Capítulo Tres

Flora se despertó con la cabeza abotargada y todo el cuerpo dolorido, como si tuviera resaca o hubiera pasado muchas horas sentada. De pronto recordó. Lo que sentía no era el efecto del alcohol sino el de estar sentada durante horas en un avión con Bram Gifford, trabajando continuamente para evitar hablar con él y para disimular la tensión que su presencia le causaba.

Flora creía haber superado sus problemas con hombres como Bram, atractivos y encantadores, pero parecía que se había engañado. En cuanto lo había visto entrar en el coche, una sensación de dolor y humillación la había golpeado con fuerza. También una oleada cálida y dulce de deseo.

No era justo culpar a Bram. Era un hombre duro y de carácter, y no fingía sentir interés por ella. Debía tratarlo mejor. Era lo menos que podía hacer por India.

Se incorporó y estiró los brazos. Pestañeó para librarse de una nebulosa que entorpecía su vista, pero se dio cuenta de que la causa de «la nebulosa» eran las cortinas de gasa que rodeaba» la cama.

Las abrió, se sentó y bebió con ansiedad de una botella de agua mineral que encontró en la mesilla de noche. Debía haber caído rendida, porque no recordaba ningún detalle del dormitorio. Tampoco era de extrañar, pues llevaba dos días sin tomarse un respiro. Lo extraño era haber sido capaz de llegar hasta la cama, desnudarse y quitarse todas las horquillas y peinetas, dejándolas ordenadamente sobre la mesilla. Todas las peinetas menos una. La buscó en vano entre su cabello, pero pensó que ya la encontraría más tarde.

La última vez que había hecho un viaje largo, se había quedado dormida sobre el ordenador. El resultado había sido una tortícolis que le duró una semana… y una horquilla atascada entre dos teclas del ordenador.

Si Bram la hubiera encontrado en ese estado… Era mejor no pensarlo. Ni pensar el ataque de nervios que le habría dado a India.

Se puso de pie e hizo varios estiramientos. ¿Qué quería Bram? La ponía nerviosa que fuera tan atento. Su actitud seria le resultaba poco creíble. Seguro que estaba riéndose de ella.

Flora se detuvo a pensar. Pero ¿por qué iba Bram a reírse de ella? El único motivo de que estuviera allí era Claibourne & Farraday, así que probablemente lo que le pasaba era que estaba aburrido, harto de perseguirla en lugar de estar en un complejo turístico de lujo, rodeado de mujeres hermosas ansiosas por flirtear.

Con ella, en cambio, Bram no había flirteado. En la experiencia de Flora, ni siquiera la falta de estímulo impedía que los hombres como él intentaran seducir a una mujer.

Si su madre estaba ocupada, lo intentaban con Flora. Aunque sólo fuera para poder aproximarse a su madre.

La mayoría de ellos no lo habían hecho con maldad. Tal vez sólo pretendían mostrarse atentos y ella, sin saberlo, diera muestras de estar muy necesitada de afecto.

Así lo percibían ellos, y estaban en lo cierto. Hasta que Flora descubrió que no toda las atenciones que le dedicaban eran buenas. Demasiado tarde. Pero había aprendido la lección.

Bram Gifford debía preguntarse cómo conseguiría hacerla reaccionar. Ni siquiera lo había conseguido asustándola con los insectos que podían encontrarse. Debía pensar de ella que era una aburrida, y esa idea la hizo sonreír.

Con una sonrisa en los labios, decidió darse una ducha y comer algo.

Veinte minutos más tarde volvió al dormitorio envuelta en un albornoz y con el cabello recogido en una toalla. Tomó su reloj de pulsera de la mesilla y vio que eran más de las tres. No era de extrañar que tuviera hambre.

Se encaminó hacia las puertas correderas y las abrió. Estaban en la costa este de la isla y la terraza ofrecía una sombra agradable, de la que Bram Gifford, acomodado en una hamaca, disfrutaba plenamente en ese momento.

Flora lo miró detenidamente. Tenía unas piernas magníficas de deportista. Piernas de jugador de tenis, no de futbolista, pensó. Era una especialista en clasificarlas. Su madre adoraba a los deportistas.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Bram, quitándose las gafas de sol y levantando la vista de un bestseller de suspense, una historia repleta de juicios y abogados de la que tal vez pretendía sacar alguna enseñanza.

Flora reprimió el impulso de volver corriendo a la seguridad de su dormitorio, pero se quitó la toalla de la cabeza y sacudió el cabello para dejarlo secar al sol.

