Capítulo 9

Dicen que los médicos son los peores pacientes, pero es la opinión de esta cronista que cualquier hombre es un paciente terrible. Podríamos decir que ser un paciente exige paciencia, y Dios sabe que la mitad masculina de nuestra especie no goza precisamente de demasiada paciencia.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817


Lo primero que hizo Sophie a la mañana siguiente fue chillar.

Se había quedado dormida sentada en el sillón de respaldo recto junto a la cama de Benedict, con los brazos y piernas en posición muy poco elegante y la cabeza ladeada en una postura bastante incómoda. Al principio su sueño fue ligero, con los oídos aguzados por si le llegaba alguna señal de malestar de la cama del enfermo. Pero después de una hora o algo así de un total y bendito silencio, el agotamiento pudo con ella y cayó en un sueño profundo, ese tipo de sueño del que uno debería despertar en paz, con una llana y descansada sonrisa en la cara.

Y posiblemente a eso se debió que cuando abrió los ojos y vio a dos personas desconocidas mirándola fijamente, se llevó un susto tan grande que a su corazón le llevó cinco minutos completos volver a latir con normalidad.

– ¿Quiénes son ustedes?

Las palabras ya le habían salido por la boca cuando comprendió quiénes tenían que ser, necesariamente: el señor y la señora Crabtree, los cuidadores de Mi Cabaña.

– ¿Quién es usted? -preguntó el hombre, en un tono no menos belicoso.

– Sophie Beckett -respondió ella, atragantándose-. Eh… yo… -apuntó a Benedict, desesperada-. Él…

– ¡Dígalo, muchacha!

– ¡No la torturen! -graznó el enfermo.

Las tres cabezas se giraron hacia Benedict.

– ¡Está despierto! -exclamó Sophie.

– Quisiera Dios que no lo estuviera -masculló él-. Me arde la garganta como si tuviera fuego ahí.

– ¿Quiere que le vaya a buscar otro poco de agua? -le ofreció Sophie, solícita.

– Té, por favor.

Ella se levantó de un salto.

– Iré a prepararlo.

– Iré yo -dijo firmemente la señora Crabtree.

– ¿Quiere que la ayude? -preguntó Sophie, tímidamente. Algo en ese par la hacía sentirse diez años mayor. Los dos eran bajos y rechonchos, pero irradiaban autoridad.

La señora Crabtree negó con la cabeza.

– Buena ama de llaves sería yo si no supiera preparar un té.

Sophie tragó saliva; no sabía si la señora Crabtree estaba enfadada o hablaba en broma.

– No fue mi intención dar a entender que…

La señora Crabtree interrumpió la disculpa agitando la mano.

– ¿Le traigo una taza?

– A mí no debe traerme nada. Soy una c…

– Tráigale una taza -ordenó Benedict.

– Pero…

– Silencio -gruñó él apuntándola con el dedo. Después miró a la señora Crabtree con una sonrisa que podría haber derretido una cumbre de hielo-: ¿Tendría la amabilidad de añadir una taza para la señorita Beckett en la bandeja?

– Desde luego, señor Bridgerton, pero ¿podría decirle…?

– Puede decirme lo que quiera cuando vuelva con el té -le prometió él.

Ella lo miró severa.

– Tengo mucho que decir.

– De eso no me cabe la menor duda.

Benedict, Sophie y el señor Crabtree guardaron silencio mientras la señora Crabtree salía de la habitación, y cuando ya se había alejado bastante y no podía oír, el señor Crabtree se echó reír.

– ¡Le espera una buena, señor Bridgerton!

Benedict sonrió débilmente. El señor Crabtree se volvió hacia Sophie y le explicó:

– Cuando la señora Crabtree dice que tiene mucho que decir, es que tiene mucho que decir.

– Ah -dijo Sophie.

Le habría gustado decir algo más inteligente, pero con tan poco tiempo de aviso, lo único que se le ocurrió fue «ah».

– Y cuando tiene mucho que decir -continuó el señor Crabtree, con la sonrisa más ancha y astuta-, le gusta decirlo con inmenso vigor.

– Por suerte -terció Benedict, sarcástico- tendremos nuestro té para mantenernos ocupados.

El estómago de Sophie gruñó audiblemente. Benedict la miró brevemente, con expresión divertida.

– Y un buen poco de desayuno, también -añadió-, si conozco a la señora Crabtree.

