Capítulo 3

Esta cronista espera con la respiración agitada ver qué disfraces elegirá la alta sociedad para el baile de máscaras de los Bridgerton. Se rumorea que Eloise Bridgerton tiene planeado vestirse de Juana de Arco y Penelope Featherington, que se presenta en su tercera temporada y acaba de regresar de una visita a sus primos irlandeses, se disfrazará de duende. La señorita Posy Reiling, hijastra del difunto conde de Penwood, piensa ponerse un disfraz de sirena, el cual esta cronista no ve las horas de contemplar; en cambio su hermana mayor, la señorita Rosamund Reiling, ha tenido muy en secreto su disfraz.

En cuanto a los hombres, si podemos guiarnos por bailes de máscaras anteriores, los gordos se vestirán de Enrique VIII, los más esbeltos de Alejandro Magno o tal vez de demonios, y los hastiados (seguro que los cotizados hermanos Bridgerton entran en esta categoría) llevarán el traje negro de noche normal con sólo un antifaz para hacer honor a la ocasión.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 5 de junio de 1815.


– Baile conmigo -dijo Sophie impulsivamente.

Él sonrió, divertido, pero entrelazó firmemente los dedos con los de ella.

– Creí que no sabía bailar.

– Pero usted dijo que me enseñaría.

Él la miró fijamente durante un largo rato, perforándole los ojos con los suyos. Después le tironeó la mano.

– Venga conmigo.

Llevándola él cogida de la mano, avanzaron por el corredor, subieron un tramo de escalera, continuaron por otro corredor, doblaron una esquina y llegaron a un par de puertas ventanas. Benedict giró las manillas de hierro forjado y abrió las puertas, que daban a una pequeña terraza adornada con plantas en macetas y dos divanes.

– ¿Dónde estamos? -preguntó ella, mirando alrededor.

– Justo encima de la terraza del salón -contestó él, cerrando las puertas-. ¿Oye la música?

Lo que oía ella principalmente era el murmullo de conversaciones, pero aguzando los oídos logró oír débilmente la melodía que estaba tocando la orquesta.

– Haendel -exclamó, sonriendo encantada-. Mi institutriz tenía una caja de música con esa melodía.

– Amaba mucho a su institutriz -dijo él en voz baja.

Ella había cerrado los ojos siguiendo la música, pero al oír esas palabras, los abrió sorprendida.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tal como supe que era más feliz en el campo. -Le tocó la mejilla y deslizó lentamente un dedo enguantado por su piel hasta llegar al contorno de la mandíbula-. Lo veo en su cara.

Ella guardó silencio un momento y luego se apartó.

– Sí, bueno, pasaba más tiempo con ella que con cualquier otra persona de la casa.

– Da la impresión de que se crió muy solitaria -comentó él, dulcemente.

– A veces me lo parecía. -Caminó hasta la orilla del balcón, apoyó las manos en la baranda y contempló la negra noche-. A veces no.

Repentinamente se giró hacia él con una alegre sonrisa, y él comprendió que no le revelaría nada más acerca de su infancia.

– Su educación debió de ser todo lo contrario de solitaria -comentó ella-, con tantos hermanos y hermanas.

– Sabe quién soy.

Ella asintió.

– No desde el principio.

Él caminó hasta la baranda, apoyó una cadera en ella y se cruzó de brazos.

– ¿Qué me delató?

– Su hermano. Se parecen tanto que…

– ¿Incluso con nuestros antifaces?

– Incluso con los antifaces -repuso ella, sonriendo complacida-. Lady Whistledown escribe con mucha frecuencia acerca de ustedes, y jamás deja pasar la oportunidad de comentar lo mucho que se parecen todos.

– ¿Y sabe qué hermano soy?

– Benedict. Eso si lady Whistledown no se equivoca al decir que usted es el más alto entre sus hermanos.

– Toda una detective, ¿eh?

Ella pareció ligeramente azorada.

– Simplemente leo una hoja de cotilleos. Eso no me hace diferente del resto de las personas que están aquí.