– Sí, gracias -dijo, sacando un peine del bolsillo y comenzando a deslizarlo entre los nudos-. Aunque estoy hambrienta.

– Junto a la piscina hay un restaurante abierto todo el día. Lo he visto al ir a dar un paseo. La comida es buena. También hay una tienda -señaló el libro que leía-. Tiene los últimos éxitos de ventas, incluidos tus libros.

– Sabían que venía -dijo ella, sin inmutarse-. ¿Tú no has tomado una siesta?

– Me he dado un baño en la piscina. Es mejor intentar adaptarse al horario local.

– No todos somos superhéroes -dijo Flora, haciendo una mueca de dolor al quedársele el peine enganchado en un nudo.

– No te estaba criticando, Flora. En el avión he dormido más que tú -Bram se puso de pie-. Déjame que te ayude -le quitó el peine, tomó un mechón de su cabello y, con delicadeza, comenzó a desenredárselo.

Flora se quedó muy quieta. Bram sólo estaba peinándola. No significaba nada. Pero su cuerpo no pensaba lo mismo. Hacía mucho tiempo que no se encontraba tan cerca de un hombre y cada célula de su cuerpo parecía querer unirse al aroma cálido de la piel de Bram. El cabello rubio, brillante, le caía sobre la frente y en su entrecejo se formaba una pequeña arruga de concentración.

Bram era una tentación: cada milímetro de su cuerpo llevaba un letrero que decía Tócame.

– Estaba trabajando -dijo Flora apretándose el cinturón como si con ello pretendiera distanciarse de Bram. Pero enseguida se dio cuenta de que se comportaba demasiado a la defensiva y se dijo que no tenía por qué justificarse ante él por haber necesitado dormir un rato-. He debido quedarme dormida.

– Con la cabeza en el teclado. He pensado que estarías más cómoda en la cama -Bram acabó con el nudo y siguió peinándola con delicadeza.

Flora se puso tensa.

– ¿Me has acostado tú?

– He intentado despertarte -dijo Bram en tono tranquilizador-. Pero no te has movido.

Así que Bram la había llevado hasta el dormitorio, la había desvestido y había echado las cortinas dejándola dormir como si se tratara de la Bella Durmiente… o mejor, de una prima mucho menos atractiva. Eso explicaba por qué no recordaba nada del dormitorio al despertarse. Tragó saliva.

– No me he dado cuenta.

El tono inseguro de su voz la irritó e hizo un esfuerzo para componer una expresión que demostrara que lo ocurrido no tenía ninguna importancia para ella.

– Gracias -añadió sin convicción.

Bram no sólo la había desvestido sino que le había quitado cada horquilla y peineta del cabello. Nadie sabía mejor que Flora el tiempo que llevaba hacerlo. Y 5ólo podía haberlo hecho apoyándola sobre su pecho y sosteniéndola contra él un buen rato.

Para Flora, ese acto era de una mayor intimidad que si la hubiera desvestido. Se volvió bruscamente para que Bram dejara de peinarla.

– Tu traje estaba muy arrugado así que lo he mandado a la lavandería para que lo laven y lo planchen -dijo Bram.

– Eres todo un boy scout -le espetó Flora con sarcasmo.

– Debes de tener hambre -dijo él cambiando de conversación.

Flora no quería ser amable ni darle las gracias. Sólo deseaba no haber dejado que la peinara, no haber consentido que la ayudara. Lo único que deseaba en ese momento era que Bram volviera a Londres y la dejara en paz.

– No has probado bocado desde que salimos de Londres. Vístete. Te invito a comer. En cuanto comas algo estarás menos irritable.

Flora recuperó el sentido común justo a tiempo de callarse una impertinencia. Lo cierto era que Bram trataba de ser amable, algo que ella no estaba consiguiendo. Era cierto que los motivos de tanta amabilidad no eran desinteresados, pero ella no tenía nada que perder por comportarse educadamente y debía esforzarse por conseguirlo. Tal vez así lograría averiguar algo de utilidad para India.

– Tienes razón -dijo con una sonrisa forzada-. Cuando tengo hambre no sé lo que digo.

– Entonces tendré que asegurarme de que no llegues a ese punto -dijo él entregándole el peine-. No querrás ofender al señor Myan sólo porque tengas bajo el nivel de azúcar… Sería una pena romper esa imagen de intelectual seria que tanto te ha costado construir. Aunque la verdad es que nunca he entendido porque la inteligencia tiene que ir acompañada de ropa arrugada y peinados extraños. Puede que algún día puedas explicármelo.

