Los monstruos

La luz me arrancó del sueño en mitad de la noche. Envuelta en una sábana, con el cabello caído hacia adelante, Harey se había acurrucado a los pies de la cama. Le temblaban los hombros; lloraba en silencio.

Me senté, no del todo despierto, protegiéndome los ojos de la luz, anonadado aún por la pesadilla que me atormentara un momento antes. Harey seguía temblando, y le tendí los brazos. Me rechazó escondiendo la cara.

— Harey.

—¡No me hables!

—¡Harey! ¿qué ocurre?

Ella alzó el rostro húmedo y trémulo. Gruesas lágrimas, lágrimas de niño, le resbalaban por las mejillas, relucían en el hoyuelo del mentón, y goteaban sobre la sábana.

— Tú no me quieres.

—¿Qué estás diciendo?

— Oí.

Sentí que se me contraía la mandíbula.

—¿Qué oíste? No entendiste nada…

— Sí entendí, entendí muy bien, tú decías que no era yo. Querías que me fuera. Y yo me iría, de veras me iría, pero no puedo. No sé por qué. Intenté irme, y no pude. Soy tan cobarde.

— Vamos, por favor…

La tomé en mis brazos, la apreté contra mí. Sólo ella me importaba; nada más existía. Le besaba las manos, los dedos mojados por las lágrimas; le hablaba, le prometía una cosa y otra, le decía que ella había tenido un sueño estúpido, un sueño horrible. Poco a poco se calmó. Dejó de llorar. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, ojos de sonámbula.

— No — dijo—, cállate, no hables así, no es necesario. Ya no eres el mismo. — Quise protestar, pero ella continuó:— No, tú no me quieres. Lo comprendí hace tiempo. Fingí no darme cuenta. Pensé que todo era imaginaciones mías, pero no, has cambiado. No me tomas en serio. ¿Un sueño? Sí, es verdad, pero eras tú el que soñaba, y soñabas conmigo. Dijiste mi nombre con repulsión. ¿Por qué? ¿Por qué?

Me arrodillé, le abracé las piernas.

— Mi pequeña…

— No quiero que me hables así, ¿entiendes? No quiero. No soy tu pequeña, no soy una niña. Soy…

Rompió en sollozos y hundió el rostro en la almohada. Me levanté. Los ventiladores zumbaban quedamente. Tenía frío. Me eché sobre los hombros la bata de baño y me senté al lado de Harey. Le toqué el brazo:

— Escucha Harey. Te diré algo. Te diré la verdad.

Harey se incorporó, apoyándose en las manos. Le vi las venas que le palpitaban bajo la piel fina del cuello. Una vez más sentí que se me endurecía la mandíbula. E1 aire parecía todavía más frío, y no se me ocurría nada que decir.

—¿La verdad? — preguntó Harey—. ¿Palabra de honor?

Sentí un nudo en la garganta, y no pude contestarle. Palabra de honor, nuestra fórmula sagrada, la promesa incondicional. Así sellado el juramento, ninguno de nosotros se atrevía a mentir, y aun a ocultar algo. Recordé la época en que un excesivo afán de sinceridad nos atormentaba día y noche, convencidos de que esa búsqueda ingenua de la verdad preservaría nuestra unión.,

— Palabra de honor. Harey… — Ella esperaba. — Tú también, Harey, tú también has cambiado. Todos cambiamos. Pero no es esto lo que quería decirte. Por una razón que ninguno de los dos conoce exactamente, parece que… no puedes dejarme. Y eso me viene bien, porque yo tampoco puedo dejarte…

— No, Kris, tú no has cambiado. Soy yo, soy yo — murmuró—. Algo no anda bien. Quizá tenga relación con el accidente.

Miró el rectángulo negro y vacío de la puerta. En la noche anterior yo había llevado los restos al depósito. Había que instalar una puerta nueva.

Inclinándome sobre Harey, le pregunté:

—¿Duermes alguna vez?

— No sé.

—¿Cómo no sabes?

— Tengo sueños… no sé si son verdaderos sueños. A lo mejor estoy enferma. Me quedo acostada, así, y pienso, y…

Se estremeció.

Le pregunté en voz muy baja:

—¿Qué?

— Tengo pensamientos extraños. No sé de dónde me vienen.

—¿Qué pensamientos?

Traté de mantenerme sereno, y esperé la respuesta de Harey como si estuviese esperando un golpe.

Desamparada, sacudió la cabeza.

— Son pensamientos… — Hizo una pausa, sacudiendo la cabeza.—.. están alrededor de mi…

— No entiendo.

— Tengo la impresión de que no están en mí, sino más lejos. No puedo explicártelo, no encuentro palabras…

La interrumpí, casi a mi pesar.

— Tienen que ser sueños… — Recobré el aliento y continué:— Ahora, vamos a apagar la luz, y hasta mañana se acabaron los problemas. Mañana por la mañana, si quieres, inventaremos otros nuevos, ¿de acuerdo?

Harey apretó el obturador; la oscuridad cayó entre nosotros. Me tendí en la cama; un aliento cálido se acercaba a mí.

La estreché entre mis brazos; ella murmuró:

—¡Más fuerte! — Y al cabo de un rato — ¡Kris!

—¿Qué?

— Te amo.

Estuve a punto de gritar.

La mañana era roja. El disco abotagado del sol trepaba por el horizonte.

Una carta me esperaba, en el umbral; la abrí. Oía a Harey, que tarareaba en el cuarto de baño. De vez en cuando asomaba la cabeza y yo le veía la cara, oculta a medias por los cabellos mojados.

Fui hasta la ventana y leí:

Kelvin, la cosa se pone en marcha. Sartorius ha pensado que si recurriéramos a ciertas formas de energía lograríamos desestabilizar las estructuras de neutrinos. Querría examinar cierta cantidad de plasma F en órbita. Propone que hagas un vuelo de reconocimiento y que lleves plasma en la cápsula. La decisión es cosa tuya, pero tenme al corriente. Yo no tengo opinión. Me parece que ya no tengo nada. Si prefiero que aceptes, es porque al menos tendremos la impresión de estar dando un paso adelante. Si no, no nos queda otra cosa que envidiar a G.

Tu Rata Vieja.

P.S. No entres en la cabina de radio; eso es todo lo que te pido. Puedes telefonear.

Se me encogió el corazón leyendo esta carta. La repasé atentamente una vez más, luego la rompí y arrojé los trocitos de papel en el fregadero.

Busqué un traje de vuelo para Harey. Repetí los movimientos de la comedia abominable que había imaginado el otro día. Pero Harey no recordaba nada. Cuando le dije que debía partir en viaje de reconocimiento y le propuse acompañarme, se alegró mucho.

