Karin Slaughter
Temor Frío

DOMINGO

1

Sara Linton tenía la mirada puesta en la entrada del Dairy Queen, viendo cómo su embarazadísima hermana salía con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano.

Mientras Tessa cruzaba el parque, sopló una ráfaga de viento, y su vestido color púrpura se le levantó por encima de las rodillas. Forcejeó para bajárselo sin derramar el helado, y Sara la oyó blasfemar mientras se acercaba al coche.

Sara procuró no reír al inclinarse para abrir la portezuela y preguntarle:

– ¿Necesitas ayuda?

– No -dijo Tessa, metiendo el cuerpo en el coche en una lenta operación. Una vez aposentada, le entregó un helado a Sara.- Y deja ya de reírte.

Sara puso mala cara cuando su hermana se quitó las sandalias y apoyó sus pies descalzos en el salpicadero. No hacía ni dos semanas que había comprado el BMW 330i, y Tessa ya había dejado que una bolsa de Goobers se derritiera en el asiento de atrás, además de derramar una Fanta de naranja en la alfombrilla de delante. Si Tessa no hubiera estado embarazada de casi ocho meses, la habría estrangulado.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Sara.

– Tenía pipí.

– ¿Otra vez?

– No, es que me encanta entrar en el lavabo del maldito Dairy Queen -le espetó Tessa. Se abanicó con la mano-. Cristo, qué calor.

Sara no dijo nada y puso en marcha el aire acondicionado. Como era médico, sabía que Tessa estaba siendo víctima de sus propias hormonas, pero había veces en que Sara se decía que lo mejor para todos sería encerrar a Tessa en una caja y no abrirla hasta que no oyeran llorar al bebé.

– Ese sitio estaba hasta los topes -consiguió decir Tessa con la boca llena de sirope de chocolate-. Maldita sea, ¿no debería estar toda esa gente en la iglesia?

– Mmm -asintió Sara.

– El local estaba asqueroso. Mira este aparcamiento -dijo Tessa, agitando su cucharilla en el aire-. La gente tira la basura aquí y les da igual quién la recoja. Como si pensaran que va a encargarse el hada de la basura.

Sara murmuró unas palabras para expresar su acuerdo, y siguió comiendo su helado mientras Tessa proseguía con su letanía de quejas acerca de todas las personas que había visto en el Dairy Queen, desde el hombre que estaba hablando por el móvil hasta la mujer que había hecho cola diez minutos, y cuando le tocó el turno era incapaz de decidir qué quería. Al cabo de un rato, Sara desconectó y se puso a mirar el aparcamiento, pensando en la atareada semana que tenía por delante.

Hacía varios años, Sara había aceptado un empleo a tiempo parcial como forense del condado para comprarle a su socio, que iba a jubilarse, su parte en la Clínica Infantil Heartsdale, y últimamente su trabajo en el depósito de cadáveres estaba desbaratando su horario en la clínica. Normalmente, el trabajo no le exigía mucho tiempo, pero la semana anterior había tenido que declarar en un juicio, lo que le robó dos días de la clínica, así que esta semana tendría que hacer horas extra.

Su trabajo en el depósito cada vez le robaba más tiempo en la clínica, y sabía que en un par de años tendría que decidirse por uno de los dos empleos. Cuando llegara el momento, la decisión sería complicada. El trabajo de forense era todo un reto, algo que Sara había necesitado con urgencia trece años atrás, cuando se marchó de Atlanta y regresó a Grant County. Una parte de ella pensaba que su cerebro se atrofiaría sin los constantes obstáculos que presentaba la medicina forense. Sin embargo, el trato con niños tenía algo reconfortante, y Sara, que no podía tener hijos, sabía que lo echaría de menos. Cada día vacilaba a la hora de decidir qué trabajo era mejor. Por lo general, tener un día malo en uno hacía que el otro pareciera ideal.

– ¡Póngase las pilas! -chilló Tessa, lo bastante fuerte para llamar la atención de Sara-. Tengo treinta y cuatro años, no cincuenta. ¿Te parece que una enfermera debe decirle una burrada semejante a una mujer embarazada?

Sara se quedó mirando a su hermana.

– ¿Qué?

– ¿Has oído algo de lo que estaba diciendo?

Intentó parecer convincente:

– Desde luego.

Tessa frunció el ceño.

– Estabas pensando en Jeffrey, ¿verdad?

A Sara le sorprendió la pregunta. Por una vez, su ex marido había estado ausente por completo de sus pensamientos.

– No -dijo.

– Sara, no me mientas -replicó Tessa-. El viernes pasado todo el pueblo vio a la chica de la tienda de rótulos en la comisaría.

– Estaba grabando las letras en el nuevo coche de policía -respondió Sara, y se le puso la cara como un tomate.

Tessa le lanzó una mirada de incredulidad.

– ¿Ésa no es la misma excusa de la última vez?

Sara no contestó. Aún recordaba el día que llegó temprano a casa y se encontró a Jeffrey en la cama con la propietaria de la tienda de rótulos del barrio. A la familia Linton le asombró y le irritó que Sara volviera a salir con Jeffrey, y aunque Sara compartía sus sentimientos, se sentía incapaz de romper del todo con él. Por lo que a Jeffrey se refería, era incapaz de actuar con lógica.

Tessa le advirtió:

– Ten cuidado con él. No le dejes que se sienta muy seguro.

– No soy idiota.

– A veces lo pareces.

– Bueno, tú también lo eres -le soltó Sara, sintiéndose una estúpida antes incluso de que las palabras salieran de su boca.

A excepción del ronroneo del aire acondicionado, el coche estaba en silencio. Por fin Tessa le sugirió:

– Deberías haber dicho: «Sé que lo eres, pero ¿qué soy yo, entonces?».

Sara quiso tomárselo a broma, pero también estaba irritada.

– Tessie, no es asunto tuyo.

Tessa soltó una estridente carcajada que resonó en los oídos de Sara.

– Bueno, demonios, querida, eso nunca ha hecho callar a nadie. Estoy segura de que la maldita Marla Simms se lo estaba contando a todo el mundo antes de que esa putilla se bajara de su furgoneta.

– No la llames así.

Tessa volvió a agitar su cucharilla.

– ¿Cómo quieres que la llame? ¿Guarra?

– Nada -le dijo Sara, y hablaba en serio-. No la llames de ninguna manera.

– Oh, pues yo creo que se merece unas cuantas palabras bien elegidas.

– Fue Jeffrey el que me engañó. Ella simplemente aprovechó una buena oportunidad.

– Sabes -dijo Tessa-, en mi época yo también aproveché mis oportunidades, pero nunca fui detrás de un hombre casado.

Sara cerró los ojos, deseando que su hermana se callara. No quería hablar de ese asunto.

Tessa añadió:

– Marla le dijo a Penny Brock que la tía esa había engordado.

– ¿Y qué hacías tú hablando con Penny Brock?

– Tenía un desagüe atascado en la cocina -dijo Tessa, lamiendo su cucharilla.

Tessa había dejado de trabajar con su padre a tiempo completo en el negocio de lampistería de la familia cuando tuvo la barriga tan hinchada que ya no podía arrastrarse por debajo de las casas, pero aún era capaz de aplicar el desatascador a un desagüe.

– Según Penny, está como una vaca -dijo Tessa.

En contra de su voluntad, Sara no pudo evitar sentir una oleada de triunfo, seguida por otra de culpabilidad por alegrarse de que a otra mujer se le ensancharan las caderas. Y el culo. La chica de la tienda de rótulos tenía más barriga de lo que le convenía.

– Te estoy viendo sonreír -dijo Tessa.

Sara sonreía; le dolían las mejillas de tanto como se esforzaba por mantener la boca cerrada.

– Es horrible.

– ¿Desde cuándo?

– Desde… -Sara no acabó la frase-. Desde que me hace sentir una completa idiota.

– Bueno, eres lo que eres, como diría Popeye. -Con gestos muy exagerados, Tessa rascó la tarrina de cartón con la cuchara hasta dejarla limpia-. ¿Puedo tomarme lo que queda del tuyo?

– No.

– ¡Estoy embarazada! -chilló Tessa.

– No es culpa mía.

Tessa siguió rascando su tarrina. Para molestar aún más, comenzó a frotar la planta del pie contra las incrustaciones de madera nudosa del salpicadero.

Pasó un minuto antes de que Sara sintiera que un sentimiento de culpa de hermana mayor la golpeaba como un martillo. Intentó combatirlo comiendo más helado, pero se le atascó en la garganta.

– Toma, eres como una niña grande. Le entregó la taza.

– Gracias -dijo Tessa en tono cariñoso-. Quizá luego podríamos comprar un poco más para después -sugirió-. ¿Podrías ir tú a buscarlo? No quiero que piensen que soy una glotona y, además -sonrió dulcemente, agitando las pestañas-, puede que el chaval del mostrador se haya enfadado conmigo.

– No me imagino por qué.

Tessa parpadeó con aire inocente.

– Algunas personas son muy sensibles.

Sara abrió la portezuela, contenta de tener una razón para salir del coche. Se había alejado un metro cuando Tessa bajó la ventanilla.

– Lo sé -dijo Sara-. Extra de chocolate.

– Sí, pero espera un momento. -Tessa calló para poder lamer el helado que había en un lado de su teléfono móvil antes de sacarlo por la ventanilla-. Es Jeffrey.


Sara aparcó en un terraplén de grava, entre un coche de policía y el de Jeffrey, frunciendo el ceño al oír cómo la grava golpeaba el lateral del vehículo. La única razón por la que Sara cambió su descapotable de dos plazas por un modelo más grande había sido para poder instalar una sillita portabebés. Entre Tessa y los elementos, el BMW estaría hecho un asco antes de que naciera la criatura.

– ¿Es aquí? -preguntó Tessa.

– Sí.

Sara tiró del freno de mano y miró la cuenca seca del río que tenían delante. Georgia llevaba padeciendo sequía desde mediados de los noventa, y el enorme río que antaño fluía por el bosque como una serpiente rolliza e indolente no era más que un arroyo por donde circulaba un hilillo de agua. Sólo quedaba un lecho seco y agrietado, y el puente de cemento que quedaba a diez metros de altura parecía fuera de lugar, aunque Sara recordaba una época en que la gente pescaba allí.

– ¿Eso es el cadáver? -preguntó Tessa, al tiempo que señalaba a un grupo de hombres que formaban un semicírculo.

– Probablemente -respondió Sara, preguntándose si esos terrenos pertenecían a la universidad.

Grant County comprendía tres ciudades: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, que albergaba el Instituto Tecnológico de Grant, era la joya del condado, y cualquier crimen que se cometiera dentro de sus límites se consideraba mucho más horrible. Un asesinato en los terrenos de la universidad sería una verdadera pesadilla.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Tessa impaciente, aunque jamás se había interesado por el trabajo de Sara.

– Eso es lo que se supone que debo averiguar -le recordó Sara, extendiendo la mano hacia la guantera para coger el estetoscopio.

No había mucho espacio, y la mano de Sara se apoyó en el dorso del vientre de Tessa. La dejó allí por un momento.

– Oh, Sissy -musitó Tessa, agarrando la mano de Sara-. Te quiero tanto.

Sara se rió de las repentinas lágrimas de Tessa, pero, por alguna razón, también sintió que algo se desgarraba en su interior.

– Yo también te quiero, Tessie. -Apretó la mano de su hermana y dijo-: Quédate en el coche. No tardaré.

Cuando cerró la portezuela del automóvil, vio a Jeffrey dirigirse hacia ella. Tenía el pelo negro, y lo llevaba muy repeinado hacia atrás, aún un poco húmedo en la nuca. Vestía un traje gris carbón hecho a medida, perfectamente planchado, y una placa dorada de policía le asomaba del bolsillo superior de la americana.

Sara llevaba unos pantalones de chándal ya en pleno declive y una camiseta que había dejado de ser blanca durante la administración Reagan. Calzaba playeras sin calcetines, con los cordones flojos para podérselas meter y sacar con el menor esfuerzo posible.

– No hacía falta que te pusieras tu mejor vestido -bromeó Jeffrey, pero ella percibió la tensión de su voz.

– ¿Qué ha pasado?

– No estoy seguro, pero yo diría que hay algo raro… -Se calló y miró en dirección al coche-. ¿Te has traído a Tess?

– Me venía de paso, y ella quería venir…

Sara no acabó la frase, porque la verdad es que no había ninguna explicación, aparte de que, en aquel momento, la única meta en la vida de Sara era hacer feliz a Tessa… o, cuando menos, impedir que se quejara.

Jeffrey lo entendió.

– Supongo que no valía la pena discutir con ella.

– Me prometió quedarse en el coche -dijo Sara.

En ese momento oyó cerrarse a su espalda la portezuela del vehículo. Puso los brazos en jarras y se dio la vuelta. Tessa le decía adiós con la mano.

– Tengo que ir ahí -dijo Tessa, señalando una hilera de árboles a lo lejos.

– ¿Vuelve a casa andando? -preguntó Jeffrey.

– Tiene que ir al baño -le explicó Sara, viendo cómo Tessa subía la colina hacia el bosque.

Los dos se quedaron mirando a Tessa subir la empinada cuesta, las manos entrelazadas bajo la tripa, como si llevara un cesto.

– ¿Te enfadarás conmigo si me echo a reír cuando baje la colina? -preguntó Jeffrey.

Sara se rió con él en lugar de contestar.

– ¿Crees que tendrá algún problema cuando llegue arriba? -volvió a preguntar.

– No te preocupes -le dijo Sara-. No la matará hacer un poco de ejercicio.

– ¿Estás segura? -insistió Jeffrey, preocupado.

– Se encuentra bien -le tranquilizó Sara.

Jeffrey no sabía nada de embarazos. Probablemente tenía miedo de que Tessa se pusiera a parir antes de llegar a la arboleda. Ya quisiera ella que fuera tan fácil.

Sara echó a andar hacia la escena del crimen, pero se detuvo al ver que él no la seguía. Se volvió; ya sabía lo que le esperaba.

– Esta mañana te fuiste muy temprano -le dijo él.

– Imaginé que necesitarías dormir. -Sara retrocedió hasta él y le sacó un par de guantes de látex del bolsillo de la americana. Le preguntó-: ¿Qué te pasa?

– No estaba tan cansado -contestó, en el mismo tono insinuante que habría utilizado por la mañana si ella se hubiera quedado.

Sara manoseó los guantes, pensando qué decir.

– Tenía que sacar a los perros.

– Podrías haberlos traído.

Sara le lanzó una expresiva mirada al coche patrulla.

– ¿Es nuevo? -preguntó, fingiendo curiosidad.

Grant County era un lugar pequeño. Sara había oído hablar del automóvil antes de que lo aparcaran delante de la comisaría.

– Lo trajeron hace un par de días -dijo Jeffrey.

– Las letras parecen nuevas -dijo ella de pasada.

– ¿Y qué? -contestó, con la coletilla irritante que utilizaba últimamente cuando no sabía qué decir.

Sara no iba a soltar su presa.

– La chica ha hecho un buen trabajo.

Jeffrey le sostuvo la mirada, como si no tuviera nada que ocultar. A Sara le habría impresionado de no haber sido porque él había utilizado la misma expresión la última vez que le aseguró que no la engañaba.

Sara sonrió, tensa, y repitió:

– ¿Qué es lo que te parece raro?

Jeffrey soltó un seco bufido de irritación.

– Ahora lo verás -dijo, mientras se encaminaba hacia el río.

Sara caminaba a paso normal, pero Jeffrey aminoró la marcha para que ella no se quedara rezagada. Estaba enfadado, pero ella no permitía que sus malos humores la intimidaran.

– ¿Es una estudiante? -preguntó Sara.

– Probablemente -dijo él, cortante-. Le registramos los bolsillos. No llevaba ninguna identificación, pero el terreno de este lado del río pertenece a la universidad.

– Estupendo -murmuró Sara.

Se preguntaba cuánto tardaría en aparecer Chuck Gaines, el nuevo jefe de seguridad de la universidad, para empezar a poner pegas a su labor. Era fácil deshacerse de Chuck, pero la directriz principal de Jeffrey, en calidad de jefe de policía de Grant County, era procurar que la universidad fuera una balsa de aceite. Era algo que Chuck sabía mejor que nadie, y se aprovechaba de ello siempre que podía.

Sara se fijó en una atractiva rubia sentada sobre unas rocas. Junto a ella estaba Brad Stephens, un agente joven que mucho tiempo atrás había sido paciente de Sara.

– Ellen Schaffer -le explicó Jeffrey-. Estaba haciendo jooging en dirección al bosque. Cruzó el puente y vio el cadáver.

– ¿Cuándo lo encontró?

– Hará una hora. Llamó por el móvil.

– ¿Sale a correr con el móvil? -preguntó Sara, sin saber muy bien qué la sorprendía.

La gente ya no iba ni al retrete sin el móvil, por si se aburrían.

– Quiero intentar hablar con ella en cuanto hayas examinado el cadáver. A lo mejor Brad consigue calmarla -dijo Jeffrey.

– ¿Conocía a la víctima?

– No lo creo. Probablemente sólo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Casi todos los testigos compartían esa mala suerte, ver algo durante unos instantes para no olvidarlo de por vida. Por casualidad, y por lo que Sara podía ver del cadáver, en el centro del cauce, la chica había tenido suerte.

– Ojo -advirtió Jeffrey, cogiendo a Sara del brazo mientras se acercaban a la orilla.

El terreno era empinado, y había que bajar una cuesta para llegar al río. La escasez de lluvias había abierto un sendero en el suelo, pero el cieno estaba poroso y suelto.

Sara calculó que en esa zona el cauce tenía al menos catorce metros de ancho, pero Jeffrey ya haría que alguien lo midiera luego. El terreno estaba agostado bajo sus pies; la arenilla y la tierra se le metían dentro de las zapatillas de deporte al andar. Doce años antes, el agua les habría llegado al cuello.

Sara se detuvo a mitad de camino y levantó la vista hacia el puente. No era más que una sencilla viga de cemento con una barandilla baja. Una cornisa sobresalía unos cuantos centímetros en la parte inferior, y entre esa zona y la barandilla alguien había pintado con aerosol negro las letras «DIE NIGGER» y una esvástica.

Sara sintió un sabor amargo en la boca.

– Vaya, qué bonito -comentó, con desdén.

– Pues a mí no me lo parece -replicó Jeffrey, tan disgustado como ella-. Está por todo el campus.

– ¿Cuándo empezó? -preguntó Sara.

La pintada estaba descolorida, quizá tenía un par de semanas.

– ¿Quién sabe? -dijo Jeffrey-. La universidad aún no se ha dado por enterada.

– Si se dieran por enterados, tendrían que hacer algo al respecto -señaló Sara. Se giró en busca de Tessa-. ¿Sabes quién lo ha hecho?

– Estudiantes -dijo, dándole a la palabra un matiz desagradable mientras echaba a andar otra vez-. Probablemente un grupo de yanquis idiotas a quienes les parece divertido venir al sur a hacer el paleto.

– Odio a los racistas aficionados -murmuró Sara, esbozando una sonrisa mientras se acercaban a Matt Hogan y Frank Wallace.

– Buenas tardes, Sara -dijo Matt.

Tenía una cámara instantánea en una mano y varias Polaroid en la otra.

Frank, el segundo de Jeffrey, le dijo:

– Ahora mismo hemos acabado de hacer las fotos.

– Gracias -dijo Sara poniéndose los guantes de látex.

La víctima estaba debajo del puente, boca abajo. Tenía los brazos extendidos a los lados y los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. A juzgar por el tamaño y falta de vello de su tersa espalda y nalgas, era un hombre joven, probablemente en la veintena. Tenía el pelo rubio y largo, hasta la nuca, y lo llevaba peinado con raya. Parecía dormido, a excepción de la mezcla de sangre y tejido que le salía del ano.

– Vaya -dijo Sara, comprendiendo la preocupación de Jeffrey. Por mera formalidad, Sara se arrodilló y apretó el estetoscopio contra la espalda del muerto. Sintió y oyó moverse las costillas bajo su mano. No había pulso.

Sara se enrolló el estetoscopio en el cuello y examinó el cadáver, recitando en voz alta sus averiguaciones.

– No hay señal de los traumatismos habituales en un caso de sodomía forzada. Ni magulladuras ni desgarros. -Le miró las manos y las muñecas. La izquierda estaba girada en un ángulo anormal, y vio una fea cicatriz rosa que le subía por el antebrazo. Por su aspecto, la herida había ocurrido en los últimos cuatro o seis meses-. No lo ataron.

El joven llevaba una camiseta color gris oscuro, que Sara levantó para ver si había más lesiones. Tenía un largo arañazo en la base de la columna vertebral, con la piel levantada, pero no lo bastante para sangrar.

– ¿Qué es eso? -preguntó Jeffrey.

Sara no contestó, aunque había algo en ese arañazo que le parecía raro.

Levantó la pierna derecha del muchacho para apartarla, pero se detuvo cuando vio que el pie no la acompañaba. Sara deslizó la mano bajo la pernera del pantalón, palpando los huesos del tobillo, a continuación la tibia y el peroné; era como apretar un globo relleno de gachas. Palpó la otra pierna; tenía la misma consistencia. Los huesos no sólo estaban rotos, estaban pulverizados.

Se oyó cerrarse una serie de portezuelas.

– Mierda -susurró Jeffrey.

Segundos más tarde, Chuck Gaines descendía hacia el cauce, la camisa de su uniforme de seguridad color tostado tensa en el pecho. Sara conocía a Chuck desde la escuela primaria, donde él siempre se metía con ella de manera inmisericorde, ya fuera por su estatura, por sus buenas notas o su cabello pelirrojo, y le alegraba tanto verlo ahora como cuando, muchos años atrás, jugaban juntos en el patio.

Lena Adams estaba junto a Chuck, y llevaba un uniforme idéntico, pero, como era menuda, le quedaba al menos dos tallas grandes. Se sujetaba los pantalones con ayuda de un cinturón, y, con sus gafas de sol de aviador y el pelo remetido bajo una gorra de béisbol de visera ancha, parecía un niño vestido con las ropas de su padre, sobre todo cuando perdió pie en el terraplén y cayó, bajando de culo el resto del camino.