Benedict la observó un momento, pensando si ella se habría dado cuenta de que acababa de revelarle otro dato para resolver el rompecabezas de su identidad. Si sólo lo había reconocido por lo que había leído en Whistledown, quería decir que no hacía mucho que la habían presentado en sociedad, o tal vez ni siquiera la habían presentado. En todo caso, no era una de las muchas damitas que le había presentado su madre.

– ¿Qué más sabe de mí por Whistledown? -le preguntó, con su media sonrisa perezosa.

– ¿Busca algún cumplido? -preguntó ella, correspondiéndole la media sonrisa con un ligerísimo sesgo en sus labios-. Porque tiene que saber que los Bridgerton casi siempre se libran de las estocadas de su pluma. Lady Whistledown casi siempre es elogiosa cuando escribe sobre su familia.

– Eso lleva a muchas elucubraciones respecto a su identidad -reconoció él-. Hay quienes piensan que tiene que ser una Bridgerton.

– ¿Lo es?

– No, que yo sepa -repuso él, encogiéndose de hombros-. Y no ha contestado mi pregunta.

– ¿Qué pregunta era?

– Qué sabe de mí por Whistledown.

– ¿De veras le interesa? -preguntó ella, sorprendida.

– Si no puedo saber nada de usted, al menos podría saber qué sabe de mí.

Ella sonrió y se tocó el labio inferior con el índice, en un encantador gesto de distracción.

– Bueno, veamos. El mes pasado usted ganó una tonta carrera de caballos en Hyde Park.

– No fue nada una carrera tonta -dijo él sonriendo-, y soy cien libras más rico gracias a ella.

Ella le dirigió una mirada traviesa.

– Casi siempre son tontas las carreras de caballos.

– Dicho como lo diría cualquier mujer -masculló él.

– Bueno…

– No explique lo obvio -interrumpió él.

Eso la hizo sonreír.

– ¿Qué más sabe?

– ¿Por Whistledown? -Se dio unos golpecitos en la mejilla con el dedo-. Una vez le cortó la cabeza a la muñeca de su hermana.

– Y todavía estoy tratando de descubrir cómo supo eso -masculló Benedict.

– Quizá lady Whistledown es una Bridgerton, después de todo.

– Imposible. Y no que no seamos lo bastante inteligentes para serlo -añadió con cierta energía-. Lo que pasa es que el resto de la familia es demasiado inteligente para no descubrirlo.

Ella se echó a reír y él la observó atentamente, pensando si se daría cuenta de que acababa de darle otra pista respecto a su identidad. Ya hacía dos años que lady Whistledown escribiera sobre ese desafortunado encuentro de la muñeca con una guillotina; fue en una de sus primerísimas columnas. En la actualidad muchas personas de todo el país recibían la hoja de cotilleos, pero al comienzo, Whistledown era exclusivamente para londinenses.

Eso significaba que la misteriosa dama vivía en Londres hacía dos años. Y sin embargo sólo supo quién era él cuando conoció a Colín.

Había estado en Londres, pero no había sido presentada en sociedad. Tal vez era la menor de la familia y leía Whistledown mientras sus hermanas mayores disfrutaban de las temporadas.

Eso no era dato suficiente para descubrir quién era, pero era un comienzo.

– ¿Qué más sabe? -le preguntó, impaciente por ver si ella le revelaba algo más sin darse cuenta.

Ella se echó a reír; lo estaba pasando en grande, eso estaba claro.

– Su nombre no ha estado ligado a ninguna damita, y su madre desespera por verlo casado.

– La presión ha disminuido un poco ahora que mi hermano consiguió esposa.

– ¿El vizconde?

Benedict asintió.

– Lady Whistledown también escribió sobre eso.

– Con gran detalle. Aunque -se le acercó más y bajó la voz-, no tenía todos los hechos.

– ¿No? -preguntó ella, muy interesada-. ¿Qué se le escapó?

Él emitió un tss-tss y negó con la cabeza.

– No le voy a revelar los secretos del cortejo de mi hermano si usted no me quiere revelar ni siquiera su nombre.

