Las masas nebulares que formaban la parte exterior del núcleo de la galaxia se alzaban como inmensas torres negras. La Leonora Christine atravesaba ya las capas exteriores. Delante no se veía ningún sol; en el resto, cada hora brillaban menos y con menor intensidad.
En aquella concentración de materia estelar, la nave se movía con una aerodinámica de cuento de hadas. La inversa de tau era ahora tan enorme que la densidad del espacio no la afectaba demasiado. Es más, tragaba materia con más glotonería que antes y ya no se limitaba a los átomos de hidrógeno. Los selectores reajustados convertían todo lo que encontraban, ya fuese gas o polvo o meteoroides, en combustible y masa de reacción. Su energía cinética y la diferencial de tiempo se incrementaban a un ritmo alocado. Volaba como llevada por un viento que soplaba entre los conjuntos de soles.
Aun así, Reymont llevó a Nilsson a la sala de entrevistas.
Ingrid Lindgren, de uniforme, ocupó su sitio tras la mesa. Había perdido peso, y tenía ojeras. En el camarote había un ruido anormalmente alto y golpes frecuentes recorrían los mamparos y cubiertas. La nave sentía las irregularidades en las nubes como ráfagas, corrientes y vórtices de una creación continua de mundos.
—¿No podríamos esperar hasta haber completado el paso, condestable? —preguntó, simultáneamente furiosa y cansada.
—Creo que no, señora —contestó Reymont—. Si se produce una emergencia, es necesario tener gente convencida de que vale la pena enfrentarse a ella.
—Acusa al profesor Nilsson de extender el descontento. Los reglamentos garantizan la libre expresión.
La silla crujió al moverse el peso del astrónomo.
—Soy un científico —declaró irritado—. No sólo tengo el derecho sino la obligación de manifestar la verdad.
Lindgren lo miró con desaprobación. Se estaba dejando crecer una barba rala, no se había bañado recientemente y llevaba la ropa sucia.
—No tiene derecho a contar historias de terror —dijo Reymont—. ¿No nota lo que hace a algunas de las mujeres, especialmente, cuando habló de aquella forma durante la comida? Eso fue lo que me decidió a intervenir; pero se ha estado buscando problemas durante mucho tiempo, Nilsson.
—Sólo me limité a exponer abiertamente algo que ha sido de conocimiento común desde el principio —respondió el hombre grueso—. No tienen valor para discutirlo en detalle. Yo sí.
—No tienen la mezquindad necesaria. Usted sí.
—Nada de insultos personales —le dijo Lindgren—. Cuéntenme qué sucedió. —Recientemente había decidido comer a solas en su camarote, arguyendo estar ocupada, y no se la veía mucho fuera de sus turnos.
—Ya lo sabe —dijo Nilsson—. Hemos tratado el tema en muchas ocasiones.
—¿Qué tema? —preguntó ella—. Hemos hablado de muchos.
—Hablar, sí, como personas razonables —saltó Reymont—. Nada de sermones a los compañeros de mesa, muchos de los cuales ya se sienten desgraciados de por sí.
—Por favor, condestable. Siga, profesor Nilsson.
El astrónomo se llenó de orgullo.
—Es algo elemental. No entiendo por qué el resto de ustedes han sido tan idiotas como para no considerarlo seriamente. Asumen con tranquilidad que iremos a parar a una galaxia de Virgo y que encontraremos un planeta habitable. Pero díganme cómo. Piensen en los requerimientos: masa, temperatura, radiación, atmósfera, hidrosfera, biosfera… las mejores estimaciones indican que un uno por ciento de las estrellas podrían tener un planeta aproximadamente como la Tierra.
—¿Y? —dijo Lindgren—. Por supuesto…
Pero no iba a quitarle la oportunidad a Nilsson con tanta facilidad. Quizá ni se molestó en escucharla. Fue contando los puntos con los dedos.
—Si un uno por ciento de las estrellas son adecuadas, ¿comprende cuántas tendremos que examinar antes de tener la oportunidad de encontrar lo que buscamos? ¡Cincuenta! Pensaba que cualquiera a bordo podría realizar ese cálculo. Es concebible que tengamos suerte y encontremos nuestra Nueva Tierra a la primera. Pero las posibilidades en contra son de noventa y nueve a una. Sin duda deberemos probar con muchas. Pero analizar cada una llevaría casi un año de desaceleración. Pero recuerde que ésos son años de la nave, porque casi todo el período se pasaría a velocidades muy pequeñas comparadas con la de la luz y eso implica un factor tau de casi la unidad, lo que, además, nos impediría viajar a más de una gravedad.