Frank acudió en su ayuda, pero Jeffrey le detuvo con una mirada de advertencia. Lena había sido detective -uno de ellos hasta hacía siete meses. Jeffrey no la había perdonado por haberse ido, y estaba decidido a asegurarse de que nadie más bajo su mando la imitara.

– Maldita sea -dijo Chuck, bajando los últimos pasos al trote.

Un leve brillo de sudor le cubría el labio, a pesar de que el día era fresco, y tenía el rostro congestionado por el esfuerzo de descender el terraplén. Chuck era extremadamente musculoso, pero parecía poco saludable. Siempre sudaba, y una fina capa de grasa hacía que su piel pareciera tensa e hinchada. Tenía la cara redonda, lunar, y los ojos demasiado grandes. Sara no sabía si era por tomar esteroides o por hacer pocos levantamientos de pesas, pero parecía como si fuera a darle un infarto de un momento a otro.

Chuck le lanzó a Sara un guiño seductor.

– Hola, Red -le dijo antes de extender su mano carnosa hacia Jeffrey-. ¿Qué hay de nuevo, jefe?

– Chuck -dijo Jeffrey, estrechándole la mano a regañadientes. Le dirigió una rápida mirada a Lena, y a continuación regresó a la escena del crimen-. Informaron del suceso hace una hora. Sara acaba de llegar.

– ¿Qué hay, Lena? -preguntó Sara.

Lena hizo un leve movimiento de cabeza, pero Sara fue incapaz de leer su expresión tras sus gafas oscuras. Era obvio que Jeffrey desaprobaba que la saludara y, de haber estado solos, Sara le habría dicho lo poco que le importaba su opinión.

Chuck dio una palmada, como para imponer su autoridad.

– ¿Qué tenemos aquí, Doc?

– Probablemente un suicidio -respondió Sara, intentando recordar cuántas veces le había dicho a Chuck que no la llamara «Doc».

Probablemente tantas como le había dicho que no la llamara «Red».

– ¿Sí? -preguntó Chuck, alargando el cuello-. ¿No te da la impresión de que lo han toqueteado un poco? -Chuck indicó la parte inferior del cuerpo-. A mí me lo parece.

Sara se reclinó sobre los talones, sin responder. Volvió a mirar a Lena, preguntándose cómo lo aguantaba. Lena había perdido a una hermana hacía un año, y había pasado un infierno durante la investigación. Aun cuando se le ocurrían muchas cosas que no le gustaban de Lena Adams, no le deseaba a nadie la compañía de Chuck Gaines.

Chuck pareció darse cuenta de que nadie le prestaba atención. Volvió a dar otra palmada y ordenó:

– Adams, compruebe los alrededores. A ver si puede husmear algo.

Sorprendentemente, Lena asintió y echó a andar corriente abajo.

Sara levantó la vista hacia el puente, haciendo visera con la mano.

– Frank, ¿puedes subir hasta ahí y ver si hay una nota o algo?

– ¿Una nota? -repitió Chuck.

Sara se dirigió a Jeffrey.

– Imagino que saltó del puente -dijo-. Cayó de pie. Sus zapatos se hundieron en el suelo. El impacto le bajó los pantalones y le rompió casi todos, si no todos, los huesos de los pies y las piernas. -Miró la etiqueta de la parte posterior de sus tejanos para comprobar la talla-. Eran holgados, y desde esa altura la fuerza sería considerable. Imagino que la sangre es de los intestinos al desgarrarse. Se puede ver qué parte del recto se le salió y se separó del ano.

Chuck soltó un silbido por lo bajo, y Sara, antes de poder reprimirse, le lanzó una mirada. Vio moverse sus labios mientras leía el epíteto racial del puente. Chuck le dedicó una sonrisa zafia y alegre antes de preguntarle:

– ¿Cómo está tu hermana?

Sara vio cómo Jeffrey apretaba los dientes y tensaba la mandíbula. Devon Lockwood, el padre del bebé de Tessa, era negro.

– Está bien, Chuck -respondió Sara, obligándose a no morder el anzuelo-. ¿Por qué lo preguntas?

Chuck le sonrió de nuevo, asegurándose de que ella le veía mirar hacia el puente.

– Por nada.

Sara siguió observando a Chuck, consternada de lo poco que había cambiado desde el instituto.

– Esta cicatriz del brazo -interrumpió Jeffrey-. Parece reciente.

Sara se obligó a mirar el brazo de la víctima. La cólera le formó un nudo en la garganta al responder:

– Sí.

– ¿Sí? -repitió Jeffrey, interrogativamente.

– Sí -dijo Sara, haciéndole saber que era capaz de librar sus propias batallas. Inhaló profundamente, para calmarse, antes de decir-: Mi suposición es que fue deliberada, siguiendo la arteria radial. Debieron de llevarlo al hospital.

Chuck de pronto se interesó por los progresos de Lena.

– ¡Adams! -le gritó-. Compruebe en esa dirección.

Le hizo una seña de que se alejara del puente, en dirección opuesta a la que había seguido hasta ese momento.

Sara puso las manos en las caderas del muchacho y preguntó a Jeffrey:

– ¿Puedes ayudarme a darle la vuelta?

Mientras esperaba a que Jeffrey se pusiera unos guantes, Sara miró en dirección a la línea de árboles en busca de Tessa. No había rastro de ella. Por una vez Sara se alegró de que Tessa estuviera en el coche.

– Listo -dijo Jeffrey, con las manos sobre los hombros del cadáver.

Sara contó hasta tres y le dieron la vuelta con mucho cuidado.

– ¡Oh, joder! -chilló Chuck, y su voz subió tres octavas. Reculó rápidamente, como si el cadáver se hubiera incendiado de pronto. Jeffrey se irguió de inmediato, con una expresión de horror. Matt emitió lo que sonó como una arcada seca mientras se volvía para darles la espalda.

– ¡Vaya! -exclamó Sara, a falta de algo mejor que decir.

La parte inferior del pene de la víctima estaba completamente despellejada. Un faldón de piel de diez centímetros colgaba separado del glande, y una serie de pendientes en forma de pesas desgarraban la piel a intervalos escalonados.

Sara se arrodilló junto al área pélvica para examinar el destrozo. Oyó que alguien sorbía aire a través de los dientes cuando devolvió la piel a su posición normal, estudiando los bordes irregulares allí donde la carne se había separado del órgano. Jeffrey fue el primero en hablar.

– ¿Qué demonios es eso?

– Piercings -dijo-. Se le llama escalera del frenillo. -Sara indicó los aretes metálicos-. Pesan bastante. El impacto debió de bajarle la piel como si fuera un calcetín.

– Joder -volvió a murmurar Chuck, mirando abiertamente el desgarro.

Jeffrey no creía lo que veía.

– ¿Se lo hizo él?

Sara se encogió de hombros. Los piercings en los genitales eran poco corrientes en Grant County, pero Sara había visto en la clínica suficientes infecciones provocadas por piercings para saber que también allí algunos los llevaban.

– Cristo -murmuró Matt, dando una patada en el suelo, aún de espaldas a ellos.

Sara indicó un fino aro de oro prendido a la nariz del muchacho.

– Ahí la piel es más gruesa, por eso no se le cayó. La ceja… -Miró a su alrededor, en el suelo, divisando otro aro de oro incrustado en el barro, donde había caído el muchacho-. A lo mejor el cierre se abrió por el impacto.

Jeffrey señaló el pecho.

– ¿Y ahí?

Un fino hilo de sangre se detenía a unos cinco centímetros por debajo del pezón derecho del muchacho, que estaba desgarrado. Sara tuvo una intuición y dobló la pretina de los tejanos. Atrapado entre la cremallera y unos Joe Boxers estaba el tercer aro.

– Pezón con piercing -dijo, recogiendo el aro-. ¿Tienes una bolsa para todo esto?

Jeffrey sacó una pequeña bolsa de papel para pruebas, y la abrió para Sara. Le preguntó con desagrado:

– ¿Eso es todo?

– Probablemente no -respondió ella.

Cogió la mandíbula entre el índice y el pulgar y le abrió la boca. Metió los dedos con cuidado, procurando no cortarse.

– Probablemente también lleva un piercing en la lengua -le dijo a Jeffrey, palpando el músculo-. Está bisecada en la punta. Lo sabré cuando lo tenga sobre la mesa, pero creo que el aro de la lengua está alojado en la garganta.

Se reclinó sobre los talones, se quitó los guantes y estudió a la víctima globalmente, en lugar de analizar las partes perforadas con piercings. Era un chaval de aspecto corriente, a excepción del hilo de sangre que le manaba de la nariz y se le remansaba en torno a los labios. Una perilla rubio rojiza le rodeaba la barbilla, poco pronunciada, y las patillas eran largas y finas, curvándose en torno a la mandíbula como una hebra de hilo multicolor.

Chuck dio un paso adelante para ver mejor, la boca bobaliconamente abierta.

– Ah, mierda. Pero si es… Mierda -gruñó, dándose un golpe en la cabeza-. No me acuerdo cómo se llama. Su madre trabaja en la universidad.

Sara vio cómo a Jeffrey se le hundían los hombros ante la noticia. El caso acababa de complicarse diez veces más.

– ¡He encontrado una nota! -gritó Frank desde el puente.

A Sara le sorprendió la noticia, a pesar de haber sido ella quien había enviado a Frank a buscarla. Sara había visto bastantes suicidios en su vida, y había algo en éste que no le cuadraba.

Jeffrey la observaba atentamente, como si pudiera leerle la mente.

– ¿Sigues pensando que saltó? -le preguntó.

Sara no quiso pronunciarse, y dijo:

– Eso parece, ¿no?

Jeffrey esperó un instante antes de decidir:

– Registraremos la zona.

Chuck ofreció su ayuda, pero Jeffrey se lo quitó de encima con buenas palabras, al preguntarle:

– Chuck, ¿puedes quedarte aquí con Matt y sacar una foto de la cara? Quiero enseñársela a la mujer que encontró el cadáver.

– Eh… -Chuck intentó pensar en una excusa, no porque no deseara quedarse por allí, sino porque no quería aceptar órdenes de Jeffrey.

Jeffrey le hizo una señal a Matt cuando éste se dio media vuelta.

– Saca algunas fotos.

Matt asintió con rigidez, y Sara se preguntó cómo pensaba sacar las fotos sin mirar a la víctima. Chuck, por el contrario, no podía apartar los ojos. Probablemente nunca había visto un cadáver. Sabiendo cómo era, a Sara no le sorprendió la reacción de Chuck. Por la emoción que revelaba su cara, era como si estuviera mirando una película.

– Dame la mano -dijo Jeffrey, ayudando a Sara a ponerse en pie.

– Ya he llamado a Carlos -le dijo Sara. Se refería a su ayudante en el depósito-. Llegará enseguida. Después de la autopsia sabremos más cosas.

– Bien -dijo Jeffrey. Y a Matt-: Procura obtener una buena foto de la cara. Cuando llegue Frank, dile que se reúna conmigo junto a los coches.

Matt se despidió con la mano, sin decir gran cosa.

Sara se guardó el estetoscopio en el bolsillo mientras caminaban por el lecho del río. Levantó la vista hacia el automóvil, buscando a Tessa. El sol rebotaba oblicuo sobre el parabrisas, convirtiéndolo en un brillante espejo.

Jeffrey esperó a que Chuck no pudiera oírlos antes de preguntarle:

– ¿Qué no me has dicho?

Sara se detuvo un momento, sin saber cómo expresar sus sentimientos.

– Hay algo que no me gusta.

– ¿Que haya venido Chuck?

– No -le dijo-. Chuck es un gilipollas. Le conozco hace treinta años.

Jeffrey se permitió una sonrisa.

– Entonces, ¿qué es?

Sara se volvió para mirar al muchacho que estaba en el suelo, a continuación volvió a dirigir la vista al puente.

– El arañazo de la espalda. ¿Cómo se lo hizo?

– ¿Con la barandilla del puente? -sugirió Jeffrey.

– ¿Cómo? La barandilla del puente no es tan alta. Probablemente se sentó en ella y pasó los pies por encima.

– Hay una cornisa bajo la barandilla -señaló Jeffrey-. Pudo haberse hecho el arañazo al caer.

Sara no apartaba los ojos del puente, intentando imaginarse la escena correctamente.

– Sé que te sonará estúpido, pero si yo saltara, no querría darme un golpe al caer. Me pondría de pie sobre la barandilla y daría un buen salto, lejos de la cornisa. Lejos de todo.

– A lo mejor descendió hasta la cornisa y se rasguñó la espalda en esa parte del puente.

– Mira a ver si hay restos de piel -sugirió Sara, aunque por alguna razón dudaba que encontraran algo.

– ¿Y lo de caer de pie?

– No es tan raro como crees.

– ¿Crees que lo hizo a propósito?

– ¿Saltar?

– Eso.

Jeffrey indicó la parte inferior del cuerpo.

– ¿El piercing? -preguntó Sara-. Probablemente hacía tiempo que lo llevaba. Está bien cicatrizado.

Jeffrey hizo una mueca.

– ¿Por qué alguien se haría eso?

– Dicen que aumenta la sensación sexual.

Jeffrey se mostró escéptico.

– ¿Para el hombre?

– Y para la mujer -le dijo Sara, aunque la sola idea le hizo estremecer.

Volvió a mirar en dirección al coche, esperando ver a Tessa. Distinguía perfectamente la zona del aparcamiento. Exceptuando a Brad Stephens y el testigo, no se veía a nadie más.

– ¿Dónde está Tessa? -preguntó Jeffrey.

– ¿Quién sabe? -respondió Sara, irritada.

Debería haber acompañado a Tessa a casa en lugar de permitir que la acompañara.

– Brad. Jeffrey llamó al agente mientras se acercaba a los vehículos aparcados-. ¿Tessa ha bajado la colina?

– No, señor -contestó.

Sara miró en el asiento trasero del coche, esperando ver a Tessa acurrucada echándose una siesta. El automóvil estaba vacío.

Jeffrey preguntó:

– ¿Sara?

– No pasa nada -le dijo Sara, pensando que a lo mejor Tessa había bajado la colina y luego había vuelto a subirla.

En las últimas semanas el bebé le había estado bailando claqué en la vejiga.

– ¿Quieres que vaya a buscarla? -se ofreció Jeffrey. -Probablemente estará sentada en alguna parte, tomándose un descanso.

– ¿Estás segura? -le preguntó Jeffrey.

Le hizo señal de que se fuera y siguió el mismo camino que Tessa había tomado. Los alumnos de la universidad solían correr por los senderos del bosque, que iban de uno a otro lado de la ciudad. Si Sara continuaba un kilómetro hacia el este, llegaría hasta la clínica pediátrica. Rumbo al oeste la llevaría a la autopista, y si se dirigía hacia el norte desembocaría al otro lado de la ciudad, cerca de la casa de los Linton. Sara se dijo que si Tessa había decidido volver a casa andando sin que nadie se enterara, la mataría.

La pendiente era más empinada de lo que Sara había imaginado, y al llegar arriba se detuvo para recobrar el aliento. Había basura por todas partes, y las latas de cerveza se esparcían como hojas muertas. Volvió a mirar hacia la zona del aparcamiento, donde Jeffrey estaba entrevistando a la mujer que había encontrado el cadáver. Brad Stephens la saludó, y Sara le devolvió el saludo. Pensaba que si ella estaba sin resuello por la subida, Tessa debía de estar con la lengua fuera. A lo mejor se había detenido a recuperar el aliento antes de volver. A lo mejor se había encontrado con un animal salvaje. A lo mejor se había puesto de parto. Con este último pensamiento, Sara volvió hacia los árboles, siguiendo un camino trillado que se adentraba en el bosque. Tras haberse internado unos cuantos pasos, inspeccionó la zona, buscando alguna señal de su hermana.

– ¿Tess? -la llamó Sara, procurando no enfadarse. Probablemente Tessa echó a andar y perdió la noción del tiempo. Hacía meses que no llevaba reloj, pues las muñecas se le habían hinchado tanto que no aguantaba la correa metálica. Sara se adentró más en el bosque, levantando la voz mientras repetía:

– ¿Tessa?

A pesar de que era un día soleado, el bosque estaba umbroso, y las ramas de los altos árboles se entrelazaban como dedos en un juego infantil, impidiendo el paso de la luz. Sin embargo, Sara levantó la mano a modo de visera, como si así fuera a ver mejor.

– ¿Tess? -repitió y, a continuación, contó hasta veinte. No hubo respuesta.

La brisa agitó las hojas sobre su cabeza, y Sara experimentó un desconcertante hormigueo en la nuca. Se frotó los brazos desnudos y avanzó unos pasos por la senda. A unos cinco metros, el camino se bifurcaba. Sara intentó decidir cuál tomar.

Los dos parecían muy hollados, y había huellas de zapatillas deportivas en la tierra. Sara se arrodilló para buscar las pisadas planas de las sandalias de Tessa entre las huellas estriadas y en zigzag de los otros calzados cuando oyó un ruido a su espalda. Se puso en pie de un salto.

– ¿Tess? -preguntó.

No era más que un mapache que se sobresaltó tanto como Sara. Se quedaron mirándose unos instantes, hasta que el animal se internó corriendo en el bosque.

Sara se puso en pie, sacudiéndose la tierra de las manos. Echó a andar por el camino de la derecha, a continuación regresó a la bifurcación y dibujó una sencilla flecha en el suelo con el talón, para indicar la dirección que había tomado. Al trazar la señal, Sara se sintió estúpida, pero ya se reiría luego de la precaución, cuando llevara a Tessa de vuelta a casa.

– ¿Tess? -preguntó Sara, partiendo una ramilla de una rama baja mientras avanzaba-¿Tess? -volvió a llamarla.

A continuación, se detuvo, expectante, pero no hubo respuesta.

Un poco más adelante, Sara vio que el sendero formaba una curva suave y volvía a bifurcarse. Dudó si ir a buscar a Jeffrey para que la ayudara, pero desechó la idea. Se sintió una tonta por pensar en ello, pero, en su interior, sabía que estaba realmente asustada.

Siguió avanzando, llamando a Tess. En la siguiente bifurcación volvió a protegerse los ojos con la mano y miró a los dos lados. Los caminos se separaban en sendas curvas, y el de la derecha formaba un pronunciado recodo a unos veinticinco metros. Ahora el bosque era más oscuro, y Sara tenía que forzar la vista para ver. Comenzó a dibujar una señal en el camino de la izquierda, pero algo relampagueó en su mente, como si sus ojos hubieran tardado unos segundos en transmitir la imagen al cerebro. Sara examinó el sendero de la derecha, y vio una piedra que tenía una forma extraña justo antes del recodo. Dio unos cuantos pasos, y echó a correr al darse cuenta de que se trataba de una de las sandalias de Tessa.

– ¡Tessa! -chilló, agarrando la sandalia del suelo.

Se la llevó al pecho mientras miraba a su alrededor, buscando frenéticamente a su hermana.

Sara dejó caer la sandalia y sintió un mareo. Se le hizo un nudo en la garganta a medida que el miedo reprimido se convertía en terror. En un claro, Tessa estaba tendida boca arriba, una mano en la barriga, la otra a un costado. La cabeza le formaba un ángulo anormal, y tenía los labios ligeramente separados y los ojos cerrados.

– No… -exclamó Sara, corriendo hacia su hermana.

No las separaban más de seis metros, pero se le hicieron interminables. Por la mente de Sara cruzaron un millón de posibilidades mientras corría hacia Tessa, pero ninguna de ella se aproximó a lo que ahora veían sus ojos.

– Dios mío. -Sara soltó un grito ahogado. Las rodillas se le doblaron al dejarse caer al suelo-. Oh, no…

Habían apuñalado a Tessa al menos dos veces en el vientre y una en el pecho. Había sangre por todas partes, y el púrpura oscuro de su vestido era ahora de un negro intenso y húmedo. Sara miró el rostro de su hermana. Le habían cortado el cuero cabelludo, que colgaba sobre el ojo izquierdo, y el rojo intenso de la carne viva contrastaba con el blanco pálido de la piel.

– No… Tess… ¡No! -gritó Sara. Le llevó la mano a la mejilla e intentó hacerle abrir los ojos-. ¿Tessie? -dijo-. Dios mío, ¿qué ha pasado?

Tessa no respondió. Estaba exánime, y no presentó ninguna resistencia cuando Sara le volvió a colocar el cuero cabelludo desgarrado en la cabeza y le obligó a abrir los párpados para verle las pupilas. Sara le buscó el pulso de la carótida, pero le temblaban tanto las manos que sólo consiguió pintar con los dedos un macabro dibujo en el cuello de Tessa. Apretó el oído contra el pecho de su hermana, y el vestido húmedo se le pegó a la mejilla mientras intentaba encontrar signos de vida.

Mientras escuchaba, Sara le miró el vientre, donde estaba el bebé. La sangre y el líquido amniótico manaban de la incisión inferior como un grifo abierto. Un trozo de intestino asomaba por un ancho desgarrón del vestido, y Sara cerró los ojos al verlo, conteniendo el aliento hasta que oyó el débil latido del corazón de Tessa y sintió el casi imperceptible subir y bajar de su pecho mientras le entraba aire en los pulmones.

– ¿Tess? -dijo Sara, incorporándose y limpiándole la sangre de la cara con el dorso de la mano-. Tessie, por favor, despierta.

Alguien pisó una rama detrás de Sara, y ella se volvió con el corazón en un puño al oír el chasquido. Brad Stephens estaba detrás de ella, la boca abierta de consternación. Se miraron, los dos sin habla durante unos segundos.

– ¿Doctora Linton? -preguntó por fin Brad, su voz casi inaudible en aquel enorme claro.

Tenía la misma expresión sobrecogida del mapache que había visto antes.

Lo único que pudo hacer Sara fue mirarlo. Su mente le gritaba que fuera a buscar a Jeffrey, que hiciera algo, pero no le salían las palabras.

– Iré a buscar ayuda -dijo, y sus zapatos resonaron contra el suelo cuando se dio media vuelta y se alejó corriendo por el sendero.

