Conversación

A la mañana siguiente encontré sobre mi mesa una esquela de Snaut: Sartorius había diferido la construcción del desintegrador y se disponía a proyectar por última vez un poderoso haz de rayos X.

— Harey, querida, tengo que ir a ver a Snaut.

La aurora roja iluminaba la ventana y dividía la habitación en dos. Harey y yo estábamos en un área de sombra azul. Más allá de esa zona de sombra, todo era cobrizo; si un libro hubiese caído de un anaquel, yo hubiese esperado oír un golpe metálico.

— Se trata de ese experimento. Pero no sé qué hacer. Comprendes, preferiría…

— No necesitas justificarte, Kris. Si por lo menos no durase demasiado…

— Durará bastante. Escucha ¿crees que podrías esperar en el corredor?

— Probaré. ¿Y si no consigo dominarme?

—¿Qué es lo que sientes? No es mera curiosidad, entiéndeme. Se me ocurrió que si lo discutíamos un rato quizá encontráramos una salida.

Harey había empalidecido.

— Tengo miedo — dijo—. No de alguien, o de algo. Tengo la impresión de ir de un lado a otro sin rumbo, y me siento avergonzada. Luego tú llegas y todo es de nuevo como antes. Por eso pensé que yo había estado enferma…

— Quizá te sentirás distinta fuera de esta maldita Estación. Me las arreglaré para que nos vayamos cuanto antes.

Harey abrió desmesuradamente los ojos

—¿Crees que es posible?

—¿Por qué no? No soy aquí un prisionero. Tendré que hablar con Snaut, ¿cuánto tiempo podrás quedarte sola?

— Depende… Si pudiera oír tu voz, creo que podría serenarme.

— Preferiría que no escucharas. No tengo nada que ocultarte, pero no puedo saber qué dirá Snaut.

— No sigas, he comprendido. Me mantendré a una buena distancia; bastará con que reconozca tu voz.

— Lo llamaré desde el taller. No cerraré la puerta.

Harey asintió con un gesto.

Atravesé la zona roja; por contraste, y a pesar de las lámparas, el corredor me pareció oscuro. La puerta del taller estaba abierta. Últimos rastros de los acontecimientos de la noche, las esquirlas de la garrafa Dewar brillaban bajo una hilera de tanques de oxígeno líquido. Alcé el micrófono-auricular, la pequeña pantalla se encendió, y marqué el número de la cabina de radio.

Detrás del vidrio una luz azulada creció y ocupó la pantalla: Snaut me miraba de costado, apoyado en el brazo de un sillón.

— Hola — dijo.

— Encontré tu esquela. Quisiera hablar contigo. ¿Puedo ir?

— Sí, ¿ahora?

— Sí.

— Discúlpame, ¿vienes solo, o acompañado?

— Solo.

Snaut se inclinó a mirarme a través del vidrio convexo, y la frente arrugada y unas mejillas enjutas y tostadas por el sol llenaron la pantalla: un pez extraño en un acuario extraño. De pronto pareció haber llegado a una decisión.

— Bueno, bueno, te espero.

Cuando volví a mi cuarto, distinguí vagamente la silueta de Harey más allá de la cortina de rayos rojos. Estaba con las manos apoyadas en los brazos del sillón. ¿Habría oído mis pasos demasiado tarde? Durante un segundo, la vi luchar contra aquella compulsión inexplicable, contrayendo todos los músculos, hasta que de pronto me vio y se aflojó inmediatamente. Reprimí un sentimiento de furia ciega y piedad.

Avanzamos en silencio por el largo corredor de paredes policromas. (La diversidad de los colores, habían dicho los arquitectos, haría la vida más tolerable dentro del casco blindado.) Vi de lejos que la puerta de la cabina de radio estaba entreabierta y dejaba pasar una franja de luz roja. Miré a Harey, que ni siquiera intentó sonreírme: había estado preparándose para librar un combate consigo misma, y ahora que la prueba se aproximaba, tenía el rostro pálido, consumido. Se detuvo a quince pasos de la puerta. Di media vuelta; ella me empujó con las puntas de los dedos. En ese mismo instante, Snaut, mis proyectos, la experiencia, la Estación, todo me pareció irrisorio comparado con el suplicio que ella se preparaba a sufrir; y yo acompañándola como auxiliar del verdugo. Quise volver sobre mis pasos. De pronto una sombra cortó el reflejo del sol sobre la pared y me apresuré a entrar en la cabina.

