– Flora, ha terminado.
– ¿Qué?
– Que el sastre ha terminado con las medidas.
Flora volvió a la realidad. La realidad de que Bram, simplemente, estaba aburrido. El sastre asintió y dijo algo que Flora interpretó como «mañana».
– ¿Podemos marchamos?
– Sí -dijo Flora, ansiosa por salir a la calle y respirar aire puro.
La temperatura había bajado y la humedad cayó sobre ellos como una segunda piel.
– Podemos comer algo allí -señaló Bram, y le indicó la dirección poniéndole la mano en la espalda.
– Donde quieras -Flora se apartó como si la hubiera quemado.
Bram la miró.
– ¿Estás bien?
– Claro que sí -replicó ella, malhumorada.
– Si estás cansada, podemos volver al hotel.
– No me pasa nada. Lo siento. Es que tengo hambre.
– ¡Ah! Una de tus bajadas de azúcar.
Bram no la creía. Estaba pálida y parecía a punto de desmayarse. Probablemente necesitaba un poco de comida y bebida y una buena noche de sueño para recuperarse.
El bar estaba lleno. Bram encontró una mesa y fue a buscar unas bebidas. Volvió con el menú.
– Elige tú -dijo Flora-. Tengo que ir a lavarme las manos.
Ella no era la única alterada. Bram había seguido con su mente las manos del sastre mientras le tomaba medidas. Con su imaginación le había rodeado la cintura y se había ceñido a sus curvas, a su cuello, a sus caderas. Hasta el más leve de los movimientos de Flora le había resultado sensual verle levantar los brazos y dejar que la ropa se pegara a sus senos, la inclinación de la cabeza de un lado a otro para facilitar el trabajo del sastre.
Había sido una experiencia hipnótica. Y Bram tenía la sensación de que acababa de desvelar un misterio que no lograba descifrar porque estaba escrito en una lengua desconocida, incomprensible para él.
El camarero acudió a tomar nota y él sintió el alivio de dejar de pensar en Flora Claibourne.
Flora se lavó las manos y la cara. Temblaba. Por un instante, en la diminuta tienda, mientras el sastre le dictaba las medidas a su ayudante y Bram seguía cada uno de sus movimientos, había sentido una fragilidad anhelante. Bram la alteraba sólo con mirarla. Era como volver a tener diecisiete años.
Se aferró al lavabo para no perder el equilibrio. A continuación, se quitó las horquillas y peinetas lentamente y se recogió el cabello. Al acabar, confió en haber recuperado la calma y volvió junto a Bram.
– ¿Vas a copiar los pendientes? ¿Es eso lo que haces?
Flora estaba mirando detenidamente los pendientes que acababa de comprar mientras Bram tomaba el postre. Hacía rato que no hacía ningún comentario para irritarla. Parecía preocupado y pensativo.
– ¿Es que no has visto ninguno de mis diseños? -preguntó a su vez, decidida a no dejarse provocar-. ¡Qué desilusión! Estaba segura de que habrías averiguado todo lo concerniente a mí. Pero veo que los chismorreos sobre mi madre te parecen más interesantes -sin mirar a Bram, tomó uno de los pendientes y lo expuso a la luz-. Estos son especialmente bonitos. Es una pena que el acabado sea tan tosco. Si no, compraría unos cuantos pares para la tienda.
– ¿Por qué no buscas al hombre que los hace y se l comentas? -sugirió Bram-. Puede que se esforzara más si le hicieras una oferta. O quizá no pueda hacer nada, dados los utensilios con los que cuenta.
– ¿Qué te hace pensar que es un hombre?
– He dicho «hombre» igual que podía haber dicho «mujer».
– No mientas. Para ti, si alguien tiene un taller, tiene que ser un hombre. Así pensáis los Farradaysaurios. Ponte al día. Estamos en el siglo veintiuno.
– Puede que tengas razón, pero me apuesto cien libras a que estoy en lo cierto -dijo él, sonriente.
Flora no solía viajar a complejos turísticos de lujo, sino a zonas rurales donde las mujeres hacían el trabajo y llevaban los productos al mercado mientras los nombres arreglaban el mundo alrededor de las cervezas que el trabajo de sus mujeres les permitía pagar. Saraminda podía ser una excepción, pero lo dudaba.
– De acuerdo -sería un placer ganarle una apuesta a Bram. Flora volvió a prestar atención a los pendientes-. Estoy de acuerdo contigo en que quienquiera que ha hecho esto hace el mejor trabajo posible con las herramientas de que dispone. Si alguien le proporcionara un buen equipo, la calidad sería tan buena como el diseño.