»Por tanto, debemos contar con dos años por estrella. Como he dicho, la probabilidad razonable, y es sólo una probabilidad razonable, nos dice que tendremos tantas posibilidades de encontrar Nueva Tierra en las cincuenta primeras estrellas que examinemos como que no, y eso requiere cien años de exploración. De hecho son más, porque deberemos detenernos de vez en cuando y recoger laboriosamente masa de reacción para el motor iónico. Antisenectud o no, no viviremos tanto.
»Por tanto, todos nuestros esfuerzos, los riesgos que aceptamos en este fantástico viaje a través de la galaxia para salir al espacio intergaláctico, son un ejercicio fútil, quod erat demonstrandum.
—Entre sus muchas características despreciables, Nilsson —dijo Reymont—, se encuentra su hábito de restregar en las narices lo evidente.
—¡Señora! —dijo sorprendido el astrónomo—. ¡Protesto! ¡Presentaré una queja por estos insultos!
—Déjenlo —ordenó Lindgren—. Los dos. Debo admitir que su actitud es provocadora, profesor Nilsson. Por otro lado, condestable, debo recordarle que el profesor Nilsson es uno de los hombres más respetados en su campo que tiene la Tierra… que tenía la Tierra. Merece un respeto.
—No por la forma en que se comporta —le dijo Reymont—. O apesta.
—Sea amable, condestable, o le denunciaré yo misma. —Lindgren tomó aire—. Me parece que no tiene en cuenta el factor humano. Estamos vagando por el espacio y el tiempo; el mundo que conocíamos ya lleva cientos de miles de años en la tumba; corremos casi a ciegas hacia la parte más poblada de la galaxia; en cualquier minuto podemos chocar con algo que nos destruya; en el mejor de los casos tenemos por delante años de un ambiente cerrado y estéril. ¿Espera que la gente no reaccione ante eso?
—Sí, señora, lo espero —dijo Reymont—. Pero no espero que se comporten de forma que la situación sea aún peor.
—Hay algo de verdad en eso —le concedió Lindgren. Nilsson se movió en la silla y adoptó un aire resentido. —Intentaba evitar que se sintiesen decepcionados al final del viaje —murmuró.
—¿Está completamente seguro de que no estaba dando rienda suelta a su ego? —Lindgren suspiró—. No importa. Su punto de vista es legítimo.
—No, no lo es —la contradijo Reymont—. Obtienes un uno por ciento contando todas la estrellas. Pero es evidente que no nos molestaremos en explorar las enanas rojas, la mayoría, o las gigantes azules, o cualquier cosa que quede fuera de un rango espectral muy limitado. Lo que reduce enormemente el campo de búsqueda.
—Que sea un factor de diez —le dijo Nilsson—. No lo creo de verdad, pero postulemos una probabilidad del diez por ciento de encontrar Nueva Tierra en una estrella de tipo Sol. Aun así eso requiere que busquemos entre cinco estrellas para tener una oportunidad razonable. ¿Diez años? Más bien veinte, teniéndolo todo en cuenta. El más joven de nosotros ya habrá dejado muy atrás su juventud. La pérdida de tantas oportunidades reproductivas significa la pérdida correspondiente de herencia genética; para empezar, nuestro pool genético es mínimo. Si esperamos varias décadas para tener hijos, no podremos tener los suficientes. Pocos habrán crecido hasta ser autosuficientes para cuando sus padres estén indefensos por la avanzada edad. En cualquier caso, el conjunto humano morirá por completo en tres o cuatro generaciones. Como puede ver, sé algo sobre deriva genética.
Adoptó una expresión autocomplaciente.
—No quería herir los sentimientos de nadie —añadió—. Sólo tenía el deseo de ayudar, demostrando que la idea de una comunidad de valientes pioneros plantando la semilla de la humanidad en una nueva galaxia… desenmascarándola como la fantasía infantil que es.
