El sol se ponía en el horizonte cuando Roman entró en el Norman's Garden Restaurant, llamado así en parte por Norman Hanover padre, fundador del local, y en parte por el jardín que había al otro lado de la calle. Ahora Norman hijo era quien regentaba el establecimiento, además de ser el chef. La mañana después del cara o cruz y su primer día entero en Yorkshire Falls, Roman se levantó tarde, estuvo jugando a las cartas con su madre y haciéndole compañía. También se dedicó a ponderar una oferta que le había llegado esa mañana del Washington Post para ocupar un puesto de redactor jefe en la capital.
Roman sabía que cualquier periodista mataría por el cargo. Pero aunque tenía que reconocer que quizá disfrutara de la intriga política y del cambio de ritmo, aposentarse en un lugar nunca había entrado en sus planes. Había viajado lo suyo pero quedaba más por ver, más noticias de las que informar e injusticias que sacar a la luz, aunque, con la corrupción que reinaba en Washington D. C, Roman se imaginó que no se aburriría.
Dudaba que se sintiera tan confinado viviendo en la capital de la nación como se sentía en su pueblo natal, y quizá se habría tomado la oferta más en serio de no haber perdido en el a cara o cruz. Ahora que tenía en perspectiva una posible esposa, una que probablemente querría vivir con su marido en Estados Unidos, tenía un buen motivo para no aceptar el trabajo. En esos momentos, marcharse al extranjero sonaba incluso más apetecible que nunca.
Por la tarde, su madre se había quedado dormida frente al televisor y Roman por fin había podido salir de la casa sabiendo que ella estaba descansando y que no tenía que preocuparse de que intentara hacer demasiadas cosas.
Caminó rápidamente por el pueblo hasta que el colorido de un escaparate le llamó la atención e hizo que se detuviera a mirar. Entrecerró los ojos para ver mejor y se encontró con la nariz pegada a todo un despliegue de lencería femenina.
El escaparate estaba repleto de eróticos camisones transparentes, ligas y todo aquello que el sexo opuesto se ponía para atraer a los hombres -y él había visto muchas prendas de ese tipo en su momento-. Los artículos del escaparate eran sensuales y decadentes, con tentadores estampados de animales.
Al parecer, en el pueblo habían cambiado ciertas cosas. Mientras se preguntaba quién habría conseguido derrotar al conservadurismo, recordó la conversación con sus hermanos de la noche anterior. «¿Charlotte Bronson ha vuelto al pueblo?», les había preguntado.
«Ha abierto una tienda en la calle principal… ¿Por qué no te pasas por allí y lo ves con tus propios ojos?» Sus hermanos le habían respondido con vaguedades a propósito, pensó Roman divertido. Se permitió echar otro vistazo a las provocativas medias del escaparate y negó con la cabeza con fuerza. Era imposible que Charlotte fuera la dueña de aquella tienda. La Charlotte que él recordaba era más discreta que extrovertida, más sensual de forma innata que descaradamente sexy. Esa combinación siempre le había intrigado, pero de todos modos, no le parecía que fuera el tipo de persona que abriría una tienda tan tentadora y erótica. ¿O sí?
El sonido de un claxon devolvió a Roman a la realidad y al volverse vio que Chase aparcaba el coche en una plaza libre que había más abajo en la misma calle. Consultó su reloj. Rick ya debía de haber llegado. Tendría tiempo de sobra para inspeccionar la tienda después de reunirse con sus hermanos. Entró en el restaurante y se encaminó hacia el fondo, dejando atrás las mesas que daban a los ventanales delanteros.
Roman encontró a Rick junto a la vieja máquina de discos, en la que sonaba el último éxito reggae del momento, salpicado con ritmos jazzísticos. Echó un vistazo a su alrededor para imbuirse de aquel entorno que tan familiar le resultaba.
– Exceptuando la música, la vida nocturna de Yorkshire Falls es tan emocionante como siempre.
Rick se encogió de hombros.
– ¿Realmente esperabas que cambiaran las cosas?
– Supongo que no. -Observó que incluso la decoración era la misma. Gracias a la obsesión de Norman padre por la observación de las aves, las paredes del local estaban cubiertas de pajareras de madera pintadas a mano y cuadros de distintas especies en su hábitat natural.