Hicimos un alto en la cocina, juntos preparamos el desayuno — Harey comió muy poco— y luego fuimos a la biblioteca.

Antes de cumplir la misión que Sartorius había sugerido, yo quería echar un vistazo a la literatura que trataba de los campos magnéticos y las estructuras de neutrinos. Sin saber aún cómo, había decidido examinar paso a paso las actividades del eminente físico. Evidentemente, me decía, cuando el desestabilizador de neutrinos estuviese a punto, yo no impediría que Snaut y Sartorius « se liberaran »; podía llevar conmigo a Harey y esperaríamos el fin de la operación en algún lugar exterior: en la cabina de un vehículo volante. Yo estaba trabajando con la bibliotecaria automática, que respondía a mis operaciones eyectando una ficha donde se leía la lacónica inscripción « Falta en el catálogo », o amenazaba ahogarme bajo una catarata de obras de física especializada. Sin embargo, yo no tenía ganas de abandonar la vasta sala circular; me sentía a mis anchas entre esas hileras de cajones repletos de microfilms y de cintas grabadas. Situada en el centro mismo de la Estación, la biblioteca no tenía ventanas; era el sitio más aislado en el gran caparazón de acero, y yo me sentía relajado, pese al fracaso manifiesto de mis búsquedas.

Errando a través del inmenso salón, me detuve de pronto ante una estantería que llegaba al cielo raso y cuyos anaqueles soportaban el peso de unos seiscientos volúmenes, todos los clásicos referidos a Solaris, comenzando por los nueve tomos de la monografía monumental y ya relativamente anticuada de Giese. No se trataba por cierto de un despliegue ostentoso, muy improbable aquí, sino de un homenaje respetuoso en memoria de los precursores. Saqué los pesados volúmenes de Giese, y sentándome en el brazo de un sillón me puse a hojearlos. También Harey había encontrado material de lectura; por encima de su hombro descifré algunas líneas. Había elegido uno de los numerosos libros traídos por la primera expedición, El cocinero interplanetario,volumen que tal vez hubiera pertenecido a Giese. Harey estudiaba con atención las recetas de cocina adaptadas a las condiciones severas de la cosmonáutica; no dije nada y volví a la estimable obra que tenía en las rodillas: Solaris. Diez años de exploraciónhabía aparecido en la colección Solariana,tomos 4 a 13; la numeración de los últimos volúmenes tenía ya cuatro cifras.

Giese carecía de lirismo; empero, en el estudio de Solaris, un punto de vista lírico es inconveniente. La imaginación y las hipótesis prematuras son particularmente nefastas cuando se trata de un planeta en el que todo al fin resulta posible. Es muy cierto que la descripción inverosímil de las metamorfosis « plasmáticas » del océano quizá traduzca fielmente los fenómenos observados, aun cuando esa descripción sea inverificable, pues el océano rara vez se repite. El carácter extraño, el gigantismo de estos fenómenos deja estupefacto a quien los observa por primera vez; fenómenos análogos serían considerados un simple « capricho de la naturaleza », una manifestación accidental de fuerzas ciegas, si se las observase en escala reducida, en un cenagal. En suma, el genio y el espíritu mediocre quedan perplejos por igual ante la diversidad inagotable de las formaciones solaristas: ningún hombre se ha familiarizado realmente con los fenómenos del océano vivo. Giese no era un espíritu mediocre, ni tampoco un genio. Era un clasificador pedante, uno de esos hombres a quienes una compulsiva dedicación al trabajo preserva de las presiones de la vida cotidiana. La terminología de Giese era relativamente común, completada con términos inventados por él, insuficientes y hasta poco afortunados. Pero ha, de admitirse que ningún sistema semántico de los conocidos hasta ahora podría describir la conducta del océano. Los « árboles-montaña », los « lon-gus », los « fungoides », los « mimoides », las « simetríadas » y « asimetriadas », las « vertébridas » y los « agilus », son términos lingüísticamente bastardos, pero alcanzan a dar una idea de Solaris a quien haya visto el planeta sólo en fotografías borrosas y películas incompletas. En realidad, nuestro escrupuloso clasificador ha pecado más de una vez por imprudencia, sacando conclusiones prematuras. Los hombres están siempre emitiendo hipótesis, aunque desconfíen de ellas. Giese, que se creía a salvo de la tentación, consideraba que los « longus » entraban en la categoría de formas básicas; los comparaba a acumulaciones de olas gigantescas, similares a las mareas de los océanos terrestres. En la primera edición de su obra puede descubrirse que en un principio los llamó « mareas », inspirado por un geocentrismo que podríamos considerar divertido, si no traicionara explícitamente el dilema de Giese. Ha de precisarse que las dimensiones de los « longus » superan a las del gran cañón del Colorado, y que estos fenómenos ocurren en una materia que en la superficie parece un coloide espumoso (durante esta fantástica « fermentación » la espuma se solidifica en festones de encaje almidonado de mallas enormes; algunos expertos hablan de « tumores osificados »), mientras que abajo la sustancia se vuelve cada vez más firme, como un músculo tenso, un músculo que a unos quince metros de profundidad es duro como roca, y no obstante flexible. El « longus » propiamente dicho parece ser una creación independiente, se extiende a lo largo de varios kilómetros entre paredes membranosas distendidas donde asoman « excrecencias osificadas ». Giese comparó al « longus » con una pitón colosal que luego de haber devorado una montaña, la digiere en silencio, imprimiendo de vez en cuando a su cuerpo reptante un lento movimiento de vibración. El « longus » presenta esa apariencia de reptil letárgico sólo cuando se lo observa desde muy arriba. Cuando uno se acerca, y las dos « paredes de cañón » se alzan en varios centenares de metros por encima del aparato volante, se advierte que ese cilindro inflado, que va de horizonte a horizonte, está animado de un movimiento vertiginoso. Se observa en primer término la rotación continua de una materia oleosa de color verde gris, que refleja la enceguecedora luz del sol; pero si el aparato continúa descendiendo hasta casi tocar el « dorso del reptil » (las aristas del « cañón » que albergan al « longus » se asemejan entonces a las crestas de una falla geológica), se comprueba que el movimiento es mucho más complicado: remolinos concéntricos, donde se entrecruzan corrientes más oscuras.

A veces, ese « manto » se convierte en una corteza lustrosa que refleja el cielo y las nubes, y es acribillada luego por las erupciones detonantes de los gases y fluidos internos. El observador advierte poco a poco que está mirando un centro de fuerzas de donde se alzan al cielo las dos vertientes gelatinosas, que luego cristalizan lentamente. La ciencia, no obstante, no acepta las evidencias sin pruebas y unas discusiones virulentas se sucedieron durante años. El tema principal: la sucesión de los fenómenos en el seno de esos « longus » que surcan por millones las inmensidades del océano vivo.

