– ¿Lo que quiera? -repitió Bram. -Has dicho que podía preguntarte lo que quisiera -el haz de luz de la linterna se deslizó por el suelo de piedra. Al fondo había una gran losa de piedra inclinada en el suelo. En la pared opuesta había varios dibujos grabados en la roca-. ¿Hablabas en serio cuando lo has dicho, o te referías a que podía pedirte cualquier cosa?
Bram creía que Flora no había captado su invitación. Al parecer, se había equivocado. Había escuchado atentamente cada una de sus palabras.
– ¿Qué preferirías que significara?
En lugar de contestar de inmediato, Flora alzó la linterna para iluminar los grabados que había en la pared. Se trataba del retrato de una mujer sentada en un trono, con el pelo suelto cayendo en pequeñas ondas sobre sus pechos desnudos. Se acercó a la pared y deslizó los dedos por los delicados detalles del grabado, la diadema de la cabeza, las joyas que decoraban los brazos, los tobillos y la garganta de la mujer.
– Es real -susurró.
– ¿Real?
– Empezaba a pensar que Tipi había inventado todo el asunto con el fin de obtener publicidad para el sector turístico. Antes fue Ministro de Turismo. Pensé que tal vez había encontrado unas viejas ruinas y había introducido en ellas algunas joyas antiguas para hacerlas pasar por auténticos descubrimientos -Flora se volvió hacia Bram-. No sería el primero en hacer algo así.
Él asintió, pensativo. Luego alargó el brazo para tocar el rostro de la «princesa perdida».
– Podrías ser tú, Flora. Con tu pelo suelto y una corona en la cabeza -el perfil de Flora brillaba a la suave luz de la linterna y Bram alargó una mano para tocarle la garganta-. Collares de perlas en tomo a tu garganta… piedras preciosas…
Flora tragó saliva.
– No seas tonto. No me parezco a ella.
– Eres su vivo retrato -Bram apoyó las manos con suavidad sobre su rostro y cerró los ojos-. Cejas… -dijo, a la vez que las trazaba con sus dedos-, nariz… -se la acarició con los pulgares-, boca… -no necesitaba ver su boca. La conocía íntimamente. Sabía que era cálida, dulce, carnosa-. Tenéis los mismos rasgos.
Flora se echó ligeramente atrás.
– Ésa es sólo una forma galante de decir que tengo la nariz grande.
Bram abrió los ojos.
– En cualquier otra podría resultar grande, pero en ti es perfecta -alzó una mano hacia la trenza de Flora y le quitó la goma. Ella hizo otro movimiento para distanciarse-. Déjame hacer esto. Quiero tomar una foto tuya y de la princesa para que lo veas por ti misma -mientras empezaba a soltarle el pelo, añadió-: ¿Querías preguntarme algo?
Flora permaneció muy quieta mientras él se afanara con su pelo.
– Es algo personal, no sobre la empresa.
Cuando los dedos de Bram rozaron su cuello sintió que sus pezones se tensaban como rogando que los acariciara.
– Pregunta lo que quieras, Flora.
– Sólo quería saber si… has estado enamorado alguna vez.
No era la pregunta que esperaba Bram.
– No sé lo que es el amor.
– Sabía que no contestarías -dijo Flora a la vez que deslizaba la luz de la linterna por la pared.
Bram la tomó por la muñeca y volvió a enfocar la linterna sobre el grabado de la princesa.
– ¿Eso es lo que tienen en el museo? ¿Enterraron las joyas y la corona con ella?
– Eso supongo.
– ¿Dijo Tipi Myan que la tumba estaba decorada?
– ¿Bromeas? Debía saber que si lo decía no habría habido forma de convencerme de que no vinieran -tras una pausa, Flora preguntó-: ¿Tienes alguna idea de por qué pretende mantenerme alejada de este lugar?
Por su voz, Bram percibió que estaba enfadada, no con él sino consigo misma por haber creído que hablaba en serio cuando le había dicho que podía preguntarle lo que quisiera.
– Una vez estuve enamorado -dijo-. Durante un tiempo pareció amor.
– ¿Qué sucedió?
– Nada. Estuvimos dos meses juntos. Un día, ella me besó y me dijo que se tenía que ir. Que todo había acabado.
– ¿Le pediste que se quedara? ¿Que se casara contigo? -Flora hizo aquella pregunta a toda prisa, como si se odiara a sí misma por haberla hecho a pesar de que tenía que saber la respuesta.
