Capítulo 15

Esta cronista es de la muy certera opinión de que a la mitad masculina de la población no le interesará la parte que viene a continuación, de modo que todos tenéis permiso para saltaros esto y pasar a la siguiente sección de la columna. Las señoras, sin embargo, permitid que esta cronista sea la primera en informaros que no hace mucho la familia Bridgerton fue arrastrada a la batalla por las criadas que ha hecho furor toda la temporada entre lady Penwood y la señora Featherington. Parece ser que la doncella que atendía a las hijas Bridgerton ha desertado a favor de las Penwood, para reemplazar a la doncella que volvió corriendo a la casa Featherington después de que lady Penwood la obligara a limpiar trescientos pares de zapatos.

Otra noticia relativa a los Bridgerton es que Benedict Bridgerton ciertamente está de vuelta en Londres. Parece que cayó enfermo estando en el campo y prolongó su estancia allí. Ojalá hubiera una explicación más interesante sobre todo cuando uno, como esta cronista, depende de historias interesantes para ganarse la vida, pero lamentablemente, eso es todo lo que hay.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 14 de mayo de 1817.


A la mañana siguiente Sophie ya conocía a cinco de los hermanos de Benedict. Eloise, Francesca y Hyacinth vivían en la casa con su madre; Anthony había ido con su hijo menor a desayunar, y Daphne, que era la duquesa de Hasting, había acudido a la llamada de lady Bridgerton para ayudarla a planificar el baile de fin de temporada. Los únicos Bridgerton que le faltaba por conocer eran Gregory, que estaba en Eton, y Colin, el cual, según palabras de Anthony, estaba sólo Dios sabía dónde.

Aunque, si había de ser más exacta, a Colin ya lo conocía; lo conoció en el baile de máscaras. La aliviaba bastante que estuviera fuera de la ciudad. Dudaba de que la reconociera, después de todo Benedict no la había reconocido. Pero encontraba estresante e inquietante la idea de encontrarse nuevamente con él.

Como si eso importara, pensó, pesarosa. Todo le resultaba muy estresante e inquietante ese último tiempo.

No se llevó la menor sorpresa cuando Benedict se presentó en casa de su madre esa mañana a tomar el desayuno. Ella podría haberlo eludido totalmente si él no hubiera estado ganduleando en el corredor cuando ella iba de camino a la cocina, donde pensaba hacer su comida de la mañana con los demás criados.

– ¿Y cómo fue tu primera noche en Bruton Street número seis? -le preguntó, con esa sonrisa perezosa y masculina.

– Espléndida -respondió ella, dando un paso a un lado para hacer un amplio círculo al pasar por su lado.

Pero al dar ella el paso a la izquierda él dio un paso a la derecha y le bloqueó el camino.

– Me alegra que lo estés pasando bien.

Ella dio un paso a la derecha.

– Estaba -dijo intencionadamente.

Él era demasiado cortés para dar un paso a la izquierda, pero se las arregló para girarse y apoyarse en una mesa de tal forma que nuevamente le impidió pasar.

– ¿Te han enseñado la casa? -le preguntó.

– El ama de llaves.

– ¿Y el parque?

– No hay parque.

Él sonrió, sus ojos castaños cálidos y seductores.

– Hay un jardín.

– Más o menos del tamaño de un billete de libra -replicó ella.

– Sin embargo…

– Sin embargo debo tomar el desayuno -lo interrumpió ella.

Él se hizo a un lado gallardamente.

– Hasta la próxima vez -susurró.

Y Sophie tuvo la angustiosa sensación de que la próxima vez llegaría muy pronto.

Treinta minutos después, Sophie salió lentamente de la cocina, medio esperando que Benedict apareciera de repente por una esquina. Bueno, tal vez no medio esperando. A juzgar por la dificultad que sentía para respirar, lo más probable era que toda ella esperara.

Pero él no apareció.

