Capítulo 7

A todos los invitados al baile de los Mottram el jueves pasado les quedó claro que la señorita Rosamund Reiling se ha propuesto conquistar al señor Phillip Cavender.

Es la opinión de esta cronista que los dos hacen muy buena pareja.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.


Diez minutos después, Sophie estaba sentada al lado de Benedict Bridgerton en su faetón.

– ¿Le ha entrado algo en el ojo? -le preguntó él.

Eso la sacó de su ensimismamiento.

– ¿Qué?

– No para de pestañear -explicó él-. Pensé que podría haberle entrado algo en el ojo.

Ella tragó saliva, tratando de reprimir un ataque de risa nerviosa.

¿Qué debía decirle? ¿La verdad? ¿Que pestañeaba y pestañeaba porque suponía que en cualquier momento despertaría de lo que podría ser sólo un sueño? ¿O tal vez una pesadilla?

– ¿Está bien, de verdad?

Ella asintió.

– Son los efectos de la conmoción, me imagino -dijo él.

Ella volvió a asentir; era mejor que él creyera que era eso lo que la afectaba.

¿Cómo era posible que no la hubiera reconocido? Llevaba dos años soñando con ese momento. Su Príncipe Encantado había acudido por fin a rescatarla, y ni siquiera sabía quién era ella.

– ¿Me dice su nombre otra vez? Lo siento muchísimo. Siempre tengo que oír dos veces un nombre para recordarlo.

– Señorita Sophie Beckett.

No había motivo para mentir; ella no le había dicho su nombre en el baile de máscaras.

– Es un placer conocerla, señorita Beckett -dijo él, sin apartar la vista del oscuro camino-. Yo soy el señor Benedict Bridgerton.

Sophie respondió a su presentación con una inclinación de la cabeza, aun cuando él no la estaba mirando. Guardó silencio un momento, principalmente porque no sabía qué decir en esa situación tan increíble. Ésa era la presentación que no tuvo lugar cuando se conocieron. Finalmente se limitó a decir:

– Lo que hizo fue muy valiente.

Él se encogió de hombros.

– Ellos eran tres y usted sólo uno. La mayoría de los hombres no habrían intervenido.

– Detesto a los matones -dijo él simplemente.

– Me habrían violado -continuó ella, asintiendo otra vez.

– Lo sé -dijo él. Y añadió-: Tengo cuatro hermanas.

Ella estuvo a punto de decir «Lo sé», pero se contuvo justo a tiempo. ¿Cómo podía saber eso una criada de Wiltshire?

– Supongo que por eso fue tan sensible a mi apurada situación.

– Me agrada pensar que otro hombre acudiría a ayudarlas si alguna vez se encontraran en una situación similar.

– Espero de corazón que nunca tenga que comprobarlo.

– Yo también -asintió él tristemente.

Continuaron el trayecto, envueltos en el silencio de la noche. Sophie se acordó del baile, cuando no habían parado de conversar ni siquiera un momento. La situación era diferente ahora. Ella era una criada, no una gloriosa mujer de la alta sociedad. No tenían nada en común. De todos modos, seguía esperando que él la reconociera, que parara el coche, la estrechara contra su pecho y le dijera que llevaba dos años buscándola. Pero muy pronto comprendió que eso no ocurriría. Él no podía reconocer a la dama en la criada y, dicha sea la verdad, ¿por qué habría de hacerlo?

Las personas ven lo que esperan ver. Y ciertamente Benedict Bridgerton no esperaba ver a una elegante dama de la sociedad bajo el disfraz de una humilde criada.

