Lena ahogó un bostezo al salir del cine con Ethan. Horas antes se había tomado un Vicodin y, aunque no conseguía aliviarle en demasía el dolor de muñeca, se sentía amodorrada.
– ¿En qué piensas? -preguntó Ethan; una frase que muchos hombres utilizaban cuando querían que quien hablara fuera la mujer.
– En que más vale que consiga averiguar algo en esta fiesta -le dijo Lena, inyectando un tono de velada amenaza en su voz.
– Ya veo -dijo-. ¿Ha hecho algo más ese poli?
– No -contestó Lena.
Aunque después de tomar el café con Ethan volvió a casa, en su identificador de llamadas aparecían cinco efectuadas desde la comisaría. Sólo era cuestión de tiempo que Jeffrey se presentara en su casa y, cuando lo hiciera, más le valdría a Lena tener algunas respuestas si no quería sufrir las consecuencias. Durante la película se había convencido de que Chuck no la despediría aunque Jeffrey se lo dijera, pero había otras cosas peores que ese gordo cabrón podía hacerle. A Chuck le encantaba ponerle las cosas difíciles, y, aunque su trabajo era una porquería, aún podía hacerla sufrir mucho más.
– ¿Te ha gustado la película? -preguntó Ethan.
– La verdad es que no -dijo Lena, pensando en qué haría si el amigo de Andy no se presentaba.
Al día siguiente tendría que hacer un hueco en su agenda para tener una charla con Jill Rosen. Lena habló con la criada de la mujer y dejado tres mensajes, pero la doctora no le había llamado. Lena tenía que saber qué le había dicho a Jeffrey. Incluso había rebuscado en el fondo de su armario y encontrado el maldito contestador por si la doctora la llamaba esa noche mientras estaba fuera.
Lena levantó la vista al cielo, inhalando profundamente para despejarse la cabeza. Necesitaba a alguien con quien poder hablar de todo eso, pero no tenía a nadie en quien confiar.
– Bonita noche -dijo Ethan, pensando probablemente en que Lena disfrutaba de la contemplación de las estrellas-. Luna llena.
– Mañana lloverá -dijo Lena, abriendo y cerrando el puño. Una fea magulladura negroazulada le rodeaba la muñeca allí donde Ethan la había agarrado, y Lena estaba segura de que había algo roto. Le dolía el hueso cuando se llevaba la mano al costado, y la hinchazón casi le había impedido abrocharse el puño de la camisa. Llevó la muñeca vendada hasta que Ethan llamó a la puerta, pero que se la llevara el diablo si iba a confesarle que aún le dolía.
El problema era que Lena no cobraba hasta el lunes. Si se iba a urgencias a hacerse una radiografía, los cincuenta dólares que le exigiría su aseguradora como pago compartido dejarían su cuenta corriente a cero. Supuso que no había ningún hueso roto, pues podía mover la mano. Si el lunes seguía doliéndole, entonces ya se preocuparía. De todos modos, era diestra y, además, había vivido durante dos días con unos dolores peores que ése. Casi era tranquilizador; le recordaba que seguía viva.
Como si pudiera leerle el pensamiento, Ethan le preguntó:
– ¿Cómo tienes la muñeca?
– Bien.
– Lo siento. Es que -pareció buscar las palabras adecuadas no quería que te fueras.
– Bonita manera de demostrarlo.
– Siento haberte hecho daño.
– No importa -murmuró Lena.
Hablar de la muñeca había hecho que le doliera más. Antes de salir de su habitación, Lena se guardó otro Vicodin y un Motrin de ochocientos miligramos en el bolsillo en caso de que el dolor fuera a más. Mientras Ethan observaba a un grupo de chavales en el aparcamiento del sindicato de estudiantes, se tragó el Motrin sin agua, y se puso a toser porque se le desvió por el conducto equivocado.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Ethan.
– Sí -dijo ella, golpeándose el pecho con la mano.
– ¿Estás cogiendo frío?
– No -contestó Lena, tosiendo-. ¿A qué hora empieza esa fiesta?
– Ya debería estar en marcha.
Se dirigió hacia un sendero que surgía entre dos arbustos. Lena sabía que era un atajo que cruzaba el bosque y desembocaba en los colegios mayores del oeste del campus, pero no quería meterse por ahí de noche, ni con luna llena.
Ethan se volvió al ver que ella no le seguía:
– Por aquí llegaremos antes.
Por razones obvias, Lena se mostraba reacia a seguir a alguien hacia una zona oscura y apartada. A primera vista, Ethan parecía lamentar haberle hecho daño, pero Lena ya había descubierto que su temperamento era tornadizo.
– Vamos -dijo Ethan, en tono de broma-. No tendrás miedo de mí, ¿verdad?
– Que te den -dijo Lena, obligándose a andar.
Se llevó la mano al bolsillo de atrás, con la esperanza de que semejara un movimiento fortuito. Sus dedos rozaron la navaja de diez centímetros, y se sintió más segura sabiendo que estaba ahí.
Ethan aminoró el paso para que ella pudiera ir a su lado y le preguntó:
– ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
– No.
– ¿Cuánto?
– Unos meses.
– ¿Te gusta tu trabajo?
– Es un trabajo.
Ethan pareció captar el mensaje y siguió caminando. Pero volvió a rezagarse unos minutos después. Lena veía la sombra de su cara, pero no podía leer su expresión. Pareció sincero al decir:
– Siento que no te gustara la película.
– No es culpa tuya -dijo Lena, aunque él había elegido una película francesa subtitulada.
– Pensé que te gustaría este tipo de películas.
Lena se preguntó si había habido alguien en la historia universal que pudiera estar más equivocado.
– Cuando tengo ganas de leer -dijo-, cojo un libro.
– ¿Lees mucho?
– No mucho -dijo Lena, aunque últimamente se había enganchado a las novelas de amor ñoñas de la biblioteca de la facultad. Lena escondía los libros detrás del estante para los periódicos para que nadie los sacara antes de que ella los hubiera acabado. Se habría cortado el cuello antes de permitir que Nan Thomas se enterara de la basura que leía.
– ¿Y las películas? -insistió Ethan a pesar de las lacónicas respuestas de Lena-. ¿Qué películas te gustan?
Lena intentó no parecer enfadada.
– No lo sé, Ethan. Las que tienen pies y cabeza.
El muchacho captó la indirecta y se calló. Lena miraba al suelo, procurando no tropezar. Aquella noche se había puesto sus botas camperas, y no estaba acostumbrada a andar con tacones, aunque fueran bajos. Vestía tejanos y una camisa verde oscura abotonada hasta abajo, y se había aplicado un poco de lápiz de ojos como concesión a salir al mundo real. Se había dejado el pelo suelto para que Ethan se enterara de lo poco que le importaba su opinión.
Ethan vestía unos tejanos holgados, pero seguía llevando manga larga, esta vez una camiseta negra. Ella sabía que no era la misma camiseta de antes, porque le llegaba el olor a detergente de lavandería, con un toque de lo que parecía colonia almizclada. Unas botas de trabajo con puntera de acero y aspecto industrial completaban el conjunto, y Lena se dijo que si lo perdía en el bosque, podría seguirle el rastro gracias a la profunda huella que dejaban las suelas en la tierra.
Al cabo de pocos minutos llegaron a un claro que había detrás del colegio mayor de los chicos. Grant Tech era bastante anticuado, y sólo una de las residencias era mixta, pero, al tratarse de una universidad, los estudiantes habían encontrado una manera de saltarse las reglas, y todo el mundo sabía que Mike Burke, el profesor responsable de la residencia de chicos, estaba sordo como una tapia, y era bastante improbable que oyera a las chicas que entraban y salían furtivamente a todas horas. Lena se dijo que aquella noche debían de haberle robado el sonotone y encerrado al profesor en un armario, pues la música procedente del edificio sonaba tan fuerte que el suelo temblaba bajo sus pies.
– Esta semana el doctor Burke está en casa de su madre -le explicó Ethan, con una sonrisa-. Ha dejado su número por si le necesitamos.
– ¿Ésta es tu residencia?
Ethan asintió mientras caminaba hacia el edificio.
Lena le detuvo, levantando la voz por encima de la música para decirle:
– Cuando estemos ahí dentro trátame como si fuera tu acompañante, ¿entendido?
– Eso es lo que eres, ¿o no?
Lena le dirigió una mirada que esperó respondiera a su pregunta.
– Venga.
Ethan echó a andar de nuevo y ella le siguió.
Mientras se acercaban a la residencia, a Lena el ruido se le hizo insoportable. Todas las luces del edificio estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones del piso superior, reservadas para el director del colegio. La música era una mezcla entre tecno europeo y acid jazz con unas gotas de rap, y Lena se imaginó que los oídos comenzarían a sangrarle en cualquier momento a causa del nivel de decibelios.
– ¿No les preocupa que vengan los de seguridad? -preguntó Lena.
Ethan sonrió ante la pregunta, y ella frunció el ceño, admitiendo que era una suposición absurda. Casi todas las mañanas, cuando aparecía en el trabajo, se encontraba al que hubiera estado de turno por la noche acostado en el camastro de la habitación de atrás, tapado con una manta hasta la barbilla, y con señales de baba en el almohadón de haber estado durmiendo toda la noche. Sabía que aquella noche Fletcher estaba de guardia. De todos los vigilantes nocturnos, era el peor. En los escasos meses que Lena llevaba trabajando allí, Fletcher no había anotado ni un incidente en su cuaderno. Naturalmente, muchos delitos nocturnos quedaban sin denunciar o pasaban desapercibidos a causa de la oscuridad. Lena había leído en un panfleto informativo que menos del cinco por ciento de todas las mujeres violadas en los campus universitarios informaban de la agresión a la policía. Alzó los ojos hacia el colegio mayor, preguntándose si alguna muchacha estaría siendo violada en ese momento.
– ¡Hey, Green!
Un joven que era un poco más alto y recio que Ethan le lanzó el puño contra el hombro. Ethan devolvió el golpe e intercambiaron un complicado apretón de manos que casi parecía una de esas antiguas danzas sureñas.
– Lena -dijo Ethan, forzando la voz para que se oyera por encima de la música-. Éste es Paul.
Lena esbozó su mejor sonrisa, preguntándose si ése sería el amigo de Andy Rosen.
Paul la miró de arriba abajo, para comprobar si tenía un polvo. Ella hizo lo mismo, y le hizo saber por la expresión de su rostro que no cumplía sus exigencias. Era un guapo insulso, como muchos de esos adolescentes que sólo han puesto un pie en la edad adulta. Llevaba una visera amarilla al revés, y una mata de pelo rubio descolorido y muy corto asomaba en la coronilla. Llevaba un chupete de niño y un puñado de amuletos que parecían de la colección de la señorita Pepis colgando de una cadena de metal verde. Vio que ella contemplaba sus abalorios y se llevó el chupete a la boca, chupándolo sonoramente.
– Qué hay -dijo Ethan dándole un puñetazo en el hombro a Paul, comportándose como si fueran colegas-. ¿Dónde está Scooter?
– Dentro -dijo Paul-. Probablemente intentando que quiten esta mierda de música para negros.
Hizo una pose, moviendo las manos al ritmo de la música. Lena se puso tensa al oír la manera en que dijo «para negros», pero procuró disimularlo. Pero no lo debió conseguir, porque Paul le preguntó:
– ¿Te molan los negratas o qué? -añadió en un marcado dialecto que sólo utilizaría un cerdo racista.
– Cállate, tío -dijo Ethan, lanzándole un puñetazo más fuerte que el de antes.
Paul se rió, pero el golpe le hizo recular hacia un grupo de gente que caminaba hacia el bosque, y se puso a soltar consignas racistas hasta que estuvo lo bastante lejos para que la música ahogara sus palabras.
Ethan seguía con los puños apretados, y los músculos de los hombros se le marcaban bajo la camiseta.
– Capullo de mierda -escupió.
– ¿Por qué no te calmas? -preguntó Lena, pero el corazón se le aceleró cuando Ethan se volvió hacia ella.
Su cólera la atravesó como un láser, y Lena se llevó la mano al bolsillo de atrás, tocando el cuchillo como si fuera un talismán.
– No le hagas caso, ¿entendido? Es un idiota -dijo Ethan.
– Sí -contestó Lena, intentando relajar la situación-, lo es.
Ethan le lanzó una mirada compungida, como si le pareciera muy importante que ella lo creyera antes de que entraran en la residencia.
La puerta principal estaba abierta, y había un par de estudiantes. Lena no supo de qué sexo eran, pero se imaginó que si quedaba por ahí unos segundos más, lo vería por sí misma. Pasó junto a ellos, evitando su mirada, intentando identificar el peculiar olor que flotaba en el ambiente. Después de siete meses trabajando en la universidad, conocía muy bien el olor de la marihuana, pero no era eso.
En la entrada, un largo vestíbulo central con una escalera conectaba los tres pisos, y dos pasillos más, perpendiculares, daban acceso a las habitaciones y los dormitorios. La residencia tenía la misma distribución que las otras del campus. La unidad en donde vivía Lena era muy parecida, excepto por el hecho de que todas las habitaciones de la residencia de la facultad poseían una suite con su propio cuarto de baño y una salita que también hacía las veces de cocina americana. Aquí había dos estudiantes por habitación, y cuartos de baño comunitarios al final de cada pasillo.
Cuanto más se acercaban Ethan y Lena al final del pasillo, más claramente identificaba dos de los olores que había en el aire: a orines y vómitos.
– Tengo que pararme aquí un momento -dijo Ethan, deteniéndose frente a una puerta en la que había una pegatina que rezaba «RESIDUOS PELIGROSOS»-. ¿Te importa?
– Te esperaré fuera -contestó Lena, apoyándose contra la pared.
Ethan se encogió de hombros, metió la llave en la cerradura y sacudió la puerta hasta que se abrió. Lena no entendió por qué se molestaba en cerrarla. Casi todos los residentes del campus sabían que bastaba con sacudir los pomos con la fuerza suficiente para que las puertas se abrieran solas. La mitad de los robos denunciados no mostraban indicios de que se hubiera forzado la puerta.
– Vuelvo enseguida -dijo Ethan antes de entrar y cerrar la puerta.
Lena observó el tablón para recados que había pegado en la puerta mientras esperaba. La mitad era un tablero de corcho, y la otra una pizarra para escribir con rotulador. En el corcho había varias notas pegadas con chinchetas que Lena no tuvo curiosidad de desdoblar y leer. En la pizarra blanca, alguien había escrito: «Ethan la chupa muy bien», y al lado había un dibujo de lo que parecía un mono deforme con un bate de béisbol o un pene erecto en su mano de tres dedos.
Lena suspiró, preguntándose qué coño estaba haciendo allí. Tal vez lo mejor era que al día siguiente fuera a comisaría a hablar con Jeffrey. Tenía que haber una manera de convencerle de que no estaba implicada en el caso. Debería volver a casa ahora mismo, servirse una copa e intentar dormir, y así, a la mañana siguiente, tendría la cabeza despejada para trazar un plan de actuación. Pero también podía quedarse y charlar con el amigo de Andy, con lo que al fin podría tener algo para Jeffrey que le demostrara que actuaba de buena fe.
– Lo siento -dijo Ethan al volver, con la misma pinta que cuando entrara en el cuarto.
Se preguntó qué habría estado haciendo, pero le faltó curiosidad para preguntar. Probablemente había supuesto que ella entraría con él, y que podría seducirla con sus encantos juveniles. Lena se dijo que ojalá no pareciera tan tonta como él la consideraba.
– ¡Oh, mierda! -exclamó Ethan, borrando el mensaje de la pizarra con la manga-. Hay que ver qué cosas ponen.
– No pasa nada -dijo ella, aburrida.
– De verdad -insistió él-. Dejé de hacer estas cosas en el instituto.
Lena le creyó por un instante, pero se permitió una sonrisa al darse cuenta de que Ethan bromeaba.
Recorrieron el pasillo, y él le preguntó casi gritando:
– ¿Te gusta esta canción?
– Desde luego que no -le dijo Lena, pensando de nuevo si no sería mejor dejarlo.
Podía conseguir el nombre del amigo de Andy y que se encargara Jeffrey mañana.
– ¿Qué clase de música te gusta? -preguntó Ethan.
– La que no te da dolor de cabeza -contestó Lena-. ¿Vamos a hablar con ese amigo tuyo o no?
– Por aquí.
Ethan le señaló las escaleras de delante.
Un trozo de enlucido se cayó del techo delante de Lena cuando entraron en el pasillo principal, y aunque Lena sólo podía oír la música, supo que el suelo crujía sobre su cabeza.
Arriba había una gran sala comunitaria junto a las escaleras, con una tele y mesas para estudiar, aunque no parecía que en ese momento nadie estuviera estudiando. También había una cocina comunitaria, pero, a juzgar por las otras residencias que Lena había visto, probablemente todo lo que contenía era una vetusta nevera, un microondas con la puerta atascada y máquinas expendedoras. En la segunda planta había menos habitaciones y, aunque éstas eran más pequeñas, era la planta más codiciada. Tras haber catado el olor de los cuartos de baño más utilizados del piso inferior, Lena intuyó por qué.
– Por aquí -le chilló Ethan.
Lena le siguió, y se abrieron paso entre la gente sentada en las escaleras. Nadie parecía tener más de quince años, pero todos bebían un brebaje color rosa que contenía tanto alcohol que a Lena le llegó el olor al pasar. Reconoció el tercer aroma del ambiente: licor fuerte.
El pasillo de arriba estaba más concurrido que las escaleras, y Ethan le cogió suavemente la mano para que no se perdiera. Lena tragó saliva ante aquel contacto repentino, y dirigió la mirada hacia la mano que acababa de cogerla. Los dedos eran largos y delicados, casi de chica. La muñeca también era fina, y los huesos le asomaban justo debajo de la manga de la camiseta. La habitación estaba tan atestada y hacía tanto calor que no entendía cómo Ethan no estaba sudando. Tanto daba lo que ocultara bajo las mangas, no valía la pena sudar como un cerdo en una sala en la que había al menos un centenar de personas, todos saltando al ritmo de lo que sólo con muy buena voluntad se podía denominar música.
De pronto la música se detuvo. La sala se quejó al unísono, y siguió una carcajada cuando las luces se apagaron.
A Lena se le encogió el corazón cuando unos desconocidos chocaron con ella. A su lado un hombre susurró algo, y una chica soltó una carcajada. Tras ella, otro individuo apretó el cuerpo contra el de ella, y esta vez el contacto no fue involuntario.
– ¡Eh, volved a poner la música! -exclamó alguien.
– ¡Un momento! -respondió alguien, y una linterna iluminó el rincón mientras el pinchadiscos intentaba reunir su material. Los ojos de Lena por fin se acostumbraron a la penumbra, y distinguió las formas de la gente que tenía alrededor. Avanzó un poco, y el tipo que tenía detrás la siguió como una sombra. Le puso las manos en la cintura y le susurró: «Hola» al oído.
Lena se quedó helada.
– Vamos a alguna parte -dijo, frotándose contra ella.
Lena intentó decirle: «Basta», pero la palabra se le quedó en la garganta. Se lanzó hacia Ethan, y le rodeó el brazo con las manos antes de darse cuenta de lo que hacía.
– ¿Qué? -preguntó Ethan.
Incluso en la oscuridad, ella se dio cuenta de que Ethan miraba a su espalda y comprendía lo que pasaba. Tensó los músculos y lanzó un puñetazo contra el pecho del tipo mientras susurraba:
– Gilipollas.
El tipo reculó, levantando las manos como si fuera un simple malentendido.
– No pasa nada -dijo Ethan a Lena.
La rodeó con sus brazos, protegiéndola de la multitud. Lena debería haberle apartado, pero necesitaba un par de segundos para calmarse antes de que el corazón le saliera por las costillas.
Sin previo aviso, la música comenzó a sonar otra vez y se encendieron las luces. La multitud gritó de entusiasmo y comenzó a bailar otra vez, y sus camisetas blancas y sus dientes se tornaron púrpura por la luz. Unos cuantos utilizaban linternas para deslumbrar a los demás.
– Aquí todos van de pastillas -dijo Lena.
Al menos, le pareció haberlo dicho. La música estaba tan alta que no podía oír lo que decía. Todos estaban colocados de éxtasis, y las luces intensificaban la experiencia. Comprendió la utilidad del chupete de Paul. Era para que no le castañetearan los dientes mientras bailaba.
Ethan gritó por encima de la música:
– Ven por aquí.
La hizo andar hacia atrás. Ella extendió los brazos por detrás, y se detuvo al tocar una pared.
– ¿Estás bien? -preguntó Ethan, con la cara muy cerca de la de ella para que pudiera oírle.
– Desde luego -dijo Lena, empujándole el pecho con la mano para hacer un poco de sitio entre los dos.
El cuerpo de Ethan era macizo como una roca, y no se movió.
Ethan le echó el cabello hacia atrás con la mano.
– Ojalá te hubieras peinado con el pelo hacia atrás.
– No tenía con qué sujetármelo -mintió Lena.
Ethan sonrió, contemplando cómo sus dedos se deslizaban entre el pelo de ella.
– Puedo conseguirte un elástico o lo que quieras.
– No.
Ethan dejó caer la mano, obviamente decepcionado. Cambió de tema y le propuso:
– ¿Quieres que vaya a hablar otra vez con ese gilipollas?
– No -dijo Lena, pero en parte sí lo quería… algo más que una parte, de hecho.
Le gustaba la idea de que Ethan le midiera las costillas al gilipollas ese que se había frotado contra ella.
– De acuerdo -dijo Ethan.
– Lo digo en serio -dijo Lena, sabiendo que estaría mal mandar a Ethan a por ese tipo-. Aquí todo el mundo va de éxtasis. Probablemente supuso que…
– Muy bien -la cortó Ethan-. Quédate aquí. Traeré algo de beber.
Se fue antes de que Lena pudiera decir nada. Le miró la espalda hasta que desapareció entre la multitud, y se sintió como una colegiala patética. Tenía treinta y cuatro años, no catorce, y no necesitaba que ningún niñato se batiera por ella.
– Hola -dijo alguien, chocando con ella.
Una morena muy animada le ofreció un par de cápsulas verdes, pero Lena las rechazó con la mano, tropezando con otra persona que estaba a su espalda.
– Lo siento -dijo Lena.
Se alejó y chocó con otra persona. Aquella sala comenzaba a agobiarla, y se dio cuenta de que empezaría a gritar si no salían pronto de allí.
Se abrió paso entre el gentío e intentó alcanzar las escaleras, pero la gente se movía contra ella como la resaca del mar. La sala seguía a oscuras, y ella caminaba a tientas, apartando a los demás con la mano hasta que sus palmas se topaban contra pared. Se dio la vuelta, y al ver la luz que había en el otro lado del cuarto se dio cuenta de que se había equivocado de camino. Las escaleras estaban en la otra punta.
– Maldita sea -exclamó, caminando a tientas junto a la pared.
Su mano encontró un pomo y lo empujó, y una luz brillante la hizo parpadear. Los ojos se adaptaron y distinguió a un chaval tendido de espaldas en una cama. Se quedó mirando a Lena con una pícara sonrisa mientras una chica se la chupaba. Le hizo una seña a Lena de que se les uniera, y ella cerró de un portazo, dándose la vuelta y corriendo hasta dar con Ethan.
– Eh -dijo él, apartando su vaso de zumo de naranja para que no se derramara.
El volumen de la música bajó lentamente, Lena supuso que para ayudar al viaje del éxtasis. Fuera como fuese, casi rezó una oración de gracias cuando sus oídos dejaron de dolerle por el ruido.
– No sabía qué querías -dijo Ethan, indicando el vaso-. Éste tiene vodka. Lo preparé yo mismo para estar seguro. -Sacó una botella de agua del bolsillo de sus pantalones holgados-. O puedes tomarte esto.
Lena miró el vaso, y la lengua se le retorció en la boca de ganas que tenía de beber.
– Agua -dijo.
Ethan asintió, como si Lena acabara de pasar una prueba.
– Vuelvo enseguida -dijo, dejando el vaso sobre una mesa cercana.
– ¿No vas a bebértelo? -preguntó Lena.
– Voy a buscar un poco de zumo. Quédate aquí para que pueda encontrarte.
Lena abrió el tapón de la botella de agua, mientras veía marcharse a Ethan. Dio un prolongado sorbo, manteniendo los ojos abiertos para que nadie pudiera sorprenderla. La mitad de los que bailaban en la pista estaban tan colocados que la otra mitad tenía que sostenerlos en pie.
De pronto se dio cuenta de que había clavado los ojos en la mesa donde Ethan había dejado el vodka. Antes de poder pensárselo dos veces, se acercó y se bebió el contenido del vaso en dos sorbos. Casi todo era vodka, apenas había una gota de zumo para darle color. El pecho se le contrajo cuando bajó el vodka, una lenta llama le llenó el esófago, como si se tragara una cerilla encendida.
Lena se secó la boca con la mano, y sintió un hormigueo en la muñeca dolorida. Intentó recordar a qué hora se había tomado el Vicodin. La película había durado dos horas. Habían tardado media hora en ir a la residencia. ¿Cuánto tiempo debía pasar entre una dosis y otra?
