Ritual del espejo

Nocturno en si mayor opus 9 número 3

(En la partitura: allegretto, ritmo sincopado, scherzando, repleto de cromatismos en su repetición.)


La melodía se desliza con la suavidad de la niebla, sensualidad en el ritmo de la mano derecha, imagen que se desvanece y acude, como un sueño de opio: a veces parece perderse sin remedio, en elleggierissimo de las semicorcheas, para después recuperarse casi con ingenuidad y afirmarse otra vez, dulce, provocadora.

Una melodía tan dulce. Y nunca llega a desaparecer del todo, como ocurre con los dos Nocturnos anteriores: la mano derecha aquí debe, por tanto, servir a esta omnipresencia y evitar las interrupciones. La variación de la melodía es como una prolongación de ella misma, el reflejo en un espejo ondulado.

Toco las manos de Elisa mientras ella toca las teclas, y percibo su tensión. Toco sobre ella sin sonidos y me sorprendo de la recia tirantez de sus tendones. Casi es divertido, y desde luego hermoso, verla tan nerviosa. Su preocupación, al recorrer la distancia de mi edad, llega hasta mí convertida en una broma: ¿qué estalla dentro de ella y por qué ocasiona dentro de mí ese silencio alegre? Y, sin embargo, ambos estamos tensos.

Con algunas personas la relación se vuelve un arco: sólo se aprecia si se fuerza, si se lleva hasta el límite, si se bordea de continuo esa frontera tenue más allá de la cual yace la amenaza de rotura. Con Elisa todo es un arco tenso, y la flecha apunta a ciegas hacia mí, hacia ella, incluso hacia sus manos, como el dedo de una veleta. Precisamente, en la música, ese reflejo de lo que no nos decimos: hoy, el estudio de Czerny sonó como a través de una garganta cerrada, entre resquicios, inflexible pero también perentorio. Era una exclamación (otros días ha sido un ruego, o una propuesta tímida), un brusco imperativo, una exigencia urgente. He cogido sus manos entonces, que se han separado de las teclas con los dedos inmóviles en el vacío, aún tocando notas invisibles, aún preparados para agitarse como arañas blancas. Sonreí ante su sorpresa:

– Relájate un poco. Estás muy tensa -le dije.

Al repetir se equivocó y dejó de tocar: respeté su frustración en silencio. Permaneció inmóvil con la mirada fija en las teclas: miraba el piano como a un amigo que nos traiciona. Observé que lloraba sin hacer un solo gesto: sólo la verticalidad de las lágrimas.

– Nunca me saldrá -dijo-. Nunca.

– Al contrario: ya te ha salido -repliqué- Pero debes relajarte.

Me detuve más de lo necesario en sus manos firmes y juveniles. Ella observa mis propias manos sobre las suyas, me mira interrogante, sonríe. Su rostro limpio sólo expresa una clase de emoción cada vez: me pregunto cuántas se reflejan juntas en el mío.

– Repítelo, pero más lento -indico.

No la oigo: la observo mientras lo hace, eso es oírla.

Sus vaqueros ceñidos, los pies sobre los pedales, el jersey holgado que a pesar de todo revela la repentina impronta de los pechos. Observo su laboriosa concentración, la ausencia de paz en todos sus músculos.


En el buzón, una propuesta prematura: se trata del folleto de una exposición en el Centro de Arte Reina Sofía. Blanca lo ha escogido como escenario de nuestro próximo ritual. Un pequeño trozo de espejo cae al suelo cuando abro el folleto: lo veo romperse con un sonido pueril.


No sé por qué estas anotaciones se han hecho indispensables: quizás porque era necesario. Ahora pasan pocos días sin que escriba mis impresiones junto a las partituras que estudio. Sentía cierto deseo de reflejarme en algo, porque la servidumbre de la música consiste en que siempre te olvida, seas intérprete u oyente, te deja solo, volcado en ella misma, poseído por ella. Así que es preciso expulsar a los demonios.

