojos cerrados. Me acerco más. Los extremos del sostén se derraman a ambos lados de su cuerpo, me muestra la espalda desnuda por completo, la perfección de los omoplatos, la línea exacta y flexible de la columna. Las nalgas, también desnudas, se separan entre la rigidez de la cincha de seda de las bragas. Por delante está oculta y cierra los ojos: imagen de pudor o lascivia, todo depende de la forma de mirarla.
Su silencio me hace pensar. Se me ocurre algo, o no se me ocurre: es un deseo que reconozco cuando ya existe y empieza a obligarme.
Quise besarla en los labios. Lo expreso así:
– Quiero besarte -dije.
Me inclino hacia ella y percibo su perfume suave, sus invariables jadeos, el temblor de dos diminutas medallitas que lleva colgadas del cuello, y que ahora la proximidad me muestra por completo: dos vírgenes de oro que se estrellan con dulzura sobre la piel débil de sus pechos, como una advertencia celestial. Me acerco a su rostro, percibo toda su piel erizada, preparo los labios entreabiertos y distingo los suyos sin tensión, gruesos, rosados, como un fruto partido: dentro, las blancas semillas. Pero entonces ella abre los ojos sin mirarme, y me detengo.
Sigo la dirección de esa mirada y la revelación me paraliza: contempla el piano, pero no exactamente el piano. Contempla su reflejo en el piano.
De repente este viejo compañero, esta amante negra y pulida que siempre he creído conocer, se me ofrece en su verdadera naturaleza, corno una inspiración bíblica.
El piano, ese espejo negro y sonoro. Elisa, inclinada sobre él, se contempla reflejada en la madera: su vientre terso, las manos cubriendo las semiesferas del pecho, el rostro trémulo y blanco. Pero también descubro mi propio rostro junto al suyo. El piano nos transmuta en ébano precioso, su cuerpo desnudo y mis intenciones, tallados en esa lisura brillante, entre esas maderas nobles donde la luz se mueve como un relámpago constante o un golpe de ondas en el agua tranquila de un estanque. Y es en ese instante cuando nuestras miradas convergen.
Me hallo tan cerca de su rostro cuando ella se vuelve hacia mí que logro comprender el símil: sus pupilas también son de ébano, y me reflejan. Descubrir esta realidad aplaca mi deseo y me obliga a alejarme de su cuerpo con rapidez. Le doy la espalda y medito en el terrible hallazgo: una verdad que desconocía.
Esa verdad es que mientras hacemos música, o hablamos, o pretendemos besar unos labios, algo nos refleja desde una negrura distante. La perversión oscura, curvilínea, de los deseos. El pecado, el pecado quizás: mis propios pecados, reflejos en un instrumento negro, transformados y devueltos en fragmentos de armonías, pero pecados siempre. ¿Qué he querido hacer? ¿Convertir la presencia de esta niña en otro ritual más?
– Vete -murmuré; no sé cuánto silencio transcurrió hasta que hablé de nuevo, siempre de espaldas a ella-. Vete, por favor. Vístete y vete de aquí.
– No importa -la oí decir con profunda gravedad-. No importa -repitió
Los breves ruidos me avisaron antes: cuando me volví, el sujetador ya estaba en el suelo. Los botones oscuros de sus pechos descubiertos se erguían hacia mí. Ella permanecía rígida, intocable, el pelo rizado sobre la mitad de su rostro, los labios grandes y entreabiertos.
– Sí. Sí importa -murmuré-. Es lo más importante de todo.
Sentada y desnuda y blanca, sólo la obscena intromisión de sus bragas entre unas piernas que ya eran de mujer, me miró sin comprenderme. Ella, una flor, ¿puede percibir acaso su arrebatador aroma? «Aléjate», pensé, «oh, aléjate.» Cerré los ojos, abandoné su mirada de asombro. Después he pensado: no hay solución. Vivimos en un mundo lleno de horribles imperfecciones.