– A la mierda -dijo Lena, y se sacó la pastilla del bolsillo y se la metió en la boca.
Miró a su alrededor buscando algo con qué acompañarla y vio un vaso lleno de aquel ponche color rosa. Observó el vaso, preguntándose qué contendría antes de echar un buen trago. El brebaje sabía a vodka, con suficiente sidral de fresa para teñirlo de ese color. No quedaba mucho en el vaso, y Lena se lo bebió, golpeando la mesa con el vaso al acabar.
Lena respiró profundamente tres veces antes de que el alcohol le llegara a la cabeza. Pasaron unos segundos más, y cuando miró a su alrededor se sintió relajada pero ni mucho menos borracha. Eso no era más que una fiesta normal y corriente con un puñado de chavales inofensivos. Había venido con un fin y lo cumpliría. El alcohol la había dejado mucho más tranquila, justo lo que necesitaba. El Vicodin pronto comenzaría a hacer efecto, y volvería a sentirse bien.
La música pasó a ser lenta y sensual, y el ritmo disminuyó. Al parecer alguien había vuelto a bajar el volumen, esta vez a un nivel casi tolerable.
Lena bebió otro sorbo de agua para quitarse la pegajosa sensación de la boca. Chasqueó los labios, mirando los chavales que la rodeaban. Se rió, diciéndose que probablemente era la persona de más edad.
– ¿Qué es tan divertido?
Ethan estaba a su lado. Llevaba en la mano una botella de zumo de naranja sin abrir.
Lena negó con la cabeza, sintiéndose mareada. Necesitaba moverse, caminar para eliminar los efectos del alcohol.
– Vamos a buscar a tu amigo.
Él le lanzó una mirada divertida, y ella se ruborizó, preguntándose si Ethan se habría fijado en los vasos vacíos.
– Por aquí -dijo él, intentando guiarla.
– Veo perfectamente -contestó ella, apartándole la mano de un manotazo.
– ¿Te gusta más esta música? -preguntó Ethan.
Lena asintió, perdiendo el equilibrio. Si Ethan se dio cuenta, no dijo nada. La llevó hasta un pasillo lateral que conducía a las habitaciones. Lena oía una música distinta en cada habitación, y algunas puertas estaban abiertas, a través de las cuales se veía a muchachos esnifando coca o follando como conejos, dependiendo de cuánta gente hubiera alrededor.
– ¿Siempre es así? -preguntó Lena.
– Es porque el doctor Burke está fuera -dijo Ethan-, pero vaya, suele ocurrir a menudo.
– Apuesto a que sí -dijo Lena, lanzando una mirada a otra habitación y arrepintiéndose de inmediato.
– Normalmente, estoy en la biblioteca -afirmó Ethan, aunque ella se dijo que a lo mejor era mentira.
Lena nunca le había visto allí. Desde luego, la biblioteca era bastante grande, y Ethan podía pasar desapercibido. Pero a lo mejor sí estaba allí. A lo mejor la había estado observando desde el primer día.
Ethan se detuvo delante de una puerta que sólo destacaba por la ausencia de pegatinas y notas obscenas.
– ¡Eh, Scooter! -gritó Ethan, golpeando la puerta con los nudillos.
Lena bajó los ojos hacia el suelo de madera noble, los cerró e intentó despejarse.
– ¿Scoot? -repitió Ethan, golpeando la puerta con el puño, con tanta fuerza que la puerta se dobló hacia atrás en la parte superior, revelando una línea de luz entre la hoja y la jamba-. Vamos, Scooter -dijo Ethan-. Abre, capullo. Sé que estás ahí.
Lena no oía gran cosa de lo que ocurría al otro lado de la puerta, pero dedujo que alguien se estaba moviendo. Pasaron varios minutos antes de que se abriera la puerta, y cuando ocurrió la golpeó, como un cubo de mierda caliente, una oleada del peor olor corporal que había olido en su vida.
– Joder -dijo, llevándose la mano a la nariz.
– Ése es Scooter -dijo Ethan, como si eso explicara el olor.
Lena respiró por la boca, intentando acostumbrarse. «Apestoso» habría resultado un apodo más apropiado.
– Hola -dijo Lena, reprimiendo las arcadas.
Scooter era distinto a los demás chicos de la fiesta. Si éstos llevaban el pelo muy corto y tejanos holgados y camiseta, Scooter tenía el pelo negro y largo, y llevaba una camiseta sin mangas azul pastel y unos shorts de un vivo naranja estilo hawaiano. En torno a su bíceps izquierdo había una goma elástica amarilla, y la parte superior del brazo le sobresalía de la compresión.
– Joder, tío -dijo Ethan, tocando la banda elástica-. Vamos. La banda elástica salió disparada del brazo de Scooter y voló por el cuarto.
– Mierda, tío -gruñó Scooter. Les obstruyó el paso, aunque no en actitud amenazante-. Esta tía es un puto policía. ¿Qué hace un poli aquí, tío? ¿Por qué traes a un poli a mi guarida?
– Muévete -dijo Ethan, empujándole suavemente hacia el interior.
– ¿Va a arrestarme? -preguntó Scooter-. Espera, tío. -Se agachó y se puso a buscar el torniquete-. Espera, deja que me acabe de meter esto.
– Levántate -dijo Ethan, tirando de la tira elástica de los shorts de Scooter-. Venga, no va a arrestarte.
– No puedo ir a la cárcel, tío.
– No va a llevarte a la cárcel -dijo Ethan, y su voz resonó en el cuarto.
– Vale, de acuerdo -dijo Scooter, permitiendo a Ethan que le ayudara a levantarse.
Scooter le puso la mano en el cuello, y Lena se dio cuenta de que llevaba una cadena amarilla muy parecida a la de Paul, el amigo de Ethan que había conocido antes. De la de Scooter no colgaba ningún chupete, y sí lo que parecía una colección de llaves, unas llaves diminutas como las que suelen tener los diarios de las chicas.
– Siéntate, tío -dijo Ethan, empujándole hasta dejarlo sobre la cama.
– Vale, entendido -contestó Scooter, como si no se diera cuenta de que ya estaba sentado.
Lena entró sin traspasar el umbral, y ahí se quedó, cerca de la puerta, respirando por la boca. En la ventana había empotrado un aparato de aire acondicionado, pero Scooter lo tenía apagado. A los adictos les gusta estar frescos para no sudar la droga demasiado rápido, pero por el olor de Scooter, Lena imaginó que tenía suficiente grasa en el cuerpo para obturar cada uno de sus poros.
La habitación se parecía mucho a las otras: más alargada que ancha, con una cama, un escritorio y un armario a cada lado. Frente a la puerta había dos ventanas grandes, con los cristales empañados de mugre. Pilas de libros y revistas cubrían el suelo, y encima había cartones de comida para llevar y latas vacías de cerveza. En medio del cuarto había una línea de cinta adhesiva azul, probablemente para dividir el espacio. Lena se preguntó cómo el compañero de Scooter podía soportar el olor.
Una pequeña nevera servía de mesilla de noche junto a la cama que ahora ocupaba Scooter. Su compañero de cuarto se había fabricado una más tradicional: plancha de contrachapado sobre dos pilas de bloques de cemento. Probablemente había robado los bloques del solar en construcción que había junto a la cafetería. Hacía dos semanas, Kevin Blake le había enviado un memorándum a Chuck para que buscara los bloques de construcción desaparecidos, pues la empresa constructora iba a cobrárselos.
– No pasa nada -dijo Ethan, haciendo una seña a Lena para que entrara-. Está totalmente colocado.
– Ya veo -contestó Lena, pero no se separó de la puerta abierta.
Scooter era más grande que Ethan en todos los aspectos: más alto y más fuerte. Lena enganchó el pulgar en el bolsillo de atrás, palpando el cuchillo.
Ethan se sentó al lado de Scooter y dijo:
– No hablará contigo si no cierras la puerta.
Lena calculó los riesgos y decidió que no había peligro. Entró y cerró la puerta sin apartar la mirada de los dos.
– No parece capaz de hablar -repuso Lena.
Se sentó en la cama delante de Scooter, pero se detuvo al recordar lo que estaba pasando en las otras habitaciones.
– No te culpo, tío -dijo Scooter, riendo a breves ladridos, como una foca.
Lena miró a su alrededor. Con los accesorios para tomar drogas que había en el cuarto se podía equipar una farmacia. Sobre un taburete colocado al lado de la cama había dos jeringuillas. A su lado, una cuchara con residuos, y una pequeña bolsa con lo que parecían grandes trozos de sal. Habían interrumpido a Scooter en el proceso de preparar ice, la forma más potente de metanfetamina. Era tan pura que ni siquiera hacía falta filtrarla.
– Maldito idiota -espetó Lena.
Ni siquiera su tío Hank, un completo colgado del speed, había tocado nunca el ice. Era demasiado peligroso.
– No sé qué hacemos aquí -le dijo a Ethan.
– Era el mejor amigo de Andy -informó Ethan.
Al oír el nombre de Andy, Scooter se echó a llorar. Lloraba como una chica, abiertamente y sin avergonzarse. Aquella reacción repugnaba y fascinaba a Lena. Y, por extraño que parezca, Ethan parecía compartir sus sentimientos.
– Vamos, Scooter, ponte derecho -dijo, apartando de sí al otro muchacho-. Hostia, ¿qué eres, un maricón?
Le lanzó una mirada a Lena, recordando en el último momento que la hermana de Lena era lesbiana. Lena miró su reloj. Había perdido toda la noche intentando hablar con ese estúpido, y no iba a abandonar ahora. Le dio una patada a la cama y el muchacho pegó un bote.
– Scooter -dijo Lena-. Escúchame.
Scooter asintió.
– ¿Eras amigo de Andy?
Volvió a asentir.
– ¿Andy estaba deprimido?
Volvió a asentir. Lena suspiró, sabiendo que no debería haberle dado una patada a la cama. Ahora el chico se sentía amenazado y no hablaría.
Lena movió la cabeza en dirección a la nevera.
– ¿Tienes algo de beber?
– Oh, sí, tía.
Scooter se puso en pie de un salto, como diciendo «¿Dónde están mis modales?». Se tambaleó antes de volver a mantener el equilibrio y abrió la pequeña nevera. Lena distinguió varias botellas de cerveza y lo que parecía una botella de plástico de litro de vodka sin marca. Entre eso y las drogas, se preguntó cómo conseguía Scooter que no lo echaran de la facultad.
Scooter comenzó:
– Tengo cerveza y algo de…
– Déjame a mí -dijo Lena, apartándole.
A lo mejor, si se tomaba otra copa, sería más dueña de sus actos.
Scooter metió la mano bajo la cama y sacó dos vasos de plástico que habían conocido días mejores. Lena los puso encima de la nevera y tomó la botella de zumo de naranja que le ofreció Ethan. Era un botellín. No habría bastante para los tres:
– Yo no quiero -dijo Ethan, estudiando a Lena como si fuera uno de sus libros de texto.
Lena no le miró mientras preparaba los combinados. Vertió la mitad del zumo de naranja en un vaso y, a continuación, le añadió un poco de vodka. Decidió que ella bebería de la botella de zumo, y rellenó el botellín con alcohol. Tapó la abertura con el pulgar y agitó el contenido para mezclarlo, percibiendo que Ethan la miraba.
Se sentó en la cama de enfrente antes de recordar que no quería sentarse, y miró fijamente a Scooter mientras éste bebía.
– Es bueno, tía -dijo Scooter-. Gracias.
Lena mantenía la botella de zumo en el regazo, no quería beber. Deseaba comprobar cuánto podía resistir. A lo mejor, después de todo, no le hacía falta. Quizá sería suficiente tenerla en la mano para que Scooter se sintiera cómodo hablando con ella. Sabía que lo primero que debes hacer en un interrogatorio es establecer cierta complicidad. Con adictos como Scooter, la manera más fácil era hacerle creer que ella también tenía un problema.
– Andy -dijo Lena por fin, consciente de que tenía la boca seca.
– Sí. -Scooter asintió lentamente-. Era un buen chaval.
Lena recordó lo que había dicho Richard Carter.
– He oído que también podía ser un gilipollas.
– Sí, bueno, quien te haya dicho eso es un cretino -le soltó Scooter.
Tenía razón, pero se guardó esa información.
– Háblame de él. Háblame de Andy.
Scooter se reclinó contra la pared y se apartó el pelo de los ojos. Tenía una asombrosa cantidad de granos en la cara. Lena podía haberle dicho que cortarse el pelo, o al menos llevarlo limpio, contribuiría enormemente a que le desaparecieran, pero ahora tenía otras cosas de qué hablar.
– ¿Salía con alguien? -le preguntó.
– ¿Quién, Andy? -Scooter negó con la cabeza-. No por mucho tiempo.
Levantó su vaso, en señal de que apuraran sus tragos. Lena se lo quedó mirando, sin querer participar.
– Primero habla conmigo -le dijo-, y luego te pondremos más.
– Necesito un chute -afirmó, y extendió el brazo hacia las jeringuillas del frigorífico.
– Espera un segundo -le conminó Ethan, apartándole la mano-. Has dicho que ibas a hablar con ella y lo harás, ¿entendido? Has dicho que le contarías lo que quería saber.
– ¿Lo he dicho? -preguntó Scooter, perplejo. Miró a Lena, y ésta asintió para confirmarlo.
– Sí, colega -dijo Ethan-. Lo has dicho. Lo has prometido porque quieres ayudar a Andy.
– Sí, vale -dijo Scooter, asintiendo con la cabeza. Tenía el pelo tan asqueroso que no se le movió. Ethan le lanzó una penetrante mirada a Lena.
– ¿Te das cuenta de lo que te hace esta mierda en el cerebro? Lena hizo caso omiso de sus palabras.
– ¿Andy salía con alguien? Scooter soltó una risita.
– Sí, pero ella no salía con él.
– ¿Quién? -preguntó Lena.
– Ellen, tía. La de su clase de arte.
– ¿Schaffer? -aclaró Ethan, y el nombre no pareció hacerle mucha gracia.
– Sí, tío, es una calentorra. Ya sabes a qué me refiero. -Scooter le dio un codazo a Ethan-. Está buenísima.
Lena intentó que no se desviara del tema.
– ¿Ella salía con alguien?
– Ella nunca saldría con alguien como Andy -dijo Scooter-.Es una diosa. Los simples mortales como Andy no son dignos ni de olerle las bragas.
– Esa tía es un depósito ambulante de semen -dijo Ethan con evidente disgusto-. Probablemente ni sabía que existía. Scooter soltó otra risita, y le dio otro codazo a Ethan.
– ¡A lo mejor Andy está ahí arriba, robando bragas en el cielo!
Ethan frunció el ceño, y apartó a Scooter de un empujón.
– ¿Qué? -preguntó Lena, perpleja.
– Maldita sea -dijo Scooter-, he oído decir que se le quedó una cara como si se hubiera tragado un petardo de los gordos.
– ¿A quién se le quedó así la cara? -preguntó Lena.
– ¡A Ellen! -respondió Scooter, como si fuera evidente-. Se voló la cabeza, tía. ¿De dónde coño sales?
La noticia dejó tiesa a Lena. Se había pasado el día en su habitación, mirando el identificador de llamadas. Nan la había telefoneado un par de veces, pero no había contestado. La muerte de Ellen Schaffer añadía un nuevo escollo a la investigación. Si era un montaje, como la de Andy, Jeffrey sería el doble de duro con ella.
Sin pensar, Lena bebió de la botella. Retuvo el líquido en la boca, saboreándolo antes de tragar. El vodka le quemó al bajar, y notó el trayecto hasta el estómago. Exhaló lentamente, más tranquila, más perspicaz.
– ¿Qué me dices del programa de desintoxicación al que lo enviaron sus padres? -preguntó.
Scooter lanzó otra mirada a sus jeringas, pasándose la lengua por los labios.
– Hizo lo que tenía que hacer para salir, ¿sabes? A Andy le gustaba el crack. Eso no podía evitarlo. Una vez te enamoras, acabas volviendo, como si fuera una amante.
Al parecer a Scooter le encantaba la palabra «amante», porque la repitió varias veces, prolongando la eme a cada repetición. Lena intentó reconducirle al tema.
– ¿Así que volvió y estaba limpio? Scooter asintió.
– Sí.
– ¿Y cuánto duró así?
– Hasta el domingo -dijo Scooter, y se puso a reír como si hubiera hecho un chiste.
– ¿Qué domingo?
– El domingo antes de morir -dijo Scooter-. Todo el mundo sabe que la poli encontró una jeringuilla en su casa.
– Cierto -dijo Lena, diciéndose que Frank se lo hubiera mencionado de ser verdad.
En el campus los rumores se extendían tan deprisa como las enfermedades de transmisión sexual.
– ¿No has dicho que le gustaba fumar? -preguntó Lena.
– Sí, sí -dijo Scooter-. Eso es lo que encontraron.
Lena miró a Ethan. Le preguntó a Scooter:
– Anteayer, ¿Andy se metió algo?
Scooter negó con la cabeza.
– No, pero sé que se metía.
– ¿Cómo estás tan seguro?
– Porque quiso comprarme a mí, tía.
Ethan se tensó.
– Compró una provisión el sábado por la noche y dijo que se lo iba a tomar el domingo -explicó Scooter-. Iba a hacer un viaje en alfombra mágica. Eh, ¿crees que eso es lo que significa la canción?
Lena intentó hacerle volver al tema.
– ¿Crees que quería matarse?
Ethan se puso en pie y se acercó a la ventana.
– Sí, no sé -dijo Scooter. De nuevo miró las jeringuillas-. Vino a mi cuarto y me dijo: «Tío, ¿tienes algo?», y yo le contesté: «Joder, Burke se larga la semana que viene, y me estoy preparando a tope», y él no dejaba de repetir: «Dame lo que tengas. Mira, dinero», y yo le decía: «Que te jodan, tío, que no, ésta es mi mierda, todavía me debes dinero de antes de irte a desintoxicar, mariconazo», y él…
Lena le interrumpió.
– ¿Andy tenía problemas de dinero?
– Sí, como siempre. Su madre le hacía pagar un alquiler y toda esa mierda. ¿Qué tomadura de pelo es ésa? Su propio hijo, y le hacía pagarse la ropa y toda la pesca como si estuviera en la puta beneficencia. -Se arregló los shorts-. Ese coche era cojonudo. -Se volvió hacia Ethan-. ¿Viste el automóvil que le había comprado su padre?
Lena intentó que Scooter se centrara.
– ¿Tenía dinero el sábado por la noche? ¿Sí o no?
– Joder, no lo sé. Eso creo. Al final pilló algo.
– Creí que le habías vendido tú.
– Joder, no, tía. Ya te lo he dicho, sabía lo que pretendía hacer. A mí no me pillan en esa mierda. Le vendes algo a un tío y la palma de sobredosis y al día siguiente tienes el culo entre rejas acusado de homicidio, y yo no voy a la cárcel, tía. Ya tengo un empleo apalabrado para cuando salga de aquí.
– ¿Dónde? -preguntó Lena, sintiendo curiosidad por saber quién coño contrataría a ese patético desecho humano.
Ethan no le dejó contestar.
– ¿Sabías que iba a matarse?
– Supongo. -Scooter se encogió de hombros-. Eso es lo que hizo la última vez. Compró una bolsa de mierda y se rajó el brazo con una hoja de afeitar. -Se dibujó una línea en el brazo para ilustrarlo-. Tía, más falso imposible. Sangre por todas partes, ni te lo imaginas. ¿Crees que debería haber dicho algo, tío? Yo no quería meterme en líos..
– Sí, joder -dijo Ethan, acercándose a la cama. Le dio una colleja a Scooter-. Sí, deberías haberle dicho algo. Tú le mataste, capullo, eso es lo que hiciste.
Lena dijo:
– Ethan…
– Vámonos de aquí -ordenó Ethan, abriendo la puerta con tanta fuerza que el pomo melló la pared del golpe.
Lena le siguió, pero cerró la puerta y se quedó en el cuarto.
– ¡Lena!
La puerta tembló con los golpes de Ethan, pero ella cerró con llave, con la esperanza de que eso le dejara fuera unos minutos.
– Scooter -dijo, asegurándose de que él le prestaba atención-, ¿quién le vendió las drogas?
Scooter se la quedó mirando.
– ¿Qué?
– ¿Quién le vendió las drogas a Andy? -repitió-. El sábado por la noche, ¿dónde consiguió las drogas?
– Mierda -dijo Scooter-, no lo sé. -Se rascó los brazos, incómodo ahora que Ethan no estaba-. Déjame en paz, ¿entendido?
– No -negó Lena-. No hasta que me lo digas.
– Tengo mis derechos.
– ¿Ah sí? ¿Quieres que llame a la policía? -Tenía la botella en una mano, y cogió las jeringuillas llenas con la otra-. Vamos a llamar a la poli, Scooter.
– Ah, joder, tía, vamos.
Hizo un débil intento de llegar hasta las jeringuillas, pero Lena fue más rápida.
– ¿Quién le vendió la droga a Andy?
– Vamos -gimió Scooter. Al ver que eso no funcionaba, capituló-. Deberías saberlo, tía. Trabajas con él.
Lena dejó caer las jeringuillas y casi suelta la botella antes de poder reaccionar.
– ¿Chuck?
Scooter se tiró al suelo, recogiendo las jeringuillas como si fuesen dinero encontrado.
– ¿Chuck? -repitió Lena.
Estaba demasiado atónita para decir nada más. Echó un trago de vodka y, a continuación, apuró el resto de la botella. Se sentía tan confusa que tuvo que volver a sentarse en la cama.
– ¿Lena? -chilló Ethan desde el otro lado de la puerta.
Scooter comenzó a inyectarse. Lena se lo quedó mirando, hipnotizada, mientras se sacaba un poco de sangre y luego se bombeaba la droga en la vena. Tenía el extremo de la banda elástica entre los dientes, y la soltó con un chasquido cuando el émbolo de la jeringa llegó al final.
Scooter soltó un grito ahogado, y todo el cuerpo sufrió una sacudida. Tenía la boca abierta, y el cuerpo le temblaba al entregarse a la droga. Los ojos vagaban sin rumbo, desorbitados, y le castañeteaban los dientes. Le temblaba tanto la mano que la jeringa se le cayó al suelo y rodó debajo de la cama. Lena lo contemplaba, incapaz de desviar los ojos, mientras su cuerpo experimentaba las acometidas del ice en las venas.
– Oh, tía -susurraba Scooter-. Joder, tía. Oh, sí.
Lena contempló la otra jeringa que había en el suelo, preguntándose cómo se sentiría si se dejaba ir, si permitía que la droga controlara su cuerpo durante un rato. O le quitara la vida.
Scooter se puso en pie de un salto tan bruscamente que Lena reculó y se golpeó la cabeza contra la pared.
– Joder, qué calor hace aquí -dijo Scooter, y sus palabras le salían como balas de una ametralladora mientras caminaba por la habitación-. Qué calor, hace demasiado calor para respirar, no sé si puedo respirar, tú puedes respirar, pero no se está mal, no crees.
Parloteaba sin cesar, tirándose de las ropas como si quisiera quitárselas.
– ¡Lena! -chilló Ethan.
El pomo sufrió una violenta sacudida, y la puerta se abrió de golpe, golpeando de nuevo la pared.
– ¡Gilipollas! -gritó Ethan, empujando a Scooter tan fuerte que, éste cayó contra la nevera.
Lleno de energía a causa del speed que le corría por las venas, Scooter se levantó de otro salto, y no dejaba de parlotear acerca de la temperatura de la habitación.
Ethan vio la otra jeringuilla en el suelo y la pisoteó hasta que el plástico se hizo añicos, y el claro líquido formó un charquito alrededor. A continuación, como si previera hasta dónde era capaz de llegar Scooter con tal de colocarse otra vez, deslizó la suela del zapato por el charco hasta que ya no quedó nada que se pudiera recuperar.
Ethan agarró a Lena de la mano y le dijo:
– Vamos.
– ¡Mierda! -gritó Lena.
Le había cogido la muñeca dolorida. Casi se desmaya del dolor, pero Ethan no la soltó hasta que no estuvieron en el pasillo.
– ¡Capullo! -dijo Lena, golpeándole el hombro con la mano-. Estaba a punto de averiguar algo.
– Lena…
Ella se dio la vuelta para marcharse. Ethan intentó agarrarla del brazo, pero ella fue más rápida.
– ¿Adónde vas? -preguntó Ethan.
– A casa.
Lena continuó pasillo arriba, mientras su mente le daba vueltas a lo que le había dicho Scooter. Necesitaba anotarlo todo ahora que aún lo tenía fresco. Si Chuck estaba implicado en algún tipo de red de traficantes de droga, cabía la posibilidad de que se hubiera cargado a Andy Rosen y a Ellen Schaffer para cerrarles la boca. Todas las piezas comenzaban a encajar. Sólo tenía que retenerlas en el cerebro lo suficiente para poder anotarlas.
De pronto, Ethan se acercó a ella.
– Deja que te acompañe a casa.
– No necesito escolta -dijo Lena, mientras se tocaba la muñeca y se preguntaba si se la había roto.
– Has bebido mucho.
– Y lo que me queda -dijo ella, apartando a un grupo de gente que bloqueaba la entrada.
