Los visitantes

Guardando apresuradamente en mi bolsillo las notas de Gibarían, me acerqué al armario: trajes de labor y otras prendas habían sido empujadas a un costado, como si un hombre hubiese buscado refugio en el fondo del guardarropa. Del montón de papeles, en el suelo, asomaba el ángulo de un sobre. Lo alcé. Estaba dirigido a mí. La boca seca de aprensión, rasgué el sobre. Adentro había una hoja; tuve que hacer un esfuerzo para decidirme a desdoblarla.

En la letra regular, perfectamente legible aunque muy menuda de Gibarían leí dos líneas:

Suplemento A. Solar. Vol. I: Vot. Separat.

Messenger ds aff F.; Ravintzer: Pequeño Apócrifo.

Eso era todo. Ni una palabra más. ¿Encerrarían esas dos líneas alguna información importante? ¿Cuándo las habría escrito? Me dije que tendría que consultar cuanto antes los ficheros de la biblioteca. Conocía el suplemento del primer volumen del anuario de estudios solaristas; es decir, no lo había leído pero sabía de su existencia. ¿No se decía que tenía un valor meramente histórico? En cuanto a Ravintzer y el Pequeño Apócrifo,nunca los había oído nombrar.

¿Qué hacer?

Llevaba ya casi un cuarto de hora de retraso. De espaldas a la puerta, examiné el cuarto una vez más. Sólo entonces vi la cama, puesta verticalmente contra la pared, y que ocultaba un gran mapa de Solaris. Algo colgaba detrás del mapa; un magnetófono de bolsillo. Habían grabada nueve décimas de la cinta. Retiré el magnetófono del estuche, que colgué de nuevo detrás del mapa, y deslicé el aparato en el bolsillo.

Me volví a la puerta, y con los ojos cerrados, escuché atentamente. Nada. Abrí la puerta a un abismo de oscuridad, hasta que al fin se me ocurrió sacarme los anteojos; los filamentos luminosos, bajo el cielo raso, alumbraban débilmente la rotonda.

Repartidos entre las cuatro puertas de los dormitorios y el pasadizo de la cabina de radio, se abrían en estrella muchos corredores. De pronto, saliendo de un corredor que llevaba al cuarto de baño común, apareció una elevada silueta, apenas visible en aquella penumbra.

Quedé paralizado, clavado al suelo. Una mujer negra, gigantesca, se acercaba en silencio, contoneándose. Alcancé a ver el brillo del blanco de los ojos y oí el blando golpeteo de los pies desnudos. La mujer vestía como única prenda una falda amarilla, de paja trenzada; los senos enormes se bamboleaban libremente, y los brazos negros eran gruesos como muslos. Cruzó a mi lado — apenas a una distancia de un metro— y ni siquiera me echó una mirada. Moviendo rítmicamente la falda de paja, prosiguió su camino, parecida a esas estatuas esteatopigias de la Edad de Piedra que pueden verse en los museos de antropología. Abrió la puerta de Gibarían. La silueta se perfiló nítidamente en el vano de la puerta, envuelta en la luz más viva del interior del cuarto. Luego cerró otra vez la puerta. Yo estaba solo. Me tomé la mano izquierda con la derecha y apreté un rato, hasta que me crujieron las articulaciones. Miré sin ver la sala vacía. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué era aquello? De pronto, vacilé; recordé las advertencias de Snaut. ¿Qué significaba eso? ¿Quién era esta monstruosa Afrodita? Di un pasó, sólo uno, hacia la cabina de Gibarían. Sabía que no iba a entrar. Husmeé el aire. ¿Por qué? Ah, sí. Instintivamente, había esperado percibir algún olor, pero no había notado nada, ni siquiera en el momento en que habíamos estado a un paso el uno del otro.

Ignoro cuánto tiempo me quedé allí, apoyado contra el fresco tabique metálico, sin oír otro ruido que el rumor lejano, monótono de los climatizadores. Al fin reaccioné, sacudí la cabeza, y fui a la cabina de radio. Apoyé la mano en el picaporte y oí una voz áspera:

—¿Quién anda por ahí?