Y con esas palabras, Bram volvió a la hamaca, puso los pies en alto, se ajustó las gafas de sol y continuó leyendo, mientras Flora se quedaba sin saber qué decir.

Bram la observó marcharse por encima de las gafas. Era una mujer muy susceptible y él debía tener cuidado de no confiar en sus sonrisas. Susceptible y compleja. Pero tenía unos tobillos atractivos y un cabello maravilloso, al menos cuando se lo dejaba suelto.

Qué equivocado había estado al creer que iba a aburrirse.


Después de seis horas de sueño y de comer un sándwich, Flora pudo prestar atención a lo que la rodeaba.

Ahuyentó un insecto azulado con su sombrero de ala ancha y recorrió con la mirada el restaurante próximo a la piscina. Sólo estaban ocupadas unas cuantas mesas. En una de ellas se sentaba una belleza rubia de unos treinta años. Estaba leyendo, pero cuando Flora y Bram pasaron a su lado los siguió con la mirada y, aunque seguía con el libro abierto, Flora estaba segura de que había perdido el interés en lo que leía. Ése debía ser el efecto que Bram causaba allá donde fuera.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Flora.

– Haciendo lo que acostumbren hacer en el calor de la tarde -dijo Bram sin mirar a su alrededor-. Cuando me he bañado había más gente -añadió, ajeno interés que despertaba.

Tal vez estaba tan acostumbrado a que le pasara que ya ni se alteraba. O quizá prefería mantener el placer y los negocios en compartimentos separados.

Si era así, Flora no tenía nada que objetar.

– ¿Cuánta gente? -preguntó.

– Una docena de personas más o menos.

También cabía la posibilidad de que fuera tan atento como aparentaba y que sólo quisiera dedicar su atención a Flora.

¿Era eso posible? Las probabilidades eran pocas. A no ser que ella tuviera algo que él deseaba. A no ser que Bram pretendiera utilizarla para acabar con las Claibourne.

– Es un complejo turístico maravilloso. ¡Qué pena que haya tan poca gente! -dijo Flora.

– Lleva abierto pocos meses y todavía no está incluido en los circuitos turísticos típicos -apuntó Bram.

– ¿No es eso lo que busca la gente?

– Eso dicen. Pero si lo descubrieran, dejaría de ser un sitio recóndito, ¿no crees? -Bram se encogió de hombros-. Si te preocupa, dedícale unos comentarios elogiosos en el departamento de viajes de Claibourne & Farraday. Antes de lo que imaginas, tendrás este sitio plagado de gente.

Flora pensó que un artículo en un suplemento dominical dedicado a una princesa desconocida enterrada entre piezas de oro y piedras preciosas podía atraer a numerosos escritores de guías de viaje en busca de lugares desconocidos.

– No pienso dedicarle ninguna alabanza hasta que haga una inspección por mí misma -dijo-. Quiero tomar fotografías de las partes menos atractivas de Saraminda y no sólo de aquello que nos quieran enseñar en la oficina de turismo -Flora recordó los consejos de India-. Tú podrías ayudarme. ¿Qué tal manejas la cámara de fotos?

Flora no sabía fingir y su tono de voz le resultó artificial, pero confió en que Bram no se diera cuenta de que no era sincera.

– No soy capaz de tomar una fotografía sin cortar la cabeza o los pies de los retratados -dijo él.

A Flora le costaba creerlo. Bram Gifford tenía el aspecto de saber hacer funcionar cualquier máquina. Podía imaginar sus largos dedos ajustando el objetivo de la cámara, o de cualquier otro mecanismo que le interesara hacer funcionar.

Bram entrelazó los dedos y apoyó la nuca en las manos, echándose hacia atrás perezosamente. La camiseta se le pegó al pecho y dejó al descubierto un abdomen firme y musculado.

– Estoy aquí para observarte, no para hacer tu trabajo.

Flora se puso tensa.

– ¿Qué?

Bram ocultaba los ojos tras las gafas de sol. La línea de sus labios parecía estar a punto de esbozar una sonrisa, pero no sonreía. Su rostro no daba ninguna pista que permitiera a Flora interpretar lo que pensaba. Ella sabía que lo hacía premeditadamente. Después de todo, la propia Flora utilizaba esa misma táctica cuando trataba con joyeros, pero era desconcertante que alguien la utilizara con ella.

– He dicho… -comenzó Bram Flora lo interrumpió.

– No necesito que hagas mi trabajo -dijo, decidida a no caer en una provocación tan clara-. Sólo quería evitar que te aburrieras. Si quieres hacerte con el control de la empresa, llegará un momento en que tendrás que implicarte en el trabajo diario.