En cuanto lo hubiera anotado todo, nada como un trago para celebrarlo. Unas horas atrás le preocupaba perder el empleo, y ahora estaba en condiciones de quedarse con el puesto de Chuck.
– Lena…
– Vete a casa, Ethan -le ordenó Lena, tropezando con una piedra del jardín.
Se tambaleó pero no cayó.
Él le pisaba los talones, jadeando para mantener el paso.
– Cálmate un poco.
– No tengo por qué calmarme -dijo Lena, y era cierto.
La adrenalina que avanzaba por todo su cuerpo le mantenía la mente despejada.
– Lena, vamos -dijo Ethan, casi suplicando.
Lena tomó un estrecho sendero que discurría entre dos arbustos espinosos, sabiendo que llegaría al colegio mayor de su facultad si atajaba por el patio de la universidad.
Ethan la siguió, pero había dejado de hablar.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.
Él no respondió.
– No vas a entrar en mi habitación -dijo ella, apartando una rama baja mientras se dirigía a la entrada principal de su residencia-. Hablo en serio, Ethan.
Él no le hizo caso, y se quedó a su lado mientras ella intentaba abrir la puerta. Pero Lena no tenía coordinación, y no podía encontrar la cerradura. Probablemente se debía al Vicodin, nadando en el mar de alcohol que chapoteaba dentro de su estómago. ¿Cómo se le había podido ocurrir mezclar drogas y alcohol de ese modo? Lena sabía que eso no había que hacerlo nunca.
Ethan le quitó las llaves de un tirón y abrió la puerta. Ella intentó recuperarlas, pero él ya estaba dentro.
– ¿Cuál es tu habitación? -preguntó Ethan.
– Dame mis llaves.
De nuevo intentó quitárselas, pero él fue demasiado rápido.
– Eres una capulla -dijo Ethan-. ¿Lo sabías?
– Dame mis llaves -repitió Lena, aunque no quería hacer una escena.
La residencia era tan asquerosa que pocos profesores vivían en ella, pero Lena no deseaba que algún vecino asomara la cabeza.
Ethan estaba leyendo el nombre de Lena en el buzón del vestíbulo. Sin mediar palabra, bajó el pasillo hacia su habitación.
– Basta -ordenó-. Sólo dame…
– ¿Qué has tomado? -preguntó, buscando entre sus llaves la que abría la puerta-. ¿Qué eran esas píldoras que te has tragado?
– ¡Déjame en paz! -gritó Lena, agarrándole las llaves. Apoyó la cabeza contra la puerta y se concentró en abrir la cerradura. Cuando oyó el chasquido se permitió una sonrisa, que rápidamente le desapareció cuando Ethan la empujó hacia el interior de su cuarto.
– ¿Qué píldoras has tomado? -quiso saber.
– ¿Me estás vigilando? -preguntó, pero eso era evidente.
– ¿Qué has tomado?
Lena se quedó en mitad de la habitación intentando orientarse. No había mucho que ver. Vivía en un antro de dos habitaciones con cuarto de baño privado y una cocina americana que siempre olía a grasa de beicon por mucho que limpiara. Se acordó del contestador, pero cuando miró el indicador de llamadas había un cero bien gordo. Esa zorra de Jill Rosen no la había llamado.
– ¿Qué has tomado? -repitió Ethan.
Lena se dirigió al armario de la cocina y dijo:
– Motrin. Tengo calambres, ¿entendido? -pensando que eso le haría callar.
– ¿Eso es todo? -preguntó él, acercándosele.
– Tampoco es asunto tuyo -le dijo Lena, sacando una botella de whisky del armarito.
Ethan hizo aspavientos con las manos.
– Y ahora vas a beber un poco más.
– Gracias por la crónica, jovencito -se pitorreó Lena.
Se sirvió una generosa ración y la apuró de un trago.
– Estupendo -dijo él, y ella se sirvió otra copa.
Lena dio media vuelta y espetó:
– ¿Por qué no me…?
Se calló. Ethan estaba lo bastante cerca como para tocarla, y la desaprobación emanaba de él como el calor de un incendio forestal.
Él se quedó inmóvil, las manos a los lados.
– No lo hagas.
– ¿Por qué no me acompañas? -le preguntó.
– No bebo. Y tú tampoco deberías.
– ¿Eres de Alcohólicos Anónimos?
– No.
– ¿Estás seguro? -dijo Lena, echando un buen trago y soltando un sonoro «ahhh», como si fuera lo mejor que hubiera probado nunca-. Desde luego te comportas como un alcohólico rehabilitado.
Los ojos de Ethan siguieron el vaso que se llevó a la boca.
– No me gusta perder el control.
Lena se puso el vaso bajo la nariz, inhalando.
– Huele -le dijo, y se lo acercó a la cara.
– Aparta eso -le ordenó, pero él no se movió.
Lena se pasó la lengua por los labios con un chasquido. Ethan era un alcohólico; Lena estaba segura. Su reacción no podía explicarse de otro modo.
– ¿Ni siquiera puedes probarlo, Ethan? -dijo Lena-. Venga, Alcohólicos Anónimos es para maricones. No necesitas ir a esas estúpidas reuniones para saber cuándo parar.
– Lena…
– Eres un hombre, ¿o no? Los hombres saben controlarse. Vamos, señor Control.
Lena le apretó el vaso contra los labios, y él cerró aún más la boca. Ni siquiera cuando ella inclinó el vaso, derramándole el líquido ámbar por la barbilla y la camisa, se separaron sus labios.
– Bueno -dijo ella, viendo cómo el alcohol le goteaba por la barbilla-. Qué manera de desperdiciar un buen whisky.
Con violencia, Ethan arrancó la toalla del colgador y se la dio a Lena. Con los dientes apretados le ordenó:
– Límpialo. Ahora.
Lena se quedó estupefacta por su vehemencia. No le costaba nada limpiar aquello, de modo que obedeció, frotándole la camisa y a continuación la bragueta de los pantalones. La encontró tensa, y, sin poder evitarlo, Lena se rió.
– ¿Esto es lo que te pone? ¿Mandonear a los demás?
– Cállate -le ordenó Ethan, intentando arrebatarle la toalla.
Ella le dejó coger la toalla. Sin ella, Lena utilizó la mano, aumentando la presión en la bragueta. A Ethan se le puso más dura.
Lena le preguntó:
– ¿Ha sido el whisky? ¿Te gusta como huele? ¿Te pone caliente?
– Basta -dijo él, pero Lena le notaba cada vez más empalmado.
– Mierdecilla pervertida -murmuró Lena, y le sorprendió oír el tono burlón de su voz.
– No lo hagas -repuso él, pero no intentó detenerla cuando ella le bajó la bragueta.
– ¿Que no haga el qué? -preguntó Lena agarrándosela con la mano.
Era más grande de lo que había imaginado, y había algo excitante en saber que podía darle placer o causarle un intenso dolor.
Lena se la acarició.
– ¿Que no haga esto?
– Oh, joder -susurró Ethan, pasándose la lengua por los labios-. Joder.
Lena movió la mano arriba y abajo, observando su reacción. Lena no era precisamente virgen antes de que la violaran, y sabía de manera instintiva cómo hacerle jadear.
– Oh…
Ethan abrió la boca, sorbiendo aire. Extendió los brazos hacia ella.
– No me toques -le ordenó Lena, y se la apretó más fuerte para que supiera que hablaba en serio.
Ethan se agarró a la parte superior de la nevera. Se le aflojaban las rodillas, pero consiguió mantenerse en pie.
Lena sonrió para sus adentros. «Qué estúpidos son los hombres. Con lo fuertes que son, los tienes comiendo de tu palma con tal de que los hagas correrse.»
– ¿Por eso me seguías como un perrito? -le preguntó Lena.
Ethan se inclinó para besarla, pero Lena apartó la cabeza. Él volvió a jadear cuando Lena le frotó la punta del capullo con el pulgar.
– ¿Esto es lo que querías? -preguntó Lena, manteniendo la mano firme, deseando que él le suplicara-. Dímelo.
– No -susurró Ethan.
Intentó ponerle una mano en la cintura, pero ella le tocó en el lugar que sabía lo llevaría al séptimo cielo.
– Dios… -susurró entre dientes Ethan, derribando un vaso del mármol de la cocina mientras buscaba algo a qué agarrarse.
– ¿Quieres tirarte a una tía a la que han violado? -le preguntó, como si charlaran-. ¿Quieres contárselo luego a tus amigos?
Ethan negó con la cabeza, los ojos cerrados y concentrado en la mano de ella.
– ¿Has hecho una apuesta con alguien? ¿De eso va el asunto?
Ethan le apretó la cabeza contra el hombro, intentando permanecer de pie.
Lena le acercó los labios al oído.
– ¿Quieres que pare? -preguntó, y movió la mano más despacio.
– No -susurró él, agitando las caderas para hacerla acelerar.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Lena-. ¿Has dicho que querías que parara?
El volvió a negar con la cabeza, jadeando.
– ¿Has dicho «por favor»? -preguntó ella, llevándole al límite. Cuando el cuerpo de Ethan comenzó a estremecerse, se paró-:
– ¿Ha sido eso un «por favor»?
– Sí -exhaló, y le puso una mano encima para hacerla continuar.
– ¿Te he dado permiso para tocarme?
Ethan apartó la mano, pero agitó las caderas y comenzó a respirar muy fuerte.
– No te he oído -le insistió Lena-. Di «por favor».
Ethan comenzó a decir la palabra pero se detuvo, gimiendo.
– Dilo -le ordenó ella, y ejerció la presión adecuada para recordarle lo que podía hacerle con la mano.
La boca de Ethan se movió intentando decirlo, pero o respiraba demasiado fuerte o era demasiado orgulloso para pronunciar las dos palabras.
– ¿Qué ha sido eso? -susurró Lena, sus labios casi besándole la oreja-. ¿Qué has dicho?
Ethan emitió un sonido gutural, como si algo en su interior se hubiera roto. Lena sonrió cuando él cedió por fin.
– Por favor… -le suplicó Ethan, y como si no fuera suficiente, repitió-: Por favor…
Lena volvía a estar en aquella oscura habitación, echada boca abajo. Unos besos lentos y sensuales descendían por su espalda hasta el espacio donde comenzaba su rabadilla. Estiró el cuerpo, sintiendo cómo le bajaban los pantalones, encantada con la sensación de que le besaran su lugar favorito sin darse cuenta de que no debería ser capaz de sentir esas cosas. Debería tener las manos y los pies clavados al suelo. Debería estar de espaldas.
Se despertó inhalando con brusquedad, saltó de la cama tan rápidamente que cayó al suelo, y se golpeó la cabeza en la pared con tanta fuerza que se quedó aturdida unos segundos.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Ethan.
Lena se levantó y apoyó el cuerpo contra la pared, el corazón desbocado en el pecho. Se llevó las dos manos a los pantalones. Sólo el botón de arriba estaba desabrochado. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué estaba allí Ethan?
– Vete -le dijo con serenidad, a pesar del miedo que le recorría el cuerpo.
Ethan le sonrió y extendió los brazos hacia ella. La cama era de una plaza, Lena casi ni cabía en ella, y él estaba apretado contra la pared del otro lado. Ethan estaba completamente vestido, pero llevaba los tejanos desabrochados, la cremallera a medio bajar.
– ¿Qué coño me has hecho? -preguntó Lena, horrorizada ante la idea de que la hubiera tocado, quizás incluso penetrado.
– Eh -dijo Ethan, sin alterarse, como si hablaran del tiempo-. Tranquila, ¿vale?
Se sentó en la cama y volvió a alargar los brazos hacia ella.
– Vete a tomar por culo -le advirtió Lena, apartándole las manos de una palmada.
Él se puso en pie.
– Lena…
– ¡Lárgate de mi vista! -chilló con voz ronca.
Ethan bajó la vista, se abrochó los pantalones y se subió la cremallera mientras decía:
– Joder, tampoco vamos a casarnos ni…
Lena le empujó el pecho con fuerza. Él reculó un paso pero no se cayó. En lugar de captar el aviso, dio un paso hacia ella, el rostro inexpresivo, sin mediar palabra al empujarla por los hombros.
Lena se golpeó contra la pared pero se quedó erguida, impresionada por su fuerza bruta. Había imaginado que podría enfrentarse a él, pero el cuerpo de Ethan era como el acero.
Ethan abrió la boca, probablemente para disculparse. La palma de Lena le golpeó de lleno en la cara. El ruido resonó en la habitación y, antes de que Lena reaccionara, él le había devuelto la bofetada, y fuerte.
– ¡Cabrón!
Ella fue a por él, esta vez con los puños, pero él le agarró las manos, dominándola con facilidad y empujándola contra la pared.
– Lena… -dijo, inmovilizándole las muñecas.
Ella pensó que le dolería por la lesión anterior, pero estaba tan aterrada a causa de lo que podía haber pasado entre ellos que sólo sentía rabia.
Intentó liberarse, pero él la sujetó con facilidad. Aún llevaba la navaja en el bolsillo, pero sabía que no podía cogerla si no le soltaba las manos. Lena le dio una patada en la rodilla, y él se inclinó, dándole a Lena la oportunidad de golpearle en plena cara. Ethan retrocedió, con las manos en la nariz y la sangre chorreándole entre los dedos. Lena corrió al cuarto de baño y se encerró.
– Oh, Dios -susurró Lena-. Oh-Dios-oh-Dios-oh-Dios.
Le temblaban las manos al desabrocharse los tejanos. Se arañó la piel de las piernas al bajarse los pantalones para ver si la había lastimado. Se buscó magulladuras y cortes, y luego examinó las bragas buscando manchas delatoras, incluso las olió para ver si había rastro de que Ethan se le había acercado.
– ¿Lena? -preguntó él, llamando a la puerta.
Tenía la voz apagada, y Lena se dijo que ojalá le hubiese roto la nariz.
– ¡Vete! -le ordenó Lena, dando una patada a la puerta, y deseando poder darle una a él igual de fuerte y verle sangrar y quejarse de dolor.
Ethan golpeó de nuevo la puerta, tan fuerte que ésta tembló.
– ¡Lena, maldita sea!
– ¡Lárgate! -chilló ella, la garganta ronca y estridente. ¿Ethan le había puesto el pene en la boca? ¿Aún sentía su sabor?
– Lena, vamos -dijo él, moderando el tono-. Por favor, nena.
Ella sintió que se le revolvía el estómago, y corrió al retrete a vomitar, echando bilis por el suelo. Se puso de rodillas, con unas arcadas tan fuertes que sintió que se le contraían las tripas como si alguien le hubiera metido un puño dentro.
Cerró los ojos para no ver lo que había en la taza, respirando por la boca y procurando no sentir más náuseas.
El ruido de una puerta al abrirse le hizo levantar la vista, pero la del cuarto de baño seguía cerrada.
– Contra la pared -dijo una voz masculina. Reconoció la voz de Frank de inmediato.
– Que te jodan -le replicó Ethan de mala manera.
Enseguida oyó el familiar sonido de alguien impactando contra la pared. Se dijo que ojalá Frank le estuviera haciendo daño. Ojalá le machacara las liendres.
Lena se limpió la boca y escupió en la taza. Se sentó sobre los talones y se llevó una mano al estómago mientras escuchaba lo que sucedía al otro lado de la puerta. Tenía un dolor de cabeza espantoso, y el corazón acelerado.
– ¿Dónde está Lena? -preguntó Jeffrey alarmado.
– No está aquí, cabrón -dijo Ethan en un tono tan convincente que incluso ella le creyó-. ¿Dónde está tu puta orden para derribar esa puerta?
Lena se apoyó en el lavamanos y se puso de pie lentamente.
– ¿Dónde ha ido? -preguntó Jeffrey preocupado.
– Ha salido a tomar un café.
Lena se miró en el espejo que había sobre el tocador. Un hilo de sangre le caía de la nariz, pero no parecía rota. Tenía un morado bajo el ojo, y se acercó la mano. Pero se detuvo cuando los dedos estaban a pocos centímetros de la cara. Un vivo recuerdo de lo que había ocurrido esa noche atravesó su cerebro como una corriente eléctrica. Había tocado a Ethan con esa mano. La había llevado a la bragueta de él y le había acariciado ahí abajo mientras le miraba a los ojos, observando el efecto que eso le producía, disfrutando de lo que la noche anterior le había parecido poder y esta mañana resultaba vulgar y repugnante.
Lena abrió el grifo del agua caliente, agarrando la pastilla de jabón. Se enjabonó las manos y luego se puso espuma en la boca, intentando recordar si le había besado. Se frotó la lengua con las uñas, y le vino una arcada cuando se le metió jabón en la garganta. Lo había hecho porque estaba borracha. Como una cuba. ¿Qué otra cosa podía impulsarla a hacer algo tan estúpido? Jeffrey llamó suavemente a la puerta.
– ¿Lena?
Lena no contestó, y siguió frotándose las manos hasta que le quedaron moradas del calor y la fricción. La muñeca dolorida se le había hinchado hasta ser el doble de gruesa que la otra, pero el dolor no la molestaba, pues era algo que podía controlar. Con la uña enganchó una protuberancia irregular de una de sus cicatrices, y la sangre fue bienvenida. Hurgó en la abertura, intentando desgarrar la piel, deseando poder arrancársela.
– ¿Lena? -Jeffrey llamó más fuerte, inquieto-. ¿Lena? ¿Te encuentras bien?
– Déjala en paz -dijo Ethan.
– Lena -repitió Jeffrey, llamando más fuerte. Lena no sabía si estaba preocupado, enfadado, o las dos cosas-. Contéstame. Lena levantó la vista. El espejo resumía la historia de lo que Jeffrey vería: su vómito en el retrete, las manos ensangrentadas goteando en el lavamanos, Lena de pie, temblando de asco y odio hacia sí misma.
– Derriba la puerta -sugirió Frank.
Jeffrey le advirtió:
– Lena, o sales o entro yo.
– Un momento, por favor -exclamó Lena, como si él fuera su pareja y la esperara para salir a cenar.
Lena se sacó la navaja del bolsillo antes de volver a abrochárselos. Había una tablilla suelta en el fondo del botiquín, y metió el arma debajo antes de cerrar el grifo.
Tiró de la cadena del váter mientras hacía gárgaras de elixir bucal, escupiendo una parte y tragándose el resto con la esperanza de que su estómago lo aceptara. Se limpió la nariz con el dorso de la mano, y luego se la frotó en los pantalones. No había manera de abrocharse los puños de la camisa, pero sabía que las mangas ocultarían sus muñecas.
Cuando por fin salió del cuarto de baño, Jeffrey se disponía a derribar la puerta. Frank estaba detrás de Ethan, apretándole la cara contra la pared con tanta fuerza que la sangre de la nariz resbalaba por la pared. Lena se quedó en el umbral. Más allá de donde estaba Jeffrey, veía la zona que servía de salita y la pequeña cocina. Se dijo que ojalá hubiera alguna manera de hacer que todos se fueran a la otra habitación. A Lena ya le costaba mucho dormir por las noches sin tener que enfrentarse al recuerdo de esos hombres en su dormitorio.
Jeffrey y Frank se quedaron paralizados al verla, como si se tratara de una aparición y no de la mujer con la que habían trabajado todos los días durante la última década.
Sin pensarlo, Frank aflojó la presión sobre Ethan y murmuró:
– ¿Qué ha pasado?
Lena se cubrió la cicatriz sangrante de la mano y le dijo a Jeffrey:
– Más vale que tengas una orden.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Jeffrey.
– ¿Dónde está la orden?
– ¿Te ha hecho daño? -inquirió Jeffrey en voz baja.
Lena no contestó. Miraba el edredón limpio, se fijó en que apenas estaba arrugado. La tela era de un color burdeos oscuro, y cualquier mancha se hubiera notado a la legua. Respiró al saber que aquella noche no había pasado nada entre ella y Ethan. Como si lo que ella sabía que había ocurrido no fuera bastante. Lena cruzó los brazos y dijo:
– Salid todos de mi casa. Esto es allanamiento de morada.
– Hemos recibido una llamada -le contestó Jeffrey, y lo dijo como si hubiera venido dispuesto a echar la puerta abajo. Se acercó y miró las fotos que Lena tenía expuestas en el espejo del tocador-. Alboroto doméstico.
Lena sabía que eso era una bola. Su habitación quedaba al extremo del edificio, y su vecino más cercano era un profesor que estaba en un congreso. Aun cuando alguien hubiera telefoneado, Jeffrey no podía haber llegado tan deprisa. Probablemente él y Frank estaban cerca de la residencia y se había servido de la discusión entre Ethan y ella como excusa para derribar la puerta.
– Muy bien -dijo Jeffrey-. ¿Cuál es el problema?
– No sé de qué me hablas -contestó Lena, mirándole fijamente.
– Para empezar, tu ojo. ¿Te ha pegado? -preguntó Jeffrey.
– Me di contra el lavamanos cuando derribaste la puerta. -Se excusó con una irónica sonrisa-. El ruido me asustó.
– Muy bien -dijo Jeffrey. Señaló a Ethan con el pulgar-. ¿Y él?
Lena miró a Ethan, y él le devolvió la mirada por el rabillo del ojo. Lo que había ocurrido entre ellos esa noche era sólo… cosa de ellos dos.
Jeffrey insistió.
– ¿Lena?
– Supongo que se lo hizo Frank al entrar -le dijo, sin responder a la severa mirada que aquél le lanzó.
Antes de que la echaran, habían sido compañeros, y conocía a Frank lo bastante para saber que acababa de destruir esa relación. Había quebrantado el código. Tal como se sentía ahora, casi se alegraba.
Jeffrey abrió uno de los cajones superiores del tocador, echó un vistazo y, a continuación, miró fijamente a Lena. Sabía que observaba su funda tobillera, pero no había ninguna ley que impidiera guardar un cuchillo envainado en el cajón de los calcetines.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Lena cuando Jeffrey cerró el cajón de golpe.
Abrió el siguiente cajón, donde Lena guardaba las bragas, y metió la mano, apartando lo que había. Sacó un tanga de algodón negro que Lena no había llevado en años y le lanzó la misma mirada penetrante antes de dejarlo otra vez en el cajón. Lena sabía que estaba buscando prendas similares a la encontrada en la habitación de Andy, tan seguro como que jamás se volvería a poner ninguna de las prendas que Jeffrey había tocado en aquel cajón.
Lena intentó no levantar la voz al preguntar:
– ¿Para qué has venido?
Jeffrey cerró el cajón con otro golpe.
– Te lo dije ayer. Hemos encontrado pruebas que te relacionan con un crimen.
Ella extendió los brazos, atónita ante su sangre fría.
– Arréstame.
Jeffrey retrocedió, como ella había supuesto que haría.
– Sólo queremos hacerte un par de preguntas, Lena.
Lena negó con la cabeza. Jeffrey no tenía pruebas suficientes para arrestarla, pues, de lo contrario, estaría sentada en el coche patrulla.
– Podemos llevárnoslo a él -dijo Jeffrey, señalando a Ethan.
– Hazlo -le desafió Ethan.
Lena susurró:
– Ethan, cállate.
– Arréstame -le dijo Ethan.
Frank lo aplastó contra la pared. Ethan tragó aire, pero no se quejó.
Jeffrey parecía pasárselo bien. Se acercó a Ethan y le puso los labios en la oreja.
– ¿Qué tal, señor Testigo Ocular? -preguntó.
Ethan forcejeó, pero Jeffrey le sacó la cartera con facilidad. Pasó unas cuantas fotos que había delante y sonrió.
– Ethan Nathaniel White -leyó.
Lena intentó no delatar su sorpresa, pero no pudo evitar que se le separaran los labios.
– Bueno, Ethan -dijo Jeffrey, poniéndole la mano en la nuca y apretándosela-. ¿Qué te parecería pasar la noche en la cárcel? Le susurró algo al oído que Lena no oyó. Ethan se puso tenso, como un animal dispuesto a atacar.
– Basta -le pidió Lena-. Déjale en paz.
Jeffrey agarró a Ethan por el cuello de la camisa y lo arrojó sobre la cama.
– Ponte los zapatos, chico -le ordenó, sacando de una patada sus botas negras de debajo del camastro.
– No tienes ningún cargo contra él -dijo Lena-. Te he dicho que me golpeé con el lavamanos.
– Le llevaremos a comisaría y veremos qué pasa. -Se volvió hacia Frank-. El chaval tiene pinta de culpable, ¿no crees?
Frank soltó una risita.
– No puedes arrestar a alguien por tener pinta de culpable -replicó Lena estúpidamente.
– Ya encontraremos algo para retenerlo.
Jeffrey le guiñó el ojo. Que Lena supiera, Frank nunca se había aprovechado de la ley hasta ese punto. Ahora se daba cuenta de que había ido hasta allí para llevársela a ella, tanto daba quién se entrometiera.
– Suéltale -pidió Lena-. Dentro de media hora empiezo a trabajar. Podemos hablar luego.
– No, Lena -negó Ethan, poniéndose en pie.
