Victoria

Pasaron tres semanas. Los postigos se bajaban y se cerraban puntualmente. Las pesadillas seguían acosándome, y cada mañana recomenzaba la comedia. ¿Pero era una comedia? Yo me mostraba sereno, y Harey me imitaba. Nos engañábamos mutuamente, con conocimiento de causa, y ese acuerdo tácito facilitaba la evasión última: hablábamos del futuro, nuestra vida en la Tierra, en los alrededores de una gran ciudad. Ya nunca más dejaríamos la Tierra; nos pasaríamos el resto de los días bajo el cielo azul y entre árboles verdes. Imaginábamos juntos la disposición de la casa, el trazado del jardín; discutíamos los detalles: la ubicación de un seto o de un banco… ¿Era yo sincero en algún momento? No. Nuestros proyectos eran imposibles, y yo lo sabía. Pues aunque Harey pudiera abandonar la Estación y sobrevivir al viaje ¿cómo atravesaría yo las barreras inmigratorias con mi pasajero clandestino? La Tierra sólo recibe a los seres humanos, y sólo cuando tienen los papeles en regla. Detendrían a Harey para saber quién era, nos separarían, y Harey se delataría en seguida. La Estación era el único sitio donde podíamos vivir juntos. Quizá Harey ya lo sabía, o podía averiguarlo.

Una noche oí que Harey se levantaba con cuidado, como tratando de no despertarme. Quise retenerla; librarnos un rato de la desesperación, refugiándonos en el olvido. Harey no había notado que yo estaba despierto. Cuando estiré el brazo, ella ya estaba de pie, y se encaminaba descalza hacia la puerta. La llame, sin atreverme a alzar la voz, y me senté en la cama. Pero Harey ya estaba fuera y un panel de luz cortaba oblicuamente la habitación. Me pareció oír cuchicheos. Harey hablaba con alguien… ¿Con quién? Quise ponerme de pie, aterrado, pero las piernas no me obedecieron. Escuché; ya no se oía nada.

Me acosté otra vez. La sangre me martillaba las sienes. Empecé a contar. Estaba llegando a mil cuando la puerta se movió y Harey entró de nuevo en el cuarto. Se quedó allí un instante, inmóvil. Yo trataba de respirar con regularidad.

—¿Kris? — susurró Harey.

No respondí.

Ella se deslizó rápidamente en la cama y se acostó a mi lado, evitando tocarme. Yo no me movía. Las preguntas me bullían en la cabeza, pero me resistía a hablar. Pasó así una hora. Luego me dormí.

La mañana fue semejante a tantas otras mañanas; yo observaba a Harey de reojo; no noté en ella ningún cambio. Después del desayuno, nos sentamos frente a la ventana panorámica. La Estación bogaba entre nubes purpúreas. Harey leía un libro, y mientras yo miraba afuera, noté de pronto que inclinando la cabeza según cierto ángulo, veía nuestras imágenes en el cristal. Retiré mi mano de la barandilla. Harey no sospechaba que yo estaba observándola. Me echó una mirada fugaz, dedujo obviamente que yo estaba mirando el océano, y se inclinó a besar la barandilla, el sitio donde había estado mi mano. En seguida, ya estaba leyendo otra vez.

— Harey — le pregunté con dulzura—, ¿a dónde fuiste anoche?

—¿Anoche?

— Sí.

— Tienes que haber soñado, Kris, no fui a ninguna parte.

—¿No saliste?

— No… tienes que haber soñado.

Esa misma noche, empecé a hablar de nuestro viaje, del regreso a la Tierra. Harey me interrumpió:

— No me hables de ese viaje, Kris. No quiero oír más de eso, ya lo sabes…

—¿Qué dices?

— No, nada.

Al fin nos acostamos, y ella me dijo que tenía sed.

— Hay un vaso de jugo de frutas allí, sobre la mesa. ¿Puedes dármelo, por favor?