Sara observó a Brad hasta que éste desapareció por el recodo antes de volver la vista hacia Tessa. No podía estar ocurriendo. Las dos estaban atrapadas en una horrible pesadilla, de la que despertarían y todo habría acabado. Ésa no era Tessa, no podía ser su hermana pequeña, que había insistido en acompañarla como cuando eran pequeñas. Tessa sólo había ido a dar una vuelta, a aliviarse la vejiga. No podía estar en el suelo desangrándose mientras a Sara no se le ocurría otra cosa que hacer que darle la mano y llorar.

– Todo irá bien -le dijo a su hermana, alargando el brazo para coger la otra mano de Tessa.

Notó algo pegajoso entre la piel de las dos, y cuando observó la mano derecha de Tessa, vio que ésta tenía un trozo de plástico blanco pegado a la palma.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

Tessa apretó el puño y soltó un gemido.

– ¿Tessa? -dijo Sara, olvidándose del plástico-. Tessa, mírame.

Los párpados de Tessa temblaron, pero no se abrieron.

– ¿Tess? -preguntó Sara de nuevo-. Tess, quédate conmigo. Mírame.

Lentamente, Tessa abrió los ojos y musitó:

– Sara… -pero enseguida comenzaron a cerrarse de nuevo en un temblor.

– ¡Tessa, no cierres los ojos! -le ordenó Sara. Le apretó mano y le preguntó-: ¿Sientes mi mano? Háblame. ¿Notas cómo te aprieto la mano?

Tessa asintió, y de pronto puso unos ojos como platos, como si acabaran de sacarla de un sueño profundo.

– ¿Puedes respirar bien? -preguntó Sara, consciente del estridente pánico de su voz. Intentó calmarse, pues sabía que sólo estaba empeorando las cosas-. ¿Te cuesta respirar?

Tessa pronunció un no mudo, los labios temblando del esfuerzo.

– ¿Tess? -dijo Sara-. ¿Dónde te duele? ¿Qué es lo que más te duele?

Tessa no respondió. De manera vacilante, se llevó la mano a la cabeza, y los dedos quedaron por encima del cuero cabelludo desgarrado. Su voz no era más que un susurro cuando preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -le dijo Sara.

No estaba segura de nada, sólo de que debía mantener despierta a Tessa.

Los dedos de su hermana tocaron su cuero cabelludo. Notó que la piel sé movía y Sara le quitó la mano.

– ¿Qué…? -dijo Tessa, pero su voz se apagó en esa palabra. Cerca de su cabeza había una piedra grande, sobre cuya superficie había restos de sangre y pelo.

– ¿Te golpeaste la cabeza al caer? -preguntó Sara, pensando que a lo mejor había sido eso-. ¿Eso es lo que pasó?

– No lo sé…

– ¿Alguien te apuñaló, Tess? -preguntó Sara-. ¿Recuerdas lo que ocurrió?

La cara de Tessa se crispó de miedo mientras se llevaba la mano a la barriga.

– No -dijo Sara, mientras sujetaba la mano abierta de Tessa para que no se tocara la herida.

De nuevo se oyó el chasquido de unas ramas cuando Jeffrey llegó corriendo. Se arrodilló al lado de Sara y preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

Al verle, Sara se echó a llorar.

– ¿Sara? -preguntó, pero Sara no podía responder-. Sara -repitió Jeffrey. La agarró por los hombros y le ordenó-: Sara, concéntrate. ¿Viste quién lo hizo?

Miró a su alrededor, y cayó en la cuenta de que la persona que había apuñalado a Tessa podía seguir ahí.

– ¿Sara?

Ella negó con la cabeza.

– Yo no… No…

Jeffrey le registró los bolsillos, encontró el estetoscopio y se lo puso en la mano inerte.

– Frank está llamando a una ambulancia -dijo, y su voz sonó tan lejana que Sara pensó que le estaba leyendo los labios en lugar de oír sus palabras-. ¿Sara?

Las emociones la paralizaban, y no sabía qué hacer. Su visión formó una especie de túnel, y todo lo que aparecía era Tessa, ensangrentada, aterrada, los ojos abiertos a causa del susto. Algo pasó ante ellos: horror abyecto, dolor, un miedo cegador. Sara no sabía qué hacer.

– ¿Sara? -repitió Jeffrey y le puso la mano en el brazo. Volvió a oír en una furiosa acometida, como el agua que se derrama de una presa.

Él le apretó el brazo hasta hacerle daño.

– Dime qué he de hacer.

De algún modo, sus palabras la devolvieron al presente. Sin embargo, se le formó un nudo en la garganta al decir:

– Quítate la camisa. Necesitamos detener la hemorragia.

Sara vio a Jeffrey quitarse la americana y la corbata y, a continuación, se arrancó la camisa desgarrando los ojales. Poco a poco, la mente de Sara comenzó a funcionar. Podía hacerlo. Sabía qué hacer.

– ¿Es grave? -le preguntó él.

Sara no respondió, pues sabía que expresar el daño infligido supondría agravarlo. Lo que hizo fue apretar la camisa de Jeffrey contra el vientre de Tessa; a continuación colocó encima la mano de Jeffrey.

– Así -dijo, para que él supiera cuánta presión ejercer.

– ¿Tess? -preguntó Sara, procurando ser fuerte-. Quiero que me mires, ¿entendido, cariño? Mírame y hazme saber si hay algún cambio, ¿de acuerdo?

Tessa asintió, y sus ojos se desviaron a un lado cuando Frank se acercó a ellos.

Frank se acuclilló junto a Jeffrey.

– Hay una ambulancia aérea a menos de diez minutos de aquí.

Comenzó a desabrocharse la camisa en el momento en que Lena Adams apareció en el calvero. Matt Hogan iba detrás, las manos apretadas a los lados.

– Debe de haberse ido por ahí -les dijo Jeffrey, indicando el sendero que se internaba en el bosque.

Los dos se fueron corriendo sin decir palabra.

– Tess -dijo Sara, abriéndole la herida del pecho para ver su profundidad. La trayectoria del cuchillo habría acercado la hoja peligrosamente al corazón-. Sé que esto duele, pero aguanta. ¿Entendido? ¿Puedes aguantar por mí?

Tessa asintió en un gesto rígido, los ojos le daban vueltas. Sara utilizó el estetoscopio para escuchar el pecho de Tessa, y sus latidos eran sonoros y acelerados, su respiración un veloz staccato. A Sara comenzó a temblarle la mano mientras apretaba el receptor contra el abdomen de Tessa, buscando el latido del feto. Una puñalada en el vientre era una puñalada al feto, y a Sara no le sorprendió no encontrar el segundo latido. El líquido amniótico se había derramado por la herida, destruyendo el entorno protector del bebé. Si la hoja no había dañado al feto, lo habrían hecho la pérdida de sangre y fluido.

Sara sintió que los ojos de Tessa la taladraban, formulándole una pregunta que no quería responder. Si Tessa entraba en estado de shock, o tenía una subida de adrenalina, la hemorragia sería mayor.

– Es una herida leve -dijo Sara, sintiendo cómo se le revolvía el estómago ante la inmensidad de la mentira. Hizo que Tessa la mirara a los ojos, le cogió la mano y le dijo-: El latido es débil, pero puedo oírlo.

Tessa levantó la mano derecha para palparse el estómago, pero Jeffrey lo impidió. Le miró la palma.

– ¿Qué es eso? -preguntó-. ¿Tessa? ¿Qué tienes en la mano? Levantó la mano de Tessa para ver lo que le había llamado la atención. En el rostro de Tessa apareció una expresión de desconcierto cuando el plástico revoloteó en la brisa.

– ¿Se lo quitaste a él? -preguntó Jeffrey-. ¿A la persona que te atacó?

– Jeffrey -dijo Sara, ahora en voz baja.

La sangre empapaba por completo la camisa de Jeffrey, y le subía por la mano hasta la muñeca. Él entendió lo que Sara quería decirle, y comenzó a quitarse la camiseta pero ella le dijo que no y le cogió la americana porque era más rápido.

Tessa gimió ante el momentáneo cambio de presión, y el aire susurró entre sus dientes.

– ¿Tess? -preguntó Sara en voz alta, cogiéndole la mano-. ¿Estás aguantando bien?

Tess asintió débilmente, los labios apretados; las fosas nasales se le ensanchaban como si le costara respirar. Apretó tan fuerte la mano de Sara que ésta sintió que se le movían los huesos.

– No tienes problemas para respirar, ¿verdad? -le preguntó Sara.

Tessa no respondió, pero tenía los ojos muy abiertos, y pasaban rápidamente de Jeffrey a Sara y viceversa.

Sara intentó eliminar el miedo de su voz mientras repetía:

– ¿Estás respirando bien?

Si Tessa dejaba de poder respirar sola, Sara no podría hacer gran cosa para ayudarla.

La voz de Jeffrey era firme y controlada.

– ¿Sara? -Tenía la mano extendida sobre el vientre de Tessa-. Me ha parecido notar una contracción.

Sara negó rápidamente con la cabeza, y puso la mano junto a la de Jeffrey. Pudo sentir contracciones del útero.

Sara levantó la voz y preguntó:

– ¿Tessa? ¿Sientes más dolor que antes aquí abajo? ¿Un dolor pélvico?

Tessa no respondió, pero le castañetearon los dientes como si tuviera frío.

– Voy a comprobar la dilatación, ¿entendido? -le advirtió Sara a su hermana, levantándole el vestido.

Los muslos de Tessa estaban impregnados de sangre y fluido, formando una superficie mate, negra y pegajosa. Sara metió los dedos en el canal. La reacción del cuerpo ante cualquier trauma era tensarse, y eso era lo que estaba haciendo ahora Tessa. Sara sintió como si acabara de meter la mano en un torno.

– Intenta relajarte -le dijo Sara a Tessa, palpándole el cuello del útero.

Habían transcurrido muchos años desde que Sara hiciera las prácticas de obstetricia. Incluso lo que había leído últimamente respecto al parto era del todo insuficiente.

No obstante, Sara le dijo:

– Estás bien. Lo estás haciendo bien.

– Lo he notado otra vez -afirmó Jeffrey.

Sara le cortó con una mirada, instándole a que se callara. Ella también había sentido la contracción, pero no podían hacer nada. Aun cuando hubiera una oportunidad de que el bebé estuviera vivo, una cesárea en medio del bosque mataría a Tessa. Si el cuchillo le había seccionado el útero, se desangraría antes de llegar al hospital.

– Muy bien -afirmó Sara, apartando la mano de Tessa-. No has dilatado. Todo va bien. ¿Entendido, Tessa? Todo va bien. Los labios de Tessa seguían moviéndose, pero el único sonido que se oía era el intenso jadeo de su respiración. Estaba hiperventilando, iba directa a la hipocapnia.

– Cálmate, cariño -dijo Sara, acercando su cara a la de Tessa-. Intenta respirar más despacio, ¿entendido?

Sara le enseñó cómo, inhalando profundamente, espirando poco a poco, recordando cuanto había aprendido en las clases de preparación del parto según la técnica de la psicoprofilaxis.

– Muy bien -dijo Sara a medida que la respiración de Tessa comenzó a calmarse-. Lenta y tranquila.

Sara experimentó un alivio momentáneo, pero a continuación todos los músculos de la cara de Tessa se tensaron al mismo tiempo. Su cabeza comenzó a temblar, y la mano de Sara absorbió la vibración como si fuera un diapasón. De los labios de Tessa comenzó a emanar un gorgoteo, y a continuación fluyó un fino hilo de un líquido de color claro. Tenía los ojos vidriosos, la mirada fría y vacía.

Sara, en voz baja, le preguntó a Frank:

– ¿Cuánto va a tardar la ambulancia?

– Ya debería de estar aquí.

– Tessa -dijo Sara, haciendo que su voz sonara seria, amenazadora. No le había hablado así a su hermana desde que Tessa tenía doce años y quería hacer un salto mortal desde el tejado de la casa-. Tessa, aguanta. Aguanta un poco más. Escúchame. Aguanta. Te digo que…

Tessa sufrió un súbito y violento espasmo, la mandíbula se le apretó, los ojos se le pusieron en blanco y emitió unos sonidos guturales. El ataque irrumpió con aterradora intensidad, recorriendo el cuerpo de Tessa como una corriente eléctrica.

Sara intentó utilizar su cuerpo como barrera para que Tessa no se hiciera más daño. Tessa temblaba de manera incontrolable, gemía, los ojos le daban vueltas en las órbitas. Se le aflojó la vejiga, el olor de su orina era fuertemente ácida. Tenía la mandíbula tan apretada que los músculos del cuello le sobresalían como cables de acero.

Sara oyó el zumbido de un motor a lo lejos, a continuación los nítidos golpes intermitentes de las palas de un helicóptero. Cuando la ambulancia aérea sobrevoló sus cabezas antes de aterrizar en el lecho del río, Sara sintió las lágrimas escociéndole los ojos.

– Deprisa -susurró-. Por favor, deprisa.

2

Jeffrey pudo ver a Sara a través de la ventanilla del helicóptero mientras éste se elevaba. Tenía la mano de Tessa apretada contra su pecho, la cabeza inclinada como si rezara. Ni él ni Sara eran creyentes, pero Jeffrey pronunció mentalmente una oración destinada a quien quisiera escucharla, implorando que Tessa se pusiera bien. Siguió mirando a Sara y rezando en silencio, hasta que el helicóptero describió un amplio giro a la derecha y sobrevoló inclinado la hilera de árboles. Cuanto más se alejaba, más le costaba encontrar palabras, por lo que cuando el aparato giró hacia el oeste en dirección a Atlanta, lo único que experimentó fue cólera e impotencia.

Jeffrey bajó la mirada hacia la fina tira blanca de plástico que había encontrado en la mano de Tessa. Se la había arrancado de la palma antes de que la subieran al helicóptero, con la esperanza de que quizá les condujera a la persona que la había atacado. Ahora, al contemplarla, sintió que lo invadía una aplastante sensación de desaliento. Tanto él como Sara habían tocado el plástico. No había huellas claras en la sangre. No había manera de saber si tenía algo que ver con la agresión.

– ¿Jefe?

Frank le entregó a Jeffrey la americana y la camisa, las dos empapadas de sangre.

– Cristo -dijo, sacando la placa y la cartera. Estaban tan impregnadas como sus ropas. Encontró una bolsa para pruebas y metió la tira de plástico dentro mientras preguntaba-: ¿Qué demonios ha pasado?

Frank extendió las manos sin decir nada.

El gesto irritó a Jeffrey, que se tragó el hiriente comentario que le había venido a la mente, sabiendo que lo que le había ocurrido a Tessa Linton no era culpa de Frank. En cualquier caso, la culpa era de Jeffrey. Había estado tocándose los huevos a menos de cien metros de donde Tessa había sido atacada; había sabido que algo pasaba al no ver a Tessa en el coche, y debería haber insistido en acompañar a Sara a buscarla.

Se guardó la bolsa en el bolsillo de los pantalones y preguntó:

– ¿Dónde están Lena y Matt?

Frank abrió el móvil.

– No -le dijo Jeffrey. Lo peor que le podía pasar a Matt estando en mitad del bosque era que le sonara el teléfono-. Dales diez minutos. -Miró su reloj, sin saber muy bien cuánto tiempo había transcurrido-. Si por entonces no han llegado, iremos a buscarlos.

– Entendido.

Jeffrey dejó caer sus ropas al suelo y colocó la placa y la cartera encima.

– Llama a comisaría. Que manden seis unidades. Frank comenzó a marcar el número y preguntó:

– ¿Quieres que soltemos al testigo?

– No -dijo Jeffrey.

Sin decir nada más, comenzó a bajar la colina hacia los coches aparcados.

Intentó ordenar sus pensamientos mientras caminaba. Sara había creído intuir algo sospechoso en el suicidio. El apuñalamiento de Tessa en las inmediaciones aumentaba esa posibilidad. Si el chaval que había en el río había sido asesinado, era posible que Tessa Linton hubiera sorprendido al agresor en el bosque.

– Jefe -dijo Brad en voz baja para no ser grosero. Detrás de él, Ellen Schaffer hablaba por su móvil.

Jeffrey fulminó a Brad con la mirada. Dentro de diez minutos todo el campus sabría exactamente lo que había pasado. Brad hizo una mueca, comprendiendo el error que había cometido.

– Lo siento.

Ellen Schaffer prosiguió la conversación.

– Tengo que irme -dijo bruscamente a su interlocutor al teléfono e interrumpió la llamada.

Era una joven rubia y atractiva, de ojos almendrados y con uno de los acentos yanquis más desagradables que Jeffrey había oído en mucho tiempo. Vestía unos pantalones cortos de deporte ajustados y una camiseta de lycra corta y aún más ajustada. Caído sobre las caderas llevaba un cinturón del que colgaba un reproductor de CD, y en torno al ombligo llevaba tatuado un sol con unos rayos de complicado dibujo.

– Señorita Schaffer… -dijo Jeffrey.

La voz de Schaffer fue más aguda de lo que Jeffrey recordaba cuando le preguntó:

– ¿Va a ponerse bien?

– Eso creo -dijo Jeffrey, aunque se le formó un nudo en las tripas al oír la pregunta.

Cuando habían depositado a Tessa en la camilla, estaba inconsciente. No había manera de saber si volvería a despertarse. Jeffrey quería estar con Sara, pero en el hospital lo único que podía hacer era esperar. Al menos así podría encontrar algunas respuestas para la familia de Sara.

– ¿Puede contarme otra vez qué pasó? -preguntó Jeffrey. El labio inferior de Schaffer tembló ante la pregunta.

Jeffrey le echó un cable:

– ¿Vio el cadáver desde el puente?

– Estaba corriendo. Siempre salgo a correr por la mañana.

Él volvió a mirar su reloj.

– ¿A esta hora exacta?

– Sí.

– ¿Siempre va sola?

– Normalmente. A veces.

Jeffrey hizo un esfuerzo deliberado por ser cortés, cuando lo que le hubiera gustado de verdad habría sido zarandear a la mujer y hacerle decir lo que quería saber.

– ¿Normalmente va a correr sola?

– Sí -contestó Schaffer-. Lo siento.

– ¿Normalmente coge este camino?

– Normalmente -repitió ella-. Bajo por el puente y luego me interno en el bosque. Hay senderos…

No acabó la frase al comprender que él ya debía de saberlo.

– Así pues -dijo él, haciéndole retomar el hilo-, ¿usted corre por este camino todos los días?

Ellen asintió, con un movimiento rápido.

– No es habitual que me pare en el puente, pero noté algo raro. No sé por qué me paré. -Apretó los labios formando una línea delgada al pensar en ello-. Suele oírse algún ruido, sonidos de la naturaleza. Pero hoy estaba todo demasiado silencioso. ¿Sabe a qué me refiero?

Jeffrey lo sabía. Había experimentado la misma extraña sensación cuando corría por el bosque en busca de Sara y Tessa. Los únicos sonidos que se oían eran los de sus propias zancadas golpeando el suelo y su corazón resonando con fuerza en su cabeza.

Ellen prosiguió:

– De modo que me detuve a hacer unos estiramientos y entonces miré por la barandilla… y ahí lo encontré.

– ¿No bajó a ver cómo estaba?

Ellen pareció incómoda.

– No… ¿Debería?

– No -dijo Jeffrey, y, para ser amable, añadió-: Hubiera contaminado la escena.

Ellen pareció aliviada.

– Me di cuenta de que…

Se miró las manos, llorando en silencio.

Jeffrey volvió la vista hacia el bosque, inquieto porque Matt y Lena no hubieran vuelto, sobre todo después del ruido que había hecho el helicóptero. Enviarlos al bosque no había sido una de sus mejores ideas.

Schaffer interrumpió sus pensamientos al preguntar:

– Ese chico, ¿sufrió?

– No -le aseguró él, aunque no tenía ni idea-. Creemos que saltó del puente.

Ellen pareció sorprendida.

– Sencillamente supuse que…

Jeffrey no la dejó demorarse en sus sentimientos.

– Así que le vio y llamó a la policía. ¿Qué hizo luego?

– Me quedé en el puente hasta que el agente llegó. -Señaló a Brad, quien sonrió con timidez-. Luego vinieron los demás, y yo me quedé con él.

– ¿Vio a alguien más? ¿En el bosque?

– Sólo a la chica que subía la colina -dijo ella.

– ¿A nadie más?

– No. A nadie -respondió Ellen, mirando más allá del hombro de Jeffrey.

Éste se volvió y vio a Matt y Lena salir del bosque. Lena cojeaba, las manos extendidas a los lados para no caer. Matt le ofreció la mano para ayudarla a bajar, pero ella la rechazó.

– Mañana acabaré de interrogarla -dijo Jeffrey a Ellen Schaffer-. Gracias por ponerse a nuestra disposición. -Y a Brad-: Asegúrate de que vuelve a su colegio mayor.

– Sí, señor -dijo Brad, pero éste ya estaba subiendo la colina. Las suelas de los mocasines de Jeffrey resbalaban en el suelo mientras corrían hacia Lena y Matt, pero en lo único que podía pensar era en que había puesto en peligro a otra mujer enviando a Lena al bosque. Cuando llegó junto a ellos, el remordimiento le constreñía el pecho. Puso una mano bajo el brazo de Lena para ayudarla a sentarse.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Jeffrey, sintiéndose como una cotorra, diciéndose que aquel día había repetido la pregunta un millón de veces y seguía sin tener una respuesta satisfactoria-. ¿Te encuentras bien?

– Sí -dijo Lena, rechazándolo con tanta energía que bajó de culo el resto de la cuesta. Frank fue a ayudarla e intentó cogerla del brazo, pero ella lo apartó de una sacudida y dijo-: Joder, estoy bien -aunque hizo una mueca de dolor cuando su pie tocó el suelo.

Los tres hombres se quedaron petrificados cuando Lena se desató el cordón del zapato y Jeffrey supo que todos sentían lo mismo que él. Cuando levantó la vista, Matt y Frank le dirigieron sendas miradas acusatorias. Lena podría haberse hecho daño de verdad en el bosque. Lo que le había pasado -y lo que le podía haber ocurrido- era culpa de Jeffrey.