Lázaro no ha querido venir al gabinete psicológico, como era de esperar, y yo no he deseado insistir: me he limitado a comentárselo y lo he abandonado casi sin aguardar su negativa. Fue ayer tarde, en mitad de mis lecciones particulares a un intrépido aficionado de doce años de edad, cuando percibí el leve disparo de un portazo por encima de las notas de la sonatina de Clementi. Distinguí la silueta de Lázaro a través del esmerilado amarillento de la puerta como inmersa a gran profundidad: sus vaqueros, los zapatos deportivos, el jersey. Me excusé con mi alumno y abrí la puerta llamándole. Se volvió sin voluntad al final del pasillo: cargaba una mochila añil llena de correas y venía jadeante. Simplemente le dije:

– Te he conseguido cita en una consulta de psicólogos.

– Bueno -se encogió de hombros.

– ¿Vas a venir?

– No -respondió en el mismo tono susurrante y débil, con la misma tranquilidad.

– Deja de fumar porquerías -le advertí sin mirarle y cerré la puerta.

Y hoy por la tarde, tras las clases, preparado como para una cita imaginaria, he acudido a la bocacalle de Princesa. Estuve esperando hasta el anochecer, repleto de paciencia, divertido con mi propia sorpresa. Cuando la vi salir descubrí estúpidamente que era a ella a quien esperaba. Al pronto no la reconocí, ya que vestía un conjunto negro de traje y pantalón que le otorgaba un aire de seria elegancia, pero su compacta melena rizada me puso en guardia. La miré justo hasta abordarla: su forma de andar, decidida, con pasos amplios, la fuerza femenina de sus gestos, su abandono, la manera de asegurarse el bolso bajo el brazo. Sin embargo, ya junto a ella, al decir «doctora Arcos», bajé los ojos.

– Ah, hola -dijo-, qué tal. ¿Y su hermano?

Le conté la verdad: que no había querido venir y que yo, fiel a sus mismas indicaciones, no había insistido. Estábamos hablando en mitad de la acera, rodeados de tráfico y gente, y el silencio que surgió apenas tuvo oportunidad de resultar incómodo. Ella parecía querer hablar de Lázaro, pero la detuve con una sonrisa:

– Por cierto, antes de que me olvide. Se me ha ocurrido traerle algo.

Hurgué en el bolsillo de mi impermeable y saqué el casete. Se lo mostré: no traía portada sino una cartulina con notas manuscritas a lápiz. Ella lo contempló con una expresión que me hizo sonreír aún más.

– Son los Preludios -dije-. Una grabación pirata de un recital que di en el conservatorio hace un año…

Lo cogió con las dos manos, con toda la ceremonia del que acepta una valiosa ofrenda, y abrió mucho la boca.

– Gracias, gracias de verdad -dijo-. Lo grabaré y se lo devolveré en cuanto pueda…

– Es para usted. Tengo varias copias: muchas más que amigos a los que regalárselas.

Sonreímos y ella volvió a caminar mientras guardaba el casete en el bolso y me agradecía de nuevo el detalle, pero había en su voz un tono distinto de alerta: supuse que estaría preguntándose qué era lo que yo pretendía en realidad. Procuré tranquilizarla diciéndoselo de inmediato:

– Pensé que quizás aceptaría tomar un café conmigo, si no le parece demasiado tarde…

– No puedo, lo siento -contestó enseguida y con tanta rapidez que me pareció que recibía invitaciones diarias y que ésa era su respuesta aprendida. Yo repliqué que no importaba, que lo dejaríamos para otro día, y ella, casi al mismo tiempo, se detuvo, consultó su reloj (engarzado en una muñeca absolutamente fina) y volvió a hablar igual de rápido- O si no… Bien, bueno, de acuerdo. ¿Dónde?