– En un mundo ideal, todos tendríamos un hada madrina.
– El mundo es tal y como queramos hacerlo.
– ¿Cómo queramos? ¿Quiénes, los Claibourne y los Farraday?
– ¿Por qué no? Nada nos impide utilizar nuestra varita mágica.
Flora todavía no había dado forma a la idea, pero si hacía una propuesta como aquélla estaría dando un paso importante para demostrar su valía como miembro del Consejo de Administración de Claibourne & Farraday. Y con toda seguridad, India la apoyaría.
Bram hizo ademán de levantarse al ver que Flora se ponía de pie.
– No te molestes -dijo ella-. Termina el postre. Enseguida vuelvo.
Sin soltar los pendientes, tomó el bolso y salió en busca del puesto donde los había comprado.
Bram no le hizo caso. Masculló un comentario poco halagador sobre las mujeres en general y Flora Claibourne en particular, dejó dinero sobre la mesa y salió tras ella.
Flora lo miró sorprendida al verlo llegar. Estaba escribiendo su nombre y el del hotel en un papel.
– No hacía falta que vinieras, Bram -dijo con fingida amabilidad-. Te va a dar una indigestión -añadió, al tiempo que le daba el papel al vendedor, quien la miró desconcertado.
– No entiende qué quieres -dijo Bram.
Flora sacudió los pendientes en alto y, por medio de mímica, representó el corte de un prototipo sobre metal.
– Quiero conocer a la persona que hizo esto -dijo a la vez que señalaba el papel.
El hombre la miró, inexpresivo. Bram sacó un billete de cincuenta dólares de la cartera y se lo mostró; después señaló el pendiente y el papel a la vez, y la conexión entre el uno y el otro adquirió de pronto un nuevo interés. Los ojos del hombre se iluminaron y asintió enfáticamente.
– El dinero es el idioma universal -dijo Bram, y devolvió el dinero a la cartera.
– Alguien vendrá a vemos -confirmó Flora.
– Y en el hotel habrá un intérprete.
– Así podremos montar un negocio de…
Bram miró a Flora para comprobar qué la había distraído y descubrió que miraba fijamente su cartera. Siguió su mirada hasta la fotografía y, con un gesto brusco, cerró la cartera y se la guardó en el bolsillo.
– ¿Qué tipo de negocio? -preguntó con un ímpetu que sobresaltó a Flora.
– No lo sé exactamente -Flora hizo un esfuerzo por recuperar el hilo de sus pensamientos y apartar la mirada del bolsillo donde Bram había guardado la cartera-. Me gustaría ir al taller en el que producen estos pendientes y ver si puedo ayudarles.
– ¿Por qué? -preguntó él con intención de distraerla.
Flora levantó la barbilla y lo miró en silencio, con el ceño fruncido.
– ¿Por qué quieres hacer eso? -insistió Bram-. Seguro que ese tipo de joyas se producen en serie en cualquier fábrica del mundo.
– Debes estar confundiendo Claibourne & Farraday con algún otro gran almacén.
– ¿Sí?
– ¿Te has dado una vuelta por la tienda últimamente?
– No. Pero aunque fuera todos los días, nunca me compraría ese tipo de pendientes.
– Por supuesto que no. No son lo bastante caros para ti ni para el tipo de mujeres con las que sales.
Bram arqueó una ceja inquisitivamente. ¿Qué sabía Flora de las mujeres con las que él salía?
– Estos pendientes los compraría una chica joven para sí misma, para una hermana o para una amiga -continuó Flora.
– ¿Tú se los regalarías a India?
– No. A ella le gusta un estilo más clásico. Pero se los compraría a Romana. Es más joven y más moderna; y le quedarían fenomenal. Tenemos mucho interés por satisfacer a la clientela juvenil.
– ¿Representa un sector importante?
– Si aciertas con lo que les gusta, sí.
– ¿Y cómo es posible saber…? -Bram se detuvo bruscamente y se volvió hacia Flora-. ¡Póntelos!
– ¿Qué?
– Que te pongas los pendientes -insistió Bram-. Quiero vértelos puestos. Ver lo que tú ves en ellos.
– ¿Aquí, en medio de la calle? -preguntó Flora.
– Sólo son un par de pendientes, Flora, no un conjunto de ropa interior.