El local había sido, y seguía siendo, el punto de encuentro de los casi veinteañeros que querían independizarse de sus padres, de los solteros del pueblo y de las familias que necesitaban comer algo tras un partido de béisbol. Esa noche, la clientela incluía a los hermanos Chandler. Después de vivir en hoteles durante semanas y sin apenas visitar su apartamento de Nueva York, por no hablar de su familia, Roman tenía que reconocer que volver a casa estaba bien.
– Dime que las hamburguesas son tan buenas como las recuerdo y me harás feliz.
Rick se echó a reír.
– Qué fácil es hacerte feliz.
– ¿Qué te haría feliz a ti, Rick? -Su matrimonio hacía años que había acabado en un divorcio demoledor, cuando su mujer lo dejó por otro hombre. Rick había seguido siendo el hermano despreocupado y alegre, pero Roman solía preguntarse cuánto dolor ocultaba en su interior.
Rick cruzó los brazos sobre el pecho.
– Yo ya soy un hombre satisfecho.
Teniendo en cuenta todo lo que había sufrido Rick, Roman confió en que su hermano fuera sincero.
– Hola, guapo, ¿qué te pongo? -preguntó una aguda voz femenina.
Roman se levantó para dar un rápido abrazo a Isabelle, la mujer de Norman y, a sus sesenta años, la camarera preferida de todos. Olía a una singular mezcla de comida casera y la anticuada grasa que Norman utilizaba en la cocina cuando ella no miraba.
– Me alegro de verte, Izzy-dijo dando un paso atrás.
Ella sonrió.
– Tu madre está loca de contenta de que estés en casa.
Roman volvió a sentarse.
– Sí, pero ojalá fuera por otro motivo.
– Tu madre es muy fuerte. Todo irá bien. Norman y yo le hemos enviado suficientes comidas preparadas para toda una semana.
– Eres la mejor.
Ella sonrió.
– Como si no lo supiera. Bueno, ¿qué te pongo? ¿Hamburguesa con queso deluxe?
Roman se echó a reír.
– Tienes una memoria de elefante.
– Sólo con mis clientes preferidos. -Le guiñó un ojo a Roman antes de dirigirse a Rick-. Filete y puré de patata, seguro. ¿Un refresco esta noche, agente?
Rick asintió.
– Estoy de servicio.
– Yo tomaré lo mismo.
– ¿Y qué vas a hacer mientras estés en casa? -preguntó Izzy.
– No tengo planes más allá de hoy. Esta noche veré si Chase necesita mi ayuda mientras estoy aquí.
Izzy se colocó el lápiz detrás de la oreja.
– Los Chandler trabajáis demasiado.
Rick se encogió de hombros.
– Es que nos educaron así, Izzy.
– Lo cual me hace recordar que vayas preparando también una hamburguesa para Chase. Está a punto de llegar -dijo Roman.
– Ya estoy aquí. -Su hermano mayor apareció detrás de Izzy.
– Justo a tiempo. Una con queso, una sola y un filete. Toma asiento y os traeré las bebidas. -Isabelle se dispuso a marcharse.
– Una coca-cola para mí, Izzy. -Chase se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla antes de sentarse-. Bueno, ¿qué me he perdido?
– Rick me estaba diciendo lo satisfecho que está con su vida -dijo Roman con ironía.
– No me extraña. Te asombraría saber los aprietos en los que se meten las mujeres de este pueblo sólo para tener una excusa y que el agente Rick vaya a socorrerlas -declaró Chase-. Podríamos dedicar una página entera del periódico a las hazañas del policía.
Roman soltó una risita.
– Seguro que eso no te resulta un problema, ¿verdad?
– No más de lo que le resulta a Chase eludir a las mujeres con cestas de picnic que intentan convencerlo para que salga del despacho y ponerlo boca arriba. Encima de la manta de picnic, quiero decir. -Rick se rió y se recostó con expresión satisfecha en la silla de vinilo-. Tantas mujeres y tan poco tiempo.
Roman se rió.
– Pero fuera de Yorkshire Falls hay más variedad. ¿Cómo es que nunca te lo has planteado? -Siempre se preguntaba por qué su hermano mediano se conformaba con patrullar en un pueblo pequeño cuando podría aprovechar más y mejor Su talento en una gran ciudad.
