9

Reymont luchó por recuperar la conciencia. No podía haber estado inconsciente mucho tiempo, ¿no? Los sonidos habían cesado. ¿Estaba sordo? ¿Se había escapado el aire por algún agujero? ¿Estaban apagados los escudos, le había atravesado la muerte gamma?

No. Cuando puso atención pudo distinguir el ritmo débil de la potencia. El fluoropanel brillaba constante frente a su campo de visión. La sombra de su arnés caía sobre el mamparo y tenía los bordes borrosos que indicaban la presencia de atmósfera. El peso había vuelto a un solo g. La mayor parte de los sistemas automáticos de la nave, al menos, debía estar funcionando.

—Al infierno con el melodrama —se oyó decir. Su voz le llegó como de lejos, como si fuese la de un extraño—. Tenemos que trabajar.

Luchó con las correas. Los músculos le palpitaban y le dolían. Un hilillo de sangre, con sabor a sal, le salía de la boca. ¿O era sudor? Nichevo. Estaba operacional. Se arrastró para liberarse, abrió el casco, olió —un ligero olor a quemadura y ozono, nada serio— y emitió un profundo suspiro de alivio.

El camarote era una cuadra. Los cajones se habían abierto y habían desperdigado el contenido. No le importó demasiado. Chi-Yuen no había contestado a sus llamadas. Se abrió paso a través de las ropas esparcidas hasta la forma menuda. Quitándose los guantes, abrió el visor de la mujer. Su respiración parecía normal, ningún resuello o borboteo que indicase heridas internas. Cuando levantó un párpado, la pupila estaba dilatada. Probablemente sólo se había desmayado.

Se liberó de su traje, localizó la pistola aturdidora y se la colocó. Otros podrían necesitar ayuda con más urgencia. Salió.

Boris Fedoroff bajaba ruidosamente las escaleras.

—¿Cómo va? —te saludó Reymont.

—Voy a ver —le respondió el ingeniero y desapareció.

Reymont forzó una sonrisa agria y se metió en la mitad de camarote de Johann Freiwald. El alemán también se había quitado el traje espacial y estaba sentado en la cama.

Raus mit dir —dijo Reymont.

—Tengo un dolor de cabeza como si la tuviese llena de carpinteros —protestó Freiwald.

—Te ofreciste a estar en nuestro equipo. Creí que eras un hombre.

Freiwald le dirigió a Reymont una mirada airada pero se movió.

Los reclutas del condestable estuvieron ocupados durante la hora siguiente. Los astronautas de verdad estuvieron aún más ocupados, inspeccionando, midiendo y conferenciando en tonos callados. Eso les daba muy pocas oportunidades de sentir dolor o dejar que el terror creciese. Los científicos y técnicos no tenían ese calmante. Del hecho de estar vivos y de que la nave parecía funcionar como antes podían haberse sentido felices… sólo que ¿por qué no hacía Telander una declaración? Reymont los llevó a las áreas comunes, hizo que algunos preparasen café y que otros cuidasen de los más heridos. Al final se sintió con libertad de dirigirse al puente.

Se detuvo para ver a Chi-Yuen, como había hecho a intervalos. Por fin estaba despierta, se había liberado pero había caído en la cama antes de poder quitarse todo el traje. Una pequeña luz brilló en ella cuando le vio.

—Charles —susurró.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Me duele, y parece que no tengo fuerzas, pero…

Le quitó el resto del traje. Ella hizo una mueca de dolor ante su brusquedad.

—Sin esta carga, deberías ser capaz de ir al gimnasio —dijo—. El doctor Latvala te examinará. Nadie está demasiado herido, así que no es probable que tú lo estés. —La besó, un breve roce de labios sin sentido—. Siento ser tan poco caballeroso. Tengo prisa.

Se fue. La puerta del puente estaba cerrada. Llamó. Fedoroff gritó desde el interior.

—No se puede entrar. Espere a que el capitán se dirija a ustedes.

—Soy el condestable —respondió Reymont.

—Bien, vaya a realizar sus funciones.

—He reunido a los pasajeros. Se les está pasando la conmoción. Empiezan a comprender que algo no está bien. No saber qué, en su condición actual, los destrozará. Puede que no podamos volver a pegar los trozos.

—Dígales que se les informará pronto —dijo Telander sin confianza.

—¿No debería decírselo usted, señor? El intercomunicador funciona, ¿no? Dígales que está evaluando los daños para poder establecer un programa urgente de reparaciones. Pero le sugiero, capitán, que primero me deje escoger las palabras justas para explicar el desastre.

La puerta se abrió. Fedoroff agarró a Reymont por el brazo e intentó meterlo dentro. Reymont se liberó de un golpe, una llave de judo. Levantó la mano lista para golpear.

—No vuelva a hacer eso —dijo. Entró en el puente y cerró la puerta él mismo.

Fedoroff gruñó y cerró los puños. Lindgren corrió presurosa a su lado.

—No, Boris —le pidió—. Por favor.