No había pasado ni un solo día en que no hubiera pensado en él, que no hubiera recordado sus labios sobre los suyos o la embriagadora magia de esa noche de disfraces. Él se había convertido en el centro de sus fantasías, en las que ella era otra persona, con otros padres. En sus sueños, lo conocía en un baile, tal vez su propio baile, ofrecido por sus amantísimos madre y padre. Él la cortejaba dulcemente, llevándole fragantes flores y robándole besos a hurtadillas. Y entonces, un apacible día de primavera, en medio de los trinos de los pájaros y una suave brisa, él hincaba una rodilla en el suelo y le pedía que se casara con él, haciéndole profesión de un amor y adoración eternos.

Era un hermoso sueño despierta, superado solamente por aquél en que vivían felices para siempre, con tres o cuatro espléndidos hijos, todos nacidos dentro del sacramento del matrimonio.

Pero aún con todas esas fantasías, jamás se imaginó que volvería a verlo en la realidad, y mucho menos que él la rescataría de un trío de atacantes licenciosos.

Le habría encantado saber si él alguna vez pensaba en la misteriosa mujer de traje plateado con la que compartiera un apasionado beso. Le gustaba creer que sí pensaba, pero dudaba de que para él hubiera significado tanto como para ella. Él era un hombre, al fin y al cabo, y lo más probable era que hubiera besado a muchas mujeres.

Y para él, esa noche única habría sido muy parecida a cualquier otra. Ella seguía leyendo la hoja Whistledown siempre que lograba ponerle las manos encima a una. Sabía que él asistía a veintenas de bailes. ¿Por qué, pues, iba a destacar en sus recuerdos un baile de máscaras?

Suspirando se miró las manos, en las que todavía aferraba el cordón de su pequeña bolsa. Le habría gustado tener guantes, pero a comienzos de ese año había tenido que tirar su único par por inservihlc, y no había podido comprarse otro. Tenía las manos ásperas y agrietadas, y ya se le estaban enfriando los dedos.

– ¿Es eso todo lo que posee? -le preguntó Benedict, haciendo un gesto hacia la bolsa.

Ella asintió.

– No tengo mucho. Sólo una muda de ropa y unos pocos efectos personales.

Pasado un momento él comentó:

– Tiene una dicción muy refinada para ser una criada.

No era él la primera persona que le hacía esa observación, por lo que ya tenía una respuesta preparada:

– Mi madre era el ama de llaves de una familia muy buena y generosa. Me permitían que asistiera a algunas clases con sus hijas.

Habían llegado a una encrucijada y con un diestro movimiento de las muñecas él hizo entrar a los caballos por el camino de la izquierda.

– ¿ Por qué no trabaja ahí? -le preguntó-. Supongo que no se refiere a los Cavender.

– No -contestó ella, tratando de inventar una respuesta adecuada. Nunca nadie se había molestado en hacerle más preguntas sobre esa explicación; a nadie le había interesado ella tanto como para que le importara saber más-. Mi madre murió -dijo al fin-, y yo no me llevaba bien con la nueva ama de llaves.

Él pareció aceptar eso y continuaron en silencio unos minutos. El silencio de la noche sólo era interrumpido por esporádicas ráfagas de viento y el rítmico clap clap de los cascos de los caballos. Finalmente, ya incapaz de contener su curiosidad, ella preguntó:

– ¿Adónde vamos?

– Tengo una casita de campo no muy lejos -repuso él-. Pasaremos allí una o dos noches y después la llevaré a la casa de mi madre. Estoy seguro de que ella le encontrará un puesto entre su personal.

A ella empezó a retumbarle el corazón.

– Esa casita suya…

– Estará bien acompañada -dijo él con un asomo de sonrisa-. Están allí los cuidadores, y le aseguro que no hay ninguna posibilidad de que el señor y la señora Crabtree permitan que ocurra algo incorrecto en su casa.

– Creí que la casa era suya.

Él ensanchó la sonrisa.

– Llevo años tratando de que la consideren mía, pero nunca he tenido éxito.

Sophie no pudo evitar que se le curvaran las comisuras de la boca.

– Me parece que son personas que me van a gustar muchísimo.

– Eso espero.