– Ya está preparado, señor Bridgerton -asintió el señor Crabtree-. Vimos sus caballos en el establo esta mañana, al volver de la casa de nuestra hija, y la señora Crabtree se puso a trabajar en el desayuno inmediatamente. Sabe cuánto le gustan los huevos.

Benedict miró a Sophie y le sonrió con expresión de complicidad:

– Me encantan los huevos.

A ella volvió a gruñirle el estómago.

– Pero no sabíamos que estaba acompañado -dijo el señor Crabtree.

Benedict se echó a reír, y al instante hizo un gesto de dolor.

– No me imagino que la señora Crabtree no haya preparado comida suficiente para un pequeño ejército.

– Bueno, no tuvo tiempo para preparar un desayuno adecuado, con pastel de carne y pescado -explicó el señor Crabtree-, pero creo que tiene tocino, jamón, huevos y tostadas.

Esta vez el estómago de Sophie lanzó un rugido. Ella se puso la mano en el estómago, resistiendo apenas el deseo de sisearle «¡Cállate!».

– Debería habernos dicho que venía -continuó el señor Crabtree-. No habríamos ido de visita si lo hubiéramos sabido.

– Fue una decisión de último momento -explicó Benedict, estirando el cuello a uno y otro lado-. Fui a una fiesta desagradable y decidí marcharme.

– ¿De dónde viene ella? -preguntó el señor Crabtree haciendo un gesto hacia Sophie.

– Estaba en la fiesta.

– Yo no estaba en la fiesta -enmendó Sophie-. Simplemente estaba allí.

El señor Crabtree la miró con desconfianza.

– ¿Cuál es la diferencia?

– No estaba en la fiesta. Era criada en la casa.

– ¿Usted es una criada?

– Eso es lo que he estado tratando de decirle.

– Usted no parece criada. -Miró a Benedict-. ¿A usted le parece criada?

Benedict se encogió de hombros, indeciso.

– No sé qué parece.

Sophie lo miró enfurruñada. Tal vez eso no era un insulto, pero no era un cumplido tampoco.

– Si es la criada de otros, ¿qué hace aquí? -insistió el señor Crabtree.

– ¿Podría reservar la explicación para cuando vuelva la señora Crabtree? Porque estoy seguro de que ella repetirá todas sus preguntas.

El señor Crabtree lo miró un momento, pestañeó, asintió y se volvió hacia Sophie.

– ¿Por qué va vestida así?

Sophie se miró y comprobó, horrorizada, que se había olvidado que vestía ropas de hombre, ropas tan grandes que apenas lograba que las calzas no le cayeran a los pies.

– Mi ropa estaba empapada -explicó-, por la lluvia.

Él asintió, comprensivo.

– Vaya tormenta la de anoche. Por eso nos alojamos con nuestra hija. Teníamos pensado volver a casa, ¿sabe?

Benedict y Sophie se limitaron a asentir.

– No vive muy lejos -continuó el señor Crabtree-, sólo al otro lado del pueblo. -Miró a Benedict, que se apresuró a hacer un gesto de asentimiento-. Ha tenido otro bebé, una niña.

– Felicitaciones -dijo Benedict.

Por su cara, Sophie comprendió que no decía eso por simple educación. Lo decía en serio.

Se oyeron fuertes pisadas procedentes de la escalera; sin duda era la señora Crabtree que volvía con el desayuno.

– Tendría que ir a ayudarle -dijo Sophie, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la puerta.

– Una vez criada, siempre criada -comentó sabiamente el señor Crabtree.

Benedict no habría podido asegurarlo, pero creyó ver a Sophie hacer un mal gesto.

Pasado un minuto, entró la señora Crabtree llevando un espléndido servicio de té de plata.

– ¿Dónde está Sophie? -preguntó Benedict.

– La envié a buscar el resto -contestó la señora Crabtree-. Notardará nada. Simpática muchacha -añadió con toda naturalidad-, pero necesita un cinturón para esas calzas que le prestó.

Benedict sintió una sospechosa opresión en el pecho al pensar en Sophie, la criada, con sus calzas en los tobillos. Tragó saliva, incómodo, al comprender que esa opresiva sensación bien podía ser deseo.

Y a continuación gimió y se llevó la mano al cuello, porque la saliva tragada para aliviar la incomodidad le producía más incomodidad después de una noche tosiendo.

– Necesita uno de mis tónicos -dijo la señora Crabtree.

Él negó enérgicamente con la cabeza. Ya había probado uno de esos tónicos, y estuvo vomitando durante tres horas.