Bram sonrió. De manera que sí iba a ser la pregunta que esperaba. Flora sólo estaba dando rodeos.
– Sí, le pedí que se casara conmigo -contestó.
– ¿Porque estaba embarazada?
– No. No se lo pedí entonces sino varios años más tarde, mucho después de que me hubiera dado cuenta de que lo que había considerado amor sólo había sido un encaprichamiento por mi parte, y por la de ella…, bueno, algo distinto.
Él mismo se había hecho aquella pregunta. ¿Qué haría falta para que abriera su corazón? Y tenía la respuesta; la necesidad de compartir su corazón y su alma con otra persona. Alguien que había surgido de la oscuridad y lo había iluminado con su calidez interior, el recuerdo de un amor inocente que no pedía nada y lo daba todo.
– Le pedí que se casara conmigo el día que entré en el jardín de una embajada en Londres y vi a un niño pequeño jugando con la esposa del embajador. Por pura casualidad descubrí que tenía un hijo de cinco años.
– Pero… podría haber sido…
– No. Tú viste la fotografía. En cuanto lo vi no tuve la más mínima duda. Fue como ver una foto de mí mismo cuando era pequeño.
– ¿No supiste hasta entonces que tenías un hijo? preguntó Flora, asombrada-. ¿Ella no te lo dijo?
Bram acarició su pelo. Deseaba quitarle la blusa, verlo extendido sobre sus pechos, pero no allí, aquello tendría que esperar. Lo dividió en dos y lo colocó delante para que quedara como el del grabado de la pared.
– Podríais ser hermanas. O madre e hija. No creo que fuera sólo una princesa, estoy seguro de que debió ser una reina -frunció el ceño-. ¿Has oído algo?
Ambos escucharon en silencio. Se oía un ligero susurro.
– Son las hojas -dijo Flora, impaciente-. Bram… -se inclinó hacia él, animándolo a contestar.
– No, Flora. No lo sabía. Nunca me lo dijo -confirmó Bram-. Pero se suponía que yo no debería haberlo averiguado nunca. Cuando nos conocimos, ella era una mujer rica con una necesidad. Yo estaba en Francia, donde había acudido tras terminar mis estudios en la universidad para mejorar mi francés y poder especializarme en Derecho Europeo. Ella nunca habría imaginado que el camarero que eligió en un café marsellés fuera a ser consejero legal de un embajador seis años después, y menos aún que fuera a entrar en su jardín para reunirse con su familia.
Flora alargó una mano y cubrió con ella la de Bram.
– ¿Te eligió para que la dejaras embarazada? ¿Ésa era su necesidad?
Bram asintió.
– No me dijo lo que quería. Pensé que simplemente me deseaba a mí. Yo me sentí entusiasmado con aquella mujer triste y solitaria que parecía tan sola. Y era cierto que estaba sola. Se hallaba muy lejos de su casa, en un lugar en el que nadie la reconocería. Nadie la recordaría. Al menos, su pesar no era disimulado. Y espero que tampoco lo fuera el placer. Me eligió por mi altura y el tono de mi piel. Y me gustaría creer que también un poco por mí mismo.
– ¿Cómo pudo hacer algo así?
– Por amor, según me dijo. Cuando nos vimos de nuevo trató de explicarme cómo habían sido las cosas. Su marido, el embajador, era un aristócrata cuya familia se había quedado sin herederos. El tiempo corría en su contra. Ella no podía quedarse embarazada de un donante; la familia querría ver certificados médicos, querría averiguar detalles que ella no podría darles. Y ya que el hijo no sería genéticamente de su marido, su derecho a heredar el título y las tierras sería discutido por diversos parientes y primos lejanos. La herencia es muy sustanciosa, de manera que optó por la única solución que parecía quedarle.
– ¿Su marido sabía lo que estaba haciendo?
– Debía sospecharlo, pero nunca hablaron de ello. Ella me rogó que no le dijera quién era. Él quería mucho a su hijo…
– ¡Pero era tu hijo!
– ¿Y qué podía hacer, Flora? ¿Exigir mis derechos? ¿Destrozar tres vidas?
– ¿Tres?