La cafetería estaba cerca y poseía la oscuridad secreta de una iglesia: ocupamos una mesa roja y opaca como unos labios pintados, cerca de la barra. La luz caía sobre ella como sobre un velador de tahúres. Verónica Arcos se despojó de la chaqueta y descubrió un jersey de cuello de tortuga fruncido de color crema, tenso en el torso por la proyección de los pechos. Su cintura mostraba un angostamiento que debía de ser casi molesto: un fuerte cinturón de enorme hebilla dorada la ceñía como un corsé en violento contraste con la amplitud de las caderas. Juntó las manos sobre la mesa, manos grandes pero herniosas, de uñas bien cortadas y sin pintar, y empezó una conversación profesional y veloz que parecía improvisada para conjurar cualquier instante incómodo. Habló de Lázaro: dijo que comprendía su rechazo perfectamente, que eso evidenciaba el miedo que tenía a pertenecer al mundo adulto que le rodeaba; dijo que los jóvenes come él necesitan protección frente a una sociedad que les abandona o les invita a destruir sus vidas. Yo la tentaba con murmullos de asentimiento para conseguir que su conversación fuera inagotable. Mientras tanto la observaba: sus dedos largos y fuertes torturaban la bolsita de azúcar del café, que permanecía intacta. En ocasiones se llevaba la mano derecha al pelo y lo desplazaba hacia atrás con un gesto innecesario, ya que en ningún momento sus rizos llegaban a molestarla. Me pregunté muchas cosas mientras la contemplaba, y quise responderme que no estaba casada, que quizás era divorciada, o quizás naufragaba entre los restos de un lío sentimental: el deseo de saber si vivía sola me recomía por dentro. Sin querer, comencé también a gesticular, como si tradujera sus palabras a un grupo de sordomudos: me arreglé con indiferencia el pelo, que casi siempre llevo revuelto y largo, deslicé la yema del índice por mi bigote secular, me removí en el asiento cuando ella lo hizo y sentí un sudor frío en la espalda, una absurda inquietud interior, al percatarme de que no la estaba escuchando, como si mis oídos fueran de algodón. Sin embargo, en un momento determinado capté realmente sus palabras: creo que hablaba de la sociedad cuando lo dijo, y fue esto:

– Nos dedicamos a perseguir a ciegas el placer.

No puedo explicar por qué, pero me vi en la fisiológica necesidad de replicar algo. Me encogí de hombros y abandoné por un instante aquel laberinto de gestos para decide:

– Bueno… Perseguir a ciegas el placer no es perjudicial.

Se detuvo en el instante de beber un sorbo de café, con los ojos por encima de la curvatura blanca de la taza: aquellos ojos aislados de su rostro me recordaron los de un ciervo sorprendido.

– Estoy de acuerdo -asintió-. No digo lo contrario, pero…

– Chopin, por ejemplo, perseguía a ciegas el placer con su propia música -continué sin mirarla-. Y es que no hay otra manera de obtener el placer absoluto: únicamente a ciegas…

– ¿Por qué? -preguntó con curiosidad.

– No somos capaces de contemplarlo -dije.

Sonrió. Parecía interesada y confundida a un tiempo por mi repentina intromisión. Sin embargo, en el fondo de aquellas expresiones percibí una conformidad oculta.

– ¿No somos capaces de contemplarlo? -repitió con exactitud, divertida.

Rehuí la explicación, pero quise continuar:

– Los amantes de la música, como usted y yo, formamos una hermandad selecta: nos gusta experimentar el placer, pero no cualquier tipo de placer.

– Caramba -se removió en su asiento y mostró toda su sonrisa: es de esos rostros afortunados que se embellecen al sonreír-. ¿Y por qué? ¿Qué tiene que ver la música?

– Mucho: nos convierte en seres muy sensibles. Se mordía otra vez el pulgar: pensé que lo hacía por puro deseo de ser joven.

– Ésa es una opinión de artista -dijo.

– Sí, de artista.


Hubo un silencio, pero no fue incómodo. No puedo decir lo que ella pensó durante ese silencio, aunque quizás fue sincera y ella misma me lo dijo después; sin embargo, yo tuve un curioso pensamiento contemplando su rostro divertido de mujer madura: observé las débiles líneas que se extendían a ambos lados de sus labios, la multitud de pequeñas crispaciones que adornaban el alrededor de sus ojos, las rayas a lápiz, casi invisibles, que marcaban su frente; observé toda su edad en aquel rostro treintañero y pensé que era hermosa precisamente por eso: llevaba escrita su madurez en las facciones como el destino o la muerte en las palmas de las manos.