– No aceptaré una negativa -le advirtió ella.

– Jamás acepta una negativa -añadió el señor Crabtree.

– El té hará maravillas -se apresuró a decir Benedict-. No me cabe duda.

Pero la atención de la señora Crabtree ya se había desviado a otra cosa.

– ¿Dónde está esa muchacha? -masculló, y fue a asomarse a la puerta.

– ¡Sophie! ¡Sophie!

– Si consigue impedirle que me traiga un tónico -le susurró Benedict al señor Crabtree rápidamente- cuente con cinco libras en el bolsillo.

El señor Crabtree sonrió de oreja a oreja.

– ¡Considérelo hecho!

– Ahí está -anunció la señora Crabtree-. Ay, Dios de los cielos.

– ¿Qué pasa, querida? preguntó el señor Crabtree caminando lentamente hacia la puerta.

– La pobre criatura no puede llevar una bandeja y sujetarse las calzas al mismo tiempo -contestó ella, riendo compasiva.

– ¿No la va a ayudar? -preguntó Benedict.

– Sí, claro que sí -contestó ella y echó a andar.

– Vuelvo enseguida -dijo el señor Crabtree a Benedict, por encima del hombro-. No quiero perderme esto.

– ¡Que alguien le busque un maldito cinturón a la muchacha!-gritó Benedict, malhumorado.

No encontraba nada justo que todos salieran al corredor a ver el espectáculo mientras él estaba clavado en la cama.

Y ciertamente estaba clavado. La sola idea de levantarse lo mareaba.

Esa noche debió haber estado más grave que lo que pensó. Ya no sentía la necesidad de toser cada pocos segundos, pero sentía el cuerpo agotado, exhausto. Le dolían los músculos y le ardía la garganta de irritación. Hasta las muelas le dolían un poco.

Tenía vagos recuerdos de Sophie atendiéndolo. Le había puesto compresas frías en la frente, había estado velando al lado de la cama, incluso le había cantado una canción de cuna. Pero nunca logró verle la cara. La mayor parte del tiempo no había tenido la energía para abrir los ojos, y cuando lograba abrirlos, la habitación estaba oscura, y ella siempre estaba en las sombras, recordándole a…

Contuvo el aliento, y el corazón se le desbocó en el pecho, porque en un repentino relámpago de claridad, recordó su sueño.

Había soñado con «ella».

No era un sueño nuevo, aunque hacía meses que no lo tenía. No era una fantasía para inocentes tampoco. Él no era ningún santo, y cuando soñaba con la mujer del baile de máscaras, ella no llevaba su vestido plateado.

No llevaba nada encima, pensó sonriendo pícaramente.

Pero lo que lo asombraba era que ese sueño le hubiera vuelto después de tantos meses dormido. ¿Era algo que tenía Sophie lo que se lo hizo volver? Había supuesto, había deseado, que la desaparición de ese sueño significara que había acabado su obsesión por ella.

Era evidente que no.

Ciertamente Sophie no se parecía a la mujer con la que bailó hacía dos años. Su pelo no era del mismo color, y era demasiado delgada. Recordaba claramente las exuberantes curvas de la mujer enmascarada en sus brazos; comparada con ella, bien se podía decir que Sophie era escuálida. Sí, tal vez su voz se parecía un poco, pero tenía que reconocer que con el paso del tiempo sus recuerdos habían ido perdiendo nitidez y ya no recordaba con toda claridad la voz de su mujer misteriosa. Además, la pronunciación de Sophie, si bien excepcionalmente refinada para ser una criada, no era de tan buen tono como la de «ella».

Soltó un bufido de frustración. Como detestaba llamarla «ella». Ése le parecía el más cruel de los secretos de «ella»: se había negado a decirle su nombre. Una parte de él deseaba que le hubiera mentido, diciéndole un nombre falso. Así por lo menos habría tenido cómo llamarla cuando pensaba en ella.

Un nombre para susurrar por la noche, cuando miraba por la ventana pensando dónde demonios estaría.

Sonidos de pasos, tropiezos y choques procedentes del corredor, le impidieron seguir reflexionando. El señor Crabtree fue el primero en volver, tambaleante bajo el peso de la bandeja con la comida para el desayuno.

– ¿Qué les ocurrió a ellas? -preguntó Benedict, mirando la puerta con expresión desconfiada.

– La señora Crabtree fue a buscarle ropa adecuada a Sophie -repuso el señor Crabtree dejando la bandeja en el escritorio-. ¿Jamón o tocino?