– Eran buenas personas. La desesperación hace que hasta las mejores personas hagan cosas desesperadas. Y querían mucho al niño. Estuve sentado viendo como jugaba el embajador con mi hijo y la sangre me hervía por dentro, pero sólo porque yo no tenía derecho a amarlo de aquel modo.
– ¿Ya pesar de todo le pediste a ella que se casara contigo? ¿Que se divorciara de su marido y se casara contigo?
– Tenía que intentarlo. Ella sólo aceptó reunirse conmigo porque temía lo que pudiera hacer. Me puse nervioso, la amenacé, exigí que dejara a su marido y se casara conmigo. Finalmente le rogué. Ella no dijo nada. Dejó que me desahogara y esperó a que aceptara la verdad; que John podía ser mi hijo biológico, pero que en todos los aspectos verdaderamente importantes era hijo de su marido.
– ¿John? ¿Se llama John?
– Ésa es la versión inglesa de su nombre, pero no lo llaman así.
Bram respiró profundamente. Hacía tiempo que sabía todo aquello, y lo había aceptado, pero habérselo contado por fin a alguien hacía que todo pareciera mucho más claro.
– Yo no estaba allí cuando nació, ni cuando sonrió por primera vez. No fui yo quien tomó su mano cuando dio sus primeros pasos, ni quien permaneció a su lado de noche cuando estaba enfermo -explicar todo aquello a Flora era un alivio. La sensación de culpabilidad se suavizaba-. Para eso está un padre. John era un niño feliz cuando lo vi, y si yo hubiera exigido mis derechos, todo eso habría desaparecido.
Flora le acarició la mano para hacerle ver que comprendía, que había hecho lo correcto.
– ¿Lo sabe alguien más?
– ¿Para qué iba a contárselo a nadie? ¿Qué sentido habría tenido decirles a mis padres que tenían un nieto al que no podían conocer? John era un niño feliz y ahora es un joven feliz. Pronto cumplirá catorce años. Si alguna vez me necesita podrá contar conmigo, pero espero que no sea así.
Flora alzó una mano hasta la mejilla de Bram y frotó con delicadeza unas lágrimas que él no era consciente de haber derramado. Y, por un momento, lo abrazó.
– Has dicho que no sabías lo que era el amor, pero estás equivocado, Bram. Dejar que tu hijo se quedara fue el acto perfecto de amor. Gracias por habérmelo contado -Flora lo miró a los ojos-. Por haber confiado en mí.
– Ya era hora de que, en lugar de pelear, confiáramos el uno en el otro.
– ¿Personal o profesionalmente?
– En ambos terrenos -más que verlo, Bram sintió el asentimiento de Flora-. ¿Has visto suficiente? -preguntó a la vez que alzaba la cabeza. El susurro seguía oyéndose por encima de ellos. El viento, las hojas… fuera lo que fuese, hacía que se le pusiera la carne de gallina-. Me gustaría salir de aquí.
– Sólo voy a tomar unas fotos. ¿Puedes enfocar la pared con la linterna para que pueda fotografiarla? Después podemos ir a tomar el picnic a una de las placas por las que hemos pasado.
– No he traído el bañador.
– Yo tampoco.
– Veo que estás empeñada en que nos encierren, Flora Claibourne.
– Estoy segura de que a India le encantaría que yo pudiera encerrarte a ti.
Bram empezó a reír, pero se interrumpió en seco. Y el susurro creció en intensidad. Estaba por encima de ellos, a su alrededor, el aire parecía agitarse… De pronto supo de qué se trataba.
– ¡Flora! -exclamó a la vez que ella alzaba la cámara para tomar una foto-. ¡No!
El destello del flash fue cegador en la oscuridad. A pesar de no poder ver, Bram alargó una mano, tomó el brazo de Flora y tiró de ella hacia la entrada.
– No he terminado -protestó.
En lugar de contestar, Bram la arrastró al exterior, donde permanecieron unos momentos parpadeando a causa de la luz.
– ¿Pero qué…?
– Murciélagos -mientras Bram contestaba, unas pequeñas formas oscuras empezaron a emerger de la entrada de la tumba. Al principio salieron unos pocos, pero al cabo de unos segundos empezaron a surgir del interior a mansalva, como humo negro.
Bram vio la expresión de horror de Flora, que se liberó de él de un tirón y empezó a correr.
– ¡Espera, Flora!
