Capítulo 7

A las diez menos cuarto de la mañana, empezó a formarse una cola en el exterior de El Desván de Charlotte. Charlotte miró de reojo a Beth, que no hablaba de otra cosa con ella que no fuera el negocio. Al parecer había superado el bache de la noche anterior, y Charlotte respetó su intimidad, por el momento. Estaba resuelta a abordar a su amiga al término de la jornada y descubrir qué pasaba exactamente.

– ¿Has anunciado rebajas y te has olvidado de decírmelo? -Beth señaló a la multitud de mujeres que esperaban en el exterior.

– Ojalá. -Charlotte arqueó las cejas en señal de confusión.

Se acercó a la puerta y la abrió. Las mujeres entraron en tropel, como si regalara la mercancía, y la rodearon hasta que Frieda Whitehall dio un paso adelante, erigida en portavoz. La anciana llevaba el pelo entrecano cortado y peinado siguiendo el único estilo que Lu Anne sabía. Frieda solía vestir pantalones de poliéster con blusas de seda a juego que había que lavar a mano, y ese día no había hecho ninguna excepción. Pero Charlotte sabía que Frieda quería reavivar la chispa de su matrimonio, y por eso había comprado el conjunto de bragas y sujetador de encaje tejidos por Charlotte.

– ¿En qué puedo ayudarlas, señoras?

– Estamos interesadas en… -Frieda carraspeó y se sonrojó.

– Las bragas birladas -gritó Marge Sinclair desde el fondo-. Mi Donna también quiere unas.

– Y yo tengo que comprarme otras -declaró Frieda-. También me gustaría comprarle unas a Terrie. A lo mejor así deja de ser tan estirada.

– ¿Bragas birladas? -Charlotte parpadeó sorprendida-. ¿Se refieren a las bragas de encaje? -Era obvio que el robo era del dominio público. En aquel pueblo las noticias volaban y sólo las súplicas de Rick y del inspector de policía habían mantenido el incidente en secreto después de los primeros robos.

– Todas queremos unas.

– ¿Todas ustedes?

Se oyó un fuerte murmullo de asentimiento mientras la fachada de la tienda se convertía en un hervidero de mujeres. Algunas eran muy mayores, otras jóvenes, y todas ellas querían las «bragas birladas» de Charlotte.

– Deben comprender que no las tenemos en stock -intervino Beth-. Se confeccionan a medida. Anotaré el nombre, la preferencia de color y la talla. Pónganse en fila y nos pondremos manos a la obra.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Charlotte. Precisamente la noche anterior había mostrado su preocupación ante la posibilidad de perder clientela y ahora tenía un aluvión de mujeres que querían comprar las mismas bragas objeto de los robos. A ese paso, se iba a pasar haciendo ganchillo los nueve meses que faltaban hasta Navidades.

– ¿Has leído el periódico matutino? -preguntó Lisa Burton, ex compañera de clase de Charlotte y convertida en respetable maestra.

Charlotte negó con la cabeza. Se había despertado más tarde de lo habitual porque había pasado una noche desasosegada, con sueños febriles protagonizados por ella y Roman.

– No he tenido tiempo ni de leer el periódico ni de tomar un café. ¿Por qué?

A Lisa le brillaban los ojos de la emoción cuando le tendió un ejemplar del Gazette.

– Si hubiese un hombre en este pueblo que te gustaría que entrara en tu casa a robarte las bragas, ¿quién sería?

– Pues…

Antes de que Charlotte tuviera tiempo de contestar, Lisa se respondió a sí misma:

– Uno de los Chandler, por supuesto.

Charlotte parpadeó.

– Por supuesto. -Roman era el único Chandler que le interesaba, pero no pensaba decirlo.

Y no hacía falta que le robara las bragas, ella misma se las daría encantada…, igual que la mitad de las mujeres del pueblo, por lo que parecía. Recordó el relato de los hermanos sobre el robo de la noche anterior y la acusación contra Roman. Chase había dicho que lo iba a publicar.

– ¿Qué dice el periódico exactamente? -preguntó a su amiga-. Cuéntamelo todo.

Al cabo de media hora, Charlotte había cerrado la puerta con llave porque necesitaba un respiro. Contaba con una lista de mujeres que querían comprar sus bragas, muchas de las cuales deseaban atraer a Roman Chandler a su casa.

– Tengo ganas de vomitar. -Charlotte se desplomó en una silla detrás del mostrador. Dejó a Beth organizando y poniendo orden en la tienda después de la locura de la mañana mientras ella hacía una copia de la lista de nombres para entregarla a la policía.

No sólo habían recibido pedidos de los artículos más caros de la tienda, sino que también habían vendido otras cosas mientras las mujeres esperaban: saquitos perfumados para el interior de los cajones, perchas para lencería y otras prendas de vestir. Había sido el día con más ventas desde la apertura del negocio, y ni siquiera eran las doce del mediodía. Pero en vez de sentirse satisfecha, Charlotte se sentía incómoda.