Se atribuyeron a estos « longus » distintas funciones orgánicas; según unos transformaban la materia; otros descubrían procesos respiratorios; otros llegaban a sugerir que por allí pasaban las materias alimenticias. El polvo de las bibliotecas ha sepultado el repertorio infinito de las suposiciones. Experiencias fastidiosas, a veces peligrosas, eliminaron todas las hipótesis. Hoy sólo se habla de los « longus » como formaciones relativamente simples y que se mantienen estables varias semanas, particularidad excepcional entre los fenómenos observados en el planeta.

Los « mimoides » son formaciones notablemente más complejas y extrañas, y provocan en el observador una reacción más vehemente, instintiva. No es exagerado decir que Giese se había enamorado de los « mimoides » a los que no tardó en consagrarse por entero. Hasta el fin de sus días los estudió, los describió, y trabajó tratando de definirlos. E1 nombre que dio a estos fenómenos indica la característica más asombrosa; la imitación de los objetos, cercanos o distantes, exteriores al océano.

Oculto al principio bajo la superficie del océano, aparece un día un gran disco aplanado, desflecado y como impregnado en alquitrán. Al cabo de unas horas, el disco empieza a descomponerse en hojas, que se elevan lentamente. El observador cree entonces asistir a una lucha mortal: olas poderosas acuden de todas partes en filas apretadas, parecidas a bocas convulsivas que se abren y cierran con avidez alrededor de ese hojaldre desmenuzado y vacilante, y se hunden luego en los abismos. Cada vez que un anillo de olas rompe y se hunde, la caída de esta masa de centenares de miles de toneladas va acompañada un instante de un gruñido viscoso, de un trueno ensordecedor.

El hojaldre bituminoso es empujado hacia abajo, zamarreado, desmembrado; a cada nuevo ataque, unos fragmentos circulares se dispersan y planean como alas ondulantes y lánguidas bajo la superficie del océano; se transforman en racimos piriformes, en largos collares, se fusionan entre sí y vuelven a subir, arrastrando fragmentos grumosos de la base del disco primitivo, mientras alrededor las olas continúan lamiendo los flancos de un cráter que se dilata. El fenómeno puede durar un día, puede arrastrarse un mes, y algunas veces no tiene secuelas. El concienzudo Giese había dado a esta primera variante el nombre de « mimoide abortado », pues tenía la convicción de que estos cataclismos estaban encaminados a un fin último, el « mimoide mayor », colonia de pólipos (que excedía en magnitud la superficie de una ciudad), pálidas excrecencias afectadas a la imitación de formas exteriores. Uyvens, por el contrario, opinaba que esta última fase era una degeneración, una necrosis; según él, la aparición de las « copias » correspondía a una pérdida localizada de las fuerzas propias del océano, que ya no dominaba las creaciones originales.

Giese, sin embargo, insistió en ver las diferentes fases del proceso como un continuo avance hacia la perfección. Esta obstinación era rara y exhibía una extraña seguridad. Giese era un hombre por lo general prudente y mesurado. Cuando insinuaba alguna mínima hipótesis respecto de las otras creaciones del océano, era tan intrépido como una hormiga que se arrastra por un glaciar.

Visto desde lo alto, el mimoide parece una ciudad; una ilusión provocada por nuestra necesidad de establecer analogías con lo que ya conocemos. Cuando el cielo está claro, una masa de aire recalentado y vibrante recubre las estructuras flexibles del racimo de pólipos coronados por empalizadas membranosas. La primera nube que atraviesa el cielo purpúreo, o de una blancura siniestra, despierta al mimoide. En todas las excrecencias asoman de pronto nuevos brotes; luego, la masa de pólipos emite un grueso tegumento, que se dilata, se achica, cambia de color, y al cabo de unos pocos minutos imita a la perfección las volutas de una nube. El enorme « objeto » proyecta una sombra rojiza sobre el mimoide, cuyas cúspides se doblan acercándose, siempre en sentido contrario al movimiento de la nube real. Estoy seguro de que Giese hubiera dado la mano derecha a cambio de entender la conducta de los mimoides. Pero estas producciones « aisladas » no son nada comparadas con la frenética actividad que exhibe el mimoide cuando es « estimulado » por objetos de origen humano.

El proceso de reproducción abarca todos los objetos que se encuentren dentro de un radio de doce a quince kilómetros. Comúnmente el modelo es una ampliación del original, y a veces las formas son apenas aproximadas. En la reproducción de las máquinas, sobre todo, las simplificaciones son a menudo grotescas, verdaderas caricaturas. La materia de la copia es siempre ese tegumento incoloro, que se cierne sobre las protuberancias, unido a la base por unos tenues cordones umbilicales, y que se desliza y arrastra, que se repliega, se estira o se infla, y adopta al fin las formas más complicadas. Un aparato volante, un enrejado o un mástil son reproducidos con idéntica rapidez. El hombre, empero, no estimula al mimoide, que en verdad no reacciona a ninguna materia viva, y nunca ha copiado, por ejemplo, las plantas traídas con fines experimentales. En cambio, el mimoide reproduce inmediatamente un maniquí, una muñeca, la talla de un perro o un árbol esculpida en cualquier material.

Aquí es necesario señalar que la « obediencia » del mimoide no ha de entenderse como un testimonio de « buena voluntad ». El mimoide más evolucionado tiene días de pereza, lentos o de pulsaciones débiles. Esa « pulsación » no es evidente a simple vista, y fue descubierta mientras se proyectaba un film sobre los mimoides en cámara rápida, pues cada movimiento de flujo y reflujo se prolonga a lo largo de dos horas.

Durante esos « días de pereza », se puede explorar fácilmente al mimoide, sobre todo si es viejo, pues la base anclada en el océano, y las protuberancias de esa base, son relativamente sólidas y proporcionan al hombre un apoyo seguro.

En realidad, también es posible permanecer dentro del mimoide en los « días de actividad », pero entonces un polvo coloidal blanquecino que brota continuamente por las fisuras del tegumento superior imposibilita toda observación. Además, las formas que adopta el tegumento son siempre de tamaño gigantesco, y no es posible reconocerlas de cerca: la « copia » más pequeña tiene las dimensiones de una montaña. Por otra parte, una espesa capa de nieve coloidal cubre rápidamente la base del mimoide; ese tapiz esponjoso sólo se endurece al cabo de unas horas (la corteza « congelada », aunque de un material mucho más ligero que la piedra pómez, soportará con facilidad el peso de un hombre). En definitiva, sin equipo apropiado, se corre el riesgo de extraviarse en el laberinto de estructuras agrietadas y nudosas, que de pronto recuerdan unas columnatas apretadas, de pronto unos geiseres fosilizados. Aun en pleno día es fácil perder el rumbo, pues los rayos del sol no atraviesan el techo blanco proyectado a la atmósfera por « explosiones imitativas ».