El ruso se apaciguó, todavía tenso. Miraron a Reymont en la quietud acompasada: capitán, primer oficial, ingeniero jefe, oficial de navegación, director de biosistemas. Miró más allá de ellos. Los paneles habían sufrido daños; varios indicadores tenían agujas torcidas, pantallas rotas y cables sueltos.

—¿Es ése el problema? —preguntó señalando.

—No —dijo Boudreau, el navegante—. Tenemos repuestos.

Reymont buscó el visor. Los circuitos compensadores también estaban muertos. Fue hasta el periscopio electrónico y puso la cara dentro del visor.

Un simulacro hemisférico apareció ante él en la oscuridad, la escena distorsionada que hubiese presenciado fuera de la nave. Las estrellas se apiñaban al frente, y eran menos frecuentes en dirección a la nave; brillaban con un color azul acero, violeta y rayos X. A popa la disposición se aproximaba a la que había sido familiar —pero no demasiado—, y aquellos soles estaban rojizos, como ascuas avivadas por el tiempo. Reymont se estremeció un poco y volvió a sacar la cabeza a la cómoda pequeñez del puente.

—¿Bien? —dijo.

—El sistema de desaceleración… —Telander cruzó los brazos—. No podemos detenernos.

Reymont permaneció impasible.

—Siga.

Habló Fedoroff. Sus palabras parecían desdeñosas.

—Recordará, supongo, que activamos la parte de desaceleración del módulo Bussard para producir y operar dos unidades. Su sistema es diferente del de aceleración, ya que para reducir la velocidad no empujamos gas a través de un ramjet sino que invertimos su impulso.

Reymont no se inmutó por el insulto. Lindgren aguantó la respiración. Después de un momento Fedoroff perdió fuerza.

—Bien —dijo cansado—, los aceleradores también estaban utilizándose, a una potencia mucho mayor. Sin duda por esa razón la intensidad de sus campos los protegieron. Los desaceleradores… Están estropeados. Destrozados.

—¿Cómo?

—Sólo podemos determinar que hubo daños materiales en los controles exteriores y en los generadores, y que la reacción termonuclear que los alimenta se ha apagado. Como los indicadores del sistema no dicen nada, deben estar destruidos, no sabemos exactamente qué va mal.

Fedoroff miró al suelo. Siguió hablando, más un soliloquio que un informe.

Un hombre desesperado repite hechos evidentes una y otra vez.

—Por la naturaleza de este caso, los desaceleradores deben haber sido sometidos a mayores tensiones que los aceleradores. Supongo que esas fuerzas, reaccionando a través de los campos hidromagnéticos, rompieron la estructura material en esa parte del módulo Bussard.

»Podríamos repararlo, sin duda, si pudiésemos salir al exterior. Pero tendríamos que acercarnos demasiado a la bola de fuego del núcleo de potencia de los aceleradores en la botella magnética. La radiación nos mataría antes de que pudiésemos hacer nada útil. Lo mismo se aplica a cualquier robot de control remoto que pudiésemos construir. Por ejemplo, ya sabe lo que la radiación a esos niveles puede hacerle a los transistores. Por no mencionar los efectos inductivos de los campos de fuerza.

»Y, por supuesto, no podemos apagar los aceleradores. Eso significaría desconectar todos los campos, incluyendo los escudos, que sólo el núcleo de potencia exterior puede mantener. A nuestra velocidad, el bombardeo de hidrógeno produciría suficientes rayos gamma e iones como para freírnos a todos en unos minutos.

Se quedó en silencio, menos como un hombre que ha terminado de hablar que como una máquina que se apaga.

—¿No tenemos ningún control direccional? —preguntó Reymont, todavía sin ninguna emoción.

—Sí, sí, eso sí lo tenemos —dijo Boudreau—. La forma de aceleración puede cambiarse. Podemos reducir cualquiera de los tubos Venturi y potenciar los demás… podemos producir un vector lateral tanto como frontal. Pero no lo entiende, no importa qué camino tomemos, debemos seguir acelerando o moriremos.

—Acelerando para siempre —dijo Telander.

—Al menos —susurró Lindgren—, podemos permanecer en la galaxia. Dando vueltas y vueltas alrededor del núcleo. —Dirigió la vista hacia el periscopio, y supieron lo que pensaba: tras esa cortina de extrañas estrellas azules estaba la oscuridad, el vacío intergaláctico, el exilio definitivo—. Al menos… podremos envejecer… con soles a nuestro alrededor. Incluso si no podemos volver a tocar un planeta.

Los rasgos de Telander se contrajeron.

—¿Cómo se lo digo a nuestra gente? —gruñó.

—No tenemos ninguna esperanza —dijo Reymont. No era realmente una pregunta.

—Ninguna —contestó Fedoroff.

