Ritual del castigo

Nocturno en fa mayor opus 15 número 1

(En la partitura: andante cantabile, comienzo semplice e tranquillo, ritmo de tresillos en la mano izquierda.)


He tocado hasta permitir que el recuerdo me invada, pero ha sido tan a traición que apenas lo supe hasta que se hizo concreto dentro de mí, casi visible. Me sumergí en el primer Nocturno, opus 15, hasta regresar a mi infancia, pero en silencio. No puedo decir nada de mi infancia -¿y quién puede?-: la felicidad no estaba inventada; las lágrimas eran gotas vacías; había dolor, y juego, y soledad.

Transcurrieron muchos años antes de Lázaro, que fue el resultado no del todo deseado de un segundo matrimonio de mi padre. Para mí, muchos años de ideas, de deseos, de ansias que aguardaban su momento.

Una tarde escuché un piano: eso decidió mi profesión. Su sonido me invade ahora: era un piano tan antiguo que sus teclas poseían voz doble, la nota musical y el quejido de la madera. Sonido de madera, madera dulce, olor a música vieja por toda la habitación, melodía de madera que se alzaba como una fragancia. Oigo ese piano en mi recuerdo: al mismo tiempo melodía y golpes, pasos de gato sobre el teclado, crujidos bajo la trama musical.


Elisa llegó puntual, como siempre, pero casi podría decirse que se materializó entre las sombras. Incluso su forma de tocar el timbre fue discreta. Me acerqué a la puerta en zapatillas, abrí y vi oscuridad: ella estaba envuelta por esa tiniebla, sus gafas lanzando breves destellos. Le dejé paso, nos saludamos, observé su vestido y quedé atónito: una larga camiseta hasta la mitad de los muslos, rebeca ultramar, calcetines y zapatos de deporte. Aplastaba las partituras bajo el brazo y parecía deseosa por empezar: se despojó de la rebeca, se sentó frente al piano y comenzó el estudio de Czerny con grandiosa tranquilidad.

La observé: queda desprotegida cuando toca. Sus manos no pueden envolver los pequeños pechos, las piernas se mueven ante la mirada, se descubren los muslos mientras pisa los pedales. Queda tan abandonada que se vuelve peligrosa.

Sus padres saben mucho de este peligro: antes de recibida como alumna yo mismo sufrí un examen. La madre es culta, una mujer de mundo, ha vivido en Francia, o es medio francesa, o tiene parientes franceses, aunque su acento es muy español; esconde el verdadero color de su pelo hasta un punto que parece que ni ella misma lo recuerda, pero la última vez que la vi lo llevaba dorado mate; sin embargo, la hija ha salido a ella en la serena belleza del rostro. El padre es un negociante suspicaz: vino tan sólo la primera vez y dejó que su esposa se mostrara encantadora y refinada mientras él se dedicaba, con sus ranurados ojos engastados en dos bolsas de grasa, a espiarme y espiar mi alrededor: los diplomas y cursos enmarcados, la calidad del piano en el salón, mi forma de hablar o gesticular; valoraba el estuche donde pensaban depositar su querida joya. Sin embargo, en ningún momento hubo tensiones: llegamos a un breve acuerdo y en la siguiente visita el padre fue sustituido por la propia Elisa. Pero esto ya es sólo una anécdota sin importancia: la rutina regresó con lentitud, e incluso ella, a sus trece años -ahora tiene catorce-, se convirtió en una alumna más. No me equivoco: ella era una alumna más, pero no se resigna. O quizás su excepción anida en mí, o en algún espacio invisible entre ambos. Es posible, muy posible, que ella desconozca que no es sólo una de tantas alumnas. Yo tampoco me considero culpable a ciencia cierta: fue una revelación, creo que mutua.

He sabido algo: los seres existimos sobre otras cosas, nada está aislado, levitando sin peso en un vacío. Forzando un poco más la idea: es posible afirmar que nuestra existencia es una multiplicidad, una galería de cuadros donde nos mostramos sobre un fondo distinto cada vez, o junto a otros seres u objetos diferentes. Ejemplo de esto: Elisa frente al piano, ¿no es también una forma de poseerla? Sus padres nunca la tendrán así, no serán jamás propietarios de estas tardes de clase, de la pintura de ella misma en el salón de casa, junto a mí, ensayando músicas sencillas con sus manos nerviosas, ligeramente inclinada hacia las teclas, ceñida por la suave camiseta que la desnuda a traición. Y esta posesión, este instante, es un recuerdo robado, pero no me siento culpable porque no lo he escogido: surgió así, fue un regalo involuntario. Y mientras la escucho, camino alrededor de todo lo que es ella y deslizo el dedo índice por los bordes curvos del piano, llego al extremo opuesto, en el vértice de las cuerdas, la observo hundida hacia el atril, reflejada a la inversa por la tapa levantada, y continúo repasando sus formas en la silueta del piano.

Cierro los ojos: es casi tocarla a ella.

No hay maldad en esto, porque, como ya he dicho, ninguno de los dos es culpable de sus sensaciones.

Regreso por el otro lado hacia ella y mi dedo se desliza por los últimos bordes del piano, cerca de las teclas. Podría seguir palpando la forma completa, el marfil del teclado, sus propios dedos tensos, el vello invisible de su brazo, la redondez delicada del hombro: quizás todo sonaría igual; pero me detengo, alzo la mano, la muevo en el aire marcando los compases que ella misma construye, continúo avanzando y me coloco a su espalda.

Hoy observé su camiseta por detrás: llevaba el dibujo de una O color marrón, o quizás un cero de bordes generosos, o un rectángulo con las esquinas suavizadas. El símbolo ocupaba toda su espalda, se movía con ella, ondulaba con sus gestos. Ella se inclinaba concentrada hacia la partitura abierta y la camiseta dibujaba las improntas de sus vértebras. Los ojos se me iban certeros hacia el centro de esa diana abierta sobre ella.

Termina. Permanece un instante más mirando el teclado. Entonces coloca las manos en las rodillas y me contempla feliz, risueña, relajda. Se aparta los rizos negros de la cara.


(En la partitura: la repetición se inicia con una ligera variante, tresillos de semicorcheas en dolcissimo.)


Eleva los pies y se apoya con las puntas en una postura incómoda, sin duda debido a que aún es niña y prefiere la incomodidad.