Le desagradaba ganar dinero gracias a la fama de mujeriego de Roman. Los celos la consumían al pensar en todas las mujeres que habían pronunciado su nombre en la tienda. Le molestaba que le recordaran a la cara qué y quién era: un trotamundos mujeriego. Y ella había aceptado ser una de sus conquistas, hasta que se marchara del pueblo. Charlotte se estremeció, aunque nada de lo que había pasado ese día le hacía cambiar de opinión sobre el rumbo que ella y Roman habían elegido.

Miró el periódico que Lisa había dejado y negó con la cabeza. Roman era muchas cosas, soltero empedernido y trotamundos, pero no un ladrón. Y no creía ni por asomo que estuviera detrás de los robos. La idea era ridícula, y el hecho de que mujeres adultas se hubieran tragado esa suposición la dejaba anonadada. Estaban forjándose una idea fantasiosa en torno a la acusación. En torno a él.

Charlotte comprendió el deseo de hacer tal cosa, pero también sabía a ciencia cierta que las fantasías no se materializan, y que la realidad es siempre mucho más dura.

Roman procuró agotarse con flexiones y una carrera antes de ducharse, vestirse y dirigirse a la redacción del Gazette. Esperaba eliminar así la fuerte tentación que sentía de darle un puñetazo a su hermano mayor por bocazas. Como reportero, Roman respetaba la verdad, pero en ese caso imaginaba que debía de haber una forma mejor de abordar los cotilleos del pueblo que otorgándoles credibilidad publicándolos. Los dichosos habitantes de aquel pueblo tenían más memoria que un elefante.

Fue en coche por First Street con las ventanillas del coche bajadas para que el aire fresco lo despertara y tranquilizara. Aminoró la marcha al pasar junto a El Desván de Charlotte. Había mucha gente congregada en el exterior, lo cual lo sorprendió, teniendo en cuenta que a Charlotte le preocupaba que los robos afectaran negativamente al negocio.

Tenía muchísimas ganas de verla. Pero gracias al periódico matutino y a su nueva notoriedad, Roman debía mantenerse alejado de la tienda de Charlotte. El sitio del que salían las bragas birladas era el último lugar en el que Roman Chandler podía dejarse ver.

Detuvo el coche en un semáforo de la salida del pueblo. Un sedán gris se paró en el carril de al lado. Echó una mirada cuando el conductor bajó la ventanilla del copiloto. Roman vio que era Alice Magregor. Su pelo ya no tenía la forma de un casco ahuecado, sino que lo llevaba desgreñado como la melena de un león. De todos modos, Roman consiguió dirigirle una sonrisa amistosa.

Alice cogió algo del asiento del copiloto, levantó la mano y lo blandió en el aire antes de dar dos bocinazos y marcharse.

Roman parpadeó. Cuando el semáforo se puso en verde, cayó en la cuenta: Alice le acababa de enseñar unas bragas. Le había planteado el reto femenino por antonomasia: «Ven a por mí, chicarrón».

Justo cuando acababa de llegar a la conclusión de que sólo quería a una mujer, las solteras de Yorkshire Falls habían decidido abrir la veda. Roman soltó un fuerte suspiro al darse cuenta de lo que le esperaba de la población femenina de la localidad. En sus años mozos habría agradecido tanta atención. Ahora lo único que quería era que lo dejaran en paz.

Menudo método más estrambótico para embarcarse en una cruzada para conquistar a Charlotte, pensó Roman, y sintió un deseo renovado de aporrear a su hermano mayor. No cabía la menor duda de que el acto de Alice era fruto del artículo del Gazette. Aunque Roman sabía que Whitehall era una fuente tendenciosa, esa mañana, mientras se tomaba el café, todo el pueblo había recordado la jugarreta de Roman.

Al cabo de cinco minutos, aparcó frente a la redacción del Gazette y caminó hasta la entrada. Se paró en los buzones, marcados individualmente con las distintas secciones del periódico. Aquéllos todavía no estaban llenos, pero el de la sección de Local estaba más cargado de la cuenta debido a que el redactor estaba con su mujer y su hijo recién nacido. Roman cogió la información de ese buzón con la intención de escribir durante un par de horas para que así Ty pudiera pasar más tiempo con su familia.

Roman se dijo que se implicaba en el negocio del Gazette como favor a un viejo amigo. Estaba clarísimo que los actos de Roman no estaban motivados por el deseo de ayudar a su hermano mayor.

Entró en el edificio.

– Hola, Lucy -saludó a la recepcionista, que era un elemento tan fijo en aquel lugar como los cimientos. Había empezado trabajando para su padre y ahora continuaba con Chase. Tenía un don de gentes y una capacidad de organización de los que ningún director de periódico podía prescindir.

– Hola, Roman. -Le hizo una señal con el dedo para que se acercara.

– ¿Qué pasa? -preguntó él al aproximarse.