En los días faustos (tanto para el sabio como para el mimoide), el espectáculo es inolvidable. En esos días de hiperproducción, se manifiestan en el mimoide extraordinarios « impulsos creativos ». Sobre el tema de un objeto determinado desarrolla durante horas variantes complicadas, « prolongaciones formales », para alegría del artista no figurativo y desesperación del sabio, que no alcanza a distinguir el significado del proceso. El mimoide cae a veces en simplificaciones « pueriles », pero tiene también « desviaciones barrocas », de magnífica extravagancia. Los mimoides viejos, en particular, producen formas muy cómicas. Mirando las fotografías, sin embargo, nunca tuve deseos de reírme; el enigma es demasiado perturbador.

Durante los primeros años de exploración, los investigadores se abalanzaron literalmente sobre los mimoides que fueron llamados ventanas abiertas al océano, pues facilitarían el anhelado contacto de dos civilizaciones. Pronto se reconoció de mala gana que no había tal contacto, que todo se limitaba a una reproducción de formas; el estudio de los mimoides no llevaba a ninguna parte.

Cediendo a la tentación de un antropomorfismo o un zoomorfismo latentes, numerosos sabios, Maartens y Ekkonai entre ellos, los definieron como « órganos sensorios » y hasta como « miembros »: las « vertébridas » y los « agilus » de Giese. Pero si las protuberancias oceánicas que se elevan hasta una altura de cinco kilómetros son « miembros », se podría sostener con parecidas razones que los terremotos son la « gimnasia » de la corteza terrestre.

E1 repertorio de las formaciones que se producen regularmente en la superficie del océano vivo, y que es posible observar por decenas, y hasta por centenas, en el curso de veinticuatro horas, ocupa trescientos capítulos de la obra de Giese. Las simetríadas — según la terminología de la escuela de Giese— son las formaciones menos « humanas », y no tienen ninguna semejanza con cosas terrestres. En la época en que se emprendió el estudio de las simetríadas, se sabía ya que el océano no era agresivo y que esos torbellinos plasmáticos no devorarían a nadie que no fuese imprudente e irreflexivo en extremo (excluyendo, claro está, los accidentes mecánicos).

En efecto, se puede volar de lado a lado y sin mayor peligro por el cuerpo cilíndrico de los longus o la columna de las vertébrídas que se bambolean entre las nubes, pues en la atmósfera solarista el plasma se retira a la velocidad del sonido para dar paso al cuerpo extraño; túneles profundos se abren incluso bajo la superficie del océano (con un prodigioso consumo de energía: Skriabine la estima en 1019 ergos). No obstante, la exploración de las simetríadas se inició con mucha prudencia, evitando incursiones temerarias y multiplicando las precauciones — a menudo inútiles—. Todos los niños de la Tierra han oído hablar de estos pioneros que se aventuraron en los abismos de una simetríada.

La apariencia de esas formaciones enormes.puede inspirar pesadillas, pero el verdadero peligro es otro: nada hay en el interior de una simetríada que pueda considerarse estable o seguro; hasta las leyes físicas no tienen ahí validez. Los exploradores de las simetríadas — conviene señalarlo— son quienes han sostenido con mayor convicción la tesis de que el océano vivo está dotado de inteligencia.

Las simetríadas aparecen de súbito, como una erupción volcánica. Una hora antes de la « erupción », el océano vitrificado en una extensión de decenas de kilómetros cuadrados empieza a brillar. Sin embargo, se mantiene fluido, y el ritmo de las olas no varía. A veces, ese fenómeno de vitrificación se produce alrededor del embudo dejado por un agilus. Al cabo de una hora, la envoltura brillante del océano se eleva como una burbuja monstruosa, reflejando el firmamento, el sol, las nubes y todo el horizonte, en un abanico de imágenes variadas y cambiantes. La luz refractada es como una calidoscópica fuente de color.

Los efectos de luz sobre una simetríada son especialmente notables en el día azul y a la puesta del sol rojo. Parece entonces que el planeta diera nacimiento a un doble, que de un instante a otro aumenta de volumen. Y de pronto, el polo superior de lo que es ahora un inmenso globo incandescente estalla y se abre, y en la simetríada aparece una grieta vertical; no se trata, sin embargo, de una desintegración. Esta segunda fase, llamada « fase del cáliz floral », dura unos pocos segundos. Los membranosos arcos de bóveda que subían al cielo se repliegan en el interior y se fusionan en un tronco grueso, que encierra una actividad multitudinaria. En el centro de este tronco — explorado por primera vez por los setenta miembros de la expedición Hamalei— un proceso gigantesco de policristalización levanta un eje, llamado comúnmente « columna vertebral », término que no parece adecuado.

La arquitectura vertiginosa de este pilar central es sostenida in statu nascendipor fustes verticales, de una consistencia gelatinosa, casi líquida, que brotan continuamente de grietas desmesuradas. Entre tanto, un cinturón de espuma nevosa y burbujeante envuelve al coloso, y todo el proceso está acompañado por un rugido sordo y constante. Desde el centro hacia la periferia los poderosos pilares giran recubriéndose de un material dúctil que viene de las profundidades del mar. Simultáneamente, los geiseres gelatinosos se transforman en columnas móviles provistas de tentáculos que se elevan en racimos hacia puntos rigurosamente determinados por la dinámica general de la estructura. Estas prolongaciones recuerdan las branquias de un embrión, pero giran a una asombrosa velocidad y rezuman hilos de « sangre » rosada y una secreción verdinegra.

Desde este momento, la simetríada comienza a exhibir su característica más extraordinaria: la facultad de ilustrar, y a veces negar, ciertas leyes físicas. (Recordemos que no hay dos simetríadas idénticas y que la geometría de cada una es siempre una « invención » única.) El interior de la simetríada se dedica a fabricar lo que algunos llaman « máquinas monumentales », aunque en nada se parecen a las máquinas construidas por el hombre; pero como se trata de una actividad con fines limitados, es en cierto modo una actividad « mecánica ».

Cuando los geiseres abisales se han solidificado en columnas, o en galerías y pasadizos que corren en todas direcciones, cuando las « membranas » cristalinas se ordenan en una figura inextricable de gradas, paneles y bóvedas, la simetríada justifica su nombre, pues la totalidad de la estructura se divide en dos partes absolutamente iguales.