Bebió la mitad del vaso, y luego me lo alcanzó.

— No tengo sed — le dije.

— Bebe entonces a mi salud — sonrió Harey.

El jugo me pareció un poco salado, pero yo tenía el pensamiento en otra parte. Harey apagó la lámpara.

— Harey.. si no quieres hablar del viaje, hablemos de alguna otra cosa.

— Si yo no existiera, ¿te casarías?

— No.

—¿Nunca?

— Nunca.

—¿Por qué?

— No lo sé. Estuve solo diez años, y no me volví a casar. No hablemos de eso.

La cabeza me daba vueltas como si hubiese bebido demasiado vino.

— No, hablemos. ¿Y si yo te lo pidiera?

—¿Que me casara? Qué tontería, Harey. No necesito a ninguna persona.

El aliento de ella me rozó la cara.

— Dilo de otro modo — dijo, abrazándome.

— Te amo.

Harey apoyó la cabeza en mi hombro, estaba llorando.

— Harey ¿qué ocurre?

— Nada… nada… nada…

Se le fue apagando la voz y cerré los ojos.

El alba roja me despertó. Me pesaba la cabeza, y no podía mover el cuello, como si me hubiesen soldado las vértebras; sentía la lengua pastosa, y un gusto amargo en la boca. ¿Qué podía haberme envenenado? Estiré el brazo buscando a Harey, y mi mano tocó una sábana fría.

Me incorporé de un salto.

Estaba solo, solo en la cama y en la cabina. E1 ventanal combado reflejaba una hilera de soles rojos. Tambaleándome como un borracho, aterrándome a los muebles, llegué al armario de puerta corrediza; el cuarto de baño estaba desierto.

—¡Harey!

Corrí de un lado a otro por el pasillo, llamándola.

—¡Harey! — grité una última vez, y se me apagó la voz. Ya conocía la verdad.

No recuerdo con precisión lo que ocurrió entonces. Corrí tropezando de un extremo a otro de la Estación. Creo recordar que hasta entré en la central de refrigeración, que exploré los depósitos, golpeando con mis puños las puertas aherrojadas, y que me fui y luego regresé a echarme otra vez contra esas puertas que antes se me habían resistido. Rodaba por las escaleras, me caía, me levantaba, me precipitaba a no sé donde, hacia adelante… Un muro de vidrio corredizo: había llegado a la doble puerta blindada que se abría al océano. Yo todavía la llamaba, todavía esperaba que todo fuera un sueño. Un momento después, alguien estaba a mi lado: unas manos me sostuvieron, y me arrastraron.

Me desperté tendido sobre una mesa metálica, en el pequeño taller. Me faltaba el aliento. Un vapor alcohólico me quemaba la nariz y la garganta. Tenía la camisa empapada en agua helada, el cabello pegoteado al cráneo.

Snaut trabajaba ante un armario; agitaba instrumentos y tubos de vidrios, que se entrechocaban con un estrépito insoportable.

De pronto, lo vi junto a mí; me miraba gravemente a los ojos.

—¿Dónde está ella?

— No está aquí.

— Pero… Harey…

Snaut se inclinó, me miró de cerca, y dijo lenta, claramente:

— Harey ha muerto.

Cerré los ojos.

— Volverá —murmuré.

No temía que volviera, lo deseaba. No entendía por qué yo había intentado echarla un día, por qué había tenido entonces tanto miedo de que ella volviera.

Snaut me tendió un vaso.

— Toma, bebe.

Le arrojé el líquido a la cara. Snaut retrocedió, frotándose los ojos. Cuando volvió a abrirlos, yo estaba de pie, lo miraba desde arriba. Qué pequeño era…

— Fuiste tú.

—¿De qué hablas?

— No te hagas el tonto, sabes de qué hablo. Eras tú con quien se reunió ella, la otra noche… Y tú le dijiste que me diera un somnífero… ¿Qué le pasó a ella? ¡Habla!