Durante varios segundos Bram estuvo seguro de que Flora iba a mandarlo al diablo. Pero, de pronto, se encogió de hombros y le dio los pendientes para que se los sujetara mientras ella, inclinando la cabeza, se quitaba las bolitas de oro.
Podía no ser ropa interior, pero para ella, ponerse pendientes era un acto íntimo que realizaba en su dormitorio, sola y con el espejo como único testigo.
Sus movimientos delicados hicieron pensar a Bram que realmente se estaba desnudando ante él. Y cuando ella dejó sobre la palma de su mano las bolitas de oro, rozándolo con sus dedos, sintió una oleada de calor.
La voluptuosidad de Flora, de la que ella parecía ser completamente inconsciente, le cortaba la respiración.
– ¿Qué te parece? -dijo ella al ver que no reaccionaba.
– Tengo que acostumbrarme.
Bram metió los pendientes de Flora en el bolsillo, le lomó la mano y la condujo hacia el Jeep, volviéndose cada poco tiempo para contemplar la forma en que los pendientes reflejaban la luz y alargaban su elegante cuello.
Ella lo vio mirarla y se llevó la mano a la oreja, tal j como solía hacer con las peinetas, para esquivar su airada.
– No te los quites -dijo Bram con brusquedad. Para disimular, añadió-: Explícame tu plan.
– No llega a ser un plan.
– Cuéntamelo. Me interesa.
Flora lo miró para asegurarse de que hablaba en serio.
– Encuentro constantemente artesanos que hacen cosas hermosas, pero el acabado es siempre demasiado tosco. Puede que gracias a ti demos con una solución que nos satisfaga a todos.
– ¿Gracias a mí?
– Tú has dicho que seguramente trabajan lo mejor que pueden con los medios de que disponen. No creo que costara demasiado proporcionarles un taller y herramientas nuevas, incluso algo de formación.
– ¿Y eso lo pagaría Claibourne & Farraday? -preguntó Bram, que deseaba obtener más información sobre un plan que a Jordan le parecería completamente absurdo.
– «Para especular hay que acumular.» Es la primera ley de todo negocio -dijo Flora, sarcástica-. Como abogado deberías saberlo, Bram.
Bram tenía que aceptar el sarcasmo y admitir que no sabía nada de la venta al público o de cómo atraer clientes a la tienda. Tampoco los demás Farraday. Ni Jordan ni Niall habían tenido el más mínimo contacto con el negocio que sus antepasados habían fundado en el siglo XIX. Se limitaban a sentarse en el Consejo de Administración, pero no tenían ni idea de cómo funcionaba la tienda.
Sólo les importaban las grandes cifras, saber qué precio podría alcanzar la empresa en el mercado y venderla a una gran multinacional que estuviera interesada en los grandes almacenes con más prestigio de todo Londres.
Cuando los Farraday se hicieran con el control del negocio, las Claibourne tendrían que limitarse a aceptar la parte que les correspondiera de las ganancias.
Los Farraday no eran sentimentales. Nunca hubieran dedicado su atención a unos pendientes de mercadillo o a la gente que los fabricaba.
– ¿Y cuál es la segunda ley? -preguntó Bram mientras se abría paso por las calles abarrotadas de gente.
– No entiendes nada, Bram. Llevo explicándote la segunda ley desde que empezaste a supervisarme. Hay que comprometerse. Hay que atender hasta el menor detalle para que el conjunto sea homogéneo. Los pendientes y la ropa son sólo el principio. A partir de ahí hay que decidir qué otros accesorios completarán la imagen deseada. ¿Pantalones de seda? ¿Sandalias de tacón? -Flora sonrió como si pudiera ver lo que describía-. Si compran una cosa, querrán comprar el resto.
– ¿Ése es tu trabajo? ¿Asegurarte de que todo encaja?
– No. Eso lo hace India con nuestro jefe de compras. Yo les proporciono la inspiración para decidir el estilo dominante.
– ¿Y a eso le llamas compromiso? -Bram tiñó su comentario de sarcasmo para ocultar su admiración.
– Desde luego. Es un compromiso mucho mayor que el que vosotros queréis asumir -replicó Flora con sequedad. Dulcificó su tono de voz para continuar-. Si os hacéis con el poder, ¿buscaréis el camino fácil y compraréis las joyas en una fábrica?
– ¿Qué tienes en contra? -Bram le abrió la puerta del coche sin importarle que le pudiera regalar uno de sus comentarios feministas.
Flora estaba demasiado ocupada explicándole la diferencia entre una tienda con artículos producidos en serie, y otra en la que los productos fueran seleccionados uno a uno.