Y me gustó descifrar aquella hermosura labrada de sus años.

– Es usted un personaje especial. Héctor -sonrió, inclinándose hacia mí-. Héctor, ¿verdad?

– Sí: Héctor Hernando.

– Héctor Hernando -repitió-. Algún día veremos su nombre en las carteleras del auditorio.

– Por favor, qué va.

– Pero no tiene manos de pianista.

Tiene razón: mis manos son cortas, breves, corpulentas como todo mi cuerpo. Cuando ella me lo hizo notar, las contemplé con cierto rubor.

– Es verdad -dije-, pero mis dedos son muy sensibles. Eso es lo que importa. Chopin también tuvo problemas con las manos: se colocaba tacos de madera entre los dedos para alcanzar las octavas…

La conversación, agotada, terminó en ese instante; nos levantamos y tuve de nuevo la visión fugaz de su cuerpo mientras volvía a ponerse la chaqueta: es alta y fuerte, esbelta, la cintura apretada hasta más allá de la anatomía, con el cinturón de hebilla dorada casi cercenándola, y sus anchas y poderosas caderas. Dejé algunas monedas en la mesa y salimos. No recuerdo la despedida, quizás porque no existió: sólo la fórmula tradicional del adiós, pero trivial, con la seguridad de los que saben que volverán a verse.


(En la partitura: el tema vuelve a repetirse en variaciones rápidas de semicorcheas y fusas; de improviso, un grupo de fusas ligadas, con forza.)


La exposición en el Centro Reina Sofía ocupaba toda una planta. Era de un solo autor, desconocido para mí, pero me gustó: utilizaba motivos infantiles y los deformaba sutilmente. Muñecas, ruedas de triciclos, soldados de plomo con el uniforme descolorido, todo formando curiosos collages con trozos de espejo y mecanismos inservibles. Las muñecas en especial me parecieron inquietantes: pequeñas, barrigudas, calvas, de ojos extirpados, a veces desnudas y mutiladas o con las piernas regordetas atornilladas en posiciones imposibles, pero también presas en la inmovilidad polvorienta de un vestido antiguo, los cuellos ahorcados en rancios encajes, corpiños o faldas con pequeñas manchas amarillas. Se amontonaban en vitrinas cúbicas, por entre pasillos y salas numeradas con aires de hospital lujoso.

Era sábado por la mañana, a la hora de apertura, y no había demasiado público, por lo que la divisé de inmediato en cuanto llegué: al fondo de la galería, de pie, con el vestido del ritual.

De cintura para arriba, en, el ritual del espejo, somos iguales: ambos llevamos chaqueta azul marino, camisa blanca y corbata negra. Ella, además, gafas de sol, y su largo cabello blanco suelto sobre los hombros. A partir de la cintura, la diferencia: en ella, una breve minifalda de escolar, negra y fruncida, despuntando por debajo de la chaqueta, que dejaba sus piernas completamente desnudas. En esa tela plegada y escasa se hundían ambos muslos, firmes, del color de la piel de un niño. Los músculos de sus pantorrillas resaltaban, porque andaba de puntillas sobre difíciles zapatos de tacón.

Blanca también me vio. lmitándola, me coloqué como ella, de cara a la pared, las manos entrelazadas, divertido por la armonía de nuestra imagen. De inmediato dio comienzo el ritual.

No sé por qué, pero nos copiamos sin rencilla, con una fluidez casi melódica, siguiendo un orden improvisado de gestos, obedeciendo al otro en cualquier extremo hasta que la obediencia se hace adivinación o milagro. El motivo es imaginar un enorme espejo entre ambos: los efectos últimos de esta fantasía son sorprendentes.

Allí, de pie, comencé llevándome la mano a la cabeza: ella repite el gesto casi al mismo tiempo; me aliso el pelo y ella hace lo propio con el suyo. Regresamos al reposo y continuamos mirándonos: el público cruza nuestro espejo indiferente. Me ajusto el nudo de la corbata; ella me copia con su corbata; mantengo los dedos en la estrechez de la seda y juego a descender por ella hasta los primeros botones de la chaqueta: ella también llega, junto a mí, y toca el botón más alto en el instante en que yo lo hago.