– Muy bien -le dije-. Has mejorado mucho, Elisa.

No me respondió: su sonrisa se hizo más fina y se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz con un gesto tan bonito que me pareció ensayado.

– Sería ideal que pudieras hacerlo a partir de ahora sin partitura -sugerí-. ¿ Crees que lo lograrías?

Se encogió de hombros, resaltaron sus clavículas un instante, la camiseta tembló. Me daba miedo que su cuerpo me hablase más que ella, así que insistí en silencio en la respuesta.

– Ya lo he tocado tantas veces que a lo mejor…

– dijo y se calló.

Sin embargo, no quise que hablara más, porque cuando habla se convierte en niña y me acusa. Cuando habla se aleja de mis deseos, aun sin voluntad, y yo me vuelvo su perseguidor. No: es preferible el silencio o la música; envuelta en silencio, ella comparte mi pecado.

– Hagamos algo -me apresuré a indicarle-: lo vas a repetir sin ver la partitura. Pero no, no, no la cierres… La tendrás delante, aunque no la verás. Quiero decir… -me aturdí un instante mientras recibía toda su mirada grande-. La música es tacto, Elisa. La música son las manos. Tocar: eso es lo que produce un sonido. La música es un mundo de ciegos -el único mundo que existe, pero esto no se lo dije-. Así que vamos a imitarlo: te quitarás las gafas y probarás a repetir el ejercicio muy concentrada, ¿te parece?

Asintió en todo lo que le dije. Ocurrió algo: se llevó las manos a las gafas tras un instante de indecisión, justo cuando yo también lo hacía para pedírselas, y nos encontramos sin querer en su rostro pequeño y hermoso. Durante un torpe segundo rocé sus dedos y nos burlamos de la casualidad; entonces ella me entregó sus lentes con extraña confianza y volvió a sonreír. Creo que sabía, con esa seguridad absoluta que sólo otorga el espejo que todo adolescente lleva siempre frente a sí mismo, que estaba más hermosa así, con la cara desnuda; oírla hablar de nuevo fue aterrador.

– No veo ni las teclas. Qué gracia.

– Cuando comiences a tocar, tus dedos buscarán el sitio correcto sin que te des cuenta.

– Me equivocaré -parpadeó y entrecerró los ojos.

– Sí, te equivocarás -me permití por un instante el lujo de la sinceridad-: pero será una equivocación muy bonita.

Elisa se echó a reír con una risa distinta, como si el mundo borroso que veía a su alrededor la hubiese madurado de repente. Entonces comenzó de nuevo el ejercicio, se perdió entre las teclas, se detuvo, yo la animé con gestos y palabras a que continuara.

No fuimos culpables. Hay algo que no es ella, que no soy yo, que está presente entre ambos: una forma, unos seres sobre esa forma, un silencio en el que suena la música.

Sostuve entre los dedos sus pequeñas gafas mientras lo pensaba: la había despojado de la mirada. Su mirada ya no estaba, sólo sus ojos. La música se deshizo en mis oídos y se transformó en sonidos puros: también la había desnudado de música. Pensé de repente que cada vez la cercaba más; mi objetivo era ése, detener su imagen, aislarla de todo, impedírselo todo: cualquier rasgo de lo que pudiera ser fuera de aquí, el más pequeño recuerdo de su propia persona; se me ocurrió pensar que deseaba oponerme al célebre mito: ella era de carne, pero yo buscaba hacerla estatua. Así, sólo así, podría poseerla sin ingratitud.

Estuve observándola: ahora se inclinaba aún más sobre las teclas y la línea áspera de sus vértebras se hacía más firme; contemplé los rebordes del broche del sostén bajo la camiseta, la horizontal tajante de las bragas ocultas; entre ambos, ese vacío dibujado en gruesos trazos, esa O, ese cero, ese infinito. Mi valentía no tuvo límite entonces y permanecí así, inclinado tras ella, contemplándola inagotable.

Cuando acabó, con muchas interrupciones, la tranquilicé en abundancia: le dije que lo había hecho muy bien, que había tocado por fin, en el pleno sentido de la palabra, y que quería que esta forma natural y espontánea de hacer música se repitiera en días sucesivos. Por último, le pedí que viniera cómoda a las clases, justo como hoy: aquella camiseta era ideal, así como los zapatos deportivos, pero particularmente aquella camiseta larga hasta los muslos. Ella estuvo de acuerdo en todo: intuí en su mirada una especie de significado oculto, de clave, de acuerdo tácito. Nos tendimos la mano en secreto a través de los ojos.


Pero odio esta larga semana que parece retenerme, donde los días no transcurren, sólo finalizan y nada sucede: así que lo ocurrido ayer se hacía imprescindible, a pesar de todo. Y es que comenzar las clases temprano, terminarlas, regresar a casa, trabajar de lleno en los Nocturnos, de repente levantarme con las manos sobre la cara, frotarme los ojos como si soñara, medir el salón con mis pasos, la garganta rota por una nostalgia incesante y desconocida, los ojos como llenos de ácido: todo eso se transforma también en otro ritual.

Contemplo uno de los cuadros del salón mientras escribo: un niño sentado sobre una silla que viste traje de primera comunión; un pequeño marinero sobre fondo azul. Lo miro con interés: me recuerda el encuentro que tendremos el sábado.

Reconozco que Blanca y yo no podemos prodigarnos, únicamente los sábados, sólo entonces. Sin embargo, una vez conocido el ritual, la espera se hace difícil.

Vivimos a ciegas,.aguardando ese momento. Hemos construido un mundo hermoso pero insoslayable como el amanecer diario: el hecho de ansiarlo con tanta intensidad no lo hace más fácil, tan sólo más deseado. Pero la espera es demasiado larga..

Para compensar, hace días que dudé frente al teléfono entre dos opciones y me decidí por la más sencilla: la otra consistía en continuar con la aspereza de la soledad y de los sueños. Sin embargo, incluso mientras dudaba mis dedos comenzaban a marcar el número escrito en mi agenda. Una voz elegante, mecánica al principio y femenina en el extremo final, me informa de que aquello es el gabinete tal de la calle cual, y me pide que deje un mensaje. No la obedecí y colgué.