Frank le empujó contra la cama con tanta fuerza que el colchón se combó, pero Ethan volvió a incorporarse, con una de sus botas en la mano. Estaba a punto de darle con ella a Frank en la cara cuando Jeffrey se lo impidió con un puñetazo en el hígado. Ethan soltó un gruñido y se dobló, y Lena se interpuso entre los dos para evitar que aquello acabara en un baño de sangre. A Lena se le subió la manga, y Jeffrey le miró la muñeca. Lena dejó caer la mano, y les dijo a los dos:
– Basta.
Jeffrey se agachó y cogió la bota de Ethan, dándole vueltas en la mano. Parecía interesado en el dibujo de la suela.
– Resistencia a la autoridad. ¿Te parece suficiente?
– Muy bien -accedió Lena-. Te concedo una hora.
Jeffrey arrojó las dos botas contra el pecho de Ethan.
– Me concederás todo el tiempo que me salga de los cojones -le dijo a Lena.
Jeffrey estaba en el pasillo, ante la puerta de la sala de interrogatorios; esperaba a Frank. Venía de la zona de observación, donde había estado estudiando a Lena a través del cristal traslúcido, pero le había incomodado la manera en que ella miraba el espejo, aunque sabía que no podía verle.
Aquella mañana llevó a Frank al apartamento de Lena con la esperanza de hacerla entrar en razón. La noche anterior, Jeffrey había ensayado mentalmente cómo iría la cosa. Se sentarían y charlarían, tal vez tomarían un café, y harían cábalas acerca de los sucesos de los últimos días. El plan era perfecto… aunque no contaba con la presencia de Ethan White.
– Jefe -dijo Frank en voz baja.
Llevaba en las manos dos tazas de café, y Jeffrey cogió una, aun cuando ya llevaba suficiente cafeína en su organismo para que le temblaran las manos.
– ¿Ha llegado su informe? -preguntó Jeffrey.
Las huellas del vaso utilizado por Ethan no habían servido de gran cosa, pero su nombre y su número de carné de conducir habían sacado el premio gordo. No sólo Ethan White tenía antecedentes, sino que estaba en libertad condicional. La agente encargada de Ethan, Diane Sanders, traería su informe en persona.
– Le he dicho a Marla que la mande aquí -dijo Frank, bebiendo un sorbo de café-. ¿Sara ha descubierto algo en la autopsia del chico?
– No -contestó Jeffrey.
Sara practicó la autopsia de Andy Rosen en cuanto acabó la de Ellen Schaffer. Ninguna revelación importante y, exceptuando las sospechas de Sara y Jeffrey, nada apuntaba a que se tratara de asesinato.
– Lo de Schaffer es sin duda un homicidio -le dijo a Frank-.Es imposible que no exista relación entre los dos casos. Sólo que no sabemos cuál es.
– ¿Y Tessa?
Jeffrey se encogió de hombros, y su mente empezó a buscar alguna relación que fuera verosímil. Había tenido a Sara despierta casi toda la noche haciendo cábalas acerca de qué relación podían guardar las tres víctimas. Transcurrieron diez minutos antes de que se diera cuenta de que Sara se había quedado dormida en la mesa de la cocina.
Frank miró por la ventanilla de la puerta de la sala de interrogatorios, observando a Lena.
– ¿Ha dicho algo?
– Todavía no lo he intentado -dijo Jeffrey.
Y lo cierto es que no sabía qué preguntarle. Jeffrey se había quedado atónito al encontrar a Ethan en la habitación de Lena cuando irrumpieron en la estancia, y se había asustado al ver que Lena no salía del baño. Durante una fracción de segundo, llegó a pensar que estaba muerta. No olvidaría el pánico experimentado cuando Lena salió, ni su horror al darse cuenta de que el chico la había golpeado y ella le estaba encubriendo.
– No me parece algo propio de Lena -dijo Frank.
– Algo pasa -asintió Jeffrey.
– ¿Crees que ese cabrón la golpeó? -preguntó Frank.
Jeffrey dio un sorbo a su café, pensando en lo único que no quería ni plantearse.
– ¿Le has visto la muñeca?
– Tiene muy mala pinta -dijo Frank.
– Nada de esto me gusta un pelo.
– Ahí está Diane -informó Frank.
Diane Sanders era de estatura y complexión mediana, y tenía el cabello gris más bonito que Jeffrey había visto nunca. A primera vista no había nada que destacara en ella, pero bajo su apariencia anodina latía una sexualidad salvaje que siempre pillaba a Jeffrey por sorpresa. Era muy buena en su especialidad y, a pesar de que siempre iba a tope de trabajo, estaba al tanto de todos casos de libertad condicional que le encargaban.
Diane fue al grano.
– ¿Tenéis aquí a White?
– No -dijo Jeffrey, aunque deseaba que así fuera.
Lena se había asegurado de que dejaban libre a Ethan antes de irse con Jeffrey y Frank.
Diane pareció aliviada.
– Este fin de semana han encerrado a tres de mis chicos, y estoy hasta el cuello de papeleo. No quiero tener más problemas con éste. Sobre todo con éste. -Sacó una gruesa carpeta-. ¿Por qué queréis saber sus antecedentes?
– No estoy seguro -dijo Jeffrey, entregándole a Frank su café para abrir la carpeta.
La primera página era una foto en color de Ethan White en la época de su último arresto. Llevaba la cabeza y la cara afeitadas, pero seguía pareciéndose enormemente al mismo matón que Jeffrey recordaba. Los ojos eran inexpresivos, y contemplaban a la cámara como si quisiera asegurarse de que cualquiera que mirara la foto supiera que él era una amenaza.
Jeffrey pasó las fotos, buscando el historial de arrestos de Ethan. Examinó los detalles, y sintió como si alguien le hubiera golpeado las tripas con un ladrillo.
– Sí -dijo Diane, leyendo su expresión-, desde entonces ha estado limpio. Tiene un buen comportamiento y su libertad condicional acabará en menos de un año.
– ¿Estás segura? -preguntó Jeffrey, captando una advertencia en su voz.
– Que yo sepa -le dijo ella-. Le he visitado sin avisar casi cada semana.
– Lo dices como si esperaras que hiciera algo -comentó Jeffrey.
En el caso de Diane, que hiciera un esfuerzo especial para hacerle visitas sorpresa a Ethan decía mucho. Intentaba pillarlo con las manos en la masa.
– Simplemente me aseguro de que no se meta en líos -dijo compasiva.
– ¿Anda metido en drogas? -preguntó Frank.
– Le hago mear en un vaso todas las semanas, pero estos tipos no tocan las drogas. No beben, no fuman. -Hizo una pausa-. Con ellos todo es una debilidad o una fuerza. Poder, control, intimidación: la adrenalina que causan estas cosas es lo que les coloca.
Jeffrey volvió a coger su café y le entregó el informe a Frank, diciéndose que era como si Diane hubiera estado hablando de Lena y no de Ethan White. Antes estaba preocupado por Lena, pero ahora le asustaba que Lena se hubiera metido en algo de lo que ya no pudiera salir nunca.
– Cumple con todo lo que debe hacer. Ha acabado sus clases para controlar su ira… -dijo Diane.
– ¿En la universidad?
– No -negó Diane-. En la Seguridad Social. No creo que en Grant Tech les haga mucha falta.
Jeffrey suspiró. Había valido la pena intentarlo.
– ¿A quién tienes ahí? -preguntó Diane, mirando por la ventana.
Jeffrey sabía que sólo podía ver la espalda de Lena.
– Gracias por el informe -dijo Jeffrey.
Diane captó la indirecta y apartó la mirada.
– No hay problema. Si le pillas en algo me lo haces saber. Él dice que se ha reformado, pero con estos tipos nunca se sabe.
– ¿Qué clase de amenaza crees que supone? -preguntó Jeffrey.
– ¿Contra la sociedad? -Diane se encogió de hombros-. ¿Contra las mujeres? -Tensó la comisura de los labios-. Lee el informe. Es la punta del iceberg, pero no hace falta que te lo diga. -Señaló la puerta-. Si la que hay ahí dentro es su novia, entonces más le vale alejarse de él.
Jeffrey se limitó a asentir, y Frank, que estaba leyendo el informe, farfulló una maldición.
Diane miró su reloj.
– Debo irme, tengo una vista.
Jeffrey le estrechó la mano y le dijo:
– Gracias por traernos esto.
– Avísame si le trincas. Tendré un delincuente menos de qué preocuparme. -Se dio media vuelta para irse, pero antes le dijo a Jeffrey-: Más te vale que controles a tus agentes si vas a buscarle las cosquillas. Ya ha demandado a dos jefes de policía.
– ¿Y ganó?
– Llegaron a un acuerdo -explicó Diane-. Y luego dimitieron. -Le lanzó una expresiva mirada-. Haces que mi trabajo sea mucho más fácil, jefe. No me gustaría perderte.
– Entendido -contestó Jeffrey, aceptando el cumplido y la advertencia.
Diane hizo ademán de marcharse, pero se volvió y le dijo:
– Házmelo saber.
Jeffrey vio cómo Frank movía los labios al leer el informe.
– Esto no me gusta -dijo Frank-. ¿Quieres que lo arreste? -¿Por qué? -preguntó Jeffrey, cogiendo el informe.
Lo abrió y volvió a hojearlo. Si Diane tenía razón, sólo tendrían una oportunidad para detener a Ethan White. Y cuando lo hicieran -y Jeffrey no dudaba que acabarían deteniéndolo- más le valía tener algo sólido contra él.
– Veamos si Lena le acusa de algo -dijo Frank.
– ¿De verdad crees que eso va a suceder? -preguntó Jeffrey, leyendo con asco el historial delictivo de Ethan White.
Diane Sanders tenía razón acerca de otra cosa: el chaval sabía eludir los cargos. Lo habían arrestado al menos diez veces en los mismos años y sólo se había mantenido un cargo.
– ¿Quieres que entre contigo? -preguntó Frank.
– No -dijo Jeffrey, mirando el reloj de la pared-. Llama a Brian Keller. Tenía que estar en su casa hace diez minutos. Dile que pasaré más tarde.
– ¿Aún quieres que pregunte por ahí qué se sabe de él?
– Sí -contestó Jeffrey, aunque aquella mañana había planeado encargarle ese trabajo a Lena.
A pesar de lo ocurrido en las últimas horas, aún quería investigar a Brian Keller. Algo no le cuadraba con ese hombre.
– Avísame si te enteras de algo -dijo a Frank.
– Lo haré -se despidió Frank.
Jeffrey puso la mano en el pomo de la puerta, pero no lo giró. Inhaló, intentando poner en orden sus ideas, y entró en la habitación.
Lena miraba fijamente a la pared cuando Jeffrey cerró la puerta. Estaba sentada en la silla de los sospechosos, la que estaba atornillada al suelo y tenía un gancho machihembrado en el respaldo para colocar las esposas. El asiento de metal era rígido e incómodo. Lena probablemente estaba más cabreada por la idea de estar en esa silla que por la silla misma, por eso la había sentado allí.
Jeffrey rodeó la mesa y se sentó delante de ella, poniendo el informe de Ethan White sobre la mesa. En la luminosa sala de interrogatorios, sus heridas se veían como un coche nuevo y reluciente en el salón de exposición. Se le estaba formando un morado en torno al ojo, y tenía sangre seca en la comisura. Había ocultado la mano bajo la manga, pero la apoyaba rígida sobre la mesa, como si le doliera. Jeffrey se preguntó cómo permitía Lena que alguien le hiciera daño después de lo que le había pasado. Era una mujer fuerte, y hábil con los puños. La idea de que no se hubiera protegido casi daba risa.
Había algo más que llamaba la atención de Jeffrey, y hasta que no se sentó delante de ella no comprendió lo que era. Lena tenía resaca, y su cuerpo olía a alcohol y vómito. Siempre había sido autodestructiva, pero Jeffrey jamás se imaginó que llegara a ese extremo. Era como si su propia persona le importara un bledo.
– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Lena-. Tengo que ir a trabajar.
– ¿Quieres que llame a Chuck?
Lena apretó los ojos.
– ¿A ti qué coño te parece?
Jeffrey dejó pasar unos minutos para que Lena se diera cuenta de que debía medir su tono. Jeffrey sabía que debía ser implacable con ella. Sin embargo, cada vez que la miraba acudía a su mente una imagen del año anterior, cuando la encontró clavada en el suelo, el cuerpo destrozado y el ánimo abatido. Arrancar aquellos clavos fue lo más difícil que Jeffrey había hecho en su vida. Incluso ahora, aquel recuerdo le provocaba sudores fríos, aunque experimentaba algo más. Estaba furioso… no sólo furioso, sino cabreado como un mono. Después de todo lo que Lena había pasado, después de haber sobrevivido a todo aquello, ¿por qué se mezclaba con una basura como Ethan White?
– No tengo todo el día -dijo Lena.
– Entonces te sugiero que no me hagas perder el tiempo. -Como ella no respondía, Jeffrey prosiguió-: Supongo que ayer te acostaste tarde.
– ¿Y?
– Estás hecha una mierda, Lena. ¿Vuelves a beber? ¿Es eso?
– No sé de qué coño me hablas.
– No seas idiota. Hueles como un vagabundo. Tienes la blusa manchada de vómito.
Lena tuvo el decoro de parecer avergonzada antes de transformar de nuevo su rostro en un puño furioso.
– Vi tu bodega en la cocina -le dijo él.
En uno de los estantes del armario, Jeffrey encontró dos botellas de Jim Beam alineadas como soldados, esperando a que Lena las ingiriera. En el cubo de la basura halló una botella vacía de Maker's Mark. Había un vaso vacío en el lavabo que olía a alcohol, y otro junto a la cama que alguien había volcado. Jeffrey había crecido con un alcohólico. Conocía sus rituales, y conocía los signos.
– ¿Así es como afrontas tu problema? -preguntó Jeffrey-. ¿Escondiéndote detrás de una botella?
– ¿De qué problema me hablas? -le desafió Lena.
– De lo que te pasó -dijo él, pero se echó atrás, pues no quería seguir por ese camino. Decidió atacar su ego-: Nunca te consideré una cobarde, Lena, pero ésta no es la primera vez que me sorprendes.
– Lo tengo todo bajo control.
– Ya lo veo -dijo Jeffrey, y la expresión de Lena avivó su cólera.
Su padre decía lo mismo cuando Jeffrey vivía con él, y éste sabía que no era más que una excusa, como ahora.
– ¿Qué sientes al echar la papilla antes de ir a trabajar por las mañanas?
– Eso no me pasa.
– ¿No? Di más bien que todavía no te pasa.
Jeffrey aún se acordaba de Jimmy Tolliver devolviendo en el váter en cuanto se despertaba, para entrar en la cocina en busca del primer trago del día.
– Mi vida no es asunto tuyo.
– Supongo que se te va el dolor de cabeza cuando le echas un chorro de bourbon al primer café -dijo Jeffrey abriendo y cerrando los puños, consciente de que debía controlar su ira antes de que el interrogatorio se le fuera de las manos. Sacó el frasco de pastillas que había encontrado en su botiquín y las arrojó sobre la mesa-. ¿O esto también te ayuda?
Lena se quedó mirando el frasco, y Jeffrey se dio cuenta que su mente funcionaba a gran velocidad.
– Son analgésicos.
– Algo bastante fuerte para un simple dolor de cabeza -dijo Jeffrey-. El Vicodin sólo se vende con receta. Tal vez debería hablar con el médico que te lo recetó.
– No es para ese dolor, capullo. -Levantó las manos y le enseñó las cicatrices-. ¿Crees que esto se me pasó cuando salí del hospital? ¿Crees que por arte de magia se me curó y me quedó igual que antes?
Jeffrey miró las cicatrices. De una de ellas manaba un hilillo de sangre que le resbalaba por la palma. Intentó mantener una expresión neutra al ofrecerle un pañuelo.
– Toma -le dijo-. Estás sangrando.
Lena se miró la mano y la cerró.
Jeffrey dejó el pañuelo sobre la mesa, entre los dos. Le incomodaba ver que a Lena le era indiferente sangrar.
– ¿Qué dice Chuck cuando apareces borracha en el trabajo?
– En el trabajo no bebo -dijo Lena, y Jeffrey vio un destello de arrepentimiento en sus ojos antes de acabar la frase.
La había pillado.
Ante el horror de Jeffrey, Lena comenzó a hurgarse la cicatriz, lo que hizo que ésta sangrara más.
– Basta -dijo Jeffrey, y puso la mano sobre la de ella. Apretó el pañuelo en la palma de Lena, intentando detener la hemorragia.
Lena tragaba saliva con dificultad, y por un momento creyó que se pondría a llorar.
Jeffrey quiso que ella supiera que él estaba preocupado.
– Lena -le dijo-, ¿por qué te haces daño de este modo?
Ella esperó un momento antes de apartar sus manos de las de él. Las escondió debajo de la mesa. Miró el informe.
– ¿Qué es eso? -dijo. -Lena.
Lena negó con la cabeza, y por la manera en que movía los hombros, Jeffrey se dio cuenta de que seguía hurgándose la mano bajo la mesa.
– Vamos a acabar con esto -dijo ella.
Jeffrey mantuvo la carpeta cerrada, y sacó un papel doblado del bolsillo de su americana. Al abrir la página, un destello en los ojos de la mujer delató que sabía lo que era. Lena había visto suficientes informes del laboratorio para saber lo que Jeffrey tenía entre manos. Deslizó la página sobre la mesa hasta dejarla delante de ella.
– Es una comparación entre el vello púbico que encontramos en las bragas de la habitación de Andy Rosen y una muestra del tuyo.
Lena negó con la cabeza, sin mirar el documento.
– No tienes ninguna muestra del mío.
– La obtuve de tu cuarto de baño.
– Hoy no. No has tenido tiempo.
– No -asintió Jeffrey.
De pronto, Lena comprendió. Frank había forzado la cerradura del apartamento de Lena mientras ella estaba en la cafetería con Ethan. A Jeffrey le avergonzaba el método, y no se lo había confesado a Sara la noche anterior, pero suponía que nadie se enteraría de lo que había hecho. Se decía que estaba ayudando a Lena, ya que ella no quería ayudarse a sí misma.
Lena habló en un hilo de voz y, como un caramelo amargo, él sintió en la boca el sabor de saberse traicionado.
– Eso es obtención ilegal de pruebas.
– No querías hablar conmigo -dijo Jeffrey, sabiendo que no era muy honesto echárselo en cara, como si fuera culpa de Lena. Intentó excusarse-: Pensé que eso te dejaría limpia de toda culpa, Lena. No quería que parecieras sospechosa.
Lena se acercó el informe del laboratorio para poder leerlo. De nuevo empezó a hurgarse la cicatriz. La culpa le golpeó en el pecho cuando vio que una gota de sangre caía sobre la página en blanco.
Lena miró el espejo que había a un lado de la habitación, preguntándose quién habría al otro lado. Jeffrey le había dicho a Frank que no dejara entrar a nadie, y que tampoco se quedara él.
– ¿Y bien? -preguntó Jeffrey.
Lena se reclinó en la silla, las manos a los lados, agarradas al asiento. Jeffrey se alegró de verla furiosa, pues ésa era su auténtica personalidad.
– No sé qué crees tener ahí -dijo señalando el informe-, pero es imposible que nada en mí coincida con lo que había en la habitación del chico. -Se sentó más erguida-. Y además, el vello no es admisible. Todo lo que puedes decir es que es microscópicamente similar, ¿y sabes qué? Me importa un huevo. Probablemente, el vello de la mitad de las chicas del campus resultaría parecido. No tienes una mierda contra mí.
– ¿Y qué me dices de tus huellas?
– ¿Dónde las encontraste?
– ¿Tú qué crees?
– A tomar por culo.
Lena se levantó pero no se fue, probablemente porque sabía que Jeffrey se lo impediría.
La dejó quedarse de pie, sintiéndose una estúpida, durante unos minutos antes de decirle:
– ¿Quieres hablarme de tu novio?
Ella le atravesó con la mirada.
– No es mi novio.
– No creo que pertenezcas a una asociación racista.
Lena abrió la boca, pero Jeffrey no supo si de sorpresa o porque estaba pensando contestarle algo sin delatar a Ethan.
– Sí, vale, tampoco me conoces tanto, ¿no?
– ¿Es el que está pintando con aerosol toda esa mierda por el campus?
Ella soltó una risotada.
– ¿Por qué no hablas con Chuck de todo esto?
– Ya hablé con él esta mañana. Me dijo que te había pedido que averiguaras quién lo había hecho, pero que te lo estabas tomando con calma.
– Eso es una trola -dijo Lena, y Jeffrey no supo si creer a Lena o a Chuck.
Dos días atrás, la elección habría sido fácil. Pero ahora…
– Siéntate, Lena. -Ella tardó unos segundos en sentarse-. ¿Sabías que Ethan estaba en libertad condicional?
Lena se cruzó de brazos.
– ¿Y?
Jeffrey tan sólo fue capaz de mirarla fijamente, esperando que su silencio la hiciera entrar en razón.
– ¿Eso es todo? -preguntó Lena.
– Tu novio casi mata a una chica a golpes en Connecticut -dijo Jeffrey-. Por cierto, ¿cómo va tu ojo?
Ella se llevó un dedo al ojo a la funerala.
– ¿Lena?
Si esa información la había asustado, se recuperó enseguida.
– No voy a presentar cargos contra el departamento, si a eso te refieres. Un accidente le pasa a cualquiera.
– A lo mejor Tessa fue apuñalada por accidente -sugirió Jeffrey.
– A lo mejor.
Lena se encogió de hombros.
– O a lo mejor a alguien no le gustaba que una mujer blanca fuera a dar a luz el hijo de un negro. -Lena no reaccionó-. A lo mejor a alguien no le gustaba que hubiera dos judíos en el campus.
– ¿Dos?
– No me mientas, Lena. Sé que estabas al corriente de que Ellen Schaffer también lo era. Jeffrey golpeó la carpeta con el dedo-. Háblame de tu novio.
Lena se incorporó.
– Ethan no está implicado en esto, y lo sabes.
– ¿Lo sé? -preguntó Jeffrey-. Dime lo que sé, Lena. -Contó con los dedos-. Sé que estuviste en la habitación de Andy Rosen, y sé que has mentido al respecto. Sé que Andy Rosen y Ellen Schaffer están muertos, y sé que las dos muertes se escenificaron para que parecieran suicidios.
Jeffrey se calló, esperando que ella dijera algo. Al ver que no lo hacía, continuó.
– Sé que Tessa Linton fue apuñalada por un hombre de complexión enjuta, con el pelo muy corto y que no tenía ninguna coartada el domingo por la tarde…
– Yo vi al atacante -le interrumpió Lena-. No era Ethan. El tipo era más alto y más recio.
– ¿Ah, sí? Pues la descripción de Matt difiere de la tuya; curioso, ¿verdad?
– Eso es una chorrada. Ethan no está implicado.
– Pues explícamelo, Lena.
Lena encontró la misma laguna en el guión de los hechos que había encontrado Sara la noche anterior.
– ¿Crees que alguien escenificó el suicidio de Rosen y se quedó rondando por ahí, a la espera de que a Tessa Linton le entraran ganas de mear para apuñalarla? Eso es una estupidez. -Hizo una pausa para aclarar las ideas-. ¿Y quién coño conoce a Tessa Linton, por no hablar de que esté al corriente de que folla con un negro? Estoy segura de que el que la apuñaló no lo sabía. ¿Crees que la gente del campus pierde el culo por saber qué hace una fontanera? -Frunció el ceño-. Eso es perder el tiempo. No tienes nada.
– Sé que bebes demasiado. -Lena tensó el cuerpo-. ¿Tienes lagunas de memoria? A lo mejor hay algo que no recuerdas.
– Te he dicho que no conocía a Andy Rosen -insistió.
– ¿Por qué pareciste sorprendida cuando en la colina pronuncié su nombre?
– No me acuerdo de eso.
– Yo sí -dijo él, metiéndose en el bolsillo el informe del laboratorio.
– ¿Qué me dices de Chuck? -le espetó Lena.
Jeffrey se reclinó en su silla. La miró fijamente y se preguntó si beber demasiado le estaba aguando el cerebro.
– Chuck estaba contigo la mañana en que encontramos a Andy Rosen, ¿verdad?
Asintió con un movimiento rígido, la cabeza gacha para que él no pudiera leer su expresión.
Jeffrey le hizo repasar los hechos como si estuviera hablando con una colegiala.
– Y estaba con Andy cuando Tessa fue apuñalada. -Hizo una pausa-. A menos que creas que le brotaron alas y fue volando tras ella y volvió cuando acabó de apuñalarla.
Lena lo fulminó con la mirada, y Jeffrey se dijo que debía de estar bastante desesperada si se aferraba a un clavo ardiendo. Naturalmente, la desesperación era producto del miedo. Ocultaba algo, y Jeffrey tenía una idea bastante aproximada de por qué. Cogió el informe y lo abrió delante de ella.
– ¿Ethan te habló de esto? -le preguntó.
Lena vaciló, pero al fin le pudo la curiosidad. Jeffrey la observó leer la lista de arrestos de Ethan. Lo miraba por encima, pasando las páginas rápidamente a medida que se enteraba de su sórdido pasado.
Esperó a acabar antes de decirle:
– Su padre formaba parte de la Supremacía Blanca.
Lena señaló las páginas con la cabeza.
– Aquí dice que es predicador.