Durante los veranos que Roman había pasado trabajando para Chase se había sentido limitado por las noticias pequeñas y a menudo triviales de las que le tocaba informar, mientras el mundo exterior le llamaba la atención, atrayéndolo hacia mayores y mejores… en aquel momento no sabía exactamente qué. Todavía no estaba seguro de qué era lo que le atraía, pero se preguntaba si su hermano sentiría alguna vez una insatisfacción parecida o la necesidad de marcharse.
– ¿Roman? ¿Roman Chandler? ¿Eres tú?
Por lo visto no iba a obtener la respuesta en un futuro inmediato. Inclino la silla hacia atrás, levanto la mirada y se encontró cara a cara con una de sus viejas amigas del instituto.
– ¿Beth Hansen? -Se puso en pie.
Ella chilló de emoción y le rodeó el cuello con los brazos.
– ¡Eres tú! ¿Cómo estás? ¿Y cómo es que no me había enterado de que estabas aquí?
– Con mi madre fuera de servicio, los cotillos tardan más en llegar. -Él le devolvió el abrazo amistoso y dio un paso atrás para verla mejor.
Su cabello a mechas rubias y peinado de peluquería le llegaba a los hombros y le otorgaba un aspecto más elegante y menos típicamente californiano de lo que recordaba. Y, o era su imaginación o el pecho le había crecido tremendamente desde la última vez que la vio.
– Me he enterado de lo de Raina. ¿Está bien? -preguntó Beth.
Él asintió.
– Se pondrá bien si se toma las cosas con calma y hace caso al médico.
«Y estaría mucho mejor si Roman se casara y fecundara a una mujer lo antes posible.» Dado que el amor y el deseo no tenían nada que ver con el tema, Roman sólo podía pensar en su misión en términos así de cínicos.
Examinó a Beth de nuevo, esta vez como posible candidata. Siempre le había gustado, lo cual ayudaría a cumplir con el objetivo. Habían sido buenos amigos, nada más, pero en el instituto él le había propuesto salir. Se habían visto unas cuantas veces y mantenido relaciones en el asiento trasero del coche de Chase, porque ella estaba dispuesta y él estaba caliente. Pero sobre todo porque necesitaba desesperadamente que le subieran la moral después del rechazo de Charlotte Bronson. Si no «lo hacía» con Charlotte, había decidido que sí iba a «hacerlo» con Beth.
Ahora se daba cuenta de que todo aquello había sido fruto efe su ego masculino. Sin embargo, él y Beth habían seguido juntos hasta la graduación porque era una relación divertida y fácil. Luego, cada cual había seguido su camino. Ninguno de los dos había sufrido y obviamente habían conservado su camaradería.
– Dale recuerdos a Raina de mi parte, ¿vale? -dijo Beth.
– Descuida.
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí esta vez? -Los ojos le brillaban de curiosidad.
Beth no le atraía tanto como Charlotte pero tenía buen corazón. ¿Seguiría interesada?, se preguntó Roman. Y si así era, ¿aceptaría un matrimonio entre amigos pero sin amor? Se inclinó más hacia ella.
– ¿Cuánto tiempo quieres que me quede?
Ella se echó a reír y le dio un suave puñetazo en el hombro.
– No has cambiado nada. Si todo el mundo sabe que no te quedarás aquí más de lo estrictamente necesario.
Chase carraspeó detrás de él, pero fue un sonido que sonaba más a advertencia.
– Felicita a Beth, Roman. Está prometida con un médico de la gran ciudad. Un cirujano plástico.
Roman dedicó una sonrisa de agradecimiento a su hermano por evitarle quedar como un patán haciéndole insinuaciones a Beth.
– Espero que sepa lo afortunado que es. -Roman la tomó de las manos y advirtió por primera vez el pedrusco que llevaba en el dedo-. Vaya, espero que tenga un corazón tan grande como este anillo. Te lo mereces.
Ella lo miró con su sincera mirada.
– Es lo más encantador que me han dicho jamás.
Si eso era lo más encantador que le habían dicho, su prometido tendría que currárselo un poco más, pensó Roman.
