Uno puede aproximarse a la velocidad de la luz, pero ningún cuerpo que tenga masa en reposo puede alcanzarla. Los incrementos de velocidad por los que la Leonora Christine se acercaba a esa meta imposible se hacían más y más pequeños. Podría parecer por tanto que el universo que observaba la tripulación no podía distorsionarse más. La aberración podría como máximo desplazar las estrellas cuarenta y cinco grados; el efecto Doppler podría desplazar infinitamente hacia el rojo los fotones que venían de popa, pero sólo duplicar las frecuencias de los que venían de proa.
Sin embargo, no había límite para la inversa de tau, y ésa era la medida de los cambios en el espacio percibido y el tiempo experimentado. Por tanto, tampoco había límite para los cambios ópticos; y la parte delantera y trasera del cosmos podían contraerse hasta un espesor cero en el que estuviesen contenidas todas las galaxias.
Por tanto, a medida que la nave realizaba un medio arco alrededor de la Vía Láctea y viraba para hundirse en su corazón, el periscopio de la nave mostraba un extraño paisaje. Las estrellas más cercanas corrían aún más rápido, hasta que al final el ojo las veía moviéndose por el campo de visión: porque para entonces, pasaban años fuera mientras dentro sólo transcurrían minutos. El cielo ya no era negro; era de un púrpura resplandeciente, que se hacía más profundo y brillante a medida que pasaban los meses en el interior: porque la interacción de los campos de fuerza y el medio interestelar —con el tiempo, magnetismo interestelar— liberaba cuantos. Las estrellas más alejadas se aglomeraban en dos globos, de un azul feroz al frente, carmesí profundo a popa. Pero gradualmente esos globos se hicieron puntos y se oscurecieron: porque casi toda su radiación había sido desplazada fuera del espectro visible, hacia los rayos gamma y las ondas de radio.
El visor había sido reparado, pero cada vez era menos capaz de realizar la compensación. Los circuitos simplemente no podían distinguir soles individuales a más de unos pocos parsecs. Los técnicos desmontaron el aparato y lo reconstruyeron para que tuviese mayor capacidad, para que los hombres no volasen a ciegas.
Ese proyecto, y otras remodelaciones diversas, eran probablemente más útiles para quienes eran capaces de realizar el trabajo, que por sí mismos. Esas personas no se refugiaban en sus propias conchas como hacían muchos de sus compañeros.
Boris Fedoroff encontró a Luis Pereira en la cubierta hidropónica. Estaban cosechando un tanque de algas. El jefe de biosistemas trabajaba con sus hombres, desnudo como ellos, metiéndose en las mismas aguas y limo verde, llenando los cacharros de un carrito.
—¡Uf! —dijo el ingeniero.
Los dientes brillaron bajo el bigote de Pereira.
—No desprecies mi cosecha tan alegremente —contestó—. Te la estarás comiendo en su momento.
—Me preguntaba cómo podía ser tan realista la imitación de queso Limburger —dijo Fedoroff—. ¿Puedo discutir algo contigo?
—¿Podría ser más tarde? No podemos parar hasta que hayamos terminado. Si se estropea, te tendrás que apretar el cinturón por un tiempo.
—Yo tampoco puedo malgastar el tiempo —dijo Fedoroff, poniéndose duro—. Creo que preferirías pasar hambre a chocar.
—Entonces, seguid —le dijo Pereira a su equipo. Salió del tanque y se fue a la ducha donde se limpió con rapidez. Sin molestarse en secarse o en vestirse, aquél era el nivel más cálido de la nave, guió a Fedoroff hasta su oficina—. En confianza —admitió—, me encanta tener una excusa para dejar ese trabajo.
—Estarás menos encantado cuando oigas la razón. Significa trabajo duro.
—Mejor aún. Me preguntaba cómo evitar que mi equipo se derrumbase. Éste no es el tipo de actividad que provoca esprit de corps espontáneamente. Los chicos se quejarán, pero les hará felices tener algo más que la rutina.
Atravesaron una sección de plantas verdes. Las hojas cubrían todo el pasillo llenando el aire de un olor penetrante, agitándose cuando se las rozaba.
Las frutas colgaban entre ellas como linternas. Se podía entender por qué los que trabajan allí conservaban todavía algo de serenidad.
—Foxe-Jameson me avisó —le explicó Fedoroff—. Estamos lo bastante cerca del centro galáctico como para que se puedan emplear los nuevos instrumentos desarrollados para obtener valores fiables de la densidad de masa allí.
—¿Él? Creí que Nilsson era el encargado de las observaciones.
—Se suponía que sí. —La boca de Fedoroff se convirtió en una línea—. Se está saliendo de madre, últimamente no ha hecho ninguna contribución, sólo disputas y objeciones. El resto de su grupo, incluso un par de hombres del taller que fabrica el material, como Lenkei… tienen que hacer lo que debería hacer él, lo mejor que saben.
—Malo —dijo Pereira habiendo perdido la alegría—. Dependíamos de Nilsson para diseñar instrumentos para la navegación intergaláctica a tau ultrabaja, ¿no?
Fedoroff asintió.