Snaut me esperaba junto a la puerta. El disco solar le aureolaba los cabellos grises con una luz purpúrea. Nos observamos un momento sin hablar. Aunque él podía estudiarme tranquilamente, yo no lo veía, enceguecido por el resplandor de la ventana.

Pasé al lado de Snaut y fui a apoyarme en un elevado pupitre, donde emergían los brazos flexibles de los micrófonos. Snaut dio una lenta media vuelta y continuó observándome con aquella sonrisa habitual, una mueca que no expresaba alegría, sólo una fatiga abrumadora. Sin quitarme los ojos de encima, se abrió paso entre las pilas de objetos hacinados en desorden: células térmicas, instrumentos, piezas de repuesto del equipo de radio. Alzó un taburete y se sentó de espaldas contra las puertas de un armario de acero.

Escuché con atención. Del corredor no llegaba ningún ruido. ¿Por qué callaba Snaut? Nuestro silencio ya estaba pareciéndome embarazoso.

Me aclaré la garganta.

—¿Cuándo estaréis listos, tú y Sartorius?

— Podríamos empezar hoy, pero el registro lleva un tiempo.


—¿El registro? ¿El encefalograma quieres decir?

— Sí, estuviste de acuerdo… ¿Qué pasa?

— No, nada.

Otro largo silencio. Al fin Snaut se decidió a hablar.

—¿Tenías algo que decirme?

— Ella sabe — murmuré.

Snaut frunció el ceño, pero me pareció que no estaba realmente sorprendido. Entonces ¿por qué esa comedia? Perdí todo deseo de confiarme en él. Sin embargo, me creí obligado a hablar.

— Empezó a sospechar luego de nuestra charla en la biblioteca. Me espió, ató cabos, y luego encontró el grabador de Gibarían y escuchó la cinta…

De espaldas contra el armario, Snaut no se movía. Yo estaba de pie junto al pupitre y la puerta entreabierta no me dejaba ver el corredor.

Bajé la voz todavía más.

— Anoche trató de matarse, mientras yo dormía. Bebió oxígeno líquido…

Se oyó un susurro, como de papeles movidos por el viento. Dejé de hablar, y escuché; pero el ruido no venía del corredor. ¿Una rata? No había ratas en la Estación. Le eché una ojeada a Snaut.

— Adelante — dijo tranquilamente.

— Por supuesto, no lo consiguió. En todo caso, sabe quién es ella.

—¿Por qué me lo cuentas?

Durante un momento no supe qué contestar. Luego farfullé:

— Para informarte; ponerte al tanto.

— Yo te lo había advertido.

Alcé involuntariamente la voz.

— Quieres decir que tú sabías…

—¿Lo que me acabas de contar? Desde luego que no. Pero ya te expliqué la situación. Cuando llega, el visitante está casi en blanco, es sólo un fantasma nutrido de recuerdos e imágenes confusos, extraídos de un… Adán. Cuanto más tiempo pasa contigo, más se humaniza. Y se vuelve más independiente, hasta cierto punto. Y cuanto más se prolonga la situación, más difícil es… — Snaut hizo una pausa, me miró de arriba abajo, y agregó a regañadientes — ¿Lo sabe todo?

— Sí, ya te lo dije.

—¿Todo? Sabe que vino antes y que tú…

—¡No!

— Escucha, Kelvin. — dijo Snaut con una sonrisa—, ¿qué quieres hacer, abandonar la Estación?

— Sí.

—¿Con ella?

— Sí.

Snaut se quedó callado, como meditando en lo que iba a decirme, pero atento a la vez a otra cosa. Oí de nuevo un susurro débil y cercano, como a través de una pared delgada.

Snaut se endureció en el taburete.

— Muy bien — dijo—. ¿Por qué me miras? ¿Pensabas que te pondría trabas? Mi querido Kelvin, puedes hacer lo que quieras. No agravaremos nuestros problemas luchando unos contra otros. No espero convencerte, pero pretendes observar un comportamiento humano en una situación inhumana. Muy noble, quizá, pero no te llevará a ninguna parte. Además, no estoy tan seguro de que sea noble. ¿Cómo puede ser noble e idiota al mismo tiempo? Pero volvamos al asunto. Renuncias a continuar con el experimento, deseas partir y llevarla contigo, ¿no es así? ¿Has pensado que eso sería también un experimento?