– Oye, tengo que ir a sentarme. No quiero perder la mesa. -Le dio un beso cariñoso en la mejilla-. A ver si te dejas ver mientras estás en el pueblo.
– De acuerdo.
Roman se sentó, confiando en que sus hermanos olvidaran que había tanteado a Beth como posible candidata. La observó mientras se marchaba y se sentaba a una mesa bastante alejada antes de volver a mirar a Rick y a Chase.
Los hermanos intercambiaron una mirada sin romper el silencio, hasta que Rick soltó una risa ahogada.
– ¿Esperas que tenga el corazón tan grande como ese anillo?
Roman sonrió.
– ¿Qué otra comparación iba a hacer? -Sin hacer referencia a lo obvio, pensó.
– Por un momento he pensado que ibas a mencionar el tamaño de sus… Da igual. -Rick negó con la cabeza con expresión divertida.
– Sabéis que tengo más clase que eso.
– ¿Crees que valen diez de los grandes? -preguntó Chase-. No es que su prometido le haya cobrado.
– Son… impresionantes -dijo Roman.
– Lo suficientemente impresionantes como para que te hayas planteado dar el paso. -Chase esbozó una media sonrisita.
Y eso que él esperaba que estuvieran más calmados. Pero siempre habían sido bromistas bienintencionados, eso no había cambiado.
– Me lo he planteado durante unos instantes. He pensado en nuestros buenos momentos, no en el tamaño de sus… Bueno, ya os lo imagináis.
Los hermanos asintieron para mostrar su acuerdo.
Izzy les trajo las bebidas y pusieron fin a ese tema de conversación.
– ¿Qué me dices de Alice Magregor? -preguntó Chase en cuanto Izzy ya no podía oírlos-. El otro día se pasó por el periódico con comida casera en una cesta de picnic y una botella de Merlot. Como vio que no me interesaba, preguntó por Rick. Es un indicio claro de que quiere sentar la cabeza.
– Con vosotros dos -murmuró Roman.
No había ni una sola mujer soltera en Yorkshire Falls que no hubiera intentado acosar y atraer tanto a Chase como a Rick con su mercancía; ya fuera cocinada o de otro tipo.
– ¿Alice no es la que llevaba el pelo cardado?
– Esa misma -repuso Rick.
– No recuerdo que estuviera interesada en nada más aparte de los peinados y el maquillaje -dijo. Y aunque ahora se peinase de otro modo, tampoco recordaba haber tenido nada en común con ella-. Necesito conversación inteligente -declaró Roman-. ¿Es capaz de hablar con sentido o sigue dedicada a cosas superficiales?
Chase rezongó.
– Roman tiene razón. No es casualidad que siga soltera en un pueblo en que la gente se empareja justo después de la graduación.
Roman cogió el vaso, frío y húmedo.
– Tengo que acertar a la primera. -Echó la cabeza hacia atrás notando cómo la sangre le latía en las sienes, antes de incorporarse y encontrarse con la mirada de su hermano-. Además, tengo que elegir a una mujer que le caiga bien a mamá. Quiere un nieto por motivos sentimentales, pero también quiere sentirse de nuevo parte del mundo. Me refiero a que la gente del pueblo se portó bien con ella después de la muerte de papá, pero, seamos sinceros, se convirtió en la viuda con la que nadie sabe qué hacer.
– Es la personificación del mayor temor de todas las esposas -añadió Chase.
– Hablando de mamá… Quiero asegurarme de que recordáis el trato. Si alguno de vosotros revela el plan y se lo chiva a mamá, me largo de aquí en el primer avión, y ya cargaréis vosotros con el muerto. ¿Está claro?
Rick dejó escapar un gemido.
– Vaya, tú si sabes cómo hacer que una decisión tomada a cara o cruz pierda toda la gracia.
Roman no desistió hasta que Rick por fin se comprometió.
– Vale, vale. No diré nada.
Chase se encogió de hombros.
– Yo tampoco, pero supongo que sois conscientes de que mamá va a estar pasándonos mujeres por las narices a los tres hasta que Roman encuentre a su novia.
– Es el precio que tenéis que pagar por seguir solteros -les recordó Roman.