La sala de la exposición es casi circular e invita a girar con lentitud. Eso es lo que hacemos. Comienza ella, alrededor de unas vitrinas donde las muñecas se reúnen formando corros. Me persigue con suprema paciencia y yo huyo de igual manera, en sentido inverso a las agujas del reloj, sin abandonar la visión de su figura adolescente. Sus piernas desnudas agitan la falda al moverse, los altos zapatos imprimen un contoneo leve a las caderas; las piernas sobresalen únicas de su traje de escolar, y pienso en su íntima desnudez bajo la falda y me estremezco; los muslos se tensan al avanzar casi con pereza; los altísimos tacones golpean el suelo con un ruido que no me alcanza. Me detengo entonces. Ella se detiene más allá de las vitrinas, pero seguimos viéndonos. Deslizo mi mano por el pecho y sigo la línea de los botones de la chaqueta. Descendemos ambos, sincrónicamente, y siento la llegada de mis dedos antes de que se produzca: al mismo tiempo distingo los suyos sobre la falda, jugando alrededor de la zona que nos impulsa a continuar, rodeándola con levedad, en un gesto repetido que termina por llamar la atención. Aparto la mano, y ella, adivinando, la aparta simultáneamente. Por un instante ha habido cierta reencarnación en el ritual: de repente he cerrado los ojos y me he sentido con los muslos desnudos, al descubierto -la piel delicada y libre palpando el aire de la sala, los roces infinitos de objetos y seres-, protegidos apenas por la nimia barrera de la falda; los pies elevados, los empeines introducidos en angostos zapatos de tacón.

Por un instante estuve desnuda y maquillada. Y por un instante, en ella, imagino verme las piernas cubiertas por pantalones cómodos, el tórax amplio, los hombros anchos, el sexo petrificado bajo la ropa interior.

Caminamos hacia el bar manteniendo la distancia por entre un pasillo de reflejos deslumbrantes. Ocupamos mesas diferentes, pero enfrentadas, y pedimos lo mismo: copas de cerveza. Sonrío hacia mi reflejo, el mentón apoyado en la mano, y ella, allí, en ese otro extremo inaccesible, me sonríe con dulzura. Muevo los labios en un «te amo» silencioso que ella imita. Sirven nuestras copas casi a la vez camareros colaboradores y alzamos ambas en un mismo brindis.

Coloco la mano en mi rodilla y, sin haberlo pretendido, consigo que ella haga lo mismo: de repente percibo que, tocándome, lograré tocarla desde la distancia, y esa impunidad, esa obediencia inmediata del reflejo me trastorna; si yo me desnudara, pienso, frente a ella, o si cometiera alguna obscenidad con mi propio cuerpo o con el de otro, o si me dañara, ella tendría que hacerlo. Pensándolo, froto el muslo izquierdo con mi mano abierta hasta desbaratar la simetría del pantalón: ella, allá lejos, acompaña mi gesto con un eco exacto, pero sobre su piel desnuda. Tomo mi carne bajo la tela, la obligo a tomar la suya. Rebusco en mí, en el interior de los muslos, con un gesto femenino que sólo el decoro me impide hacer más ostentoso, y ella, fiel, desdeña las miradas y me remeda casi superándome. Rozo mi sexo con el pulgar y fantaseo con ese roce en su propio sexo: la coincidencia de removernos ambos en el asiento otorga fuerza a la ilusión. Cruzamos las piernas. Las des cruzamos en un gesto casi consecutivo. Yo las separo y ella me acompaña: sonrío al comprobar que mostrará su propia desnudez, pero me detengo. Ella, sonriente, se detiene. Vuelvo a cerrar las piernas y cierro las suyas con el gesto. Abandonamos juntos el bar.

Estamos preparados para traspasar por fin esa barrera imaginaria que hemos ido creando, el falso azogue que nos separa.