Nuevamente se hizo el silencio. Sophie mantenía los ojos escrupulosamente fijos al frente. Tenía un miedo de lo más ridículo de que si sus ojos se encontraban con los de él, él la reconocería. Pero eso era pura fantasía. Él ya la había mirado a los ojos, y más de una vez, y seguía pensando que ella no era otra cosa que una criada.

Pero pasados unos minutos sintió un extrañísimo hormigueo en la mejilla, y al girar la cara hacia él comprobó que él la miraba una y otra vez con expresión rara.

– ¿Nos hemos conocido? -preguntó él de pronto.

– No -repuso ella, con la voz más ahogada de lo que habría querido-. Creo que no.

– Tiene razón, sin duda -musitó él-, pero de todos modos, tengo la impresión de que la he visto antes.

– Todas las criadas somos iguales -dijo ella, con sonrisa irónica.

– Eso solía pensar yo -dijo él entre dientes.

Ella giró la cara hacia delante, sorprendida. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Es que no quería que él la reconociera? ¿Es que no se había pasado la última media hora esperando, deseando, soñando y…?

Y ése era el problema. Estaba soñando. En sus sueños, él la amaba; en sus sueños, él le pedía que se casara con él. En la realidad, era posible que él le pidiera que fuera su querida, y eso era algo que había jurado no hacer jamás; en la realidad, era posible que él se sintiera obligado por el honor a devolverla a Araminta, la cual, con toda probabilidad la llevaría directamente ante el magistrado por haberle robado las pinzas de los zapatos, puesto que no había creído ni por un momento que Araminta no hubiera notado su desaparición.

No, era mejor que él no la reconociera. Eso sólo le complicaría la vida, Y considerando que no tenía ninguna fuente de ingresos, que en realidad tenía muy poco aparte de la ropa que llevaba puesta, a su vida no le hacía falta ninguna complicación en esos momentos.

Sin embargo, se sentía inexplicablemente desilusionada de que él no hubiera sabido al instante quién era.

– ¿Eso ha sido una gota de lluvia? -preguntó, ansiosa por llevar la conversación a temas menos espinosos.

Benedict miró hacia arriba. En ese momento la luna estaba oscurecida por nubes.

– No parecía que iba a llover cuando nos marchamos -musitó. Le cayó un goterón en el muslo-. Pero creo que tiene razón.

Ella contempló el cielo.

– El viento ha arreciado bastante. Espero que no sea una tormenta.

– Seguro que habrá tormenta -dijo él, irónico-, ya que estamos en un coche abierto. Si hubiera cogido mi berlina, no habría ni una sola nube en el cielo.

– ¿Cuánto falta para llegar a su casa?

– Más o menos una media hora, diría yo. -Frunció el ceño-. Eso si no nos refrena la lluvia.

– Bueno, no me importa un poco de lluvia -dijo ella, valientemente-. Hay cosas mucho peores que mojarse.

Los dos sabían exactamente a qué se refería.

– Creo que olvidé darle las gracias -añadió ella, su tono dulce, sereno.

Al instante Benedict giró la cabeza para mirarla. Por todo lo más sagrado, había algo condenadamente conocido en esa voz. Pero cuando sus ojos le escrutaron la cara, lo que vio fue a una simple criada. Una criada muy atractiva, cierto, pero criada de todos modos. No una persona con la que pudiera haberse cruzado.

– No fue nada -dijo finalmente.

– Para usted, tal vez. Para mí lo fue todo.

Incómodo por ese agradecimiento, él se limitó a hacer un gesto de asentimiento e hizo uno de esos gruñidos que tienden a emitir los hombres cuando no saben qué decir.

– Fue un acto muy valeroso -continuó ella. Él volvió a gruñir.

Y en ese momento los cielos se abrieron en serio.

Al cabo de más o menos un minuto, la ropa de Benedict estaba totalmente empapada.