No volví a hablarle: le di la espalda lejos, en una esquina del salón. La dejé vestirse sin aliviar su vergüenza.
No recuerdo cuándo se marchó: el intenso calor de su cuerpo, su olor-calor, queda frente a las teclas. Ha hechizado el piano: incluso en su ausencia lo ha investido de una atmósfera íntima de dormitorio, de secreto de adolescente. He practicado el opus 27, número 2, sobre esa sensación, y casi me ha parecido un allanamiento: cierro los ojos al tocar y es como si palpara los objetos de su cuarto mientras la aguardo en la oscuridad.
Nos hemos demorado hoy, indecisos, y al fin derivamos con lentitud hacia el Redro. Allí empezó la soledad, el escenario de hojas caídas, la intimidad del paisaje. Ha comenzado el frío compacto y gris que pertenece a noviembre, y la tarde fue casi toda crepúsculo. Verónica no parecía ella misma: estaba envuelta en un abrigo del color de la tierra de otoño con el cuello levantado y botones dorados, sus piernas resguardadas en pantalones holgados de lana. Por detrás, alejándose de mí, su silueta era como la de un hombre de siglos pasados.
Hemos recorrido sin intención las veredas hasta divisar una pérgola vacía. Me agradan estos lugares: los domingos solía venir con mi padre a escuchar música en ellas. Soñaba con vestir de uniforme y hallarme allí arriba maniobrando las clavijas de los oboes. Incluso cuando no había espectáculo me atraía subir a ellas y explorar su vacío de tiovivo invisible. Hacia allí nos dirigimos en silencio. Una ráfaga de viento helado, removedor, avanzó las hojas amarillas un paso más, como piezas de tablero. Verónica atrapó las solapas de su abrigo y las unió bajo su rostro.
La pérgola estaba sucia de hojas, con el exacto aire de abandono que yo necesitaba. Sin embargo, había sorpresas: por ejemplo, las lindas y blancas columnas, muy delgadas, que se abrían en tres arabescos para sostener el techo, o el parapeto con grabados de metal que simulaban notas de pentagrama. Subimos por la pequeña escalera hacia su plataforma y todo se llenó de un recio tambor de zapatos contra madera.
Verónica se alejó hacia el parapeto metálico y contempló el parque. Entonces volvió a hablar. La conversación que hemos tenido fue extraña, y la transcribo:
– No aspiro a ocupar un lugar entre Blanca y tú -dijo-. Me da igual: ya he ocupado demasiados lugares incómodos. Estoy en tu bando porque quiero estar, y me iré cuando me parezca. -Las hojas, sacudidas por otro breve golpe, recorrieron la pérgola con susurros-. Así que así están las cosas -dijo.
– Pero yo no quisiera que te fueras nunca -murmuré.
Se volvió hacia mí y enfrentó mis ojos.
– No me vengas ahora con ésas -dijo.
– La gente piensa que soy un romántico -sonreí.
– Pero es falso.
Se recostó contra una columna, las manos en los bolsillos del abrigo. La madera crujió levemente: el sonido parecía una voz.
– Sé que es una contradicción -dije-. Si no hay una relación de afecto entre nosotros, no puedo impedir que te marches. Pero no quisiera que te fueras nunca.
– ¿Qué buscas de mí?
– Escapar -dije.
– ¿Escapar?
– De Blanca.
Sacó un cigarrillo. Fumó. El viento hizo desaparecer el humo azul entre sus labios.
– ¿Por qué no lo dejáis? Me refiero a lo vuestro -dijo.
– No puedo.
– Me gustaría conocerla -dijo entonces-. A veces pienso que te la inventas.
– Y tienes razón -asentí-. Me la invento. Por eso no puedo escapar de ella.
Tardó un instante en decirme lo más importante que me han dicho jamás:
– He estado pensando acerca de ti, y he llegado a una conclusión: eres un compositor de relaciones, Héctor.
Enarqué las cejas sin comprender.
– Quiero decir que creas fantasías y las interpretas en los demás -explicó-. Y no te relacionas con personas sino con tus propias creaciones.