Pero ella no lo estaba escuchando. Las arañas la asustaban y las serpientes la aterrorizaban, pero los murciélagos… Se cubrió la cabeza con los brazos, temiendo que pudieran enredarse en su pelo. Todo el mundo le había dicho que aquello no pasaba, que eran tonterías, pero le daba lo mismo. El cangrejo la había asustado. Aquello era auténtico terror.
– Tranquila, Flora… -Bram alargó la mano para sujetarla, pero ella sólo pensaba en huir hacia el Jeep-. ¡Cuidado!
Demasiado tarde. Flora se tambaleó y cayó por el empinado promontorio hasta el sendero. Aterrizó sobre sus rodillas, pero nada iba a detenerla, ni siquiera el dolor. Se puso en pie con los brazos aún en tomo a la cabeza y echó a correr, pero en aquella ocasión Bram logró sujetarla por detrás de la camisa. Por unos momentos ella siguió luchando y se oyó el sonido de tela desgarrada.
– Quieta -el tono imperativo de Bram logró alcanzar la mente de Flora cuando la hizo volverse y la estrechó entre sus brazos-. No dejaré que te suceda nada malo -dijo a la vez que le acariciaba el pelo-. Estás a salvo, estás a salvo.
– Lo siento -susurró ella al cabo de un momento, más relajada-. Me he asustado…
– Lo sé.
Flora alzó la mirada, sintiendo de pronto más miedo de que Bram se estuviera riendo de ella que de los murciélagos.
– Han sido los murciélagos -dijo tratando de mostrarse digna.
Bram la besó en los labios como si fuera lo más natural del mundo.
– Murciélagos y cangrejos -dijo, y su boca se curvó en una semisonrisa.
Pero no se estaba burlando de ella, sólo le estaba tomando un poco el pelo. Y Flora descubrió que le gustaba que Bram le tomara el pelo.
– ¿Qué harás si nos topamos con algo realmente peligroso? -continuó él-. Por ejemplo una serpiente, o una araña del tamaño de un plato… -Flora gimió-. De acuerdo. Bueno, supongo que ya sabemos con exactitud lo que sientes respecto a los bichos. Auténtico terror.
– No es cierto -protestó ella. Luego, con un ligero encogimiento de hombros, añadió-: Al menos en teoría.
– No estoy seguro de que la teoría cuente para eso.
– Supongo que no. Pero no me asustan los ratones.
– ¿Te refieres a los de caramelo?
– ¡Hablo en serio! -Flora se apartó e hizo una mueca de dolor al apoyar su peso sobre la pierna izquierda. Bram echó un vistazo a las rodillas desgarradas de sus pantalones y no se molestó en preguntarle si necesitaba ayuda. Se limitó a tomarla en brazos para llevarla al Jeep.
A punto de protestar, Flora cambió de opinión, lo rodeó con los brazos por el cuello, apoyó la cabeza contra su pecho y escuchó el firme latido de su corazón mientras la protegía.
Una vez en el Jeep, Bram le alcanzó una botella de agua y, mientras ella bebía, él sacó el botiquín de primeros auxilios y limpió con un antiséptico sus rodillas.
– Ésta está un poco hinchada -dijo. Flora la flexionó e hizo una mueca de dolor-. ¿Quieres que vayamos a un hospital en Minda?
Ella negó con la cabeza.
– Hasta dentro de un par de semanas no voy a correr el maratón, y me pondré bien si no apoyo el peso sobre esa rodilla durante un día o dos.
Bram alzó la mirada.
– ¿Corres maratones?
– Sólo era una forma de hablar -al ver que Bram estaba sonriendo, le alcanzó la botella de agua-. Toma, mantén tu boca ocupada con esto -mientras él se llevaba la botella a los labios y echaba la cabeza atrás para dar un trago, Flora dijo-: Gracias, Bram -hizo un vago gesto en dirección a la tumba-. Por haberme sacado de ahí y haber aguantado mi histerismo.
– De nada -él se irguió y por un momento se miraron a los ojos. Ambos estaban recordando cómo iban las cosas antes de que ella se asustara-. ¿Ya estás bien? -preguntó-. ¿Tu corazón vuelve a latir con normalidad?
«No exactamente», pensó Flora.
El ritmo de los latidos de su corazón le estaba dando problemas.
– No exactamente -dijo en voz alta-. Para serte sincera, me siento bastante estúpida. Lo que quiero decir es que sé que los murciélagos son inofensivos. Al menos en teoría.