– ¡Llegaré allí lo más rápido que pueda! -gritó a voz en cuello para hacerse oír por encima del ruido del viento.

– ¡No se preocupe por mí! -gritó ella.

Pero cuando él la miró vio que estaba muy acurrucada, rodeándose fuertemente con los brazos, para conservar lo mejor posible el calor del cuerpo.

– Permítame que le preste mi chaqueta.

Ella negó con la cabeza y se echó a reír.

– Lo más probable es que me moje más, con lo empapada que está.

Él azuzó a los caballos para que apretaran el paso, pero el camino estaba cada vez más lodoso y el viento azotaba a la lluvia a uno y otro lado, formando una cortina que disminuía la ya mediocre visibilidad.

Maldición, eso era justo lo que necesitaba, pensó Benedict. Había estado acatarrado toda la semana anterior, y era posible que no estuviera recuperado del todo. Un trayecto bajo la helada lluvia sin duda le produciría una recaída, y se pasaría todo el mes con moqueo y los ojos acuosos, todos esos molestos y nada atractivos síntomas.

Claro que…

No pudo contener una sonrisa. Claro que si volvía a enfermar, su madre no intentaría engatusarlo para que asistiera a todas las fiestas de la ciudad, con la esperanza de que encontrara por fin una dama adecuada para establecerse en un tranquilo y feliz matrimonio.

Dicho sea en su honor, él siempre tenía bien abiertos los ojos, estaba siempre atento por si encontraba una novia adecuada. No era en absoluto contrario al matrimonio. Su hermano Anthony y su hermana Daphne estaban espléndida y felizmente casados. Pero sus matrimonios eran espléndidos y felices porque tuvieron la sensatez de casarse con las personas correctas, y él estaba muy seguro de que aún no había encontrado a la persona correcta para él.

No, pensó, retrocediendo la mente a unos años atrás, eso no era del todo cierto. Una vez conoció a alguien…

A la dama de traje plateado.

Cuando la tenía en sus brazos haciéndola girar por la pequeña terraza en su primer vals, sintió algo distinto en su interior, una sensación de hormigueo, de revoloteo. Eso tendría que haberlo asustado de muerte.

Pero no lo asustó. Lo dejó sin aliento, excitado… y resuelto a tenerla.

Pero entonces ella desapareció. Fue como si el mundo hubiera sido plano y ella hubiera caído por el borde. No se había enterado de nada en esa irritante entrevista con lady Penwood. Y cuando interrogó a sus amigos y familiares, ninguno sabía absolutamente nada de una joven vestida con un traje plateado.

Había llegado sola y se había marchado sola, eso estaba claro. A todos los efectos, era como si ni siquiera existiera.

La había buscado en todos los bailes, fiestas y conciertos. Demonios, había asistido al doble de funciones sociales, con la sola esperanza de verla.

Pero siempre había vuelto a casa decepcionado.

Y llegó el momento en que decidió dejar de buscarla. Él era un hombre práctico y ya suponía que algún día sencillamente renunciaría. Y en cierto modo renunció. Al cabo de unos meses volvió a la costumbre de rechazar más invitaciones de las que aceptaba. Y otros pocos meses después descubrió que nuevamente era capaz de conocer a mujeres y no compararlas automáticamente con ella.

Pero no podía dejar de estar atento por si la veía. Tal vez no sentía la misma urgencia, pero siempre que asistía a un baile o tomaba asiento en una velada musical, se sorprendía paseando la mirada por la muchedumbre y aguzando los oídos por si escuchaba el timbre de su risa.

Ella estaba en alguna parte. Hacía tiempo que se había resignado al hecho de que no era probable que la encontrara, y llevaba más de un año sin buscarla activamente, pero…

Sonrió con tristeza. Simplemente no podría dejar de buscarla. De un modo extraño, eso se había convertido en parte de su ser. Su nombre era Benedict Bridgerton, tenía siete hermanos, era bastante hábil con una espada y en el dibujo, y siempre tenía los ojos bien abiertos por si veía a la única mujer que le había tocado el alma.