—¿Tiene un alternativa? —le preguntó Lindgren.
Apareció un tic en el rostro de Nilsson.
—Sólo el realismo —dijo—. Aceptar el hecho de que jamás dejaremos esta nave. Ajustar nuestro comportamiento a ese hecho.
—¿Ésa es la razón por la que ha estado haciendo el vago en el trabajo? —le exigió Reymont.
—No me gusta la forma en que lo dice, pero es verdad que no tiene sentido construir equipo para la navegación a largo plazo. No vamos a ningún sitio que importe. Ni siquiera puedo entusiasmarme por las propuestas de Fedoroff y Pereira para mejorar los sistemas de soporte vital.
—Supongo que entiende —dijo Reymont— que para quizá la mitad de la gente de a bordo, lo lógico, una vez que hayan decidido que tiene razón, será suicidarse.
—Posiblemente. —Nilsson se encogió de hombros.
—¿Tanto se odia a sí mismo? —preguntó Lindgren.
Nilsson se levantó a medias y se desplomó de nuevo. Gemía ligeramente. Reymont sorprendió a sus dos interlocutores adoptando una actitud amable.
—No te traje aquí sólo para detener tus sermones sobre la destrucción. Me gustaría más saber por qué no has estado trabajando para mejorar nuestras posibilidades.
—¿Cómo?
—Eso es lo que me gustaría que me dijeses. Eres el experto en observación. Si no recuerdo mal, en casa estabas a cargo de un programa que localizó unos cincuenta sistemas planetarios. Identificaste planetas y sus características a través de años luz. ¿Por qué no puedes hacer lo mismo por nosotros?
Nilsson dio un golpe.
—¡Ridículo! Veo que debo explicar la cuestión en términos de jardín de infancia. ¿Lo sufrirá conmigo, primer oficial? Escuche, condestable.
»Le concedo que un instrumento espacial extremadamente grande puede detectar objetos del tamaño de Júpiter a distancia de varios parsecs. Eso si el objeto está bien iluminado sin perderse en el brillo de su sol. Le concedo que por análisis matemático de los datos de perturbación recogidos en un período de años, se pueden extraer algunas ideas sobre planetas vecinos demasiado pequeños para ser fotografiados. Las ambigüedades en las ecuaciones pueden, hasta cierto grado, ser resueltas por un profundo estudio interferométrico de los fenómenos de llamarada en las estrellas; los planetas ejercen una pequeña influencia en esos ciclos.
»Pero —golpeó con el dedo el pecho de Reymont— no comprende lo inciertos que son esos resultados. A los periodistas les encantaba poner en grandes titulares que se había descubierto otro planeta terrestre. Sin embargo, la realidad era siempre que ésa era una posible interpretación de los datos. Sólo una entre numerosas distribuciones posibles de tamaños y órbitas. Y con un gran error. Y eso, entérese, con los mejores instrumentos que podían construirse. Instrumentos que no tenemos ahora, y para los que no tenemos espacio si pudiésemos fabricarlos de alguna forma.
»No, incluso en casa la única forma de obtener información detallada sobre planetas extrasolares era enviar una sonda y luego una expedición tripulada. En nuestro caso, la única forma es desacelerar para un estudio profundo. Y luego, estoy convencido, seguir adelante. Porque debe entender que un planeta que por otra parte parezca ideal puede ser estéril o puede tener una bioquímica nativa que nos sea inútil o venenosa.
»Le ruego, condestable, que aprenda algo de ciencia, un poco de lógica y algo de realismo, ¿eh? —Nilsson acabó con un grito de triunfo.
—Profesor… —intentó Lindgren.
Reymont sonrió con malicia.
—No se preocupe, señora —dijo—. No nos pelearemos por esto. Sus palabras no me afectan.
Observó al otro hombre.
—Lo crea o no —siguió—, ya sabía lo que nos ha contado. También sabía que es, o era, un hombre de recursos. Ideó nuevos métodos y diseñó aparatos que sirvieron para realizar muchos descubrimientos. Realizaba un buen trabajo para nosotros hasta que lo abandonó. ¿Por qué no dedica su cerebro a trabajar en el problema que nos preocupa?
—¿Sería tan amable de sugerir un procedimiento? —dio Nilsson con desprecio.