Una hora después volví a llamar: esta vez contestó la secretaria. Hubo una breve pausa y oí su voz por fin.

– No sé si la estoy molestando -me identifiqué.

– En absoluto -dijo ella.

Oyéndola invoqué de golpe la imagen de su cintura estrangulada, casi hasta el límite de la respiración según me parecía, por un amplio cinturón de hebilla dorada.

– Pensé que podríamos vernos esta semana -se lo dije así-Hablaríamos de Lázaro.

– Esta semana va a ser difícil: tengo todas las tardes ocupadas.

– ¿Y las noches? -repliqué.

– ¿Cómo dice?

– Podríamos cenar algo por ahí una de estas noches… Hablaríamos de Lázaro, pero tambi~n de música.

La oí reír: una risa breve, como una exclamación, una palabra en otro lenguaje. En todo caso, algo que no me importó. Acaricié mis ojos mientras esperaba una respuesta. Voy a confesar el secreto: creo que fue esa indiferencia lo que me otorgó el éxito. De repente descubrí que todo en el mundo es muy fácil cuando no nos importa demasiado: el interés que ponemos en hacer las cosas es la mayor dificultad para hacerlas, Héctor Hernando dixit.

– Bien -dijo secamente, como para sí misma, al cabo de unos segundos.

Volvimos a llamarnos algo más tarde: le expliqué que conocía una cervecería cercana a su consulta e insistí en que allí se cenaba muy bien, lo que provocó de nuevo su risa. Sin embargo, aceptó. No me sorprendí sino hasta mucho más tarde, cuando la sorpresa había perdido ya la novedad y sólo quedaba de ella su carácter extraño, casi sospechoso. Pero creo que Verónica me ofreció una explicación satisfactoria de su docilidad.

Quedamos ayer jueves, y fui puntual: ella terminaba la consulta a las ocho, y la esperé fuera, como la vez anterior. Salió a la hora acordada pero inició el camino de siempre sin detenerse a buscarme. Supuse que se había olvidado de la cita. Sin embargo, vestía uniforme de cena íntima, verdaderamente sexy: una pieza color turquesa muy ceñida, chaqueta larga con botones dorados y zapatos turquesa a juego de tacón alto. No llevaba medias y el vestido, tan escaso, desnudaba pasmosamente sus piernas. Me intrigó su aspecto, casi me asustó, así que por un momento me limité a seguirla sin interferir con su ignorancia aparente. De improviso ella se detuvo y yo me adelanté: me gusta pensar que ambas cosas sucedieron simultáneamente.

– Hola, estaba buscándole -mintió.

La verdad es que casi me gustó que mintiera. Además, percibí otro detalle que,también me agradó: por estúpido que pueda parecer me daba cuenta repentinamente de que no era hermosa. Su cuerpo excitaba, es cierto, pero la exageración de su figura y de sus rasgos lo presidía todo. Me tranquilizó hallarla tan carnal: pensé que ella era una mujer y yo un hombre, y que nadie soñaría con nuestros ojos, ni con la silueta de nuestros labios; nadie podría convertir nuestro encuentro en poesía ni lo complicaría con falsos recuerdos. No: jamás haríamos historia, yeso me devolvió el interés por proseguir. Tan diferente de Blanca y de todo lo que significaba que me felicité por la adecuada decisión: de vez en cuando es bueno tomar tierra.

En la cervecería, plagada de oscuridad como la cafetería de nuestro primer encuentro, Verónica repitió el número de despojarse de la chaqueta con un gesto breve y veloz; se sentó y cruzó las piernas, y yo no hice nada por disimular la mirada fija en sus muslos desnudos por completo. Otras miradas a nuestro alrededor también la asediaban.

– Eres un tío curioso -me dijo, tuteándome de improviso-: a primera vista pareces romántico y tímido, pero después resulta que no.

– ¿Y cómo soy?

La infatigable uña del pulgar entre sus dientes. Sus ojos eran dos sonrisas.

– Aún no te he clasificado. Ya veremos.

Pedimos dos jarras de Guinness porque insistí en que la comida que servían allí era mucho mejor con cerveza negra. Pero aún era temprano para comer, así que las bebimos y pedimos dos más: ella introdujo los dedos entre su pelo rizado, mucho menos negro que la cerveza, y apoyó los codos en la mesa; sus labios se extendieron más, en una sonrisa constante. Hablamos de Lázaro, por supuesto, pero no le oculté que mi principal deseo era estar con ella. Hablé poco, y sin embargo todo lo que dije fue verdad, aun cuando ella esgrimió el inevitable tema de la soledad y lo dirigió hacia mí de refilón, haciendo hincapié en mi vida de soltero cuarentón junto a un hermano de dieciocho años recién estrenados. Fue entonces cuando se atrevió a dar un paso más:

– ¿Y tú? ¿ Estás solo?

– ¿Solo? -la había entendido, pero las preguntas directas me vuelven precavido.

– ¿Sales ahora con alguien? -tradujo.

– Sí.

Hubo una interrupción durante la que ambos bebimos cerveza. Ella dejó en el aire una curiosidad sin expresar y me obligó a responder sin preguntas.

– Pero no es nada serio. No mantenemos ninguna relación especial.

– No tienes que disculparte.

Sonreí: la charla estaba adoptando esa seriedad artificial de las conversaciones que nunca se recuerdan. Creo que Verónica advirtió algo trágico en mí y quiso emularme instantáneamente mostrándome su propia tragedia. La niebla negra del alcohol lo exageró todo, le otorgó a cada tema la emoción tonta que provocan las cebollas peladas: nos hubiera venido muy bien llorar a ambos, según creo, pero ni siquiera teníamos una buena excusa. Algo sí descubrí: íbamos a la deriva de muchas cosas, yo rehuyendo las experiencias y ella aceptando demasiadas.

– Creo que somos niños frustrados -dijo-. Todos lo somos.