– Entonces, mejor que nos pongamos manos a la obra antes de que mamá empiece a hacer de las suyas por el pueblo. ¿Marianne Diamond? -preguntó Chase.
– Prometida con Fred Aames -dijo Rick.
– El gordito de quien todo el mundo se burlaba. -Freddy el gordito, se acordó Roman de repente.
– Menos tú. Le diste una paliza a Luther Hampton por robarle el almuerzo. Yo estaba tan orgulloso de ti que no me importó que te expulsaran del colé -recordó Chase.
– ¿Y a qué se dedica Fred ahora? -preguntó Roman.
– Pues ya no es Freddy el gordito, eso está claro -informó Chase.
– Pues mejor para él. El sobrepeso es poco saludable.
– Siguió los pasos de su padre. Tiene un negocio de fontanería y le cae bien a todo el mundo. Fuiste tú quien inició esa tendencia. -Rick apuró el refresco con un sonoro sorbo.
Roman se encogió de hombros.
– Me parece increíble que os acordéis de eso.
– También recuerdo otras cosas -dijo Chase con una mezcla de humor y seriedad en su mirada de hermano mayor.
– La cena, chicos. -Izzy les llevaba la comida. Los suculentos aromas de la hamburguesa y las patatas fritas de Norman le recordaron a Roman que tenía el estómago vacío. Cogió una patata antes de que Izzy llegara a dejar el plato en la mesa y se la comió-. Felicidades al cocinero. Su comida es la mejor.
– Déjate de frases de peloteo y acábate todo lo que tienes en el plato. Ésa es la única felicitación que Norman necesita -le soltó Isabelle. Dijo que volvería con más bebidas y desapareció de nuevo.
– Bueno, ¿dónde estábamos? -preguntó Chase.
Roman dio un mordisco a su hamburguesa sin esperar a que Chase acabara con el kétchup. Masticó y tragó.
– Hablando de mujeres… -Rick fue directo al grano. -Pues parece que antes vas a tener otro reencuentro -anunció Chase antes de que ninguno de ellos tuviera tiempo de pensar en otra candidata.
Roman se volvió en el asiento y vio a una mujer caminando por el pasillo del restaurante, toda una visión. Lucía una falda de color naranja, una camiseta escotada sin mangas y una larga melena de pelo negro brillante.
Sintió una punzada de familiaridad en lo más profundo de su ser al tiempo que Rick se inclinaba hacia él y le susurraba al oído:
– Charlotte Bronson.
En cuanto Roman se fijó en su cara, supo que Rick tenía razón. Pensó que la calidez que había notado cobraba sentido al verla. Ya no tenía el cuerpo de una chica, sino el de una mujer: exuberante, con curvas y, oh, qué tentador. Seguía teniendo un cutis de porcelana radiante y la sonrisa tan vibrante como recordaba, y se vio a sí mismo esbozando una sonrisa de oreja a oreja. Por el mero hecho de estar presente ella siempre le había hecho sonreír, y eso no había cambiado. Pero ella sí. Vestía de forma más cosmopolita y caminaba con mayor seguridad; obviamente, había encontrado su rumbo.
Su amor del instituto se había convertido en una mujer muy hermosa. Se le secó la boca y, por debajo de la mesa, notó una erección tremenda que se veía incapaz de disimular. Aquella mujer siempre le provocaba el mismo efecto, pensó Roman, y el pulso se le aceleró mientras esperaba a que se detuviera en su mesa.
Mientras tanto, Rick, y eso le recordó por qué siempre había odiado tener hermanos mayores, iba murmurándole al oído:
– Cinco, cuatro, tres, dos…
Pero justo cuando ella tendría que haberse parado a saludarlo, giró a la derecha bruscamente y se dirigió a la mesa en la que Beth estaba esperándola.
Roman gimió y se volvió para mirar de frente al pelotón de fusilamiento que tenía por hermanos.
– Parece que te va a hacer sudar, hermanito.
¿Acaso no era lo que siempre había hecho?
Chase se echó a reír.
– Seguro que no estás acostumbrado a que te ignoren. Va a resultar muy duro para tu ego.