—Será mejor que salga pronto de su estado. Pero ése no es nuestro problema hoy. Vamos a encontrarnos con la zona más densa de todas cuando choquemos con esas nubes, por la relatividad y porque son realmente gruesas. Tengo una confianza razonable en que las atravesaremos sin problemas. Incluso así, me gustaría reforzar partes del casco para asegurarme. —Rió como un lobo—. ¡«Asegurarme», en un vuelo como éste! De cualquier forma, organizaré un equipo de construcción aquí. Tendrás que mover las instalaciones para dejar sitio. Me gustaría discutir los requerimientos generales contigo y hacerte pensar, para que puedas decidir cómo minimizar los problemas para tus operaciones.
—Sí, sí. Aquí es. —Pereira le indicó a Fedoroff que entrase en un cubículo con una mesa y un archivador—. Te mostraré los esquemas de nuestros aparatos.
Hablaron del trabajo durante media hora (pasaron siglos más allá del casco). La simpatía que había mostrado al principio, una de las caras normales que mostraba al mundo, se había desvanecido en Fedoroff. Hablaba en monosílabos hasta el punto de ser desagradable.
Cuando hubo guardado los dibujos y notas, Pereira dijo con calma:
—No duermes bien por las noches, ¿no?
—Estoy ocupado —murmuró el ingeniero.
—Viejo amigo, te encanta el trabajo. Eso no es lo que te ha puesto manchas bajo los ojos. Es Margarita, ¿no?
Fedoroff dio un salto en la silla.
—¿Qué pasa con ella? —Él y Jimenes habían vivido juntos durante varios meses.
—En nuestra comunidad nadie puede evitar darse cuenta de que ella está triste.
Fedoroff miró más allá de la puerta hacia la vegetación.
—Desearía poder dejarla sin sentirme como si desertara —dijo.
—M-m-m… Recuerda que estuve muchas veces con ella antes de que se estableciera contigo. Quizá sé cosas que tú no sabes. No eres insensible, Boris, pero rara vez entiendes la mente femenina. Deseo que os vaya bien. ¿Puedo ayudar?
—La cuestión es que se niega a aceptar el tratamiento de antisenectud. Ni Urho Latvala ni yo podemos convencerla. Sin duda lo intenté demasiado e hice que pensase que la estaba intimidando. Apenas me habla. —El tono de Fedoroff se hizo más duro. Siguió mirando las hojas fuera del cubículo—. Nunca he estado enamorado… de ella. Ni ella de mí. Pero nos tenemos cariño. Quiero hacer lo que pueda por ella. ¿Alguna idea?
—Es una mujer joven —dijo Pereira—. Si nuestras circunstancias la han puesto, cómo lo diría, en tensión, puede reaccionar irracionalmente a cualquier recordatorio de la edad y la muerte.
Fedoroff se dio la vuelta.
—¡No es una ignorante! Sabe perfectamente que el tratamiento debe ser periódico durante toda la vida adulta… o la menopausia la atacará cincuenta años antes de su hora. ¡Dice que eso es lo que quiere!
—¿Por qué?
—Quiere estar muerta antes de que fallen los sistemas químicos y ecológicos. Predijiste cinco décadas, ¿no?
—Sí. Una forma lenta y desagradable de morir. Si para entonces no hemos encontrado un planeta…
—Sigue siendo cristiana. Prejuicios contra el suicidio. —Fedoroff parpadeó—. A mí tampoco me gusta la idea. ¿A quién podría? No se cree que no sea inevitable.
—Sospecho —dijo Pereira— que para ella el verdadero horror es la idea de morir sin hijos. Solía jugar a elegir los nombres de la gran familia que desea.
—¿Quieres decir…? Espera. Déjame pensar. Maldita sea, Nilsson tenía razón el otro día, sobre lo poco probable que era encontrar un hogar. Tengo que estar de acuerdo, la vida en ese caso parece inútil.
—Especialmente para ella. Enfrentada al vacío, se retira, sin duda inconscientemente, hacia una forma permisible de suicido.
—¿Qué podemos hacer, Luis? —preguntó Fedoroff agónicamente.
—Si se pudiese convencer al capitán para que el tratamiento fuese obligatorio. Podría justificar algo así. Suponiendo que a pesar de todo alcanzamos un planeta, la comunidad necesitará que todas las mujeres tengan su período reproductivo al máximo.
El ingeniero se levantó de un salto.
—¿Otra regla? ¿Reymont arrastrándola hasta el médico? ¡No!
—No deberías odiar a Reymont —le reprochó Pereira—. Sois muy parecidos. Ninguno de los dos abandona fácilmente.
—Algún día lo mataré.
—Ahora muestras tu vena romántica —dijo Pereira, intentando calmar la atmósfera—. Él es el pragmatismo personificado.
—Entonces, ¿qué le haría a Margarita? —se mofó Fedoroff.
—Oh… no sé. Algo lógico. Por ejemplo, podría montar un equipo de investigación y desarrollo para mejorar los biosistemas y los ciclos orgánicos, para que la nave fuese habitable indefinidamente, de forma que se le pudiese permitir tener dos hijos al menos…
Sus palabras resonaron.