Ella emitió un bufido.

– Cortejo podría ser una palabra muy fuerte. Vamos, lady Whistledown escribió…

– Lady Whistledown -interrumpió él, con una sonrisa vagamente burlona-, no está enterada de todo lo que ocurre en Londres.

– Ciertamente parece estar enterada de la mayoría de las cosas.

– ¿Usted cree? Yo tiendo a disentir. Por ejemplo, sospecho que si lady Whistledown estuviera aquí en la terraza, no sabría su identidad.

Por el agujero del antifaz vio que ella agrandaba los ojos, y eso le produjo cierta satisfacción. Se cruzó de brazos.

– ¿Es cierto eso?

Ella asintió.

– Pero es que estoy tan bien disfrazada que nadie me reconocería en estos momentos.

Él arqueó una ceja.

– ¿Y si se quitara el antifaz? ¿La reconocería entonces?

Ella se apartó de la baranda y avanzó unos pasos hacia el centro de la terraza.

– Eso no lo contestaré.

Él la siguió.

– Ya me lo parecía. Pero quise preguntarlo de todos modos.

Sophie se giró y se quedó sin aliento al ver que él estaba a menos de un palmo de ella. Lo había oído seguirla, pero no se imaginó que estuviera tan cerca. Abrió los labios para hablar, pero con inmensa sorpresa, no supo qué decir. Al parecer, lo único que sabía hacer era mirarlo, mirar esos ojos oscuros, oscuros, que la perforaban desde detrás del antifaz.

Hablar era imposible. Incluso respirar era difícil.

– Aún no ha bailado conmigo -dijo él.

Ella no se movió. Se quedó donde estaba cuando él le puso su enorme mano en la espalda, a la altura de la cintura. Le hormigueó la piel en el lugar del contacto, y sintió el aire denso, caliente.

Eso era deseo, comprendió. Eso era lo que había oído a las criadas cuando hablaban en susurros. Eso era lo que ninguna dama de buena crianza debía ni siquiera saber.

Pero ella no era una dama de buena crianza, pensó desafiante. Era una hija ilegítima, la bastarda de un noble. No era miembro de la alta sociedad ni lo sería jamás. ¿Tenía que atenerse a sus reglas?

Siempre había jurado que jamás sería la amante de un hombre, que jamás traería un hijo al mundo a sufrir el destino de un bastardo. Pero tampoco había planeado nada tan atrevido. Eso sólo era un baile, una velada, tal vez un beso.

Eso bastaba para arruinar una reputación, pero ¿qué tipo de reputación tenía ella, para empezar? Estaba excluida de la sociedad, era una inaceptable. Y deseaba una noche de fantasía.

Levantó la cara.

– O sea que no va a huir -musitó él, sus ojos oscuros destellando algo ardiente y excitante.

Ella negó con la cabeza, comprendiendo otra vez que él le había leído los pensamientos. Debería asustarla que él le leyera la mente con tanta facilidad, pero en la oscura seducción de la noche, mientras el aire le movía las guedejas sueltas, y la música subía desde el salón, eso era algo emocionante.

– ¿Dónde pongo la mano? -preguntó-. Quiero bailar.

– Sobre mi hombro -explicó él-. No, un pelín más abajo. Ahí.

– Seguro que me cree la más tonta de las tontas. No saber bailar…

– En realidad creo que es muy valiente por reconocerlo. -Con la mano libre buscó la mano libre de ella, se la cogió y la levantó lentamente-. La mayoría de las mujeres que conozco habrían fingido desinterés o una lesión.

Ella lo miró a los ojos, aun sabiendo que eso la dejaría sin aliento.

– No tengo la habilidad de una actriz para fingir desinterés.

La mano en la espalda la apretó un poco más.

– Escuche la música -le dijo él, con la voz extrañamente ronca-. ¿Nota cómo sube y baja?

Ella negó con la cabeza.

– Ponga más atención -le susurró él, acercándole los labios al oído-. Un, dos, tres; un, dos, tres -continuó acentuando el «un».