– Es cierto: he estado pensando eso últimamente.
– Eres un genio musical, como cree Lázaro -sonrió-, pero no compones música: te dedicas a obtener armonías en los seres que te rodean.
Me gustó arrebatadoramente la comparación.
– Soy un creador, en efecto -dije-. Pero cuando creo, libero: y todo lo que queda en libertad huye de mí, termina desapareciendo. Y no quiero que eso ocurra contigo.
El talante divertido de su mirada me gustó menos que su desprecio:
– ¿Has creado a Blanca? -preguntó.
– Sí.
– Por lo tanto, Blanca no existe.
– No, no existe.
– ¿Y a mí? -amplió la sonrisa-. ¿ Me has creado a mí?
– En cierto sentido -afirmé tras una reflexión-. Sí, en cierto sentido.
– ¿ En qué sentido?
– He contribuido a crearte un secreto -dije.
Me miró completamente seria de repente, y fue como si la luz de la tarde iluminara la palidez en sus mejillas. No hubo rubor, sólo esa emoción gélida.
– Eres el individuo más extraño que he conocido nunca -dijo-. Y he conocido a muchos, y muy extraños, incluyéndome a mí misma -sonrió débilmente-. Pero tú no pareces pertenecer a este tiempo, ni a este mundo. Debo decirte que los primeros días pensé que estabas enfermo. Ahora estoy totalmente segura de que es así, pero no creo que vivieras mejor si pudieras curarte -contempló pensativa el extremo final, rojizo, de su cigarrillo; el viento levantó con fuerza los bordes de su abrigo-. Y lo primero que aprendes en psicología es que una curación puede llegar a ser también una forma de enfermedad.
La tarde concluyó con rapidez. No nos hemos besado, no hubo despedidas. Quizás sí: ella volvió a mirarme en algún momento, los ojos brillantes por algo, una idea o una lágrima.
– Nuestro pacto sigue en pie -dijo-. Dos desconocidos.
Pero no nos hemos besado.
Un beso siempre extingue algo.
Y además, pienso en el espejo negro y curvo que te refleja cuando te acercas demasiado..
La tarjeta con la flor apareció esta mañana en mi buzón, tan sencilla que me asombra pensar en todo lo que significa.
(En la partitura: regreso. al tema; acordes en legatissimo que dejan paso a la segunda parte.)
Ayer sábado lo pensé mientras me vestía: ¿qué separa realmente a dos seres? La añoranza, el sueño de un encuentro próximo, premonitorio.
Mis nervios parecían sinceros: iba a veda, por fin, tras una espera infinita. Un encuentro es la única forma de unión: todo lo demás, aun la convivencia, nos separa. Eso he pensado mientras me vestía -camisa, corbata, traje oscuro- y miraba la hora y mi ansiedad aumentaba casi sin objeto, químicamente.
He salido con tiempo. Adquirí el ramo de rosas tiernas en una floristería conocida y cogí un taxi para ir al aeropuerto. ¿Qué otra cosa puede mantener la ansiedad del encuentro cercano? ¿Qué lugar mejor, qué atmósfera más propicia que el anonimato de los transportes públicos y de las grandes salas repletas de ecos y de rostros confusos para recibir todo el impacto de un regreso deseado? ¡Saber que ella me esperará! Era tan excitante que apenas podía pensado sin estremecerme de placer.
Repaso con los dedos los pétalos de las rosas y sus tallos peligrosos, interrumpo el silencio constantemente con el roce del plástico que las envuelve, consulto el reloj: su avión -invisible, imposible- llegaría a las cinco en punto. Ya casi eran las cinco: cinco minutos para las cinco. Cierro los ojos sobre la luna del reloj y pienso en ella.
Saber que hay alguien que me conoce y que sonreirá al verme entre un millón de miradas frías. Pensar: estará allí, y casi veda ya, encontrada ya, mientras viajo hacia ella lleno de deseo.