Lucy volvió a encoger el dedo y él se inclinó hacia ella.

– ¿Qué haces con las bragas que birlas? -le preguntó con un susurro-. Puedes contármelo. ¿Ahora te ha dado por el travestismo? -Le guiñó un ojo y soltó una carcajada.

Roman puso los ojos en blanco al recordar, demasiado tarde, que también tenía un sentido del humor muy pícaro.

– No tiene gracia -masculló Roman.

– Si te sirve de consuelo, Chase no quería publicarlo… pero no tuvo más remedio. Puede decirse que Whitehall puso en duda su integridad periodística si no lo publicaba por ser tu hermano.

Roman negó con la cabeza.

– De todos modos, ¿dónde está?

Lucy señaló hacia arriba con los pulgares. Roman subió rápidamente por la escalera y entró en el despacho de Chase sin llamar.

– ¿Te importaría decirme en qué demonios estabas pensando? -Roman le estampó el periódico encima de la mesa.

– ¿Respecto a qué?

Roman se inclinó hacia él con una actitud amenazante que no surtía ningún efecto en su hermano mayor. Chase se limitó a relajarse todavía más. Se echó hacia adelante y la parte superior del que había sido el sillón de cuero de su padre tocó el alféizar de la ventana, bloqueando una vista que Roman podría describir con los ojos cerrados. El estanque y los viejos sauces que montaban guardia abajo formaban parte de él, igual que la antigua casa victoriana que siempre había albergado la redacción del Gazette.

– Eres demasiado listo para hacerte el tonto y no estoy de humor para juegos. ¿Algún motivo por el que tuvieras que publicar mi nombre? -preguntó Roman a Chase.

– Yo publico las noticias. Si hubiera prescindido de la cita de Whitehall, habría cometido una flagrante omisión.

– ¿Para quién?

– Para cualquiera del pueblo con quien Whitehall hable. No quiero que la gente de aquí piense que hay favoritismo o que protejo a los parientes.

– Una travesura del pasado no es una noticia.

Chase negó con la cabeza.

– Como reportero, deberías tener mejor criterio. -Corrió el sillón hacia adelante-. A ti te importa un bledo lo que la gente piensa de ti, así que no sé por qué te ha sentado tan mal el artículo. ¿Qué es lo que realmente te fastidia? -Se levantó del asiento y se acercó a Roman sin quitarle los ojos de encima.

– Vuelve a vivir con nuestra madre y no hará falta que me hagas esa pregunta.

– Eso podría llevarte a caer en la bebida, no a querer estamparme en la pared. Esto no tiene nada que ver con mamá. Ahora que me fijo, tienes un aspecto horrible. ¿Qué has hecho? ¿Cavar zanjas o echar un polvo?

– No habría sido echar un polvo sin más -respondió Roman sin pensar.

– ¿Cómo dices? -Chase empujó a Roman hacia la silla más cercana y cerró la puerta del despacho de golpe-. Nunca se sabe cuándo Lucy está aburrida y se presenta por aquí -explicó, antes de abrir el pequeño armario de la esquina.

Su padre siempre había guardado licores en él, y Chase no había variado esa costumbre. Sirvió dos vasos de whisky escocés y le tendió uno a Roman.

– Ahora, habla.

A pesar de lo temprano que era, Roman se relajó en el asiento y se bebió el whisky de un trago.

– Lo necesitaba. Y no tengo ni idea de a qué te refieres.

Chase alzó la vista.

– Estás cabreado por haber perdido a cara o cruz. Estás cabreado porque tu vida tiene que dar un giro de ciento ochenta grados y, como crees que estás en deuda conmigo, no pensabas reconocerlo.

– Tienes toda la razón. -No tenía sentido negar lo obvio. Aunque Charlotte hiciera que la perspectiva del matrimonio y los hijos resultara más atractiva, sus planes de vida habían cambiado desde su regreso a casa, y no por voluntad propia.

– No lo hagas si crees que no puedes. -Chase apoyó los brazos en el escritorio-. Ya te lo dije aquella noche, nadie te culpará si te echas atrás.

– Yo sí me culparía. ¿Alguna vez te he dicho lo mucho que te respeto por las decisiones que tomaste?

– No hace falta que me lo digas. Sé que llegas a mucha gente con tus noticias y tu talento. Y cada vez que leo uno de tus artículos, cada vez que mandas recortes a casa, me demuestras el tipo de hombre que eres. Y cuánto aprecias todo lo que tienes en la vida.

Roman miró a Chase y negó con la cabeza.

– No hablo de lo mucho que aprecio la vida. Los dos sabemos que la aprecio. Hablamos de lo mucho que te respeto. -Se puso en pie y hundió las manos en los bolsillos traseros-. Hasta que perdí en el a cara o cruz no comprendí plenamente el sacrificio que hiciste. Además, eras muy joven, y te respeto aún más por ello.

– La palabra «sacrificio» es demasiado fuerte -objetó Chase inclinando la cabeza.