Sophie cerró los ojos y trató de desentenderse del interminable murmullo de conversaciones en el salón hasta que por fin lo único que oía era el crescendo de la música. Empezó a respirar más lento y de pronto se encontró meciéndose al ritmo de la música, moviendo la cabeza atrás y adelante, mientras Benedict le daba sus instrucciones numéricas.

– Un, dos, tres; un, dos, tres.

– La siento -susurró ella.

Él sonrió. No supo cómo sabía eso; seguía con los ojos cerrados. Pero percibió su sonrisa, la oyó en su respiración.

– Muy bien -dijo él-. Ahora míreme los pies y permítame que la guíe.

Ella abrió los ojos y le miró los pies.

– Un, dos, tres; un, dos, tres.

Vacilante, hizo los pasos con él, y justo le pisó el pie.

– ¡Uy! ¡Perdón!

– Mis hermanas lo han hecho mucho peor -le aseguró él-. No renuncie.

Ella volvió a intentarlo y de pronto sus pies sabían qué hacer.

– Oohh -suspiró, sorprendida-. Esto es maravilloso.

– Levante la vista -le ordenó él, suavemente.

– Pero me tropezaré.

– No. Yo lo evitaré -le prometió él-. Míreme a los ojos.

Ella obedeció y en el instante en que sus ojos se encontraron con los de él, algo pareció caer en su lugar en su interior, y no pudo desviar la vista. Él la hizo girar en círculos y espirales por toda la terraza, al principio lento, después más y más rápido, hasta que ella estaba sin aliento y algo mareada.

Y durante todo eso, sus ojos estaban clavados en los de él.

– ¿Qué siente? -le preguntó Benedict.

– ¡Todo! -contestó ella, riendo.

– ¿Qué oye?

– La música. -Agrandó los ojos, entusiasmada-. Oigo la música como no la había oído nunca antes.

Él aumentó la presión de la mano en la espalda y el espacio entre ellos disminuyó en varias pulgadas.

– ¿Qué ve? -le preguntó él.

Ella tropezó, pero no apartó los ojos de los de él.

– Mi alma -susurró-. Veo mi alma.

– ¿Qué ha dicho? -susurró él, dejando de bailar.

Ella guardó silencio. El momento le parecía muy intenso, muy importante, y tenía miedo de estropearlo.

No, eso no era cierto. Tenía miedo de mejorarlo, y de que ello la hiciera sufrir más aún cuando volviera a la realidad a medianoche.

¿Cómo demonios iba a volver a limpiar los zapatos de Araminta después de eso?

– Sé lo que dijo -dijo Benedict con voz ronca-. La oí, y…

– No diga nada -lo interrumpió ella.

No quería que él le dijera que sentía lo mismo, no quería oír nada que la hiciera suspirar por ese hombre eternamente.

Pero tal vez ya era demasiado tarde para eso.

Él la miró fijo durante un momento terriblemente largo, y luego dijo.

– No hablaré. No diré ni una sílaba.

Y entonces, antes de que ella tuviera un segundo para respirar, los labios de él estaban sobre los suyos, exquisitamente suaves, seductoramente tiernos.

Con intencionada lentitud, él deslizó los labios por los de ella, y ese delicado roce le produjo a ella espirales de estremecimientos y hormigueos por todo el cuerpo.

Él le tocaba los labios y ella lo sentía hasta en los dedos de los pies. Era una sensación singularmente extraña, singularmente maravillosa.

Entonces la mano que él tenía apoyada en su espalda, la que la había guiado con tanta facilidad durante el vals, comenzó a acercarla más hacia él. La presión era lenta pero inexorable, y ella fue sintiendo más y más calor a medida que sus cuerpos estaban más cerca, y prácticamente se sintió arder cuando repentinamente sintió todo el largo de su cuerpo apretado contra el de ella.

Él parecía muy grande y muy potente, y en sus brazos se sentía como si fuera la mujer más hermosa del mundo.

De pronto todo le pareció posible, tal vez incluso una vida libre de servidumbre y estigma.