Flora sabía que estaba siendo injusta. Ella misma no hacía casi nada por la empresa y si había aceptado la oferta de Tipi Myan, había sido movida por el deseo de librarse de Bram Gifford. Para no tener que comportarse como si supiera cómo actuaba el directivo de una gran empresa o qué debía hacer. Tenía que justificar el salario que su padre había comenzado a pagarle cuando, incluso antes de acabar la carrera de Arte, empezó a diseñar joyas para la tienda.

Flora habría estado dispuesta a diseñarlas aunque sólo fuera por verlas convertidas en realidad. Pero su padre se había reído ante la sugerencia y había dicho que prefería atarla con un contrato antes que permitir que la competencia se la robara.

No era frecuente que su padre les dedicara demasiada atención, así que Flora se había sentido especial en un momento de su vida en el que necesitaba ser querida.

Poco a poco había quedado atrapada por la historia y el misterio que rodeaba a los metales y piedras preciosas con los que los ricos y poderosos se hacían enterrar.

El viaje a Saraminda se había presentado como un regalo para ella. Pero en esos momentos veía lo equivocada que estaba.

De haberse quedado en Londres, sólo habría tenido que estar con Bram de nueve a cinco y él habría tenido que atender otros asuntos. Aunque Bram hubiera tomado días de vacaciones para estar con ella, siempre habría habido distracciones femeninas a las que dedicar su tiempo. Pero en medio de la nada no iba a haber manera de escapar de él.

Recordó la actitud suplicante de India y trató de ponerse en el lugar de su hermana. ¿Cómo se sentiría ella si alguien llegara y le dijera que debía abandonar su carrera, que tenía renunciar a aquello por lo que llevaba tanto tiempo luchando porque otra persona iba a quitarle el puesto? Y ni siquiera porque se tratara de alguien con más talento o capacidad, sino exclusivamente porque era un hombre.

Flora consideró la posibilidad de invitar a la rubia a su mesa. Eso conseguiría distraer a Bram. Pero él no era tonto y sabría cuáles eran sus intenciones, así que en lugar de llamar a la mujer, miró a Bram a los ojos.

– ¿Realmente os interesa la empresa o los Farraday estáis obsesionados con demostrar vuestro poder de machos? Yo estoy aquí para trabajar. ¿Tú?

– ¿Qué trabajo te importa más? -replicó él, sin responder las preguntas y atacándola a su vez-. ¿El intelectual o el comercial?

Flora esperaba aquella pregunta desde el primer momento que vio a Bram y tenía la respuesta preparada. Para disimular, dejó pasar unos segundos, como si considerara qué responder.

– Uno y otro se complementan. La tienda financia mis viajes y mis investigaciones. Y unos y otros inspiran mis diseños.

– Así que los informes para el departamento de viajes no son más que un extra -Bram escondía una mente afilada tras su aparente actitud relajada.

– Les proporciono un comentario personal desde la perspectiva del viajero. No pretendo nada más. Al departamento de viajes le viene bien tener una opinión objetiva.

– Entonces ya sabes lo que vas a tener que hacer hasta que abran los museos.

En lugar de preguntar a qué se refería, Flora esperó a que Bram continuara.

– Vas a tener que hacer de turista.

– Sólo hay un lugar que me interese visitar.

– El señor Myan te dijo que no se puede acceder a él -replicó Bram en tono de advertencia-. Dijo que era peligroso. Seguro que se pueden visitar otros sitios.

– ¿Qué pasa, Bram, tienes miedo a no resistir la escalada?

– No he traído mis botas de montaña -le recordó él.

– Es cierto -Flora no iba a darse por vencida. Estaba decidida a ver la tumba aunque no contara con el apoyo de Bram, pero se encogió de hombros para quitarle importancia-. Supongo que tienes razón. Hay muchas otras cosas para ver.

– ¿Por qué no empiezas esta misma tarde? Puedes ir a Minda en taxi y empaparte de la atmósfera local. Incluso probar algún restaurante.

Flora se dio cuenta de que Bram no se incluía en los planes y pensó que por fin había decidido buscar sus propias distracciones.

– ¿No quieres venir conmigo a tomar notas? -preguntó ella.

– Ya te he visto comer. Lo haces muy bien y muestras destreza con los cubiertos, pero no compraría entradas para verte.

Flora tenía lo que se merecía. Había insistido en que él hiciera lo que quisiera y no podía enfadarse porque aceptara la sugerencia. Lo cierto era que la idea de pasearse sola por una ciudad desconocida en la oscuridad no le resultaba muy sugerente. Pero como no iba a admitir sus temores, se encogió de hombros.

