Dylan se quedó mirando a Molly hasta que desapareció en la oscuridad. ¿Qué había pasado? ¿Qué había dicho? Pero lo que en realidad importaba era que era de noche en la playa y Molly estaba sola. No había querido decir nada que la molestara y el nudo que sentía en el estómago le decía que más le valía no volver a hacerlo.
Se puso en pie y fue tras ella. La luna irradiaba luz suficiente para distinguir su silueta. Se había detenido junto a la orilla y estaba en cuclillas. ¿Para desaparecer, se preguntó, o para contener el dolor?
El sonido de sus sollozos fue mitigado por el ruido de las olas, pero aun así podía oír su llanto desgarrador. El estómago se le encogió un poco más. Se maldijo. Era evidente que había malentendido su broma sobre compartir cicatrices. Seguramente, pensaba que se estaba riendo de que su novio le hubiera dado calabazas. El hombre era un canalla, pensó lúgubremente. Cualquier hombre capaz de una bajeza así era de la peor calaña. Molly estaba mucho mejor sin él, aunque dudaba que lo creyese todavía. Con el tiempo, vería que había tenido suerte de escapar, pero en aquellos momentos sufría y era por su culpa.
– Molly, lo siento -dijo, acercándose por detrás y tocándole el hombro.
Ella se estremeció.
– Estoy bien. Vete.
– No estás bien y no voy a irme. No quería decir nada con lo que dije. Estaba bromeando, pero ahora veo que lo tomaste a mal. No pretendía comportarme como un idiota.
Molly movió la cabeza, pero no entendió qué quería decir. ¿Estaba rechazando su disculpa o diciéndole que no importaba? Sin saber qué más podía hacer, la puso en pie y la atrajo hacia él. Molly se quedó inmóvil, no se relajó pero tampoco se resistió. Dylan la rodeó con sus brazos y otro sollozo la convulsionó.
– Calla -murmuró-. No pasa nada.
– Claro que sí. De eso se trata. No creo que pueda superarlo.
¿A qué se refería? ¿A su trabajo? ¿A Grant?
– Lo superaremos juntos esta noche -le dijo-. No te preocupes por mañana, ¿de acuerdo? Sólo ocúpate de esta noche.
Le puso una mano en la nuca y la instó a apoyar la cabeza sobre su hombro. Era tan pequeña. Estaba acostumbrado a mujeres altas, pero le gustaba que Molly fuera distinta.
También era suave. Al frotarle la espalda, sintió carne dócil, no costillas. Los dos tenían las chaquetas abiertas y sus senos le presionaban el pecho. Estaban como los había imaginado cuando había pensado en ella durante el trayecto en moto. Cálida y suave, curvas llenas que parecían fundirse con su cuerpo.
La necesidad lo invadió, un deseo que sólo podía soportar mientras el calor y la sangre descendían a su entrepierna. Pero no la ciñó con más fuerza, no quería que supiera que sus pensamientos se habían vuelto apasionados, sobre todo, porque todavía podía sentir las oleadas de dolor que la recorrían. Necesitaba mucho más de lo que él podía ofrecerle.
– Lo siento -volvió a decir, porque no se le ocurrían otras palabras.
– No lo sientas -le dijo, y sorbió las lágrimas-. No has hecho nada malo.
– Pero yo…
Molly levantó la cabeza y se quedó mirándolo. A la pálida luz de la luna, su rostro era bonito, comprendió con cierta sorpresa. La luz se reflejaba en los regueros de lágrimas.
– No pasa nada, Dylan -le dijo-. Tú sólo estabas bromeando y yo reaccioné incontroladamente -se secó el rostro con el dorso de la mano-. Te propongo una cosa. Tú dejas de sentirte mal y de disculparte y yo dejo de llorar, ¿qué te parece?
Tenía los ojos grandes, de un color avellana que en la noche eran oscuros y misteriosos. Dylan tenía la extraña sensación de que podía perderse en esos ojos. Quería, no, necesitaba, estar junto a ella. En ella, no en el sentido de hacer el amor, aunque eso también le gustaría, sino dentro de la persona, una parte de lo que ella era.
El anhelo fue tan fuerte como inesperado. No lo comprendía y debería haberlo asustado, pero no lo hizo. Cuando no halló la manera de introducirse en su interior y ser parte de ella, hizo lo mejor que se le ocurrió. La besó.
Molly estaba advertida. Al menos lo habría estado si realmente hubiese creído que Dylan iba a hacer lo que parecía que quería hacer. Tan pronto la había abrazado y consolado como a una niña pequeña como había tomado su rostro entre las manos y estaba bajando la cabeza. En aquella fracción de segundo podría haber dado un paso atrás o haber protestado, pero no creía de verdad que fuera a besarla. Después de todo, aquél era Dylan y ella sólo era… Bueno, Molly.