Continuó avanzando. Seguro que bajaría corriendo la escalera en cualquier momento, avasallándola con su presencia.

Benedict continuó sin aparecer.

Abrió la boca y alcanzó a morderse la lengua, al darse cuenta de que estaba a punto de decir su nombre.

– Niña estúpida -masculló.

– ¿Quién es estúpida? -le preguntó Benedict-. Tú no, supongo.

Sophie pegó un salto de más de un palmo.

– ¿De dónde has salido? -le preguntó cuando ya casi había recuperado el aliento.

Él señaló una puerta abierta.

– De ahí -dijo él, su voz toda inocencia.

– ¿Así que ahora me metes sustos saliendo de los armarios?

– Noo -repuso él, ofendido-. Ésa es una escalera.

Sophie se asomó por un lado de él. Era la escalera lateral, la escalera de los criados. Ciertamente no era ése un lugar para que se pasearan los miembros de la familia.

– ¿Acostumbras a bajar a hurtadillas por la escalera de servicio? -le preguntó, cruzándose de brazos.

Él se le acercó, justo lo suficiente para hacerla sentir ligeramente incómoda y, aunque eso no lo reconocería jamás ante nadie, ni siquiera ante sí misma, ligeramente excitada.

– Sólo cuando quiero escabullirme de alguien.

– Tengo trabajo que hacer -dijo ella, intentando pasar por su lado.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora -contestó entre dientes.

– Pero si Hyacinth está tomando el desayuno. No puedes arreglarle el pelo mientras come.

– También atiendo a Francesca y Eloise.

Él se encogió de hombros, sonriendo inocentemente.

– También están desayunando. De verdad, no tienes nada que hacer.

– Lo cual indica lo poco que sabes de trabajar para vivir -replicó ella-. Tengo que planchar, remendar, abrillantar…

– ¿Te hacen pulir la plata?

– ¡Zapatos! -dijo ella, casi gritando-. Tengo que abrillantar zapatos.

– Ah. -Apoyó un hombro en la pared y se cruzó de brazos-. Eso parece aburrido.

– «Es» aburrido -repuso ella, tratando de desentenderse de las lágrimas que le escocían los ojos.

Sabía que su vida era aburrida, pero le dolía oírlo decir a otra persona.

Él curvó la comisura de la boca en una perezosa y seductora sonrisa.

– Tu vida no tiene por qué ser aburrida, lo sabes.

– La prefiero aburrida -espetó ella, intentando pasar.

Él movió el brazo hacia un lado en un amplio gesto, invitándola a pasar.

– Si así es como la deseas.

– Así la deseo -dijo ella, pero las palabras no le salieron con la firmeza que habría querido-. Así la deseo -repitió.

Ah, bueno, no le servía de nada mentirse a sí misma. No deseaba esa vida, no. Pero así tenía que ser.

– ¿Quieres convencerte tú, o convencerme a mí? -le preguntó él dulcemente.

– No te voy a honrar con una respuesta -replicó ella, pero no lo miró a los ojos al decirlo.

– Será mejor que subas, entonces -dijo él, y arqueó una ceja al ver que ella no se movía-. Seguro que tienes muchísimos zapatos por limpiar.

Sophie subió corriendo la escalera, la de los criados, sin mirar atrás.

La vez siguiente Benedict la encontró en el jardín, ese trozo verde del que ella se burlara acertadamente comparando su tamaño con un billete de libra. Las hermanas Bridgerton habían ido a visitar a las hermanas Featherington, y lady Bridgerton estaba durmiendo una siesta. Sophie ya había planchado todos los vestidos y los tenía listos para el evento social de esa noche, había elegido cintas para el pelo que hicieran juego con cada vestido, y limpiado zapatos suficientes para toda la semana.

