LA SEGUNDA vez que Molly se despertó ya era de día. La luz del sol entraba por las ventanas. Se dio la vuelta y se dio cuenta de que estaba sola en la cama. La única indicación de que Dylan había estado allí eran la colcha y la almohada arrugadas y la sensación cálida que conservaba en el estómago.
Seguía teniendo miedo, pensó, estudiando sus emociones. Seguía deseando desesperadamente que su médico la llamara y le dijera que estaba todo bien. Pero también se sentía más fuerte que antes. Contárselo todo a Dylan había fortalecido su determinación de enfrentarse a su situación, fuera la que fuera.
Lo oyó moverse en la otra habitación. Supuso que debía levantarse y empezar un nuevo día, pero no quería. Le gustaba estar allí tumbada, recordando cómo se había sentido entre sus brazos. No recordaba haberse quedado dormida así antes. Grant y ella habían pasado muy pocas noches juntos, y cuando lo habían hecho, no se habían quedado dormidos abrazados. Además, se sentía a salvo, seguramente por primera vez en quince días. No importaba que Dylan no pudiera protegerla de verdad de los resultados del laboratorio, aunque en el fondo, quería creer que así era. Sonrió.
– Pareces contenta esta mañana.
Molly levantó la vista y vio a Dylan de pie en el umbral. Tenía una taza de café en cada mano. Molly se apartó el pelo de la cara y, de repente, se sintió un poco nerviosa por su aspecto desordenado. Se incorporó hasta apoyar la espalda en el cabecero de la cama.
– Buenos días -le dijo-. ¿Qué tal has dormido?
– Estupendamente, ¿y tú?
– También.
Entró en la habitación y se sentó en el colchón. Era evidente que se había duchado y afeitado, tenía la piel suave y el pelo húmedo. Llevaba un polo de mangas cortas y unos vaqueros. Como siempre, estaba demasiado atractivo para su tranquilidad.
– Antes de que digas nada -empezó a decir, entregándole la taza-, no he hecho esto por lo que me contaste anoche. Normalmente suelo ser el primero en levantarme después de pasar la noche en la cama con una mujer y soy yo el que preparo el café.
– Bueno, nosotros no… -Molly no sabía cómo tomarse sus palabras.
– Eso son sólo detalles técnicos. Hemos dormido juntos y eso es lo que importa.
– Oye, si así consigo que me traigas el café a la cama, no voy a protestar.
– Tal vez lo hagas cuando lo pruebes.
Molly tomó un sorbo con cautela, pero el líquido humeante estaba delicioso.
– No te preocupes, me gusta -su mirada era directa, sus gestos espontáneos, sin embargo, algo había cambiado entre ellos. Lo notaba-. Ya no va a ser lo mismo que antes, ¿verdad?
– No, es imposible. Sé demasiado. Supongo que ahora tendrás que matarme.
Su broma la animó.
– Bueno, creo que eres de confianza.
– Eso espero, Molly -le dijo, y se puso serio-. Para mí es importante. Quiero que confíes en mí y que cuentes conmigo. Quiero… -se encogió de hombros-. No sé lo que quiero. Arreglar la situación, supongo, pero no puedo. Creo que eres muy valiente.
Aquello le hizo reír.
– No, no lo soy. Estoy muerta de miedo casi todo el tiempo. Me siento como si estuviera en una montaña rusa emocional. A veces estoy fuerte y sé que todo va a salir bien, otras, pienso que voy a morir. Pienso en lo que haré si me dicen que el bulto es maligno. Me preocupa perder el pecho, y luego me digo que soy tonta por preocuparme por algo tan insignificante.
– Molly, no -Dylan dejó su taza en la mesilla de noche y sostuvo su mano entre las suyas-. Puedes sentirte como quieras, nada está mal o bien. Estás sometida a mucha presión, así que tómate un respiro. Si al final te operan para quitarte el pecho, lamentarás la pérdida, pero eso no te hará distinta.