Snaut hurgó en el bolsillo de la camisa y sacó un sobre. Se lo arranqué de las manos; estaba cerrado y no llevaba ninguna inscripción. Rompí el sobre; dentro había una hoja de papel doblada en cuatro, y reconocí la letra: grande, irregular, un poco infantil:

Querido mío: yo se lo pedí. El es un buen hombre. Siento haber tenido que mentirte. Concédeme este único favor, te lo ruego: escúchalo, y sobre todo no te atormentes. Fuiste maravilloso.

Había una última palabra, tachada, pero alcancé a ver que ella había firmado: Harey.Leí y releí la carta. Me sentía ahora completamente lúcido; no me pondría a gritar. Por otra parte, no tenía voz; las fuerzas no me alcanzaban, ni siquiera para un sollozo.

—¿Cómo… cómo? — murmuré al fin.

— Más tarde, Kelvin. Tranquilízate.

— Estoy tranquilo, dime cómo.

— Desintegración.

— Pero… ¿y el aparato?

— El aparato de Roche no era adecuado. Sartorius construyó otro, un nuevo desestabilizador. Un aparato en miniatura, de un alcance de pocos metros.

— Y ella…

— Ella desapareció. Un resplandor y un soplo. Nada más.

— Un aparato de alcance limitado…

— Sí, nuestros recursos no alcanzaban para más.

Las paredes se inclinaban hacia mí; cerré los ojos.

— Ella volverá.

— No.

—¿Tú qué sabes?

— No, Kelvin, no volverá. ¿Recuerdas las alas de espuma? No han vuelto desde ese día.

— Tú la mataste — murmuré.

— Sí… ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?

Le volví la espalda y me puse a caminar por el cuarto.

Nueve pasos rápidos desde el ángulo a la otra pared.

Vuelta. Nueve pasos más, cada vez más rápidos, y enfrenté de nuevo a Snaut.

— Escucha, redactaremos un informe. Pediremos comunicación inmediata con el Consejo. No es imposible. Aceptarán. Tienen que aceptar. El Tratado de los Cuatro no será aplicado en Solaris. Todos los medios serán lícitos. Haremos traer generadores de antimateria. Nada resiste a la antimateria, nada…

Yo estaba gritando ahora y las lágrimas me enceguecían.

—¿Quieres destruirlo? ¿Por qué?

—¡Vete, déjame en paz!

— No, no me iré.

—¡Snaut! — Lo miré a los ojos; él sacudió la cabeza. — ¿Qué quieres? ¿Qué pides de mí?

Snaut retrocedió hacia la mesa.

— Está bien, redactaremos un informe.

Eché de nuevo a caminar.

—¡Siéntate! — me ordenó.

—¡Haré lo que me plazca!

— Hay dos cuestiones, bien distintas. Primero, los hechos; segundo, nuestras inclinaciones.

—¿Y es imprescindible que hablemos ahora?

— Sí, ahora.

— No quiero oír nada ¿entiendes? Tus especulaciones no me interesan.

— Enviamos el último comunicado hace dos meses, antes de la muerte de Gibarían. Habría que establecer exactamente cómo es la función fenoménica que llamamos « visitante ».

Lo tomé por el brazo.

—¿Vas a callarte, sí?

— Pégame si quieres, no me callaré.

— Oh, habla lo que te dé la gana…

— Bien, escucha. Sartorius tratará de ocultar ciertos hechos… estoy casi seguro.

—¿Y tú, tú no ocultarás nada?

— No. Ya no. Nuestra responsabilidad no llega en este caso muy lejos. Lo sabes tan bien como yo… Nos ha dado una muestra de actividad reflexiva. Es capaz de operar una síntesis orgánica en el más alto nivel, una síntesis que nosotros mismos nunca hemos logrado. Conoce la estructura, la microestructura, el metabolismo de nuestros cuerpos…

— Es cierto… ¿Por qué te interrumpes? Ha llevado a cabo con nosotros una serie… de experimentos. Vivisección psíquica. Ha utilizado conocimientos que nos ha sonsacado, sin pedirnos permiso.