– También lo era Charles Manson -observó Jeffrey-. Y David Koresh. Y Jim Jones.
– Yo no sé…
– Ethan se crió en medio de todo eso, Lena. Lo educaron en el odio.
Lena se echó hacia atrás, y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Jeffrey la estudió atentamente, preguntándose si todo eso le resultaba nuevo o si White ya se lo había contado, aunque a su manera.
– Le acusaron de agresión cuando tenía diecisiete años -le informó Jeffrey.
– Desestimaron el caso.
– Porque la chica estaba demasiado asustada para testificar.
Lena hizo un gesto despectivo en dirección al informe.
– Está en libertad condicional por pasar cheques sin fondos en Connecticut. Vaya cargos.
Jeffrey se la quedó mirando, ya que no podía hacer otra cosa. Intentó hacerle ver la verdad.
– Hace cuatro años las marcas de los neumáticos de su camión le situaban en el lugar en que una chica fue violada y asesinada.
– ¿Le situaban en la escena como a mí? -preguntó Lena, sarcástica.
– La chica fue violada y luego asesinada -repitió Jeffrey-. El esperma extraído de la vagina y el recto demostró que al menos la habían violado seis tipos antes de matarla a palos. -Hizo una pausa-. Seis tipos, Lena. Son suficientes para tenerla inmovilizada mientras es violada por cada uno de ellos.
Ella le miró inexpresiva.
– El camión de Ethan estaba allí.,
Lena se encogió de hombros, pero Jeffrey se dio cuenta de que comenzaba a desmoronarse.
– Así fue como le hicieron cantar, Lena. Las marcas de neumáticos coincidían con las de su camión. Ya sabían dónde encontrarle, pues estaba fichado por cosas como ésa. -Dio unos golpecitos sobre la carpeta-. ¿Sabes lo que hizo? ¿Sabes lo que hizo tu novio? Traicionó a sus amigos para salvar el pellejo, y, como toda rata que se precie, admitió que estaba allí, pero juró sobre un montón de Biblias que él no la había tocado.
Lena no dijo nada.
– ¿Crees que se quedó sentado en el camión, Lena? ¿Crees que se quedó allí sentado mientras los demás la violaban? ¿O no crees que él también tuvo su ración? ¿Acaso no crees que él también le sujetó las manos para que la chica no los arañara? A lo mejor ayudó a separarle las piernas para facilitarles el trabajo, o a lo mejor le puso la mano en la boca para que no chillara.
Lena seguía sin decir nada.
– En cualquier caso, concedámosle el beneficio de la duda. ¿Te parece bien? -preguntó Jeffrey-. Supongamos que se quedó sentado en el camión. Supongamos que se quedó mirando cómo la violaban. A lo mejor eso ya le bastaba para correrse, viendo cómo le hacían daño, sabiendo que estaba indefensa y que él podía salvarla y no lo hacía.
Lena empezó a hurgarse otra vez la herida, y Jeffrey no apartó la vista de sus ojos, procurando no mirarle la mano.
– Seis tipos, Lena. ¿Cuánto tardarían seis tipos en violarla mientras tu novio estaba sentado en el camión mirando… si es que eso era lo único que hacía, mirar? -Lena no decía nada-. Y luego la mataron a palos. Diablos, no sé por qué se molestaron. Cuando acabaron con ella, se desangraba por todos los lugares por donde se la habían follado.
Lena se mordió el labio, se miró las manos. Ahora le manaba sangre de la palma, pero ella parecía no darse cuenta. Jeffrey bajó la guardia un momento, incapaz de callar.
– ¿Cómo puedes protegerle? -preguntó-. ¿Cómo puedes haber sido policía diez años y ahora proteger a una basura como ésa?
Sus palabras parecían dar en la diana, así que prosiguió.
– Lena, es un mal bicho. No sé qué relación tienes con él, pero… ¡Cristo! Eres policía. Ya sabes cómo estos capullos consiguen esquivar la ley. Por cada chorrada en la que le han pillado, hay una docena de delitos graves de los que ha logrado escapar. Jeffrey volvió a intentarlo.
– Su padre estuvo en la trena, en una prisión federal, por vender armas. Y no estamos hablando de pistolas. Traficaba con rifles de alta precisión y ametralladoras. -Hizo una pausa, a la espera de que ella dijera algo. Al ver que callaba, añadió-: ¿Ethan te ha hablado de su hermano?
– Sí -contestó Lena con tanta brusquedad que Jeffrey supo que mentía.
– ¿Sabes que está en la cárcel?
– Sí.
– ¿Sabes que está en el corredor de la muerte por asesinar a un negro? -Hizo otra pausa-. No era sólo un negro. Era un policía negro.
Lena clavó la vista en la mesa, le temblaba una pierna, aunque él sabía que el temblor se debía a que estaba nerviosa o colérica.
– Es un mal bicho, Lena.
Ella negó con la cabeza, aunque tenía suficientes pruebas ante sí.
– Te he dicho que no es mi novio.
– Sea lo que sea, es un cabeza rapada. Tanto da que se haya dejado crecer el pelo o haya cambiado de nombre. Sigue siendo un cabrón racista, igual que su padre, igual que su hermano, el asesino de policías.
– Y yo soy medio hispana -le replicó Lena-. ¿Has pensado en ello? ¿Qué hace con alguien como yo si es racista?
– Buena pregunta -dijo Jeffrey-. A lo mejor quieres contestártela la próxima vez que te mires al espejo.
Lena dejó de hurgarse la mano y apretó las palmas sobre la mesa.
– Escucha -comenzó Jeffrey-, sólo te lo diré una vez. No sé en qué estás metida, pero sea lo que sea, si ese tipo está implicado, tienes que contármelo. No puedo ayudarte si te involucras aún más.
Lena se miró las manos, sin hablar, y él sintió ganas de agarrarla y zarandearla para obligarla a decir algo sensato. Quería que le explicara cómo era posible que anduviera con un asqueroso racista de mierda como Ethan White, y que lo que de verdad deseaba era que ella le dijera que todo era un enorme malentendido y que lo lamentaba. Y que iba a dejar de beber.
Pero todo lo que dijo Lena fue:
– No sé de qué me estás hablando.
Jeffrey tenía que volver a intentarlo.
– Si me estás ocultando algo… -dijo, con la esperanza de que ella acabara la frase.
Pero no fue así.
Probó con otra táctica.
– No hay manera de que te reincorpores al cuerpo si sigues viéndote con ese tipo.
Lena levantó la cabeza, y por primera vez Jeffrey leyó su expresión con total claridad: sorpresa.
Ella se aclaró la garganta, como si le costara hablar.
– No sabía que hubiera alguna posibilidad de volver.
Jeffrey recordó que ahora trabajaba para Chuck, y le dolió igual que el día en que se enteró.
– No deberías trabajar para ese capullo.
– Sí, bueno -dijo, aún con un hilo de voz-. El capullo para el que trabajaba antes me dejó bien claro que ya no me necesitaba. -Lena miró su reloj-. Por cierto, llego tarde al trabajo.
– No te vayas así -le rogó Jeffrey, consciente de que le estaba suplicando-. Por favor, Lena. Yo sólo… por favor.
Lena soltó una risotada, haciéndole quedar como un idiota.
– ¡Te dije que hablaría contigo! -exclamó-. A menos que tengas algún cargo contra mí, me largo de aquí.
Jeffrey se reclinó en la silla, deseando que Lena le diera una explicación.
– ¿Jefe? -preguntó Lena, con tan poco respeto como le fue humanamente posible.
Jeffrey hojeó la carpeta, leyendo en voz alta la lista de cargos que nunca habían llegado a la sala del tribunal.
– Incendio provocado. Agresión grave. Robo de coches a gran escala. Violación. Asesinato.
– Parece un best seller -dijo Lena, poniéndose en pie-. Gracias por la charla.
– La chica -insistió Jeffrey-. La que fue violada y asesinada a golpes mientras él estaba sentado en su camión y miraba. -Lena siguió allí y él prosiguió-. ¿Sabes quién era?
Ella le replicó enseguida. -¿Blancanieves?
– No -contestó Jeffrey cerrando la carpeta-. Era su novia.
Jeffrey estaba sentado en su coche delante del edificio de la asociación de estudiantes, mirando a un grupo de mujeres que pegaban carteles en las farolas del patio. Todas eran jóvenes, de aspecto saludable, vestidas con chándal o sudadera. Cualquiera de ellas podría haber sido Ellen Schaffer. Cualquiera de ellas podría ser la próxima víctima.
Había ido a decirle a Brian Keller que era probable que su hijo hubiera sido asesinado. Jeffrey quería ver cuál era la reacción del hombre ante la noticia. También deseaba averiguar qué era lo que Keller no quiso decirle delante de su mujer. Jeffrey tenía la esperanza de que éste le proporcionara una pista sólida. De hecho, lo único que tenía era a Lena, y no podía aceptar que ella estuviera implicada.
La noche anterior Sara le había señalado las diferencias entre la escena del crimen de Andy Rosen y la de Ellen Schaffer. Si alguien preparó la de Andy Rosen, hizo un trabajo de primera. Pero lo de Ellen Schaffer era otro asunto. Aun cuando el asesino no se hubiera dado cuenta de que había aspirado un diente, la flecha dibujada en el patio era una mofa bastante evidente. En cierto momento, Sara había sugerido que las diferencias entre ambos crímenes podían indicar que quizás había dos asesinos. Jeffrey había desechado la idea, pero después de ver a Lena y Ethan juntos ya no sabía qué pensar.
En la sala de interrogatorios, Lena se había mostrado distinta, comportándose como una perfecta desconocida. El hecho de que no sólo hubiera defendido el pasado de Ethan White, sino negado que le hubiera hecho daño, hacía que Jeffrey se cuestionara todo lo que había explicado hasta ahora sobre el caso. Llevaba mucho tiempo siendo policía, y había visto cómo los maltratadores embaucaban incluso a las mujeres más fuertes. Era asombroso comprobar lo parecidos que eran los métodos de todos ellos y cuán fácilmente algunas mujeres se dejaban engatusar. En esos momentos había miles de mujeres en presidio porque las habían pillado en posesión de la droga de sus parejas. Y algunos miles más habían cometido algún delito porque la cárcel era el único lugar donde podían protegerse de los malos tratos.
En Birmingham, cuando Jeffrey era patrullero, había acudido al menos diez veces a socorrer a la misma mujer. Era directora de comunicaciones de una empresa internacional, y tenía dos títulos de Auburn. Casi un millar de personas en el mundo podían responder por ella, y cada vez que Jeffrey acudía a su casa porque le llamaban los vecinos, ella se quedaba en la entrada, con la cara ensangrentada, las ropas destrozadas, diciendo que se había caído por las escaleras. Su marido era un capullo canijo que se calificaba a sí mismo de padre hogareño. De hecho, era un alcohólico incapaz de conservar un empleo y que vivía del dinero de su mujer. Al igual que casi todos los maltratadores, era amable y encantador y no veía el aspecto que tenía su mujer cuando acababa de sacudirle. En la actualidad, un policía no necesitaba el testimonio de una mujer para arrestar a un maltratador, pero en aquella época las leyes protegían al marido.
Jeffrey se acordaba de un caso en particular. Estaba en la puerta de la casa, helado de frío, viendo cómo la sangre le resbalaba por la pierna de la víctima y formaba un charco a sus pies a causa de Dios sabe qué, mientras ella insistía en que su marido era un buen hombre que nunca le había puesto la mano encima. De hecho, la única vez que Jeffrey vio que el marido la tocara fue cuando la enterraron. Metió una mano dentro del ataúd y le dio unas palmaditas en la cabeza, y a continuación le ofreció a Jeffrey la mayor sonrisa de hijoputa que éste había visto y le dijo:
– Ese último peldaño era mortal.
Jeffrey trabajó dos años con el forense intentando conseguir pruebas contra ese capullo, pero mientras que era fácil demostrar que alguien se había caído por las escaleras y roto el cuello, demostrar que le habían empujado era más difícil.
Todo eso le hizo pensar en Lena y en cómo se había comportado aquella mañana. Tenía razón en lo de que el vello encontrado sólo la relacionaba con Andy Rosen de manera circunstancial. Un buen abogado encontraría una explicación a la huella del libro. Jeffrey había enseñado a Lena todo lo que sabía, y no ignoraba que estaba familiarizada con las interioridades de la investigación forense. Lena habría sido meticulosa. Habría sabido cómo eliminar cualquier pista. Y Jeffrey se preguntaba: ¿era capaz de hacerlo? ¿Estaba tan colgada de Ethan White que haría cualquier cosa para encubrirle?
Jeffrey tenía que considerar todos los hechos, y éstos convertían a Lena en sospechosa, sobre todo considerando su actitud hostil en el interrogatorio. Sólo le había faltado desafiarlo a que encajara todas las piezas del rompecabezas.
Aunque se resistía a ello, Jeffrey se obligó a considerar la posibilidad de que hubiera dos asesinos, planteada la noche anterior por Sara: uno que hubiera matado a Andy y apuñalado a Tessa y el otro que hubiera acabado con la vida de Ellen Schaffer. El punto débil de ese razonamiento aparecía al llegar al atacante de Tessa en el bosque. Después de echarle un vistazo al historial de Ethan White y de hablar con Lena, Jeffrey tenía que considerar una variante de esa teoría.
Ethan podía haber matado a Andy Rosen. Lena podía haber llegado tarde a la escena del crimen. Llamaría a Ethan por el móvil para decirle que Tessa estaba en el bosque. No había manera de saber dónde estaba ninguno de los dos cuando Ellen Schaffer se mató, pero sabía que Lena se habría dado cuenta de que el cartucho no era del mismo calibre que el rifle. Sabía más de armas que cualquier hombre que Jeffrey hubiera conocido. Le consolaba poco el hecho de que Lena quizá sólo fuera cómplice. Según la ley de Georgia, era tan culpable como Ethan.
Se frotó los ojos, pensando que todo eso era ridículo. Lena era policía, por mucho que no llevara placa. Cometer un asesinato, o incluso participar como cómplice, era algo que no haría nunca, por mucho encanto que tuviera Ethan White. Eso era una locura, y la única razón que había para sospechar de ella era que no colaboraba. Pero como Sara había señalado, a Lena le gustaba hacerse la difícil.
Sacó el móvil y llamó al despacho de Kevin Blake. Al decano de Grant Tech le gustaba dar la impresión de que era un hombre muy ocupado, pero Jeffrey sabía con certeza que pasaba casi todo el día en el campo de golf. Quería concertar una cita con él para ponerle al corriente del caso antes de que se largara. La secretaria de Blake le pasó de inmediato.
– Jeffrey -dijo Blake.
Estaba usando el manos libres, y si la tensión de la voz de Blake no era bastante para advertirle de que no estaba solo en su despacho, el manos libres se lo confirmó.
– ¿Dónde estás? -le preguntó Blake.
– En el campus -contestó Jeffrey.
Keller le había dicho a Frank que estaría todo el día en el laboratorio si Jeffrey quería hablar con él a solas. Antes de lo de esta mañana con Lena, Keller era el mejor camino que podía explorar. Jeffrey sabía que sería muy fácil desviarse del tema, pero ahora no podía hacer nada con Lena, y sabía que no podía ir a por Ethan White sin nada con que apretarle las tuercas.
– Estoy con Albert Gaines y con Chuck. Íbamos a llamarte a la comisaría para ver si podías pasarte -informó Blake.
Jeffrey reprimió el exabrupto que pugnaba por salir de su boca.
– Eh, jefe -dijo Chuck, y Jeffrey se imaginó la expresión de suficiencia de éste al hablarle-. Le hemos guardado café y unos donuts.
Se oyó un gruñido, probablemente emitido por Albert Gaines.
– Jeffrey, ¿podrías pasarte por mi despacho? Nos gustaría hablar contigo -rogó Blake.
– Puedo estar allí dentro de una hora -le dijo Jeffrey, pensando que antes se dejaría cortar el cuello que acudir corriendo cuando ellos chasqueaban los dedos-. Tengo que seguir una pista.
– Oh -exclamó Blake, pensando quizá que debería posponer su partido de golf-. ¿Seguro que no puede venir ahora?
Albert Gaines volvió a refunfuñar algo. Era un hombre avinagrado, y exigía respuestas de sus subordinados, pero siempre había apoyado a Jeffrey.
Era evidente que a Blake le había caído una bronca. Su tono fue brusco cuando dijo:
– Entonces le veremos dentro de una hora, jefe.
Jeffrey cerró el móvil, y lo mantuvo en la barbilla mientras el grupo de chicas se desplazaba hacia la siguiente zona del patio. Salió del coche y se dirigió hacia la asociación de estudiantes, deteniéndose para echar un vistazo a los carteles. En la parte superior había una foto borrosa en blanco y negro de Ellen Schaffer, y aparte otra, aún más borrosa, de Andy Rosen. Debajo se leían las palabras «Vigilia con velas». Se daba una hora y un lugar, junto con un nuevo número de teléfono para ayuda a suicidas que había sido creado en colaboración con el centro de salud mental.
– ¿Cree que servirá de algo?
Jeffrey dio un respingo, sobresaltado, al oír la voz de Jill Rosen.
– Doctora Rosen…
Jill -le corrigió ella-. Siento haberle asustado.
– No pasa nada -la disculpó Jeffrey.
La mujer tenía peor aspecto que el día anterior. Sus ojos estaban tan hinchados de llorar que apenas se le veían, y estaba demacrada. Llevaba un jersey de manga larga de cuello alto con cremallera. Mientras hablaba con Jeffrey se apretaba el cuello con las dos manos para combatir el frío.
– Menuda pinta tengo -se disculpó.
– En ese momento me disponía a hablar con su marido -dijo Jeffrey, pensando que había echado a perder la oportunidad de hablar con Keller a solas.
– Está al llegar -le explicó ella, sacando un juego de llaves-. Tiene dos juegos -comentó-. Le dije que nos encontraríamos aquí. Necesitaba salir de casa.
– Me sorprendió saber que venía a trabajar.
– El trabajo le ayuda a recuperarse. -Sonrió con languidez-. Es un buen lugar donde esconderte mientras todo se desmorona a tu alrededor.
Jeffrey sabía exactamente a qué se refería. Después de que Sara se divorciara de él, lo único que hacía era trabajar; de no haber tenido un empleo al que acudir todos los días, se habría vuelto loco.
– Siéntese -le invitó Jeffrey, indicando un banco-. ¿Cómo lo lleva?
Rosen espiró lentamente al sentarse.
– No sé qué responder a esa pregunta.
– Supongo que es una pregunta bastante estúpida.
– No -le aseguró ella-. Es algo que me he estado preguntando últimamente. «¿Cómo lo llevo?» Se lo haré saber en cuanto obtenga una respuesta.
Jeffrey se sentó junto a ella, mirando el patio del campus. Algunos estudiantes se sentaron en el césped para almorzar, mientras extendían una manta y sacaban unos sándwiches de sus bolsas de papel marrón.
Rosen también contemplaba a los estudiantes. Tenía el borde del cuello del suéter en la boca. Estaba tan deshilachado que Jeffrey dedujo que era un hábito nervioso.
– Creo que voy a dejar a mi marido -dijo ella.
Jeffrey la miró pero no dijo nada. Se dio cuenta de que le costaba hablar.
– Quiere marcharse. Irse de Grant. Empezar de nuevo. Yo no puedo empezar de nuevo. No puedo.
Bajó la mirada.
– Querer marcharse es comprensible -dijo Jeffrey, invitándola a continuar hablando.
Rosen señaló el campus con una inclinación de cabeza.
– Llevo aquí casi veinte años. Hemos echado raíces aquí, para bien o para mal. Esa clínica forma parte de mi vida.
Jeffrey guardó silencio durante unos instantes. Al ver que ella callaba, le preguntó:
– ¿Le ha dicho por qué quiere marcharse?
Rosen negó con la cabeza, pero no porque no supiera el porqué. Su voz reflejaba una tristeza casi insoportable, como si hubiera decidido admitir la derrota.
– Una reacción típica de él. Bravuconea como si fuera muy macho, pero al primer inconveniente huye con el rabo entre las piernas.
– Lo dice como si no fuera la primera vez.
– Y no lo es -le confirmó.
Jeffrey insistió.
– ¿De qué huye?
– De todo -dijo ella, pero no le dio detalles-. Toda mi vida laboral se basa en ayudar a la gente a enfrentarse con su pasado, y sin embargo soy incapaz de ayudar a mi marido a enfrentarse con sus demonios. -Con voz más serena, añadió-: Ni siquiera puedo ayudarme a mí misma.
– ¿Y cuáles son sus demonios?
– Los mismos que los míos, supongo. Cada vez que giro por una esquina, espero encontrarme con Andy. Estoy en casa, oigo un ruido y miro por la ventana, esperando verle subir las escaleras de su habitación. Para Brian, que trabaja en el laboratorio, tiene que ser más duro. Sé que es más duro. Tiene que entregar su trabajo en una fecha límite. Hay en juego muchísimo dinero. Lo sé. Sé de qué va todo eso.
Había levantado la voz, y Jeffrey percibió en ella una cólera que llevaba tiempo gestándose.
– ¿Es por lo de su aventura?
– ¿Qué aventura? -preguntó Rosen. Su sorpresa parecía auténtica.
– Corre un rumor -le explicó Jeffrey, y le entraron ganas de desmontarle los dientes de una patada a Carter-. Alguien me contó que Brian estaba liado con una estudiante.
– Dios mío -musitó Rosen, cubriéndose los labios con el cuello del suéter-. Casi desearía que fuera cierto. ¿No le parece horrible? -preguntó-. Significaría que hay algo que le importa aparte de su queridísima investigación.
– Su hijo le importaba -dijo Jeffrey, recordando la discusión del día anterior.
Rosen había acusado a Keller de no preocuparse por su hijo hasta que murió.
– Le iba a rachas -prosiguió Rosen-. El coche. La ropa. El televisor. Le compraba cosas. Era su manera de demostrar su cariño.
Había algo más que ella intentaba decirle, pero Jeffrey no sabía qué.
– ¿Adónde quiere irse?
– ¿Quién sabe? -respondió Rosen-. Es como una tortuga. Cuando ocurre algo malo, esconde la cabeza y espera a que pase. -Sonrió, dándose cuenta de que ella también escondía la cabeza en el cuello de su suéter-. Era para ilustrar el símil.
Él sonrió a su vez.
– Simplemente no puedo. No puedo seguir viviendo así. -Miró a Jeffrey-. ¿Me enviará la factura de esta sesión, o debo pagarle ahora?
Él volvió a sonreír, deseando que continuara.
– Supongo que su trabajo es muy parecido al mío. Escucha hablar a la gente e intenta imaginar lo que realmente intentan decir.
– ¿Y usted qué intenta decir? Rosen consideró la pregunta.
– Que estoy cansada -dijo-. Quiero una vida… la que sea. Si todos estos años he estado con Brian ha sido porque pensaba que era lo mejor para Andy, pero ahora que ya no está…
Se echó a llorar, y Jeffrey sacó su pañuelo. No se dio cuenta de que estaba manchado de la sangre de Lena hasta que se lo entregó a Rosen.
Jeffrey se disculpó.
– Lo siento.
– ¿Se ha cortado?
– Lena se cortó -dijo Jeffrey, observando atentamente su reacción-. Hablé con ella esta mañana. Tenía un corte debajo del ojo. Alguien la golpeó.
Un destello de preocupación asomó a los ojos de la mujer, pero no dijo nada.
– Sale con alguien -explicó. Parecía que Rosen se esforzaba por mantener la boca cerrada-. Esta mañana fui a su apartamento y él estaba con ella.
Rosen no le dijo que continuara, pero sus ojos se lo suplicaban. Era evidente que temía por la seguridad de Lena.
– Tenía un corte en el ojo y la muñeca magullada, como si alguien hubiera forcejeado con ella. -Hizo una brevísima pausa-. Ese tipo tiene antecedentes, doctora Rosen. Es un hombre muy peligroso y violento.
Rosen estaba sentada en el borde del banco, y casi le suplicaba con la mirada que siguiera.
– Ethan White -dijo Jeffrey-. ¿Le suena el nombre?
– No -le dijo Rosen-. ¿Debería?
– Tenía la esperanza de que le sonara -dijo, porque eso indicaría que existía una conexión entre Andy Rosen y Ethan White.
– ¿Es grave? -preguntó Rosen.
– Por lo que he podido ver, no -dijo Jeffrey-. Pero no deja de hurgarse la mano. Le sangra y, a pesar de ello, continúa hurgándose la cicatriz.
Rosen volvió a apretar los labios.
– No sé cómo ayudarla a que se aparte de él -dijo Jeffrey-. No sé cómo ayudarla.
Rosen miró a lo lejos, fijándose de nuevo en los estudiantes. -Sólo ella puede ayudarse -aseguró Rosen, y su tono otorgó un significado más profundo a sus palabras.
– ¿Era paciente suya? -preguntó Jeffrey, rezando a Dios por que así fuera.
– Sabe que no puedo darle esa información.
– Lo sé -dijo Jeffrey-, pero si, hipotéticamente, pudiera, me ayudaría a resolver un interrogante.
Ella le miró.
– ¿Qué interrogante es ése?