—¿Qué quieres decir? ¿Te preguntas si ella podrá?… Estará siempre conmigo, de modo que…, Se me apagó la voz.

— Todos imitamos aquí al avestruz, mi querido Kelvin — dijo Snaut con un suspiro— y todos lo sabemos. No es momento de dárselas de caballero andante.

— No me las doy de nada.

— Discúlpame, no quería ofenderte. Pero sigo pensando que actúas como el avestruz de un modo particularmente peligroso. Te mientes a ti mismo, le mientes a ella, y tratas de morderte la cola. ¿Sabes cómo se estabiliza una estructura de neutrinos?

— No, y tú tampoco. Nadie lo sabe.

— En efecto. Sólo sabemos que esa estructura es básicamente inestable y que sólo puede subsistir mediante un constante aflujo de energía. Sartorius me lo dijo. Esa energía crea un campo de estabilización rotatorio. Bien, ese campo magnético, ¿es exterior al « visitante » o es generado por él mismo? ¿Entiendes la diferencia?

— Sí. Si es exterior, ella…

Snaut concluyó por mí.

— Alejada de Solaris, la estructura se desintegra. Mera hipótesis, desde luego, pero que tú podrías verificar, como ya sabes. Ese cohete que pusiste en órbita no hace mucho. En mis ratos perdidos hasta calculé las trayectorias. Tú podrías subir, interceptar el cohete, y ver qué ha sido de la pasajera…

— Estás loco — le dije.

—¿Te parece?… ¿y si hiciéramos volver ese cohete? No hay ninguna dificultad: comandos teledirigidos… Lo desviaremos de la órbita y…

—¡Cállate!

—¿No, tampoco quieres eso? Hay otro método, muy sencillo. No es necesario hacerla regresar; basta que la llamemos por la radio. Si vive, responderá y…

— El oxígeno se le acabó hace tiempo.

— Quizá no necesita oxígeno. ¿Probamos?

— Snaut… Snaut…

Snaut me remedó, colérico:

— Kelvin… Kelvin… ¡Reflexiona un instante! ¿Eres un hombre, sí o no? ¿A quién tratas de complacer? ¿A quién quieres salvar? ¿A ti? ¿A ella? ¿Y cuál de las dos versiones? ¿A ésta o a aquélla? Te faltan agallas para enfrentarlas a las dos. Ya ves que no lo pensaste a fondo. Te lo repito por última vez: nos encontramos en una situación donde no cabe la moral.

Oí de nuevo aquel susurro, y esta vez me pareció que unas uñas raspaban una pared. De pronto sentí que ya nada me importaba. Me veía, nos veía a los dos desde muy lejos, como en el fondo de un remoto escenario, y todo me pareció insignificante, trivial, un poco ridículo.

— Bueno, ¿tú qué sugieres? — pregunté—. ¿Enviarla al espacio? Mañana volvería ¿no es cierto? Y pasado mañana, y todos los días. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Para qué desembarazarse de ella, entonces? ¿Qué ventaja obtendría yo, o tú, o Sartorius, o la Estación misma?


— No, te sugiero otra cosa: vete con ella. Asistirás a la transformación. Al cabo de unos pocos minutos verás…

—¿Qué? ¿Un monstruo, un demonio?

— No, verás que se muere, simplemente. ¿Crees de veras que es inmortal? Te aseguro que se mueren. ¿Qué harás, entonces? ¿Volverás aquí, a buscar otra copia?

Apreté los puños.

—¡Cállate!

Snaut entornó los ojos y me observó con una ironía condescendiente.