La boca de él se hizo más apremiante, y con la lengua le hizo cosquillas en la comisura de la boca. La mano con que él todavía sostenía la de ella en la postura para el vals, se deslizó por su brazo y luego subió por su espalda hasta posarse en la nuca, donde le acarició las guedejas sueltas de su peinado.

– Tu pelo es como la seda -susurró él.

Ella se echó a reír, porque él llevaba guantes.

Él se apartó y la miró con expresión divertida.

– ¿De qué te ríes?

– ¿Cómo puedes saber cómo es mi pelo? Llevas guantes.

Él sonrió, una sonrisa sesgada, de niño, que le produjo revoloteos en el estómago y le derritió el corazón.

– No sé cómo lo sé, pero lo sé -dijo. Con la sonrisa más sesgada aún, añadió-: Pero para estar seguro, tal vez sea mejor tocarlo con la mano sin guante. -Puso la mano delante de ella-. ¿Me harás el bonor?

Sophie le miró la mano unos segundos y de pronto comprendió lo que quería decir. Haciendo una inspiración temblorosa y nerviosa, retrocedió un paso y acercó las dos manos a la de él. Lentamente fue cogiendo las puntas de cada dedo, dándoles un tironcito, y así fue soltando la fina tela hasta que al fin pudo sacar todo el guante de su mano.

Con el guante colgando de sus dedos, le miró la cara. Él tenía una expresión de lo más rara en sus ojos. Hambre… y algo más; algo casi espiritual.

– Deseo acariciarte -susurró él.

Ahuecando la mano sin guante en su mejilla, le acarició suavemente la piel con las yemas de los dedos, deslizándolos hasta tocarle el pelo cerca de la oreja. Tironeó con suma suavidad hasta soltarle una guedeja. Liberada de las horquillas, la guedeja se enroscó en un amplio rizo, y Sophie no pudo apartar los ojos de su mechón de pelo dorado enrollado en el índice de él.

– Estaba equivocado -musitó él-. Es más suave que la seda.

De pronto ella sintió un feroz deseo de acariciarlo de la misma manera. Levantó la mano.

– Ahora me toca a mí -dijo en voz baja.

Con los ojos relampagueantes, él se puso a trabajar en el guante, soltándoselo en las puntas de los dedos, tal como había hecho ella. Pero luego, en lugar de quitárselo, puso los labios en el borde del largo guante y desde allí los deslizó hasta más arriba del codo, besándole la sensible piel del interior del brazo.

– También es más suave que la seda -susurró.

Con la mano libre, Sophie le cogió el hombro, ya nada segura de su capacidad de mantenerse firme sobre sus pies.

Él fue sacándole el guante, deslizándolo con terrible lentitud por el brazo, siguiendo su avance con los labios hasta llegar al interior del codo. Casi sin interrumpir el beso, la miró y le dijo:

– ¿No te importa si me quedo aquí un momento?

Ella negó con la cabeza, impotente.

Él deslizó la lengua por la curva del codo.

– Ooh -gimió ella.

– Pensé que podría gustarte eso -dijo él, quemándole la piel con sus palabras.

Ella asintió. O mejor dicho, tuvo la intención de asentir. No sabía si lo había conseguido.

Los labios de él continuaron su ruta, deslizándose seductoramente por el antebrazo hasta llegar al interior de la muñeca. Allí se detuvieron un momento y luego fueron a posarse en el centro mismo de la palma.

– ¿Quién eres? -le preguntó, levantando la cabeza, pero sin soltarle la mano.

Ella negó con la cabeza.

– Tengo que saberlo.

– No puedo decirlo. -Al ver que él no aceptaría una negativa, añadió la mentira-: Todavía.

Él le cogió un dedo y lo frotó suavemente con los labios.

– Quiero verte mañana -le dijo dulcemente-. Deseo ir a visitarte y ver dónde vives.

Ella no contestó, simplemente se mantuvo firme, tratando de no llorar.

– Deseo conocer a tus padres y darle unas palmaditas a tu condenado perro -continuó él, con la voz algo trémula-. ¿Comprendes lo que quiero decir?