Parecía tener la necesidad perentoria de jugar con algo mientras hablaba, ya mí me hipnotizaban como péndulos sus dedos largos de uñas recortadas: esta vez fue su encendedor de metal, uno tan bello que casi parecía ridículo cuando despuntaba la llamita triangular bajo la tapa, con el que ejecutó variados ejercicios durante la velada. Poco a poco, con el avance lento de la noche, el humo comenzó a ganarle terreno a las palabras dentro de sus labios: apartó para siempre los ojos de mí, y fue entonces cuando estuve seguro de su deseo de mirarme; tenía la vista brillante, acuosa, perdida por encima de mi cabeza: aprecié por primera vez una palidez verde en sus pupilas; también observé, en otro sentido, los diminutos adornos de lunares por todo el recorrido de sus brazos desnudos y fuertes: su cuerpo era una de esas anatomías reales, físicas, que casi se tocan con sólo contemplarlas; las sombras de sus brazos se curvaban sobre la infatigable redondez de los pechos.


Me habló con admirable brevedad de un divorcio ya remoto, y de su experiencia fatigosa en los terrenos de la relación. Ahora estaba en duda sobre si continuar con el hombre con quien salía, pero no me ofreció detalles.

Creo que mi silencio le atrajo más que cualquier otra cosa, o quizás no soportaba que no replicase largamente a sus palabras: posiblemente todo en ella eran preguntas ocultas. Así que me dijo:

– No eres lo que pareces ser.

– ¿Y tú? ¿Cómo eres?

– Yo tampoco -replicó.

Nos echamos a reír. Habíamos bebido ya tres cervezas: ella prefirió cambiar a una L'Ermitage cuando nos sirvieron las salchichas de Frankfurt. Otro comentario suyo sobre las salchichas me hizo descubrir que tenía unas ganas inmensas de reírme: reímos ambos durante cierto tiempo hasta sentirnos bien, o hasta sentirnos estúpidos, aunque puede que no haya diferencia.

Apenas comimos, sin embargo, pero tampoco conti-, nuamos hablando al mismo ritmo; más que un nuevo silencio surgió una especie de vacío donde parecía que ya no había nada que añadir: pensé que habíamos recorrido las intimidades de ambos de puntillas, y ya estábamos en el otro extremo pero nuestro mutuo conocimiento seguía siendo el mismo. Y el vacío, por una extraña reacción de vasos comunicantes, me impulsa a verterme y hablar:

– Antes, cuando mencionaste el amor, quise decirte algo: el amor no existe.

– ¿ Ah, no? -me desafió sonriente a que añadiera otra agudeza.

– No: existen las preocupaciones.

– Sí, eso sí -asintió, como desarmada de repente-.

Muchas preocupaciones.

Expulsó el humo y sacudió el cigarrillo sobre el ceniéero de cristal: observé la inmensa parábola del escote, la división de sus pechos juntos como repletas nalgas de niño, los tirantes del vestido rodeando su cuello. La miré directamente a los ojo~, que me evitaban, y tuve el repentino deseo de hablarle de lo maravilloso, de compartir con ella la felicidad absoluta: quise contarle algo sobre Blanca.

Pero preferí esperar.

– Sin embargo, en realidad sólo buscamos el placer y la belleza -dije- Y no es malo buscarlos.

– ¿ A qué te refieres cuando hablas del placer y la belleza? ¿A la música?

Asentí, complacido por la similitud.

– Sí, eso es: un encuentro breve y limitado con lo eterno.

– Qué bonito. Pero en parte también ficticio, ¿ no crees?

– Claro -respondí con una sonrisa sincera-: ficticio del todo.

– Lázaro busca lo mismo que tú -agregó de repente-, pero él cree que lo puede obtener con drogas.

La comparación me alarmó por su cruda verdad: permanecí en silencio mientras ella continuaba.

– Es cierto que lo hemos complicado todo -dijo-:yo lo sé mejor que nadie. Te hartas de oírlo día a día en la consulta. No somos libres para elegir lo que nos apetece hacer. Y cuando creemos serlo, nos engañan. -Dio vueltas a su copa amarilla y rebosante de espuma: las pulseras en sus muñecas parecían grilletes de esclavo-. Y ya estoy harta de engaños -añadió de pronto-. Creo que ha llegado el momento de ser feliz, ¿ no?

La invité a casa: la nostalgia no me dejaba y supongo que quería compartirla. Ella aceptó sin sonreír y no pude saber si le agradaba o no, pero tampoco me importó. Fui sintiéndome cada vez peor entre el silencio del coche y la calle ruidosa, bajo las luces de las grandes avenidas, y para cuando llegamos mi estado era tan lamentable que hubiera llorado a solas sin necesidad de causas, como un par de ojos rebosantes.

No sé lo que ella esperaba o deseaba: perdí esa noción elemental que nos hace diferenciar al otro de nosotros mismos. Me senté frente al piano cuando me lo pidió y comencé el dulce Nocturno en fa mayor, pero con las primeras notas me sentí como traspasado por un dolor de fuego: tan terrible era que me vi obligado a realizar algo imprevisto, algo que ni siquiera dejase indiferente a mi conciencia, que provocase un recuerdo vergonzoso.

Fue así: ella me escuchaba con los codos apoyados en el borde del piano, como una cantante de jazz esperando su turno. Miraba con intensidad, pero no hacia mí: quiero decir que no se detenía en mis oj os, los penetraba como ventanas abiertas y se interesaba por algún punto invisible detrás de mi mirada. Concluí que era la música: miraba la música que yo producía; contemplaba el espíritu que mis manos invocaban y que sonaba a través de mí, tan sólo eso. Era la pasión profunda por una melodía, un atisbo lejano de la verdad, pero no la verdad en sí.

Entonces dejé de tocar, justo antes del cambio con fuoco del tema, me levanté y la besé.

Realmente no fue sino una lucha: forcejeo de gestos, brazos, músculos, carne tensa. Una lucha sin sentido, porque no sabíamos qué queríamos derrotar. Sin embargo, hubo un punto de hermosura hasta que ella habló:

– Espera -dijo.

– No hables -creo que repliqué.

La torpeza del deseo, que nos hace viejos, o niños temblorosos y atrevidos, esa improvisación repentina del cuerpo en la que cada músculo quiere mandar, siempre me ha dado pavor. No hay ritual entonces: sólo actuación, pero todo sucede tan rápido que ni siquiera nos queda la excusa de fingir.

Somos nosotros mismos durante la expresión del deseo, yeso es atroz.