Al cabo de veinte o treinta minutos el eje se ha inclinado en un ángulo de ocho a doce grados, y el gigante comienza a descender. (Las simetríadas son de distintos tamaños, pero aun las más pequeñas, y con la base ya sumergida, alcanzan una altura de unos ochocientos metros, y son visibles a varios kilómetros de distancia.) Luego, el cuerpo macizo se estabiliza poco a poco — el eje se endereza— y la simetríada, parcialmente sumergida, se inmoviliza al fin. Entonces es posible explorarla sin peligro, introduciéndose por uno de los numerosos sifones que atraviesan la bóveda, cerca de la cúspide. La simetríada completa parece ser el modelo tridimensional de una ecuación trascendente.

Es sabido que el lenguaje figurado de la geometría superior puede representar cualquier ecuación. La simetríada, desde este punto de vista, está emparentada con los conos de Lobatchevsky y las curvas negativas de Ríemann, aunque la relación es bastante imprecisa, dada la complejidad inimaginable del fenómeno. Bajo la forma de un volumen de varios kilómetros cúbicos, la simetríada puede entenderse como el desarrollo de todo un sistema matemático; en realidad, un desarrollo tetradimensional, pues los términos fundamentales de las ecuaciones se expresan asimismo en el tiempo, en modificaciones temporales.

Parece obvio suponer que la simetríada sería la computadora del océano vivo, una representación en el espacio — y en la escala del océano— de operaciones matemáticas ininteligibles, pero hoy ya nadie admite esta idea de Fermont. La hipótesis era por cierto tentadora; no obstante, el concepto de un océano empeñado en examinar los problemas de la materia, del cosmos y de la existencia, resultó insostenible. Mediante erupciones titánicas, la sustancia oceánica sería la expresión infinitamente compleja de un análisis superior. Fenómenos múltiples contradicen esta concepción demasiado simple (de una ingenuidad pueril, según algunos).

Hubo por cierto intentos de describir la simetríada, mediante alguna trasposición o « ilustración ». La demostración de Awerian conoció un éxito no desdeñable. Imaginemos, decía, un edificio babilónico, pero construido con una sustancia viva, sensible y capaz de evolucionar; la arquitectura de este edificio pasa por una serie de fases, y veremos cómo adopta las formas de un edificio griego, y luego romano; las columnas brotan como tallos, se adelgazan; la bóveda se aligera, se eleva, se curva; los arcos describen de pronto una parábola y se rompen convirtiéndose en flechas. Ha nacido el gótico, el tiempo huye y aparecen otras formas; la austeridad se descompone en líneas y formas explosivas: la exuberancia del barroco; si la progresión continúa — entendiendo siempre que las mutaciones sucesivas son como etapas en la vida de un organismo— llegamos al fin a la arquitectura de la época cósmica, y quizá a entender de algún modo qué es una simetríada.

Sin embargo, aunque esta analogía fuera ampliada y mejorada (se intentó visualizarla con la ayuda de maquetas y films), continúa siendo endeble y superficial; en realidad es evasiva, ilusoria, y elude lo más importante: la simetríada no se parece a nada que se haya visto alguna vez en la Tierra…

La mente humana no puede absorber sino pocas cosas a la vez; vemos sólo lo que ocurre ante nosotros, aquí y ahora; no podemos concebir simultáneamente una sucesión de procesos, ni siquiera procesos concurrentes o complementarios. Nuestras facultades de percepción son también limitadas, aun ante fenómenos relativamente simples. E1 destino de un hombre puede estar henchido de significado; el de algunos centenares no tanto; pero la historia de miles y millones de hombres nada significa, en el sentido literal del término. La simetríada es un millón, no, mil millones, elevados a la n potencia: lo incomprensible. Exploramos unos vastos recintos — cada uno con una capacidad de diez unidades de Kronecker—, nos arrastramos como hormigas, aferrados a las grietas de las bóvedas, observando el inmenso despliegue; opalescencias grises a la luz de nuestros proyectores, cúpulas leves que se entrecruzan y equilibran infaliblemente, perfección de un instante, pues todo aquí pasa y se extingue. La esencia de esta arquitectura es un movimiento sincronizado y orientado hacia una meta precisa. Nosotros no observamos sino un fragmento del proceso, la vibración de una sola cuerda en una orquesta sinfónica de supergigantes; sabemos — y nos parece inconcebible— que arriba y abajo, en abismos vertiginosos, más allá de los límites de la percepción y la imaginación, millares y millones de transformaciones operan simultáneamente, ligadas entre sí como en un contrapunto matemático. Alguien ha hablado de sinfonía geométrica; pero no tenemos oídos para ese concierto.

Sólo desde muy lejos podría verse algo; pero en realidad todo pasa en el interior de la simetríada; matriz colosal y prolífera que nunca deja de crear, donde la criatura se transforma en seguida en creador, y « gemelos » perfectamente idénticos nacen en las antípodas, separados por torres que suben al cielo y kilómetros de distancia. La sinfonía se crea a sí misma y escribe su propio final, que nos parece terrible. Los observadores tienen la impresión de asistir a una tragedia, o a una masacre. Al cabo de dos o tres horas — nunca más— el océano vivo inicia el ataque. La superficie lisa del océano se pliega y se anima, la espuma desecada vuelve a fluir, comienza a burbujear. De todos los horizontes acuden, olas, en legiones concéntricas, mandíbulas entreabiertas mucho más grandes que los labios del mimoide embriónico, y todas » juntas comprimen la base sumergida de la simetríada. E1 coloso se alza, como si fuera a escapar a la atracción del planeta; las capas superiores del océano se arriman todavía más, las olas suben, lamen los flancos de la simetríada, la envuelven, se endurecen, obstruyen los orificios. No obstante, el mayor espectáculo se presenta en el interior de la simetríada. En un principio, el proceso de creación — la arquitectura evolutiva— se paraliza un instante; en seguida sobreviene « el pánico ». La flexible interpenetración de las formas móviles, el desplazamiento armonioso de planos y líneas se aceleran todavía más, y se tiene la impresión ineludible de que la simetríada ha advertido un peligro y se apresura a emprender alguna tarea. E1 horror causado por las metamorfosis y la dinámica de la simetríada crece viendo cómo las espléndidas bóvedas se derrumban, los arcos se desploman y cuelgan flojamente, y aparecen « notas falsas »: formas incompletas, confusas, grotescas. Desde los abismos invisibles sube un poderoso rugido, un ronquido agónico reverbera en canales estrechos y truena en las cúpulas desmoronadas. De las gargantas monstruosas, erizadas de estalactitas de flema, de cuerdas vocales inertes, brotan unos profundos estertores. El espectador, pese a la creciente violencia destructiva de estas convulsiones, no atina a moverse. Sólo el huracán que sopla de los abismos y aúlla en millares de galerías sostiene aún la elevada estructura. Pronto el viento amaina, y la construcción empieza a hundirse. Se observan los últimos temblores: contorsiones, espasmos ciegos y desordenados. E1 gigante se hunde lentamente y en la superficie queda un torbellino de espuma.