Lena rompió el hechizo al decir:

– Seguía ahí.

– ¿Dónde? -preguntó Jeffrey, y notó que se le aceleraba el pulso.

– El cabrón estaba escondido detrás de un árbol, mirando qué pasaba.

Frank murmuró un colérico «Cristo», pero Jeffrey no supo si su cólera se dirigía hacia el agresor o hacia él.

– Le perseguí -añadió Lena, ajena a la tensión, o quizá prefiriendo simplemente no hacer caso-. Tropecé con algo. Un tronco. No sé. Puedo enseñarte dónde se escondía.

Jeffrey intentó hallar una explicación a todo eso. ¿El agresor se había quedado para asegurarse de que Tessa conseguía ayuda, o simplemente se había puesto a mirar qué pasaba como si viera una película?

La voz de Frank traslucía impaciencia cuando le preguntó a Matt:

– ¿Y dónde estabas tú mientras pasaba todo eso?

Matt utilizó el mismo tono cortante.

– Nos separamos para cubrir más terreno. Un par de minutos después vi que el tipo echaba a correr.

Frank refunfuñó.

– En primer lugar, no deberías haberla dejado sola.

Y Matt le replicó con otro desplante.

– Simplemente estaba siguiendo la rutina.

– Basta -dijo Jeffrey, intentando detenerlos-. Así no vamos a solucionar nada. -Volvió su atención hacia Lena-. Ese tipo, ¿estaba muy cerca de la escena?

– Cerca -respondió-. Se había salido del camino, a unos cincuenta metros. Volví sobre mis pasos, pensando que si aún seguía por ahí estaría cerca para poder ver lo que pasaba.

– ¿Le viste bien? -le preguntó Jeffrey.

– No -dijo ella-. Él me vio antes a mí. Estaba acurrucado detrás de un árbol. A lo mejor se lo pasaba bomba viendo cómo Sara perdía los nervios.

– No te he pedido especulaciones -le espetó Jeffrey, a quien no le gustaba la manera condescendiente en que había pronunciado el nombre de Sara.

Lena nunca se había llevado bien con Sara, pero ahora no era momento de revivir viejas rencillas, sobre todo considerando el estado en que se encontraba Tessa.

– Viste al tipo. Y luego ¿qué?

– No le vi -replicó ella, furiosa.

Jeffrey comprendió demasiado tarde que había pulsado el botón equivocado. Miró a Frank y a Matt en busca de ayuda, pero éstos miraban con la misma dureza que Lena.

– Sigue -dijo Jeffrey.

Lena fue lacónica.

– Vi algo borroso. Movimiento. Se levantó y se fue. Le perseguí.

– ¿Por dónde se fue?

Lena tardó unos momentos en responder, levantando los ojos en busca del sol.

– Hacia el oeste, probablemente en dirección a la autopista.

– ¿Era blanco? ¿Negro?

– Blanco -dijo, y añadió, un tanto a la ligera-, creo.

– ¿Crees? -preguntó Jeffrey, consciente de que estaba echando leña al fuego, pero incapaz de reprimirse.

– Ya te lo he dicho -dijo ella a la defensiva-. El tipo se dio la vuelta y echó a correr. ¿Qué iba a hacer, preguntarle que fuera más despacio para que pudiera ver de qué raza era?

Jeffrey calló unos instantes, intentando controlarse.

– ¿Cómo iba vestido?

– Llevaba algo oscuro.

– ¿Chaqueta? ¿Tejanos?

– Tejanos, puede que una chaqueta. No lo sé. Estaba oscuro.

– ¿Una cazadora? ¿Abrigo?

– Una cazadora… creo.

– ¿Algún arma?

– No lo vi.

– ¿De qué color tenía el pelo?

– No lo sé.

– ¿No lo sabes?

– Creo que llevaba sombrero.

– ¿Crees que llevaba sombrero? -De pronto, toda la impotencia acumulada desde que viera a Tessa al borde de la muerte estalló-. Por el amor de Dios, Lena, ¿cuánto hace que eres policía?

Lena lo miró con ese odio feroz al que Jeffrey estaba acostumbrado en los sospechosos a los que interrogaba.

– Perseguiste a un puto sospechoso, ¿y ni siquiera sabes si llevaba sombrero o no? ¿Qué cojones hacías ahí, coger margaritas?

Lena seguía mirándole fijamente, y la barbilla le temblaba al reprimir lo que quería decirle.

– Pues qué suerte que no viniera a por ti -dijo Jeffrey-. Ahora tendríamos a dos chicas en el helicóptero en lugar de una.

– Sé cuidar de mí misma -le espetó.

– ¿Crees que ese cuchillito que llevas en el tobillo va a protegerte?

Le disgustó la expresión de sorpresa que vio en el rostro de Lena, sobre todo porque creía haberle enseñado mejor. Jeffrey había visto la funda cuando Lena bajó de culo por el terraplén del río.

– Debería arrestarte por llevarlo escondido -le dijo él.

Ella no le apartaba los ojos; su odio aún era palpable.

– Más te vale dejar de mirarme así -la advirtió.

Lena tenía los dientes tan apretados que casi no entendieron sus palabras.

– Ya no trabajo para ti, capullo.

En el interior de Jeffrey, algo estaba a punto de explotar. Su vista se agudizó, todo pareció quedar asombrosamente enfocado.

– Jefe -dijo Frank, y puso una mano en el hombro de Jeffrey. Éste se echó para atrás, sabiendo que actuaba como un loco. Vio sus ropas ensangrentadas en el suelo, la sangre de Tessa. Todas las imágenes le asaltaron de golpe: las lágrimas en la cara de Sara formando un reguero sobre sus mejillas ensangrentadas. El brazo de Tessa, flácido, colgando de la camilla cuando la levantaron.

Jeffrey se volvió para que no pudieran ver su expresión, recogió su placa, la limpió con el faldón de la camiseta y se concedió unos momentos para calmarse.

Brad Stephens eligió ese instante para aparecer, haciendo girar el sombrero en la mano.

– ¿Qué pasa, jefe?

La cólera ahogaba la garganta de Jeffrey.

– Te dije que acompañaras a Schaffer al colegio mayor.

– Se encontró con unas amigas -dijo Brad, palideciendo-. Quiso irse con ellas. -Sus ojos azul claro se ensancharon de temor, y tartamudeó-: Yo… yo… yo me figuré que estaría mejor con ellas. Están en su residencia. Keyes House. No imaginé que…

– No pasa nada -le interrumpió Jeffrey, sabiendo que si le hacía pagar el enfado a Brad sólo se sentiría peor. Le dijo-: Que uno de los muchachos vaya a la autopista. Que busquen a alguien que va a pie. A cualquiera que vaya a pie. Lleve o no chaqueta.

No miró a Lena al decir esas últimas palabras, aunque ella debía de saber que tener una descripción era muy importante.

– Las unidades llegarán enseguida -afirmó Frank.

Jeffrey asintió.

– Quiero una batida desde esta zona hasta el último lugar en el que Lena vio al agresor. Buscamos un cuchillo. Cualquier cosa que llame la atención.

– Llevaba algo en la mano -dijo Lena, como si ofreciera un premio-. Una bolsa blanca.

Brad Stephens soltó un grito ahogado, y se sonrojó cuando vio que todos le miraban.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Jeffrey.

Brad habló con una mezcla de aprensión y disculpa.

– Vi que Tessa recogía algo mientras subía la colina -dijo.

– ¿El qué?

– Cosas, basura, supongo. Llevaba una bolsa de plástico, como las que te dan en el Pig.

Se refería a la tienda de comestibles Piggly Wiggly. Miles de personas compraban allí todas las semanas.

Jeffrey se obligó a callar durante unos segundos. Se acordó del trozo de plástico que había encontrado en la mano de Tessa. Aquel fragmento podría haber sido arrancado perfectamente de una bolsa de plástico de esa tienda.

– ¿Tessa se encontró la bolsa en la colina? -preguntó Jeffrey a Brad.

Por primera vez se fijó en la cantidad de basura que había en la zona. La brigada de limpieza de la universidad dedicaba casi todas sus energías a los terrenos más próximos a las facultades. Seguramente llevaban un año sin limpiar por esa zona.

– Sí, señor -dijo Brad-. Tessa simplemente la recogió y comenzó a meter cosas en la bolsa mientras subía la colina.

– ¿Qué cosas? -preguntó Jeffrey.

Brad volvió a tartamudear, algo que le ocurría sólo cuando estaba nervioso.

– Ba… basura, supongo. Envoltorios, latas y cosas así.

Jeffrey intentó moderar su tono con Brad, sobre todo porque, por alguna razón, aquel tartamudeo azuzaba de nuevo su ira.

– ¿Y no se te ocurrió subir hasta allí y preguntarle qué estaba haciendo?

– Me dijo que me quedara con la testigo -le recordó Brad. Sus pálidas mejillas volvieron a sonrojarse-. Y yo… esto… no quería entrometerme con lo que estaba haciendo. Ya sabe, cosas pe… personales.

– Comunícalo por radio -dijo Jeffrey a Matt-. Ropas oscuras, quizá lleve una bolsa de plástico.

– ¿Crees que robó la basura? -preguntó Lena, escéptica.

Matt se acercó el móvil al oído y se alejó unos pasos para transmitir las órdenes de Jeffrey. Frank miraba a Lena, pero no había manera de saber lo que pensaba.

Jeffrey vio que Chuck se tomaba con calma la subida de la colina. Cuando le vio detenerse y agacharse, se puso tenso, pero Chuck sólo se estaba atando los cordones del zapato.

Cuando Chuck llegó a su lado, le dijo:

– Estaba con el cadáver. Protegiendo la escena del crimen.

Lena no le hizo caso.

– ¿Crees que hay alguna relación? -preguntó a Jeffrey.

Éste dedujo de la expresión de Frank que, después de todo lo que había pasado, ahora empezaba a planteárselo. El viejo policía habría acabado cayendo en la cuenta, pero Lena siempre iba muy por delante de los agentes más veteranos de la brigada. Su rápida inteligencia fue lo que Jeffrey más echó de menos cuando Lena los dejó.

– Tiene que haber alguna relación -repitió Lena.

Jeffrey no quiso contestar, y no sólo porque Chuck se estaba enterando de todo. Lena había decidido dejar la policía hacía siete meses. Ya no formaba parte de su equipo.

– Déjame ver la nota de suicidio -le pidió a Frank.

– Estaba debajo de una roca, al final del puente -contestó Frank.

Se llevó la mano al bolsillo y sacó una hoja de cuaderno doblada. Jeffrey no pensaba regañar a Frank por no haber guardado la nota en una bolsa para pruebas. Los dos tenían las manos tan ensangrentadas que podían manchar la hoja.

Jeffrey la observó, pero sus ojos no llegaron a leerla. Chuck se llevó la mano a la barbilla, pensativo.

– ¿Sigue creyendo que saltó él solo?

– Sí -contestó Jeffrey, mirando al guarda de seguridad del campus.

En lo referente a los secretos, Chuck era un cedazo con patas. Jeffrey le había oído contar chismes de tanta gente que sabía que no se podía confiar en él.

Frank acudió en auxilio de Jeffrey y dijo a Chuck:

– Un asesino le habría apuñalado, no le habría tirado de un puente. No cambian su modus operandi así como así.

– Es lógico -asintió Chuck, aunque cualquiera con un gramo de inteligencia habría hecho más preguntas.

Jeffrey le devolvió la nota a Frank.

– Cuando llegue el equipo, id al otro lado del río. Si tenemos que buscar huellas las buscaremos, ¿entendido? -dijo Jeffrey.

– Sí -contestó Frank-. Empezaremos en el río e iremos hacia la autopista.

– Bien.

Matt había acabado sus llamadas y Jeffrey le encomendó otra misión.

– Llama a Macon a ver si podemos traer algunos perros.

Chuck cruzó los brazos sobre el pecho.

– Traeré algunos de los míos…

Jeffrey le clavó el índice varias veces.

– Mantén a tu gente de los cojones fuera de mi escena del crimen -le ordenó.

Chuck no se arredró.

– Este terreno pertenece a la universidad.

Jeffrey señaló el cadáver que había en el lecho del río.

– Lo único que tienes que hacer es averiguar quién es el chaval y contárselo a su madre.

– Es Rosen -dijo Chuck, a la defensiva-. Andy Rosen.

– ¿Rosen? -repitió Lena.

– ¿Le conocías? -preguntó Jeffrey.

Lena negó con la cabeza, pero éste intuyó que le ocultaba algo.

– ¿Lena? -dijo, dándole otra oportunidad de desembuchar.

– He dicho que no -le espetó.

Jeffrey ya no estuvo seguro de si estaba mintiendo o sólo quería tocarle las narices. En cualquier caso, no estaba para juegos.

– Te dejo al frente de la búsqueda -dijo Jeffrey a Frank-. Tengo cosas que hacer.

Frank asintió, imaginaba adónde tenía que ir Jeffrey.

– Que la madre esté en la biblioteca dentro de una hora para que pueda interrogarla -dijo Jeffrey a Chuck. Señaló a Lena con el dedo-. Yo de ti, me llevaría a Lena a hacer la notificación. Tiene mucha más experiencia que tú.

Jeffrey le echó otra mirada a Lena, pensando que ella agradecería el comentario. Por la manera en que ella le devolvió la mirada, se dio cuenta de que Lena no creía que le hubiera hecho ningún favor.


Jeffrey siempre tenía una camisa de repuesto en el coche, pero por mucho que frotara no conseguiría quitarse la sangre de las manos. Utilizó una botella de agua para limpiarse el pecho y la parte superior del cuerpo, pero aún tenía las uñas bordeadas de rojo. Su anillo de promoción de Auburn tenía sangre seca, y también había sangre alrededor de los números de su camiseta del equipo de fútbol y del año en que se habría graduado de haber continuado. Jeffrey se acordó del famoso verso de Macbeth, reconocer la culpa magnificaba la sangre, y la hacía parecer peor de lo que era. Tessa nunca debería haber estado en esa colina. Tres avezados policías armados estaban a menos de treinta metros, y la habían apuñalado hasta casi matarla. Él debería haberla protegido. Debería haber hecho algo.

Jeffrey llegó al camino de entrada de los Linton, y aparcó detrás de la furgoneta de Eddie. El miedo le invadió como un virus mientras se obligaba a salir del coche. Desde que Sara y Jeffrey se divorciaron, Eddie Linton había dejado claro que no consideraba a Jeffrey más que una mierda que había manchado el zapato de su hija. A pesar de ello, Jeffrey sentía auténtico aprecio por el viejo. Eddie era un buen padre, el tipo de padre que le hubiera gustado tener de niño. Hacía más de diez años que Jeffrey conocía a los Linton, y durante su matrimonio con Sara sintió, por primera vez en su vida, que formaba parte de una familia. En gran medida, Tessa era como una hermana para él.

Jeffrey inspiró profundamente antes de recorrer el camino de entrada. Una fresca brisa le provocó un escalofrío, y se dio cuenta de que estaba sudando. Llegaba música de la parte de atrás de la casa, y decidió dar un rodeo en lugar de llamar a la puerta principal. Se detuvo repentinamente al reconocer la canción de la radio. A Sara no le gustaba el ajetreo ni la formalidad, de modo que se casaron en la casa de los Linton. Intercambiaron los votos en el salón, y luego se celebró una pequeña recepción para la familia y los amigos en el jardín de atrás. La canción que sonaba ahora fue la primera que bailaron como marido y mujer. Se acordó de lo que sintió al abrazarla, al notar la mano de ella en la nuca, acariciándosela ligeramente, su cuerpo pegado al de él de una manera casta y también la más sensual que jamás había experimentado. Sara bailaba muy mal, pero o el vino o el momento le otorgaron una repentina y milagrosa coordinación, y bailaron hasta que la madre de Sara les recordó que tenían que coger un avión. Eddie había intentado detenerla; ni siquiera entonces quería que Sara se fuera.

De nuevo hizo un esfuerzo por avanzar. Un día remoto se había llevado a una de las hijas de los Linton, y ahora volvía para decirles que a lo mejor perdían a otra.

Al girar por la esquina, Cathy Linton se reía de algo que Eddie había dicho. Estaban sentados en la terraza de atrás, ajenos a todo mientras escuchaban a Shelby Lynne y disfrutaban de un ocioso domingo por la tarde, igual que casi todo el mundo en Grant County. Cathy estaba sentada en una tumbona, los pies sobre un escabel mientras Eddie le pintaba las uñas.

La madre de Sara era una mujer hermosa, y en sus cabellos largos y rubios apenas había algún mechón gris. Debía de rondar los sesenta, pero aún mantenía su atractivo. Había algo sexy y apegado a la realidad en ella que Jeffrey encontraba irresistible. Aunque Sara insistía en que ella no se parecía en nada a su madre -Cathy era menuda y ella alta, Cathy era flaca como un muchacho y a Sara no le faltaban curvas-, había muchas cosas que las dos mujeres compartían. Sara tenía la piel perfecta de su madre, y una sonrisa que te hacía sentir que eras la cosa más importante del planeta cuando te la dedicaban. También tenía el cáustico ingenio de su madre, y sabía ponerte en tu sitio y hacer que sonara como un cumplido.

Cathy sonrió a Jeffrey cuando le vio.

– Te hemos echado de menos en el almuerzo -le dijo.

Eddie se incorporó en su silla, enroscó el tapón del esmalte de uñas y farfulló algo que Jeffrey prefirió no haber oído. Cathy subió el volumen de la música, obviamente recordando la boda. Se puso a cantar, con una voz grave y ronca: «Confieso que te amo…», con un brillo de burla tan feliz en la mirada, en aquellos ojos que se parecían tanto a los de Sara, que tuvo que apartar la vista.

Cathy bajó el volumen, intuyendo que algo pasaba, probablemente pensaba que Jeffrey había discutido con Sara.

– Las chicas volverán pronto. No sé qué las retiene -dijo.

Jeffrey se acercó un poco más. Apenas le sostenían las piernas, y sabía que lo que estaba a punto de decir cambiaría las cosas de raíz. Cathy y Eddie jamás olvidarían esa tarde, el momento en que sus vidas sufrieron un vuelco inesperado. Como policía, Jeffrey había hecho cientos de notificaciones, había comunicado a cientos de padres, esposas y amigos que sus seres queridos habían sido lastimados o, peor aún, que nunca volverían a casa. Ninguna le había afectado tanto como ésa. Comunicarle eso a los Linton sería casi tan horrible como volver a estar en ese claro, viendo derrumbarse a Sara mientras Tessa se desangraba, sabiendo que no podía hacer nada para ayudarlas. Jeffrey comprendió que le miraban porque llevaba callado demasiado rato.

– ¿Dónde está Devon? -preguntó.

Por nada del mundo querría repetir esto otra vez. Cathy le dirigió una mirada inquisitiva.

– Está en casa de su madre -dijo, con el mismo tono de voz que Sara había utilizado una hora antes con Tessa: firme, controlado, asustado.

Abrió la boca para formular una pregunta, pero no le salió ni una palabra.

Jeffrey subió los peldaños lentamente, preguntándose cómo iba a hacerlo. Se quedó en el escalón superior, se metió las manos en los bolsillos. Los ojos de Cathy siguieron sus manos, sus manos manchadas de sangre y de culpa.

Vio moverse la garganta de Cathy al tragar. A continuación la madre de Sara se llevó la mano a la boca y unas repentinas lágrimas brillaron en sus ojos.

Finalmente, Eddie habló en nombre de su mujer, verbalizando la única pregunta que el padre de dos hijas puede hacer:

– ¿Cuál de ellas?

3

Con la excusa de haberse torcido un tobillo, Lena se quedó rezagada respecto a Chuck, sabiendo que se pondría hecha una furia si él intentaba darle conversación. Necesitaba un par de minutos para reflexionar acerca de lo que había pasado con Jeffrey. Su mente no olvidaría el modo en que él la había mirado. En otras ocasiones, Jeffrey se había enfadado con Lena, pero nunca como aquel día. Aquel día la había odiado.

Durante el último año, la vida de Lena había sido un largo calvario, que había empezado cuando perdió su trabajo y acabado -por el momento- cuando bajó de culo hasta el río. No era de extrañar que Jeffrey la hubiera echado del cuerpo. Tenía razón; no era de fiar. Jeffrey no confiaba en ella porque demostraba constantemente que no lo merecía. Esta vez podía costarle a Jeffrey perder al hombre que había apuñalado a Tessa Linton.

– No te quedes atrás -le dijo Chuck por encima del hombro. Iba un par de pasos por delante de ella, y Lena miró su ancha espalda, deseando transmitirle todo su odio.

– Venga, Adams -insistió Chuck-. Camina y se te pasará el dolor.

– Ya no me duele.

– Muy bien -dijo Chuck, aminorando el paso. Le lanzó una húmeda sonrisa-. Así que… al parecer el jefe no te quiere volver a ver ni en pintura.

– Ni a ti tampoco -le recordó.

Chuck soltó un bufido, como si Lena hubiera hecho un chiste en lugar de decirle la verdad. Lena no había conocido a nadie que tuviera tanto arte a la hora de cerrar los ojos a lo evidente.

– No le caigo bien porque salía con su novia cuando íbamos al instituto -dijo Chuck.

– ¿Saliste con Sara Linton? -preguntó Lena.

Le parecía tan inverosímil como que hubiera salido con la reina de Inglaterra.

Chuck se encogió de hombros sin darle importancia.

– Hace mucho tiempo. ¿Eres amiga de ella o qué?

– Sí -mintió Lena. Sara no era ni mucho menos amiga suya-. Nunca me lo mencionó.

– Es un tema delicado para ella -explicó Chuck-. La dejé por otra.

– Muy bien -dijo Lena, considerando que eso era típico de Chuck.

Pensaba que todo el mundo se creía cualquier palabra que saliera de su boca, y actuaba según la falsa impresión de que era una persona respetada en el campus, aun cuando todos sabían que la única razón por la que Chuck obtuvo ese trabajo era porque su padre había llamado por teléfono a Kevin Blake, el decano de Grant Tech. Albert Gaines, presidente de Inversiones y Préstamos Grant, era de los que cortaban el bacalao en la ciudad, sobre todo en la universidad. Cuando Chuck volvió a su ciudad natal, tras ocho años en el ejército, entró directamente a trabajar de director de seguridad del campus sin que nadie hiciera ninguna pregunta.