Sus labios se posaron en los suyos. Molly medio esperaba que el mundo se detuviese, y al ver que eso no ocurría, esperó a que Dylan se diera cuenta de quién era ella y de lo que estaba haciendo y retrocediera con disgusto. Pero no lo hizo, sino que siguió apretando sus labios contra los suyos. Aquel contacto firme y cálido le hizo estremecerse de pies a cabeza y hundió los dedos en la arena.
Tragó saliva, sin saber qué hacer. Un grito se formó en su interior, pero lo suprimió. Aquél no era el momento de gritar. Se sentía un poco extraña allí de pie con las manos atrapadas entre sus cuerpos. ¿Realmente había querido besarla?
Eso parecía, porque seguía sosteniendo su rostro entre las manos con suavidad, como si fuera alguien importante para él. Comprendió que tenía los ojos cerrados y, al abrirlos, se quedó atónita al ver que él también los tenía cerrados. Por extraño que pareciera, aquello hacía que el beso fuera todavía más íntimo, aunque no sabía exactamente por qué.
Sus labios se movieron. Por un instante, tuvo miedo de que los retirara, pero no lo hizo, sino que siguió besándola hasta presionar suavemente su labio inferior con la punta de su lengua.
A Molly le dio un vuelco el corazón y las llamas prendieron por todo su cuerpo al verse invadida por la pasión. Sintió que se ponía a temblar y tuvo que agarrarse a su cintura para no caer. Era magia… no, mejor que magia, porque era real. Allí, en la playa, Dylan la estaba besando.
Dylan enterró una de sus manos en su pelo, y la acción hizo que ladeara un poco la cabeza. Se movió para seguir besándola, y luego abrió la boca sobre la suya. Molly respondió sin pensar, separando los labios y luego diciéndose que era una tonta. Dylan no querría besarla de esa manera, ¿no?
Al parecer, sí. Molly sintió la primera caricia de su lengua detrás del labio inferior. Contuvo el aliento. Luego, él profundizó la incursión. Sabía a whisky y a pecado, combinados con una dulzura que tenía que ser su esencia. Se apoyó en él, dejando que la sostuviera mientras trabajaba exquisitamente con su boca.
Todo su cuerpo reaccionó al beso. Sintió los senos llenos, anhelantes de caricias. Entre los muslos, el centro de su ser se humedeció para prepararse para todo lo que podía ofrecerle. Su piel se sensibilizó hasta notar el roce más leve de tela o del aire. En su bajo vientre, el deseo se hizo necesidad.
Aquél no era el breve abrazo que le había dado hacía diez años, no era un beso entre amigos, sino entre un hombre y una mujer, un beso de pasión y promesa. La única pregunta era por qué.
Dylan se separó lo suficiente para susurrar su nombre y luego deslizó una hilera de besos por su mandíbula. Desde allí trazó una línea húmeda hasta su oreja. Molly se estremeció mientras él la mordisqueaba y la lamía. Se apretó más a él, deseando más, deseando que no parara nunca. ¿Qué importancia tenían los porqués? De momento, era bastante que estuviera viva y que pudiera sentir.
Molly se apretó contra él, y al hacerlo, él se movió un poco. En las profundidades de su mente, penetró la realidad. Los pensamientos cobraron forma y, aunque trató de ignorarlos, persistieron. No se estaban tocando por debajo de la cintura. Molly se acercaba cada vez más a él, pero Dylan se retiraba una y otra vez. Había algo sobre lo que no quería que se apoyara. ¿Por qué?
Entonces lo supo. La verdad fue fría y brutal y casi le desgarró el corazón. Aquello no le importaba. No quería que se apretara contra él porque no quería que viera que no estaba mínimamente excitado por lo que estaban haciendo.
El dolor fue tan intenso que se quedó sin aliento. Aun así, el orgullo fue aún mayor. Tenía que salir de aquella situación para poder estar sola. Una vez en su habitación, hallaría la manera de sobrevivir a la humillación y reuniría el valor para volver a enfrentarse a Dylan otra vez. O tal vez haría el equipaje y saldría corriendo.
Ni siquiera era culpa de Dylan, pensó con tristeza. Sólo estaba tratando de portarse bien y ofrecerle consuelo. Se enderezó y luego se separó de él. Dylan la soltó, pero cuando lo miró, parecía aturdido.
– ¿Molly? -parecía confuso y ligeramente abrumado.