– Cállate la boca -musitó Roman. No había olvidado lo sucedido aquella noche en el instituto. Y aunque siempre había considerado que Charlotte era la única que lo había rechazado, él intentó forzar la situación entre ellos. No es que temiera tener que ganársela a pulso u otro rechazo. Siempre había tenido las intenciones de perseguirla, pero nunca había tenido el tiempo suficiente.
Pero las cosas habían cambiado. Ahora que había vuelto después de una prolongada ausencia, Roman ya no estaba dispuesto a dejar que ella lo ignorase deliberadamente. Había llegado el momento de pasar a la acción.
Era verdad, Roman había vuelto. A Charlotte se le revolvió el estómago y la embargó una sensación de incredulidad y shock. Su vislumbre a través del escaparate y el presentimiento que había intentado ignorar no la habían preparado para el impacto de verlo de nuevo.
Maldito hombre. Nadie en toda la faz de la tierra era capaz de afectarla de tal modo. Una mirada y volvía a sentirse como una adolescente dominada por las hormonas.
El paso del tiempo se notaba en sus rasgos, para mejor. La edad lo había perfilado de una forma increíble. Tenía el rostro más fino, más cincelado y, si eso era posible, los ojos de un azul todavía más intenso. Negó con la cabeza. No se había acercado lo suficiente como para saberlo con certeza. Al principio porque acababa de entrar en el restaurante y lo vio con Beth, con quien había preferido dejarlo a solas, y luego porque le sudaban las manos y la avergonzaba no ser capaz de mantener la compostura.
Porque Charlotte estaba convencida de que Roman no había cambiado en un aspecto: su instinto de reportero. Le bastaba una sola mirada no para ver sino para diseccionar. Y ella no quería que la diseccionara.
– Te tiemblan las manos -advirtió Beth.
Charlotte dio un largo sorbo al refresco que su amiga había pedido para ella.
– Es la cafeína.
– A mí me parece que es la sobrecarga de testosterona.
Sin saber muy bien cómo, Charlotte consiguió evitar escupir la coca-cola ante la sonriente cara de Beth.
– ¿Te refieres a la sobrecarga de hormonas?
– Puede ser una definición. Esa mesa de apetitosa carne masculina te ha afectado. -Hizo un gesto con la mano hacia el rincón que ocupaban los hermanos Chandler.
– No señales -dijo Charlotte.
– ¿Por qué no? Toda la gente del restaurante los está mirando.
– Es verdad -reconoció Charlotte, y se dio cuenta de que había perdido la oportunidad de negar haberlos visto. Su plan había sido hacer caso omiso de los hermanos. Por lo menos hasta que hubiera comido algo y reforzado sus defensas para enfrentarse al efecto desestabilizador de Roman.
Cruzó las manos húmedas, una encima de la otra.
– Yo no. Estoy inmunizada.
– Siempre lo has estado. O has fingido estarlo -declaró Beth con una sabiduría de la que había carecido en su juventud-. Y no puede decirse que lo entienda. -Negó con la cabeza-. Nunca jamás lo entenderé.
Charlotte no le había contado ni siquiera a su mejor amiga la verdad sobre por qué había rechazado a Roman. En el instituto, tenía las defensas en plena forma, y para cuando quiso darse cuenta, Roman había pasado del rechazo de Charlotte a los predispuestos brazos de Beth. A pesar del dolor y los celos, Charlotte había alentado el interés de su amiga y fingido estar inmunizada, tal como acababa de decir Beth. Luego se habían graduado y Roman se había marchado rumbo a lo desconocido.
Charlotte no le había preguntado si su relación había sido seria. A menudo se decía que lo había hecho por respeto a la intimidad de Beth, pero en realidad era más egoísta. Charlotte no quería saberlo. Y, a diferencia de con su operación de estética, Beth había sido discreta en cuanto al tema de Roman.
Pero los tiempos habían cambiado y ahora Beth estaba prometida con otro hombre. Roman era tan agua pasada que Charlotte se planteó hablar del asunto esa noche.
– Sigue siendo tan guapo… -dijo Beth.
Charlotte cambió de opinión acerca de mantener una conversación sincera.
– Oye, si Roman todavía te interesa, adelante. Si al doctor Implante no le importa, a mí tampoco.