— Soy yo, Kelvin.

Snaut estaba sentado a una mesa, entre un montón de cajones de aluminio y el aparato transmisor; comía concentrado de carne, que sacaba directamente de la lata.

¿No saldría nunca de la cabina? Me quedé mirando un rato cómo movía las mandíbulas; de pronto me di cuenta de que yo también tenía hambre. Me acerqué a las alacenas, elegí el plato menos polvoriento, y me senté frente a Snaut. Comimos en silencio.

Snaut se levantó, destapó un termo, y llenó dos cubiletes de caldo caliente. Puso luego la botella en el suelo — no había lugar sobre la mesa—, y me preguntó:

—¿Viste a Sartorius?

— No… ¿dónde está?

— Arriba.

Arriba significaba el laboratorio. Seguimos comiendo, sin decir nada más. Snaut raspó pacientemente el fondo de la lata. Desde el cielo raso, cuatro globos iluminaban la sala. Una celosía exterior cerraba la ventana. Los reflejos de los globos luminosos vibraban sobre la tapa plastificada del transmisor.

Snaut vestía ahora un jersey negro y suelto, de puños deshilachados. Unas venillas rojas le jaspeaban la tensa piel de los pómulos.

—¿Qué te pasa? — me preguntó.

— Nada… ¿por qué?

— Estás sudando a mares.

Me enjugué la frente. Era verdad, chorreaba sudor; una respuesta, sin duda, a aquel encuentro inesperado. Snaut me observaba atentamente. ¿Tendría que contarle? Si me hubiera demostrado más confianza… ¿Qué juego incomprensible se jugaba aquí, y quién era el adversario de quién?

— Hace calor. Yo esperaba que los climatizadores funcionaran mejor aquí.

— La regulación es automática, con intervalos de una

hora. — La mirada de Snaut era ahora insistente.

— ¿Es sólo el calor? ¿Estás seguro?

No respondí. Snaut arrojó los utensilios y las latas vacías en el fregadero. Volvió al sillón y continuó interrogándome.

—¿Qué intenciones tienes?

— Eso depende de ustedes — respondí fríamente—. Supongo que habrá un plan de investigaciones, ¿no? Un nuevo estímulo, quizá rayos X, o algo semejante…

Snaut frunció el ceño.

—¿Rayos X? ¿Quién te lo dijo?

— No me acuerdo. Alguien me habló. Tal vez en el Prometeo.Entonces ¿ya han comenzado?

— No estoy al tanto de los detalles. Era una idea de Gibarían. El y Sartorius prepararon todo. Me pregunto cómo puedes saberlo.

Me encogí de hombros.

—¿No estás al tanto de los detalles? Tendrías que estarlo, ya que tú…

No terminé la frase; Snaut callaba.

El murmullo de los climatizadores había cesado. La temperatura se mantenía a un nivel soportable, pero se oía aún un sonido agudo, como el agónico zumbido de una mosca.

Snaut dejó el sillón y fue a inclinarse sobre el tablero del transmisor. Movió las perillas, sin orden ni resultado, pues había dejado el interruptor en punto muerto. En eso se entretuvo un instante; luego observó, de espaldas:

— Habrá que cumplir las formalidades…

—¿Sí?

Snaut se volvió y me miró con hostilidad. Yo no había querido molestarlo, pero ignorando la partida que se jugaba, estaba obligado a mantenerme en una actitud de espera reticente.

La manzana de Adán le sobresalía a Snaut en el escote del jersey.

— Estuviste en la habitación de Gibarían — me acusó de pronto.

Lo miré tranquilamente.

—¡Estuviste allí! —repitió.

Amagué un movimiento de cabeza — Si insistes…

—¿Había alguien? — me preguntó.

Así que él la había visto, o al menos sabía que existía.

— Nadie… ¿Quién podía haber estado?

— Entonces ¿por qué no me dejaste entrar?