Si no se hubiera percatado de la falta de evidencia física de su deseo, habría jurado que estaba tan absorto en el momento como ella.
– No tienes por qué hacer esto -le dijo, y se alegró de oír que su voz parecía normal-. Te pedí que me llevaras a correr una aventura, pero los besos piadosos no son parte del trato. La compasión está bien, puedo soportarla, pero no me gusta que me compadezcan. Así que, ¿por qué no olvidamos lo que ha pasado?
Por segunda vez aquella noche, Molly desapareció en la oscuridad. Dylan se quedó mirándola, preguntándose qué había ido mal. Estaba besando a Molly pensando que podía explotar de un momento a otro y, de repente, ella lo empujaba y hablaba de besos piadosos.
– Maldita sea, Molly, te he besado porque quería hacerlo, no por un retorcido sentido de la piedad -gritó a sus espaldas, pero era demasiado tarde. Ya había entrado en la casa.
Maldijo entre dientes y volvió a la hoguera para recoger sus pertenencias. Ojalá hubiera sido piedad. Entonces no se sentiría tan incómodo en aquellos momentos, con la necesidad presionándole en la entrepierna. Empezó a apilar los platos. ¿Por qué pensaría que sólo estaba fingiendo? ¿Por qué iba a hacerlo?
No encontraba las respuestas, ni a su comportamiento ni al de Molly. Se dijo que no importaba, pero no era cierto. ¿Por qué iba a desear a Molly? No era su tipo, al menos físicamente. Era la hermana pequeña de Janet, nada más.
Pero no la había sentido como una hermana pequeña en sus brazos. Era toda una mujer y la deseaba. Había accedido a hacer el viaje con ella porque necesitaba el descanso y pensó que podían pasarlo bien juntos, pero las cosas ya empezaban a complicarse. Molly no era la mujer que había creído que era, o tal vez era él el que había cambiado.
Cargó las cosas y las llevó al interior de la casa. Una cosa era segura, no estaba dispuesto a disculparse. En primer lugar, no había quebrantado ninguna regla, y en segundo lugar, le había gustado demasiado besarla como para olvidar que había ocurrido.
Molly seguía despierta a medianoche. Había oído entrar a Dylan hacía un par de horas después de hacer varios viajes para recoger las cosas de la playa. Se sentía mal por dejarle hacer todo el trabajo, pero no habría podido enfrentarse a él. No estaba segura de poder volver a verlo. Tal vez lo mejor para los dos era que se fuera.
Salvo… que no quería irse. No quería tener que buscar otro lugar donde esconderse y no quería dejar a Dylan, lo que significaba que tendría que reconciliarse con lo que había ocurrido entre ellos.
¿Acaso había sido tan terrible?, se dijo. Pensando en ello racionalmente, casi podía convencerse de que no tenía importancia. Habían hablado de su vida y de cómo se había venido todo abajo; él había tratado de bromear y ella había reaccionado mal. Luego, Dylan la había seguido para asegurarse de que estaba bien y, cuando había visto que no lo estaba, le había ofrecido consuelo.
Aquél era todo su crimen. No se había excitado al besarla, pero eso no iba en contra de la ley. No era culpa suya que se hubiera vuelto a enamorar platónicamente de él y de que lo que había ocurrido fuera, para ella, una experiencia pasional increíble. Dylan no había hecho nada malo, debía entenderlo porque era cierto. En realidad, había sido un cielo. Huir en aquel momento sería una cobardía, por no decir una estupidez. Le gustaba estar con él. Durante los quince días siguientes iba a necesitar una distracción y él era la mejor que se le ocurría. Además, le caía bien.
Molly se acercó a la ventana y contempló la oscuridad. ¿Y qué si le habían pisoteado un poco el orgullo? Había sobrevivido en peores situaciones. El truco era superarlo y seguir adelante, porque en el fondo de su corazón, sabía que no quería irse.
– Me prometí a mí misma que no seguiría lamentándome -susurró en la oscuridad-. Que no me reprocharía nada ni pensaría en lo que podría haber sido. Me prometí que iba a vivir la vida en lugar de tomar siempre la opción más segura.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una acusación. Por la mañana haría las paces con Dylan, se disculparía por su comportamiento y se olvidaría de lo ocurrido. Podría seguir disfrutando de su amor platónico a solas y dejaría de esperar que él participara en ningún sentido. «Nada de seguir lamentándome por todo», se dijo. «Me limitaré a vivir».
Cuando Dylan salió de la ducha, olió a comida y su estómago rugió, lo cual no tenía sentido. Normalmente le bastaba con un café y un donut si Evie los llevaba a la oficina. Pero, de repente, la idea de desayunar le parecía espléndida.