La cogí del haz de la cintura con un solo brazo y el gesto atrajo sus pechos contra mí: su blanda firmeza me pareció obscena, cegado como estaba ante su rostro; ella había hundido los largos dedos en mi pelo revuelto y sostenía así mi cabeza, dirigiéndola sin visión hacia sus labios. Me aparté, la besé en el cuello desnudo con sabor a piel y perfume, la agarré de los brazos y la empujé hacia la concavidad del piano: su espalda fuerte y flexible se arqueó sobre él. Me sentí un extraño animal hociqueante sobre sus hombros; de repente casi creí que su piel era infinita: mis besos no perduraban, y cuando regresaba al mismo lugar entre sus hombros lo notaba virgen y volvía a besarlo. Mis manos buscaron con firmeza sobre sus caderas, atraparon, sin poder abarcarlas, la ovalada extensión de las nalgas. Eludíamos por alguna razón nuestras bocas juntas: percibí antes su aliento por todo mi rostro, incluso en mis ojos, sus labios trémulos, el húmedo pincel de su carmín, los gemidos crecientes que casi parecían un simulacro del deseo. Acaricié sin pausas la pronunciada tensión de sus nalgas, aún vestidas, hasta hacerme daño contra la lisura negra del piano, que se hallaba detrás. Retrocedí entonces hacia el sofá sin dejar de apretar su cuerpo contra el mío, a tientas, ayudado por la ventaja de conocer dónde se hallaba.

Vencí diez veces y en diez lugares la prodigiosa resistencia de sus glúteos cubiertos por el vestido turquesa: el tacto era como de alfombra de baño; arrugué el vestido, quise decidirme ya por conocer la tibieza directa de su carne, hundí una mano bajo la falda, en la nalga desnuda: sentí un placer exquisito. Me dejé caer en el sofá y ella se abalanzó sobre mí, fuerte; me apartó el pelo, tiró de él, separó los muslos al mismo tiempo, los abrió en un ángulo casi imposible de bailarina, y el vestido se elevó hasta su cintura. Percibí sus zapatos detrás, geométricos, uno sobre otro, entre mis rodillas.

Ya con sus nalgas desnudas, alzándole la falda o impidiéndole que descendiera, descubrí el tacto de sus bragas, un breve cordel de seda que hendía el centro de su trasero sin brusquedad, contenido por el poder del músculo; se afinaba en la separación de las nalgas, y sus piernas abiertas lo adherían como cera o lacre negro sobre la ondulación de su sexo. No quise desbaratarlo, pero lo amenacé: tensé aquel cordel todo lo que pude, lo separé de la carne apenas un par de centímetros debido a la tensión del elástico hasta oírla gemir en tono diferente. No, no quería desnudarla: ya lo estaba; mi sexo se erguía también incómodo bajo el pantalón; todo era así, un continuo estar al borde qe algo, un ceñimiento constante, una barrera que intentar vencer sin conseguirlo. Ella, sin embargo, pretendía deshacer ese equilibrio: abrió mi chaqueta, apartó la corbata, se esforzó en llegar a mi pecho, me ofreció el suyo casi a la altura de mi rostro. Apreté sus nalgas por el centro, desde la angosta separación donde la cuerda de su prenda íntima se perdía. Noté entonces sus dedos imperiosos liberando mi miembro, trajinando como insectos voraces sobre esa dureza, buscándola, descubriéndola a través del pantalón, todo ese sangriento extremo a su merced.

Apreté los dientes mientras frotaba el rostro contra la tensa irrupción de sus pechos y golpeé con fuerza su nalga derecha. Ella se venció hacia delante, como faltándole el equilibrio, y lanzó un gemido ahogado. Sus pechos golpearon mis mejillas como el rostro de dos niños; en ningún momento mis manos los habían tocado, pero estaban casi desnudos: el sujetador, de una sola banda horizontal, no los contenía y se alzaban impúdicos sobre ellos mismos. Repetí el golpe contra su nalga y se incorporó, tomó aire y cerró los ojos. No los abrió para murmurar:

– Vale -con voz ronca; y volvió a decirlo-: Vale.

La azoté otra vez, con gran fuerza, en ambas nalgas, sobre el vacío desfiladero de su separación, y se alzó un instante, sus muslos se tensaron sin parecerlo, como cuerpos de delfines en pleno salto, y volvió a caer sobre mí sin cesar su balanceo cerrado contra mi sexo. Percibí su mueca de deseo: sacaba la lengua, se mordía los labios, mostraba los dientes. Sin embargo, lograba controlarse: «Espera», dijo, y sometió con paciencia exquisita, imposible de soportar, el centro de mi glande descubierto contra su sexo.

– Espera -volvió a decir.

Pero no la obedecí: mi nuevo y repentino golpe sobre el temblor de su culo la impulsó hacia mí, gritando. Eyaculé de repente. Fue una blanca, drástica telaraña que alcanzó su vientre, sus manos, el tejido oscuro del pantalón; un múltiple hilo de humedad que por un instante parecimos incapaces de quebrar. Ella entonces se apartó a un lado, como herida, juntó los muslos y bloqueó su sexo con las manos; empezó a gemir como antes lo había hecho sobre mí. Seguí vaciándome también apartado, hasta que nada quedó dentro de mí y nada dentro de ella, y nos volvimos como objetos inertes, insensibles, que parecían respirar por primera vez.

– Lo siento -dije allevantarme.

– Suele pasar -la oí murmurar, porque no quise mirarla.

Pensé que estaba siendo cruel, yeso me hizo sentirme sádicamente satisfecho, como si hubiera cumplido algún destino previo u obedecido una remota inclinación de mi cuerpo. Supuse que se marcharía enseguida,

pero aún la oí revolverse sobre el sofá con el suave quejido de la tela turquesa, sus jadeos interminables en contrapunto irregular con aquellos roces. Me alejé hacia el piano abierto mientras pensaba en Lázaro: en que podía llegar de improviso -si es que no se encontraba ya en casa, sumergido en el claustro de. su cuarto- y verme así, y despreciarme.

Cuando llegó el silencio. pude murmurar:

– Te he estado utilizando.

– Nos hemos estado utilizando -replicó.

Me di la vuelta y la contemplé: se hallaba de pie, arreglándose el vestido, ordenada. El único rastro que le persistía era un rubor frutal que azotaba simétrico sus mejillas. No sé por qué, los lánguidos silencios entre las frases de despedida me recordaron el sonido muerto de un campo de batalla tras el combate. Se marchó sin complacerme en ningún extremo: no quiso sonreír pero tampoco parecía odiarme por completo.