Le sonreí.

— Porque tuve miedo. Me acordé de tus advertencias. Cuando el picaporte se movió, lo retuve maqui-nalmente. ¿Por qué no dijiste que eras tú? Te hubiera dejado entrar.

— Creía que era Sartorius — respondió Snaut, con voz insegura.

—¿Y entonces?

Snaut replicó nuevamente con otra pregunta.

—¿Qué piensas tú? ¿Qué habrá pasado?

Titubeé.

— Tú tendrías que saberlo, mejor que yo… ¿dónde está?

— En la cámara fría. Lo transportamos en seguida, esta mañana.

—¿Donde lo encontraste?

— En el ropero.

—¿En el ropero? ¿Ya estaba muerto?

— El corazón le latía aún, pero ya no respiraba.

—¿Intentaste reanimarlo?

— No.

—¿Por qué?

— No tuve tiempo. Cuando lo acosté, estaba muerto.

—¿Estaba de pie en el guardarropa? ¿Entre esos trajes?

— Sí.

Snaut tomó una hoja de papel del escritorio rinconera y me lo tendió.

— He redactado un acta provisional… Después de todo, no me desagrada que hayas visto el cuarto. Causa del deceso, inyección de pernostal, dosis mortal. Aquí está escrito…

Recorrí con la vista la hoja de papel y murmuré:

— Suicidio… ¿Por qué razón?

— Perturbaciones nerviosas, depresión, llámalo como quieras… Tú entiendes de eso más que yo.

Yo había permanecido sentado; Snaut se erguía ante mí. Lo miré a los ojos, y le dije:

— Sólo sé lo que he comprobado yo mismo.

—¿Qué quieres decir? — me preguntó él con calma.

— Se inyectó pernostal y se escondió en el ropero, ¿no es así? En ese caso, no se trata de perturbaciones nerviosas ni de una crisis de depresión, sino de un estado muy grave, de una psicosis paranoica… — Hablando cada vez más lentamente y sin sacarle los ojos de encima, añadí:— Creía ver algo, sin duda.

Snaut volvió a jugar con las llaves del transmisor.

Al cabo de un instante, proseguí:

— Aquí veo tu firma. ¿Y la de Sartorius?

— Está en el laboratorio. Ya te lo dije. No viene por aquí. Supongo que…

—¿Qué?

— Que se ha encerrado.

—¿Que se ha encerrado? Ah, se ha encerrado… ¿Se habrá atrincherado acaso?

— Es posible.

— Snaut.. hay alguien en la Estación, alguien más.

Snaut había soltado las llaves y me miraba torciendo el cuerpo.

—¡Tú viste algo!

— Tú me pusiste en guardia. ¿Contra quién? ¿Contra qué? ¿Una alucinación?

—¿Qué viste tú?

—¿Un ser humano?

Snaut calló. Se había vuelto contra la pared, como para ocultarme el rostro. Golpeaba con las puntas de los dedos la chapa metálica. Le miré las manos. Ya no tenía rastros de sangre entre los dedos. Tuve un breve vahído.

En voz baja, casi en un soplo, como si le confiase un grave secreto, le dije a Snaut:

— No se trata de un espejismo sino de una criatura real, que uno puede… tocar, que uno puede… herir, y que tú has visto hoy mismo.

—¿Cómo lo sabes?

De cara a la pared, Snaut no se había movido; mis palabras lo alcanzaban por la espalda.

— Antes de mi llegada… muy poco antes de mi llegada, ¿no es cierto?

Snaut encogió el cuerpo, y me miró aterrorizado.

—¡Y tu! — Se le estrangulaba la voz. — ¿Quién eres tú?

Creí que iba a abalanzarse sobre mí. Yo no había esperado esa reacción. La situación me pareció grotesca. Snaut no creía que yo fuese quien pretendía ser. ¿Qué significaba eso? Me miraba cada vez más asustado. ¿Deliraba? ¿Lo habrían intoxicado las emanaciones mefíticas de la atmósfera? Todo era posible. Sí, y yo… yo la había visto, a la mujer, aquella criatura.. Entonces, ¿también yo?