Se dio prisa en vestirse y afeitarse, luego se peinó el pelo todavía húmedo y se dirigió a la cocina. Se paró a la entrada y miró a Molly. Estaba removiendo algo en un enorme cuenco. Había una jarra de café en la mesa y el beicon se freía en una sartén. Aquella escena doméstica debía haberle espantado, ya que si a alguna de sus compañeras de cama se le ocurría empezar el día de aquella manera, Dylan salía por la puerta antes de que pudieran decirle «Buenos días». Claro que raras veces pasaba toda la noche con ellas, y así evitaba todo aquel asunto.
Con Molly no sentía deseos de salir corriendo. Al contrario, se imaginó acercándose a ella por detrás y rodeándole la cintura con los brazos. Quería inspirar la fragancia de su suave piel, rozar los labios contra su nuca y luego besarla por la espalda hasta que se le pusiera la carne de gallina. Pensó en quitarle el cuenco de las manos y dejarlo sobre la mesa para luego estrecharla entre sus brazos y besarla. El mostrador parecía un poco alto, pero apostaba a que la mesa tenía la altura adecuada. La imaginó sentada y vestida sólo con una camiseta, con las piernas abiertas y dándole la bienvenida mientras él…
– Buenos días.
Dylan oyó las palabras y tuvo que hacer un esfuerzo por volver a la realidad. Tragó saliva, luego se movió, confiando en que Molly no se hubiera percatado del repentino cambio en la delantera de sus pantalones.
– Ah, hola -consiguió decir en tono ligeramente ronco.
Molly llevaba una camiseta blanca de mangas largas remangada hasta los codos que le llegaba hasta la mitad del muslo. Tenía los pies desnudos y la cara limpia. Se había recogido el pelo en una trenza que le caía por la espalda. Tenía que tener veintisiete o veintiocho años, pero estaba igual que a los diecisiete. La recordó como había sido entonces, con el aparato ortopédico en la boca y los granos. De acuerdo, se corrigió, tal vez estuviera diferente, pero no mucho. Molly le dedicó una rápida sonrisa y luego le señaló el cuenco con la cabeza.
– Estoy haciendo tortitas, espero que te gusten.
– Me encantan, y estoy muerto de hambre.
– Bien, siéntate.
Dylan entró en la cocina.
– ¿Puedo ayudarte?
– No, lo tengo todo controlado -se mordió el labio inferior-. Dylan, respecto a lo de anoche… -Dylan levantó una mano para detenerla.
– No tienes que explicarte.
– Bien, porque no iba a hacerlo, pero sí que voy a disculparme. No puedo cambiar el modo en que reaccioné, pero puedo intentar hacer las paces -sostuvo en alto el cuenco-. Por eso he hecho las tortitas. Deberían arreglar la situación.
A Dylan no le importaba que le guardara secretos, Dios sabía que él también tenía unos cuantos, pero le gustaba que reconociera que se había comportado de forma un poco extraña.
– Tortitas de disculpa, ¿eh? -dijo, mientras se acomodaba en una de las sillas de metal detrás de la pequeña mesa-. No sé si es una buena idea. Las estás sometiendo a mucha presión, ¿crees que podrán funcionar como tortitas? Apuesto a que las has dejado marcadas de por vida. Ahora tendrán que someterse a terapia durante mucho tiempo.
Molly se quedó mirándolo durante un par de segundos, luego se echó a reír.
– Si nos las comemos, el problema queda resuelto, ¿no?
– No lo había pensado. Parece una solución extrema, pero seguramente funcionará.
– Y yo que pensaba que era la única loca -dijo, mientras se disponía a verter la masa en la sartén.
Unos pocos minutos después, colocó un plato con una pila de tortitas y una fuente con beicon en la mesa. Después de servir el café, Molly se sentó.
– Tienen un aspecto fabuloso -le dijo Dylan.
– Esperemos que sepan igual.
– Lo harán.
Habló con soltura, pero en el fondo sabía que no importaba lo que decía. En aquellos momentos no podía saborear nada, sólo podía mirarla y recordar lo que había sentido la noche anterior al abrazarla y besarla. La deseaba… otra vez. Se estaba convirtiendo en un problema de todos los días. La cuestión era que no iba a hacer nada al respecto.
Le sirvió unas tortitas y luego se llenó su plato.
– Gracias, Molly. No tenías por qué hacer esto, pero te lo agradezco. ¿Qué te parece si empezamos otra vez y somos amigos? Me caes bien. Creo que podríamos divertirnos mucho juntos.