– A Llegadas Internacionales -dije-. Y todo lo rápido que pueda, por favor: su avión llega dentro de cinco minutos.
El hombre sonrió hacia el retrovisor: vio el ramo de rosas y percibió mis nervios.
– Pero no se marchará sin usted, hombre -dijo, divertido.
Contemplé el retrovisor, donde sus ojos me guiñaban.
– No -tragué saliva de puro placer-. No se marchará. Estará allí.
Baste con decir que en Barajas se hallaba la gente correcta, los rostros sincronizados con el desprecio justo, la ansiedad que despierta el tráfico inmenso de caras desconocidas, de abrazos que no nos pertenecen, de miradas confusas que nos traspasan, que no nos ven.
Debo decir: ella estaba… Pero no, porque se obró el delicioso milagro de contemplada sin saber que era ella: y, consciente de mi error, siguió inmóvil, sin hacer ningún gesto de saludo. Sin embargo, allí estaba, reflejada dos veces frente a los amplios cristales de las puertas de salida, solitaria. Qué decir entonces de su primera imagen consciente dentro de mí:.unir la ansiedad de no verla al principio y el instante preciso de hallada.
Ella, allí, esperándome.
Vestía una chaqueta rosada, del rosa llamativo de ciertos pájaros exóticos, con hombreras rectas y solapas y botones blancos; la falda se ceñía hasta un poco por encima de las rodillas; la silueta delgada de las piernas estaba cubierta por medias de un color crema tan suave que parecía blanco, pero sin la ofensa de la blancura. Sujetaba un pequeño bolso de mano y llevaba un sombrero de alas amplias que se inclinaba sobre su cabeza, rematado por una cinta rosada y una flor de artificio; bajo él, la mata de cabellos blancos bien peinada y recogida atrás. Traía el rostro velado a medias por sus gafas de sol. Sus labios se abrían en una sonrisa inmóvil.
La sonrisa del encuentro.
Viajeros que pasaban junto a ella la miraban con curiosidad: era una mujer elegante.
Y me esperaba. De entre toda la marea anónima de seres que no importan, ella, allí, elegante y sonriente, estaba dedicada a mi presencia.
Imaginamos frases de saludo que no hemos pronunciado (porque nuestro ritual exige silencio), pero el abrazo tuvo el mismo valor: el gesto, casi siempre torpe, que se recuerda toda la vida, la improvisación desmañada del cariño. Su sombrero se ladeó un poco mientras la estrechaba contra mí, su perfume me invadió como un recuerdo, sentí sus manos apretarse contra mi cuerpo. Llorábamos sin fingir, como si en verdad hubiera transcurrido un tiempo abrumador hasta ese momento. La besé sobre sus lágrimas y la vi sonreír débilmente.
El ritual no es una mentira sino la repetición de una costumbre creada en el silencio. Puedes escuchar esa misma música una y otra vez: cuanto más lo hagas, más te gustará. El verdadero problema es que nuestros placeres se resumen siempre en uno solo, unánime. Y vivimos y morimos creyendo que sólo existe un paraíso.
Creyendo que, ya que hay una sola muerte, la vida no tiene por qué ser múltiple.
Pero hay muchas clases de placer en el mismo placer y muchas clases de vida en la misma vida: lo pienso mientras caminamos abrazados hacia la salida, el ramo de rosas entre sus manos -manos enguantadas en blanco con guantes que se cierran con un broche en las muñecas-. ¿Cuántas veces hemos repetido este juego extraño? No lo recuerdo. Pero cada una -ésta ahora mismo- me parece única. Imaginamos frases pero también gestos; gestos y deseos. Nos acomodamos en el asiento posterior de un taxi invadidos de felicidad, con esa alegría que pronto se contagia, que se reproduce en otros o provoca la envidia, repleta de risas casuales. Menciono el nombre de un motel de carretera cercano a Barajas y le explico al conductor cómo llegar; quizás éste se intriga un poco, porque nos contempla -siempre desde el rectángulo del espejo transformado en un par de ojos- sólo por un instante pero con una fijeza insoslayable. Sin embargo, es lo mismo, porque un aura de libertad y de goce nos aísla: durante el trayecto nos envolvemos en abrazos.