Pensé algo terrible: he pretendido escapar.

Pero escapar de Blanca es encerrarme en la libertad.


Este sábado la esperaba en casa. En el fondo del buzón apareció uná sencilla tarjeta con una equis negra, yeso significaba justo lo que ambos deseábamos.

La casa se hallaba solitaria y tranquila cuando llegó Blanca, ya preparada. Con suma paciencia (tan diferente de mi experiencia del jueves), con pasos medidos, controlados, la hice pasar al salón. Observé sus pies: había entrado descalza. Era el detalle correcto.

Y tan hermosa. Tanto. N o quise, sin embargo, descubrirIa frente a todas las luces, salvo las íntimas. Nuestra pasión está repleta de formas en la oscuridad, de recuerdos que no son imágenes ni pueden serio: sonidos, olores, tactos; verdaderas reminiscencias de amor, sin duda.

El detalle: venía descalza. Pero había otro: el uniforme.

Traía, en primer lugar, un abrigo de lana negra sobre el que se derramaba como la luz todo su pelo blanco en bucles ordenados, inmóviles. El rostro se delineaba con un maquillaje exacto de mujer.

Guardé la debida distancia mientras se despojaba del abrigo y lo arrojaba al suelo.

Los detalles: nada puede hacerse contra ellos, son como la absoluta perfección de las líneas de una gema.

La geometría de los detalles hermosos es lo que me abruma de ella. Arrojó el abrigo al suelo y colocó las manos tras la espalda. Quisiera compartir esa imagen: permaneció de pie frente a mí con las piernas juntas, muy juntas, el torso erguido, las manos en la espalda, mostrando su uniforme blanquiazul, una chaqueta limpia de marinero con las mangas anchas atravesadas por líneas blancas y el cuello con un pañuelo holgado. El uniforme, la chaqueta blanquiazul de marinero. Nada más. La longitud de la prenda impedía descubrir de inmediato que estaba completamente desnuda debajo: había caminado así por la calle, con el abrigo y la chaqueta, y se había descalzado en el umbral, antes de entrar en casa, tal como suele hacer en el ritual. La rodeé mientras ella continuaba inmóvil: sus piernas absolutamente desnudas, la chaqueta formal por encima, con hombreras rectas y ultramares, un. ancla dorada en cada una; pero sus piernas largas, delgadas, desnudas; por delante el atisbo asombroso del sexo bajo los botones dorados y la tela planchada y blanca; por detrás, las dos líneas del final de sus nalgas reuniéndose con simetría tranquila en el centro; más arriba los fal~ones cortados de la chaqueta, dos botones dorados en su espalda, las puntas de los últimos cabellos de nieve en vertical rozando esos botones.

Contemplé la quietud viva de sus piernas, las curvas suavizadas, la tensión en reposo de los músculos, la figura soberbia de los muslos.

Lo supe: nada se puede hacer, porque somos incapaces de modificar lo inaccesible. La música, por ejemplo, no existe ya cuando se siente. Se pierde al escucharse, y, perdiéndose, llega. No puede alterarse aquello que se oye, porque al oírIo ya fue: de ahí su líquida belleza. Y es imposible quebrar el tranquilo misterio de Blanca: ése es mi límite. Aunque quisiera abalanzarme sobre ella, aun cuando deseara hacer añicos su hermosa obediencia, no podría: porque en ese instante dejaría de ser ella. Intentar penetrar en la escultura de mármol sólo sirve para desfigurarIa: su propia posesión violenta la destroza. Comprendí todo esto, pero también me dio igual: hay ciertas verdades que se comprenden y se olvidan sucesivamente, como si fueran soñadas.

– Camina hacia la silla -dije.

Guardé la distancia debida, bien vestido, limpio, correcto, la camisa y corbata grises, mientras la veía avanzar hacia la silla alta sin respaldo que se halla cerca del pequeño bar del salón. En silencio, sin titubeos pero con la lentitud de un suceso natural, un pie delante de otro, descalza sobre la moqueta, obedece y avanza: las áreas vírgenes de sus nalgas tiemblan y brillan bajo las luces tenues. N o aparta las manos de la espalda: camina recta, dócil, con cierto talante de soldado juvenil, y se coloca firme junto a la silla. Así podría estar, pienso, hasta el fin de los tiempos, hasta el infinito último instante, inmóvil, aguardándome.

Caminé hacia ella y me senté en la silla, mirando directamente su rostro de virgen: se hallaba un poco de perfil, blanco, como recién resucitado, aterradoramente inalterable. Sus mejillas no estaban enrojecidas, pero los ojos se hallaban bajos, la boca exangüe y entreabierta, con la exquisita pintura color perla sobre los labios, las pestañas blancas, prodigiosamente largas, la sensualidad de su expresión paciente, aguardando.

El ritual de castigo no requiere falta, sólo pureza, casi absoluta castidad: quebrar hasta la roja agonía esa castidad de hielo es lo que nos proponemos. Una regla que ambos respetamos es no acariciarnos, aunque existan -y precisamente porque existen- caricias inevitables, como la ceguera heredada al contemplar el sol. Pero nuestros cuerpos deben respetar siempre una distancia de espadachines, no hay lugar para la intimidad.

– Échate -golpeo sobre mis muslos mientras la contemplo.

Avanza hacia mí con las manos en la espalda, recorre el brevísimo trayecto hasta mi cuerpo, entonces rompe su quietud, se aparta el pelo del rostro y se tiende sobre mis piernas con torpeza. Yo no la ayudo. Ella busca su punto de equilibrio echándose de bruces hacia el suelo y estirando los brazos hasta apoyarse con la punta de los dedos en la suave moqueta. Mantiene las piernas juntas y todo su cabello se vuelca como leche hacia delante. Los dedos de los pies se apoyan en el suelo también de puntillas. Se acomoda así sobre mí, moviendo sus caderas hasta notarse firme, sosteniendo todo su peso sobre mi sexo, que debe de resultarle cada vez más incómodo. Yo no la toco ni la ayudo a mantenerse. Todo su cuerpo se proyecta como una cúpula suave cuyo ábside se descubre para mí.