Molly quería creerlo. Sabía que hablaba con sinceridad, pero pertenecían a mundos distintos.
– ¿Cómo se siente uno siendo físicamente perfecto? -le preguntó.
– ¿Cómo?
– Mírate, eres como mi hermana. Alto, atractivo, atlético. ¿Cómo es?
– ¿Por qué me preguntas eso? -Dylan apretó los labios-. Eres una mujer muy atractiva.
– No soy perfecta.
– Yo tampoco.
– Digamos que estás a un paso de la meta y yo ni siquiera sé dónde está la pista de carreras.
– Basta -le ordenó-. Eres vital, inteligente, divertida y bonita. Cualquier hombre se sentiría afortunado de tenerte.
– Grant consiguió no sentirse especialmente dichoso.
– Grant es un cretino y no tiene ni voz ni voto.
– Eres un cielo -le dijo, y se concentró en sentir cómo la acariciaba.
Sus dedos eran cálidos y fuertes en su mano. Aunque sabía que sólo pretendía consolarla, reaccionó de forma muy física al contacto. La excitación era una buena manera de empezar el día. Dylan se inclinó hacia ella.
– ¿Lista para un cambio de tema?
– Claro.
– ¿Qué te gustaría hacer hoy? -Molly se quedó pensativa y luego se echó a reír-. ¿Por qué me siento como si fuera a pasarme el día de tiendas? -preguntó Dylan.
– No te preocupes -lo tranquilizó-. No se trata de eso. Me reía por dos razones. La primera es que han pasado ¿cuántos?, ¿diez días? Creía que íbamos a seguir viajando.
– ¿Quieres que nos vayamos?
– No, me gusta este lugar. Pero me parece divertido que sólo estemos a ciento cincuenta kilómetros de Los Ángeles. Si hubiera sabido que era tan fácil huir, lo habría hecho antes.
– ¿Cuál es la segunda razón?
– El lugar al que me gustaría ir. No pongas esa cara. Lo sugiero porque es hermoso, no porque sea mórbido.
– ¿A dónde quieres ir?
– A la misión de Santa Bárbara.
Dylan le tocó la punta de la nariz.
– Tus deseos son órdenes.
– ¿De verdad? Entonces, quiero ir a París a almorzar.
– Hubo un tiempo en que la gente podía recorrer California a pie de un extremo a otro parando en las misiones -dijo Molly cuando salieron de la iglesia principal-. Se supone que debían estar a un día de caballo una de otra. ¿O era a un día andando? No, entonces estarían demasiado juntas. Pero bueno, había muchas.
Molly se detuvo en la escalera y contempló el viejo edificio. Dylan siguió su mirada. La estructura de piedra y madera se había conservado durante más de cien años.
– Es hermoso -le dijo-. Como habías prometido.
– Pues si te gusta el santuario, espera a ver los jardines del cementerio. Son preciosos.
Dylan dio la vuelta a la iglesia detrás de ella. A su alrededor había viejos árboles con nudos y arbustos recortados artísticamente. El cementerio estaba dividido en secciones separadas por muros de piedra, creando espacios pequeños para grandes familias. Por todas partes había flores.
Molly lo condujo hacia una sección más antigua. Había estatuas de pequeños ángeles, tumbas largas, una profusión de flores y bancos en varios puntos. Molly se sentó sobre un asiento de piedra y dio unas palmaditas en el espacio vacío que quedaba a su lado.
– Me gusta esta parte -le dijo-. Hay tumbas de principios del siglo diecinueve. Creo que algunas de las primeras familias españolas están enterradas aquí -lo miró y sonrió-. ¿Qué te parece?
– Nunca había estado en la misión.
– Ya lo había imaginado. ¿Te disgusta?
– En absoluto.