¿Qué significa todo esto?

Recordé un incidente, de la época en que yo era asistente de Gibarían. Un grupo de escolares que visitaba el Instituto Solarista en Aden había llegado a la sala principal de la biblioteca y observaba las cajas de microfilms que se apilaban en toda la mitad izquierda del recinto. Se les explicó que entre otros fenómenos inmortalizados por la imagen había allí fragmentos de simetríadas desaparecidas hacía mucho tiempo; no fotografías aisladas sino bobinas enteras, ¡más de noventa mil!

Una chiquilla regordeta, de unos quince años, miró resueltamente por encima de las gafas y preguntó:

« ¿Y para qué son? »

Siguió un embarazoso silencio. La maestra le echó a la niña una mirada severa, y entre los solaristas que actuaban como guías (yo era uno de ellos) nadie pudo responder. Cada simetríada es única, y los fenómenos que sobrevienen en el interior parecen en general imprevisibles. Algunas veces no hay ningún sonido. A veces el índice de refracción aumenta o disminuye. Otras, un cambio local en la gravitación acompaña a las pulsaciones, como si el corazón de la simetríada latiera gravitando. A veces, las brújulas de los observadores se ponen a girar, unas capas ionizadas aparecen y desaparecen… El catálogo podría continuar indefinidamente. Por otra parte, si un día llegamos a resolver el misterio de las simetríadas, ¡aun restarían las asimetríadas!

Las asimetríadas nacen como las simetríadas, pero terminan de un modo distinto. Exteriormente sólo se observan estremecimientos, vibraciones y centelleos; sabemos sin embargo que en el interior de una asi-metríada los procesos se desarrollan a una velocidad que desafía las leyes físicas; son los llamados « fenómenos cuánticos gigantes ». La analogía matemática con ciertos modelos tridimensionales del átomo es tan inestable y fugaz que algunos observadores la desechan considerándola de interés secundario, o meramente accidental. Las asimetríadas son de vida corta, quince o veinte minutos, y el fin es aún más desconcertante que en una simetríada. Junto con el viento aullador que sopla en la asimetríada, un fluido espeso brota y gorgotea cubriéndolo todo con una ebullición de espuma; en seguida una explosión, acompañada por una erupción fangosa, proyecta al aire una columna de escombros que caen en una lluvia turbia sobre el océano agitado. Estos escombros aparecen a veces a decenas de kilómetros del foco de la explosión; parecen copos consumidos, amarillentos, aplastados, cartilaginosos.

Otras creaciones más raras, difíciles de observar y de variable duración se desarrollan completamente fuera del océano. Los primeros vestigios de estos « independientes » fueron identificados — erróneamente se demostró luego— como restos de unas criaturas que habitaban en las profundidades abisales. Estas formas autónomas recuerdan en general a pájaros de muchas alas, que huyen de las trompas móviles de los agilus; pero las preconcepciones terrestres no ayudan a dilucidar los misterios de Solaris. Alguna vez, aparición excepcional en la ribera rocosa de una isla, se observan extraños cuerpos, parecidos a focas, que se revuelcan al sol o se arrastran perezosamente de vuelta al océano.

No se salía del círculo de la experiencia humana. En cuanto a un primer contacto…

Los exploradores recorrían centenares de kilómetros en las profundidades de las simetríadas, instalando aparatos grabadores y cámaras automáticas. Los satélites artificiales captaban el nacimiento de los mi-moides y los longus, reproduciendo fielmente imágenes de crecimiento y destrucción. Las bibliotecas desbordaban, los archivos se acrecentaban, y el precio pagado por toda esta documentación fue a menudo oneroso.

Una catástrofe tristemente célebre costó la vida de ciento seis personas, entre ellas el propio Giese, que a la sazón contaba sesenta años; la expedición estudiaba una simetríada perfectamente caracterizada, que fue destruida de improviso en un proceso propio de las asimetríadas. En dos segundos, una erupción de barro gelatinoso engulló a setenta y nueve hombres, con máquinas y aparatos; otros veintisiete hombres que observaban la zona desde aviones y helicópteros, también fueron arrastrados al abismo. El lugar de la catástrofe, en la intersección del paralelo 42 y el meridiano 89, lleva desde entonces el nombre de Erupción de los Ciento Seis. Pero sólo los mapas conservan el recuerdo de este cataclismo, del que no queda en el océano ningún rastro.

A raíz de la Erupción de los Ciento Seis, y por vez primera en la historia de los estudios solaristas, hubo varios petitorios que exigieron un ataque termonuclear contra el océano. Esta respuesta hubiese sido más cruel que una venganza: se pretendía destruir algo que no entendíamos. A pesar de que nunca se lo reconoció oficialmente, es probable que el ultimátum de Tsanken influyera sobre el resultado negativo del voto. Tsanken estaba al mando del equipo de reserva de Giese, y un error de transmisión le había salvado la vida; había volado sin rumbo por encima del océano y llegó a las cercanías de la catástrofe — donde aún se veía la nube negra fungiforme— pocos minutos después de la explosión.

Cuando se enteró del proyecto de ataque nuclear, amenazó con volar la Estación, junto con los diecinueve sobrevivientes.

Hoy no somos más que tres en la Estación. Supervisada por satélites, la edificación de la Estación ha sido una hazaña técnica que puede enorgullecer a los hombres; pero el océano, en pocos segundos, levanta estructuras infinitamente más notables. La Estación es un disco de cien metros de radio; hay cuatro niveles en el centro y dos niveles en el contorno; gravitadores encargados de compensar las fuerzas de atracción la mantienen a una altura de entre quinientos y mil metros por encima del océano. Además de todos los aparatos de que disponen las estaciones ordinarias y los grandes sateloides de los otros planetas, la Estación Solaris está equipada con radares especiales, sensibles al más mínimo cambio en la superficie del océano, y conectados a un circuito energético auxiliar capaz de llevar el disco de acero a la estratosfera, en cuanto aparecen los signos precursores de una nueva construcción plasmática.