Blanca se desnuda el rostro, aunque cierra los ojos: una de sus manos cubierta de seda sostiene todavía los cristales negros de las gafas mientras su brazo rodea mi cuello tras el respaldo del asiento; la otra me atrae por la nuca con lenta dulzura. La beso en la superficie de los labios y me empapa de rosa y de sabor a perfume. Enseñamos las lenguas y nos tocamos con ellas, los alientos se unen en una calidez central, mutua, que crea como una tercera boca que respirara. Ella recuesta su cabeza en mi hombro; el sombrero, desprendido, forma un círculo rosado tras ella, sus alas retiemblan con la brisa de la ventanilla.
Blanca ha cruzado las piernas, ofreciéndome la suave curva de malla de su muslo derecho por encima, bien descubierto. Sobre esa piel brillante deposito mi mano y aprieto hasta sentir que incluso su fuerte músculo obedece. No permitimos que esta caricia interrumpa el beso, el abrazo dulce, el ansia que ya no es fingida: porque hay un punto tras el cual dos bocas que se humedecen juntas crean un deseo aunque antes no existiera. Busco entonces más allá de la media, en el extremo del muslo: introduzco la otra mano por el borde tenso de la falda, la hago subir más, alcanzo los límites de su piel desnuda. Me deshago en el sabor de su lengua mientras acaricio la carne bajo la falda, el liguero recto y tenso, la
ausencia -que se hace exquisita, notoria- de otra prenda íntima. Todo me excita: pero no la caricia en sí, sino la presencia de ella -que sea ella a quien acaricio, aunque su tacto simule el de otras-, la mirada curiosa en el retrovisor y la fantasía que refleja, nuestro propio teatro y su transición suave hacia la realidad. No hay amor, ni siquiera un verdadero deseo: pero las consecuencias son iguales.
Y por fin el motel, en una desviación previa a Madrid, inmerso en un área de largas y civilizadas casas. Ella permanece sujetando el sombrero entre las manos y dando vueltas lentas por el vestíbulo mientras yo arreglo los breves trámites. El ramo de rosas descansa en la mesa de recepción, que es de madera oscura y rojiza: alguien lo ve y sonríe. Yo sonrío también.
– Una sola noche -advierto al recepcionista: un hombre maduro, vestido de negro, que finge desinterés de la misma forma que nosotros nos fingimos interesados; todos llegamos a creernos nuestros papeles.
– Sí, señor -afirma él sin sonreír.
No nos enseñan la habitación: simplemente nos dan la llave. Es espaciosa. Echamos las cortinas y contemplamos juntos la cama: amplia, sin adornos, apenas una cabecera barnizada. Hay una sola mesilla y un jarro sobre ella: Blanca se dedica a llenado de agua y coloca allí las flores. Todo lo hace con lentitud de oración pero sin interrumpirse: en ningún momento queda ociosa, no hay un solo instante en que su silencio sobrecoja, posee toda la dedicación exacta de los que nunca hablan.
Cuando por fin abandona las flores se desnuda. Se diría que sigue manejando flores: la chaqueta rosada, la falda de suave cremallera, las medias, la celosía blanca y dúctil del portaligas, todo cae sobre la cama con regularidad de nevada, en un silencio semejante a ella. Cada uno de sus gestos, aun los más naturales, tiene personalidad de ballet. La contemplo incansable, ya desnuda, mientras se tiende en la cama.
Se arrodilla frente a su propia ropa y, sin apartar las sábanas, se tiende desnuda por completo, bocabajo, el pelo suelto, y separa hasta el infinito las piernas.