Naturalmente, la chaqueta de marinero con botones dorados se ha deslizado hacia su espalda encorvada. Las nalgas blancas, rebosantes, aún más firmes por la tensión de la postura, se muestran por completo: la carne perfectamente redonda se mueve, se alza, se contrae como si respirara. Así permanece: es un peso que no llega a molestarme. Comienza otra espera, esta vez con su cuerpo vivo, tenso, moviéndose sobre mí.


(En la partitura: repentinamente, la repetición del tema con fuoco, sin pausas.)


Con la mano izquierda sólo procuro comprobar: las líneas de su postura, la inmovilidad exigida, la tensión adecuada de sus piernas, que deben permanecer juntas. Mi mano derecha se alza entonces, abierta, mientras clavo la mirada en las nalgas que se muestran de tal manera sobre mí. Golpeo uno de los cachetes con la fuerza adecuada. Se agita sin separar las piernas, rígida, como un bambú. El sonido, seco, breve, de carne contra carne, me deleita. Quizás observado con lentitud pueda ser una caricia: posiblemente más despacio -pienso- es una hermosa melodía de gestos; mi mano se alza casi por encima de mi cabeza, desciende con energía, la palma encuentra una de las nalgas, hunde la carne, la somete un rápido instante, retrocede, vuelve a levantarse firme como si fuera el acto del juramento, dejo que caiga a un ritmo constante y ella se remueve -más bien su cintura y sus caderas blancas-, se balancea sobre mis piernas. Como en cualquier otro ritual, no tenemos ningún objetivo concreto: sólo sabemos que no podemos soslayarlo; yo no puedo dejar de golpear; ella no puede modificar su postura. El ritmo y la repetición son importantes; también su abandono, que me hace olvidarla; sus gemidos, muy leves, tras cada azote, que incitan a la crueldad; mi fuerza, que al sentirse libre sobre un cuerpo suave se encrespa; y el intenso ardor de mi mano y las redondeces hirvientes de sus nalgas, donde la sangre pinta mis dedos con creciente intensidad; y los gestos trémulos, involuntarios, de sus propios músculos. Todo así, incluso más allá del dolor, condenados a repetir, aun más allá de nosotros mismos: ella, el marinero culpable, transgresor, y yo el encargado de su purga. La falta ha sido leve, pero el castigo no se hace esperar. El ritmo crece y permanecemos inalterables~ salvo ese punto en que el placer confluye: sus caderas se mueven con cierta violencia contenida, como el latigazo certero de mi mano; vuelvo a golpear y cierro los ojos: su falta -pienso- merece una corrección adecuada. Creo que murmuro «oh Dios» en algún instante, percibo su placer, acude el mío, lloro con increíble brevedad justo en ese momento en que mi vientre se humedece por completo,bajo la ropa, pero sin abandonar los golpes, como si nada ocurriera, hasta el calambre de mis músculos, hasta el dolor reflejo de mi mano, hasta que su cintura se conmueve y busca saltar, evitar, esconderse, huir de ese péndulo de palmadas inagotables. Sus nalgas de nácar, transformadas de repente en una flor de cinco pétalos rojos, se contraen, se agitan, y percibo como desde el infinito el llanto, los gemidos prohibidos: aoo, suena así su garganta, aoo, dulce e incesante, hasta que mi mano finaliza y hay una pausa, otra espera distinta, y ella se revuelve contra mí pero apenas, sin levantarse, como pidiéndome proseguir.

Aún permanece recostada cierto tiempo en la misma posición, esperando. Yo no la toco, salvo para sostener su cuerpo. N oto sus ansias, las mías me invaden, pero nada hacemos salvo esperar.

Más de una vez me he creído una Piedad inversa, azotando, petrificada, el alabastro del fruto desnudo de mis entrañas.

No, no es el instante de los golpes. Creo que nadie comprendería, pero debo intentar explicarlo. Es esta espera lánguida de después, ella volcada aún sobre mí, los músculos todavía preparados para una nueva tunda, jadeante y húmeda; es esta espera sin objeto, con su cuerpo casi completamente desnudo, ya saciado nuestro impulso, el hervor de la piel de sus nalgas azuzándome la mirada, las piernas tibias, contagiadas del dolor, endurecidas como piedras.

Es ese instante en que todo regresa, como si azotar a Blanca fuera coagular alguna clase de fluido que, al derretirse bruscamente, taponara mis sentidos como una inundación o el hormigueante retorno de la sensibilidad al miembro anestesiado.

El orgasmo ha quedado atrás: es esta espera lo que me conmueve, lo que me hace pensar que hemos inventado la perfección.


(En la partitura: de nuevo el primer tema, sotto voce, muy dulce.)


La transición se realiza con levedad, aunque sin pausas: Chopin lo indica con un breve adorno, un arpegio en do, fa, la, para re encontrar el tema en fa mayor. Debemos ser sutiles en este punto: cambiar apenas sin cambio, sin aviso, con dulzura incansable. Elisa ha llegado a la hora acostumbrada: fiel a nuestro pacto, traía de nuevo esa rara camiseta con el símbolo del vacío sobre la espalda. Me ha sonreído, se ha sentado frente al piano y se ha quitado las gafas.


Cuando empezó a tocar, todo adquirió de repente un significado, aunque indescifrable. Vuelvo a rodear el piano, a deslizar mis dedos por sus curvas brillantes, oyéndola ejecutar el estudio a ciegas. Me he acercado a ella con lentitud, protegido, por su propia concentración, para observarla inclinada sobre las teclas, los ojos cntrecerrados, encorvando la pequeña espalda y extendiendo falsamente la letra O,gigante que bosteza detrás, el infinito que se ondula sobre sus huesos y músculos.

– Muy bien -dije en cuanto terminó y volvió el silencio-. Pero ¿ sientes los pedales?

Demoró un instante su respuesta: durante ese tiempo me miró con sus grandes ojos desnudos, crecidos por la ausencia de cristales.

– No sé -dijo por fin-. ¿Qué debo sentir?

Me agaché y ella se apartó un poco. Me incliné sobre sus pies.

– Mira -la atraje con gestos hacia mi postura.

Sólo titubeó un momento: se levantó y se colocó en cuclillas junto a mí. Cogí sus manos, de nuevo tensas, y las deposité sobre los pedales dorados.