– Mentirosa. -Beth dejó la servilleta encima de la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho esbozando una sonrisa-. He visto cómo lo mirabas antes de que él se volviese y te viera. Y he visto cómo desviabas la mirada y venías directa hacia aquí, como si ni siquiera lo hubieras visto.
Charlotte se movió incómoda en el asiento.
– ¿Es demasiado tarde para preguntarte a quién he visto y dónde?
– Cobarde.
– Todo el mundo tiene sus debilidades, así que deja de chinchar. Ahora, si me disculpas, tengo que ir al baño.
Charlotte huyó rápidamente sin mirar en dirección a Román Chandler. Pero en cuanto llegó al estrecho pasillo que conducía a los servicios, tuvo que secarse las palmas de las manos en la falda de gasa.
Cinco minutos más tarde se había retocado el pintalabios y se había recordado todos sus logros, para así asegurarse de que podría mantener una conversación educada con Román con aplomo y ligereza si era necesario.
Con fuerzas renovadas, abrió la puerta y se encontró de narices con el amplio pecho de Román. El inconfundible aroma a loción almizclada para el afeitado y a poderosa masculinidad la embargó. La excitó. Tomó aire sorprendida.
Mientras ella retrocedía con paso vacilante, él le agarró los antebrazos con ambas manos.
– Tranquila.
¿Tranquila? ¿Estaba de broma? El tacto de sus palmas era cálido, fuerte y demasiado bueno sobre su piel desnuda. Miró sus ojos azules.
– Esto es el lavabo de señoras -dijo como una tonta. Suspiró. Y eso que quería mantener una conversación animada, con aplomo e ingenio.
– No, esto es el pasillo. El lavabo de señoras está detrás de ti y el de caballeros está pasillo abajo. -Sonrió-. Lo sé perfectamente, casi podría decirse que me crié aquí.
– Tengo que volver a mi mesa. Beth me está esperando. Beth Hansen, te acuerdas de ella, ¿verdad? -Charlotte puso los ojos en blanco. Aquello iba de mal en peor.
Para su disgusto, Román se echó a reír.
– Bueno, por lo menos ahora sé que te acuerdas de mí.
No fingió malinterpretarlo y se sentía incapaz de mentirle.
– Llegaba tarde, tenía prisa, Beth me estaba esperando. -Levantó las manos y luego las dejó caer a ambos lados del cuerpo.
– O sea que no pretendías ignorarme.
Se sonrojó.
– No. Yo… tengo que irme. Beth me está esperando. Otra vez será.
Él le rozó la mejilla con la mano y un temblor de reconocimiento embargó su cuerpo; estremecimiento que a él no le pasó desapercibido.
– Te dejaré volver a la mesa en cuanto te haya hecho una pregunta. Han pasado más de diez años y la atracción que sentimos el uno por el otro sigue viva. ¿Cuándo vas a ceder?
«Cuando el infierno se hiele», le vino a la cabeza, pero mantuvo la boca cerrada. En parte porque en realidad no lo pensaba y en parte porque él no se merecía un rechazo tan aplastante.
Charlotte se humedeció los labios secos.
– ¿Cuándo vas a dejar de intentarlo?
Él se rió.
– Cuando el infierno se hiele.
Estaba claro que le leía el pensamiento. Se apoyó en la pared a modo de protección, pero de poco le sirvió cuando Román dio otro paso adelante y aprisionó su cuerpo entre la pared y su armazón esbelto, duro y masculino.
Los años se disiparon cuando él le sujetó la cabeza con las manos y acercó los labios a su mandíbula. La calidez de su aliento en contacto con su mejilla y la presión de su cuerpo contra el de ella le produjeron una sensación tan sumamente placentera que le hizo preguntarse por qué se le había resistido durante tanto tiempo. Parpadeó, cerró los ojos y se permitió disfrutar de la erótica sensación que le recorría las venas. «Sólo por un momento», se dijo a sí misma. Nada más.
Él era atractivo e inalcanzable, igual que los destinos exóticos sobre los que se informaba y soñaba pero que nunca visitaría. Porque ella no era como su padre, y su vida estaba allí. La estabilidad y un futuro sólido estaban ligados a aquel pueblo, a sus raíces. Pero el roce de los labios de Román en la suave zona situada entre la mandíbula y la oreja le hacían querer olvidar la seguridad y la rutina. Una oleada de calidez le inundó las venas, sintió que se humedecía y quiso mucho más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
– Cena conmigo el viernes. -Su voz gutural reverberó en su oído.