Cierro los ojos. Los abro: esa pausa la ha transformado. La visión que ahora tengo de ella es totalmente distinta; su cuerpo parece un símbolo. Desde donde estoy, a los pies de la cama, distingo sus piernas separadas, tan separadas que casi cruzan la cama de lado a lado en ondulaciones de músculo tenso. Observo sus pies relajados, los dedos vencidos, situados en extremos opuestos, casi enfrentándose; las pantorrillas inmóviles; la esbelta contracción de los tendones en las corvas; los músculos del muslo ascendiendo suavemente, presagiando las esferas perfectas de las nalgas. Pero todo, aun el grueso desorden de la colcha o el cúmulo de ropa, converge en su mismo centro, ni siquiera en las temblorosas masas finales, ni siquiera en su separación, sino en la flor del estrecho orificio, ofrecido, revelado.
Más allá, su espalda y su cabeza oculta. La observo respirar.
Y lo más extraño: no encontrar obscenidad. Hallada así, en esta posición abierta, las piernas casi hendidas, su última oscuridad iluminada y roja, sin que exista violencia ni fuerza. Muy al contrario: una inmensa ternura parece depositada sobre su desnudez, corno un velo. La contracción de los músculos, que luchan por mantener esa abertura, ese ofrecimiento perenne hacia mí -mientras el tiempo transcurre con la lentitud del sol en la ventana-, no parece desagradable, ni siquiera esforzada: su propia voluntad silenciosa convierte toda esa molesta postura en algo natural, propio de su cuerpo.
(En la partitura: crescendo hasta el compás cuarenta y tres; entonces descenso leve y regreso al tema en pequeñas notas, con forza.)
Me acerco entre el desorden de la ropa acumulada corno tras una primera noche de amor; me acerco buscándola, buscando ese centro hacia el que todo señala. Me arrodillo entre sus piernas y contemplo esa mínima oscuridad. Desnudo mi cintura, mis muslos. Compruebo mi excitación, pero no es sólo su cuerpo ni el acto de su entrega: se trata sobre todo del ritual, de esa profecía cumplida del encuentro con ella y este postrer ofrecimiento completo.
Me acerco a su indefensa tensión: dejo caer mis manos sobre las sonrosadas cúpulas de sus nalgas; me inclino hacia su piel. Pienso que la estoy modelando: fabrico la redondez de esa carne con un gesto constante, enloquecedor, de las palmas de mis manos abiertas. Cuesta darles forma, tersura, enrojecimiento. Ella respira con fuerza, su cabello blanco abatido sobre la espalda y la almohada, el rostro hundido en las sábanas. Continúo apretando su carne firme, esas nalgas espléndidas y abiertas, y con los pulgares aparto sus curvas y descubro más el rojo interior.
Me tiendo entonces sobre ella, con cuidado: es un cuerpo pequeño, desnudo, joven; parece exánime, pero su tierna respiración le traiciona, así que cualquier brusquedad resulta un exceso. Me tiendo, vibrando de placer, sobre su espalda, apoyando mis manos en la cama, equilibrándome sobre la deliciosa suavidad de su piel. Mi sexo, sin embargo, no busca su interior. No: no se trata de consumar nada. Queda atrapado con incomodidad entre sus glúteos, señala endurecido hacia la concavidad delicada de su lomo. Le entrego el peso de mi cuerpo por fin: ella cierra los puños sobre la colcha.
No hace falta casi nada más: al abrazar esa figura cálida, delgada, al sentirla, ya en el extremo final de toda una tarde de ansias, no necesito ni siquiera de mis gestos. «Oh, por favor», pienso cerca de su pelo blanco, como si lo susurrase en su oído, «quédate así, déjame creer por un instante que esto es cierto.» Sus nalgas se abren como manos, corno algo tibio que envolviera mi placer -quizás mejillas, o labios, o pechos mórbidos-. Apenas nada más: jadeo, gimo sobre ella con los ojos cubiertos, vivo un instante -el instante exacto, cegador, en que mi orgasmo escapa- la fantasía de hacerle el amor, el sexo fingido corno nuestro encuentro o nuestros besos; transformo mi masturbación sobre ella en algo mutuo, y ella me ayuda con sus gestos fuertes, la contracción de todo su cuerpo al sentir que la riego con mi placer, sus brazos, que sujeto con fuerza de violación, sus espasmos, durante los que crispa las nalgas como si recibiera latigazos.