— Esos no son hechos, Kelvin, ni siquiera son proposiciones. Son meras hipótesis. En cierto sentido, ha tenido en cuenta deseos escondidos en algún rincón secreto de nuestras mentes. Quizá estaba enviando-nos… regalos.

—¡Regalos! ¡Santo Dios!

Una carcajada incontenible me sacudió; aullaba de risa.

—¡Cálmate!

Snaut me tomó la mano, y yo apreté hasta oír un crujido de huesos. Impasible, entornando los párpados, Snaut desafiaba mi mirada. Me aparté y fui a refugiarme en un rincón del taller.

— Trataré de dominarme — dije.

— Sí, claro… comprendo. ¿Qué les pedimos?

— Decídelo tú… Yo no puedo concentrarme ahora… Dijiste algo antes de…

— No, nada. Si quieres conocer mi opinión, ahora tenemos una posibilidad.

—¿Una posibilidad? ¿Qué posibilidad? — Lo miré un rato y de súbito comprendí.— ¿El contacto? Entonces ¿no estás harto de este manicomio? ¿Qué más te hace falta? No, de ningún modo, no cuentes conmigo.

—¿Por qué no? — dijo Snaut con calma—. Tú mismo, instintivamente, lo tratas como a un ser humano, y ahora más que nunca. Lo odias.

—¿Y tú no?

— No, Kelvin. Es ciego…

—¿Ciego? — repetí; no estaba seguro de haber oído bien.

— O mejor dicho, no « ve » como nosotros. Yo no existo para él como para ti. Nosotros nos reconocemos por el aspecto de la cara y el cuerpo. Para el océano, esa apariencia es un cristal traslúcido. Se mete directamente dentro del cerebro.

— Bueno ¿y entonces? ¿A dónde quieres llegar? Si ha logrado recrear a un ser humano que sólo existe en mis recuerdos, y de modo tal que los ojos, los gestos, la voz…

— Continúa. Habla.

— Estoy hablando… La voz… Bien, es capaz de leer en nosotros como en un libro… ¿Comprendes lo que quiero decir?

— Sí, que podría entenderse con nosotros.

—¿No es evidente?

— No. No es evidente. Quizá empleó una fórmula que no puede expresarse en palabras. Quizá la tomó de una huella registrada en la memoria, pero en el cerebro no hay palabras, no hay sentimientos; la memoria del hombre es un repertorio de ácidos nucleicos grabado en cristales asincronos macromoleculares. El océano tomó la huella más profunda, la más aislada, la más « asimilada », y no tiene por qué saber lo que significa para nosotros. Admitamos que yo pueda reproducir la arquitectura de una simetríada, que conozca los materiales que la componen, y disponga de los recursos tecnológicos necesarios. Creo una simetríada y la arrojo al océano. Pero no sé por qué lo hago, no sé para qué sirve, no sé qué significa esa forma para el océano…

— Sí —dije—. Quizá tengas razón. En ese caso, no quería hacernos daño, no trataba de destruirnos… Sí, es posible. Y sin ninguna intención…

Sentí que me temblaban los labios.

—¡Kelvin!

— Sí, sí, no te preocupes. Tú eres bueno, el océano es bueno. Todo el mundo es bueno. Pero ¿por qué?… ¡Explícame! ¿Por qué, por qué lo hizo? ¿Qué le dijiste.. a ella?

— La verdad.

—¿La verdad? ¿Cuál verdad?

— Tú lo sabes. Ven a mi cabina, redactaremos el informe.

— Espera. ¿Qué buscas exactamente? No querrás quedarte en la Estación.

— Sí, quiero quedarme.


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