– No creas que eres tú la única que se ha asustado. A mí se me estaba empezando a poner la piel de gallina. No puedo decir que lamente haber salido de ahí.
– Es muy dulce por tu parte decir eso, pero…
– Soy muchas cosas, Flora, pero dulce… no.
No. Y probablemente estaba haciendo en aquellos momentos una lista mental de sus defectos, pensó Flora. Una temeraria falta de atención hacia su propia seguridad, histerismo… Jordan Farraday estaría orgulloso de él. Volvió a estremecerse.
– Supongo que los murciélagos son la explicación de que los habitantes de la isla tengan miedo a este lugar.
– Es posible, aunque eso no explica por qué Tipi Myan estaba tan empeñado en mantenerte alejada de aquí.
– A menos que estos murciélagos sean de una especie en peligro de extinción y no deban ser molestados.
– Te lo habría dicho. No, estoy seguro de que hay algo más y creo que lo mejor será que nos vayamos de aquí cuanto antes -dijo Bram, y ayudó a Flora a meter las piernas en el Jeep antes de cerrarle la puerta. Luego se sentó tras el volante y puso el vehículo en marcha.
– Bram…
– ¡Qué!
Ella tragó saliva.
– Sólo quería darte las gracias. Adecuadamente. Por… bueno… por haberme llevado todo ese trayecto en brazos.
Él sonrió.
– Estoy empezando a acostumbrarme, aunque, si va a convertirse en una costumbre, creo que estaría bien que perdieras un poco de peso.
– ¡Uy, qué encantador! -a Flora le gustó más aquello que el típico cumplido de que era «ligera como una pluma». Al menos así sabía que Bram estaba diciendo la verdad.
– Aunque, si estás dispuesta a utilizar tus propias piernas como medio de transporte, yo estoy deseando a admitir que eres perfecta tal y como eres.
Flora sintió que su rostro se acaloraba.
– Sin las peinetas -le recordó. No quería que se pusiera demasiado encantador.
– Sin las peinetas -concedió él.
– ¿Y de las uñas de los pies azules?
– No tengo ninguna objeción a eso.
Bram comprendió que Flora quería que volviera a preguntarle al respecto. Quería compartir sus propios secretos; y él quería oírlos, quería saberlo todo sobre Flora Claibourne. Pero no en aquel momento, no allí.
Hizo girar el Jeep y lo dirigió de nuevo hacia la costa.
Ambos respiraron aliviados cuando volvieron a pisar el asfalto de la carretera, aunque Bram permaneció en silencio, concentrado en la conducción. Flora también permaneció en silencio mientras contemplaba la vista, las pequeñas calas situadas entre formaciones de altas rocas. Obedeciendo a un impulso repentino, Bram salió de la carretera.
Flora lo miró, sorprendida.
– ¿Adonde vamos?
– Nos hemos quedado atrás en nuestra lista de visitas turísticas. Al menos podemos borrar de la lista el picnic en la playa.
– No, Bram… -protestó Flora mientras él salía del vehículo y lo rodeaba para abrirle la puerta. Ya no estaba de humor para un picnic-. Necesito una ducha. Tengo que quitarme el sudor de la selva…
– En lugar de ducharte puedes nadar -dijo Bram, y giró hacia el mar, brillante, azul, vacío hasta donde alcanzaba la vista.
Estaba mucho más cerca que el hotel, y Flora no pudo evitar sentirse tentada.
Bram empezó a desvestirse y se quedó en ropa interior. Luego la miró.
– No es obligatorio, pero puede que quieras quitarte parte de la ropa.
Flora tragó saliva.
– Supongo que sí.
– ¿Quieres que te eche una mano…?
– ¡No! Puedo arreglármelas sola -replicó ella, y empezó a desabrochar los botones de su blusa.
– ¿… con las botas? -concluyó Bram, sonriente.
– Puedo arreglármelas sola -repitió Flora, aunque con la boca pequeña.
Él la ayudó de todos modos. Sus anchos hombros taparon prácticamente el hueco de la puerta cuando se inclinó para soltar los cordones de las botas. Flora se quitó la blusa sin saber muy bien si se sentía agradecida o decepcionada por haber elegido un sujetador deportivo que era al menos tan decente como la parte superior de un biquini normal. Cuando Bram le hubo quitado las botas, alzó su trasero del asiento para quitarse los pantalones y no pudo evitar una mueca de dolor; su rodilla la devolvió de nuevo a la dolorosa realidad.