– No puedo… -Él le posó sus labios en el lóbulo de la oreja y sus dientes rozaron el punto exacto. Cálidas flechas de deseo atravesaron otras zonas más íntimas y sensibles y el baño de sensaciones avivó su cuerpo femenino. Charlotte gimió en voz alta e interrumpió la frase sin explicitar la negativa que había iniciado.
Él la iba mordisqueando y dándole deliciosos lametones, a veces fieros y otras suaves y ligeros como una pluma, y más seductores de lo que ella hubiese podido desear en lo más profundo de su interior. Si la intención de él era dominarla, la tenía rendida a sus pies. Posaba sus labios, húmedos y cálidos, en distintos puntos, sin exigencias pero extremadamente seductores. Una vocecita en su interior intentó rebelarse, recordándole que se trataba de Román y que se marcharía en cuanto su madre se recuperara o en cuanto se aburriera del pueblo. De ella.
Tenía que apartarse de él. Entonces Román le acarició la oreja con la lengua y le sopló ligeramente en la piel húmeda. Oh, cómo la excitaba. Dejó escapar un gemido por entre los labios apenas entreabiertos.
– Me tomo eso como un sí -susurró él.
Ella abrió los ojos a la fuerza. ¿Sí a una cita con él?
– No.
– Eso no es lo que me transmite tu cuerpo.
Román no retrocedió, lo cual hizo que ese rechazo le resultara más difícil que todos los del pasado, porque él estaba en lo cierto.
– Mi cuerpo necesita un guarda.
El esbozó una sonrisa encantadora.
– Vaya, no me importaría ocupar ese puesto.
– Sólo mientras estés en el pueblo, por supuesto. -Le dedicó una sonrisa forzada.
– Por supuesto. -Él acabó retrocediendo y por fin le dejó el espacio para respirar que tanto necesitaba-. Deberías saber que soy un hombre al que le gustan los retos, Charlie.
Se puso tensa al oír el apodo que le había puesto su padre. Había elegido el nombre, Charlotte Bronson, en honor de su actor preferido, Charles Bronson.
– Charlotte -le corrigió ella.
– De acuerdo, Charlotte; me atraes. Siempre lo has hecho. Y si yo soy capaz de reconocerlo, tú también puedes.
– ¿Qué más da lo que esté dispuesta a reconocer? En la vida no siempre se tiene lo que uno quiere. -Estaba claro que ella pocas veces lo había conseguido.
– Pero si alguna vez pruebas, a lo mejor consigues lo que necesitas. -Apoyó un hombro en la pared y sonrió.
– Estoy impresionada. Me recuerda a una canción de los Rolling Stones. -Aplaudió para exagerar su reacción.
– Mejor que eso. Yo sé cómo aplicar sus letras a la vida. -Se separó de la pared y se irguió-. Que te quede claro, Charlotte. Tendremos otra cita. -Empezó a caminar por el largo pasillo y se volvió-. Y, teniendo en cuenta tu reacción y la mía, probablemente compartiremos mucho más. -Lo dijo con un tono de certidumbre y promesa.
– Sí, claro, Román. Tendremos esa cita, lo que tú digas.
Él abrió los ojos como platos al oír sus palabras.
– El día en que decidas quedarte en el pueblo. -Y como eso no iba a pasar nunca, pensó Charlotte, su propuesta de cita no se materializaría. Él no suponía ninguna amenaza para ella. «Sí, ya.»
– Cuanto mayor sea tu desafío, más decidido estaré. -Se echó a reír porque era obvio que no creía lo que ella acababa de decirle.
Román no se dio cuenta en absoluto de que ella hablaba muy en serio. Entre ella y el viajero despreocupado no iba a ocurrir nada más, a no ser, claro está, que quisiera acabar sola y abandonada, como su madre.
Pero Román había lanzado el anzuelo verbal. Ahora, lo único que ella tenía que hacer era reunir la tuerza necesaria para resistirse.