– Cuando estábamos junto al río, Chuck pronunció el nombre de su hijo, y Lena pareció sorprendida, como si le conociera -dijo Jeffrey, elaborando la explicación a medida que hablaba-. ¿Podría ser posible que cuando Lena dijo «Rosen», como si le sonara el nombre, lo dijera porque la conocía a usted, y no a Andy?
La mujer pareció pensar cómo responder a Jeffrey sin comprometer su reputación.
– Doctora Rosen…
Ella se reclinó en el banco, acercándose aún más el cuello del suéter.
– Ahí viene mi marido.
Jeffrey intentó ocultar su exasperación. Keller estaba a unos quince metros, y Rosen podría haber respondido a la pregunta de Jeffrey si ésta hubiera querido.
Jeffrey saludó al hombre.
– Doctor Keller.
Keller pareció perplejo al ver a Jeffrey y a su mujer juntos.
– ¿Ocurre algo? -preguntó.
Jeffrey se levantó y le indicó a Keller que se sentara, pero éste hizo caso omiso y le preguntó a su mujer:
– ¿Tienes mis llaves?
Ella le entregó el juego de llaves, sin mirarle.
– Debo volver al trabajo -dijo Keller-. Jill, deberías irte a casa.
Rosen se incorporó para ponerse en pie.
– Debo decirles algo a los dos -advirtió Jeffrey, e hizo una seña a Rosen para que permaneciera sentada-. Se trata de Andy.
Keller lo miró de una forma que daba a entender que su hijo era en lo último en que estaba pensando en esos momentos.
– Quiero decírselo antes de que lo sepa todo el campus -dijo Jeffrey-. No estoy seguro de que la muerte de su hijo fuera un suicidio.
– ¿Qué? -exclamó Rosen.
– No puedo excluir la posibilidad de que fuera asesinado -les comunicó Jeffrey.
Keller dejó caer las llaves, pero no las recogió.
– No hemos encontrado nada concluyente en la autopsia de Andy, pero en el caso de Ellen Schaffer…
– ¿La chica de ayer? -preguntó Rosen.
– Sí, señora -dijo Jeffrey-. No hay duda de que fue asesinada. Teniendo en cuenta que su muerte fue escenificada para que pareciera suicidio, tenemos que cuestionarnos las circunstancias que rodearon la muerte de su hijo. Honestamente, no puedo decir que tengamos nada que demuestre que su hijo no se suicidó, pero sí disponemos de fundadas sospechas, y voy a investigar hasta que averigüe la verdad.
Rosen se echó hacia atrás, boquiabierta.
– Tengo que hablar de ello con el decano, pero quería que ustedes lo supieran primero.
– ¿Y la nota? -preguntó Rosen.
– Ésa es una de las cosas que no puedo explicar -dijo Jeffrey-. Y siento decirles que todo lo que puedo ofrecerles ahora son sospechas. Estamos analizando todas las hipótesis para averiguar exactamente qué sucedió, pero he de ser honesto: no se me ocurre ninguna explicación evidente. Los dos casos podrían no guardar ninguna relación. Y existe la posibilidad de que tengamos que aceptar que Andy se suicidó.
Keller explotó, y su rabia fue tan inesperada que Jeffrey se echó hacia atrás.
– ¿Cómo demonios puede ocurrir algo así? -preguntó-. ¿Cómo demonios permite que mi mujer y yo creamos que nuestro hijo se suicidó cuando…?
– Brian.
Rosen intentó calmarlo.
– Cállate, Jill -le espetó, sacudiendo la mano como si fuera a golpearla-. Esto es ridículo. Esto es… -Estaba demasiado furioso para hablar, pero movía la boca mientras consideraba qué palabras utilizar para describir cómo se sentía-. No puedo creerlo… -Se agachó y recogió las llaves-. Esta facultad, toda esta ciudad…
Acercó un dedo a la cara de su mujer, y ella echó el cuerpo hacia atrás en ademán defensivo.
Keller se alzó en toda su estatura gritando.
– Te lo dije, Jill. ¡Te dije que este lugar era un agujero infecto!
– Doctor Keller, creo que sería mejor que se calmase -intervino Jeffrey.
– ¡Y yo creo que usted debería ocuparse de sus asuntos y averiguar quién asesinó a mi hijo! -bramó, con la cara deformada de rabia-. Ustedes, polis de cine cómico, se creen que mandan en esta ciudad, pero es como vivir en un país del tercer mundo. Están todos corruptos. Todos le rinden cuentas a Albert Gaines.
Jeffrey tenía suficiente.
– Hablaremos en otro momento, doctor Keller, cuando haya asimilado la noticia.
Esta vez, Keller apuntó con el dedo a la cara de Jeffrey.
– Ya puede estar seguro de que hablaremos de esto -dijo. Les dio la espalda a los dos y se alejó a grandes zancadas. Jill Rosen se disculpó de inmediato en nombre de su marido.
– Lo siento.
– No tiene por qué disculparse por él -dijo Jeffrey, procurando controlar su cólera.
Quería seguir a Keller hasta su laboratorio, pero los dos sabían que necesitaba unos minutos para calmarse.
Jeffrey, percibiendo la desesperación de Rosen, le dijo:
– Siento no poder proporcionarle más información.
Ella se apretó el cuello del suéter contra la piel y le preguntó:
– ¿Su pregunta hipotética de antes?
– ¿Sí?
– ¿Está relacionada con Andy?
– Sí, señora -contestó Jeffrey, intentando reconducir la conversación.
Rosen se quedó mirando el patio, a los estudiantes sentados en el césped que disfrutaban del día.
– Hipotéticamente -dijo-, podía tener razones para conocer mi nombre.
– Gracias -dijo Jeffrey, experimentando un enorme alivio por haber podido hallar explicación a algo.
– Acerca de la otra -prosiguió Rosen, aún observando a los estudiantes-. El hombre con el que sale.
– ¿Le conoce? -preguntó Jeffrey, pero enseguida rectificó-: ¿Hipotéticamente?
– Oh, le conozco -dijo Rosen-. O al menos conozco a los tipos como él. Los conozco mejor de lo que me conozco a mí misma.
– No estoy seguro de entenderla.
Se echó el cuello hacia atrás, y se bajó la cremallera para enseñarle un enorme moratón en la clavícula. En la parte interior del cuello se veían marcas de dedos, de color oscuro. Alguien había intentado estrangularla.
Jeffrey la observó con detenimiento.
– Pero ¿quién…? -intentó preguntar, aunque la respuesta era evidente.
Rosen se subió la cremallera.
– Debería irme.
– Puedo llevarla a alguna parte -se ofreció Jeffrey-. A un centro de acogida…
– Iré a casa de mi madre -dijo ella, con una sonrisa triste-. Siempre voy a casa de mi madre.
– Doctora Rosen -insistió Jeffrey-. Jill…
– Agradezco su interés -le interrumpió ella-. Pero tengo que irme.
Jeffrey se quedó allí, de pie, observando cómo pasaba junto a un grupo de estudiantes. Se detuvo a hablar con uno, comportándose como si nada hubiese ocurrido. No sabía si seguirla o ir a buscar a Brian Keller y hacerle saber qué se siente exactamente cuando te maltratan.
Siguiendo un impulso, Jeffrey se decidió por lo segundo, y echó a andar hacia el edificio de ciencias a paso vivo. De niño, se había metido demasiado en las peleas entre sus padres para saber que la cólera sólo engendra más cólera, de modo que inhaló profundamente para calmarse antes de abrir la puerta del laboratorio de Keller.
En la estancia sólo estaba Richard Carter, de pie tras un escritorio, dándose golpecitos con un bolígrafo en la barbilla. Su expresión expectante se tornó decepción al reconocer a Jeffrey.
– Oh -dijo-. Es usted.
– ¿Dónde está Keller?
– Eso quisiera saber yo -le soltó Richard, claramente enojado. Volvió a inclinarse sobre el escritorio y garabateó una nota-. Debía reunirse conmigo hace media hora.
– Acabo de hablar con su mujer sobre su supuesta aventura amorosa.
Eso pareció animarle, y le asomó una sonrisa en los labios.
– ¿Sí? ¿Y qué ha dicho?
– Que no era cierto -le advirtió Jeffrey-. Tiene que tener más cuidado con lo que dice.
Richard pareció ofendido.
– Le dije que era un rumor. Le dejé muy claro que…
– Está jugando con las vidas de los demás. Por no mencionar que me ha hecho perder el tiempo.
Richard suspiró y siguió escribiendo su nota.
– Lo siento -murmuró igual que un niño. Jeffrey no le dejó escabullirse tan fácilmente.
– Por su culpa, he perdido el tiempo intentando verificar tontamente ese rumor cuando podría haber trabajado en algo más sólido. -Como no reaccionaba, Jeffrey sintió la necesidad de añadir-: Han habido algunas muertes, Richard.
– Soy consciente de ello, jefe Tolliver, pero ¿qué diantres tiene eso que ver conmigo? -Richard no le dio oportunidad de responder-. ¿Puedo ser honesto con usted? Sé que lo ocurrido es horrible, pero tengo trabajo. Un trabajo importante. Hay un grupo en California que trabaja en lo mismo. Y no creo que vayan a decir: «Oh, últimamente Brian Keller lo ha pasado mal, vamos a interrumpir nuestro trabajo hasta que se sienta mejor». No, señor. Van a trabajar noche y día, día y noche, para dejarnos en la cuneta. La ciencia no es un juego de caballeros. Hay millones, puede que miles de millones, en juego.
Parecía un anuncio televisivo intentando convencer a algún pobre desgraciado para que comprara un juego de cuchillos de cocina.
– No sabía que Brian y usted trabajaran juntos -dijo Jeffrey.
– Cuando se molesta en aparecer.
Arrojó el bolígrafo sobre el escritorio, recogió su maletín y se encaminó hacia la puerta.
– ¿Adónde va?
– A clase -dijo Richard, como si Jeffrey fuera estúpido-. Algunos aparecemos allí donde se nos espera.
Se fue dramáticamente enfurruñado. En lugar de seguirle, Jeffrey se dirigió al escritorio de Keller y leyó la nota: «Querido Brian: supongo que sigues ocupado con lo de Andy, pero es urgente que reunamos la documentación. Si quieres que lo haga solo, dímelo y ya está». Richard había dibujado una cara sonriente junto a su nombre.
Jeffrey leyó la nota dos veces, intentando conciliar el tono comprensivo de Richard con su evidente irritación. No cuadraba, aunque Richard tampoco era un tipo muy racional.
Lanzó una mirada hacia la puerta antes de decidirse a ponerse cómodo e inspeccionar el escritorio de Keller. Estaba arrodillado, examinando el archivador inferior, cuando su móvil sonó.
– Tolliver.
– Jeffrey -dijo Frank. Por su tono, Jeffrey podía haber adivinado lo que iba a decir-. Hemos encontrado otro cadáver.
Jeffrey aparcó el coche delante del colegio mayor masculino, y se dijo que si nunca volvía a ver el campus de Grant Tech sería un hombre feliz. No podía olvidar el gesto inexpresivo de Jill Rosen, y pensó en la cara de sorpresa que debió de poner al ver sus magulladuras. Ni en un millón de años se habría imaginado que Keller era de los que pegan a su mujer, pero aquel día demasiadas revelaciones le habían pillado con la guardia baja, y se sentía un estúpido por no haberse fijado en lo que probablemente eran señales obvias.
Jeffrey cogió el móvil y se preguntó si debía llamar a Sara. No la quería en la escena del crimen, pero sabía que ella necesitaba ver el cadáver in situ. Intentó inventar una buena excusa para mantenerla alejada, pero al final marcó su número.
El teléfono sonó cinco veces antes de que Sara lo cogiera y farfullara un adormilado hola.
– Qué hay -saludó Jeffrey.
– ¿Qué hora es?
Jeffrey se la dijo, y pensó que estaba más animada que ayer por la noche.
– Siento despertarte -le dijo.
– Mmm… ¿Qué? -preguntó Sara, y Jeffrey la oyó remolonear en la cama.
Por un instante se imaginó junto a ella y sintió una emoción que no había experimentado en mucho tiempo. No había nada que deseara más que meterse en la cama con Sara y empezar de nuevo ese día.
– Hace veinte minutos llamó mi madre. Tessa está mejor.-Bostezó sonoramente-. Tengo que arreglar el papeleo del depósito, y por la tarde iré a la clínica en coche.
– Por eso te llamo.
– ¿Qué? -preguntó Sara, asustada.
– Un ahorcado -dijo Jeffrey-. En la universidad.
– Mierda -musitó Sara.
En una ciudad donde la tasa de criminalidad era diez veces menor que la media nacional, de pronto los cadáveres comenzaban a amontonarse.
– ¿A qué hora? -preguntó Sara.
– Aún no estoy seguro. Acaban de llamarme. -Sabía cuál sería la reacción de Sara, pero de todos modos lo sugirió-: Podrías enviar a Carlos.
– Tengo que ver el cadáver.
– No me gusta la idea de que estés en el campus -le dijo-. Si algo ocurriera…
– Debo hacer mi trabajo -afirmó ella, dejando bien claro que no pensaba discutir.
Jeffrey sabía que tenía razón. Sara no sólo tenía que hacer su trabajo; tenía que vivir su vida. Pensó en el aspecto de Lena esa mañana, y en los maratones del cuello de Jill Rosen. ¿También debía permitir que ellas vivieran su vida?
– Jeff.
Él tuvo que ceder.
– Colegio mayor masculino, edificio B.
– Muy bien -dijo Sara-. Estaré ahí en un par de minutos.
Jeffrey colgó y salió del coche. Se abrió paso entre el grupo de muchachos que había delante de la puerta y entró en la residencia. Un fuerte olor a licor le envolvió como una nube. Cuando vivía en Auburn, donde Jeffrey había estudiado historia durante las horas que no calentaba banquillo en el equipo de fútbol americano, celebraban unas fiestas bastante salvajes, pero no recordaba que su residencia hubiera olido jamás a tienda de licores.
– Hola, jefe -dijo Chuck.
Estaba en lo alto de las escaleras, las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones ajustados. El efecto era obsceno, y Jeffrey deseó que se apartara de las escaleras que estaba a punto de subir.
– Chuck -saludó Jeffrey, bajando la vista hasta los peldaños.
– Me alegro de que por fin haya venido. Kev y yo le estábamos esperando.
Jeffrey frunció el ceño ante el modo en que Chuck se refirió al decano, como si fueran grandes amigos. De no ser porque Albert Gaines era el padre de Chuck, Kevin Blake ni le habría dado la hora, por no hablar de jugar al golf con él. Y lo cierto es que Kevin tardaría en volver a acercarse a un hoyo. Probablemente se pasaría todo lo que quedaba de mes enfrentándose a llamadas telefónicas de padres preocupados porque sus hijos estudiaban en una universidad donde ya habían muerto tres estudiantes.
– Hablaré con él cuando tenga un momento -le dijo Jeffrey, preguntándose cuánto podría posponer la reunión.
– Parece un caso bastante claro -dijo Chuck, refiriéndose al suicidio-. Le pillaron con los pantalones bajados.
Jeffrey hizo caso omiso del comentario y le preguntó:
– ¿Quién le encontró?
– Uno de los chavales de la residencia.
– Quiero hablar con él.
– Ahora está abajo -dijo Chuck-. Adams intentó hacerle hablar, pero tuve que intervenir. -Chuck le guiñó un ojo-. A veces es un poco torpe. En estas situaciones hay que utilizar la mano izquierda.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Jeffrey, mirando hacia el fondo del pasillo.
Frank y Lena estaban ante la puerta de una habitación. Por sus ademanes, se adivinaba que no estaban lo que se dice muy alegres.
– Ella encontró la aguja -afirmó Chuck.
– ¿La encontró? -preguntó Jeffrey.
Apenas habían transcurrido diez minutos desde que llamó a la policía científica. Era imposible que hubieran examinado la habitación.
– Lena la vio cuando entró para examinar al homicida -dijo Chuck, utilizando una palabra errónea para referirse a la víctima-. Supongo que rodó debajo de la cama.
Jeffrey reprimió una palabrota, sabiendo que cualquier prueba que encontraran en la habitación estaría contaminada, sobre todo si Lena había entrado en la estancia.
Chuck se rió.
– No quería ponerle en evidencia, jefe -dijo, dándole unos golpecitos en la espalda a Jeffrey como si el equipo de éste hubiera perdido un partido de baloncesto de barrio.
Jeffrey no le hizo caso y se dirigió hacia Frank y Lena. Al ver que Chuck le seguía, le preguntó:
– ¿Podrías hacerme un favor?
– Claro, jefe.
– Quédate en lo alto de las escaleras. No dejes pasar a nadie, sólo a Sara.
Chuck le saludó con la mano y se dio media vuelta.
– Idiota -farfulló Jeffrey mientras avanzaba por el pasillo. Frank hablaba con Lena, pero cuando llegó Jeffrey se calló. Éste preguntó a Lena:
– ¿Nos perdonas un momento?
– Claro -dijo ella, alejándose unos pasos.
Jeffrey sabía que aún podía oírlos, pero no le importó.
– Los de la policía científica están en camino -dijo a Frank.
– Me he adelantado y tomado algunas fotos -le informó Frank, enseñándole la Polaroid.
– Que venga Brad -le ordenó, sabiendo que Sara no quería ninguna niñera-. Dile que traiga la cámara. Quiero algunas tomas claras.
Frank hizo la llamada mientras Jeffrey inspeccionaba la habitación. Un muchacho rechoncho de pelo largo y moreno yacía desplomado en la cama. En el suelo, a su lado, había la típica goma elástica amarilla que utilizaban los adictos para encontrarse la vena. El chico estaba abotargado y gris. Llevaba allí un buen rato.
– Cristo -murmuró Jeffrey, diciéndose que la habitación olía aún peor que la de Ellen Schaffer-. ¿Qué demonios es esto?
– No parece que fuera un amante de la limpieza -dijo Frank.
Jeffrey estudió la escena. No había ninguna luz encendida, pero la luz del sol iluminaba la estancia lo suficiente. Había un combo de tele y vídeo delante del cadáver, apoyado sobre el colchón. El televisor estaba encendido y emitía un resplandor azul, indicando que la cinta de vídeo se había acabado. La luz proyectaba sobre el cadáver un extraño color, y la piel parecía enmohecida, o quizás estableció esa comparación por lo mal que olía el cuarto. Todo estaba revuelto, y Jeffrey supuso que el hedor procedía de los envases de comida podrida diseminados por el suelo. Por todas partes había papeles y libros, y se preguntó cómo alguien conseguía andar por ahí sin tropezar.
El estudiante tenía la cabeza inclinada contra el pecho, y el cabello grasiento le cubría la cara y el cuello. Sólo llevaba un par de boxers blancos y sucios. Tenía la mano metida en la abertura, y Jeffrey elaboró una deducción bastante fundada de lo que había pasado.
En el brazo izquierdo de la víctima había un morado, pero Sara haría una valoración más exacta de esa marca. El cuerpo estaba rígido, y Jeffrey dedujo que ya había comenzado el rígor mortis, lo que indicaba que el fallecimiento había ocurrido hacía entre dos y doce horas. La hora de la muerte nunca era fácil de establecer, y Jeffrey supuso que Sara no podría darla con más exactitud.
– ¿Está en marcha el aire acondicionado? -preguntó Jeffrey, aflojándose la corbata.
El aparato de la ventana tenía tiras de papel en la salida de aire, pero éstas no se movían.
– No -dijo Frank-. Cuando llegué la puerta estaba abierta, y la dejé así para que se fuera este pestazo.
Jeffrey asintió, diciéndose que la habitación habría estado muy caliente casi toda la noche si el aire estaba apagado y la puerta cerrada. Sus vecinos debían de estar tan acostumbrados al mal olor que no habrían notado nada fuera de lo corriente.
– ¿Sabemos cómo se llama? -preguntó Jeffrey.
– William Dickson -dijo Frank-. Pero por lo que he averiguado, nadie le llamaba así.
– ¿Y cuál era su apodo?
Frank sonrió con cierta suficiencia.
– Scooter.
Jeffrey arqueó las cejas, pero no era quién para decir nada. No iba a compartir con nadie el apodo que le habían dado a él en Sylacauga. Sara lo había utilizado ayer para herirle.
– Su compañero de habitación ha ido a pasar la Semana Santa con sus padres -informó Frank.
– Quiero hablar con él.
– Le pediré el número al decano cuando todo esto esté despejado.
Jeffrey entró en la habitación, y en el suelo observó una jeringuilla de plástico rota. Fuera lo que fuese lo que había dentro, se había secado, pero distinguió el nítido dibujo de la suela de un zapato, parecido a un gofre, impreso en lo que antes había sido un fluido.
Se quedó mirando la huella y dijo:
– Asegúrate de que Brad saca una buena foto de esto.
Frank asintió y Jeffrey se arrodilló junto al cadáver. Estaba a punto de pedirle unos guantes a Frank cuando éste le arrojó un par.
– Gracias -dijo Jeffrey y se los puso.
Al tener las manos sudadas, el látex se le pegó. La luz del sol era insuficiente, y Jeffrey buscó alguna lamparilla. Había una encima de la nevera, junto a la cama, pero habían cortado el cable, y los extremos de éstos estaban pelados hasta el cobre.
– Que nadie encienda el interruptor de la luz hasta que le echemos un vistazo a esto -le advirtió a Frank.
Inclinó la cabeza de Scooter a un lado, apartándole la barbilla del pecho. Alrededor de su cuello había un cinturón de cuero que no había visto desde el pasillo. Scooter llevaba el pelo tan largo y grasiento que le sorprendió poder verlo ahora.
Jeffrey le apartó el cabello al muchacho, desplazándolo en un grumo apelmazado. El cinturón le rodeaba el cuello, y la hebilla estaba tan apretada que se clavaba en la piel. Jeffrey no quería aflojar el cuero, pero vio un diminuto trozo de espuma sobresaliendo en la parte superior. Siguió el extremo del cinturón, y comprobó que estaba anudado a otro, de tela. La hebilla del segundo cinturón estaba atada con un lazo a un gancho grande clavado en la pared. Los cinturones estaban tensos en toda su longitud, y el peso del cuerpo tiraba del perno de la pared. Por lo que parecía, el gancho llevaba allí un tiempo.
Jeffrey se volvió hacia el televisor que había delante del cadáver. Era un modelo barato, de los que puedes comprar en una gran superficie por menos de cien dólares. Al lado había un tarro de Bálsamo de Tigre con los bordes impregnados de unos trozos blancos y resecos de vete a saber qué. Jeffrey sacó su bolígrafo y lo utilizó para apretar el botón de eject del vídeo. En la etiqueta se veía una escena sexualmente sugerente bajo el título de Sé a quién te follaste el último verano.
Jeffrey se puso en pie y se sacó los guantes. Frank le siguió por el pasillo hasta donde estaba Lena.
– ¿Has llamado a alguien? -le preguntó Jeffrey.
– ¿Qué? -dijo ella, frunciendo el entrecejo.
Era evidente que estaba preparada para otro interrogatorio, pero Jeffrey advirtió que la pregunta la había pillado por sorpresa.
– Cuando llegaste -dijo Jeffrey-, ¿llamaste a alguien por el móvil?
– No tengo móvil.
– ¿Estás segura? -preguntó Jeffrey.
Creía que Sara era la única persona de Grant que no tenía.
– ¿Sabes cuánto me pagan? -se rió Lena, incrédula-. Si apenas tengo para comer.
Jeffrey cambió de tema.
– He oído que has encontrado una aguja.
– Recibimos la llamada hará una media hora -dijo Lena, y él se dio cuenta de que ésa era la respuesta que ella había estado ensayando-. Entré en la habitación para ver si el sujeto estaba vivo. No tenía pulso y no respiraba. El cuerpo estaba rígido y frío al tacto. Entonces fue cuando encontré la aguja.
– Nos fue de mucha ayuda -comentó Frank, aunque su tono indicaba lo contrario-. La vio debajo de la cama y pensó que la recogería para ahorrarnos molestias.
Jeffrey se quedó mirando a Lena, y afirmó:
– Y supongo que tus huellas están por todas partes.
– Supongo.
– Y supongo que no recuerdas qué más tocaste mientras estabas ahí dentro.
– Supongo que no.
Jeffrey miró hacia el interior de la habitación, luego a Lena.
– ¿Quieres decirme por qué la huella de la bota de tu novio está en la habitación?
Lena ni se inmutó. De hecho, se permitió una sonrisa.
– ¿No te has enterado? -preguntó-. Él fue quien encontró el cadáver.
Jeffrey miró interrogativamente a Frank, quien asintió.
– He oído que ya has intentado interrogarle.
Lena se encogió de hombros.
– Frank -dijo Jeffrey-, ve a buscarlo y tráelo.
Frank se marchó y Lena miró por la ventana, que daba al césped de la residencia. Había basura por todas partes, y las latas de cerveza se amontonaban hasta formar un monumento junto al aparcamiento de bicicletas.
– Parece que aquí ha habido una fiesta -afirmó Jeffrey.
– Supongo -dijo Lena.
– A lo mejor ese chaval Jeffrey señaló a Scooter- se pasó de la raya.
– A lo mejor.