– De acuerdo -dijo.

Dirigió su mirada al horizonte y vio un barco de carga alejándose de la costa. En la bahía se divisaban un par de barcas de pesca. Luego, sus ojos se detuvieron en la mujer rubia y Flora se preguntó si Bram no la conocería de antes y habría quedado en la isla con ella.

– ¿Tú cenarás aquí? -preguntó.

– No creo -dijo Bram-. No parece que haya demasiado ambiente.

– ¿No? Pues si quieres compartir un taxi hasta la ciudad no tienes más que decírmelo. Estoy segura de que hay más de un restaurante.

– Seguro que sí.

– Y que allí encontrarás toda la «atmósfera» que desees -insinuó Flora volviendo la mirada hacia la rubia. Las gafas de sol ocultaban los ojos de Bram y era imposible adivinar hacia dónde miraba.

– Tienes razón. Y ya que vas a tener que dedicarte a Claibourne y Farraday…

– Siempre intento combinar los negocios con el placer -dijo Flora.

– … quizá debería ir contigo.

¿La única intención de Bram había sido ponerla nerviosa?

– No se preocupe, señor Gifford -dijo Flora con retintín-. Tomaré notas para que pueda verlas en su tiempo libre. Mientras tanto, puede buscarse otros entretenimientos.

– Bram -dijo él-. No olvides que somos colegas, Flora.

– No te preocupes, Bram -dijo ella, pasando por alto el énfasis que él había puesto en la palabra «colegas». Tratarlo de usted había sido su pequeña venganza para intentar irritarlo, y todavía estaba decidida a conseguirlo-. Puedes buscar un bar y encontrar compañía agradable. Haz lo que te apetezca y pásalo bien.

– No creo que lo pase bien, pero tendré que pegarme a ti.

Flora lo miró fijamente. Una cosa era ser impertinente y otra, ser abiertamente desagradable.

– Después de todo -siguió Bram-, una vez que los Farraday recuperen el control de la compañía -sonrió con frialdad-, seré yo quien informe al departamento de viajes.

Flora fue a responderle que, como eso no iba a suceder, no tenía por qué esforzarse, cuando acudió a su mente una idea tan brillante que no tuvo que fingir la sonrisa que iluminó su rostro.

– De acuerdo, si insistes… -se encogió de hombros como si no le diera importancia-. A partir de mañana debería empezar a tomarme en serio la exploración de la isla -ahuyentó un insecto-. Ya que no puedo hacer nada más, tendré que alquilar un coche o algo así.

– ¿O algo así?

– Un Jeep sería más adecuado -la expresión de Bram pareció indicar que prefería un coche con aire acondicionado-. Necesitamos un coche duro. No creo que las carreteras estén en muy buen estado -Flora se sonrojó al presentir que Bram la miraba fijamente, pero como no podía verle los ojos, era imposible estar segura.

– A mí me ha parecido que estaban perfectamente cuando hemos venido desde el aeropuerto -dijo él-. ¿O es que quieres explorar un sitio de difícil acceso?

Flora dejó escapar una risita.

– ¿A qué te refieres? No sé nada de esta isla, pero estoy segura de que se pueden visitar muchos sitios de interés histórico.

– Seguro que sí -dijo él sin mucho entusiasmo.

– Y no todos van a estar junto a la carretera. ¿Te has fijado si tienen mapas en la tienda? -Flora dejó la servilleta junto al plato y se puso en pie. Prefería evitar el gesto inquisitivo que dibujaban las cejas de Bram-. ¿Por qué no pides más café mientras voy a echar un vistazo? A no ser que lo de seguirme a todas partes te lo tomes al pie de la letra, claro -añadió-. No creo que valga la pena verme comprar.

Bram deslizó las gafas de sol por su nariz larga y recta y se quedó mirando el vestido gastado de Flora. No tenía ningún estilo, pero debía de ser muy cómodo. Flora lo habría elegido por los numerosos bolsillos que tenía.

– Tienes razón -dijo él después de una pausa premeditada.

Flora no sonrió. Bram no le había dedicado un comentario halagador, pero a ella eso le agradó. No se vestía para seducir al sexo opuesto sino para estar cómoda. Hacerlo al revés sólo le había causado dolor.

Sin decir nada, se hizo un nudo con el cabello ya seco, se lo sujetó con el sombrero y fue en busca de un mapa. El mapa del tesoro. Con un poco de suerte, también encontraría alguien que se lo marcara con una cruz.

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