Roman había incomodado a su hermano, y sabía que eso era todo lo que recibiría a modo de agradecimiento por su parte.

– Ahora cuéntame qué tiene que ver Charlotte Bronson con todo esto -le instó Chase.

Roman se sirvió otra copa. Teniendo en cuenta que Chase había tomado decisiones difíciles en la vida, nadie iba a entender mejor que él lo que estaba pasando Roman.

– Me encanta mi vida. Viajar, los reportajes, informar a la gente de asuntos importantes que suceden en el mundo…

Chase le dedicó una sonrisa irónica.

– Incluso cuando éramos pequeños, siempre me identifiqué contigo. Me veía reflejado en ti. -Inhaló profundamente-. Cuando papá murió supe que mis sueños se habían ido con él. Pero si yo no podía ser quien viajara, iba a asegurarme por todos los medios de que tú tuvieras las oportunidades que a mí me faltaron.

A Roman le embargó la emoción.

– No sabes cuánto te lo agradezco.

Chase restó importancia a sus palabras haciendo un gesto con la mano.

– No lo hice para que algún día me lo agradecieras. Lo último que quiero es una compensación. Si todavía quisiera viajar, podría subirme a un avión ahora mismo. Mi vida está bien. Así que si no eres capaz de hacerlo y sentirte satisfecho -dijo, refiriéndose al a cara o cruz-, entonces no lo hagas.

– Oye, tengo la intención de cumplir con mi obligación, pero me cuesta verme ligado a cualquier mujer de este pueblo. No cuando resulta…

– No cuando resulta que sólo quieres a una.

Roman hizo ademán de coger la botella, pero en el último momento decidió apartar el alcohol.

– Exacto -reconoció, afrontando sin tapujos las palabras de Chase.

Se levantó de la silla y fue hacia la ventana. Contempló el paisaje que tanto placer había proporcionado siempre a su padre. Lo sabía porque los tres hijos se habían turnado para sentarse en el regazo de su padre mientras mecanografiaba un artículo, recibía anuncios por teléfono o pasaba el rato con ellos, todo ello con aquella vista detrás. Ahora, los ordenadores habían sustituido a las viejas máquinas de escribir Smith Corona, los árboles habían crecido y las raíces eran más profundas, pero por lo demás, nada había cambiado. Los recuerdos que Roman tenía de su padre eran vagos, porque era pequeño, pero existían en el límite de su memoria, y le resultaban reconfortantes incluso ahora.

– Es obvio que a ella también le interesas, así que ¿cuál es el problema?

Roman inspiró hondo.

– No quiero hacerle daño, y todo esto al a cara o cruz y mi plan apesta a su padre, Russell Bronson.

– Joder. -Chase se pellizcó el puente de la nariz.

– Interpreto esa exclamación como que estás de acuerdo.

– ¿Y qué otras candidatas tienes? -preguntó Chase.

Roman observó cómo la brisa mecía las ramas de los árboles, que todavía no habían florecido. Sólo la forsitia amarilla y la hierba fresca añadían color al entorno. Mientras miraba, un recuerdo lejano le vino a la memoria: un picnic familiar celebrado allí, planeado por su madre para que su padre, que era adicto al trabajo, saliera a tomar un poco el aire y pasara un rato con los niños. Casi era capaz de oler los sándwiches de pollo que su madre había preparado y oír la voz de su padre mientras le explicaba a Rick cómo coger el bate mientras Raina lanzaba la pelota.

Roman no se imaginaba a otra mujer que no fuera Charlotte desempeñando el papel de esposa y madre, pero tampoco a sí mismo teniendo la típica familia a expensas de la carrera que se había forjado y que tanto le gustaba. Sin embargo, su obligación era tener un hijo. Y no quería engendrar ese hijo con una mujer que no fuera Charlotte.

– No hay ninguna candidata más.

Chase se colocó detrás de él y le dio una palmada en la espalda.

– Entonces te sugiero que busques la manera de convencer a la damisela en cuestión de que acepte un matrimonio a distancia, hermanito.

Aquello sí que era un reto, pensó Roman. Charlotte no estaba preparada para oír las palabras «matrimonio» o «hijos» de sus labios. Cielos, tampoco él estaba seguro de estar preparado para pronunciarlas. Pero tenía que empezar por algún sitio.

– ¿Qué me dijiste cuando quise hacer mi primera entrevista y escogí al alcalde? -Había sido cuando tenía dieciséis años y estaba convencido de que iba a comerse el mundo como reportero.

– Empieza lentamente y ya irás aprendiendo. Lo mismo que me dijo papá. Estoy impresionado. Me cuesta creer que esas palabras se te quedaran grabadas en esa cabecita tan dura que tienes. -Chase soltó una carcajada.

– ¿Te refieres a que aparqué delante de la oficina del alcalde y no me moví hasta que respondió a mis preguntas en vez de ir al presidente de la asociación de padres y maestros como sugeriste? -Roman se rió al recordarlo.