— Ah, ¿soy yo quien ha de callar? ¡Sin embargo, no fui yo el que inició esta charla, y creo que ha durado bastante! Te aconsejo otras diversiones. Podrías vengarte azotando al océano con una vara, por ejemplo. ¿Qué imaginas? ¿Que eres un canalla si la despachas? — Sacudió la mano en un gesto de adiós y miró hacia arriba como siguiendo el vuelo de una nave que se aleja. — ¿Y que eres un buen hombre si la guardas contigo? Sonreír cuando tienes ganas de llorar, y mostrarte animado y feliz cuando quisieras golpearte la cabeza contra las paredes? ¿No es eso ser un canalla? ¿Y si aquí fuera imposible no serlo? ¿Qué harías? ¿Enfurecerte contra este crápula de Snaut, que es el responsable de todo? En ese caso, mi querido Kelvin, y para colmo de males, ¡eres en verdad un idiota redomado!

— Hablas desde tu punto de vista. Yo la amo.

—¿A quién? ¿Los recuerdos que ella tiene?

— No, a ella misma. Ya te dije lo que quiso hacer. ¿Cuántos seres humanos « auténticos » hubieran tenido ese coraje?

— Reconoces entonces…

— No eludas el problema.

— Está bien. Por lo tanto, te ama. Y tú quieres amarla. No es lo mismo.

— Te equivocas.

— Lo siento, Kelvin, pero fuiste tú quien sacó a luz todo esto. No la amas. La amas. Ella está dispuesta a sacrificarse. Tú también. Muy conmovedor, magnífico, sublime, lo que tú quieras, pero completamente fuera de lugar. No tiene sentido. ¿Entiendes? No; te niegas a entender. Fuerzas desconocidas, ajenas a nosotros, te arrastran en un círculo vicioso; ella es un aspecto, una manifestación periódica de ese poder. Si ella fuese… si te vieras perseguido por una vieja engreída, la mandarías en seguida a paseo, ¿no es verdad?

— Creo que sí.

—¡Pues bien, por esa misma razón ella no es una vieja engreída! ¿Tienes las manos atadas? ¡De eso se trata: de que tengas las manos atadas!

— Sólo propones una nueva hipótesis que viene a sumarse a millones de hipótesis recopiladas en la biblioteca. Déjame tranquilo, Snaut, ella… No, no diré más.

— Como tú quieras. Recuerda sólo que ella es un espejo, y que refleja una parte de tu mente. Si es maravillosa, es porque tienes recuerdos maravillosos. Tú mismo proporcionaste la receta. Estás atrapado en un círculo vicioso, no lo olvides.

—¿Qué esperas de mí? ¿Que la aleje? Te he preguntado por qué, y no me contestaste.

— Te contestaré ahora. No fui yo quien propuso esta conversación. No me he mezclado en tus asuntos. No te ordeno nada, no te prohibo nada. Aunque tuviese algún derecho, tampoco lo haría. Viniste aquí por tu propia voluntad, y hablaste. ¿Sabes por qué? ¿No? Para sacarte un peso de encima. Ah, mi querido Kelvin, conozco esa carga, y no me interrumpas. Te dejo en libertad de decidir, cuando tú querrías que yo me opusiera. Si yo me interpusiera en tu camino, podrías luchar conmigo, algo tangible, un hombre como tú, hecho del mismo barro. Lucharías y tú también te sentirías un hombre. Como no te doy oportunidad de pelear, discutes conmigo; o mejor dicho, contigo mismo. Sólo falta que me digas que morirías de pena, si ella desapareciera… ¡No, por favor, ya oí bastante!

Reaccioné torpemente.

— Pensé en llevármela fuera de la Estación, y que era mi deber informarte.

— No das el brazo a torcer. — Snaut se encogió de hombros. — Te dije lo que pensaba porque te veo un poco en las nubes. Y cuanto más alto subas, más dura será la caída. Ven mañana a eso de las nueve, y veremos a Sartorius.

—¿A Sartorius? Creía que no dejaba entrar a nadie. Me dijiste que ni siquiera se le podía telefonear.

— Parece que se las ha arreglado de algún modo. Nunca hablamos de nuestros problemas domésticos. Contigo es distinto. ¿Vendrás mañana a la mañana?

— Bueno — gruñí.

Yo miraba a Snaut. Había metido la mano izquierda dentro del armario. ¿Desde cuando estaba entornada la puerta? Desde hacía mucho, probablemente, pero en el calor de la charla yo no había advertido que la posición de aquella mano no era natural. Se hubiera dicho que escondía algo, o que sostenía la mano de alguien.

Me humedecí los labios.