Escogemos uno de los ascensores exteriores: por los curvos cristales entra al principio casi todo Madrid desde la altura y el aire azul de una mañana bonita y otoñal, y por fin las casas grises y las aceras pobladas. Bajamos, frente a frente, al principio en solitario, ambos recostados en paredes opuestas, y empezamos a acariciarnos: en ella el movimiento recoge la faldita negra hasta casi las caderas. Observo sus muslos juntos y trato de imaginarme su placer -que es el mío- humedeciéndola, su mano deslizándose como haría la mía en ella, entre la ternura del interior de sus piernas, las rodillas muy juntas. Allí, en sus gafas de sol, distingo guardada una convexa miniatura de mi cuerpo reflejado.

El ascensor se detiene a media altura y entra gente. Un hombre se coloca entre nosotros, calvo y delgado como un fiel de balanza, y arruga el pequeño rostro al contemplar los tanteos de Blanca.


Seguimos descendiendo entre cristales trasparentes como figuras de escaparate; el ascensor es una noria sin vértigo que nos posa lentamente en la ciudad. Inmóviles, el uno frente al otro, continuamos mirándonos; pero la gente enturbia el reflejo. Por un instante imagino nuestro doble orgasmo: gemir con un solo gemido, quizás abrir una sola boca. Eso también es amor. Lo murmuré de nuevo -te amo- y te vi susurrarlo a lo lejos. Pensé: «Cuánto te amo. Somos los únicos habitantes de un mundo repleto de belleza, y por un instante sale el sol sobre nuestra tierra y nos contemplamos en absoluta soledad».

Salimos del Centro de Arte y caminamos distanciados hacia la calle; pero nuestra distancia es mera ficción, porque las miradas, que no se separan, nos acercan más que los abrazos de otros. Las aceras del Paseo del Prado nos permitieron alejarnos paralelamente: las palomas jugaron con nosotros y se apartaron a la vez de nuestros pies. Blanca cruzó entonces la avenida y continuó caminando más allá, lejana, aunque hasta el último momento pude observar que su cuerpo imitaba al mío. Soñé después, al perderla, con que el reflejo continuase, como la sombra que se ausenta con la luz pero sigue bajo los pies, dócil, sumisa, silenciosa. Mi sombra blanca.


(En la partitura: cambio de tema, agitato, rápidos arpegios de. la mano izquierda, tumultuosos.)


A veces una pesadilla no me enfada si hay algo en ella que pueda resultar hermoso: pero esta noche todo ha sido oscuro y he despertado lleno de sudor y casi borracho de sueño malo. Sin saber qué hacer, recordé el ritual de ayer sábado, me excité sin remedio ante la evidencia de las imágenes y regresé al piano en medio de la tiniebla. Ahí guardo mis notas de Valldemosa; cogí la pluma y las completé:


«En 1838, Chopin viaja a Mallorca con Aurore Dudevant, de soltera Dupin, cuyo seudónimo literario era George Sand, y se hospeda por unos meses en el monasterio de Valldemosa, donde termina de componer los Preludios.

Imagínalo tocando en la oscuridad del convento.

Imagina, por ejemplo, que interpreta la misteriosa melodía del Nocturno en si mayor, opus 9.

Puedes pensar que la ventana, la única ventana de su celda, se halla abierta, y que por ella penetra el resplandor platino de la luna. Pero también puedes imaginar unos barrotes, rotos a intervalos irregulares de tal forma que la luz lunar, al pasar por entre ellos, fabrica sombras que son como párrafos interrumpidos o columnas de versos incompletos.

Y ahora imagínala a ella, a George Sand, paseando desnuda mientras le escucha tocar: sobre su cuerpo, iluminado por la luna, se trazan las rayas dispares de las sombras.

Su cuerpo desnudo y cubierto de azul plata, franjeado de líneas negras.

Imagínala así como un tigre nocturno.

Imagínala paseando desnuda mientras Fryderyk termina de ejecutar el opus 9, número 3. Piensa en esas líneas de tigre prestadas por la luna y las sombras.»


La visión me hizo componer algo misterioso. Pero después, recordándolo sin los resabios del sueño, ha dejado de gustarme.

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