– Con respecto a Charlotte, voy a seguir tu viejo consejo -le dijo a Chase-. Pero no te lo tengas muy creído.

Roman empezaría poco a poco. Pasar tiempo con ella y volver a conocerla mejor sería un placer. No tenía que preocuparse de seducirla. La atracción surgía por sí sola siempre que él y Charlotte estaban juntos. Si la cosa funcionaba, él tendría la carrera que le gustaba y la mujer que siempre había querido, no sólo en la cama sino en la vida.

Se dirigió hacia la puerta.

– ¿Adónde vas?

Se volvió hacia Chase.

– A asegurarme de convencer a Charlotte de que me deje formar parte de su vida, hasta el punto de quererme para siempre.

Charlotte cerró la tienda a las cinco. Tenía la noche del sábado por delante. Se frotó los ojos y miró a Beth, que jugueteaba con un lápiz entre los dedos.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Charlotte a su amiga.

– En nada.

– Tonterías. Llevas las dos últimas semanas evitando hablar en serio conmigo. Necesitas a una amiga y aquí me tienes. Así que déjame ayudarte, por favor.

Beth meneó la cabeza.

– Ojalá pudiera, Charlotte, pero no lo entenderías.

Charlotte no sabía si debía ofenderse.

– ¿Tan insensible te parezco?

– No, pero eres de ideas fijas. Cualquier relación que se parezca a la de tus padres recibe inmediatamente tu desaprobación. No me apetece oírlo.

A Charlotte se le formó un nudo en la garganta mientras se acercaba a su amiga.

– Nunca he pretendido juzgarte. Siento que lo digas. Si he hecho o dicho algo que te ha dolido, perdóname. Pero Beth, eres una mujer hermosa, prometida al hombre que quieres y aun así te sientes desgraciada. ¿Por qué? -Charlotte tragó saliva porque no quería sonar reprobatoria-. ¿Porque tú estás aquí y él en la ciudad?

Beth negó con la cabeza.

– No es sólo eso.

– Por favor, explícamelo. Te prometo que te escucharé sin juzgarte. -Charlotte tiró de la mano de Beth y la condujo a los sillones de la zona de espera-. Iré a buscar algo para beber y me lo cuentas, ¿de acuerdo?

Al cabo de unos segundos, con una lata de refresco para cada una, Charlotte volvió junto a Beth. Se sentó con las piernas recogidas bajo el cuerpo.

– ¿Os conocisteis en Navidades? -Hizo que Beth empezara por el principio.

– Sí. Norman celebró su fiesta anual y David estaba en el pueblo, visitando a los Ramsey, Joanne es su tía materna. Bueno, da igual, nos presentaron, empezamos a hablar… y esa noche me enamoré. Supe que era el hombre de mi vida.

– ¿De qué hablasteis? ¿Cómo supiste que era el hombre de tu vida? -Charlotte se inclinó hacia adelante, ansiosa por oír que sus sospechas sobre David eran injustificadas, que él y Beth tenían realmente más objetivos e intereses en común de lo que ella había visto hasta el momento.

– Sobre todo de su trabajo. Tiene clientes famosos, pero también mujeres normales y corrientes que necesitan un cambio para aprovechar al máximo su potencial.

– Suena interesante -mintió Charlotte-. Y cuando te acompañó a casa, ¿te besó bajo las estrellas? -Charlotte quería para Beth la historia con final feliz que ella todavía no había vivido.

– No, de hecho se portó como un caballero. Me dio un beso en la mejilla y…

Charlotte colocó la mano encima de la de Beth.

– ¿Y qué?

– Me dio su tarjeta y me dijo que si alguna vez iba a Nueva York le hiciera una visita. Que estaba seguro de poder maximizar mi belleza.

A Charlotte se le cayó el alma a los pies al entender que sus peores temores se confirmaban.

– Beth, no quisiera equivocarme, así que corrígeme si es necesario, ¿por qué pensaste que tenías que maximizar lo que era hermoso de por sí? Nadie es perfecto, querida.

– Pues tal como era no atraía al hombre adecuado -repuso ella a la defensiva.

– Es que no puede decirse que en Yorkshire Falls abunden los hombres «adecuados». -Aparte de Roman.

Charlotte se quitó esa idea de la cabeza inmediatamente. Era el hombre equivocado, adecuado sólo para unas cuantas semanas, se recordó con crueldad. Acto seguido, volvió a centrarse en Beth.

– ¿Qué pasó a continuación?

– Fui de viaje a Nueva York. Siempre había querido ver un espectáculo de Broadway, así que convencí a mi madre para que fuéramos a pasar un fin de semana. Nos alojamos en un hotel, fuimos a ver un espectáculo, invité yo, y pasamos un buen fin de semana. -Se mordió el labio inferior-. Mandé a mamá a casa el domingo, y el lunes visité a David en su consulta. A partir de ahí, todo fue muy rápido. Al cabo de un mes estábamos prometidos.