De abajo seguían llegando los sonidos de la música y la conversación, pero lo único que ellos oían en la terraza era el sonido áspero de sus respiraciones.

– Deseo… -su voz ya era un murmullo, y en sus ojos apareció una vaga expresión de sorpresa, como si no pudiera creer la verdad de sus palabras-. Deseo tu futuro. Deseo todos los trocitos de ti.

– No digas nada más -le suplicó ella-. Por favor, no digas ni una palabra más.

– Entonces dime tu nombre. Dime cómo encontrarte mañana.

– Eh… -En ese instante oyó un extraño sonido, exótico y vibrante-. ¿Qué es eso?

– Un gong -respondió él-. Para señalar que es la hora de quitárse las máscaras.

– ¿Qué? -preguntó ella, aterrada.

– Debe de ser la medianoche.

– ¿Medianoche? -exclamó ella.

– La hora para que te quites la máscara.

Sin darse cuenta, Sophie se llevó la mano a la sien y la apretó sobre el antifaz, como si pudiera pegárselo a la cara por pura fuerza de voluntad.

– ¿Te sientes mal? -le preguntó Benedict.

– Tengo que irme -exclamó ella y, sin añadir palabra, se cogió la falda y salió corriendo de la terraza.

– ¡Espera! -lo oyó gritar

Sintió la ráfaga de aire que produjo él al mover el brazo en un vano intento de cogerle el vestido.

Pero ella era rápida y, tal vez más importante aún, se encontraba en un estado de terror absoluto, y bajó la escalera como si el fuego del infierno fuera mordiéndole los talones.

Irrumpió en el salón de baile. Sabiendo que Benedict resultaría un resuelto perseguidor, tenía más posibilidades de que él le perdiera la pista en medio de una gran muchedumbre. Sólo tenía que atravesar el salón, para poder salir por la puerta lateral y dar la vuelta a la casa por fuera hasta donde la esperaba el coche.

Los invitados se estaban quitando las máscaras y era enorme el bullicio con las fuertes risas. Se fue abriendo camino, sorteando y empujando lo que fuera para llegar al otro lado del salón. Desesperada miró atrás por encima del hombro. Benedict ya había entrado en el salón y estaba escrutando la muchedumbre con su intensa mirada. Al parecer no la había visto todavía, pero ella sabía que la vería; su vestido plateado la convertía en objetivo fácil.

Continuó apartando a personas de su camino. La mitad de ellas casi ni se fijaban; tal vez estaban demasiado borrachas.

– Perdón – musitó, al enterrarle el codo en las costillas a un Julio César.

Oyó otro «Perdón», que más parecía un gruñido; eso fue cuando Cleopatra le pisó un dedo del pie.

– Perdón -exclamó, y prácticamente se quedó sin aliento, porque se encontró cara a cara con Araminta.

O, mejor dicho, cara a máscara, porque ella seguía con el antifaz puesto. Pero si alguien podía reconocerla, ésa era Araminta. Y entonces…

– Mira por donde pisas -dijo Araminta altivamente.

Y mientras ella la miraba boquiabierta, paralizada, Araminta se recogió la falda de reina Isabel y se alejó.

Bueno, Araminta no la había reconocido. Si no hubiera estado tan desesperada por salir de la casa Bridgerton antes de que Benedict le diera alcance, se habría detenido a reírse encantada.

Nuevamente miró hacia atrás. Benedict la había visto y estaba abriéndose paso por entre la muchedumbre con mucha más eficiencia que ella. Tragando saliva sonoramente y con renovada energía, continuó y casi tiró al suelo a dos diosas griegas antes de llegar por fin a la puerta lateral.

Volvió la cabeza el tiempo suficiente para ver a Benedict detenido por una anciana con un bastón; salió corriendo por la puerta, corriendo dio la vuelta a la casa hasta la fachada, donde la esperaba el coche de la casa Penwood, tal como le dijera la señora Gibbons.

– ¡Vamos, vamos! -gritó desesperada al cochero.

Y el coche emprendió la marcha.

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