Obedecer a un hombre como Chuck era una píldora amarga que Lena tenía que tragarse todos los días. Cuando renunció a su placa, no se le presentaron muchas opciones. A sus treinta y cuatro años, Lena sólo sabía hacer de policía. Había entrado en la academia nada más salir del instituto y nunca había mirado atrás. Las otras cosas para las que estaba cualificada eran voltear hamburguesas y limpiar casas, y ninguna le resultaba atractiva.

En los días posteriores a su salida del cuerpo de policía, Lena consideró la posibilidad de marcharse bien lejos, quizá visitar México y encontrar a la familia de su abuela o irse de voluntaria al extranjero; pero la realidad se le impuso, y se dio cuenta de que al banco tanto le daba si necesitaba un cambio de aires: seguían esperando mensualmente el pago de la hipoteca y de los plazos del coche. Ni siquiera con la mísera pensión de incapacidad que recibía del departamento de policía y el poco dinero que había conseguido vendiendo la casa conseguía llegar a fin de mes.

El trabajo en la universidad le proporcionaba vivienda gratis en el campus y un seguro médico en lugar de un salario digno. Cierto que la vivienda era una porquería y que el seguro médico le cubría tan poco que le entraba pánico cada vez que estornudaba, pero era un trabajo estable, y al menos no tenía que irse a vivir con su tío Hank. Volver a Reece, donde Hank había criado a Lena y a Sibyl, su hermana gemela, habría sido demasiado fácil. Habría sido demasiado fácil instalarse en el bar propiedad de Hank y espantar sus pesadillas empinando el codo. Habría sido demasiado fácil ocultarse del resto del mundo, hasta que hubieran pasado treinta años y siguiera sujetando un taburete, y las cicatrices de sus manos fueran el único recordatorio de por qué había comenzado a beber.

Lena había sido violada hacía un año; no sólo violada, sino secuestrada y retenida durante días. Sus recuerdos de esos días eran dispersos, pues la habían drogado durante casi toda la agresión, y su mente estaba en un lugar más seguro mientras maltrataban su cuerpo. Las cicatrices de las manos y los pies constituían un recordatorio permanente de que la habían clavado al suelo con las piernas y los brazos abiertos para que estuviera accesible a su agresor en todo momento. Aún le dolían las manos cuando hacía frío, pero el dolor no era nada comparado con el miedo que sintió al contemplar cómo aquellos largos clavos se le hundían en la carne.

Antes de posar su mirada en Lena, aquel mismo animal había matado a Sibyl, su hermana, y el hecho de que el hombre ya no existiera no la consolaba. A Lena aún se le aparecía en sueños, unas pesadillas tan vívidas que a veces se despertaba bañada en un sudor frío, agarrada a la colcha, sintiendo su presencia en la habitación. Aún resultaban peores los sueños que no eran pesadillas, cuando él la tocaba tan suavemente que la piel de Lena se estremecía, y ella se despertaba confusa y excitada, el cuerpo temblando en respuesta a las imágenes eróticas que su mente dormida había evocado. Sabía que las drogas que aquel individuo le suministró durante el secuestro engañaban a su cuerpo para que reaccionara a esos estímulos, pero aun así no podía perdonarse. A veces el recuerdo del tacto de su secuestrador la cubría como una fina telaraña, y de pronto se ponía a temblar tan fuerte que sólo una ducha de agua hirviendo podía hacer que volviera a sentir la piel como suya.

Lena no sabía si era desesperación o estupidez lo que, hacía un mes, la había hecho telefonear al centro de orientación psicológica de la universidad. Fuera lo que fuese lo que la empujó, las tres sesiones y media a las que consiguió asistir fueron un tremendo error. Hablar de lo ocurrido con una desconocida -y tampoco es que Lena llegara a contarle lo peor- era algo que la superaba. Había cosas demasiado privadas para comentarlas. A los diez minutos de la cuarta sesión, especialmente dolorosa, Lena se puso en pie, se fue de la clínica y no volvió. Sin embargo, ahora debía decirle a esa misma doctora que su hijo había muerto.

– Adams -dijo Chuck, mirando a su espalda-, ¿conoces a esta tía?

Para Chuck, las mujeres eran siempre tías o zorras, según lo dispuestas -en su opinión- que estuvieran a follar con él. Lena deseaba con todas sus fuerzas que él la considerara una zorra, pero a veces tenía la sensación de que, para Chuck, era sólo cuestión de tiempo que ella se arrojara a sus pies.

– No la conozco -le dijo Lena. Y por si acaso, añadió-: Bueno, la he visto por el campus.

Él volvió a mirarla, pero Chuck era tan incapaz de leer los pensamientos ajenos como de hacer amistades.

– Rosen -dijo Chuck-. ¿No te parece un apellido judío?

Lena se encogió de hombros; le importaba bien poco. Grant Tech era un lugar donde la integración era casi total y, exceptuando un par de gilipollas que recientemente habían decidido hacer pintadas racistas sobre cualquier cosa que no se moviera, reinaba una buena armonía.

– Espero que esa tía no…

Chuck soltó un silbido e hizo el gesto de atornillarse el dedo en la sien. Naturalmente, Chuck daba por sentado que cualquiera que trabajara en una clínica psiquiátrica estaba chalado.

Lena no le proporcionó la satisfacción de una respuesta. Pensaba si alguien la reconocería en la clínica. Los domingos cerraban a las dos, pero Rosen había aceptado ver a Lena después del horario habitual, quizá debido a la popularidad de su cargo. No había más que leer cualquier periódico para conocer los macabros detalles del secuestro y la violación de Lena. Probablemente, Rosen estuvo encantada de oír la voz de Lena al teléfono.


– Vamos allá -dijo Chuck, abriendo la puerta del centro de orientación.

Lena detuvo la puerta antes de que se le cerrara en la cara y siguió a Chuck por la abarrotada sala de espera.

Como casi todas las universidades, Grant Tech, en su departamento de salud mental, andaba escasísima de fondos. Sobre todo en Georgia, donde la Beca Hope, financiada gracias a la lotería, aseguraba prácticamente que todo aquel que supiera hacer la o con un canuto entraba en la universidad pública. Cada vez se matriculaban más chavales que no soportaban la tensión emocional de estar lejos de casa o de tener que esforzarse en los estudios. Al ser una universidad politécnica, Grant prestaba una mayor atención a los empollones de matemáticas o a los que rendían más de lo esperado. Esas personalidades tipo matrícula de honor no se tomaban bien los fracasos, y el centro de orientación estaba prácticamente hasta los topes debido a la afluencia de nuevos alumnos. Lena se dijo que si sus seguros médicos eran como el de ella, los alumnos no tendrían otra opción que volver a clase.

Chuck se subió los pantalones al acercarse a la recepción. Lena casi leía sus pensamientos mientras lo veía mirar a su alrededor y se daba cuenta de que casi todos los pacientes eran chicas vestidas con camisetas muy cortas y pantalones acampanados. Lena tenía su propia opinión acerca de esas jóvenes, cuyos problemas más serios eran sus relaciones con los chicos y que echaban de menos a Fido. Probablemente no tenían ni idea de lo que era tener problemas de verdad, problemas que te tenían en vela por la noche, que te hacían sudar hasta que llegaba la mañana y podías volver a respirar.

– ¿Hola? -dijo Chuck, aporreando con la palma la campanilla del mostrador.

Algunas chicas pegaron un bote al oír el ruido, y le lanzaron a Lena una mirada desagradable, como si esperaran que ella tuviera que controlarla.

– ¿Hola?

Se inclinó sobre el mostrador, intentando ver pasillo abajo. Su voz resonaba tanto que Lena sintió deseos de taparse los oídos. Pero lo único que hizo fue mirar al suelo, intentando disimular su bochorno.

Por fin apareció la recepcionista, una mujer alta de cabello rubio rojizo con una mueca de irritación en la cara. Miró a Lena sin que pareciera reconocerla.

– Ya estás aquí -dijo Chuck, sonriendo como si fueran viejos amigos.

– ¿Sí?

– ¿Carla? -preguntó Chuck, leyendo su etiqueta identificativa.

Sus ojos se demoraron en los pechos de la joven. Ella cruzó los brazos.

– ¿Qué hay?

Lena decidió intervenir, y habló en voz baja.

– Tenemos que ver a la doctora Rosen.

– Está con un paciente. No se la puede molestar.

Lena estaba a punto de hacer un aparte con la mujer y explicarle en privado la situación, cuando Chuck soltó:

– Su hijo se ha suicidado hará cosa de una hora.

Toda la sala soltó un grito ahogado. Cayeron algunas revistas, y dos chicas salieron por la puerta una a los pocos segundos de la otra.

Carla tardó un momento en recuperarse de la impresión.

– Iré a buscarla -dijo.

Lena la detuvo.

– Ya iré yo. Indíqueme cuál es su consulta.

La mujer exhaló un suspiro de alivio.

– Gracias.

Chuck iba detrás de Lena mientras seguían a la mujer por un pasillo largo y estrecho. La claustrofobia invadió a Lena como una repentina llamarada, y cuando llegaron a la consulta de Jill Rosen estaba sudando. Con su olfato habitual para saber cómo empeorar las cosas, Chuck se acercó tanto a Lena que casi se apoyaba en ella. Olió su loción para después del afeitado mezclada con el repugnante olor dulzón de su chicle, que masticaba sonoramente en su oído. Lena contuvo el aliento y apartó su cabeza de él para no tener arcadas.

La recepcionista dio unos golpecitos en la puerta.

– Jill?

Lena se ensanchó el cuello de la camisa en busca de aire. Rosen abrió la puerta con un «¿Sí?» de exasperación. Entonces vio a Lena, y al reconocerla sonrió con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, pero Lena la interrumpió.

– ¿Es usted la doctora Rosen? -preguntó Lena, consciente de que su voz sonaba metálica.

Rosen miró a Lena y luego a Chuck, dudando un instante antes de dirigirse al paciente que estaba en la consulta para decirle:

– Lily, volveré enseguida. Por aquí -dijo al cerrar la puerta.

Lena le lanzó una mirada furibunda a Chuck antes de seguir a la doctora, pero él, sin darse por aludido, caminó pegado a sus talones.

En su breve época de paciente, Lena sólo había visto la sala de espera y la consulta de Rosen, de modo que le sorprendió verse en una sala de conferencias bastante grande. El espacio era acogedor y abierto, con muchas plantas, igual que la consulta de Jill Rosen. Las paredes estaban pintadas de un balsámico gris claro. Había sillas de tapicería malva bajo una gran mesa de caoba. Cuatro archivadores con cuatro cajones ocupaban un lado de la sala, y a Lena le alegró comprobar que allí nadie entraría a husmear.

La doctora dio media vuelta y se apartó el pelo de los ojos. Jill Rosen tenía la cara estrecha y el cabello, castaño oscuro, caía sobre sus hombros. Era atractiva para su edad, que debía rondar los cuarenta, y vestía con sencillez, con blusas largas y holgadas y faldas que le realzaban el tipo. Su comportamiento sereno molestaba a Lena, sobre todo cuando, al cabo de tres sesiones, le dijo que era alcohólica. A Lena le asombraba que, con aquella actitud, tuviera algún paciente. Y si uno se paraba a pensarlo, poco se podía decir a favor de una psiquiatra que era incapaz de impedir que su hijo saltara de un puente.

Como era de prever, Rosen fue al grano:

– ¿Cuál es el problema?

Lena inhaló profundamente y se preguntó si aquella situación iba a ser muy desagradable, teniendo en cuenta su pasado con Rosen. Decidió ser directa.

– Hemos venido por su hijo.

– ¿Andy? -preguntó Rosen, desplomándose en una de las sillas, como un globo que se desinfla lentamente.

Se quedó sentada, la espalda recta, las manos entrelazadas en él regazo, en perfecta compostura, a excepción de la expresión de pánico de sus ojos. Lena jamás había leído tan claramente una emoción. La mujer estaba aterrada.

– ¿Está…? -Rosen se aclaró la garganta, y le aparecieron lágrimas en los ojos-. ¿Se ha metido en algún lío?

Lena se acordó de que Chuck estaba allí, de pie, en la puerta, con las manos en los bolsillos, como si presenciara un programa de entrevistas. Antes de que pudiera protestar, Lena le cerró la puerta en las narices.

– Lo siento -dijo Lena, apretando las palmas contra la mesa al sentarse.

La disculpa era para Chuck, pero Rosen no lo entendió así.

– ¿Qué? -suplicó la doctora.

Su voz sonaba desesperada.

– Me refería a…

Bruscamente, Rosen extendió los brazos y agarró las manos de Lena, que se resistió, pero Rosen no pareció darse cuenta. Desde la violación, la idea de tocar a alguien -o peor aún, de que alguien la tocara- le provocaba sudores fríos. La intimidad del momento le hizo tragar bilis.

– ¿Dónde está? -preguntó Rosen.

A Lena comenzó a temblarle una pierna. El talón le subía y bajaba de manera incontrolable. Al hablar se le formó un nudo en la garganta, pero no debido a la pena.

– Quiero que vea una foto.

– No -se negó Rosen, apretando las manos de Lena como si estuvieran al borde de un acantilado y Lena fuera lo único que la impedía caer-. No.

Con dificultad, Lena liberó una mano y sacó la Polaroid del bolsillo. Sostuvo la foto ante los ojos de Rosen, pero ésta los apartó y los cerró, como haría una niña.

– Doctora Rosen -comenzó a decir Lena, pero enseguida moderó el tono-: Jill, ¿éste es su hijo?

Rosen miró a Lena, no a la foto, y el odio brilló en sus ojos, como carbones al rojo vivo.

– Dígame si es él -insistió Lena, deseando acabar con aquello cuanto antes.

Rosen miró la Polaroid. Se le dilataron las aletas de la nariz y sus labios formaron una línea delgada mientras reprimía las lágrimas. Lena dedujo de la expresión de la mujer que el muchacho era su hijo, pero Rosen se lo tomaba con calma, miraba la foto, dejaba que su mente aceptara lo que veían sus ojos. Probablemente sin pensar, Rosen acarició la cicatriz que había en el dorso de la mano de Lena con el pulgar, como si fuera un talismán. La sensación fue como rascar papel de lija sobre una pizarra, y Lena apretó los dientes para no gritar.

– ¿Dónde? -preguntó Rosen finalmente.

– Le encontramos en el lado oeste del campus -le dijo Lena.

Estaba tan obsesionada por la urgencia de retirar la mano que el brazo comenzó a temblarle.

Rosen, casi sin quererlo, preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

Lena se pasó la lengua por los labios, aunque tenía la boca seca como un desierto.

– Saltó -dijo, intentando respirar-. De un puente. -Calló-. Creemos que…

– ¿Qué? -preguntó Rosen, aún agarrando la mano de Lena.

Lena no podía soportarlo más, y le suplicó:

– Por favor, lo siento… -Una expresión de perplejidad cruzó la cara de Rosen, lo que hizo que Lena se sintiera aún más atrapada. A cada palabra aumentaba el volumen de su voz, hasta que al final chilló-: ¡Suélteme la mano!

Rosen apartó la mano rápidamente, y Lena se puso en pie con tanta brusquedad que derribó la silla. Se apartó de la otra mujer hasta notar la puerta en la espalda.

En el rostro de Rosen se dibujó un gesto de horror.

– Lo siento.

– No -dijo Lena, apoyada contra la puerta, frotándose la mano en los muslos como si se limpiara la suciedad-. No pasa nada -dijo, aunque el corazón le sacudía el pecho-. No debería haberle gritado.

– Debería haberme dado cuenta…

– Por favor -dijo Lena, sintiendo calor en los muslos a causa de la fricción.

Dejó de hacerlo, juntó las manos y comenzó a frotarlas como si tuviera frío.

– Lena -empezó a decir Rosen, incorporándose en la silla pero sin levantarse-. No pasa nada. Aquí está a salvo.

– Ya lo sé -afirmó Lena, en un susurro, y el sabor del miedo aún era agrio-. Estoy bien -insistió, pero seguía retorciéndose las manos. Lena bajó la mirada, apretó el pulgar contra la cicatriz de la palma y la frotó como si pudiera borrarla-. Estoy bien -dijo-. Estoy bien.

– Lena… -comenzó Rosen, pero no acabó la frase.

Lena se concentró en la respiración y se calmó. Tenía las manos rojas y pegajosas del calor, y las cicatrices asomaban en un inflamado relieve. Se obligó a dejar de mover las manos y las incrustó bajo las axilas. Se comportaba como una orate. Esas cosas eran lo que solían hacer los enfermos mentales. Seguramente Rosen estaba dispuesta a internarla.

Rosen volvió a intentarlo.

– ¿Lena?

Lena intentó tomárselo a broma.

– Me he puesto un poco nerviosa -dijo, colocándose el pelo detrás de la oreja.

El sudor le había pegado el cabello al cráneo.

Era inexplicable, pero Lena sentía deseos de decir algo desagradable, algo que hiriera a Rosen en lo más hondo y las dejara a las dos empatadas en el campo del dolor.

Quizá Rosen intuyó lo que ocurría, porque le preguntó.

– ¿Debería llamar a la comisaría?

Lena se la quedó mirando, pues, durante una milésima de segundo, no recordó por qué estaba allí.

– ¿Lena? -preguntó Rosen.

Había encogido el cuerpo, las manos juntas en el regazo, el tronco muy erguido.

– Yo… -Lena calló. Al momento añadió-: El jefe Tolliver estará en la biblioteca dentro de media hora.

Rosen la miró, como si no supiera qué hacer. Para una madre, treinta minutos de espera para conocer los detalles de lo que le había pasado a su hijo era probablemente toda una vida.

– Jeffrey no sabe lo de… -dijo Lena e indicó el espacio que las separaba.

– ¿La terapia? -Rosen remató la frase, como si Lena fuera estúpida por no decir la palabra.

– Lo siento -dijo Lena, y esta vez era sincera.

Supuestamente había ido a consolar a Jill Rosen, no a gritarle. Jeffrey le dijo a Chuck que le sería muy valiosa para esa tarea, y ella lo había jodido todo en cinco minutos.

Lena lo intentó de nuevo.

– Lo siento de verdad.

Rosen levantó la barbilla, dándose por enterada de la disculpa, aunque sin aceptarla.

Lena levantó la silla del suelo. El deseo de salir disparada de la sala era tan fuerte que le dolían las piernas.

– Dígame lo que pasó. Necesito saberlo -le pidió la doctora.

Lena dobló las manos sobre el respaldo de la silla y las apretó con fuerza.

– Al parecer saltó desde el puente que hay junto al río -dijo-. Le encontró una estudiante y llamó a la policía. La forense llegó allí poco después y dictaminó la muerte.

Rosen inhaló y retuvo el aire en el pecho unos segundos.

– Era el camino que cogía para ir andando a clase.

– ¿Iba por el puente? -preguntó Lena.

Creía que Rosen debía de vivir cerca de la calle Mayor, donde residían muchos profesores.

– Siempre le robaban la bici -dijo Rosen, y Lena asintió.

En el campus acostumbraban a robar las bicicletas y el personal de seguridad no tenía ni idea de quién lo hacía.

Rosen volvió a suspirar, como si dejara que su cólera se liberara en pequeñas ráfagas.

– ¿Fue rápido? -preguntó.

– No lo sé -contestó Lena-. Creo que sí. Esa clase de cosas… tuvo que ser rápido.

– Andy es maníaco depresivo -le dijo Rosen-. Siempre ha sido muy sensible, pero su padre y yo estamos…

No acabó la frase, como si no quisiera confiarle a Lena tanta información. Considerando el arrebato de Lena, ésta no podía culparla.

– ¿Dejó alguna nota? -preguntó Rosen.

Lena sacó un papel del bolsillo de atrás y lo puso sobre la mesa. Rosen no se atrevía a cogerla.

– No son de Andy -dijo Lena, indicando las huellas de sangre que Frank y Jeffrey habían dejado sobre el papel.

Incluso teniendo en cuenta todo lo que había pasado con Tessa, a Lena le sorprendió que Frank le hubiera dejado llevar la nota a la madre de Andy.

– ¿Es sangre?

Lena asintió pero no le explicó nada. Que Jeffrey decidiera cuánta información quería proporcionar a la madre.

Rosen se puso las gafas, que le colgaban de una cadena al cuello. Aunque Lena no se lo había pedido, leyó en voz alta: -«No puedo soportarlo más. Te quiero, mamá. Andy.» Rosen respiró profundamente, como si pudiera contener el aire junto con el resto de sus emociones. Se quitó las gafas lentamente y dejó la nota de suicidio en la mesa. La miró como si pudiera seguir leyéndola y dijo:

– Es casi idéntica a la otra que escribió.

– ¿Otra? ¿Cuándo? -preguntó Lena; de pronto, su mente se centró en la investigación.

– El dos de enero. Se cortó las venas casi hasta el codo. Le encontré antes de que perdiera mucha sangre, pero… -Apoyó la cabeza en la mano, mirando la nota.

La rozó con los dedos, como si tocara una parte de su hijo: la única que le quedaba.

– Necesitaré que me la devuelva -le dijo Lena, aunque Jeffrey y Frank habían destruido su valor como prueba.

– Oh. -Rosen apartó la mano-. ¿Podré recuperarla?

– Sí, cuando todo acabe.

– Oh -repitió Rosen. Se puso a enredar con la cadenilla de las gafas-. ¿Puedo verle?

– Tendrán que hacerle la autopsia.

Rosen comprendió lo que eso significaba.

– ¿Por qué? ¿Han encontrado algo sospechoso?

– No -dijo Lena, aunque no estaba segura-. Se trata de pura rutina, porque nadie presenció el fallecimiento. No había nadie.

– El cuerpo… ¿está destrozado?

– No -dijo Lena, sabiendo que la respuesta era subjetiva. Lena aún se acordaba de cuando vio a su hermana en el depósito el año anterior. Aunque Sara la había limpiado, las pequeñas magulladuras y cortes que había en la cara de Sibyl parecían mil heridas.