– Esto es una pérdida de tiempo -dijo-. No voy a poder ir caminando hasta el agua. Lo siento, Bram. Te agradezco el esfuerzo, pero… -se interrumpió cuando él pasó un brazo bajo sus rodillas-. ¿Qué haces?
– Inclínate y pasa un brazo por detrás de mi cuello -dijo él, pero ella no se movió-. Confía en mí, Flora. Soy tu sombra, ¿recuerdas? Somos inseparables -a continuación la alzó y la llevó hasta el agua.
Flotar en el agua fresca, con el pelo tras ella y la mano de Bram sujetándola con firmeza, fue una de las sensaciones más agradables que Flora había experimentado en su vida.
– He de reconocer que sabes elegir una playa, Bram Gifford -murmuró-. Lo tiene todo. Una arena finísima, algunas palmeras, agua fresca de un manantial cercano… Ha sido una gran idea.
– De vez en cuando las tengo.
– Gracias por ser tan listo, Bram.
– Si fuera listo, te habría convencido para que no fueras a la tumba.
– No, eso también ha estado muy bien -dijo Flora, pensando sobre todo en cómo había confiado en ella-. Aparte de los murciélagos.
– Sí, es cierto. Me alegra que hayas visto a la princesa.
Permanecieron unos momentos en silencio.
– Es posible que viniera a nadar aquí con otras doncellas de la corte por las mañanas -dijo Flora.
– O de noche, con su amante.
Flora suspiró.
– Casi me gustaría ser escritora de ficción para poder inventar toda una vida para ella. Tal y como son las cosas, es probable que nunca lleguemos a saber de quién se trataba y por qué fue enterrada de ese modo -volvió el rostro hacia Bram y, por un momento, al ver que la estaba mirando, las palabras se helaron en la garganta-. Gracias por haber sido lo suficientemente listo como para haberme impedido venir sola, Bram, y por haberme acompañado.
– Para eso están las sombras. Recuerda que no puedes ir a ningún sitio sin mí -y como para demostrar que así era, volvió a tomarla en brazos y se encaminó hacia la orilla.
– Esto empieza a ser un poco absurdo -dijo Flora-. Me he torcido la rodilla, no se me ha roto una pierna.
– No quiero correr riesgos -dijo Bram mientras la dejaba con delicadeza sobre la arena. Por un momento siguió reteniéndola contra sí, y ella contuvo el aliento.
– Estoy en deuda contigo, Bram -dijo-. Nunca olvidaré cuánto.
– ¿Significa eso que he ganado este asalto en la disputa Claibourne Farraday?
Flora lo miró un momento, desconcertada. Había olvidado por completo aquella maldita disputa.
– ¿Es eso lo único que te importa? ¿Has estado tomando notas de todas las estupideces que he hecho hoy? -dio un paso atrás y la rodilla se le dobló.
Al instante, Bram la sujetó por la cintura.
– ¿Por qué iba a tomar notas? -preguntó-. Cada momento de este día ha quedado indeleblemente grabado en mi memoria -Flora pensó que a ella le había pasado lo mismo, pero no por el mismo motivo-. Sólo hay una cosa que no entiendo -añadió Bram.
– Pregunta lo que quieras -dijo ella en tono despreocupado. A fin de cuentas, estaba en deuda con él.
– ¿Lo que quiera? -repitió él y, al instante, la mente de Flora volvió a la oscuridad de la tumba, al momento en que Bram había desnudado su alma para ella, dejándole ver todo lo que, aturdida por su imagen dorada, no había sido capaz de ver a la luz del día.
Bram Gifford no era un mujeriego desaprensivo al que lo único que le preocupaba era su propio placer. Era un hombre que en el pasado se había enamorado de una mujer que lo había utilizado y estaba decidido a no volver a cometer la misma equivocación.
Estaba en deuda con él. Había encontrado la tumba para ella y la había protegido cuando se había asustado. Preguntara lo que le preguntase, debía contestarle. Y si simplemente la estaba utilizando para superar su dolor, podía asumirlo. Tal vez algún día lo reconocería por lo que era. Amor incondicional. Y tal vez aquello acabara por liberarlo. Y también a ella.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó, y contuvo el aliento mientras esperaba que Bram le pidiera que traicionara a su hermana.