– ¿Después de ponerte los implantes?

Beth apartó la mirada rápidamente.

– Se portó fenomenal. Totalmente centrado en mí y en mis necesidades.

En lo que quería crear, pensó Charlotte. Al hombre no le interesaba la mujer increíble que Beth ya era. Dio un sorbo al refresco.

– ¿Fuiste muchas veces a Nueva York?

Beth asintió.

– Y él vino aquí la mayoría de los fines de semana a partir de entonces. Teníamos unos planes increíbles -dijo, al tiempo que los ojos le brillaban por el recuerdo, pero sin perder el atisbo de tristeza y realidad-. Tiene un ático precioso, con vistas al East River y en una zona con muchos comercios. Hay montones de tiendas de niños. Estábamos de acuerdo en tener hijos pronto y él me dijo que quería que yo me quedara en casa a criarlos.

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal? -Charlotte sabía que sonaría sentenciosa y sesgada, basada en la experiencia de su madre, pero, en el caso de Beth, Charlotte tenía el presentimiento de no estar equivocada.

– Adelante -dijo Beth con recelo.

– Un hombre con tanto dinero y con el que compartías los mismos sueños… ¿por qué no te propuso que te fueras a vivir con él de inmediato? Sin duda podía costeárselo, así que ¿por qué estar separados?

– ¡Porque cree en el noviazgo tradicional! ¿Qué tiene eso de malo? No todos los hombres que no se quedan en Yorkshire Falls son unos crápulas como tu padre. -Beth abrió mucho los ojos y en seguida se le empañaron de lágrimas-. Oh, cielos, lo siento. He dicho una cosa horrible.

– No, has sido sincera -repuso Charlotte con voz queda-. Te hago preguntas legítimas y estás a la defensiva. ¿De qué tienes miedo, Beth?

– De que haya encontrado a otra que le interese más. -Su amiga se secó los ojos-. Ya había estado prometido con una paciente -reconoció Beth.

– ¿Con una paciente? -Charlotte tenía la impresión de que el doctor Implante era de los que se enamoraban de sus creaciones, no de las mujeres cuyos cuerpos retocaba, y que dejaban de interesarle en cuanto descubría otro proyecto.

En Beth había encontrado a la mujer ideal, porque, a pesar de su buena presencia natural, nunca se había sentido perfecta, algo que Charlotte sabía desde que eran adolescentes, aunque nunca había alcanzado a entenderlo.

– O sea, que no le interesaste hasta que decidiste materializar sus sugerencias de cirugía estética, ¿no? -Charlotte esperaba haber logrado que Beth fuera comprendiendo la dolorosa verdad poco a poco para que llegara a esa conclusión por sí misma.

– No -repuso con voz queda-. Y hace tiempo que intuía la verdad. Incluso estando aquí se mostraba distante. Si hablábamos de algo, era sobre cambiarme. -A Beth se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas-. ¿Cómo he podido ser tan imbécil? ¿Estar tan desesperada?

Charlotte tomó la mano de su amiga.

– No eres imbécil ni estás desesperada. A veces vemos lo que queremos ver porque lo deseamos con todas nuestras fuerzas. Tú querías que un hombre te amara. -Bajó la mirada hacia el refresco de cola que tenía en la mano-. Eso es lo que queremos todas.

– ¿Tú también?

Charlotte soltó una carcajada.

– Sobre todo yo. Sólo que soy más consciente de los riesgos que la mayoría, por lo mucho que he visto sufrir a mi madre al intentar retener a un hombre que no quería estar atado. -Le dio vueltas a la lata entre las palmas-. ¿Por qué piensas que no espero más de la vida? ¿Alguien que me quiera, por ejemplo? -Al notar el calor de la mirada de Beth, Charlotte alzó la vista.

– Porque eres muy independiente. Te marchaste, fuiste en busca de tus sueños, volviste y los materializaste. Yo me quedé aquí, en un trabajo sin porvenir, hasta que me introdujiste en el mundo de la moda, algo que siempre me había gustado. Pero necesité tus agallas para atreverme a dar un paso en la dirección correcta.

– Tenías motivos para quedarte y para ti eran válidos. -Charlotte miró a su alrededor y contempló la tienda, decorada con encaje blanco de fantasía-. No habría podido hacer todo esto yo sola. Tú también tienes parte del mérito por el éxito. Mira este lugar y siéntete orgullosa. Yo lo estoy. -Volvió a mirar a Beth en espera de que su amiga reconociera la verdad con un asentimiento de cabeza-. No sé de dónde procede tu inseguridad, pero ahora que eres consciente de ella, puedes intentar reforzar tu autoestima.

– La inseguridad siempre ha estado ahí. Dudo que tú sepas lo que es…

Charlotte negó con la cabeza. ¿Cómo era posible que Beth estuviera tan ciega como para creer que la vida de Charlotte era poco menos que perfecta?