– ¿Dónde está ahora?

– En el depósito. Dentro de un día o dos lo trasladarán al tanatorio -le dijo Lena.

A continuación, por la expresión consternada de Rosen, comprendió que la madre aún no se había hecho a la idea de que tendría que enterrar a su hijo. Lena pensó en disculparse, pero sabía lo poco que significaban las palabras.

– Andy quería que lo incineraran -dijo Rosen-. No creo que sea capaz. No creo que pueda permitir que… -Negó con la cabeza y no acabó la frase.

Se llevó la mano a la boca, y Lena vio que llevaba un anillo de casada.

– ¿Quiere que se lo diga a su marido?

– Brian no está en la ciudad -dijo Rosen-. Tiene una beca.

– ¿También trabaja en la universidad?

– Sí. -Rosen frunció el ceño mientras reprimía sus emociones-. Andy trabajaba con él, intentaba ayudarle. Pensábamos que estaba mejorando… -Intentó contener un sollozo, pero finalmente estalló.

Lena seguía agarrada al respaldo de la silla, mirando a la otra mujer. Rosen lloraba en silencio, con los labios separados, pero sin emitir ningún sonido. Se llevó la mano al pecho, y apretó los ojos cuando empezaron a caerle las lágrimas. Sus hombros delgados se doblaron hacia dentro, y le tembló la barbilla al caerle hasta el pecho.

Lena se moría de ganas de marcharse. Ni siquiera antes de la violación había servido para consolar a la gente. En los momentos de dificultad, se sentía amenazada, como si tuviera que renunciar a una parte de sí misma para poder consolar al otro. Quería volver a casa para recuperarse, para quitarse el gusto del miedo de la boca. Lena tenía que encontrar una manera de recobrar las fuerzas antes de volver al mundo. Sobre todo antes de ver a Jeffrey.

Rosen debió de intuir sus sentimientos. Se secó una lágrima y su tono se hizo enérgico.

– Tengo que llamar a mi marido -dijo-. ¿Me concede un momento?

– Por supuesto -contestó Lena, aliviada-. La veré en la biblioteca. -Puso una mano en el pomo, pero no tiró de él. Sin mirar a la doctora, dijo-: Sé que no tengo derecho a pedírselo -comenzó, consciente de que Jeffrey le perdería todo el respeto si Rosen le contaba lo ocurrido.

Rosen pareció intuir qué era exactamente lo que preocupaba a Lena.

– No, no tiene derecho a pedirlo -le espetó.

Lena giró el pomo, seguía sintiendo la mirada de Rosen, taladrándola. Lena se sintió atrapada, pero consiguió preguntar:

– ¿Qué?

Rosen le propuso lo que parecía un acuerdo.

– Si está sobria, no se lo contaré -contestó.

Lena tragó saliva, y sintió en la boca el sabor del whisky que su mente había estado deseando en los últimos minutos. Sin responder, cerró la puerta a su espalda.


Lena estaba sentada a una mesa vacía, junto al mostrador de préstamo de la biblioteca, viendo cómo Chuck hacía el ridículo con Nan Thomas, la bibliotecaria. Dejando aparte el hecho de que Nan Thomas, con su pelo castaño rata y sus gruesas gafas, no merecía la pena el esfuerzo, Lena sabía que la mujer era lesbiana. Nan había sido la amante de Sibyl durante cuatro años. Las dos mujeres vivían juntas cuando Sibyl fue asesinada.

Para no pensar más en Chuck, paseó la vista por la biblioteca, mirando a los estudiantes que estudiaban en las mesas alargadas que se alineaban en la parte central de la sala. Se acercaban los parciales y, aunque era domingo, había bastantes estudiantes. Además de la cafetería y el centro de orientación, la biblioteca era el único edificio que aquel día estaba abierto.

En lo referente a bibliotecas, Grant Tech era realmente impresionante. Lena imaginaba que, como la facultad no tenía equipo de fútbol, eso permitía gastar más dinero en instalaciones, pero seguía pensando que les habría ido mejor con un departamento de deportes. Hacía cinco años, unos profesores de Grant Tech desarrollaron una especie de inyección o píldora mágica que hacía que los cerdos engordaran más en menos tiempo. Los granjeros se entusiasmaron con el descubrimiento, y había una portada enmarcada de Porcine & Poultryí [1] junto a la entrada de la biblioteca, con una foto de los dos profesores con aspecto adinerado y satisfecho. El titular rezaba «Forrados con los cerdos» y, a juzgar por las sonrisas de los profesores, desde luego no les hacía falta el dinero. Como en casi todos los institutos de investigación, la universidad se quedaba una parte de los ingresos de cualquier cosa en la que trabajaran sus profesores, y Kevin Blake, el decano, había utilizado parte de ese dinero para reformar la biblioteca por completo.

Habían cambiado los cristales de los grandes vitrales que daban al lado este del campus, para que el calor y el aire acondicionado no se filtraran. La madera oscura que cubría las paredes y las dos plantas de estanterías que cubrían toda la pared habían sido aligeradas, de modo que seguían siendo imponentes, pero no opresivas. La atmósfera general era relajante, y a Lena le gustaba acudir allí por la noche al acabar el trabajo. Se sentaba en uno de los cubículos de la parte delantera y hojeaba cualquier libro que estuviera a mano hasta eso de las diez, momento en que regresaba a su habitación, se tomaba un par de copas para aliviar la tensión e intentaba dormir. Por lo general le funcionaba. Había algo reconfortante en tener un horario.

– Joder -gruñó Lena cuando Richard Carter se le acercó.

Sin esperar a ser invitado, Richard se desplomó en la silla que había delante de Lena.

– Hola, chica -le dijo con una sonrisa.

– Hola -saludó ella, inyectando en su tono toda la antipatía que le fue posible.

– ¿Te cuento algo?

Lena se lo quedó mirando, deseaba que se fuera. El ex profesor ayudante de Sibyl era un tipo bajo y fornido que hacía poco había cambiado sus gruesas gafas por lentes de contacto. Richard era tres años más joven que Lena, pero ya le raleaba la coronilla, cosa que intentaba disimular peinándose el resto del pelo hacia atrás. Entre las lentillas nuevas, que le hacían parpadear constantemente, y la uve que le formaba el pelo en la frente, parecía un búho desconcertado.

Desde la muerte de Sibyl, Richard había ascendido a profesor asociado del departamento de biología, donde, considerando su repelente personalidad, su carrera probablemente se estancaría. Richard se parecía mucho a Chuck, pues también él intentaba disimular su agobiante estupidez con un aire de superioridad completamente infundado. Ni siquiera era capaz de pedir el desayuno en un restaurante sin darle a entender a todo el mundo que sabía de huevos más que el cocinero.

– ¿Te has enterado de lo de ese chaval? -Richard soltó un silbido por lo bajo parecido a un avión al aterrizar, bajando la mano en el aire hasta dar una palmada en la mesa para poner énfasis-. Saltó desde el puente.

– Sí -dijo ella, pero no añadió nada más.

– Se habla de asesinato -comentó Richard, casi eufórico. Le encantaba el chismorreo más que a una mujer; muy apropiado, considerando que era más maricón que un supositorio-. Su padre y su madre trabajan en la universidad. Su madre está en el departamento de orientación. ¿Te imaginas el escándalo?

Lena sintió un arrebato de vergüenza al pensar en Jill Rosen.

– Imagino que los dos están destrozados. Su hijo ha muerto -dijo a Richard.

Richard torció la comisura de los labios, mirando abiertamente a Lena de arriba abajo. A pesar de ser un capullo egocéntrico, era bastante perspicaz, y Lena se decía que ojalá no adivinara sus pensamientos.

– ¿Los conoces? -preguntó Richard.

– ¿A quiénes?

– A Brian y Jill -dijo, mirando por encima de la espalda de Lena.

Saludó con la mano, como una adolescente tonta, a alguien antes de volverse a concentrar en Lena.

Ella se lo quedó mirando, sin responder a la pregunta.

– ¿Has perdido peso?

– No -dijo ella, aunque sí había adelgazado. Los pantalones le quedaban más holgados que la semana pasada. Últimamente Lena no tenía mucha hambre-. ¿Era uno de tus alumnos?

– ¿Andy? -preguntó Richard-. Sibyl lo había tenido un trimestre justo antes de que…

– ¿Qué clase de muchacho era?

– Desagradable, ya que me lo preguntas. Sus padres le daban todo lo que querían.

– ¿Malcriado?

– Mucho -confirmó Richard-. Casi suspende la asignatura de Sibyl. Biología orgánica. ¿Tan difícil es? Se suponía que iba a ser el próximo Einstein, ¿y no podía aprobar la orgánica? -Richard soltó un bufido de disgusto-. Brian intentó presionar a Sibyl, pedir que le devolviera algunos favores para conseguir que le subiera la nota.

– Sibyl no hacía ese tipo de favores.

– Claro que no -dijo Richard, como si jamás lo hubiera puesto en duda-. Sib fue muy correcta, como siempre, pero Brian estaba enfadado. -Bajó la voz-. Seré honesto. Brian siempre estuvo celoso de Sibyl. Noche y día presionaba para conseguir su puesto de jefe de departamento.

Lena se preguntó si Richard le estaba diciendo la verdad o sólo removía la mierda. Tenía la costumbre de meterse siempre en medio. Durante la investigación del asesinato de Sibyl, hubo un momento en que su bocaza casi le hace figurar en la lista de sospechosos, aunque era tan poco probable que asesinara a alguien como que a Lena le salieran alas.

Intentó ponerlo en un aprieto.

– Parece que conoces muy bien a Brian.

Richard se encogió de hombros, saludando a alguien que estaba detrás de Lena mientras decía:

– Es un departamento pequeño. Trabajamos todos juntos. Eso fue obra de Sibyl. Ya sabes que su lema era «Trabajo en equipo».

Richard volvió a saludar a alguien.

Lena casi sentía ganas de volverse y ver si había alguien detrás de ella, pero decidió que le sería más útil sacarle información a Richard.

– De todos modos -comenzó Richard-, Andy acabó dejando los estudios, y naturalmente su papá le encontró un trabajo en el laboratorio. -Soltó un bufido de irritación-. Tampoco es que a mí me parezca trabajar pasarse seis horas sentado escuchando rap. Y que no se te ocurriera quejarte a Brian.

– Imagino que se lo tomará muy mal.

– ¿Y quién no? -preguntó Richard-. Supongo que los dos estarán destrozados.

– ¿A qué se dedica Brian?

– A la investigación biomédica. Ahora tiene una beca, y entre tú y yo… -No acabó la frase, pero Lena supo que era entre Richard y toda la facultad-. Bueno, digamos que si no consigue esa beca, tiene que irse de aquí.

– ¿No tiene plaza fija?

– Oh -dijo Richard como si lo supiera todo-, tiene una plaza fija.

Lena esperó unos momentos, pero Richard permaneció inusitadamente silencioso. Lena sólo llevaba unos meses trabajando en el campus, pero ya se imaginaba cómo la universidad se libraría de un profesor que no cumplía con sus obligaciones. Richard, que se pasaba el día enseñando repaso de biología a los alumnos de primero más torpes, era un perfecto ejemplo de cómo la administración podía castigar a los profesores sin llegar a despedirlos. La única diferencia era que alguien como Richard nunca se marcharía.

– ¿Era inteligente? -preguntó Lena.

– ¿Andy? -Richard se encogió de hombros-. Estaba aquí, ¿no?

Lena sabía que esa frase se podía entender de muchas maneras. Grant Tech era una buena universidad, pero que cualquiera que tuviera talento quería ir a la Georgia Tech de Atlanta. Al igual que la Universidad Emory de Decatur, Georgia Tech se consideraba una de las universidades más prestigiosas del sur. Sibyl había estudiado en Georgia Tech con una beca completa, lo que enseguida la había hecho sobresalir entre los demás. Podría haber dado clases en cualquier parte, pero en Grant encontró algo que la atrajo.

Richard parecía pensativo.

– Yo quería ir a Georgia Tech, ya lo sabes. Desde siempre. Iba a ser mi pasaporte de salida de Perry. -Sonrió, y durante un segundo pareció un ser humano como cualquier otro-. Cuando era niño tenía todas las paredes cubiertas de pósteres. Yo era un Náufrago Errante -dijo, citando el famoso himno de Georgia Tech-. Iba a enseñarles todo lo que valía.

– ¿Por qué no fuiste? -preguntó Lena, pensando que le incomodaría.

– Oh, me aceptaron -dijo Richard, esperando que eso la impresionara-. Pero mi madre acababa de morir, y… -No acabó la frase-. Bueno. Ahora ya no se puede hacer nada. -Señaló a Lena con el dedo-. Aprendí mucho de tu hermana. Era muy buena profesora. Para mí era un modelo a seguir.

Lena dejó que ese cumplido flotara entre ambos. No quería hablar de Sibyl con Richard.

– Oh, Dios -dijo Richard poniéndose en pie-. Ahí está Jill. Rosen estaba en la puerta, buscando a Lena con la mirada. La mujer parecía perdida, y Lena estaba pensando si debía decirle algo cuando Richard le dedicó uno de sus saluditos de nena.

Jill Rosen le saludó sin mucha convicción, avanzando hacia ellos.

Richard se puso en pie y dijo:

– Oh, cariño -mientras le cogía las manos a Rosen.

– Brian ya está en camino -le explicó-. Intentarán conseguirle plaza en el primer avión que salga de Washington.

Richard frunció el ceño y ofreció su ayuda.

– Si puedo hacer algo por ti o por Brian…

– Gracias -contestó Rosen, mirando a Lena.

– Te veré luego -dijo Lena a Richard.

Richard arqueó las cejas e inició una elegante retirada, insistiendo en su disponibilidad:

– Lo que necesites -le dijo a Jill Rosen.

Ésta le dirigió una tensa sonrisa de agradecimiento cuando se fue.

– ¿Ya ha llegado el jefe Tolliver? -preguntó a Lena.

– Todavía no.

Rosen la miró, probablemente intentando comprobar si Lena mantenía su parte del trato. Y así había sido. Lena estaba sobria. Las dos copas que se había tomado en su apartamento después de contarle a Rosen lo de su hijo no bastaban para emborracharla.

– Antes tenía que hacer un par de cosas -dijo Lena.

– ¿Te refieres a lo de la muchacha? -preguntó Rosen, y Lena imaginó que le habrían contado lo de Tessa Linton al menos veinte veces entre el centro de orientación y la biblioteca.

– No quise contárselo -le explicó Lena.

La mujer le habló en tono cortante.

– Desde luego que no.

– No por eso -dijo Lena-. No estamos seguros de que guarde relación con lo ocurrido a Andy. No quería que pensara que…

– ¿Era la sangre de la chica la que había en la nota?

– Eso fue después -dijo Lena-. Acababan de cogerla y…

Los ojos de Rosen se llenaron de lágrimas. Apoyó las manos en la mesa, como si necesitara ayuda para sostenerse.

– Puedo dejarla sola, si quiere -dijo Lena, deseando con todas sus fuerzas que la mujer le tomara la palabra.

– No -dijo Rosen, sonándose otra vez la nariz.

No le dio ninguna explicación acerca de por qué no quería que Lena se fuera.

Las dos permanecieron de pie, mirando sin interés a la gente de la biblioteca. Lena se dio cuenta de que se estaba frotando las cicatrices de las manos y se obligó a detenerse.

– Siento lo de su hijo. Sé lo que es perder a alguien.

Rosen asintió, aún mirando a otro lado.

– Después del primer intento -se señaló el brazo, y Lena sé dio cuenta de que se refería al anterior intento de suicidio de Andy-, mejoró. Habíamos encontrado la medicación adecuada. Parecía que le iba mejor. -Sonrió-. Acabábamos de comprarle un coche.

– ¿Estaba matriculado en la universidad? -preguntó Lena.

– Richard ya se lo habrá contado, supongo -dijo, pero no había resentimiento en su voz-. Lo sacamos el último trimestre para que pudiera ponerse mejor. Ayudaba a su padre en el laboratorio, y también a mí en la clínica. -Sonrió al recordar-. Los jueves iba a clases de arte. Era muy bueno.

Lena se dijo qué ojalá tuviera su libreta a mano para anotar toda esa información, pero tampoco había razón para hacerlo. Como señalara Jeffrey, Lena no era policía, sólo el recadero de Chuck, y poco más.

– ¿Qué quiere de mí el jefe Tolliver? -preguntó Rosen.

– Probablemente una lista de los amigos de su hijo, adónde iba. -Lena dijo lo primero que se le ocurrió, incapaz de dejar de pensar como un poli-. ¿Andy tomaba drogas?

Rosen pareció sorprendida.

– ¿Qué le hace preguntar eso?

– La gente con depresión suele automedicarse.

Rosen inclinó la cabeza a un lado, dándole a entender a Lena que sabía a qué se refería.

– Sí, tomaba drogas. Primero hierba, pero el año pasado comenzó con cosas más fuertes.

Le enviamos a un centro de desintoxicación. Salió un mes después. -Hizo una pausa. Me dijo que estaba limpio, pero nunca se puede estar segura.

Lena admiró el hecho de que la mujer admitiera que no lo sabía todo de su hijo. Según su experiencia, los padres solían insistir en que conocían a su chaval mejor que nadie, incluido él mismo.

– Cuando acabó la desintoxicación, ninguno de sus amigos quería verle. La gente que toma drogas no quiere tener cerca a alguien que lo ha dejado. -Como si acabara de ocurrírsele, añadió-: Aunque siempre estaba solo. Nunca acabó de encajar. Era muy inteligente, y a los demás chicos eso les molestaba. Supongo que se podría decir que se sentía un poco aislado.

– ¿Alguno de sus amigos estaba enfadado con él? ¿Lo bastante enfadado como para desearle algún mal?

Lena vio una chispa de esperanza en los ojos de Rosen cuando ésta preguntó:

– ¿Cree que alguien pudo empujarle?

– No -respondió Lena, sabiendo que Jeffrey la mataría por meter esa idea en la cabeza de Rosen.

Al pensar en Jeffrey, se le cayó el alma a los pies.

– Escuche -le dijo a Rosen-, ¿va a contarle a Jeffrey lo de hoy o no?

Rosen tardó unos instantes en responder. Se acercó a Lena, como si quisiera olerle el aliento. Todo lo que olería sería a dentífrico de menta, pero Lena experimentó una sensación de pánico.

– No -decidió Rosen-. No le contaré lo de hoy.

– ¿Y lo de antes?

Rosen parecía confusa.

– ¿Que seguía una terapia? -Negó con la cabeza-. Eso es confidencial, Lena. Ya se lo dije al principio. No tengo costumbre de revelar quiénes son mis pacientes.

Lena se limitó a asentir, llena de alivio. Siete meses atrás Jeffrey le había dado un ultimátum: «Ve a un psiquiatra o búscate otro empleo». En aquel momento, la elección le había parecido sencilla, y le arrojó la placa y la pistola sobre la mesa sin reservas. Ahora Lena se metería una bala en la cabeza antes de admitir delante de Jeffrey que el mes pasado había cedido y acudido al médico. Su orgullo no podía aceptarlo.

Como si de una obra de teatro se tratara, en cuanto pensó en él se abrieron las grandes puertas de roble de la sala y apareció Jeffrey, recorriendo la biblioteca con la mirada. Chuck se le acercó para recibirle, pero Jeffrey debió de soltarle alguna fresca, pues al momento éste se marchó con el rabo entre las piernas. Lena nunca había visto a Jeffrey tan abatido. Se había cambiado de ropa, pero llevaba el traje arrugado e iba sin corbata. A medida que se le acercaba, era más consciente de su aspecto lamentable.

– Doctora Rosen -dijo Jeffrey-. Siento lo de su hijo.

No le estrechó la mano ni esperó a que ella reaccionara a sus palabras, lo que a Lena le pareció muy impropio de Jeffrey.

Le acercó una silla a Rosen.

– Necesito que me conteste algunas preguntas.

Rosen se sentó y preguntó:

– ¿La chica está bien?

La expresión de Jeffrey cambió de manera casi imperceptible, lo suficiente para que Lena sintiera compasión de él.

– Todavía no lo sabemos -dijo-. En estos instantes, la familia la lleva a Atlanta.

Rosen dobló el pañuelo de papel que tenía en la mano.

– ¿Cree que la persona que la atacó pudo matar a mi hijo?

– En estos momentos -dijo Jeffrey-, creemos que la muerte de su hijo fue un suicidio.-Hizo una pausa, probablemente para que ella asimilara sus palabras-. He hablado con su marido.

– ¿Brian?

Rosen estaba sorprendida.

– Llamó a la comisaría después de hablar con usted -le dijo Jeffrey y, por la manera de erguir los hombros, Lena adivinó que el padre de Andy había sido todo menos educado.

Rosen debió de comprenderlo.

– A veces Brian puede ser muy brusco -dijo a modo de disculpa.

– Doctora Rosen -repuso Jeffrey-, todo lo que puedo decirle es lo que le dije a él. Seguiremos todas las pistas que podamos, pero, dado el historial de su hijo, lo más probable es que se suicidara.

– He estado hablando con la detective Adams… -le dijo Rosen.

– Lo siento -la interrumpió Jeffrey-. La señora Adams ya no pertenece a la policía. Es guarda de seguridad del campus.

El tono de Rosen indicaba que no iba a dejarse atrapar en esa batalla.

– No entiendo qué tiene que ver la jerarquía con el hecho de que mi hijo haya muerto, señor Tolliver.

Jeffrey parecía arrepentido.

– Lo siento -repitió, sacando algo del bolsillo de la americana-. Encontramos esto en el bosque -dijo, mostrándole una cadena de plata de la que colgaba una estrella de David-. No hay ninguna huella, así que…

Rosen soltó un grito ahogado, agarrando la cadena. Volvieron a brotarle las lágrimas, y la cara pareció hundírsele en el cuello mientras se llevaba el colgante a los labios y decía:

– Andy, oh, Andy…

Jeffrey le lanzó una mirada a Lena y, al ver que no hacía ademán de consolar a Jill Rosen, puso la mano en el hombro de la mujer, intentando hacerlo él mismo. Le dio unos golpecitos como si fuera un perro, y Lena se preguntó por qué se consideraba aceptable que un hombre no supiera consolar a los demás, mientras que el mismo defecto en una mujer la despojaba de su condición de persona.