Al apartarme, aún jadeante, mi sexo permanece unido a ella por lentas gotas blancas que se derraman sobre su vértice, entre las piernas. Distiendo sus nalgas y juego con la caída lenta de la esperma por entre ellas. Blanca, Blanca, silenciosa, manchada, poseída.
Disfrutar teniéndote sin tenerte: eso es el placer eterno.
Todo lo sucedido ayer, en nuestro ritual del encuentro, me ha suministrado la inspiración precisa para la nueva carta que he compuesto sobre la vida onírica de Chopin en Valldemosa, dirigida a Pleyel. Fue así:
«Valldemosa,1839.
Mi querido amigo: en mi celda adornada de rojo, dentro de mi roja enfermedad, vuelvo a soñar. Escuche con indulgencia mi fantasía, desbordada por la crecida de la fiebre. Imagino dos mujeres inexistentes.
A la primera la denomino La Que Siempre Huye: de ésta sólo observo su espalda y un largo vestido de gasa y tul con lazos azules como el cielo de verano que tanto añoro; es espléndida, y promete ser hermosa, pero nunca muestra su rostro: se aleja por el inmenso pasillo de piedra cercano a mi celda dejando un rastro de algodón y perfume mientras huye. Otros dos detalles: lleva el pelo tenso en un moño y sostiene un largo abanico cerrado en la mano derecha.
Pero nada consigo al perseguirla, aunque muchas veces lo intento: y cuando resulta inalcanzable es más hermosa, porque por delante -compruebe mi desvarío- sólo es un molde hueco de sí misma, carece de rostro, está vacía y su silueta se compone de maderas finas, curvas y barnizadas como las que forman el cuerpo de los Guarnieri o los Stradivarius.
A la otra mujer que percibo la he llamado, por contraste, La Que Siempre Se Acerca. Se muestra de continuo frente a mí, indecentemente desnuda, y su hermosura sólo es superada por los lascivos pensamientos que me provoca. Lleva también el pelo recogido atrás, y su rostro sin sonrisa es tan hermoso que parece sagrado. Separa un poco los brazos y extiende las manos, como pidiendo recibirme. Un detalle obsceno: en el triángulo suave del pubis brilla su piel sin rastros de pelo.
Al contrario que la anterior, ésta siempre es fácil.
Pero de nada sirve su posesión: aunque representa todo lo que deseo, al abrazarla envuelvo un cuerpo vacío, pues desde el centro exacto de su cabeza parte una tajante división que la despoja de toda la mitad posterior del cuerpo. Por delante es esa figura de pechos sublimes, carne suave y rostro enloquecedor, pero por detrás posee los mismos límites vacíos que la otra, idéntico barniz de violín.
La Que Siempre Huye. La Que Siempre Se Acerca.
Ahora le pregunto, amigo Pleyel, si usted me perdona: ¿a cuál de las dos debo elegir? ¿Perseguiré a la que me impulsa a hacerlo? ¿Aguardaré a la que continuamente viene hacia mí? Pero piense usted: ¿acaso no son ambas lo mismo?
Ella siempre, desnuda por delante y cubierta de ricos velos por detrás, pero a fin de cuentas una carcasa hueca cuyos pasos suenan a ataúd vacío. ¿A cuál de las dos, pues?
Consumido por estas visiones comprendo al fin por qué amo a George: ella, con nombre y maneras de un sexo y figura de otro, es imposible. Con ella no hay frustraciones porque siempre se mantiene lejana, inabordable. Miento: mi frustración existe, pero constante y lenta;
he terminado por acostumbrarme a ella como a un veneno mitridático.
Juzgue usted, querido amigo, mi locura. Quizás su mejor respuesta sea no hacerme caso, Y no se lo reprocharé.»