Los dos hombres se miraron con la boca abierta. Una pregunta corría entre ellos:
¿Por qué no?
María Toomajian corrió al gimnasio y encontró a Johann Freiwald ejercitándose en el trapecio.
—¡Ayudante! —gritó. La guiaba la impotencia—. En la sala de juegos. ¡Una pelea!
Él saltó al suelo y corrió por el pasillo. El ruido le llegó primero, luego voces excitadas. Una docena de personas desocupadas formaban un círculo. Freiwald se abrió paso. En medio, el segundo piloto Pedro Barrios y el enorme cocinero Michael O'Donnell jadeaban y lanzaban puñetazos. Se habían hecho poco daño, pero la imagen era desagradable.
—¡Alto! —bramó Freiwald.
Se pararon, sorprendidos. Muchos habían sido testigos de los trucos que Reymont había enseñado a sus reclutas.
—¿Qué es esta farsa? —exigió Freiwald. Se volvió con desdén hacia los espectadores—. ¿Por qué nadie hizo nada? ¿Son demasiado estúpidos para entender adónde puede llevarnos este tipo de comportamiento?
—Nadie me acusa de hacer trampas con las cartas —dijo O'Donnell.
—Las hiciste —respondió Barrios.
Se embistieron de nuevo. Las manos de Freiwald se dispararon. Agarró los cuellos de las túnicas de ambos y giró las manos, apretando así la nuez de Adán. Los hombres agitaron los brazos y patalearon. Les lanzó un par de fumikomi. Perdieron el resuello y se rindieron.
—Podían haber utilizado guantes de boxeo o palos de kendo en el ring —dijo Freiwald—. Ahora irán ante la primer oficial.
—Eh, perdóneme. —Un recién llegado delgado y apuesto cruzó por entre los avergonzados espectadores y tocó a Freiwald en el hombro. Era el cartógrafo Phra Takh—. No creo que sea necesario.
—Ocúpese de sus propios asuntos —gruñó Freiwald.
—Es asunto mío —dijo Takh—. Nuestra unidad es esencial para nuestras vidas. Los castigos oficiales no ayudarán. Soy amigo de esos dos hombres. Creo que puedo mediar en su desacuerdo.
—Debemos tener respeto por las leyes, o estamos acabados —contestó Freiwald—. Me los llevo.
Takh tomó una decisión.
—¿Puedo hablar en privado con usted? ¿Un minuto? —Su tono era urgente.
—Bien… vale —asintió Freiwald—. Ustedes dos se quedan aquí.
Entró en la habitación de juegos con Takh y cerró la puerta.
—No puedo dejar que se resistan a mi autoridad —dijo—. Desde que el capitán Telander dio a los ayudantes estatus oficial actuamos por la nave. —Al llevar pantalones cortos, se bajó un calcetín para mostrar una contusión en el tobillo.
—Podrías ignorarlo —propuso Takh—. Hacer como si no te hubieses dado cuenta. No son malos tipos. Simplemente la monotonía, la falta de propósito y la tensión de no saber si atravesaremos lo que nos queda por delante o si chocaremos con una estrella les vuelve locos.
—Si dejamos que alguien escape a las consecuencias de comenzar una pelea…
—Supón que me los llevo a un lado. Supón que hago que arreglen sus diferencias y que se disculpen contigo. ¿No serviría eso mejor a la causa que un arresto y un castigo sumario?
—Podría ser —dijo Freiwald escéptico—. Pero ¿por qué debería creer que puedes hacerlo?
—Yo también soy un ayudante —le dijo Takh.
—¿Qué? —dijo Freiwald con los ojos desorbitados.
—Pregúntaselo a Reymont cuando estés a solas con él. Se supone que no debo revelar que me reclutó, excepto a un ayudante normal en una situación de emergencia. Que supongo que ésta lo es.
—Aber… ¿por qué?
—Él mismo se encuentra con mucho resentimiento, resistencia y evasión —dijo Takh—. Sus agentes a tiempo parcial como tú tienen menos problemas en ese sentido. Rara vez tenéis que hacer algún trabajo sucio. Aun así, hay cierto grado de oposición, y es seguro que nadie hará ninguna confidencia si cree que Reymont pondría alguna objeción. Yo no soy un… un chivato. No nos enfrentamos a ningún problema criminal de verdad. Se supone que debo ser un estímulo, en cualquier medida que pueda. Como ocurre hoy.
—Pensaba que no te gustaba Reymont —dijo Freiwald con voz débil.
—No podría decir que me guste —contestó Takh—. Aun así, me llevó a un lado y me convenció que debía realizar un servicio por la nave. Supongo que no revelarás nuestro secreto.
—Oh no. Por supuesto que no. Ni siquiera a Jane. ¡Qué sorpresa!
—¿Me dejarás resolver el caso de Pedro y Michael?
—Sí —dijo Freiwald ausente—. ¿Cuántos hay como tú?
—No tengo ni la más mínima idea —dijo Takh—, pero sospecho que tiene la esperanza de acabar incluyendo a todo el mundo.
Y salió de la habitación.