– No sabes lo equivocada que estás. Por supuesto que entiendo la inseguridad. Lo que pasa es que creo que hay que trabajársela de dentro a fuera, no viceversa. ¡Eso explica la filosofía que hay detrás de esta tienda!

– Supongo que debería aprender. -Beth esbozó una sonrisa forzada-. ¿Roman forma parte de eso que llamas «trabajárselo»? No quieres comprometerte. ¿Eso se debe a que sabes qué es lo que te conviene?

Charlotte exhaló un suspiro. ¿Cómo explicarle a Beth los cambios con respecto a Roman?

– Roman es distinto. Nuestra relación es distinta.

– Aja. O sea que hay una relación.

– Breve -puntualizó Charlotte-. Los dos conocemos las reglas del juego.

– Siempre supe que había algo entre vosotros. ¿Eres consciente de que sólo quiso salir conmigo cuando se dio cuenta de que lo vuestro no funcionaba?

Charlotte negó con la cabeza. No era el momento de agravar las inseguridades de su amiga. Además, nunca había pensado que Roman recurriera a Beth para compensar su decepción amorosa. Charlotte no había querido pensar que su amiga hubiera significado gran cosa para él. Pero al planteárselo ahora, el estómago empezó a revolvérsele ante la posibilidad.

Sin embargo, en esos momentos Beth era quien necesitaba una inyección de confianza, no Charlotte.

– Venga ya. Tú eras la animadora principal más marchosa. Eras irresistible para él -dijo, transmitiéndole lo que había creído de corazón en aquel entonces.

Beth puso los ojos en blanco, recuperando por fin el sentido del humor y disfrutando de la situación.

– Lo pasamos bien, pero eso fue todo. No fue nada serio o irresistible. Yo intentaba olvidar a Johnny Davis y Roman olvidarte a ti.

– Beth…

– Charlotte… -la imitó su amiga, con los brazos en jarras-. Ahora me toca a mí explicarte algunas cosas de la vida. Hay distintos tipos de hombres y de relaciones. Está el hombre que es para siempre y el que está superando un desengaño amoroso, también llamado «hombre de transición». Con el que te lo pasas bien y luego sigues tu vida. Eso es lo que Roman fue para mí, y yo para él. -Hizo una pausa para pensar-. Creo que ha llegado el momento de que te plantees qué es Roman para ti.

– ¿Cómo te las has apañado para desviar la conversación hacia mí? -preguntó Charlotte.

– Porque somos amigas, como has dicho. Tú me necesitas tanto como yo a ti.

– Bueno, prometo explicarte lo que es Roman algún día. -Cuando consiguiera explicárselo a sí misma.

Beth consultó su reloj.

– Tengo que irme. Rick llegará de un momento a otro.

– ¡Ese playboy es el último hombre con el que deberías relacionarte! Sobre todo mientras estés prometida.

Beth se echó a reír.

– Rick y yo somos amigos. A-M-I-G-O-S.

Charlotte exhaló un fuerte suspiro de alivio.

– Rick me escucha y me hace reír. Las dos cosas que necesito ahora mismo. De hecho, hablar con un hombre me está dando la confianza necesaria para enfrentarme a David… y a mis temores. -Su sonrisa se apagó-. Luego tendré que plantearme la vida en solitario y descubrir quién soy y qué necesito.

– ¿Y si hemos subestimado a David? -Charlotte se sintió obligada a preguntar-. ¿Y si te quiere y…?

Beth negó con la cabeza.

– Nunca sabré si se enamoró de mí o de la mujer en que creyó convertirme. ¿Te he dicho que quiere arreglarme la nariz?

Charlotte dio un respingo en el asiento.

– Ni se te ocurra…

– No voy a hacerle caso, gracias a ti y a Rick. -Dio un fuerte abrazo a Charlotte-. Eres una buena amiga.

– Lo mismo digo. -Le devolvió el abrazo.

Llamaron a la puerta y Charlotte corrió a abrir.

Samson estaba en el exterior con el pelo encanecido mojado y una pila de cartas en la mano.

– ¿No coges el correo? -farfulló-. Si dejas las cartas fuera se las llevará el viento o se mojarán con la lluvia. Toma. -Le entregó el puñado de cartas.

– Gracias, Sam. -Las cogió y buscó en el bolsillo el dinero que recordaba haber metido allí por la mañana-. Ya sabes que nunca me acuerdo de recoger el correo. -Le tendió la mano con unos billetes arrugados en el puño-. ¿Puedes ir a buscar un refresco, traerlo y quedarte con el cambio?

Refunfuñó pero cogió el dinero con un destello de agradecimiento en sus ojos oscuros.

– ¿Hay algo más que no seas capaz de recordar tú sólita? -preguntó.

Charlotte reprimió una carcajada.

– Pásate por aquí el lunes por la mañana, tendré un paquete o dos para llevar a correos. -Entre otras cosas, para entonces habría acabado de empaquetar algunas bragas para sus cuentas.