Terminado su trabajo, decidió tomarse un corto descanso e ir a leer en el jardín. Lady Bridgerton le había dicho que podía coger los libros que quisiera de su pequeña biblioteca, de modo que eligió una novela de reciente publicación y se instaló a leerla en un sillón de hierro forjado en el pequeño patio. Sólo llevaba leído un capítulo cuando oyó pasos provenientes de la casa. Consiguió no levantar la vista hasta cuando la cubrió una sombra. Previsiblemente, era Benedict.

– ¿Vives aquí? -le preguntó, sarcástica.

– No -repuso él, sentándose en el sillón del lado-, aunque mi madre vive diciéndome aquí que me sienta en casa.

A ella no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa de modo que se limitó a emitir un «mmm» y volvió a meter la nariz en el libro.

Él apoyó los pies en la mesilla que había delante.

– ¿Y qué estás leyendo hoy?

– Esa pregunta -contestó ella cerrando el libro pero dejando el dedo para marcar la página- da a entender que «estoy» leyendo, lo cual te aseguro que no puedo hacer mientras estás sentado aquí.

– Así de irresistible es mi presencia, ¿eh?

– Así de perturbadora.

– Eso es mejor que aburrida -observó él.

– Me gusta mi vida aburrida.

– Si te gusta tu vida aburrida, significa que no entiendes la naturaleza de la emoción.

Su tono de superioridad la indignó. Aferró el libro con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.

– Ya he tenido suficiente emoción en mi vida -replicó entre dientes-. Te lo aseguro.

– Me encantaría participar más en esta conversación -dijo él con voz arrastrada-, pero tú no has considerado conveniente contarme ningún detalle de tu vida.

– No ha sido por descuido.

Él chasqueó la lengua, desaprobador.

– Qué hostilidad.

Ella lo miró con los ojos agrandados.

– Me raptaste.

– Te coaccioné.

– ¿Quieres que te golpee?

– No me importaría -contestó él, mansamente-. Además, ahora que estás aquí, ¿de verdad fue tan terrible que te haya intimidado para que vinieras? Te gusta mi familia, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Y te tratan bien, ¿verdad?

– Sí, pero…

– ¿Entonces cuál es el problema? -le preguntó él en tono más arrogante.

Sophie casi perdió los estribos. Estuvo a punto de levantarse de un salto, cogerlo por los hombros y sacudirlo, sacudirlo y sacudirlo, pero en el último instante comprendió que eso era exactamente lo que quería él. Por lo tanto, se limitó a sorber por la nariz y decir:

– Si no eres capaz de reconocer tú el problema, no tengo manera de explicártelo.

Él se echó a reír, el maldito.

– Buen Dios, ésa ha sido una hábil evasiva.

Ella abrió el libro.

– Estoy leyendo.

– Tratando al menos.

Ella pasó la página, aunque no había leído los dos últimos párrafos. La verdad era que sólo quería aparentar indiferencia a él, además, siempre podía retroceder y leerlos cuando él se hubiera marchado.

– Tienes el libro del revés -observó él.

Ella ahogó una exclamación y miró el libro.

– ¡Está bien!

– Pero tuviste que mirarlo para comprobarlo, ¿no? -dijo él sonriendo guasón.

– Voy a entrar -anunció ella, levantándose.

Él se levantó al instante.

– ¿Y vas a dejar este espléndido aire de primavera?

– Y a ti -replicó ella, aunque no le pasó inadvertido su gesto de respeto y cortesía. Los caballeros no solían levantarse por simples criadas.

– Ten piedad -susurró él-. Lo estaba pasando tan bien.

Ella pensó cuánto daño le haría si le arrojaba el libro. Tal vez no lo suficiente para compensar su pérdida de dignidad. La asombraba la facilidad con que él la enfurecía. Lo amaba desesperadamente, ya hacía tiempo que había dejado de mentirse respecto a eso, y sin embargo él era capaz de hacerle temblar de rabia todo el cuerpo con sólo una insignificante pulla.

– Adiós, señor Bridgerton.

– Hasta luego -respondió él haciéndole un gesto de despedida.

Sophie se detuvo, nada segura de que le gustara esa indiferente despedida.