Seguía esperando, deseando, observando. Y aunque se decía que tal vez ya era hora de casarse, no lograba armarse del entusiasmo para hacerlo.

Porque, ¿y si ponía el anillo en el dedo de una mujer y al día siguiente la veía?

Eso le rompería el corazón.

No, sería algo más que eso: le destrozaría el alma.

Exhaló un suspiro de alivio cuando divisó el pueblo de Rosemeade. Eso significaba que estaba a cinco minutos de su casa y, bueno, no veía las horas de zambullirse en una bañera con agua caliente.

Miró a la señorita Beckett. Ella también estaba tiritando, pero, pensó bastante admirado, no había emitido ni la más mínima queja. Trató de buscar entre las mujeres que conocía a alguna que hubiera hecho frente a los elementos con tanta fortaleza, y no encontró ninguna. Incluso su hermana Daphne, que era valiente como nadie, ya habría estado aullando por el frío.

– Ya casi hemos llegado -le aseguró.

– Yo estoy… ¡Uy! Usted no está nada bien.

A él le había venido un acceso de tos, una tos ronca, profunda, de esa que ruge dentro del pecho. Se sentía como si le estuvieran ardiendo los pulmones, y como si alguien le hubiera pasado una navaja por la garganta.

– Estoy bien -logró decir, dando un ligero tirón a las riendas, para compensar la falta de dirección a los caballos mientras tosía.

– A mí no me parece que esté bien.

– Tuve un catarro de nariz la semana pasada -explicó él, haciendo un gesto de dolor. Condenación, sí que le dolían los pulmones.

– Eso no parece ser de la nariz -dijo ella, haciéndole una sonrisa que esperaba fuera traviesa.

Pero en realidad no le salió traviesa. La verdad, se veía tremendamente preocupada.

– Debe de haberse trasladado -musitó él.

– No quiero que se enferme por mi culpa.

Él trató de sonreír, pero le dolían demasiado los pómulos.

– Me habría cogido la lluvia igualmente, la trajera a usted o no.

– De todos modos…

Lo que fuera que iba a decir fue interrumpido por otro fuerte acceso de tos, ronca, profunda, de pecho.

– Lo siento -dijo él.

– Deje que conduzca yo -dijo ella alargando las manos para coger las riendas.

Él la miró incrédulo.

– Éste es un faetón, no una simple carreta para un caballo.

Ella venció el deseo de estrangularlo. Tenía la nariz moqueante, los ojos enrojecidos, no podía dejar de toser, y sin embargo encontraba la energía para actuar como un arrogante pavo real.

– Le aseguro que sé conducir un coche tirado por varios caballos.

– ¿Y dónde adquirió esa habilidad?

– En la misma familia que me permitía asistir a las clases de sus hijas -mintió Sophie-. Aprendí a conducir un coche cuando aprendieron las niñas.

– La señora de la casa debía tenerle mucho cariño -comentó él.

– Sí, bastante -repuso ella, reprimiendo la risa.

Araminta era la señora de la casa, y peleaba con uñas y dientes cada vez que su padre insistía en que ella debía recibir la misma educación que Rosamund y Posy. Las tres aprendieron a conducir caballos de tiro el año anterior a la muerte del conde.

– Yo conduciré, gracias -dijo Benedict, abruptamente.

Y estropeó todo el efecto encogiéndose con otro ataque de tos.

Sophie alargó las manos hacia las riendas.

– Por el amor de Dios…

– Tenga. Cójalas entonces. Pero yo la vigilaré.

– No esperaba menos -repuso ella, irritada.

La lluvia no hacía el camino ideal para llevar un coche, y ya hacía años que no tenía unas riendas en las manos, pero le parecía que le estaba saliendo bastante bien. Hay cosas que no se olvidan nunca, pensó.