– Suave, muy suave: ése es el tacto de la música -presioné sus manos contra los pedales: se hundieron, se alzaron sin violencia; ella sonrió-. Como una caricia que hay que sentir, como un ser vivo.

Nos levantamos y me aparté de ella con rapidez: su contacto había logrado confundirme, y no era eso lo que yo buscaba.

– ¿Cómo conseguirlo? Te lo diré: repetirás el ejercicio descalza. Trata de sentir los pies como sientes las manos; muévelos unidos al instrumento que tocas, como parte de él, ¿ te parece?

Pensé que se negaría, yeso era casi lo que yo deseaba: de esa forma ella misma pondría punto final a aquella relación sin pausas, repleta de riesgo. Y es que quizás habíamos tensado demasiado nuestros papeles, y yo estaba esperando -y ansiando- el instante en 'que todo se rompería entre nosotros. Pero continuó mirándome, posiblemente más indecisa, aunque su voz fue firme al preguntar:

– ¿ Descalza?

– Así es.

Hizo un gesto: lo traduje como resignación, aunque algo en su mirada, o en su conducta, me hizo pensar que había estado aguardando este momento. Levantó entonces una pierna, se quitó el zapato deportivo y el calcetín con sabia lentitud, consciente de mi intensa mirada; hizo lo mismo con la otra; tenía ese don especial de exhibirse mediante el cual nada de lo que se hace frente a otros ojos resulta torpe o ridículo; había en sus movimientos, aun en los más inocuos, una especie de intención malévola que apresaba la vista.

Pareció más adulta mientras me obedecía: sus bucles rizados ocultaban su rostro al inclinarse; subía y bajaba las piernas con absoluta indiferencia,. desvelando y ocultando sus muslos sin querer, o con un querer imperceptible. Observé sus pies pequeños, bonitos, bien formados, los breves tendones tensando los dedos: los levantó al pisar la moqueta y me observó sonriente; había logrado descalzarse mucho antes que mi propio deseo, que persistía. Entonces se acercó al piano, puso las manos sobre el teclado y comenzó a tocar. Sus pies desnudos abrazaron los pedales, los dedos se abrían sobre la frialdad dorada del mecanismo exigiendo un pequeño esfuerzo suplementario de la pierna; los empeines se alzaron un poco, como si calzara tacones, quizás por el contacto helado con el metal. Repitió el ejercicio completo de esta forma..

No supe la razón, pero cierto sentimiento de prohibido lo abarcó todo de repente. N o hallé falta alguna, pero tenía que existir. Quizás -pensé- era mi mirada. Pero cerré los ojos y seguí notando el escalofrío del pecado.

Descubrí entonces que me enardecía la comprensión de lo que había conseguido: dejada así, tan sólo con su camiseta grande; su camiseta dividiéndola, rompiendo su desnudez, por encima los bucles negros y los hombros desnudos, por debajo las piernas, los pies descalzos, en el centro el símbolo vacío del cero, o la O mayúscula. Pero al tiempo que aquel pensamiento impúdico me condenaba, ella, al tocar, me perdonaba la falta. Quedé lleno de compasión oyéndola, a salvo de mi propia conciencia, bendito para siempre, sin nada ante lo que responder, como si de repente Dios hubiera desaparecido.

Deseé pensar esto: hay un secreto, una conjura cuyo fin consiste en ocultar a los hombres la verdad. La belleza, la pura belleza, está cubierta por telones como una estatua antigua, ése es nuestro destierro; y la vulgaridad de las razones, de las meras palabras, no nos permite regresar. En la música se desvela por fin todo lo oculto, pero al final, con el retorno del lenguaje y la mentira, el brillo de esa verdad se esconde otra vez entre las nubes.

Elisa se pone los zapatos, se coloca las gafas con gestos metódicos, rápidos, olvidada ya su artística lentitud, se levanta, recoge las partituras, se despide de mí… ¡se despide de mí!, dice: «Hasta el próximo día», y la veo marcharse. En ese mismo instante regresa la culpa, o se muestra por completo ante mis ojos, y aparece el miedo.

Y es que hemos sido expulsados para siempre de la felicidad.

Nuestro parque infantil está abandonado: hay una lona sobre el columpio, han arrojado una sábana cruel en el tobogán, los caballos de madera yacen ocultos bajo lienzos.


He vuelto a escribir esta semana. Era necesario. Quizás pueda llamar a esta necesidad «razón onírica», pero mentiría, porque no sueño. «Visión» tampoco sería un nombre correcto, ya que se trata de una inferencia casi lógica que surge cuando escucho o interpreto, y que queda en el extremo opuesto a la percepción: es algo invisible que se presiente. «Un ángel caminando sobre mi tumba» podría ser una descripción acertada. Y continué con la estancia en Valldemosa:


«He dicho ya que George Sand se cubría de rayas de tigre, pero podemos imaginarIa distinta: las ventanas de la habitación se hallaban cerradas y los postigos soportaban persianas de madera. Cuando la luz logra entrar -y prefiero pensar en la luz de la luna-, las franjas de sombra, regulares, exactas, predecibles, forman sobre el cuerpo desnudo de George Sand un teclado alucinatorio: tonos de color blanco carne, semitonos en negro, un poco menos tigre pero más precisa, quizás más imposible.

He imaginado componer sobre ella; sentir que asciende desde el centro del p ia,,! o, como la música, los brazoS levantados tras la cabeza, el pelo siempre muy corto, el rostro sereno de madonna, desnuda por completo, los Inuslos muy separados. Semitonos sobre sus pechos, tonos bajo ellos, semitonos cruzando su vientre, tonos cortando el pubis. Por la ventana, a su izquierda, a la derecha de Fryderyk, se deshace la luna.

La he soñado emergiendo así desde el piano; imagino sus pezones exagerados, erectos, fuertes, no sé por qué.

Y el sufrimiento de Chopin: saber que, para obtenerla, deberá interpretarla; es decir, tendrá que inventarIa para poseerla, pero al hacerlo la perderá: ésa será su única posesión; a pesar de la realidad física de su cuerpo de teclas y cuerdas, de su carne sonora…

Para gozarla, Fryderyk deberá convertirla en música y hacerla desaparecer.»


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