– Creí que te marchabas -dijo él, con expresión levemente divertida.

– Y me voy -insistió ella.

Él ladeó la cabeza pero no dijo nada. No tenía para qué. La expresión vagamente burlona de sus ojos hablaba con bastante elocuencia.

Ella se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta que llevaba al interior, pero cuando estaba a mitad de camino, lo oyó decir:

– Tu vestido nuevo es muy bonito.

Se detuvo y suspiró. Bien podía haber pasado de falsa pupila de un conde a una simple doncella, pero los buenos modales eran buenos modales, y de ninguna manera podía hacer caso omiso de un cumplido. Girándose dijo:

– Gracias. Me lo regaló tu madre. Creo que era de Francesca.

Él se apoyó en la reja en una postura engañosamente perezosa.

– Es una costumbre, ¿verdad?, regalar vestidos a la doncella.

Ella asintió.

– Cuando ya están bien usados, lógicamente. Nadie regalaría un vestido nuevo.

– Comprendo.

Ella lo observó desconfiada, pensando por qué demonios le importaba el estado de su vestido.

– ¿No querías entrar?

– ¿Qué te traes entre manos?

– ¿Por qué crees que me traigo algo entre manos?

Ella frunció los labios y dijo:

– No serías tú si no estuvieras tramando algo.

– Creo que ése ha sido un cumplido -dijo él, sonriendo.

– No necesariamente; no era ésa la intención.

– De todos modos, lo tomo como cumplido -dijo él mansamente.

Ella no encontró una buena respuesta, así que no dijo nada. Tampoco avanzó hacia la puerta; no sabía por qué, puesto que había expresado muy claramente su deseo de estar sola. Pero sus palabras y sus sentimientos no siempre coincidían. En su corazón, suspiraba por ese hombre, soñaba con una vida que no podía ser.

No debería estar tan enfadada con él, pensó. Él no debería haberla obligado a venir a Londres en contra de sus deseos, cierto, pero no podía culparlo por haberle ofrecido el puesto de querida. Había hecho lo que habría hecho cualquier hombre de su posición. Ella no se hacía ninguna ilusión respecto a su lugar en la sociedad londinense. Era una criada, una sirvienta. Y lo único que la distinguía de los demás sirvientes era que había conocido el lujo de niña. La habían educado como a aristócrata, aun cuando fuera sin amor, y esa experiencia había configurado sus ideales y valores. Ahora estaba clavada para siempre entre dos mundos sin ningún lugar claro en ninguno de los dos.

– Estás muy seria -dijo él dulcemente.

Sophie lo oyó, pero ya no pudo apartar la mente de sus pensamientos.

Benedict se le acercó. Alargó la mano para tocarle la barbilla, pero se contuvo y la retiró. En ese momento había en ella un algo que la hacía intocable, inalcanzable.

– No soporto verte tan triste -le dijo.

Sus palabras lo sorprendieron. No había sido su intención decirle nada; simplemente se le escaparon de los labios.

Entonces ella lo miró.

– No estoy triste.

Él hizo un movimiento de negación con la cabeza, casi imperceptible.

– Hay una pena profunda en tus ojos. Rara vez desaparece.

Ella se tocó la cara, como si pudiera tocar esa pena, como si fuera sólida, como si se la pudiera quitar con una fricción.

Benedict le cogió la mano y la llevó a sus labios.

– Ojalá quisieras hacerme partícipe de tus secretos.

– No tengo ningún…

– No me mientas -dijo él, en tono más duro que el que hubiera querido-. Tienes más secretos que todas las mujeres que… -se interrumpió bruscamente, porque por su mente pasó como un relámpago la imagen de la mujer del baile de máscaras-. Más que casi todas las mujeres que conozco -concluyó.

Ella lo miró a los ojos por un brevísimo instante y desvió la vista.