Dylan se sentó junto a ella. La tarde era cálida y los dos iban en manga corta. La camiseta de Molly no servía para ocultar sus curvas. Dylan se sorprendió tratando de no fijarse en sus senos, como si ya no estuviera bien que los mirara. Aquello lo confundía. Eran del mismo tamaño y forma que el día anterior, pero entonces le había parecido bien pensar en tocarlos y saborearlos. Seguía deseándola, y la imaginaba en su cama, desnuda, con los cabellos extendidos sobre la almohada, las piernas abiertas para él. Seguramente, podían arrestarlo por sus pensamientos.
Trató de apartar aquellas imágenes de su mente, pero Molly no lo ayudaba. Se había recostado en el banco con los codos en el respaldo, sacando el pecho hacia fuera. Dylan pensó en la intervención que había tenido, seguramente tendría un par de puntos o un cardenal donde le habían hecho la incisión. ¿Significaría eso que sus senos eran menos sensibles? Siempre que evitara esa parte de su seno izquierdo, ¿no sentiría placer si la acariciaba?
«Olvídalo», se dijo. Miró a su alrededor, confiando en poder encontrar algo de qué hablar, pero lo único que veía eran plantas y tumbas. A pesar de que hacía un día espléndido, estaban a mitad de semana, a mediodía, y eran los únicos turistas a la vista.
– Qué tranquilo está esto -dijo finalmente, consciente de que era un débil intento por mantener la conversación.
– Lo sé, por eso me gusta. Intento pasar por aquí siempre que vengo a Santa Bárbara. Esa es mi favorita -dijo señalando una hilera de tumbas colocadas frente a una estatua de Jesús-. Es una familia y siguen juntos. Cinco generaciones. Si fuera mi familia – continuó-, me tendrían reservado un espacio al otro lado de la iglesia.
Dylan se volvió para mirarla. Lo había dicho en tono casual, como si no tuviera importancia, pero detectó el dolor en su voz.
– ¿De qué estás hablando?
Echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo.
– Han pasado muchos años, así que entiendo por qué no recuerdas cómo eran las cosas en mi casa, pero no éramos una familia unida. Janet y yo nos peleábamos constantemente, mi madre parecía ver mal todo lo que hacía y mi padre… -suspiró-. Estaba de cuerpo presente, pero emocionalmente había desaparecido hacía tiempo.
– Sé que Janet y tú os peleabais -dijo al recordar cómo Janet no dejaba de quejarse de Molly y lo molesto que eso era-. Pero según dicen, todos los hermanos pelean.
– Tardé en darme cuenta de dónde estaba el fallo -dijo Molly-. Pensé que las cosas mejorarían cuando Janet se hubiera ido a la universidad, pero no fue así. Seguía sintiéndome como una extraña. Un día, cuando Janet estaba en casa durante las vacaciones, me invitó a almorzar. Me dijo que finalmente se había dado cuenta de que mi madre incitaba las discusiones entre nosotras, como si no quisiera que nos lleváramos bien. No lo había pensado, pero en cuanto lo dijo, supe que tenía razón. El problema era averiguar por qué.
Dylan le pasó el brazo por los hombros y dejó la mano sobre el cuello de Molly. Su piel era suave y cálida.
– ¿Qué hiciste? -le preguntó.
– Hurgué, tratando de encontrar algún papel viejo. Pero no encontré nada interesante. Un día, cuando mi madre me regañaba por no haber cosido bien el dobladillo de un vestido, perdí la cabeza. Empecé a gritar preguntándole por qué me odiaba tanto. Creo que en realidad quería que me dijera que me amaba.
– Lo siento, Molly -Dylan no tuvo necesidad de preguntarle si las noticias habían sido buenas.
– No lo sientas. Me alegré de saber la verdad. Al parecer, después de que Janet naciera, mi padre se absorbió mucho en su trabajo. Apenas estaba en casa. Mi madre se sentía sola y desgraciada y tuvo una aventura. No duró mucho, pero yo estoy viva y coleando, como recordatorio de lo ocurrido. No quiso decirme nada sobre mi padre biológico, y realmente no me importa. El hombre que me crió tampoco prestó atención a Janet, así que no lo culpo por ignorarme. Mi madre es harina de otro costal.