– Me parece que en este campus tenéis un problema con las drogas.
Lena se volvió hacia él.
– A lo mejor deberías hablar con Chuck.
– Claaaro, él siempre está al tanto de todo -dijo Jeffrey con sarcasmo.
– Tal vez quieras saber dónde estaba este fin de semana.
– ¿En el torneo de golf? -preguntó Jeffrey, acordándose de la primera plana del Grant Observer.
Supuso que Lena se refería al padre de Chuck, y que intentaba recordarle a Jeffrey que Albert Gaines podía buscarle las cosquillas.
– ¿Por qué trabajas en contra mía, Lena? ¿Qué me ocultas? -preguntó Jeffrey.
– Tu testigo está aquí -dijo Lena-. Será mejor que me reúna con mi jefe.
– ¿Por qué tanta prisa? -preguntó Jeffrey-. ¿Temes que tu novio vuelva a pegarte?
Lena apretó los labios y no contestó.
– Quédate -le dijo, dejando claro que se trataba de una orden.
Ethan White apareció por el pasillo acompañado de Frank. Andaba con parsimonia, y llevaba su habitual camiseta negra de manga larga y sus tejanos. Tenía el pelo mojado y una toalla en torno al cuello.
– ¿Dándote una ducha? -preguntó Jeffrey.
– Exacto -dijo Ethan, secándose el oído con el borde de la toalla-. Estaba eliminando las pruebas después de haber estrangulado a Scooter.
– Esto parece una confesión -dijo Jeffrey.
Ethan lo miró con causticidad.
– Ya hablé con su ayudante la cerdita -dijo, mirando a Lena.
Lena le devolvió la mirada, haciendo aún más tensa la situación.
– Cuéntamelo a mí -dijo Jeffrey-. ¿Vives en la primera planta? -Ethan asintió-. ¿Para qué subiste?
– Necesitaba pedirle unos apuntes a Scooter.
– ¿De qué asignatura?
– Biología molecular.
– ¿A qué hora fue eso?
– No lo sé -contestó Ethan-. Unos dos minutos antes de la hora en que la llamé.
Lena pensó que debía aclarar ese punto.
– Yo estaba en la oficina de seguridad. No me llamó, simplemente dio la casualidad de que estaba al teléfono.
Ethan agarró los extremos de la toalla.
– Me fui cuando llegaron. Eso es todo lo que sé.
– ¿Has tocado algo de la habitación?
– No me acuerdo -dijo Ethan-. Estaba un poco nervioso, acababa de encontrarme muerto en el suelo a un compañero de clase.
– No es el primer cadáver que ves -le recordó Jeffrey.
Ethan levantó las cejas como diciendo «¿Y qué?».
– Quiero que hagas una declaración formal en la comisaría.
Ethan negó con la cabeza.
– Ni hablar.
– ¿Estás obstaculizando una investigación? -le amenazó Jeffrey.
– No, señor -replicó Ethan enseguida. Sacó una hoja de cuaderno del bolsillo trasero y se la entregó a Jeffrey-. Esta es mi declaración. La he firmado. Volveré a firmarla ahora si quiere ser testigo de ello. Creo que legalmente no tengo ninguna obligación de hacerlo en comisaría.
– Te crees muy listo -dijo Jeffrey, sin coger la declaración-. Crees que puedes escabullirte siempre sirviéndote de argucias legales. -Señaló a Lena-. O a base de hostias.
Ethan le guiñó un ojo a Lena, como si compartieran un secreto especial. Lena se puso tensa, pero no dijo nada.
– Te pillaré -dijo Jeffrey-. Puede que no ahora, pero estás tramando algo, y voy a crucificarte por ello. ¿Me has oído?
Ethan soltó el papel, y éste cayó al suelo, revoloteando.
– Si eso es todo… -dijo-, tengo que ir a clase.
Sara condujo desde el campus al depósito como una autómata, dando vueltas a los detalles de las autopsias realizadas la noche anterior. Había algo en la muerte de Andy Rosen que la inquietaba y, contrariamente a Jeffrey, necesitaba algo más que una coincidencia para calificarlo de asesinato. Como mucho, Sara podía afirmar que se trataba de una muerte extraña, e incluso eso resultaba aventurado. No había ninguna prueba científica que apuntara a que se trataba de un montaje. El análisis toxicológico había resultado negativo, y la autopsia no indicó nada raro. Era muy posible que el suicidio de Andy Rosen no fuera más que eso.
El caso de William «Scooter» Dickson era distinto. La pornografía que había en su vídeo, la espuma entre el cinturón y la piel para que no le quedaran marcas, el cinturón en la pared, que sin duda llevaba allí mucho tiempo: todo indicaba un caso de asfixia autoerótica. Sara sólo había sido testigo de otro caso en su carrera, pero habían aparecido varios artículos sobre el tema en la Journal o f Forensic Science un par de años atrás, cuando la estrangulación manual había alcanzado su máxima popularidad.
– Mierda -dijo Sara al darse cuenta de que se había pasado el hospital.
Siguió por la calle Mayor hacia la universidad, y a continuación dio un giro de ciento ochenta grados, cometiendo una infracción delante de la comisaría. Saludó a Brad Stephens, que salía de su coche patrulla. Brad se cubrió los ojos, fingiendo no verla cuando Sara casi abolló un Cadillac blanco delante de la lavandería de Burgess.
Sara pasó por delante de la clínica infantil, la señal exterior descolorida y podrida porque Jeffrey había elegido a la única fabricante de rótulos de la ciudad para ponerle los cuernos cuando estaban casados. Suspiró al contemplar el deteriorado cartel, preguntándose si su irreparable estado no significaría algo más profundo. Quizás era un presagio de lo que acabaría sucediendo con Sara y Jeffrey. Cathy Linton solía decir que los errores no pueden enmendarse.
Sara pisó bruscamente el freno, y estuvo a punto de pasarse otra vez el desvío del hospital. Como casi siempre trabajaba con niños, no era propensa a decir palabrotas, pero soltó un par de obscenidades al poner la marcha atrás. A las que añadió unas cuantas más cuando la rueda delantera se subió a la acera. Aparcó junto al edificio y bajó los escalones que llevaban al depósito de dos en dos.
Carlos aún no había traído el cadáver, y Jeffrey intentaba localizar a los padres de William Dickson, por lo que tenía el depósito para ella sola. Se encaminó hacia la oficina, pero se detuvo en la puerta. En una esquina de su escritorio había un enorme ramo de flores. Jeffrey no le había mandado flores en años. Se acercó al ramo con una amplia y estúpida sonrisa en la cara. Jeffrey había olvidado que no le entusiasmaban los claveles, aunque había otras flores, y hermosas, cuyos nombres no recordaba, y toda la oficina estaba llena de su aroma.
– Jeffrey -dijo, sintiendo que se le tensaban las mejillas a causa de la sonrisa.
Debía de haberlas encargado por la mañana, antes de que empezara el jaleo. Sacó la tarjeta, y se le borró la sonrisa al leer la nota de Mason James.
Sara miró a su alrededor, preguntándose dónde podría poner las flores para que Jeffrey no las viera, pero enseguida cambió de opinión, pues no era una persona de secretos, y ahora no iba a empezar a ocultarle cosas.
Se sentó en su silla y colocó la tarjeta junto al jarrón. Sobre el escritorio había muchas otras cosas que despertaban su atención. Esa mañana, Molly, la enfermera de Sara en la clínica infantil, había dejado una montaña de papeles que probablemente la entretendrían durante las próximas doce horas sin que apenas descendiera el montón de informes. Sara se puso las gafas, y ya llevaba firmados unos sesenta impresos cuando se dio cuenta de que Carlos había llegado.
Miró a Carlos por la ventana mientras éste preparaba el instrumental para las autopsias. Era lento y metódico, y comprobaba cada instrumento por si tenía algún desperfecto o signos de desgaste. Sara le observó unos minutos más antes de leer los mensajes. El primero tenía letra de Carlos. Brock había llamado para saber cuándo podría ir a recoger el cadáver de Andy Rosen. Sara cogió el teléfono y marcó el número de la funeraria.
Contestó la madre de Brock, y Sara se pasó varios minutos informándole sobre el estado de Tessa, sabiendo que toda la ciudad estaría al corriente antes del almuerzo. Penny Brock no tenía mucho que hacer en la funeraria, y cuando no se echaba la siesta o saludaba a algún cliente, cogía el teléfono y se ponía a chismorrear. Brock parecía tan jovial como siempre cuando se puso al teléfono.
– Hola, Sara -dijo-. ¿Llamas para hablar de las tarifas de almacenaje?
Sara se rió, sabiendo que intentaba hacer un chiste.
– Te llamaba para saber cuánto tiempo tengo -dijo Sara-. ¿El servicio es hoy?
– Está programado para mañana a las nueve de la mañana -dijo Brock-. Hoy me encargaré de él, a última hora. ¿Está muy hecho polvo?
– No mucho -dijo Sara-. Lo normal.
– Tenlo listo a eso de las tres y me darás tiempo de sobra.
Sara miró su reloj. Ya eran las once y media. Ni siquiera sabía por qué tenían a Andy Rosen aún en el depósito. Ya habían hecho la biopsia de su tejido y sus órganos, y Brock había llenado varios frascos de sangre y orina para poderlas estudiar tranquilamente. No se le ocurría nada más que pudiera hacer.
– Si quieres, puedes venir a recogerlo ahora.
– ¿Estás segura?
– Sí.
Otro cadáver estaba en camino, por lo que probablemente necesitarían más espacio en el congelador.
– Si lo necesitas, puedes venir a recogerlo otra vez después del servicio -le propuso Brock-. Pensaba llevarlo al crematorio a la hora de comer. -Bajó la voz-. Me gusta quedarme por ahí para asegurarme de que lo hacen bien, si sabes a qué me refiero. Hoy en día la gente no se fía mucho de las incineraciones, por culpa de ese bribón del norte de Georgia.
– Tienes razón -dijo Sara.
Y recordó el caso de una familia propietaria de un crematorio que, en lugar de incinerar los cadáveres, los apilaba en los maleteros de los coches o junto a los árboles de su jardín. El Estado gastó casi diez millones de dólares eliminando e identificando los restos.
– Desde luego, es una pena -dijo Brock-. Una manera tan limpia de hacer las cosas. No es que no me guste el dinero extra que sacas en un entierro, pero algunos llegan tan destrozados que es mejor quitárselos de en medio enseguida.
– ¿Sus padres? -preguntó Sara, preguntándose si Keller había amenazado a su esposa delante de Brock.
– Ayer por la noche vinieron por lo de los preparativos, y deja que te diga que…
Pero no acabó la frase. Brock era muy discreto, pero Sara casi siempre conseguía hacerlo hablar. A veces, la franqueza de Brock hacía que Sara se preguntara si no había tropezado con la telaraña de uno de sus famosos enamoramientos no correspondidos. Sara le azuzó.
– ¿Sí?
– Bueno… -comenzó a decir, bajando aún más la voz.
Brock sabía mejor que nadie que su madre era la arteria principal del chismorreo de Grant County.
– Su madre estaba preocupada por tener que incinerarlo después de la autopsia -dijo Brock-. Creía que no podía hacerse. Señor, ¿de dónde saca la gente estas ideas?
Sara esperó.
– Mi impresión -prosiguió Brock- es que, para empezar, no estaba muy contenta con que lo incineraran, pero entonces intervino el padre y dijo que era lo que el muchacho quería y eso era lo que iban a hacer.
– Si ése era su deseo, deberían respetarlo -dijo Sara.
Aun cuando estuviera manejando cadáveres continuamente, a Sara jamás se le había ocurrido hacer saber a nadie cómo quería que la enterraran. Pensar en ello la hacía estremecerse.
– Algunos vienen con exigencias -dijo Brock, con una risita-. Chica, las historias que podría contarte acerca de con qué cosas quiere la gente que se la entierre.
Sara cerró los ojos, deseando que no se lo contara. Como ella no decía nada, Brock prosiguió.
– Si quieres que te diga la verdad, pensaba que como eran judíos, Dios les bendiga, querrían hacerlo rápido, pero han querido la celebración estándar. Supongo que no lo son de verdad, como otros.
– No -dijo Sara.
Como forense, sólo había visto un caso en el que una familia de ortodoxos judíos se opusiera a que practicara la autopsia. Y aunque admiraba la devoción de esa familia, imaginó que éstos se sintieron realmente aliviados al saber que su padre hubiera muerto de un ataque al corazón y no por haberse adentrado voluntariamente con su coche en el lago.
– Bueno… -Brock se aclaró la garganta, como si se sintiera incómodo, quizás interpretando el silencio de Sara como signo de desaprobación-. Llegaré en un periquete.
Sara colgó y se puso las gafas mientras echaba un vistazo al resto de mensajes. El ruido de fondo del depósito se veía puntuado por los pops y los flashes de la cámara con que Carlos tomaba fotos del cadáver. Sara se detuvo en el último mensaje, al comprobar que había pasado a visitarla el representante de una compañía farmacéutica. Frunció el ceño, sabiendo que le habría dejado más muestras gratuitas para sus pacientes de haber estado presente para hablar con él.
Debajo de los mensajes había un folleto en papel satinado dejado por el representante que anunciaba un medicamento para el asma que acababa de ser aprobado para los niños. De hecho, pediatras como Sara llevaban años recetando el inhalador; las compañías farmacéuticas utilizaban la aprobación de la FDAI [4] para ampliar sus patentes respecto al fármaco, con lo que podían seguir imponiéndoselo al consumidor sin tener que preocuparse de la competencia de los genéricos. Sara a menudo se decía que si dejaran de hacer folletos y anuncios de televisión tan caros, las empresas farmacéuticas podrían bajar el precio de los medicamentos para que la gente pudiera comprarlos.
El cubo de la basura estaba al otro extremo de su despacho, e intentó encestar el folleto en él, fallando justo en el momento en que entraba Jeffrey.
– Hola -dijo Jeffrey.
Arrojó una carpeta color manila sobre el escritorio y encima dejó caer una gran bolsa de papel.
Sara se levantó para recoger el folleto, y él le puso una mano en el brazo.
– Qué…
Jeffrey la besó en los labios, algo que no solía hacer en público. El beso fue casto, más parecido a un hola amistoso, considerando cómo se había comportado Jeffrey con Mason James la tarde anterior, como un perro marcando el territorio.
– Hola -dijo ella, mirándolo con curiosidad mientras ponía el folleto en el lugar adecuado.
Al darse la vuelta, vio a Jeffrey rodear uno de los claveles con la mano.
– Éstas no te gustan.
Sara prefería que se acordara de ese detalle a que hubiera sido él quien le enviara las flores.
– No -dijo, en el instante en que veía cómo sacaba la tarjeta del sobre-. Por favor, léela -le invitó Sara, aunque él ya lo estaba haciendo.
Volvió a guardar la tarjeta dentro del sobre con deliberada lentitud.
– Qué bonito -dijo, y a continuación citó lo que ponía la tarjeta-: «Me tienes a tu disposición».
Sara se cruzó de brazos, a la espera de que Jeffrey dijera todo lo que tenía que decir.
– Ha sido una mañana muy larga -dijo, al mismo tiempo que cerraba la puerta. Su expresión era impertérrita, y ella se dio cuenta de que intentaba cambiar de tema cuando pregunto-: ¿Tessa está igual?
– De hecho, mejor -le dijo Sara, poniéndose las gafas al sentarse-. ¿De qué quieres hablar?
Hurgó con el dedo una de las flores.
– Lena sufrió un golpe esta mañana.
Sara se incorporó.
– ¿Tuvo un accidente de coche?
– No -dijo Jeffrey-. Le pegaron. Fue Ethan White, ese desgraciado del que te hablé. El tipo con el que sale. El que intentó tirarme al suelo.
– ¿Y ése es su nombre? -preguntó Sara, pues por alguna razón el nombre le parecía inofensivo.
– Uno de ellos -dijo Jeffrey-. Frank y yo fuimos a verla esta mañana…
Dejó la frase sin acabar mientras miraba la flor. Sara se reclinó en la silla mientras le narraba todo lo que le había acontecido esa mañana, hasta el momento en que Jill Rosen le enseñó los moratones de su cuello.
Sara dijo una obviedad.
– Ha sufrido maltratos.
– Sí -corroboró Jeffrey.
– Cuando le hice la autopsia a Andy Rosen no había señal alguna de que le hubieran maltratado.
– Es posible hacerle daño a alguien sin dejar marcas.
– En cualquier caso, se podría argumentar que Andy Rosen se mató para acabar con los malos tratos -dijo Sara-. La nota iba dirigida a su madre, no a su padre. A lo mejor no podía soportarlo más.
– Es posible -asintió Jeffrey-. De no ser por lo de Tessa, no habría nada sospechoso en la muerte de Andy.
– ¿Hay alguna posibilidad de que no haya relación entre los dos casos?
– Mierda, Sara, no lo sé.
Sara le recordó:
– No tenemos ninguna prueba de que Andy Rosen fuera asesinado. A lo mejor deberíamos sacarlo de la ecuación y seguir con lo que tenemos.
– ¿Y qué tenemos?
– Ellen Schaffer fue asesinada. Tal vez alguien pensó en aprovecharse del suicidio de Andy y hacer creer que ella le había imitado. Ese tipo de reacción en cadena no es infrecuente en los campus. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts hay doce suicidios al año.
– ¿Y lo de Tessa? -le recordó Sara.
Tessa era siempre el comodín, la víctima absurda.
– Podría tratarse de un crimen distinto -dijo Sara-. A menos que encontremos alguna relación, quizá deberíamos considerarlos dos incidentes separados.
– ¿Y éste?
Jeffrey señaló el cadáver que ahora estaba en el depósito.
– No tengo ni idea -dijo Sara-. ¿Cómo se lo han tomado los padres?
– Todo lo bien que podría esperarse -contestó, aunque no entró en detalles.
– Más vale que empecemos -dijo Sara, quitando la bolsa de papel marrón de encima de la carpeta para leer el informe.
Jeffrey había hecho copias de sus notas, y había un inventario de la escena del crimen. Sara les echó un vistazo, pero por el rabillo del ojo observó que Jeffrey tocaba una de las flores púrpura en forma de campana.
Cuando Sara acabó, señaló el montón de revistas que había en la otra silla de su despacho.
– Puedes ponerlas en el suelo.
– Estoy harto de estar sentado -dijo Jeffrey, arrodillándose junto a su escritorio. Se frotó la mano en la pierna-. ¿Has dormido lo suficiente?
Sara puso una mano sobre la de él, diciéndose que debería hacer que Mason le enviara flores todos los días, si eso iba a hacer que Jeffrey se mostrara más atento.
– Estoy bien -le dijo Sara, volviéndose hacia la carpeta-. Las has obtenido muy deprisa -dijo, refiriéndose a las fotos de la escena del crimen.
– Brad las reveló en el cuarto oscuro -le informó Jeffrey-. Y a lo mejor deberías ir con más cuidado cuando cambies de sentido delante de la comisaría.
Sara le sonrió con inocencia y, a continuación, le indicó la bolsa de papel.
– ¿Qué es eso?
– Frascos de medicamentos que sólo se venden con receta -dijo Jeffrey, vaciando el contenido sobre el escritorio.
Por el polvo negro que había sobre los envases, Sara supo que ya les habían sacado las huellas. Debía de haber al menos veinte frascos.
– ¿Todo esto pertenecía a la víctima? -preguntó Sara.
– Su nombre está en todos los frascos.
– Antidepresivos -dijo Sara, alineando los frascos uno a uno sobre su escritorio.
– Se chutaba ice.
– Qué listo -observó Sara con ironía, aún alineando los frascos e intentando clasificarlos en secciones-. Valium, que está contraindicado con los antidepresivos.
Estudió las etiquetas: todas llevaban el nombre del médico que había extentido las recetas. El nombre no le sonaba, pero la caligrafía estaba desatando todo tipo de conjeturas en la mente de Sara.
Comenzó a leer en voz alta las recetas.
– Prozac, debe de tener unos dos años. Paxil, Evavil. -Hizo una pausa, observando las fechas-. Parece que los probó todos y al final se decidió por el Zoloft, que es… -Hizo una pausa y exclamó-: Guau.
– ¿Qué?
– Trescientos cincuenta miligramos de Zoloft al día. Eso es mucho.
– ¿Cuál es la media?
Sara se encogió de hombros.
– Yo no receto esto a mis pacientes. Yo diría que, para un adulto, entre cincuenta y cien miligramos deberían ser suficientes. -Siguió alineando los frascos-. Ritalin, claro. Su generación creció con esa mierda. Más Valium, litio, amantadina, Paxil, Xanax, ciproheptadina, buspirona, Wellbutrin, Buspar, Elavil. Otro frasco de Zoloft. Y otro.
Agrupó los tres frascos de Zoloft, observando que cada uno había sido llenado en farmacias distintas en días diferentes.
– ¿Para qué es?
– ¿Específicamente? Depresión, insomnio, ansiedad. Todos sirven para lo mismo, pero actúan de manera diferente. -Echó la silla hacia atrás, hacia la estantería que había junto al archivador, y sacó su guía farmacológica-. Tendré que buscar algunos -dijo, volviendo al escritorio-. Algunos los conozco, pero hay otros de los que no tengo ni idea. Uno de mis pacientes, un niño que tiene Parkinson, utiliza buspirona para la ansiedad. A veces puedes tomarlos juntos, pero no todos. Acabarían siendo tóxicos.
– ¿Crees que a lo mejor los vendía? -preguntó Jeffrey-. Tenía jeringuillas. En el armario le encontramos un alijo de marihuana y diez pastillas de ácido.
– No hay mercado para los antidepresivos -dijo Sara-. Hoy en día cualquiera puede hacerse con una receta. Es sólo cuestión de encontrar el médico adecuado… o equivocado, en este caso. -Señaló un par de frascos que había apartado-. El Ritalin y el Xanax sí tienen demanda en la calle.
– Puedo ir a la escuela elemental y conseguir diez pastillas de cada medicamento por unos cien dólares -señaló Jeffrey. Cogió un frasco de plástico grande-. Al menos se tomaba sus vitaminas.
– Yocon -dijo, leyendo los ingredientes-. Creo que empezaré por esto. -Sara pasó las páginas del libro, buscando la entrada adecuada. Le echó un vistazo a la descripción, y la resumió diciendo-: Es un nombre comercial para la yohimbina, que es una hierba. Se supone que ayuda a la libido.
Jeffrey cogió el frasco.
– ¿Un afrodisíaco?
– Técnicamente no -contestó Sara, leyendo un poco más-. Se supone que sirve para todo, desde la eyaculación precoz hasta tener una erección más fuerte.
– ¿Y cómo es que nunca había oído hablar de esto?
Sara lo miró con complicidad.
– Porque nunca lo has necesitado.
Jeffrey sonrió, dejando de nuevo el Yocon en su escritorio.
– Tenía veinte años. ¿Por qué iba a necesitar algo así?
– A lo mejor el Zoloft le había vuelto anorgásmico.
Jeffrey apretó los ojos.
– ¿No podía correrse?
– Bueno, ésa es otra manera de expresarlo -concedió Sara-. Podía alcanzar y mantener una erección pero tenía problemas para eyacular.
– Jesús, no me extraña que se estrangulara.
Sara hizo caso omiso del comentario, repasando lo que decía su guía del medicamento sólo para asegurarse.
– Efectos secundarios: anorgasmia, ansiedad, aumento del apetito, falta de apetito, insomnio…
– Eso explicaría el Xanax.
Sara levantó los ojos del libro.
– Ningún médico en su sano juicio recetaría todas estas píldoras juntas.
Jeffrey comparó algunas de las etiquetas.
– Iba a cuatro farmacias distintas.
– No me imagino a ningún farmacéutico llenándole todos estos frascos. Es algo muy insensato.
– Necesitaremos algo sólido para obtener un mandato judicial que nos permita inspeccionar los archivos farmacéuticos -dijo Jeffrey-. ¿Conoces al médico?
– No -dijo ella, abriendo el cajón inferior de su escritorio. Sacó la guía telefónica de Grant County y alrededores. Una rápida búsqueda reveló que el nombre no estaba en la guía-. ¿No está afiliado a ningún hospital ni a la universidad?
– No -dijo Jeffrey-. A lo mejor está en Savannah. Uno de los farmacéuticos sí aparece.
– No tengo la guía telefónica de Savannah.
– Bueno, hay esa cosa nueva -dijo Jeffrey tomándole el pelo-. Lo llaman Internet.
– Muy bien -dijo Sara para evitarse el sermón acerca de lo maravillosa que era la tecnología.
Comprendía que a alguien como Jeffrey le resultaba útil, pero por lo que a ella se refería, había visto a demasiados chicos demacrados y con sobrepeso en su consulta como para apreciar las ventajas de pasarse el día delante del ordenador.
– ¿Y si no fuera médico? -sugirió Jeffrey.
– A no ser que el farmacéutico lo sepa, necesitas un número del Departamento de Control de Fármacos cuando rellenas una receta. Está en una base de datos.
– ¿Así que tal vez alguien le robó el número a un médico jubilado?