—No soy un científico, ni un técnico —dijo Reymont—. Aun así, hay un par de cosas que me parecen evidentes. Supongamos que hemos entrado en la galaxia de destino. Nos hemos deshecho de la tau que necesitábamos para llegar allí, pero tenemos todavía… oh, lo que sea conveniente. ¿Diez a la menos tres, quizá? Bien, eso nos da una base muy larga y mucho tiempo cósmico para realizar observaciones. Durante semanas o meses, en tiempo de la nave, puedes reunir más datos sobre una estrella determinada de los que teníamos sobre cualquier vecina del Sol. Estoy seguro de que podrás encontrar formas de emplear los efectos relativistas para obtener información que no estaba disponible en casa. Y, naturalmente, podemos observar muchas estrellas del tipo del Sol simultáneamente. Por tanto podremos encontrar una que pueda probar, con cifras exactas que no dejen ninguna duda, que tienen planetas con masas y órbitas como las de la Tierra.
—Contando con eso, quedarán las cuestiones sobre atmósfera y biosfera. Precisaremos de observaciones a corta distancia.
—Sí, sí. Pero ¿debemos detenernos para realizarlas? Supongamos que establecemos una ruta que nos lleve cerca de los soles más prometedores, en orden, mientras continuamos viajando cerca de la velocidad de la luz. En tiempo cósmico, tendremos horas y días para examinar los planetas que nos interesen. Espectroscopia, termoscopía, fotografía, magnetismo, escribe tu propia lista de técnicas. Podemos tener una idea razonable de las condiciones en la superficie. También de las condiciones biológicas. Podríamos buscar cosas como desequilibrio termodinámico, espectro de reflexión de clorofila, polarización por la población microbiana basada en L-aminoácidos… sí, supongo que podemos obtener una idea excelente de qué planetas son adecuados. A tau baja, podemos examinar un gran número en poco de nuestro tiempo. En realidad, tendremos que usar sistemas automáticos y electrónicos; nosotros no podríamos trabajar con tanta rapidez. Entonces, cuando hayamos identificado el mundo adecuado, podemos volver a él. Eso llevará un par de años, por supuesto. Pero serán años soportables. Sabremos, con gran probabilidad, que tenemos un hogar esperándonos.
Los rasgos de Lindgren se llenaron de color. Sus ojos ganaron en brillo.
—Por Dios —dijo—, ¿por qué no lo dijo antes?
—Tengo otros problemas en la cabeza —contestó Reymont—. ¿Por qué no lo hizo usted, profesor Nilsson?
—Porque todo ese asunto es absurdo —respondió el astrónomo—. Presupone instrumentos que no tenemos.
—¿Podemos construirlos? Tenemos herramientas, equipo de precisión, material de construcción y trabajadores capaces. Su equipo ya ha realizado algunos progresos.
—Exige que la velocidad y la precisión se incremente por grandes órdenes de magnitud sobre cualquier cosa que haya existido jamás.
—¿Bien? —dijo Reymont.
Nilsson y Lindgren le miraron. La nave temblaba.
—Bien, ¿por qué no podemos desarrollar lo que necesitemos? —preguntó Reymont por sorpresa—. Tenemos a algunas de las personas con más talento, mejor educadas e imaginativas que produjo nuestra civilización. Tenemos todos los campos de la ciencia; lo que no sepan, podrán encontrarlo en las microcintas; están acostumbrados al trabajo interdisciplinario.
»Supongamos, por ejemplo, que Emma Glassgold y Norbert Williams se unen para decidir las especificaciones de un dispositivo para detectar y analizar vida a distancia. Consultarán con otros cuando lo necesiten. Con el tiempo, emplearán físicos, expertos en electrónica y al resto para la construcción y refinamiento. Mientras tanto, profesor Nilsson, usted habrá estado a cargo de un grupo para desarrollar herramientas para planetología remota. De hecho, usted es el hombre lógico para dirigir todo el proyecto.
El tono duro desapareció. Exclamó entusiasmado como un niño:
—Mejor aún, ¡eso es exactamente lo que necesitamos! Un trabajo fascinante y vital que exija todo de lo que todos puedan dar. Aquellos que tengan especialidades no necesarias también intervendrán, como asistentes, dibujantes, obreros manuales… Supongo que tendremos que remodelar una cubierta de carga para acomodar todos los aparatos… Ingrid, ¡es una forma no sólo de salvar nuestras vidas sino también nuestra cordura!