La sonrisa la hacía bonita. Qué curioso que hacía diez años no se diera cuenta de lo preciosa que era su sonrisa. Tal vez era demasiado joven y estaba demasiado preocupado por aparentar. Tal vez nunca se había tomado la molestia de fijarse en ella.
– Me parece bien -le dijo-. Tú también me caes bien, Dylan, y siempre lo hemos pasado bien juntos. No hay razón para pensar que eso haya cambiado.
– Me has leído el pensamiento -repuso Dylan.
Era un hombre adulto, no había razón por la que no pudiera mantener su libido bajo control. O empezaría a ponerse pantalones más holgados.
Molly masticó una tortita durante un minuto, luego tragó saliva.
– Pero todavía siento lo de anoche, perdí por completo el control. He estado sometida a mucha presión últimamente, en el trabajo y con Grant.
– Eh, gracias por la disculpa, pero es hora de olvidarlo. Cualquiera habría reaccionado de esa forma. Ya es terrible que te hayan despedido, pero si encima estás saliendo con un idiota como ese Grant, ¿qué otra cosa puedes hacer sino enfadarte?
Molly se quedó mirándolo. Tenía un ligero rubor en el rostro, seguramente por haber cocinado. Le gustaba el color de sus mejillas.
– Grant no es un idiota en realidad.
Dylan dejó el tenedor en el plato.
– Explícame eso. Las mujeres siempre hacéis lo mismo. Algunos tipos os tratan como basura y luego los defendéis.
Molly abrió la boca, luego la cerró y movió la cabeza.
– Tienes razón, no puedo creerlo. Las mujeres hacemos eso. ¿Por qué? No sé por qué lo he dicho. Realmente es un cretino. A veces deseo encontrármelo y darle una paliza. Pienso olvidarlo lo antes posible, pero eso no significa que no tenga derecho a estar furiosa.
– Bien, porque si realmente tienes algo bueno que decir de él, te perderé el respeto.
– Si me sorprendes defendiéndolo otra vez, dímelo, ¿vale?
– Claro -Dylan se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa-. Lo digo en serio, Molly. No creo que nadie deba seguir en una relación si no es feliz, pero hay muchas formas menos cobardes de irse. Lo que Grant hizo fue una canallada, tienes suerte de haberte librado de él. Estoy segura de que ahora no lo sientes así, pero es cierto.
– Te agradezco lo que me dices, aunque te extrañará saber que lo echo muy poco de menos. Y eso indica que nunca debí haber accedido a casarme con él. Pero es que pensé…
Molly se quedó callada, y sus ojos perdieron parte de su luminosidad.
– ¿Qué pensaste?
– Que era una apuesta segura. Es abogado y está en un bufete respetable. El tipo de hombre que mi madre habría elegido. No lo sé. No hago más que pensar en mis elecciones y no me gusta lo que veo.
– Está bien que te hayas dado cuenta ahora. Los tipos como él se pasan la vida haciendo canalladas. Si se fue con una mujer antes de la boda, imagínate lo que habría hecho después.
– ¿Es furia lo que detecto en tu voz? -le preguntó Molly-. Este tema te importa.
– Por supuesto. Soy un fiel partidario de la monogamia. Tal vez mis relaciones no duren mucho, pero cuando estoy con alguien, estoy ahí. Está bien, como adolescente me importaba más la cantidad, pero todo el mundo madura. Grant es un perdedor y estarás mejor sin él. Si te hace sentir mejor, me encantaría darle una paliza por ti.
Molly se echó a reír.
– Dylan, eres un cielo, pero no, gracias. Creo que el destino o como quieras llamarlo le pasará la cuenta a Grant a su debido tiempo -ladeó la cabeza-. No habría imaginado eso de ti. Lo de la monogamia.
– ¿Porque soy de los que les gusta alternar?
– No -Molly frunció el ceño-. Qué raro. Nunca habría dicho que te gusta alternar, pero tampoco que te había creído un hombre fiel.
– Pues es una cosa, o la otra -dijo en tono desenfadado, para que no supiera que el hecho de que pensara bien de él le resultaba importante.
– Supongo que pensé que resultabas tan atractivo a las mujeres, que no podías evitar que te tentaran constantemente. Pero no digo que no sería culpa tuya. Es algo complicado. Bueno, supongo que en el fondo lo que pasa es que estoy impresionada.
Dylan tomó un sorbo de café.
– No creo que haya dicho nada tan especial.
– Desayuno con tortitas y clase de filosofía -dijo, y sonrió-. ¿Qué conseguiré si hago unos gofres?
– Poesía francesa -bromeó Dylan.