– Las dos cosas. Estoy muerto de hambre. ¿Y qué demonios quiso decir ella con «ropa adecuada»?

– Un vestido, señor Bridgerton. Eso es lo que usan las mujeres.

Benedict consideró seriamente la posibilidad de arrojarle el cabo de la vela.

– Quise decir -explicó, con una paciencia que él habría calificado de santa-, ¿dónde va a encontrar un vestido?

El señor Crabtree se acercó tranquilamente y le instaló en el regazo una bandeja con patas con el plato de comida.

– La señora Crabtree tiene varios vestidos extras, y siempre tiene mucho gusto en prestarlos.

Benedict se atragantó con el bocado de huevo que acababa de echarse en la boca.

– La señora Crabtree no tiene la misma talla de Sophie.

– Tampoco usted -observó el señor Crabtree-, y bien que ella llevaba sus ropas.

– Creí oírle decir que las calzas se le cayeron en la escalera.

– Bueno, ya no tenemos que preocuparnos de eso con el vestido. No creo que le pasen los hombros por el agujero del cuello.

Benedict decidió que su cordura estaría más segura si se ocupaba de sus asuntos, y dedicó toda su atención al desayuno.

Ya iba en su tercer plato cuando apareció la señora Crabtree en la puerta.

– Aquí estamos -anunció.

Entonces apareció Sophie, prácticamente sumergida en el voluminoso vestido de la señora Crabtree. Aparte de los tobillos, claro. La señora Crabtree era su buen medio palmo más baja.

– ¿No está monísima? -dijo la señora señora Crabtree, sonriendo de oreja a oreja.

– Ah, sí, sí -repuso Benedict, curvando los labios.

Sophie lo miró indignada.

– Tendrá abundante espacio para el desayuno -dijo él, bravamente.

– Sólo lo llevará hasta que yo le haga limpiar su ropa -explicó la señora Crabtree-. Pero por lo menos es decente. -Se acercó a la cama-. ¿Cómo está su desayuno, señor Bridgerton?

– Delicioso. No había comido tan bien desde hace meses.

La señora Crabtree se inclinó a susurrarle:

– Me gusta su Sophie. ¿Nos la podríamos quedar?

Benedict volvió a atragantarse. Con qué, no lo sabía, pero se atragantó de todos modos.

– ¿Qué?

– Ya no somos tan jóvenes el señor Crabtree y yo. No nos iría mal otro par de manos aquí.

– Eh… esto… yo… bueno… -se aclaró la garganta-. Lo pensaré.

– Excelente. -La señora Crabtree volvió hasta la puerta y cogió a Sophie por el brazo-. Usted viene conmigo. El estómago le ha estado gruñendo toda la mañana. ¿Cuándo comió por última vez?

– Ehh… en algún momento ayer, diría yo.

– ¿Ayer a qué hora? -insistió la señora Crabtree.

Benedict tuvo que ponerse la servilleta en la boca para ocultar su sonrisa. Sophie parecía estar totalmente arrollada. La señora Crabtree tendía a hacerle eso a las personas.

– Eh… bueno, en realidad…

La señora Crabtree se plantó las manos en las caderas. Benedict sonrió. Una buena le esperaba a Sophie.

– ¿Me va a decir que ayer no comió en todo el día? -bramó la señora Crabtree.

Sophie miró desesperada a Benedict.

Él contestó con un encogimiento de hombros que le decía «no busques ayuda en mí». Además, disfrutaba viendo el cariño con que la trataba la señora Crabtree. Estaba dispuesto a apostar que esa pobre muchacha no había sido tratada con cariño desde hacía años.

– Ayer estuve muy ocupada -dijo Sophie, evadiendo la respuesta.

Benedict frunció el ceño. Lo más probable era que estuviera ocupada huyendo de Phillip Cavender y de la manada de idiotas que llamaba amigos.

La señora Crabtree hizo sentar a Sophie en el asiento del escritorio.

– Coma -le ordenó.

Benedict la observó comer. Era evidente que ella intentaba hacer uso de sus mejores modales, pero el hambre debió ganar la batalla, porque pasado un minuto estaba prácticamente zampándose la comida.

Sólo cuando cayó en la cuenta de que tenía las mandíbulas fuertemente apretadas comprendió que estaba absolutamente furioso. Con quién, no lo sabía exactamente, pero no le gustaba ver a Sophie tan hambrienta.

