23

Sobre una colina que miraba a un hermoso valle, había un hombre con su mujer.

No era una Nueva Tierra. Eso hubiese sido esperar demasiado. El río a sus pies estaba teñido de oro por pequeñas formas de vida y atravesaba valles cuya abundante vegetación era azul. Los árboles parecían como si tuviesen plumas, con tonos del mismo color, y el aire hacía que sus flores cantasen. Emitían aromas como a canela; había yodo, y caballos, y olores para los que los hombre no tenían nombres. En el lado opuesto se elevaban altas empalizadas, negras y rojas, coronadas de despeñaderos, donde brillaban los salientes de un glaciar.

Pero el aire era cálido; y la humanidad podía prosperar allí. Enormes sobre ríos y cumbres se alzaban nubes que brillaban como plata al sol.

Ingrid Lindgren habló.

—No debes dejarla, Carl. Merece algo mejor de nosotros.

—¿De qué hablas? —respondió Reymont—. No podemos dejarnos los unos a los otros. Ninguno de nosotros puede. Ai-Ling entiende que hay algo único en mí. Pero también en ella, a su manera. También todos nosotros, todos a todos los demás. ¿No? ¿Después de lo que hemos pasado?

—Sí. Sólo que… Nunca pensé que te oiría decir esas palabras, Carl, cariño.

El rió.

—¿Qué esperabas?

—Oh, no sé. Algo cruel e inflexible.

—El tiempo para eso ya ha pasado —dijo—. Hemos llegado a donde íbamos. Ahora debemos empezar de nuevo.

—¿También con los demás? —preguntó ella, chinchándolo un poco.

—Sí. Por supuesto. Buen Dios, ¿no lo hemos discutido lo suficiente entre todos? Debemos conservar del pasado lo bueno y olvidar lo malo. Como… bien, todo el asunto de los celos ya no es importante. No habrá inmigrantes posteriores. Debemos compartir nuestros genes todo lo que podamos. ¡Los cincuenta podemos comenzar toda una especie inteligente! Así que tu preocupación de que alguien se sienta herido, o apartado, o algo… no se aplica. Con todo el trabajo que tenemos por delante, las personalidades no tienen la más mínima importancia.

La atrajo hacia él y rió.

—Tampoco es que no podamos decirle al universo que Ingrid Lindgren es lo más hermoso que hay en él —dijo, se echó bajo un árbol y agarró su mano—. Ven. Te dije que íbamos a tomarnos unas vacaciones.

Con escamas de acero, haciendo ruido con las alas, pasó por encima una de las criaturas que llamaban dragones.

Lindgren se unió a Reymont, pero vacilando.

—No sé si debiéramos, Carl —dijo.

—¿Por qué no?

—Hay demasiado que hacer.

—Edificar, plantar, todo va bien. Los científicos no han informado de ninguna amenaza, presente o potencial, con la que no podamos tratar. Podemos permitirnos descansar un poco.

—Bien, aceptemos el hecho —habló renuente—. Lo reyes no tienen vacaciones.

—¿De qué estás hablando?

Reymont se recostó sobre el tronco áspero y perfumado, y acarició su cabello, que brillaba bajo el joven sol. Después de la oscuridad habría tres lunas que brillarían sobre ella, y más estrellas de las que el hombre había conocido nunca.

—Tú —dijo ella—. Te miran a ti, al hombre que los salvó, el hombre que se atrevió a sobrevivir, te buscan a ti…

Él la interrumpió de la forma más agradable.

—¡Carl! —protestó ella.

—¿Te importa?

—No. Por supuesto que no. Al contrario. Pero… Es decir, tu trabajo…

—Mi trabajo —dijo— es mi parte en el trabajo de la comunidad. Ni más ni menos. Y en lo que se refiere a cualquier otro cargo, tenían un proverbio en América que decía: «Si me nominan, no me presentaré; si me eligen, no gobernaré.»

Ella lo miró con algo de terror.

—¡Carl! ¡No puedes hablar en serio!

—Por supuesto que puedo —contestó. Por un momento volvió a ponerse serio—. Una vez que ha pasado una crisis, una vez que la gente puede defenderse por sí misma… ¿qué mejor cosa puede hacer un rey que renunciar a su corona?

Luego rió, e hizo que ella se riese con él, y fueron simplemente humanos.


FIN
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