A Dylan le costó asimilar lo que le estaba diciendo.
– ¿Janet es sólo tu hermanastra?
– Exacto. Se lo conté a Janet y me dijo que había imaginado una cosa así. No nos importa. Desde que fui a la universidad, no he tenido mucho contacto con mi madre. He intentado hacer las paces con ella un par de veces, pero no le interesa. Me dijo que se alegraba de que hubiera salido de su vida. Por fin.
Dylan pensó en todo lo que él había soportado de joven: ir a casa y encontrar a sus padres borrachos, el dolor de las palizas cuando estaban sobrios. Pero siempre había sido capaz de echarle la culpa al alcohol. Había alimentado la fantasía de que si dejaban de beber, todo saldría bien. Molly ni siquiera había tenido eso, sólo la cruda realidad de que su madre lamentaba haberla tenido. Se inclinó hacia ella, pero Molly levantó las manos para detenerlo.
– No te preocupes, estoy bien.
– ¿Y por qué no me lo creo? -dijo levantando las cejas.
– No lo sé, pero es cierto -sus ojos castaños se empañaron un poco-. De acuerdo, reconozco que habría preferido llevarme bien con mi madre, pero al menos sé por qué no pudo ser así. Te sorprendería saber lo mucho que ayuda eso. Ahora mi pasado tiene sentido. Janet y yo estamos muy compenetradas y eso significa mucho para mí.
Era algo, pensó Dylan, pero quería que Molly tuviera mucho más. Quería que mucha gente se preocupara por ella. Tenía gracia pensar en cuántas cosas tenía en común con ella: la independencia, no saber si creía en el amor…
– Si vas a quedarte ahí compadeciéndote de mí, voy a tener que darte un puñetazo en el estómago -dijo con expresión fiera.
Dylan sonrió.
– No empieces algo que no puedas terminar. Si peleamos, te ganaré.
– Te equivocas.
– ¿Ah, sí? Ya me dirás por qué. Soy más fuerte de lo que tú serías nunca. Sólo por ser hombre.
– Tú lo has dicho. Eres un hombre, no puedes pegarme.
Dylan abrió la boca, luego la cerró. Molly batió sus pestañas.
– Me encanta cuando gano.
– Eso no ha sido más que un truco barato. Habría encontrado la manera de ganarte.
Molly se apoyó en él y lo rodeó con sus brazos. El la estrechó. Era tan bueno abrazarla. El deseo, nunca lejos de la superficie, volvió a la vida. Afortunadamente, Molly pareció no darse cuenta.
– Gracias -le dijo-, por todo esto. Por venir conmigo, por ser un buen amigo, por hacerme reír y por preocuparte por mí.
Dylan se quedó mirándola. Estaban tan juntos que podía besarla. Sólo que no lo hizo, porque… demonios, no sabía por qué. Tal vez porque sabía que Molly no podría aceptar sólo eso. Querría explicaciones y argumentos que la convencieran que no se trataba de piedad. ¿Acaso un hombre no podía desear a una mujer sólo porque la deseaba?
– Me importas -le dijo.
– Habría vendido mi alma por oír esas palabras hace diez años -apoyó la frente sobre su pecho-. Estaba tan enamorada de ti. Me hace gracia recordar lo convencida que estaba de que nunca desearía a ningún otro hombre.
– Claro que no.
– ¿Qué? -Molly lo miró.
– Oye -bromeó-, soy yo. ¿Quién iba a ser sino el hombre de tus sueños?
Molly lo apartó a un lado y se sentó derecha.
– Menudo ego.
– Sólo estoy siendo sincero.
Se volvió del otro lado, cruzando las piernas y los brazos sobre el pecho. Era adorable.
– Si hubiera sabido cómo eras en realidad, no habría perdido el tiempo soñando contigo.
– Claro que sí.
– ¿Vas a decir siempre la última palabra?
– Seguramente.
Molly se echó a reír. A Dylan siempre le había gustado aquel sonido, pero era más importante para él desde que sabía qué ocupaba su mente cuando estaba callada.