Rosen se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento.

– Es del todo comprensible -le dijo Jeffrey, dándole unos golpecitos en el hombro.

Rosen manoseó el colgante, manteniéndolo cerca de la boca.

– Hacía tiempo que no se lo ponía. Creía que lo había regalado o vendido.

– ¿Vendido? -preguntó Jeffrey.

– Cree que Andy tomaba drogas -le explicó Lena.

– Su padre dice que estaba limpio -comentó Jeffrey.

Lena se encogió de hombros.

– ¿Su hijo tenía novia? -preguntó Jeffrey a Rosen.

– Nunca salió con nadie en serio. -Soltó una carcajada carente de alegría-. Ni con chicos ni con chicas, aunque eso no nos habría importado. Sólo queríamos que fuera feliz.

– ¿Hay alguien con quien se viera a menudo? -preguntó Jeffrey.

– No -dijo ella-. Creo que se sentía muy solo.

Lena observó a Rosen, a la espera de más información, pero la doctora estaba empezando a perder otra vez la compostura. Cerró los ojos y los apretó con fuerza. Movió los labios sin emitir ningún sonido, y Lena no adivinó lo que decía.

Jeffrey concedió unos momentos a la madre antes de decir:

– ¿Doctora Rosen?

– ¿Podría verle? -preguntó Rosen.

– Desde luego. Jeffrey se puso en pie y le tendió la mano a la mujer-. La acompañaré al depósito -dijo, y a Lena-: Chuck ha ido a ver a Kevin Blake.

– Muy bien -contestó Lena.

Rosen parecía absorta en sus pensamientos, pero le dijo a Lena:

– Gracias.

– No hay de qué.

Lena se obligó a tocarle el brazo a Jill Rosen en lo que esperó fuera un gesto de consuelo.

Con una mirada, Jeffrey comprendió las palabras que intercambiaron.

– Luego hablaré contigo -le dijo a Lena en un tono que sonó a amenaza más que a otra cosa.

Lena se frotó el dorso de la mano con el pulgar mientras se alejaban. Le llegaron unos ruidos procedentes del balcón del segundo piso, donde unos chavales armaban jaleo, pero no les hizo caso. Se sentó y repasó lo ocurrido en los diez últimos minutos, pensando en qué debería haber hecho de otro modo. Llevaba un par de minutos reflexionando cuando se dio cuenta de que lo que realmente necesitaba para hacer las cosas bien era repasar el maldito año entero.

– Dios -refunfuñó Nan Thomas, desplomándose en la silla que había delante de Lena. ¿Cómo puedes trabajar con ese soplapollas?

– ¿Chuck? -Lena se encogió de hombros, pero la alegró que la distrajeran-. Es mi trabajo.

– Preferiría archivar libros en el infierno -dijo Nan mientras se recogía el pelo greñudo con una tira elástica.

Había una enorme huella de pulgar en el cristal derecho de sus gafas, pero Nan no pareció darse cuenta. Llevaba una camiseta rosa de Pepto-Bismol por dentro de una falda vaquera con elástico en la cintura. Completaba el conjunto unas zapatillas de deporte rojas y unos calcetines rosa a conjunto.

– ¿Qué haces este fin de semana? -preguntó Nan. Lena volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Pensaba decirle a Hank que viniera para Pascua. A lo mejor cocina un jamón.

Lena buscó alguna excusa, pero la invitación la había pillado desprevenida. Miraba el calendario sólo para ver cuándo le tocaba cobrar, no para calcular cuándo había alguna fiesta. La Pascua la cogía de improviso.

– Lo pensaré -dijo Lena y, para su alivio, Nan se lo tomó bien. Le llegó un grito procedente de la parte de arriba, y ambas se volvieron. Unos chavales jugaban en un balcón. Uno de ellos debió de intuir el enfado de Nan, porque le lanzó una sonrisa de disculpa antes de abrir el libro que tenía en la mano y fingir leerlo.

– Idiotas -dijo Lena.

– Bah, son buenos chicos -le dijo Nan, pero no les quitó ojo durante unos momentos para asegurarse de que dejaban de alborotar.

Nan era la última persona sobre la tierra con la que habría pensado trabar amistad, pero en los últimos meses algo había cambiado. No eran amigas en el sentido literal de la palabra -a Lena no le interesaba ir al cine con ella ni que Nan le comentara el lado homosexual de su vida-, pero hablaban de Sibyl, y, para Lena, hablar de Sibyl con alguien que realmente la conoció era como tenerla otra vez junto a ella.

– Te llamé ayer por la noche -dijo Nan-. No sé por qué no tienes contestador.

– Conseguiré uno -dijo Lena, aunque ya tenía uno en el fondo del armario.

Lena lo desconectó la primera semana que vivió en el campus. Las únicas personas que la llamaban eran Nan y Hank, y ambos dejaban los mismos mensajes de preocupación, interesándose por cómo le iba. Ahora Lena tenía conectado el identificador de llamadas, y eso era todo lo que necesitaba para filtrar las pocas que tenía.

– Richard ha estado aquí -dijo.

– Oh, Lena. -Nan frunció el ceño-. Espero que no fuera grosero.

– Intentaba sacar los trapos sucios.

Como siempre, Nan intentó defender a Richard.

– Brian trabaja en su departamento. Estoy segura de que Richard sólo quería saber qué había pasado.

– ¿Le conocías? Al chico, quiero decir.

Nan negó con la cabeza.

– Vi a Jill y a Brian en la fiesta de la facultad de las navidades pasadas, pero no nos tratábamos. Quizá deberías hablar con Richard -sugirió-. Trabajaban en el mismo laboratorio.

– Richard es un gilipollas.

– Se portó muy bien con Sibyl.

– Sibyl sabía cuidarse sola -insistió Lena, aunque las dos sabían que eso no era cierto.

Sibyl era ciega. Richard había sido sus ojos en el campus, haciendo su vida mucho más fácil.

Nan cambió de tema y dijo:

– Me gustaría que aceptaras parte del dinero del seguro…

– No -la cortó Lena.

Sibyl había suscrito un seguro de vida a través de la universidad, con doble indemnización en caso de muerte accidental. Nan había sido la beneficiaria, y desde que cobrara el cheque le había estado ofreciendo la mitad del dinero a Lena.

– Sibyl te lo dejó a ti -le repitió Lena por millonésima vez-. Quería que tú lo tuvieras.

– Ni siquiera hizo testamento -le replicó Nan-. No le gustaba pensar en la muerte, por no hablar de hacer planes para cuando ocurriera. Ya sabes cómo era.

Lena sintió cómo las lágrimas le humedecían los ojos.

– La única razón por la que suscribió ese seguro -explicó Nan- fue porque la universidad se lo ofreció gratis con la póliza sanitaria. Y me hizo beneficiaria sólo porque…

– … porque quería que tú te quedaras el dinero -acabó la frase Lena, utilizando el dorso de la mano para secarse los ojos. Había llorado tanto durante el último año que ya no la avergonzaba hacerlo en público-. Escucha, Nan, te lo agradezco, pero es tu dinero. Sibyl quería que te lo quedaras.

– No habría querido que trabajaras para Chuck. Le habría parecido horrible.

– A mí tampoco me entusiasma -admitió Lena, aunque a la única persona a quien se lo había dicho era a Jill Rosen-. Es sólo algo para ir tirando hasta que decida qué quiero hacer con mi vida.

– Podrías volver a la universidad.

Lena se rió.

– Soy un poco mayor para volver a estudiar.

– Sibyl siempre decía que preferirías sudar la gota gorda corriendo un maratón en pleno agosto que pasarte diez minutos dentro de un aula con aire acondicionado.

Lena sonrió, y sintió cómo se aliviaba su dolor cuando su mente evocó la voz de Sibyl diciendo exactamente lo mismo. A veces se producía un chasquido en el cerebro de Lena, y las cosas malas desaparecían y sólo quedaba lo bueno.

– Es difícil creer que ha pasado un año -dijo Nan.

Lena miró por la ventana, pensando en lo curioso que era estar hablando así con Nan. De no haber sido por Sibyl, Lena se habría mantenido lo más alejada posible de alguien como Nan Thomas.

– Esta semana he pensado mucho en ella -dijo Lena. Había visto algo en la cara de Sara Linton mientras subían a su hermana en el helicóptero que le había afectado más que ninguna otra cosa en mucho tiempo-. A Sibyl le encantaba esta época del año.

– Le encantaba pasear por el bosque -dijo Nan-. Los viernes siempre procuraba salir del trabajo un poco antes para que pudiéramos dar un paseo antes de que anocheciera.

Lena tragó saliva, temiendo que, si abría la boca, se le escapara un sollozo.

– De todos modos -dijo Nan, apoyando las palmas planas sobre la mesa al ponerse en pie-, será mejor que empiece a catalogar algunos libros antes de que vuelva Chuck y me invite a cenar.

Lena también se puso en pie.

– ¿Por qué no le dices simplemente que eres lesbiana?

– ¿Para que le dé más morbo? -contestó Nan-. No, gracias.

Lena estuvo de acuerdo. A ella tampoco le había hecho ninguna gracia imaginarse a Chuck leyendo en el periódico los escabrosos detalles de su agresión.

– Además -dijo Nan-, alguien como él diría que la única razón por la que no quiero salir con él es que soy lesbiana, y que ya se sabe que las lesbianas odian a los hombres. -Nan se inclinó hacia delante y le dijo en tono cómplice-. Cuando la verdad es que no odio a todos los hombres. Sólo a él.

Lena negó con la cabeza, y se dijo que, si ése era el criterio, todas las mujeres del campus eran lesbianas.

4

El Hospital Grady era uno de los centros de traumatología de nivel más respetados del país, pero su reputación entre los habitantes de Atlanta era notoriamente mala. Dirigido por la Autoridad Hospitalaria de Fulton-DeKalb, el Grady era uno de los pocos hospitales públicos de la zona y, a pesar de que albergaba una de las unidades de quemados más grandes del país, tenía uno de los programas VIH/sida más completos de la nación, y servía como centro regional de tratamiento para bebés y madres de alto riesgo. Si entrabas con el estómago descompuesto o con dolor de oído, era más que probable que tuvieras que esperar dos horas para ver al médico… eso si tenías suerte.

El Grady era un hospital universitario, y la Universidad Emory, el alma máter de Sara, así como la Facultad Morehouse, proporcionaban una incesante provisión de internos. Las plazas de urgencias eran las más buscadas por los estudiantes, pues se decía que el Grady era el mejor lugar del país donde aprender medicina de urgencias. Quince años atrás, Sara había luchado con uñas y dientes para obtener un puesto en el equipo de pediatría, y había aprendido más en un año que muchos médicos durante toda una vida. Cuando se fue de Atlanta para regresar a Grant County, a Sara jamás se le pasó por la cabeza que volvería al Grady, sobre todo en esas circunstancias.

– Alguien viene -dijo el hombre que estaba junto a Sara. Todos los que estaban en la sala de espera (al menos treinta personas) levantaron los ojos hacia la enfermera, expectantes.

– ¿Señora Linton?

A Sara el corazón le dio un vuelco, y por una fracción de segundo pensó que su madre había llegado por fin. Se puso en pie, colocó una revista sobre la silla para que no se la quitaran, aunque, en las dos últimas horas, ella y el anciano que había a su lado se habían estado guardando el sitio mutuamente.

– ¿Ya ha salido del quirófano? -preguntó Sara, incapaz de contener el temblor de la voz.

El cirujano había calculado una intervención de al menos cuatro horas, estimación que a Sara le había parecido optimista.

– No -le dijo la enfermera, conduciendo a Sara al mostrador de enfermeras-. Tiene una llamada telefónica.

– ¿Son mis padres? -preguntó Sara, levantando la voz para hacerse oír.

El pasillo estaba abarrotado de gente; médicos y enfermeras pasaban zumbando con paso decidido mientras procuraban no verse superados por la progresiva cantidad de pacientes que inundaba el centro hospitalario.

– Dice que es agente de policía. -La enfermera le entregó el teléfono a Sara y le dijo-: Sea breve. No podemos permitir llamadas privadas en esta línea.

– Gracias.

Sara cogió el teléfono, reclinándose contra el mostrador, procurando no molestar.

– ¿Jeffrey? -preguntó.

– Hola -dijo él, con una voz en la que había la misma tensión que ella experimentaba. ¿Ya ha salido del quirófano?

– No -dijo Sara, recorriendo el pasillo con la mirada en dirección a la sala de cirugía.

Varias veces se le había ocurrido traspasar la puerta, intentar averiguar qué estaba pasando, pero un vigilante apostado en la puerta del quirófano parecía tomarse su trabajo muy en serio.

– ¿Sara?

– Estoy aquí.

– ¿Qué pasa con el bebé? -preguntó Jeffrey.

Sara sintió un nudo en la garganta. Se sentía incapaz de hablar de Tessa con él. No así.

– ¿Has averiguado algo? -inquirió.

– He hablado con Jill Rosen, la madre del suicida. No me ha dicho gran cosa. En el bosque encontramos una cadena, una especie de collar con una estrella de David, que pertenecía al chaval. -Como Sara no respondiera, añadió-: Andy, el suicida, o bien estaba en el bosque o alguien le quitó la cadena y se internó en el bosque.

Se obligó a hablar.

– ¿Qué te parece lo más probable?

– No lo sé -respondió-. Brad vio a Tessa recoger una bolsa de plástico blanca del suelo mientras subía la colina.

– Tenía algo en la mano -recordó Sara.

– ¿Hay alguna razón por la que recogiera basura?

Sara intentó pensar.

– ¿Por qué?

– Brad dijo que eso es lo que parecía estar haciendo en la colina. Encontró una bolsa y comenzó a meter basura dentro.

– Puede -dijo Sara, perpleja-. Antes se había quejado de la gente que ensuciaba. No lo sé.

– A lo mejor encontró algo en la colina y lo puso en una bolsa. Encontramos la estrella de David que pertenecía a la víctima, pero estaba en el interior del bosque.

– Si Tessa recogió algo, significaría que alguien nos miraba mientras estábamos junto al cadáver. ¿Cómo se llamaba? ¿Andy?

– Andy Rosen -le confirmó Jeffrey-. ¿Sigues pensando que hay algo raro?

Sara no sabía qué responder. Parecía que hacía una eternidad que había examinado a Rosen. Casi ni recordaba el aspecto que tenía el cuerpo.

– ¿Sara?

Ella le dijo la verdad.

– Ya no me acuerdo.

– Tenías razón cuando dijiste que lo había intentado antes. Su madre lo confirmó. Se rajó el brazo.

– Un intento anterior y una nota -dijo Sara, reflexionando que, aparte de lo que pudiera surgir en la autopsia, esos dos factores serían concluyentes a la hora de dictaminar suicidio-. Podemos hacerle un examen toxicológico. No habría saltado de ese puente sin luchar.

– Tenía un arañazo en la espalda.

– No se lo había hecho de manera violenta.

– Puedo hacer que Brock lo compruebe -le propuso. Dan Brock, el responsable de pompas fúnebres de la zona, había sido el forense del condado antes de que Sara aceptara el empleo-. Hasta ahora no he mencionado que haya nada sospechoso. Brock sabe guardar un secreto.

– Que le tome muestras de sangre, pero quiero hacer yo la autopsia -dijo Sara.

– ¿Crees que podrás?

– Si esto tiene alguna relación -comenzó-. Si quienquiera que le hizo eso a Tessa… -Sara no pudo acabar la frase, pero nunca hasta ahora había sentido necesidad de venganza. Por fin dijo-: Sí, podré hacerlo.

Jeffrey no parecía muy seguro, pero le informó:

– Estamos registrando el apartamento de Andy. Han encontrado una pipa en su cuarto. La madre dice que hace tiempo tuvo problemas con las drogas, pero el padre dice que lo dejó.

– Muy bien -afirmó Sara.

Sintió cómo montaba en cólera ante la idea de que su hermana se hubiera visto atrapada en el fuego cruzado de algo tan estúpido y absurdo como una transacción de drogas que había salido mal. El apuñalamiento de Tessa era el tipo de violencia que solía pasar por alto la gente que afirmaba que las drogas eran una diversión inofensiva.

– Estamos espolvoreando la habitación, intentando obtener huellas para pasarlas por el ordenador. Mañana hablaré con los padres. La madre me dio un par de nombres, pero ya se han trasladado de universidad o se han graduado.

Jeffrey hizo una pausa, y Sara se dio cuenta de que se sentía frustrado.

Las puertas de la sala de cirugía se abrieron de golpe, pero el paciente no era Tessa. Sara apretó los talones contra el mostrador de las enfermeras para que el equipo pudiera pasar. Una anciana de pelo rubio oscuro iba en la camilla, con los párpados vendados tras la operación.

– Y los padres, ¿cómo se han tomado la noticia? -preguntó Sara, pensando en los suyos.

– Bien, dadas las circunstancias. Jeffrey hizo una pausa-. La madre se derrumbó en el coche. Algo pasa entre ella y Lena. Pero no sé lo que es.

– ¿Como qué? -preguntó Sara, aunque Lena Adams era la última persona en el mundo que le importaba en ese momento.

– No lo sé -dijo él, y no era para sorprenderse. Sara le oyó tamborilear los dedos-. Rosen perdió el control en el coche. Simplemente lo perdió. -Dejó de tamborilear-. Su marido me llamó cuando se enteró. Lo trajeron directamente de la estación. -Hizo una pausa-. Los dos están destrozados. Estas cosas pueden ser muy duras. La gente suele…

– Jeffrey -le interrumpió Sara-. Te necesito… -De nuevo sintió un nudo en la garganta, como si las palabras la asfixiaran-. Te necesito aquí.

– Lo sé -dijo él en un tono de resignación-. No creo que pueda venir.

Sara se secó los ojos con el dorso de la mano. Uno de los médicos que pasaban levantó la vista hacia ella, pero enseguida la bajó hacia el gráfico que llevaba en las manos. Sintiéndose estúpida y observada por todo el mundo, intentó resistir las emociones que pugnaban por aflorar.

– Claro, lo entiendo -dijo por fin.

– No, Sara.

– Será mejor que cuelgue. Estoy hablando desde el mostrador de enfermería. Un tipo se ha pasado una hora al teléfono en la sala de espera. -Se rió, sólo para relajarse-. Hablaba en ruso, pero creo que era un traficante de drogas y estaba cerrando algún negocio.

– Sara -la interrumpió Jeffrey-, se trata de tu padre. Me ha pedido… me ha ordenado que no viniera.

– ¿Qué? -Sara pronunció la palabra tan fuerte que varias personas levantaron la vista de su trabajo.

– Estaba alterado. No lo sé. Me dijo que no fuera al hospital, que era un asunto familiar.

Sara bajó la voz.

– Él no tiene derecho a decidir…

– Sara, escúchame -dijo Jeffrey, con más serenidad en la voz de la que ella sentía-. Es tu padre. Tengo que respetar su decisión. -Hizo una pausa-. Y no es sólo tu padre. Cathy dijo lo mismo.

Se sintió idiota por repetirse, pero todo lo que consiguió articular fue:

– ¿Qué?

– Tienen razón -dijo Jeffrey-. Tessa no debería haber estado allí. No debería haberle permitido que…

– Soy yo quien la llevó a la escena del crimen -le recordó Sara, y la culpa que había experimentado en las últimas horas volvió a agitarse en su interior.

– Ahora están muy afectados. Y es comprensible. Jeffrey hizo una pausa, como si pensara cómo expresarse-. Necesitan tiempo.

– ¿Tiempo para ver qué pasa? -le preguntó-. Si Tessa se recupera, entonces te invitaremos a comer el domingo, y si no… -No pudo acabar la frase.

– Están enfadados. Así es como se sienten las personas cuando pasa algo semejante. Se sienten desamparados, y se enfadan con el primero que tienen cerca.

– Yo también estaba cerca -le recordó Sara.

– Sí, bueno…

Por un momento, Sara se sintió demasiado consternada para hablar. Al final preguntó:

– ¿Están enfadados conmigo?

Aunque sabía que tenían muchos motivos para estarlo. Sara era responsable de Tessa. Siempre lo había sido.

– Necesitan tiempo, Sara -dijo Jeffrey-. Tengo que dárselo. No voy a disgustarlos más.

Sara asintió, aunque él no pudo verlo.

– Quiero verte. Quiero estar ahí por ti y por Tessa.

Sara podía oír el dolor de la voz de Jeffrey, y sabía lo difícil que era todo eso para él. Sin embargo; no podía evitar sentirse traicionada por su ausencia. Era típico de Jeffrey no estar nunca cuando más lo necesitaba. Ahora estaba haciendo lo correcto, lo respetuoso, pero Sara no se sentía de humor para gestos nobles.

– ¿Sara?

– Muy bien -dijo ella-. Tienes razón.

– Me pasaré por casa y daré de comer a los perros, ¿entendido? Cuidaré de la casa. -Hizo otra pausa-. Cathy dijo que se pasarían por tu casa y te traerían algo de ropa.

– No necesito ropa -le dijo Sara, sintiendo que sus emociones volvían a encenderse. Sólo pudo susurrar-: Te necesito.

– Lo sé, nena -dijo él con suavidad.

Sara sintió de nuevo la amenaza de las lágrimas. Todavía no se había permitido llorar. No había tenido tiempo cuando Tessa estaba en el helicóptero, y la sala de urgencia y la de espera -incluso el cuarto de baño, donde Sara había entrado para ponerse unos pantalones y una blusa de hospital que una de las enfermeras le había encontrado- estaban demasiado abarrotadas para que encontrara un momento de intimidad en el que poder entregarse al dolor que sentía.

La enfermera escogió ese momento para interrumpirla.

– ¿Señora Linton? -le dijo-. De verdad que necesitamos el teléfono.

– Lo siento -le dijo Sara. Y a Jeffrey-: Tengo que colgar.