– No hay nada malo en tener secretos. Si yo decidiera…

– Tus secretos te están comiendo viva -la interrumpió él con brusquedad. No quería estar ahí escuchando sus justificaciones, y la frustración estaba acabando con su paciencia-. Tienes la oportunidad de cambiar tu vida, de alargar la mano para coger la felicidad, pero no quieres hacerlo.

– No puedo -repuso ella.

La aflicción que él detectó en su voz, casi lo acobardó.

– Tonterías -dijo-. Puedes hacer lo que quieras. Lo que pasa es que no quieres hacerlo.

– No me pongas esto más difícil de lo que ya es -musitó ella.

Al oírla decir eso, algo se quebró dentro de él. Fue una extraña sensación, palpable, como de explosión, que le desencadenó un torrente de sangre que alimentó la rabia de frustración que llevaba hirviendo a fuego lento dentro de él desde hacía días.

– ¿Crees que para mí no es difícil? ¿Crees que no es difícil?

– ¡No he dicho eso!

Le cogió la mano y la acercó a él, estrechándola contra su cuerpo para que comprobara por sí misma lo terriblemente excitado que estaba.

– Ardo por ti -susurró, rozándole la oreja con los labios-. Todas las noches me paso horas despierto en la cama, pensando en ti, pensando por qué demonios estás en la casa de mi madre y no conmigo.

– Yo no quería…

– No sabes lo que quieres -interrumpió él.

Ésa era una afirmación cruel, tremendamente desdeñosa, pero ya no le importaba. Ella lo había herido de una manera que no habría creído posible, con una potencia de la que no la habría imaginado poseedora. Ella había preferido una vida de pesado trabajo a una vida con él, y ahora él estaba condenado a verla casi cada día, a verla, saborearla y olerla justo lo suficiente para mantener vivo y fuerte su deseo.

Y él mismo tenía la culpa, desde luego. Podría haberla dejado quedarse en el campo, podría haberse ahorrado esa dolorosa tortura. Pero se había sorprendido a sí mismo insistiendo en que viniera con él a Londres. Era extraño, y sentía casi miedo de analizar lo que significaba, pero su necesidad de saber que estaba segura y protegida era superior a su necesidad de tenerla para él.

Ella musitó su nombre y él detectó anhelo en su voz; entonces comprendió que él no le era indiferente. Tal vez ella no entendía bien lo que era desear a un hombre, pero lo deseaba.

Le capturó la boca con la suya, prometiéndose al hacerlo que si ella decía no, si hacía cualquier tipo de indicación de que no deseaba ese beso, no continuaría. Sería lo más difícil que habría hecho en toda su vida, pero lo haría.

Pero ella no dijo no, ni se apartó de él, ni lo empujó para separarlo, ni de debatió. Lo que hizo fue enredar los dedos en su pelo y abrir los labios. Él no supo por qué de pronto ella había decidido permitirle besarla, no, «besarlo», pero de ninguna manera iba a separar los labios de los de ella para preguntarlo.

Aprovechó el momento, saboreándola, bebiéndola, inspirándola. Ya no estaba tan seguro de ser capaz de convencerla de convertirse en su amante, por lo que era imperioso que ese beso fuera algo más que un beso. Podría tener que durarle toda la vida.

La besó con renovado vigor, desentendiéndose de una molesta vocecita que dentro de la cabeza le decía que ya había estado en esa situación, que ya había ocurrido eso antes. Dos años atrás había bailado con una mujer, la había besado, y ella le dijo que tendría que poner toda una vida en un solo beso.

Él pecó de excesiva confianza entonces. No creyó a la mujer; y la perdió, tal vez lo perdió todo. Desde entonces, no había vuelto a conocer a nadie con quien pudiera imaginarse construir una vida.

Hasta conocer a Sophie.

A diferencia de la dama del vestido plateado, Sophie no era una mujer con la que pudiera esperar casarse, pero también a diferencia de esa dama, estaba allí.

Y él no le iba a permitir marcharse.