– Me alegro de que Janet y tú por fin os hicierais amigas -le dijo.
– Yo también. Se ha portado maravillosamente estas últimas semanas. No habría podido sobrevivir sin su ayuda -entrelazó los dedos-. Tú has progresado tanto, Dylan. Tuviste una infancia conflictiva y te has convertido en un hombre de provecho. Estoy muy impresionada.
– Gracias. En parte ha sido el trabajo duro, pero también estar en el sitio apropiado en el momento apropiado.
– Es más que eso. No has tenido miedo.
Dylan presintió que estaban en terreno poco seguro, aunque no sabía decir por qué.
– Todo el mundo tiene miedo alguna vez.
– Lo sé, pero yo he vivido la vida dominada por el miedo. Ahora lo veo. Si me pasa algo, algo malo, lo que más lamentaré es lo que no llegué a hacer. He llevado una vida tan insignificante. Es como si hubiera hecho un trato con Dios y le hubiera prometido no pedir demasiado. A cambio, no me ocurriría nada malo. No habría mucha alegría, pero tampoco mucho dolor.
– Y ahora piensas que, en realidad, no fue un buen trato.
– Exactamente. Me enfrento a un dolor potencial y no he hecho nada conmigo misma. No ha habido alegría. He querido y pensado hacer tantas cosas, pero al final no he hecho ninguna de ellas. Ahora me miro y pienso que es una tragedia -sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo. Dylan se sintió frustrado. Había más de una situación que no podía arreglar. Sólo podía quedarse de brazos cruzados mientras Molly luchaba con su dolor-. Tal vez ésa sea mi lección -continuó-. Que tengo que aprovechar todo el tiempo que tengo y emplear cada hora de la mejor manera posible porque el tiempo es precioso.
Dylan no pudo evitarlo, la rodeó con sus brazos y la estrechó. Molly aceptó de buena gana el abrazo. Luego Dylan empezó a mecerla, consolándolos a los dos con el movimiento.
– Lo siento -susurró Molly-. No pretendía disgustarte.
– No lo has hecho. Confieso que no ha sido una conversación corriente. No suelo hablar del sentido de la vida.
Dylan no quería seguir con aquella conversación, pero sabía que necesitaba hablar del tema. Y si no lo hacía con él, ¿con quién? En aquellos momentos, él era todo su mundo. En otras circunstancias, aquella idea le habría impulsado a salir corriendo, pero en lugar de eso, deseaba permanecer a su lado, consolarla.
– Eres muy valiente -murmuró junto a su pelo.
– Deja de decir eso. Sólo estoy tratando de reconciliarme con las circunstancias que no puedo controlar. Hay una diferencia.
– No, Molly, eres increíble. Deja de contradecirme y acepta el halago, ¿de acuerdo?
– Me encanta cuando pones voz de duro. Tengo hambre. ¿Por qué no nos saltamos las convenciones y nos tomamos un helado para almorzar?
– Eso está hecho.
Dylan estaba tan inquieto como un león en una jaula. Daba vueltas por la pequeña casa de un lado a otro, deteniéndose sólo para contemplar la oscuridad antes de retomar la marcha. Molly estaba acurrucada en una esquina del sofá y lo miraba. A pesar de que llevaba una hora tratando de animarse, no podía desterrar el sentimiento de tristeza que la invadía. Tal vez porque no había forma de eludir la verdad. Dylan quería irse.
La noche anterior se había tomado la noticia muy bien, y aquella mañana también. Después de un almuerzo decadente de helado, habían ido al cine y luego de compras. Había estado simpático y atento, dándole la mano durante la película y preguntándole si estaba a gusto en el restaurante. Molly se había refugiado en sus atenciones, pero en aquellos momentos se preguntaba si no había sido todo una fachada.