Pero hoy, no obstante la presencia de nuestros fieles « visitantes », la Estación estaba singularmente despoblada. Desde que los robots fueran encerrados en los depósitos del nivel inferior — por una razón que yo ignoraba aún—, uno podía ir de un lado a otro por las cubiertas de este buque fantasma sin tropezarse con nadie; la tripulación había desaparecido y las máquinas continuaban funcionando.

Cuando devolví a su estante el noveno volumen de la monografía de Giese, me pareció que el suelo de acero, revestido de plástico, había vibrado bajo mis pies. Me detuve un momento, pero la vibración no se repitió. Como la biblioteca estaba completamente aislada de las otras salas, esa vibración sólo podía tener un origen: la partida de un cohete. Este pensamiento me devolvió a la realidad. Todavía no me había decidido a dejar la Estación, como lo deseaba Sartorius. Simulando aprobar el plan, ya estaba postergando la iniciación de las hostilidades, pues había decidido salvar a Harey. ¿Pero tenía Sartorius alguna posibilidad de éxito? De cualquier modo, era físico, y conocía bien el problema, mientras que yo, paradójicamente, sólo podía contar con la superioridad del océano. Durante una hora me afané en el estudio de los microfilms, tratando de comprender la física de los neutrinos a través de un lenguaje matemático que no me era familiar. Al principio, la empresa me pareció sin esperanzas; no había menos de cinco teorías sobre los campos de neutrinos, signo evidente de que ninguna era definitiva. Sin embargo, al fin conseguí desbrozar una parcela de terreno bastante promisoria. Estaba copiando las fórmulas cuando oí que llamaban.

Me levanté rápidamente y entreabrí la puerta. Snaut alzó hacia mí un rostro reluciente de sudor. Detrás, el corredor estaba desierto.

— Ah, eres tú… Entra.

— Sí, soy yo.

Snaut hablaba con voz ronca. Tenía los párpados hinchados, y los ojos inyectados en sangre. Llevaba un delantal antirradiactivo de caucho reluciente, y unos tirantes le sostenían los viejos pantalones grasientos.

Paseó la mirada por la sala circular, uniformemente iluminada, y se detuvo en Harey; ella estaba de pie, en el fondo, al lado de un sillón. Snaut se volvió hacia mí; yo bajé imperceptiblemente los párpados. El asintió y yo dije con aire desenvuelto:

— Harey, el doctor Snaut. Snaut, te presento a mi mujer.

— Yo… soy sólo un miembro menor del equipo; no me hago ver con mucha frecuencia, por eso… — La vacilación de Snaut se prolongó peligrosamente, pero al fin consiguió decir — Por eso no he tenido el placer de conocerla antes…

Harey sonrió y le tendió la mano. Snaut se la estrechó con cierta estupefacción, parpadeó varias veces y se quedó mirando a Harey, sin decir nada.

Lo tomé por el brazo.

— Discúlpeme — le dijo a Harey—. Quería hablarte, Kelvin…

— Por supuesto. — La comedia me parecía siniestra ¿pero qué otra cosa podía hacer? — ¡Harey, mi querida, no te molestes! Tenemos que discutir asuntos de trabajo bastante enojosos…

Tomé a Snaut por el codo y lo llevé a las butacas del otro lado de la sala. Harey se sentó en el sillón que yo había ocupado antes, y lo hizo girar; ahora podía vernos por encima del libro.

—¿Qué hay de nuevo? — pregunté en voz baja.

— Me he divorciado — cuchicheó Snaut. Si pocos días antes alguien hubiese iniciado así una conversación, yo me hubiera reído con ganas; pero la Estación había embotado mi sentido del humor—. Desde anoche he vivido horas que valen años — agregó—. Años que no se olvidan. ¿Y tú?

Al cabo de un instante respondí:

— Nada.

No sabía qué decir. Le tenía mucho afecto a Snaut; sin embargo, desconfiaba de él, o mejor dicho, desconfiaba del motivo de la visita.

—¿Nada? — repitió Snaut—. Tú debías…

Fingí no entender.

—¿Qué?

Con los ojos entornados, se inclinó tan cerca de mí que me echó el aliento en la cara.

— Nos enredamos en este asunto, Kelvin. No consigo comunicarme con Sartorius. Sólo sé lo que te escribí, lo que él me contó después de nuestra pequeña conferencia…

—¿Desconectó el teléfono?

— No, un corto circuito en el laboratorio. Quizá lo provocó él mismo, a menos que… — Cerró el puño con fuerza y amagó el ademán de aplastar un objeto. Una sonrisa desagradable le levantó las comisuras de los labios. Yo lo miraba sin decir una palabra. — Kelvin, he venido para… ¿qué piensas hacer?

—¿Vienes a buscar mi respuesta a tu carta? Saldré de paseo, no tengo motivos para rehusarme. Justamente preparaba mi viaje…

Snaut me interrumpió.

—¡No! No se trata de eso.

—¿No? ¿De qué, entonces? Te escucho.

— Sartorius… cree estar sobre la pista. — Snaut no me sacaba los ojos de encima. Yo no me movía; trataba de conservar un aire indiferente. — Todo comenzó con ese experimento de rayos X que él y Gibarían llevaron a cabo, ¿te acuerdas? Eso puede haber provocado cierta alteración…

—¿Qué alteración?

— Apuntaron los rayos directamente al océano, modulando la intensidad de acuerdo con un programa.

— Ya sé. Niline ya lo hizo, y muchos otros.

— Sí, pero las radiaciones eran débiles. Esta vez fue una radiación poderosa. Recurrieron a toda la energía disponible.

— Eso puede tener consecuencias… violación de la Convención de los Cuatro, y las Naciones Unidas…

— Vamos, Kelvin, bien sabes que eso ya no es importante. Gibarían está muerto.

— Ah, y Sartorius lo ha convertido en chivo emisario.

— No sé. No hablamos de eso. A Sartorius le llama la atención el horario de los « visitantes »; llegan siempre cuando uno se despierta. Parece que el océano se interesara principalmente por nuestras horas de sueño y extrajera entonces de nosotros modelos y fórmulas. Ahora Sartorius quisiera enviarle nuestro « estado de vigilia ». Nuestros pensamientos conscientes ¿entiendes? — ¿Por correo?

— Ahórrate las bromas. La idea es modular los rayos mediante un electroencefalograma tomado de uno de nosotros.

— Ah. — Yo empezaba a entender. — Uno de nosotros, soy yo.

— Sí, Sartorius ha pensado en ti.

— Qué generoso.

—¿Entonces?

Yo callaba. Snaut le echó una ojeada a Harey, que leía con aire absorto; en seguida, volvió a mirarme. Yo sentí que me ponía pálido.

—¿Entonces? — repitió Snaut.

Me encogí de hombros.

— La idea de utilizar rayos X para transmitir algún sermón sobre la grandeza del hombre me parece ri-dícula.