—Oh, podemos vivir nuestra vida aquí… llegar a una edad razonable, aunque no la misma que permitiría normalmente el tratamiento antisenectud —le dijo Pereira—. Los biosistemas y los sistemas de ciclo orgánico están intactos. Podríamos incluso aumentar la productividad. No hay que temer al hambre inmediata, o a la sed o a la asfixia. Es verdad que la ecología cerrada, el reciclado, no es eficiente al cien por cien. Sufriremos pérdidas lentas, un lento deterioro. Una nave espacial no es un mundo. El hombre no es un diseñador tan inteligente ni un diseñador a gran escala tan bueno como Dios. —Su sonrisa era cadavérica—. No aconsejo que tengamos hijos. Intentarían respirar cosas como acetona, mientras sobrevivirían sin cosas como fósforo y nos sofocarían en cerumen y pelusa de ombligo. Creo que podremos sacarle unos cincuenta años más de vida a nuestros aparatos. En estas circunstancias, pienso que es mucho tiempo.

Lindgren habló mirando a los mamparos como si pudiese ver a través de ellos:

—Cuando el último de nosotros muera… Debemos establecer una desconexión automática. La nave no debe seguir funcionando después de nuestra muerte. Que la radiación haga lo que debe, que la fricción cósmica la rompa en trozos y que los fragmentos vaguen por el infinito.

—¿Por qué? —preguntó Reymont.

—¿No es evidente? Si establecemos una ruta circular… consumiendo hidrógeno, viajando cada vez más rápido, haciendo que tau sea cada vez más pequeña a medida que pasan los milenios… nos haremos más masivos. Podríamos acabar devorando la galaxia.

—No, eso no —dijo Telander. Se refugió en la pedantería—. He visto los cálculos. Alguien se preocupó una vez de lo que podría hacer una nave Bussard fuera de control. Pero como ha dicho el señor Pereira, cualquier obra humana es insignificante allá fuera. Tau tendría que ser del orden de, digamos, diez a la menos veinte antes de que la masa de la nave fuese igual a la de una estrella pequeña. Y las probabilidades de chocar contra algo más importante que una nebulosa son astronómicamente minúsculas. Además, sabemos que el universo es finito en el espacio y el tiempo. Dejaría de expandirse y se colapsaría antes de que tau se hiciese tan pequeña. Vamos a morir. Pero el cosmos está a salvo de nosotros.

—¿Cuánto tiempo podremos vivir? —se preguntó Lindgren. Interrumpió a Pereira—. Quiero decir potencialmente. Si dice medio siglo, le creo. Pero creo que en un año o dos dejaremos de comer, o nos cortaremos la garganta, o decidiremos apagar los aceleradores.

—No si puedo evitarlo —le respondió inmediatamente Reymont.

Le lanzó una mirada triste.

—¿Quieres decir que continuarías… no sólo aislado de la humanidad, sin vivir en la Tierra, sino de toda la creación?

Él a su vez la miró con firmeza. Su mano derecha descansaba sobre la culata de la pistola.

—¿No tienen tantas agallas? —contestó.

—¡Cincuenta años dentro de este ataúd volador! —casi gritó—. ¿Cuántos años serán fuera?

—Calma —la advirtió Fedoroff, y la agarró por la cintura. Ella se agarró a él y respiró profundamente.

Boudreau habló tan cuidadosamente tranquilo como Telander:

—La relación temporal parece algo académica en nuestra situación, ¿n'est-cepas? Depende de lo que hagamos. Si seguimos en línea recta, naturalmente nos encontraremos con un medio menos denso. El ritmo de decrecimiento de tau se hará proporcionalmente más lento al entrar en el espacio intergaláctico. Al contrario, si intentamos una ruta circular que nos lleve a través de concentraciones más densas de hidrógeno, podríamos obtener una tau inversa muy grande. Podríamos ver pasar miles de millones de años. Podría ser maravilloso. —Sonrió forzadamente, un resplandor en la barba larga—. También nos tenemos los unos a los otros. Buena compañía. Estoy con Charles. Hay mejores formas de vivir, pero también peores.

Lindgren se refugió en el pecho de Fedoroff. Él la sostuvo y la acarició torpemente con una mano. Después de un rato (una hora o así en la historia de las estrellas) volvió a levantar la cara.

—Lo siento —aceptó ella—. Tienes razón. Nos tenemos unos a otros. —Paseó la mirada por ellos, acabando en Reymont.

—¿Cómo voy a decírselo? —suplicó el capitán.

—Le sugiero que no lo haga —contestó Reymont—. Que la primer oficial dé la noticia.

—¿Qué?—dijo Lindgren.

—Eres nice —contestó él—. Lo recuerdo.

Se liberó del abrazo de Fedoroff y dio un paso hacia Reymont.

De pronto el condestable se tensó. Permaneció un segundo como si estuviese ciego, antes de darse la vuelta y encararse con el navegante.

—¡Eh! —exclamó—. Tengo una idea. ¿Sabe…?

—Si crees que yo debería… —había empezado a decir Lindgren.

—Ahora no —le dijo Reymont—. Auguste, vamos a la mesa. Tenemos cosas en que pensar… ¡rápido!

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