En realidad, le resultaba bastante agradable hacer algo que no hacía desde su vida anterior, cuando era la pupila del conde, al menos oficialmente. En ese tiempo tenía ropa bonita, buena comida, estudios interesantes y…

Suspiró. No había sido perfecto, pero sí mucho mejor que cualquiera de las cosas que vinieron después.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– Nada. ¿Por qué cree que pasa algo?

– Ha suspirado.

– ¿Y me oyó suspirar con este viento? -preguntó ella, incrédula.

– He estado muy atento. Ya estoy bastante mal -tos, tos, tos-, sin que usted nos haga aterrizar en un pozo.

Sophie decidió no honrarlo con una respuesta.

– Más allá tome el primer camino a la derecha -instruyó él-. Y llegaremos directamente a mi casa.

Ella siguió las instrucciones.

– ¿Tiene nombre su casa?

– Sí. Mi Cabaña.

– Podría habérmelo imaginado.

Él sonrió. Toda una hazaña, pensó ella, puesto que tenía una tos de perros.

– No es broma -dijo él.

Y tal cual, al cabo de un minuto detuvieron el coche delante de una elegante casa de campo en cuya fachada había un discreto letrero que decía: «Mi Cabaña».

– El propietario anterior le puso ese nombre -explicó Benedict, mientras le señalaba el camino al establo-, pero a mí me gusta también.

Sophie miró la casa, que si bien no era muy grande, de ninguna manera era una vivienda modesta.

– ¿Y a esto le llama cabaña?

– Yo no, el dueño anterior. Debería haber visto su otra casa. Un momento después estaban resguardados de la lluvia, habían bajado del coche y Benedict estaba desenganchando los caballos.

Llevaba guantes pero estaban tan empapados y resbaladizos, que él se los quitó y los arrojó lejos. Sophie lo observó trabajar; tenía los dedos arrugados como pasas y le temblaban de frío.

– Deje que le ayude -dijo, avanzando.

– Puedo hacerlo yo.

– Ya sé que puede, pero lo haría más rápido con mi ayuda.

Él se giró a mirarla, seguro que para rechazar la ayuda nuevamente, pero le vino un acceso de tos que lo hizo doblarse. Sophie se apresuró a llevarlo hasta un banco.

– Siéntese, por favor -le rogó-. Yo acabaré el trabajo.

Pensó que no iba a aceptar, pero él cedió.

– Lo lamento -dijo él con la voz ahogada.

– No hay nada que lamentar -dijo ella, dándose prisa en el trabajo; al menos la mayor prisa posible; todavía tenía adormecidos los dedos, y partes de la piel estaban blancas por haberla tenido tanto tiempo mojada.

– Esto no es muy caballeroso… -le vino otro acceso de tos, una tos más ronca y profunda- de mi parte.

– Ah, creo que esta vez puedo perdonarlo, tomando en cuenta la manera como me salvó esta noche.

Lo miró, tratando de hacerle una airosa sonrisa, pero le temblaron los labios y de pronto, inexplicablemente, se le llenaron de lágrimas los ojos y estuvo a punto de echarse a llorar. Se apresuró a girarse para que él no le viera la cara.

Pero él debió ver algo, o tal vez simplemente presintió que le pasaba algo, porque le preguntó:

– ¿Se siente mal?

– ¡Estoy muy bien! -repuso ella, pero la voz le salió forzada y ahogada, y antes de que se diera cuenta, él estaba a su lado, y ella estaba en sus brazos.

– Todo irá bien -la consoló él-. Ahora está a salvo.

Y le brotaron las lágrimas a torrentes. Lloró por lo que podría haber sido su destino esa noche; lloró por lo que había sido su destino los nueve años pasados; lloró por el recuerdo de cuando él la tenía en sus brazos en el baile de máscaras y lloró porque en ese momento estaba en sus brazos.