—¿De veras?

— Sí.

— Muy bien — dijo sonriendo como si yo hubiese coincidido con él—. Entonces, ¿estás en contra del proyecto de Sartorius?

Ignoraba cómo había ocurrido, pero veía ahora que Snaut me había llevado por las narices.

— Muy bien — prosiguió—. Hay un segundo proyecto: construir un aparato Roche.

—¿Un desintegrador?

— Sí. Sartorius, ya ha hecho los primeros cálculos. Es posible, y ni siquiera requiere mucho gasto de energía. El aparato generará un campo magnético negativo las veinticuatro horas del día, durante un tiempo ilimitado.

—¿Y los efectos?

— Ningún problema. Campos negativos de neutri-nos. La materia común no sufrirá ningún cambio. La desintegración alcanzará sólo las estructuras de neu-trinos, ¿entiendes?

Snaut sonreía, satisfecho. Yo lo miraba, con la boca abierta, y él dejó de sonreír. Frunció el ceño, me observó con atención, y esperó un momento antes de hablar.

— Bueno, dejamos de lado la operación « Pensamiento ». Sartorius está trabajando ya en el segundo plan. Lo llagaremos « Liberación ».

Cerré un instante los ojos. De pronto., me decidí, Snaut no era físico. Sartorius había desconectado o destruido el videófono. Perfecto.

— Yo llamaría « Operación Masacre » a este segundo proyecto — dije.

— Tú sabrás por qué. No me niegues que has practicado bastante últimamente. Pero esta vez hay una diferencia radical. No más « visitantes », no más creaciones F… Se desintegrarán tan pronto como aparezcan.

Yo meneé la cabeza, y esbocé una sonrisa que quería parecer natural.

— Hay un malentendido. No te hablo de escrúpulos morales, sino de supervivencia. Mi querido Snaut, yo no quiero morir.

—¿Cómo?

Snaut me miraba con desconfianza.

Saqué de mi bolsillo una hoja cubierta de fórmulas.

— Yo también consideré la posibilidad de ese « experimento ». ¿Te extraña? Sin embargo, fui yo quien formuló la hipótesis de los neutrinos ¿no? Mira. Sí, es posible generar campos negativos, que serían inofensivos para la materia ordinaria. Pero en el momento de la desintegración, cuando la estructura de neutrinos se derrumbe, liberaremos un considerable excedente de energía. Si admitimos por kilogramo de sustancia en reposo 108 ergos, para una creación F habrá que multiplicar 57 por 108. ¿Sabes lo que eso significa?… Una pequeña bomba de uranio estallando dentro de la Estación.

—¿Pero tú piensas que Sartorius no lo ha tenido en cuenta?

Esbocé una sonrisa maliciosa.

— No necesariamente. Te das cuenta, Sartorius pertenece a la escuela de Frazer y Cajolla. Según ellos, en el momento de la desintegración, toda la energía latente es liberada como radiación luminosa, intensa, pero no destructiva. Sin embargo, hay otras hipótesis, otras teorías acerca de los campos de neutrinos. Según Cayatte, según Awalow, según Sion, el alcance de la emisión es mucho más vasto; al llegar al máximo, la energía se transforma en una poderosa emisión de rayos gamma. Sartorius confía en sus maestros y en sus teorías, magnífico; pero hay otros maestros y otras teorías. Ya sabes, Snaut — proseguí, viendo que mis palabras lo habían impresionado—, también es preciso tener en cuenta al Océano. Para realizar esas creaciones, ha aplicado sin duda un método óptimo. En otras palabras, los procedimientos del océano dan la razón a esas otras teorías, y no a Sartorius.

— Pásame ese papel, Kelvin…

Le di la hoja. Snaut inclinó la cabeza y trató de descifrar mis garabatos.

Señaló una línea de ecuaciones.

—¿Qué es esto?

Tomé de nuevo la hoja.

—¿Esto? El tensor de transmutación del campo magnético.

— Me llevaré el papel.

—¿Para qué?

Yo sabía lo que iba a contestarme.

— Tengo que mostrarle estos cálculos a Sartorius.

— Como quieras… — Me encogí de hombros. — Puedes llevarte la hoja, por supuesto, pero no olvides que nadie ha verificado aún estas teorías. No conocíamos aún semejantes estructuras. Sartorius confía en Frazer y yo he seguido la teoría de Sion. Sartorius te dirá que yo no soy físico, que tampoco lo es Sion. No al menos según su punto de vista. Discutirá. No me meteré en una discusión que me llevaría a retractarme, para mayor gloria de Sartorius. A ti, puede convencerte. No me siento con fuerza para convencer a Sartorius, y no quiero intentarlo.

— Entonces ¿qué quieres hacer? El se ha puesto a trabajar…

Snaut hablaba con una voz monótona. La animación inicial había desaparecido. Yo no sabía si confiaba en mí, y no me importaba demasiado.

—¿Qué quiero hacer? — respondí en voz baja—. Lo que hace un hombre cuando su vida corre peligro.

— Trataré de hablarle. Quizá pueda desarrollar un dispositivo de seguridad — gruñó Snaut, y. alzó la cabeza—. Escucha. ¿Y el otro proyecto? ¿Aceptarías? Sartorius estaría de acuerdo. En todo caso, vale la pena probar.

—¿Te parece?

— No — dijo Snaut en seguida—, ¿pero qué podemos perder?

Yo no quería aceptar demasiado pronto. Necesitaba ganar tiempo y Snaut podía ayudarme a prolongar el plazo.

— Lo pensaré.

— Bueno, me voy. — Se puso de pie, y le crujieron los huesos. — Habrá que preparar el encefalograma — dijo frotándose el delantal, como si quisiera borrar alguna mancha.

Sin despedirse de Harey, fue hacia la puerta. Con el libro apoyado en las rodillas, Harey lo miró salir. Cuando la puerta se cerró, me incorporé. Desarrugué la hoja de papel que aún tenía en la mano. Yo no había falsificado las fórmulas. ¿Pero habría aprobado Sion mis conclusiones? Probablemente no.

Me sobresalté; Harey se había acercado y me había tocado el hombro.

—¡Kris!

—¿Qué, mi querida?

—¿Quién era?

— El doctor Snaut, ya te lo dije.

—¿Qué clase de hombre es?

— Lo conozco poco… ¿por qué?

— Me miraba de un modo tan raro…

— Eres una mujer atractiva.

Harey sacudió la cabeza.

— No, me miraba de otro modo… como si… — Se estremeció, alzó hacia mí los ojos un momento, y los bajó otra vez. — Volvamos a la cabina.


Загрузка...