Había un extraño vínculo entre él y la criada. Él la había salvado a ella y ella lo había salvado a él. Ah, dudaba de que la fiebre de esa noche lo hubiera matado; si hubiera sido realmente grave, estaría batallando con ella en esos momentos. Pero ella lo había cuidado, lo había puesto cómodo y tal vez lo hizo avanzar en el camino a la recuperación.

– ¿Me hará el favor de vigilar que coma por lo menos otro plato? -le pidió la señora Crabtree-. Voy a ir a prepararle una habitación.

– Uno de los cuartos para los criados -dijo Sophie.

– No sea tonta. Mientras no la contratemos, no es una criada aquí.

– Pero…

– No se hable más -interrumpió la señora Crabtree.

– ¿Quieres que te ayude, querida? -le preguntó el señor Crabtree.

Ella asintió y al instante siguiente la pareja ya se había marchado.

Sophie detuvo el proceso de comer tanta comida como era humanamente posible para mirar la puerta por donde acababan de desaparecer. Sin duda la consideraban una de ellos, porque si no hubiera sido una criada de ninguna manera la habrían dejado a solas con Benedict. Las reputaciones se podían arruinar con mucho menos.

– Ayer no comió nada en todo el día, ¿verdad? -le preguntó Benedict en voz baja.

Ella negó con la cabeza.

– La próxima vez que vea a Cavender lo voy a dejar convertido en una pulpa sanguinolenta -gruñó él.

Si ella fuera una persona mejor se habría sentido horrorizada, pensó Sophie, pero no pudo evitar una sonrisa al imaginarse a Benedict defendiendo más su honor. O a Phillip Cavender con la nariz recolocada en la frente.

– Vuelva a llenarse el plato -le dijo él-. Aunque sólo sea por mi bien. Le aseguro que antes de marcharse la señora Crabtree contó los huevos y las lonjas de jamón que había en la fuente, y querrá mi cabeza si no ha disminuido el número cuando vuelva.

– Es una señora muy buena -dijo ella, poniéndose huevos en el plato. El primero le había aplacado apenas el hambre; no necesitaba que la instaran a comer.

– La mejor.

Con suma pericia, ella equilibró una loncha de jamón entre el tenedor y la cuchara de servir y la trasladó a su plato.

– ¿Cómo se siente esta mañana, señor Bridgerton?

– Muy bien, gracias. O si no bien, por lo menos condenadamente mejor que anoche.

– Estuve muy preocupada por usted -dijo ella, quitando el borde de grasa del jamón con el tenedor y luego cortando un trozo con el cuchillo.

– Ha sido muy amable al cuidar de mí.

Ella masticó y tragó. Luego dijo:

– No fue nada en realidad. Cualquiera lo habría hecho.

– Tal vez, pero no con tanta gracia y buen humor.

El tenedor de ella quedó inmóvil a medio camino.

– Gracias -dijo-. Ése es un hermoso cumplido.

– Yo no… mmm…

Benedict se interrumpió y se aclaró la garganta. Ella lo miró con curiosidad, esperando que acabara lo que fuera que iba a decir.

– No, nada -musitó él.

Decepcionada, ella se metió el trozo de jamón en la boca.

– ¿No hice nada de lo que tenga que pedir disculpas? -soltó él de pronto, a toda prisa.

Sophie tosió y escupió el trozo de jamón en la servilleta.

– Eso lo interpretaré como un sí -dijo él.

– ¡No! Simplemente me sorprendió.

– No me mentiría acerca de esto, ¿verdad? -insistió él, mirándola con los ojos entrecerrados.

Ella negó con la cabeza, recordando el beso perfecto que le había dado. Él no había hecho nada que exigiera una disculpa, pero eso no significaba que no lo hubiera hecho ella.

– Se ha ruborizado -la acusó él.

– No, no estoy ruborizada.

– Sí que lo está.

– Si me he ruborizado -contestó ella descaradamente-, es porque me extraña que a usted se le ocurra pensar que pudiera haber motivo para pedir disculpas.

– Se le ocurren muy buenas respuestas para ser una criada -comentó él.

– Perdone -se apresuró a decir ella.

Tenía que recordar su lugar; pero eso le resultaba difícil con ese hombre, el único miembro de la alta sociedad que la había tratado como a una igual, aunque sólo fuera por unas horas.

– Lo dije como cumplido. No se reprima por mi causa.

Ella guardó silencio.

– La encuentro muy… -se interrumpió, obviamente para buscar la palabra correcta-. Estimulante.