A Bram le sorprendió la pasión con la que hablaba.
– ¿Quieres una copa? -le preguntó mientras se encaminaban a la entrada del hotel-. Es pronto.
Flora miró el reloj y vio que todavía no eran las doce.
– De acuerdo. Probaré el licor de la isla. ¿Me pides una copa mientras voy a recepción a ver si tengo algún mensaje?
Junto a la piscina, vio a la mujer rubia. Seguía sentada como si esperara a alguien. La única diferencia en ella era que había cambiado los pantalones por un vestido de noche.
– ¿Y las copas? -preguntó Flora al volver de la recepción y encontrar a Bram donde lo había dejado.
– He recordado que querías levantarte temprano -respondió él. La tomó por el codo y la condujo hacia el bungaló.
Flora se detuvo en la puerta de su dormitorio y levantó la mano con la palma hacia arriba.
– Tienes mis pendientes.
Bram los sacó del bolsillo y esperó a que Flora acabara de quitarse los que llevaba puestos. Ella los sostuvo en alto y los miró detenidamente.
– ¿Has aprendido algo? -preguntó a Bram.
Que tenía una piel maravillosa. Que los pendientes largos eran seductores. Y que a Flora no le gustaba que la observaran.
– Solamente que son unos pendientes muy bonitos. Tienes razón, van a tener mucho éxito.
– Veo que aprendes rápido. Sobre todo me gusta que me des la razón -Flora tomó sus pendientes de oro de la mano de Bram y le dio los de plata-. Quédatelos y míralos de vez en cuando para no olvidar la lección.
– Gracias.
– No las merece. Hasta mañana.
– Espero que me sigas aleccionando sobre la adquisición de compromisos -dijo Bram. Al ver que Flora fruncía el ceño, preguntó-. ¿Qué pasa?
– Me he dejado los demás pendientes en el Jeep. ¿Me das la llave?
Bram sabía que Flora se enfurecería si se ofrecía a ir él, así que le entregó las llaves sin rechistar.
¡Comprometerse! A Flora la avergonzaba utilizar esa expresión, teniendo en cuenta que ella no la aplicaba ni a su vida personal ni a la profesional. Su principal obsesión había sido vivir sin adquirir compromisos.
Se puso los pendientes. Eran neutros, discretos. Tal y como quería ser ella. En otra época había disfrutado haciendo sus propios pendientes, exóticos y llamativos. Había acumulado docenas de ellos, de todas las formas, tamaños y colores.
La intensidad de las miradas de Bram había hecho aflorar sus recuerdos. Estaba segura de que en cualquier momento iba a alargar la mano, rozarle la mejilla y poner los pendientes en movimiento. Como cuando ella había hecho la réplica de unos columpios para conseguir esa reacción, y el hombre al que se los había dedicado había hecho exactamente lo que ella quería.
Flora cerró los ojos, pero en su cerebro burbujeaban las ideas y le era imposible dormir. Estaba ansiosa por saber qué pensarían sus hermanas de su proyecto de patrocinar a los artesanos locales.
En el camino de vuelta, Bram la había bombardeado con preguntas que surgían de su mente de abogado. Y Flora, en lugar de irritada, se sentía agradecida, pues sabía que ésas eran las preguntas que le harían los abogados de la empresa. Bram la había ayudado a anticiparse a los problemas que pudieran surgir y a pensar en las soluciones.
Quizá lo mejor sería crear una sociedad sin ánimo de lucro.
Por la mañana le preguntaría a Bram si era posible. A lo mejor estaba dispuesto a participar en el proyecto como abogado. Después de todo, él le había dado la idea y era un Farraday. Flora no quería que les quitaran el control de la empresa, pero podían colaborar. Estar divididos no conducía a nada.
Además de los pendientes recordó las maravillosas telas. El viaje a Saraminda, hubiera o no una princesa enterrada, iba a resultar realmente provechoso.
Era la primera vez en toda la noche que Flora recordaba la razón de su viaje a la isla. Al intentar convencer a Bram de que era una verdadera mujer de negocios, se había metido tanto en el papel que había llegado a disfrutarlo. Pero no debía engañarse: la emoción y el entusiasmo que sentía también se debían a la forma en la que Bram la había mirado.
Y de pronto recordó otros detalles. La fotografía de un niño de unos cinco años con un perro, un niño rubio; la brusquedad con la que Bram había cerrado la cartera al descubrirla mirándola…
Flora supo que no podría dormirse. Se levantó y encendió el ordenador.