Como suplemento especial del servicio, cuando acababa los pedidos antes de lo estipulado a Charlotte le gustaba sorprender a las clientas enviándoselos en vez de llamarlas y hacerlas ir a la tienda a recogerlos.

– ¿Qué te parece? -le preguntó a Sam.

– Que eres perezosa. Hasta entonces.

Charlotte sonrió y cerró la puerta con llave otra vez. El pobre hombre incomprendido. Negó con la cabeza. Cuando empezaba a revisar el correo sonó el teléfono.

– Ya respondo yo -le dijo a Beth.

Descolgó el auricular.

– El Desván de Charlotte, Charlotte al habla.

– Soy Roman.

Su voz profunda la envolvió de calidez y anhelo.

– Hola.

– Hola. ¿Qué tal? -preguntó él.

– He tenido un día muy ajetreado. Tendrías que haber visto las colas que se han formado en la tienda.

– Las he visto. Pero te he echado de menos. -Bajó la voz y adoptó un tono grave.

La embargó una sensación intensa.

– Es fácil encontrarme.

– ¿Te imaginas los titulares si realmente llegara a entrar por la puerta de tu tienda?

Charlotte se mordió el labio inferior. Si su tienda se había beneficiado de los titulares del día, Roman en cambio debía de haberlo pasado mal.

– ¿Tan malos serían?

– A ver si soy capaz de explicártelo. La secretaria de Chase me ha acusado de travestismo, mi propia madre me ha llamado delincuente en potencia y más de una mujer me ha enseñado unas de esas bragas que a ti tanto te gustan.

– Oh, no. -Charlotte se dejó caer en la silla, con un nudo en el estómago al pensar en que otras mujeres pudieran hacerle insinuaciones a Roman.

– ¿Qué ocurre? -Beth apareció detrás de ella.

Charlotte hizo un gesto con la mano para que no siguiera hablando.

– Es Roman -le indicó moviendo los labios y acercándose un dedo a éstos.

Beth sonrió y se acomodó para esperar.

– ¿En serio te ha pasado todo eso?

– Tan en serio que estoy pensando en pasar el resto del fin de semana fuera del pueblo.

Se sintió decepcionada y se dio cuenta de las muchas ganas que tenía de verlo. De estar con él. De consumar su relación. Temblaba ante la posibilidad, su cuerpo reaccionaba con sólo pensarlo.

– El fin de semana termina mañana por la noche -le recordó Charlotte.

– Pero ¿te imaginas cuántas cosas podemos hacer juntos en veinticuatro horas?

– ¿Podemos? -Agarró el teléfono con más fuerza.

– Bueno, no vivimos en una metrópoli próspera, pero me gustaría llevarte a algún sitio bonito.

Charlotte sintió que la calidez la embargaba, un calor que no tenía nada que ver con el deseo sexual. Oh, el deseo también estaba presente, pero el cariño que destilaba su voz la había pillado por sorpresa, directo al corazón.

– ¿En qué habías pensado?

– Se me había ocurrido ir al Falls. -El único restaurante del pueblo que exigía cierta formalidad en el vestir, pensó Charlotte.

– Pero ¿te imaginas comer mientras las mujeres me van introduciendo bragas en el bolsillo de la americana?

Charlotte rió.

– No me digas que eso también lo han intentado.

– Todavía no.

– Tu autoestima me deja pasmada. -Vio que Beth la miraba anhelante y giró la silla para no tener que verla-. ¿Me estás pidiendo…?

– Que vengas conmigo. Una noche, un día. Tú y yo. ¿Qué me dices? -preguntó.

– ¿Una cita?

– Más que eso, y lo sabes.

Charlotte respiró hondo. Hacía varios días que se encaminaban hacia ese momento. Charlotte ya había racionalizado por qué iba a permitirse liarse con él. Porque estar con Roman parecía ser la única manera de superarlo. Con un poco de suerte, descubriría que tenía demasiados vicios. Si no, por lo menos conservaría recuerdos para el futuro. Nunca volvería la vista atrás, pero lamentaría no haberlo probado.

– Te está pidiendo para salir. ¿A qué esperas? Di que sí -instó Beth desde atrás.

Charlotte la miró por encima del hombro.

– Cállate.

– No es la respuesta que esperaba.

– Disculpa, no te lo decía a ti. -Charlotte le hizo una seña a Beth para que se callara-. Sí, la respuesta es sí -declaró antes de tener tiempo de cambiar de opinión.

Beth soltó un grito de alegría.

– Me aseguraré de que sean unos momentos inolvidables -dijo con aquella voz tan sexy y convincente.

Y Charlotte le creyó. Estaba convencida de que cuando terminara ese fin de semana, nunca más volvería a preguntarse qué se había perdido desde que lo rechazó en su adolescencia.

No obstante, tendría presente que se trataba de una relación breve. Que Roman era su «hombre de transición».

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