— Snaut, qué te…

— Mejor que te vayas ahora — me dijo Snaut en voz baja.

Salí y cerré la puerta sobre los últimos resplandores del crepúsculo rojo. Harey esperaba a diez pasos de la puerta, sentada en el suelo, pegada a la pared.

Se levantó de un salto.

—¿Ves? — dijo mirándome con ojos brillantes—. Lo conseguí, Kris… ¡Estoy contenta! Tal vez me resulte cada vez más fácil…

Respondí distraídamente:

— Oh, sí, por supuesto…

Volvimos a mi habitación. Yo no dejaba de devanarme los sesos a propósito de ese armario. ¿Era allí entonces donde escondía?… ¿Y toda nuestra conversación?… Me ardían tanto las mejillas que me las acaricié involuntariamente con el dorso de la mano. ¡Qué conversación estúpida! ¿Y para llegar a qué? A nada. Ah, sí, mañana a la mañana…

De pronto sentí miedo, un miedo semejante al de la noche anterior. Mi encefalograma. Un registro completo de mis procesos mentales sería proyectado en el océano, como radiación. ¿Qué había dicho Snaut? ¿Que si ella desapareciera, yo sufriría de un modo terrible? Un encefalograma es un registro de todos los procesos, conscientes e inconscientes. Si yo deseaba que ella desapareciese, quizá ocurriera así, pero eso no me libraba de la angustia. ¿Yo era responsable de mi inconsciente? ¿Quién otro sería responsable? ¡Qué estupidez! ¿Por qué habría accedido a entregarles mi encefalograma? Podría, naturalmente, estudiar el registro antes que ellos lo usaran, pero no sabría descifrarlo. Nadie sabría descifrarlo. Los especialistas dirían, por ejemplo, que el sujeto buscaba la solución de un problema matemático, pero no podrían identificar el problema mismo. Están obligados a atenerse a generalidades, afirman, pues el encefalograma no discrimina entre los distintos procesos simultáneos, que no siempre tienen una « contraparte » psíquica. En cuanto al inconsciente, ¿cómo podría yo descifrar un recuerdo reprimido? ¿Pero por qué tenía tanto miedo? Esa misma mañana le había dicho a Harey que la experiencia no conduciría a nada. Si nuestros neurofisiólogos no eran capaces de descifrar un encefalograma, ¿cómo podría hacerlo esa extraña y gigantesca criatura?

Y sin embargo, había entrado en mí, sin que yo lo advirtiera, había sondeado mi memoria, descubriendo mi punto más sensible. Sin ningún auxilio, sin ninguna « onda » atravesó el casco hermético de la Estación, me encontró, y se llevó su botín…

—¿Kris? — susurró Harey.

De pie delante de la ventana, la mirada fija, yo no había advertido la llegada de la noche. Una delgada techumbre de nubes plateadas reflejaba débilmente el sol desvanecido, velando las estrellas.

Si ella desaparecía después del experimento, eso significaría que yo deseaba que desapareciera. Que yo la había matado. No, no subiría a ver a Sartorius. No estaba obligado a obedecerles. ¿Qué les diría? ¿La verdad? No, tendría que fingir, mentir, ahora y siempre… Tal vez hubiera en mí pensamientos, intenciones, esperanzas crueles de los que yo nada sabía, pues era un asesino que se ignoraba a sí mismo. El hombre se había lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones, sin haber explorado íntegramente sus propios abismos, ese laberinto de oscuros pasadizos y cámaras secretas, sin haber penetrado en el misterio de las puertas que él mismo ha condenado. ¿Abandonar a Harey por falsa vergüenza, o sólo porque me faltaba coraje?

—¿Kris? — dijo Harey en voz todavía más baja.

Se había acercado a mí. Simulé no haberla oído. En ese instante yo quería estar solo. Aún no había decidido nada. Inmóvil, contemplaba el cielo negro, las estrellas frías, pálidos fantasmas de las estrellas que brillaban en el cielo terrestre. De pronto sentí la cabeza vacía. Sólo me quedaba la lúgubre certeza de haber iniciado un viaje sin retorno. Me negaba a admitir que avanzaba hacia algo inalcanzable, y no rae quedaban fuerzas ni para despreciarme a mí mismo.


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