Él se puso en pie. Ella también. Chocaron las manos.
De pronto recordaron a Nilsson. Estaba sentado, empequeñecido, encorvado, temblando y destrozado.
Lindgren fue hacia él alarmada.
—¿Qué pasa?
No levantó la cabeza.
—Es imposible —murmuraba—. Es imposible.
—Seguro que no —le azuzó ella—. Es decir, no tendrías que descubrir nuevas leyes de la naturaleza, ¿no? Los principios básicos son conocidos.
—Deben aplicarse de forma completamente nueva. —Nilsson se cubrió el rostro—. Que Dios me ayude, ya no tengo el cerebro necesario.
Lindgren y Reymont intercambiaron miradas por encima de la forma encorvada. Ella formó palabras sin sonidos. En una ocasión, él le había enseñado el truco del Cuerpo de Rescate de leer los labios cuando no se podía usar la radio de los trajes. Lo habían practicado como algo privado que los unía más.
«¿Tendremos éxito sin él?»
«Lo dudo. Es el mejor jefe para ese tipo de proyecto. Sin él, nuestras posibilidades serán pocas.»
Lindgren se agachó junto a Nilsson. Puso un brazo sobre sus hombros.
—¿Qué pasa? —preguntó de la forma más suave.
—No tengo esperanza —dijo respirando ruidosamente—. Nada por lo que vivir.
—¡Sí lo tienes!
—¿Sabes?… Janet me dejó… hace meses. Ninguna otra mujer… ¿Por qué habría de importarme? ¿Qué me queda a mí?
Los labios de Reymont formaron unas palabras: «Así que eso era todo, la autocompasión.»
—No, te equivocas, Elof —le murmuró ella—. Nos preocupamos por ti. ¿Te pediríamos ayuda si no te respetásemos?
—Mi mente. —Se sentó recto y la miró con los ojos empañados—. Queréis mi inteligencia. Mi consejo. Mis conocimientos y talentos. Para salvaros a vosotros mismos. Pero ¿me queréis a mí? ¿Me consideráis un ser humano? ¡No! El viejo y sucio Nilsson. Apenas hay que ser amable con él. Cuando empieza a hablar, uno busca la primera excusa razonable para irse. No se le invita a las fiestas en los camarotes. Como máximo, si estás desesperado, le pides que sea cuarto en el puente o que encabece un proyecto de desarrollo de nuevos instrumentos. ¿Que esperáis que haga? ¿Agradecéroslo?
—¡Eso no es cierto!
—Oh, no soy tan infantil como algunos —dijo—. Ayudaría si pudiese. Pero te digo que tengo la mente en blanco. No he tenido una idea original en semanas. Di que es el miedo a la muerte que me paraliza. Llámalo impotencia. No me importa. Porque a mí tampoco me preocupa. Nadie me ha ofrecido amistad, compañía, nada. Me han dejado solo en la oscuridad y el frío. ¿Y te preguntas por qué mi mente está congelada?
Lindgren apartó la vista, escondiendo las expresiones que surcaban su rostro. Cuando se enfrentó de nuevo a Nilsson, sólo mostraba calma.
—No puedo decirte cuánto lo siento, Elof —le dijo—. Tú mismo tienes parte de culpa. Actuabas, bueno, de forma tan autosuficiente, que dimos por supuesto que no querías que te molestaran. De la misma forma que Olga Sobieski, por ejemplo, no quiere que la molesten. Por esa razón se ha mudado a mi camarote. Cuando te uniste a Hussein Sadek…
—Mantiene cerrada la división entre nuestras mitades —chilló Nilsson—. Nunca la levanta. Pero no es por completo a prueba de ruidos. Lo oigo a él y a sus chicas.
—Ahora lo entiendo. —Lindgren sonrió—. Para ser honesta, Elof, me he aburrido de mi existencia actual.
Nilsson hizo un ruido ahogado.
—Creo que tenemos algunos asuntos personales que discutir —dijo Lindgren—. ¿Le… le importa, condestable?
—No —dijo Reymont—. Por supuesto que no. —Y salió del camarote.