Lloró porque él era tan condenadamente bueno y aún estando claramente enfermo, y aún cuando ella no era, a sus ojos, nada más que una criada, seguía deseando cuidar de ella y protegerla.

Lloró porque no se había permitido llorar más tiempo del que tenía memoria, y lloró porque se sentía terriblemente sola.

Y lloró porque llevaba tanto tiempo soñando con él y él no la había reconocido.

Tal vez era mejor que él no la reconociera, pero su corazón seguía deseando que la reconociera.

Finalmente se acabaron las lágrimas. Él retrocedió un paso y, tocándole la barbilla, le preguntó:

– ¿Se siente mejor ahora?

Ella asintió, sorprendida de que fuera cierto.

– Estupendo. Se llevó un tremendo susto y… -Se apartó de un salto y se dobló con otro acceso de tos.

– Es absolutamente necesario que esté dentro -dijo ella, limpiándose las últimas lágrimas de las mejillas-. Dentro de la casa, quiero decir.

Él asintió.

– ¿Echamos una carrera hasta la puerta?

Ella agrandó los ojos, sorprendida. No podía creer que él tuviera el ánimo para hacer una broma de eso, cuando era evidente que se sentía muy mal.

Pero se enrolló el cordón de la bolsa en las manos, se cogió la falda y echó a correr hacia la puerta de la casa. Cuando llegó a la escalinata, estaba riendo por el ejercicio, riendo de la ridiculez de correr como una loca para escapar de la lluvia cuando ya estaba empapada hasta los huesos.

Ciertamente Benedict le había ganado en llegar al pequeño pórtico. Podía estar enfermo, pero tenía las piernas considerablemente más largas y fuertes.

Cuando ella se detuvo con un patinazo a su lado, él estaba golpeando la puerta.

– ¿No tiene llave? -gritó ella para hacerse oír por encima del rugiente viento.

Él negó con la cabeza.

– No tenía planeado venir aquí.

– ¿Cree que sus cuidadores le oirán?

– Pues, espero que sí, maldita sea -masculló él.

Ella se pasó la mano por los ojos para quitarse el agua y fue a mirar por la ventana más cercana.

– Está muy oscuro. ¿Cree que podrían no estar en casa?

– No sé en qué otra parte podrían estar.

– ¿No, tendría que haber al menos una criada o un lacayo?

– Vengo tan rara vez que me pareció tonto contratar toda una plantilla de personal. Hay criadas que sólo vienen por el día cuando es necesario.

Sophie hizo un gesto de preocupación.

– Yo sugeriría que buscáramos alguna ventana abierta, pero claro, con la lluvia, eso es improbab6e.

– Eso no es necesario -dijo él sombriamente -. Sé dónde está la otra llave.

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Y por qué lo dice tan triste?

A él le vino otro acceso de tos.

– Porque significa que tengo que volver a meterme bajo esta maldita lluvia -contestó después.

Sophie comprendió que él estaba llegando al límite de su paciencia; ya había dicho palabrotas dos veces delante de ella, y no parecía ser el tipo de hombre que maldice delante de una mujer, aunque sea una criada.

– Espere aquí -ordenó él, y antes de que ella pudiera responder, ya había bajado del pórtico y echado a correr.

A los pocos minutos, oyó girar una llave en la cerradura, se abrió la puerta y apareció Benedict con una vela encendida y chorreando agua por el suelo.

– No sé dónde estan el señor y la señora Crabtree -dijo, con la voz rasposa por la tos-, pero ciertamente no están aquí.

Sophie tragó saliva.

– ¿Estamos solos?

– Completamente -asintió él.

Ella echó a andar hacia la escalera.

– Será mejor que vaya a buscar un cuarto para criados.

– Ah, pues no -gruñó él, cogiéndole el brazo.

– ¿Que no?

– Usted, querida muchacha, no irá a ninguna parte -dijo él, negando con la cabeza.

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