—¿Quién es? — pregunté.

Estas palabras calmaron a Snaut. Por un instante, me escrutó con atención, como si todavía dudara de mí. Luego se dejó caer blandamente en el sillón y se tomó la cabeza entre las manos; antes de que él hubiera abierto la boca, yo ya sabía que no iba a responderme directamente.

— Estoy agotado — dijo en voz baja.

Repetí mi pregunta:

—¿Quién es?

— Si tú no lo sabes…

— Entonces ¿qué?

— Nada.

— Snaut… Estamos aislados, lejos de todo. ¡Pongamos las cartas sobre la mesa! Las cosas están ya bas-tante embrolladas.

—¿Qué quieres?

— Que me digas qué viste.

—¿Y tú? —me replicó, con desconfianza.

— Bueno, yo te responderé, y luego tú me responderás. Tranquilízate, no pensaré que estás loco…

—¿Loco? ¡Santo Dios! — Snaut intentó sonreír. — No has comprendido nada, absolutamente nada… A él nunca se le ocurrió que estuviera loco. Si se le hubiera ocurrido, estaría aún con vida.

— Por lo tanto tu acta, esa historia de perturbaciones nerviosas, es una mentira.

— Claro.

—¿Por qué no escribirla verdad?

—¿Por qué? —repitió él.

Siguió un largo silencio. No, decididamente, yo no entendía nada. Creía haberlo convencido de mi sinceridad, había imaginado que resolveríamos juntos el enigma. ¿Por qué entonces se rehusaba a hablar?

—¿Dónde están los robots?

— En los depósitos. Los encerramos a todos. Sólo dejamos en sus puestos al personal de recepción.

—¿Por qué?

Una vez más Snaut no contestó.

—¿No quieres hablar?

— No puedo.

Yo tenía la impresión de que Snaut se encontraba una y otra vez a punto de ceder, y que a último momento se echaba atrás. Quizá conviniera que yo subiese a ver a Sartorius. Recordé la carta y entendí entonces que era de una importancia capital.

—¿Piensan continuar los experimentos?

Snaut se encogió de hombros desdeñosamente.

—¿De qué serviría?

— Ah… Y entonces ¿de qué nos ocuparemos?

Snaut calló otra vez. Se oyó a los lejos un débil ruido de pasos: unos pies desnudos que golpeaban contra el suelo. Los ecos sordos de ese andar arrastrado resonaban extrañamente entre los instrumentos de níquel y plástico, entre los altos encofrados, atravesados por tubos de vidrio, que guardaban las complicadas instalaciones electrónicas.

No pude dominarme y me puse de pie. Escuchaba los pasos que se acercaban, y observaba a Snaut. Snaut entornaba los ojos, y no parecía asustado. ¿No tenía miedo, entonces?

—¿De dónde viene? — pregunté—. ¿No quieres decírmelo?

— No lo sé.

— Bueno.

El sonido de pasos se alejó y murió.

—¿No me crees? — dijo—. Te lo juro. No lo sé.

En silencio, abrí el armario de las escafandras y aparté los pesados trajes. En el fondo, como yo esperaba, colgaban las pistolas de gas para maniobrar en el vacío. Tomé una, verifiqué la carga, y me pasé la correa por encima del hombro. No era un arma propiamente dicha, pero yo no tenía nada mejor.

En el momento en que yo ajustaba la correa, Snaut tuvo una sonrisa socarrona, que descubrió unos dientes amarillos.

—¡Buena caza! — me dijo.

Me encaminé a la puerta.

— Gracias.

Snaut saltó del sillón.

—¡Kelvin!

Lo miré. Snaut ya no sonreía. Yo nunca había visto un rostro que mostrara tanto cansancio.

— Kelvin — balbuceó Snaut—. Yo… de veras, no puedo…

Esperé. Snaut movía los labios, pero no se oía ningún sonido. Di media vuelta y salí.

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