Estaba ahí, con él, y era como tener el cielo. El delicado aroma de su pelo, el sabor ligeramente salado de su piel, toda ella, estaba hecha para reposar en sus brazos. Y él había nacido para tenerla abrazada.

– Vente a casa conmigo -le susurró al oído.

Ella no contestó, pero él la sintió tensarse.

– Vente a casa conmigo -repitió.

– No puedo -susurró ella, haciéndolo sentir su suave aliento en la piel.

– Puedes.

Ella negó con la cabeza pero no se apartó, por lo que él aprovechó el momento y volvió cubrirle la boca con la suya. Introdujo la lengua y exploró los recovecos de su boca, saborando su esencia. Su mano buscó y encontró el montículo de su pecho y lo apretó suavemente; tuvo que contener el aliento al oírla gemir de placer. Pero eso no le bastaba. Deseaba sentir su piel, no la tela del vestido.

Pero ése no era el lugar. Estaban en el jardín de su madre, por el amor de Dios. Cualquiera podía pasar por ahí, y la verdad, si no la hubiera llevado hacia el escondite del lado de la puerta, cualquiera podría haberlos visto. Ése era el tipo de cosa que podría ser causa de que Sophie perdiera el trabajo.

Tal vez debería llevarla al lugar donde todos pudieran verlos, porque entonces ella quedaría desamparada nuevamente y no tendría más remedio que convertirse en su querida.

Que era justamente lo que él deseaba, recordó.

Pero entonces se le ocurrió, y francamente lo sorprendió el hecho de tener el aplomo necesario para que se le ocurriera algo en ese momento, que una parte del motivo de que se preocupara tanto por ella, era el sólido sentido de identidad que tenía ella. Sabía quién era y, por desgracia para él, esa persona no se salía de los límites de la sociedad respetable.

Si la deshonraba tan públicamente, delante de personas a las que ella admiraba y respetaba, le rompería el alma. Y eso sería un crimen imperdonable.

Se apartó lentamente. Seguía deseándola, seguía deseando que fuera su amante, pero no debía forzar las cosas comprometiéndola en la casa de su madre. Cuando ella se entregara a él, y se entregaría, se prometió, sería libremente, por propia voluntad.

Mientras tanto, la cortejaría, la conquistaría. Mientras tanto…

– Has parado -susurró ella, sorprendida.

– Éste no es el lugar.

Por un instante, ella no cambió la expresión. De pronto, como si alguien le estuviera cubriendo la cara con un velo, la expresión pasó a ser de horror. Le comenzó en los ojos, que se agrandaron enormemente y el color verde se hizo más intenso que lo habitual, luego le llegó a la boca, que se entreabrió para poder tomar aire y ahogar una exclamación.

– No pensé -dijo, más para sí misma que para él.

– Lo sé -sonrió él-. Me fastidia cuando piensas. Siempre acaba mal para mí.

– No podemos volver a hacer esto.

– Ciertamente no podemos hacerlo «aquí».

– No, quiero decir…

– No lo estropees.

– Pero…

– Compláceme, dejándome creer que la tarde acabó sin que me dijeras que esto no volverá a ocurrir.

– Pero…

Él le puso un dedo en los labios.

– No me estás complaciendo.

– Pero…

– ¿No me merezco esta pequeña fantasía?

Con eso lo logró. Ella sonrió.

– Eso. Eso está mejor.

A ella le temblaron los labios y luego, asombrosamente, ensanchó la sonrisa.

– Excelente -musitó él-. Bueno, ahora me voy. Y sólo tienes una tarea mientras me marcho. Te quedarás aquí y continuarás sonriendo. Porque me rompe el corazón ver cualquier otra expresión en tu cara.

– No podrás verme -observó ella.

– Lo sé -dijo él acariciándole la mejilla.

Y acto seguido, antes de que ella cambiara esa expresión, encantadora combinación de conmoción y adoración, se marchó.

Загрузка...