– Ah. -Dejó el tenedor en la mesa-. Gracias.

– ¿Tiene algún plan para el resto del día?

Ella se miró el voluminoso vestido e hizo una mueca.

– Pensaba esperar a que estuviera lista mi ropa y entonces, supongo que iré a ver si en alguna de las casas vecinas necesitan una criada.

– Le dije que le encontraría un puesto en la casa de mi madre -dijo él, ceñudo.

– Y eso se lo agradezco mucho -se apresuró a decir ella-. Pero preferiría continuar en el campo.

Él se encogió de hombros, con la actitud de aquel al que jamás la vida le ha puesto ningún escollo por delante.

– Entonces puede trabajar en Aubrey Hall, en Kent.

Sophie se mordió el labio. Ciertamente no podía decirle que no quería trabajar en la casa de su madre porque tendría que verlo a él. No podía imaginarse una tortura más exquisitamente dolorosa.

– No debe considerarme una responsabilidad suya -le dijo finalmente.

Él la miró con cierto aire de superioridad.

– Le dije que le encontraría otro puesto.

– Pero…

– ¿Qué puede haber en eso para discutir?

– Nada -masculló ella-. Nada en absoluto.

No serviría de nada discutir con él en ese momento.

– Estupendo -dijo él, reclinándose satisfecho en sus almohadones-. Me alegro que lo vea a mi manera.

– Debo irme -dijo ella, empezando a levantarse.

– ¿A hacer qué?

– No lo sé -repuso ella, sintiéndose estúpida. Él sonrió de oreja a oreja.

– Que lo disfrute, entonces.

Ella cerró la mano en el mango de la cuchara de servir.

– No lo haga -le advirtió él.

– ¿Que no haga qué?

– Arrojarme la cuchara.

– Eso ni lo soñaría -contestó ella entre dientes. Él se echó a reír.

– Pues sí que lo soñaría. Lo está soñando en este momento. Sólo que no lo «haría».

Sophie tenía aferrada la cuchara con tanta fuerza que le temblaba la mano.

Benedict se reía tan fuerte que le temblaba la cama. Sophie continuó de pie, con la cuchara bien cogida.

– ¿Piensa llevarse la cuchara? -le preguntó él sonriendo. «Recuerda tu lugar», se gritó ella, «recuerda tu lugar».

– ¿Qué podría estar pensando para verse tan adorablemente feroz? -musitó él-. No, no me lo diga -añadió-. Seguro que tiene que ver con mi prematura y dolorosa muerte.

Muy lentamente ella se volvió de espaldas a él y colocó con cuidado la cuchara en la mesa. No debía arriesgarse a hacer ningún movimiento brusco; un movimiento en falso y le arrojaría la cuchara a la cabeza.

– Eso ha sido muy maduro de su parte -comentó él, arqueando las cejas, aprobador.

Ella se giró lentamente hacia él.

– ¿Es así de encantador con todo el mundo o sólo conmigo?

– Ah, sólo con usted -contestó él. Sonrió-. Tendré que procurar que acepte mi ofrecimiento de encontrarle empleo en casa de mi madre. Usted hace surgir lo mejor de mí, señorita Sophie Beckett.

– ¿Eso es lo mejor? -preguntó ella, con visible incredulidad.

– Me temo que sí.

Sophie se dirigió a la puerta limitándose a mover la cabeza. Sí que eran agotadoras las conversaciones con Benedict Bridgerton.

– ¡Ah, Sophie! -exclamó él.

Ella se volvió a mirarlo. Él sonrió guasón.

– Sabía que no me arrojaría la cuchara.

Lo que ocurrió entonces no fue responsabilidad de Sophie. Ella quedó convencida de que por un fugaz instante, se apoderó de ella un demonio, porque de verdad no reconoció la mano que se alargó hasta la mesilla y cogió el cabo de una vela. Cierto que la mano parecía estar unida firmemente a su brazo, pero no le pareció conocida cuando esta mano se movió hacia atrás y arrojó el cabo de vela a través de la habitación.

Dirigida a la cabeza de Benedict Bridgerton.

No esperó para ver si su puntería había sido acertada. Pero cuando salía a toda prisa del dormitorio, oyó la carcajada de Benedict. Y luego lo oyó gritar:

– ¡Bien hecho, señorita Beckett!

Y entonces cayó en la cuenta de que por primera vez en años la sonrisa que curvó sus labios era de alegría pura y auténtica.

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