– ¿Puedes llamarme desde otro teléfono?

– No puedo irme muy lejos -dijo Sara, observando a una pareja de ancianos que recorrían el pasillo.

El hombre iba un poco encorvado, y la mujer le sostenía por los brazos mientras avanzaban arrastrando los pies, leyendo los carteles de las puertas.

– Hay un McDonald's al otro lado de la calle, ¿verdad? -preguntó Jeffrey-. Cerca del aparcamiento de la universidad.

– No lo sé -respondió Sara, porque hacía años que no estaba en esa zona de Atlanta-. ¿Hay uno?

– Creo que sí -dijo Jeffrey-. Mañana a las seis de la mañana estaré ahí, ¿entendido?

– No -dijo ella, observando a la pareja de ancianos al acercarse-. Cuida de los perros.

– ¿Estás segura?

Sara siguió mirando a la pareja. Con un sobresalto, Sara se dio cuenta de que no había reconocido a sus padres.

– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.

– Te llamaré luego -dijo Sara-. Están aquí. Tengo que irme.

Sara se inclinó sobre el mostrador para colgar el teléfono, sintiéndose desorientada y asustada. Fue pasillo abajo, los brazos apretados contra el estómago, a la espera de que sus padres volvieran a recuperar su aspecto habitual. Con sobrecogedora claridad, comprendió lo viejos que eran. Como casi todos los niños que se hacen mayores, Sara siempre había imaginado que su padre y su madre nunca sobrepasarían cierta edad y, sin embargo, ahí estaban, tan mayores y frágiles que se preguntó cómo conseguían caminar.

– ¿Mamá? -dijo Sara.

Cathy no extendió los brazos hacia ella, como Sara había pensado que haría, como había querido que hiciera. Había pasado un brazo por la cintura de Eddie, como si necesitara un sostén. El otro lo mantenía a un costado.

– ¿Dónde está?

– Sigue en el quirófano -le dijo Sara, deseando acercarse a ella, pero sabiendo por la expresión de su madre que no debía hacerlo-. Mamá…

– ¿Qué ha pasado?

Sara sintió una bola en la garganta, y se dijo que no reconocía la voz de su madre. Había algo impenetrable en ella, y su boca era una línea fría y recta. Sara los llevó a un lado del concurrido pasillo para poder hablar. Todo resultaba tan formal que era como si acabaran de conocerse.

– Quiso acompañarme a… -comenzó Sara.

– Y tú la dejaste -dijo Eddie, y la acusación que latía en sus palabras la hirió en lo más hondo-. En el nombre de Dios, ¿por qué la dejaste ir?

Sara se mordió el labio para no hablar.

– No pensé…

Eddie la cortó en seco.

– No, no pensaste.

– Eddie -dijo Cathy, no para regañarlo, sino para indicarle que no era el momento.

Sara calló por un momento, deseando no alterarse más de lo que ya lo estaba.

– Ahora está en el quirófano. Creo que aún tiene para un par de horas.

Se volvieron cuando se abrieron las puertas de la sala de cirugía; se trataba de una enfermera que probablemente se tomaba un descanso.

Sara prosiguió.

– La han apuñalado en el vientre y en el pecho. También tiene un rasguño en la cabeza.

Sara se llevó una mano a la cabeza, mostrándoles el lugar en el que Tessa se había golpeado con la roca. Hizo una pausa, pensando en la herida, sintiendo cómo la invadía el mismo pánico. Se preguntó, y no por primera vez, si no sería todo un terrible sueño. Y como para sacarla de él, volvieron a abrirse las puertas de cirugía y salió un celador que empujaba una silla de ruedas vacía.

– ¿Y? -preguntó Cathy.

– Intenté controlar la hemorragia -prosiguió Sara, reviviendo la escena en su imaginación.

Mientras estaba en la sala de espera la había repasado una y otra vez, intentando imaginar qué podía haber hecho de otro modo, sólo para darse cuenta de que la situación había sido desesperada.

– ¿Y? -repitió Cathy lacónicamente.

Sara se aclaró la garganta, intentando distanciarse de sus sentimientos. Les hablaba como si fueran los padres de un paciente.

– Tuvo un ataque epiléptico un minuto antes de que llegara el helicóptero. Hice lo que pude para ayudarla. -Sara calló, recordando los espasmos de Tessa. Se quedó mirando a su padre, y se dio cuenta de que no la había mirado ni una vez desde que llegaron-. Tuvo dos ataques más durante el vuelo. El pulmón izquierdo dejó de funcionarle. Le introdujeron un tubo en el pecho para ayudarla a respirar.

– ¿Qué están haciendo ahora? -preguntó Cathy.

– Intentando detener la hemorragia. Han llamado a un neurólogo, pero no sé qué han encontrado. Su objetivo primordial es atajar la hemorragia. Le practicarán una cesárea para sacarle… -Sara calló, conteniendo el aliento.

– El bebé -acabó Cathy, y Eddie se apoyó en ella.

Sara exhaló lentamente.

– ¿Qué más? -preguntó Cathy-. ¿Hay algo que no nos hayas contado?

Sara apartó la mirada, pero les dijo:

– Si no pueden controlar la hemorragia a lo mejor tendrán que hacerle una histerectomía.

Sus padres se quedaron callados ante la noticia, aunque Sara sabía lo que pensaban, tan claramente como si se lo estuvieran diciendo. Tessa era su única esperanza de tener nietos.

– ¿Quién lo ha hecho? -preguntó Cathy-. ¿Quién haría algo así?

– No lo sé -susurró Sara, la pregunta resonando en su mente. ¿Qué clase de monstruo apuñalaría a una mujer embarazada y la dejaría por muerta?

– ¿Jeffrey sabe algo? -preguntó Eddie, y Sara se dio cuenta de lo mucho que le costaba pronunciar el nombre.

– Hace todo lo que puede -le dijo Sara-. Volveré a Grant en cuanto… -No pudo acabar.

– ¿Qué podemos esperar cuando se despierte? -preguntó Cathy.

Sara se quedó mirando a su padre; deseaba decirle algo que le hiciera levantar los ojos hacia ella. Si Cathy y Eddie no hubieran sido sus padres, les habría dicho la verdad: que no tenía ni idea de qué pasaría tras la operación. Jeffrey solía decir que no le gustaba hablar con los parientes o amigos de las víctimas hasta que no tenía algo que contarles. A Sara esto siempre le había parecido un poco cobarde por su parte, pero ahora lo consideraba necesario: la gente necesitaba algún tipo de esperanza, la seguridad de que al menos algo saldría bien.

– ¿Sara? -insistió Cathy.

– Querrán monitorizar la actividad cerebral. Probablemente le harán un electroencefalograma para asegurarse de que no hay daños en el cerebro. -Sara buscó algo positivo que decir. Finalmente les comunicó lo único que sabía seguro-: Hay muchas cosas que pueden haber ido mal.

Cathy no tenía más preguntas. Se volvió hacia Eddie, cerró los ojos y apretó los labios contra su cabeza.

Eddie habló por fin, pero seguía sin mirar a Sara:

– ¿Estás segura de lo del bebé?

A Sara le costó hablar. Tenía la garganta tan seca como el lecho del río cuando logró susurrar:

– Sí, papá.


Sara estaba junto a la máquina expendedora situada a la salida de la cafetería del hospital. Llevaba casi un minuto apretando el botón y sentía un agudo dolor en los nudillos. Como no salía nada, se inclinó y comprobó la tolva, por si había salido el producto y no se había dado cuenta. El recipiente de recogida estaba vacío.

– Maldita sea -dijo, dándole una patada a la máquina. Un KitKat salió sin ostentación.

Sara quitó el envoltorio y se fue por el pasillo para alejarse del ruido de la cafetería. El restaurante había cambiado desde que ella trabajara en el hospital. Ahora servían de todo, desde cocina tailandesa a platos italianos, pasando por jugosas y gruesas hamburguesas. Supuso que para el hospital era una mina, pero le pareció absurdo que un lugar dedicado a curar vendiera comida tan poco saludable.

Era ya casi medianoche y el hospital seguía abarrotado de gente. El rumor era constante, y era como caminar en torno a una colmena. Sara no recordaba que hubiera tanto ruido cuando era internista, pero estaba segura de que era el mismo. El miedo y el insomnio probablemente habían impedido que se diera cuenta. Antes de que los internos se organizaran y comenzaran a exigir un horario más humano, en el Grady los turnos duraban entre veinticuatro y treinta y seis horas. Después de tantos años le parecía que aún le quedaba sueño por recuperar.

Se reclinó contra una puerta en la que se leía la inscripción «ROPA BLANCA», sabiendo que si se sentaba ya no volvería a levantarse. Hacía tres horas que Tessa había salido del quirófano, y la habían llevado a cuidados intensivos, donde la familia se turnaba para estar junto a ella. Estaba fuertemente sedada y aún no se había despertado de la anestesia. El pronóstico era reservado, pero el cirujano consideraba que la hemorragia estaba bajo control. Tessa podría volver a tener hijos si se recuperaba lo suficiente de la terrible experiencia del bosque como para querer concebir otro.

Permanecer en la diminuta habitación de cuidados intensivos con Tessa, sintiendo cómo Eddie y Cathy la culpaban aunque no lo hubieran expresado con palabras, había sido excesivo para ella. Incluso Devon evitó hablar con Sara, y se había quedado en un rincón, los ojos muy abiertos ante la impresión por lo ocurrido a su amante y a su hijo. Sara estaba a punto de hacerse añicos, pero no había nadie cerca que pudiera volver a recomponerlos.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, intentando recordar lo último que su hermana le había dicho. En el helicóptero, Tessa se hallaba en estado postictal y no podía comunicarse. La última cosa coherente que comentó había sido en el coche, cuando le dijo a Sara que la quería.

A pesar de que no tenía hambre, Sara mordió el KitKat.

– Buenas noches, señora -dijo un anciano, saludando a Sara con el sombrero al pasar.

Sara se obligó a sonreír, y le observó subir las escaleras. El hombre tendría la edad de Eddie, pero tenía el pelo cano. La piel era traslúcida a la luz artificial de la clínica y, aunque sus pantalones azul oscuro y su camisa azul clara parecían limpios, dejó a su paso un olor a grasa o a aceite lubricante. Podía ser un mecánico o el encargado del mantenimiento del hospital, o a lo mejor tenía a alguien arriba que se agarraba desesperadamente a la vida, igual que Tessa.

Un grupo de médicos se detuvo delante de las puertas de la cafetería; llevaban los pantalones arrugados y las batas manchadas de diversas sustancias. Eran jóvenes, probablemente estudiantes o internos. Tenían los ojos inyectados en sangre, y parecían hastiados, sus rostros reflejaban el hastío que Sara identificaba de su época en el Grady.

Era obvio que esperaban a alguien mientras hablaban entre ellos; sus voces eran un tenue murmullo. Sara miró la chocolatina que tenía en la mano, y sus ojos no llegaron a enfocar la etiqueta, mientras les oía intercambiar chismes del hospital, discutiendo actividades en las que les gustaría involucrarse.

– ¿Sara? -preguntó una voz masculina.

Sara siguió mirando la etiqueta, suponiendo que el hombre se dirigía a otra Sara.

– ¿Sara Linton? -repitió la voz.

Ella alzó los ojos hacia el grupo de internos, preguntándose si alguno de sus pacientes de la Clínica Infantil Heartsdale trabajaba ahora en Emory. Se sintió vieja al observar aquellas caras juveniles hasta que divisó a un hombre mayor, alto, que estaba detrás de ellos.

– ¿Mason? -preguntó, reconociéndole por fin-. ¿Mason James?

– Ése soy yo -dijo, abriéndose paso entre el grupo de internos. Le puso la mano en el hombro-. Me topé con tus padres arriba.

– Oh -fue lo único que se le ocurrió decir a Sara.

– Ahora trabajo aquí. Traumatología pediátrica.

– Exacto.

Sara asintió como si se acordara. Había salido con Mason cuando trabajaba en el Grady, pero desde que se volviera a Grant no había sabido nada el uno del otro.

– Cathy me dijo que habías bajado a comer algo.

Sara le enseñó el KitKat.

Mason soltó una carcajada.

– Veo que tus gustos culinarios no han cambiado.

– Se les había acabado el filet mignon -dijo Sara, y Mason volvió a reír.

– Estás estupenda -dijo Mason, una evidente mentira que su buena educación y sus modales le ayudaron a decir con convicción.

El padre de Mason había sido cardiólogo, y también su abuelo. Sara siempre pensó que el hecho de que Mason se sintiera atraído por ella se debía en parte a que Eddie era fontanero. Mason, educado en un mundo de internados y clubes de campo, no tenía mucho contacto con la clase obrera, aparte de firmar el cheque de su servicio doméstico.

– Esto… cómo… -Sara se esforzó por decir algo-. ¿Cómo te va?

– Estupendamente -dijo-. Me he enterado de lo de Tessa. En urgencias no se habla de otra cosa.

Sara sabía que incluso en un hospital tan grande como el Grady un caso como el de Tessa llamaría la atención. Cualquier hecho violento que afectara a un niño se consideraba mucho más horrible.

– Me pasé a ver cómo estaba. Espero que no te importe.

– No -dijo Sara-. Claro que no.

– Su médico es Beth Tindall -dijo Mason-. Una excelente cirujana.

– Sí -dijo Sara.

Él le sonrió con afecto.

– Tu madre está tan guapa como siempre.

Sara intentó devolverle la sonrisa.

– Estoy seguro de que se ha alegrado de verte.

– Bueno, dadas las circunstancias… -concedió-. ¿Saben quién lo hizo?

Sara negó con la cabeza, estaba a punto de perder la compostura.

– Ni idea.

– Sara -dijo, rozándole el dorso de la mano con los dedos-, lo siento.

Ella apartó la mirada, deseando no llorar. Nadie había intentado consolarla desde que apuñalaran a Tessa. Cuando él la tocó se le puso la piel de gallina, y se sintió una idiota por hallar consuelo en un gesto tan nimio.

Mason percibió el cambio. Le ahuecó la mano en la cara, haciéndole levantar la vista.

– ¿Te encuentras bien?

– Debería volver arriba.

Mason la cogió por el codo y le dijo:

– Vamos.

Ambos echaron a andar por el pasillo.

Sara le escuchó hablar mientras se dirigían a cuidados intensivos, sin prestar atención a sus palabras, sino tan sólo a la suave y balsámica monotonía de su voz mientras le hablaba de lo que había sido del hospital y de su vida desde que Sara abandonara Atlanta. Mason James era de esos hombres que parecían tomárselo todo con calma. Recién salida de Grant County, a Sara, que hasta entonces sólo había salido con Steve Mann, un tipo que pensaba que una buena cita tenía que rematarse magreando a Sara en el asiento trasero del Buick de su padre, Mason le pareció un hombre cosmopolita y adulto.

Doblaron la esquina, y Sara vio a sus padres en el pasillo, en lo que parecía una acalorada discusión. Eddie fue el primero en divisar a Sara y a Mason, y se calló de inmediato.

A Eddie se le cerraban los párpados, y Sara nunca le había visto tan cansado. Su madre parecía haber envejecido más en la última hora que en los últimos veinte años. Se les veía tan vulnerables que a Sara se le cayó el mundo encima.

– Voy a ver cómo está Tess -dijo para excusarse.

Apretó el botón que había a la derecha de las puertas y entró en cuidados intensivos.

Como en casi todos los hospitales, la unidad de cuidados intensivos era una zona pequeña y apartada. Las luces estaban mitigadas en las habitaciones y los pasillos, y la atmósfera era fresca y relajante, tanto para los pacientes como para los pocos visitantes a los que se permitía entrar cada dos horas. Todas las puertas de las habitaciones eran cristaleras correderas, lo que no permitía mucha intimidad, pero casi todos los pacientes estaban demasiado enfermos para quejarse. Sara oyó los bips de los monitores del corazón y el lento resollar de los respiradores cuando se acercó a la parte de atrás. La habitación de Tessa estaba al otro lado del mostrador de enfermeras, lo que indicaba que su estado era crítico.

Devon estaba en la habitación con ella, de pie, a un par de pasos de la cama, con las manos en los bolsillos. Estaba apoyado en la pared, aunque tenía una cómoda silla al lado.

– Hola -dijo Sara.

Devon apenas le prestó atención. Tenía los ojos enrojecidos, y su piel oscura se veía pálida a la luz artificial de la habitación.

– ¿Ha dicho algo?

Devon tardó en responderle.

– Ha abierto los ojos un par de veces, pero no sé.

– Está intentando despertarse -le dijo Sara-. Eso es bueno.

La nuez de Devon se movió arriba y abajo al tragar.

– Si necesitas un descanso… -comenzó a decir Sara, pero Devon no esperó a que acabara.

Se alejó sin mirar atrás.

Sara acercó la silla a la cama de Tessa y se sentó. Se había pasado sentada casi todo el día a la espera de noticias, pero estaba agotada.

Tessa tenía la cabeza vendada, y le habían cosido el cuero cabelludo. Tenía dos drenajes conectados al estómago para extraer fluido. Un catéter colgaba del barrote de la cama, sólo parcialmente lleno. La habitación estaba a oscuras, y la única luz procedía de los monitores. Le habían quitado el respirador hacía una hora, pero aún tenía conectado el monitor cardíaco, y un bip metálico anunciaba cada latido de su corazón.

Sara acarició los dedos de su hermana, y se dijo que nunca se había fijado en lo pequeñas que eran sus manos. Aún se acordaba del primer día de Tessa en la escuela, cuando Sara le cogió la mano para llevarla a la parada del autobús. Antes de marcharse, Cathy le soltó un sermón a Sara para que cuidara de su hermana. Aquello se repitió a lo largo de toda su infancia. Incluso Eddie le había dicho a Sara que cuidara de su hermana, aunque posteriormente Sara se imaginó la verdadera razón por la que su padre siempre animó a Tessa a acompañar a su hermana en sus citas con Steve Mann: Eddie sabía lo que pasaba en el asiento trasero del Buick.

Tessa movió la cabeza, como si hubiera intuido que había alguien.

– ¿Tess? -dijo Sara, cogiéndole la mano y apretándola suavemente-. ¿Tess?

Tessa emitió un ruido que pareció un gruñido. Se llevó la mano a la barriga, igual que había hecho un millón de veces en los últimos ocho meses.

Lentamente, Tessa abrió los ojos. Paseó la mirada por la habitación y sus ojos encontraron a Sara.

– Hola -dijo Sara, sintiendo que una sonrisa de alivio le asomaba a la cara-. Hola, cariño.

Tessa movió los labios. Se llevó una mano a la garganta.

– ¿Tienes sed?

Tessa asintió, y Sara buscó el vaso de hielo picado que la enfermera había dejado junto a la cama. El hielo casi se había derretido, pero Sara encontró unos trocitos para su hermana.

– Te han puesto un tubo en la garganta -le explicó Sara, deslizando el hielo en la boca de Tessa-. Lo tendrás dolorido, y te costará hablar.

Tessa cerró los ojos al tragar.

– ¿Te duele mucho? -preguntó Sara-. ¿Quieres que llame a la enfermera?

Sara se incorporó para ponerse en pie, pero Tessa no le soltaba la mano. No tuvo que vocalizar la primera pregunta que le vino a la cabeza. Sara la leyó en sus ojos.

– No, Tessie -dijo, sintiendo cómo las lágrimas le resbalaban por la cara-. Lo hemos perdido. La hemos perdido. -Se llevó la mano de Tessa a los labios-. Lo siento mucho. Lo siento…

Tessa la hizo callar sin decir una palabra. El bip del monitor era el único sonido de la habitación, metálico testimonio de que Tessa estaba viva.

– ¿Recuerdas algo? -le preguntó Sara-. ¿Sabes lo que pasó?

Tessa movió una vez la cabeza a un lado para decir no.

– Te adentraste en el bosque -dijo Sara-. Brad te vio coger una bolsa y meter basura dentro. ¿Te acuerdas?

Volvió a indicar que no.

– Creemos que allí había alguien. -Sara se interrumpió-. Sabemos que había alguien en el bosque. Puede que quisiera la bolsa. A lo mejor él…

No acabó todo lo que pensaba decirle. Demasiada información sólo serviría para confundir a su hermana, y Sara no estaba segura de lo ocurrido.

– Alguien te apuñaló -afirmó Sara.

Tessa esperó a oír más.

– Te encontré en el bosque. Estabas en medio del claro, en el suelo, y yo… hice lo que pude. Intenté ayudar. Pero no pude. -Sara estaba a punto de perder la compostura otra vez-. Dios mío, Tessie, intenté ayudarte.

Sara apoyó la cabeza en la cama, avergonzada de llorar. Debía ser fuerte para su hermana, quería demostrarle que podían superar eso juntas, pero lo único que tenía en la cabeza era su propia culpa. Después de cuidar de Tessa toda la vida, Sara le fallaba en el momento que más la necesitaba.

– Oh, Tess -sollozó Sara, que necesitaba el perdón de su hermana más que ninguna otra cosa en la vida-. Lo siento.

Sintió que Tessa le ponía la mano en la nuca. Al principio movió la mano con torpeza, pero Sara comprendió que intentaba atraerla hacia ella.

Sara levantó la mirada. Tenía la cara a pocos centímetros de Tessa.

Su hermana movió los labios, aún no acostumbrada a utilizar la boca. Musitó la palabra: «¿Quién?». Quería saber quién lo había hecho, quién había matado al niño.

– No lo sé -dijo Sara-. Intentamos averiguarlo, cariño. Jeffrey hace todo lo que puede. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Se asegurará de que el que lo hizo no vuelva a hacerle daño a nadie.

Tessa llevó los dedos a la mejilla de Sara, debajo del ojo. Con una mano temblorosa, le secó las lágrimas.

– Lo siento mucho, Tessie. Lo siento mucho. -Sara le imploró-: Dime qué puedo hacer. Dímelo.

Cuando Tessa habló, tenía la voz rasposa, poco más que un susurro. Sara la vio mover los labios, pero oyó hablar a Tessa con la misma claridad que si hubiera gritado.

– Encuéntralo.

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