No le sorprendía. Habían pasado más de dos semanas y Molly todavía no había asumido que tenía un bulto en el pecho, era imposible que él lo hubiese aceptado en veinticuatro horas. A pesar de los últimos diez días, eran relativamente extraños. No le debía nada, se equivocaba al esperar que se quedara a su lado. El verdadero acto de amabilidad sería dejarlo marchar.
Lo miró cuando pasaba a su lado. Dylan no la miró, de hecho parecía no darse cuenta de que estaba en la habitación. Había tenido la esperanza… Movió la cabeza. Ninguna de sus esperanzas habían sido realistas. Ya era una adulta. Había estado sola antes y volvería a estarlo. Dylan le había hecho pasar diez días maravillosos y eso era más de lo que esperaba.
– Entiendo lo que te preocupa -le dijo.
Dylan se quedó de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
– Lo dudo.
– Te sientes frustrado por la situación. Quieres irte, pero te sientes responsable de mí. No te preocupes. No me pasará nada.
Dylan se volvió para mirarla. Tenía el rostro tenso, los labios apretados y su mirada era indescifrable.
– ¿De qué demonios estás hablando?
No se acobardó al oír su tono áspero. Sabía que estaba más enfadado consigo mismo que con ella.
– Ya me has dado mucho más de lo que podía esperar. Estos días han sido una aventura maravillosa, siempre los recordaré. No sólo porque me ayudaste en los momentos difíciles, sino porque me lo he pasado bien conociéndote.
– Estás completamente equivocada -Dylan llegó hasta donde estaba en tres largas zancadas, luego se sentó en el sofá junto a ella. Después de agarrarla de las manos, la miró a los ojos-. Te crees muy lista y lo eres en algunas cosas, pero esta vez estás metiendo la pata -le acarició la mejilla con el dedo-. No quiero irme, quiero quedarme.
Lo que decía no tenía sentido.
– Entonces, quédate. ¿Cuál es el problema?
– Quiero estar contigo y me estoy volviendo loco -dijo atropelladamente.
– Ya estás conmigo.
– Quiero hacerte el amor.
Molly se quedó boquiabierta. También sintió cómo sus pulmones se quedaban sin aire. ¿Que la deseaba? Consiguió inspirar y cerrar la boca, pero nada más. Quería creerlo, desesperadamente. Había pensado en ellos dos juntos, era una de sus fantasías favoritas, pero la realidad era muy diferente. Él era Dylan Black, y ella una mujer bajita y de tez pálida. Tenía nueve kilos de más y había averiguado que no podía disfrutar del acto sexual mientras trataba de meter la tripa. ¿Y qué pasaba con su pecho? Tenía una incisión con puntos. La forma del pecho era distinta en ese lado y tenía un cardenal de aspecto terrible. No podía desearla de verdad, sólo podía sentir pena por ella…
– ¡Maldita sea! -gruñó, y la asió por los hombros-. Acepto la confusión. Puedes pestañear y decirme que es demasiado inesperado. Puedes abofetearme y recordarme que estoy quebrantando las reglas, que no estás interesada en un tipo como yo. Lo que quieras. Pero no dejaré que dudes de ti o del hecho de que te deseo.
– ¿Cómo sabías lo que estaba pensando?
– Te conozco, Molly, mejor de lo que tú crees -Dylan frunció el ceño-. Y para que lo sepas, quiero hacer el amor contigo, no sólo liberarme físicamente. No te confundas en eso. Si no te interesa, dilo y te dejaré en paz. Fingiremos que nunca ha tenido lugar esta conversación.
Estaba bromeando, ¿verdad? Pero Molly vio la incertidumbre en sus ojos, el miedo a que lo rechazara, y aún más, llamas de deseo y necesidad.
Lo creyó. Tal vez porque quería creerlo, pero no importaba, se había prometido no lamentarse de nada. Por razones que nunca comprendería, Dylan había cautivado su corazón como ningún otro hombre lo había hecho, incluido Grant. No podía negarle nada, y más importante, no podía negarse a sí misma aquella oportunidad… aquel milagro.
Le tocó el labio inferior con el dedo.
– Yo también te deseo -susurró.