– Tampoco es una receta de narcóticos ni de OxyContin. Imagino que estos medicamentos tampoco harían sonar las alarmas de los organismos del gobierno. -Sara frunció el ceño-. Aunque no acabo de entender para qué lo quería. No son estimulantes. No te puedes colocar con ninguno de ellos. El Xanax puede ser adictivo, pero el chaval tenía metanfetamina y hierba, que colocan muchísimo más.
Más tarde Carlos contaría y clasificaría las pastillas, pero, siguiendo un impulso, Sara abrió uno de los frascos de Zoloft. Sin sacarlas, comparó las tabletas amarillas con el dibujo de su guía farmacéutica.
– Coinciden.
Jeffrey abrió el siguiente frasco mientras Sara cogía el tercero.
– Las mías no -dijo Jeffrey.
Sara miró en el interior del tercer frasco.
– No -negó también, abriendo el cajón superior de su escritorio. Cogió unas pinzas y las utilizó para sacar una de las cápsulas de color claro. Dentro había un polvillo blanco-. Podemos enviarlo a analizar y averiguar qué es.
Jeffrey comprobó todos los frascos.
– ¿Hay dinero en el presupuesto para acelerar el análisis?
– No creo que tengamos elección -dijo Sara, deslizando la cápsula dentro de una pequeña bolsa para pruebas.
Ayudó a Jeffrey a comprobar el contenido de los frascos, pero las restantes pastillas tenían alguna marca que identificaba al fabricante o el nombre del medicamento.
– A lo mejor utilizaba las cápsulas para meter otras drogas -dijo Jeffrey.
– Primero probemos con las desconocidas -sugirió Sara, sabiendo lo caro que sería ponerse a buscar sin saber qué.
Si estuvieran en Atlanta, sin duda tendría muchos más recursos, pero el presupuesto de Grant County era tan limitado que algunos meses Sara tenía que traerse los guantes de látex de la clínica.
– ¿De dónde era Dickson? -preguntó Sara.
– De aquí -dijo, Jeffrey.
Sara repitió la pregunta que le había hecho antes, pensando que Jeffrey estaría más dispuesto a hablar ahora.
– ¿Cómo se lo han tomado los padres?
– Mejor de lo que esperaba -dijo Jeffrey-. Imaginé que debía de ser un chaval difícil.
– Igual que Andy Rosen -apuntó Sara.
Mientras volvían de Atlanta le había contado en detalle las impresiones de Haré acerca de la familia Rosen.
– Si lo único que los relaciona es que eran dos chicos malcriados de veintipocos años, eso significa que la mitad de los estudiantes de la universidad están en peligro.
– Rosen era maníaco-depresivo -le recordó Sara.
– Los padres de Dickson dicen que él no lo era. Nunca mencionó que asistiera a ningún grupo de terapia. Que ellos sepan, estaba sano como una manzana.
– ¿Crees que se habrían enterado?
– No parecían muy interesados por la vida de su hijo, aunque el padre dejó claro que le pagaba todas las facturas. Se habrían dado cuenta de algo así.
– A lo mejor le visitaba alguien gratis en el centro de salud del campus.
– Puede ser complicado tener acceso a documentos clínicos.
– Podrías volver a pedírselo a Rosen -sugirió Sara.
– Creo que ya no da más de sí -le dijo Jeffrey, con una expresión sombría-. Hemos entrevistado a toda la residencia, y nadie sabía nada del chaval.
– Por el hedor que despedía su cuarto, diría que se pasaba la vida encerrado.
– Si Dickson traficaba, nadie va a admitir que le conocía. Cuando empezamos a hacer la ronda para interrogar a los estudiantes, oímos tirar de la cadena de todos los retretes de la residencia.
Sara reflexionó acerca de lo que sabían.
– Así que él y Rosen eran tipos solitarios. Y los dos tomaban drogas.
– Él análisis toxicológico de Rosen no reveló que tomara nada.
– Eso es muy aleatorio -le recordó Sara-. El laboratorio sólo busca las sustancias que yo especifico. Hay miles de otras drogas que podría haber tomado y que yo no sabría que debía buscar.
– Creo que alguien limpió la habitación de Dickson.
Sara esperó a que prosiguiera.
– Había una botella de vodka en la nevera, medio llena, pero sin huellas. Y latas de cerveza y otras cosas con huellas de la víctima y otras invisibles a simple vista que debían de ser del dependiente o de quien se las vendió. -Hizo una pausa-. Vamos a analizar la jeringa para ver qué había dentro. La que estaba en el suelo está rota. Rasparon la madera, pero no sé si podrán obtener una buena muestra. -Hizo otra pausa, como si hubiera algo que no quisiera decir-. Lena encontró la jeringa.
– ¿Cómo ocurrió?
– La vio bajo la cama.
– ¿La tocó?
– De arriba abajo.
– ¿Tiene coartada?
– Estuve con Lena toda la mañana -dijo Jeffrey-. Pasó la noche con White. Su coartada es mutua.
– No te veo convencido.
– En este momento no me fío de ninguno de los dos, sobre todo considerando el pasado delictivo de White. Uno no deja de ser racista de la noche a la mañana. Lo único que les relaciona a todos, incluyendo a Tess, es el tema racial.
Sara sabía adónde quería ir a parar con eso.
– Ya hemos hablado de eso. ¿Cómo iba a saber alguien que yo llevaría a Tessa a la escena del crimen? Es totalmente inverosímil.
– Lena está protagonizando demasiado este caso como para no formar parte de él.
Sara sabía a qué se refería. Lo mismo les pasaba con el supuesto suicidio de Andy Rosen. Las coincidencias casi nunca lo eran.
– Este tal White -comenzó Jeffrey- es una mierda seca, Sara. Espero que nunca le conozcas. -Su tono sonó áspero-. ¿Qué demonios hace con alguien así?
Sara se reclinó en la silla, y esperó a que él le prestara atención.
– Teniendo en cuenta todo lo que Lena ha pasado, no me extraña que se haya liado con alguien como Ethan White. Es un tipo peligroso. Sé que sigues calificándolo de chaval, pero, por lo que me has dicho, no actúa como tal. A Lena podría atraerle el peligro. Sabe con quién se las gasta.
Jeffrey negó con la cabeza, como si fuera algo que no pudiera aceptar. A veces Sara se preguntaba si Jeffrey conocía de verdad a Lena. Jeffrey solía ver a la gente tal como él quería que fueran, y no como eran en realidad. Eso había sido un problema continuo en su matrimonio, y Sara ahora no quería recordarlo.
– A excepción de Ellen Schaffer, todo esto podría ser una serie de coincidencias, a la que hemos de añadirle la madre de todas las batallas que estáis librando tú y Lena. Sara le acercó un dedo a los labios para acallarlo-. Sé lo que vas a decir, pero no puedes negarme que hay cierta hostilidad entre tú y Lena. De hecho, a lo mejor está protegiendo a White sólo para cabrearte.
– Es posible -aceptó Jeffrey, para sorpresa de Sara.
Sara se reclinó en su silla.
– ¿De verdad crees que ha estado bebiendo? -le preguntó-. ¿Que bebe lo bastante como para considerarlo un problema?
Jeffrey se encogió de hombros, y Sara volvió a acordarse de lo mucho que Jeffrey odiaba a los alcohólicos. Su padre había sido un alcohólico violento y, aunque Jeffrey afirmaba haber superado una infancia llena de malos tratos, Sara sabía que un alcohólico podía hacer estallar a Jeffrey mucho más rápidamente que un asesino.
– Que tenga resaca no significa que tenga un problema… sólo significa que una noche ha bebido demasiado. -Sara dejó que Jeffrey asimilara esas palabras antes de proseguir-. ¿Y qué me dices de esto? -preguntó, mirando las fotos.
Le enseñó la fotografía de la jeringa pisoteada en el suelo.
– Estoy casi seguro de que no lo hizo ella -admitió Jeffrey-. La huella del zapato es casi idéntica a la de White.
– No -dijo Sara-. Estás pasando por alto la pregunta importante. Dickson tenía dos jeringuillas de la metanfetamina más pura que se puede comprar. Si quería matarse (o si alguien quería que pareciera que se había suicidado), ¿por qué no utilizar la otra jeringa? La dosis era tan fuerte que le habría matado casi al instante.
– Cascarse la nuez es una manera bastante vergonzosa de matarse -señaló Jeffrey, utilizando la expresión en argot para la asfixia autoerótica-. Pudo hacerlo alguien que le odiaba.
– El gancho de la pared llevaba allí mucho tiempo -dijo Sara, buscando la fotografía-. La correa muestra señales que indican que ya la había utilizado antes. La espuma evitaba que el cuero le dejara marcas en el cuello. Lo tenía todo preparado, incluyendo la película porno en el televisor. -Pasó las fotos con rapidez mientras hablaba-. Probablemente pensó que lo más seguro era sentarse en el suelo. En estos casos lo que siempre falla son barras de armario y sillas que resbalan. -Indicó los frascos de medicinas-. Si era anorgásmico, sin duda estaba buscando una manera de montárselo mejor.
Jeffrey no podía olvidarse de Lena.
– ¿Y por qué Lena contaminó la escena del crimen si no tenía nada que ocultar? Antes nunca lo había hecho.
Sara no tenía ninguna respuesta.
– Si White es el autor, ¿qué motivos tenía para matar a Scooter?
Jeffrey negó con la cabeza.
– Ninguno que yo sepa.
– ¿Drogas? -preguntó Sara.
– White tiene que darle orina cada semana a su agente de libertad condicional para que vea que está limpio, pero Lena tenía Vicodin en su apartamento.
– ¿Le preguntaste para qué?
– Dijo que era para el dolor, por lo del año pasado.
La imagen no deseada de Lena durante su examen posviolación apareció en la mente de Sara.
– Tenía una receta válida -dijo Jéffrey.
Sara se dio cuenta de que había perdido el hilo.
– ¿Schaffer no tomaba drogas?
– No.
– Dickson no parece un nombre muy étnico.
– Baptista del sur, nacido y criado.
– ¿Salía con alguien?
– ¿Con ese olor? -le recordó Jeffrey.
– Buena observación. -Sara se puso en pie, preguntándose dónde estaba Brock-. ¿Podemos empezar? Le dije a mi madre que volvería al hospital en cuanto pudiera.
– ¿Cómo está Tessa? -preguntó Jeffrey.
– ¿Físicamente? Se recuperará. -Sara sintió que algo se le partía por dentro-. No me preguntes más, ¿entendido?
– Muy bien. Entendido.
Sara abrió la puerta y entró en el depósito.
– Carlos -dijo-. Brock llegará enseguida. Puedes tomarte un descanso en cuanto llegue.
Jeffrey sentía curiosidad, pero no hizo la pregunta obvia.
– Enhorabuena. Tenías razón en lo del tatuaje -dijo a Carlos.
Carlos sonrió, algo que nunca hacía cuando Sara le felicitaba. Sara se ató el cordón de la bata en torno a la cintura y se acercó a la caja de luz para mirar las radiografías que Carlos le había sacado a William Dickson. Tras asegurarse de haber observado detenidamente cada placa, volvió junto al cadáver.
La balanza que colgaba a un lado de la mesa se mecía en la brisa y, aunque a Carlos nunca se le olvidaba, Sara comprobó que estuviera a cero. Brock había dicho que llegaría en un momento, pero aún no había aparecido. Sara no quería empezar la autopsia hasta que él se hubiera ido.
– Haré un examen superficial mientras llega Brock -dijo.
Se puso un par de guantes y apartó la sábana, exponiendo el cadáver de William Dickson a la fuerte luz que había sobre sus cabezas. En su cuello se veía, perfectamente impresa, la marca del cinturón. Aún tenía la mano izquierda en torno al pene.
Sara preguntó a Jeffrey:
– ¿Era zurdo?
– ¿Importa?
– ¿Ah, no? -preguntó Sara, sorprendida.
No es que hubiera pensado en ello antes, pero siempre había imaginado que los hombres utilizaban su mano dominante. Jeffrey apartó la mirada cuando Sara apartó la mano de Dickson de su pene. Los dedos seguían curvos, pero el rígor mortis se iba disipando lentamente de la parte superior del cuerpo, donde había comenzado. Las puntas de sus dedos eran de un morado oscuro, y en el pene se apreciaba claramente dónde había estado la mano.
– ¡Ay! -susurró Carlos, y fue la primera vez que Sara le oyó comentar alguno de sus hallazgos.
Estaba observando el pronunciado color corcho de las protuberancias bilaterales que había en torno a los testículos.
– ¿Eso son heridas de cuchillo? -preguntó Jeffrey.
– Yo diría que son quemaduras eléctricas -dijo Sara, reconociendo el color-. Recientes, probablemente de los últimos días. Eso explicaría el cable eléctrico que había junto a la cama. -Cogió un hisopo y lo apretó contra la quemadura, sacando un pegote viscoso que parecía pomada. Lo olió y dijo-: Huele a vaselina. Carlos le acercó una bolsa para meter el hisopo.
– ¿Se utiliza vaselina en las quemaduras? -preguntó Jeffrey.
– No, pero teniendo en cuenta su botiquín, no me sorprendería que fuera de esos que leen los prospectos. -Estudió las quemaduras-. Tal vez utilizaba la vaselina como lubricante.
Carlos y Jeffrey intercambiaron una mirada de desacuerdo.
– Probablemente utilizaba Bálsamo de Tigre -dijo Jeffrey-. Tenía un tarro junto a la tele.
Sara recordó el tarro de la foto, pero no le había dicho nada.
– ¿Eso no se utiliza para los músculos doloridos?
Ninguno de los dos hombres contestó, y Sara pasó a las quemaduras.
– Puede que utilizara la estimulación eléctrica para llegar al orgasmo.
– Eso no es lo primero que se me ocurriría para estimularme -dijo Jeffrey.
– Se chutaba metanfetamina pura -dijo Sara-. Dudo que pensara con mucha claridad. -Le preguntó a Carlos-: ¿Puedes ayudarme a darle la vuelta?
Carlos se puso unos guantes, y entre los dos colocaron a Dickson boca abajo. Las nalgas del difunto mostraban una pronunciada lividez, y se veía una larga marca horizontal en la espalda, en la zona que había permanecido contra la cama.
Sara examinó a William Dickson de pies a cabeza, sin estar muy segura de qué buscaba. Finalmente encontró algo digno de señalar.
– Tiene cicatrices en torno al ano -dijo a Jeffrey, que miraba hacia los fregaderos.
– ¿Era homosexual? -preguntó Jeffrey.
– No necesariamente -dijo Sara, sacándose los guantes. Fue a buscar otro par y dijo-: No hay manera de saber cuándo ni cómo se lo hizo. Hay heterosexuales a los que les van estas cosas.
Jeffrey irguió los hombros como diciendo «No a este heterosexual que tienes delante».
– Si era homosexual, podrían haberlo matado simplemente por serlo.
– ¿Tienes alguna otra prueba de que fuera homosexual?
– Nadie está diciendo que lo fuera.
– ¿Qué me dices de la cinta que estaba mirando?
– Hetero -concedió Jeffrey.
– A lo mejor podrías volver y buscar algún tipo de artilugio que pudiera utilizar. Considerando sus otros gustos, no me sorprendería que tuviera algún consolador anal o…
Jeffrey la interrumpió.
– ¿Algo parecido a un chupete rojo y gigante?
Sara asintió y él frunció el ceño, probablemente recordando haberlo tocado.
Sara volvió al trabajo. Tomó fotos de lo que había encontrado, y a continuación le pidió a Carlos que volviera a girar el cadáver. La carne se le estaba aflojando, pero el rígor mortis aún lo hacía difícil de manejar.
Sara repitió el examen en la parte delantera del cuerpo de Dickson, comprobando cada recodo y grieta. Tenía la mandíbula lo bastante floja como para que pudiera abrírsela, pero no vio nada que obstruyera la vía respiratoria. El surco que le rodeaba el cuello y las petequias que le moteaban la piel en torno a sus ojos inyectados en sangre eran propios de la estrangulación. Sara le dijo a Jeffrey.
– La presión contra las arterias carótidas, que llevan sangre oxigenada al cerebro, provocaría una hipoxia cerebral transitoria. Se tarda entre diez y quince segundos en perder la conciencia a causa de la oclusión.
– En cristiano -dijo Jeffrey.
– El objetivo es impedir el flujo de sangre a la cabeza a fin de incrementar el placer de la masturbación. O bien calculó mal o se entusiasmó tanto que se desmayó a causa de la pérdida de sangre, o la metanfetamina le dio un bajón muy fuerte… -Sara guardó silencio, sabiendo que Jeffrey estaba considerando todas las posibilidades. Después añadió-: Comprobaré los cartílagos hioides y tiroides cuando le abra el cuello, pero dudo que estén aplastados. Me parece que, entre el gancho y el acolchado del cinturón, sabía lo que estaba haciendo.
– Parece -repitió Jeffrey, pero Sara no compartía su escepticismo.
– Supongo que podemos empezar -dijo Sara, pensando que un examen interno le proporcionaría un material más concluyente.
– ¿No quieres esperar a Brock?
– Probablemente algo le ha retenido -lo disculpó Sara-. Empecemos, ya haremos una pausa cuando llegue.
Sara puso en marcha el dictáfono y procedió con la autopsia de William Dickson, enumerando los hallazgos habituales, examinando cada órgano y cada fragmento de piel bajo la lupa hasta que estuvo segura de que no podía hacer nada más. A excepción de un hígado adiposo y un reblandecimiento del cerebro debido a la constante ingestión de drogas desde hacía mucho tiempo, no había nada destacable en el muchacho, exceptuando la manera en que había muerto.
Acabó el dictado con la misma conclusión que le había comunicado antes a Jeffrey.
– La muerte se ha debido a la oclusión de las arterias carótidas con hipoxia cerebral.
Apagó el micrófono y se quitó los guantes.
– Nada -resumió Jeffrey:
– Nada -coincidió Sara, poniéndose otro par de guantes. Estaba cosiendo el pecho con un punto normal de pelota de béisbol cuando se oyó el montacargas que había junto a las escaleras.
Carlos se marchó antes de que se abrieran las puertas.
– Hola, señora -dijo Brock, empujando una camilla de acero inoxidable hacia el interior del depósito-. Siento llegar tarde. De pronto aparecieron algunas personas de luto reciente y tuve que atenderlas. Le podría haber dicho a mamá que llamara, pero ya sabéis. -Le sonrió a Jeffrey, a continuación a Sara, incapaz de confesar que no podía confiar en su propia madre-. De todos modos, me figuré que no perderíais el tiempo.
– No pasa nada -le aseguró Sara, acercándose al congelador.
– A éste no me lo llevo -dijo Brock, señalando a Dickson-. Parker está en Madison y los recogerá.
La camilla se enganchó en una baldosa rota y Brock trastabilló.
– ¿Puedo echarte una mano? -le preguntó Jeffrey.
Brock soltó una risita, enderezándose.
– Llevo el carné de conducir y los papeles del coche, jefe -como si Jeffrey le hubiera detenido por saltarse una señal de tráfico. Sara sacó el cuerpo de Andy Rosen y comenzó a ayudar a Brock a moverlo.
– ¿Necesitas la bolsa? -preguntó Brock.
– Tráemela mañana -dijo Sara. Pero enseguida se acordó de Carlos y cambió de opinión-. De hecho, ¿te importaría usar una de las tuyas?
– Soy como los boy scouts -dijo Brock.
Metió la mano bajo la camilla y sacó una bolsa verde oscuro para cadáveres con el emblema de Brock e Hijos impreso a un lado en letras doradas.
Sara tiró de la cremallera mientras colocaba la bolsa sobre la camilla.
– Bonita incisión -observó Brock-. Puedo pegarlo y luego meterle un poco de algodón encima, no hay problema.
– Bien -le contestó Sara, sin saber qué más decir.
– Ayer, cuando estuve aquí, le eché un vistazo sólo para ver cómo le embalsamaría. -Exhaló un suspiro de resignación-. Supongo que puedo utilizar un poco de masilla para remendarle la cabeza. Pero este cabrón goteará como me llamo Brock.
Sara dejó lo que estaba haciendo.
– ¿Goteará? ¿El qué?
Brock le señaló la frente.
– El agujero. Creía que lo habías visto, Sara. Lo siento.
– No -dijo Sara, agarrando la lupa.
Apartó el pelo de Andy Rosen y encontró una pequeña perforación en el cuero cabelludo. El cuerpo llevaba ya muchas horas en decúbito, y la piel había tenido tiempo de contraerse. Ahora el agujero se veía sin lupa.
– No puedo creer que se me pasara por alto -dijo Sara.
– Le examinaste la cabeza -dijo Jeffrey-. Te vi hacerlo.
– Ayer por la noche estaba tan cansada -se disculpó Sara, aunque le pareció una excusa muy pobre-. Maldita sea.
Brock se quedó visiblemente sorprendido por la exclamación. Sara sabía que debía disculparse, pero estaba demasiado enfadada.
La perforación que había en la frente de Andy Rosen era debida, sin duda, a una aguja. Alguien le había puesto una inyección en el cuero cabelludo, con la esperanza de que la pequeña herida quedara oculta por los folículos pilosos. De no habérsela señalado Brock, nunca la hubiera visto.
– Necesito a Carlos. Vamos a volver a tomar muestras de sangre y tejido.
– ¿Le queda sangre? -preguntó Jeffrey.
– Nosotros no… -dijo Brock.
– Claro que queda sangre -le interrumpió Sara. A continuación, para sí misma, añadió-: Quiero extirpar esta zona de alrededor de la frente. ¿Alguien sabe decirme qué más se me ha pasado por alto?
Se quitó las gafas, tan furiosa que se le nubló la vista.
– Maldita sea -repitió-. ¿Cómo se me pudo pasar?
– Yo tampoco lo vi -dijo Jeffrey.
Sara se mordió el labio inferior para no explotar.
– Lo necesito durante al menos otra hora.
– Oh, vale -dijo Brock, ansioso por marcharse-. Llámame cuando acabes.
Sara estaba sentada en el mármol de la cocina, contemplando el microondas y preguntándose si podía contraer cáncer por sentarse tan cerca del aparato. Estaba tan cansada que no le importaba, y tan furiosa consigo misma por haber pasado por alto la punción de aguja del cuero cabelludo de Andy Rosen que casi daba por bueno el castigo. Tres horas del más complicado examen físico que Sara había realizado en su vida no arrojó nada nuevo en el caso de Rosen. A continuación, llevó a cabo el mismo examen detallado con William Dickson, haciendo que Carlos y Jeffrey siguieran todos sus movimientos para tener una triple comprobación de lo que hacía.
Se había pasado otra hora con los ojos pegados al microscopio, estudiando los fragmentos del cuero cabelludo de Ellen Schaffer recuperados en la escena del crimen. Al final Jeffrey logró convencer a Sara de que, aunque hubiera alguna prueba que no hubiera resultado dañada y fuera aún detectable, estaba demasiado cansada para encontrarla. Necesitaba irse a casa y descansar. Jeffrey le prometió que, después de que ella descansara, la llevaría de vuelta al depósito para que pudiera revisarlo todo otra vez. En aquel momento, la idea le había parecido bien a Sara, pero el sentimiento de culpa y la necesidad de respuestas impedían que se le pasara por la cabeza cerrar los ojos. Se le había pasado por alto algo crucial en el caso, y, de no haber sido por Brock, Andy Rosen habría sido incinerado, destruyéndose toda esperanza de que Sara encontrara algo que demostrara que lo habían asesinado.
Sonó la alarma del microondas, y Sara sacó su pollo con pasta precocinado, sabiendo, antes de quitar la envoltura transparente, que sería incapaz de comérselo. Incluso los perros arrugaron el hocico ante el olor, y Sara se planteó tirarlo al cubo de la basura que estaba fuera antes de que la dominara la pereza y acabara arrojándolo al triturador de basura del fregadero.
La nevera no tenía mucho que ofrecerle, exceptuando una mandarina reseca que se había pegado al estante de cristal, y dos tomates de aspecto fresco y origen dudoso. Sara se quedó mirando el frigorífico, sin expresión, debatiendo sus opciones, hasta que el estómago comenzó a quejarse. Por fin decidió hacerse un sándwich de tomate sentada a la mesita con ruedas de la cocina, para poder mirar el lago. Fuera se oía el rugido de los truenos. La tormenta les había seguido desde Atlanta.
Sara observó la hilera de platos y vasos colocados en el escurridor que había junto al fregadero en el que Jeffrey los había lavado, y por alguna estúpida razón se le escaparon algunas lágrimas. Ni todas las flores del mundo ni los más hermosos cumplidos podían compararse con un hombre que hacía las tareas domésticas.
– Dios mío -exclamó Sara, riéndose de sí misma.
Se secó los ojos y se dijo que la falta de sueño y el estrés la estaban dejando para el arrastre.
Estaba pensando en darse una buena ducha y quitarse la mugre del día cuando alguien llamó enérgicamente a la puerta. Sara refunfuñó al levantarse, suponiendo que algún vecino bienintencionado se dejaba caer para interesarse por Tessa. Durante una fracción de segundo se le ocurrió fingir que no estaba en casa, pero la mínima posibilidad de que algún vecino le trajera un guiso o un pastel la empujó a abrir la puerta.
– Devon -dijo, sorprendida al ver al novio de Tessa en el porche.
– Hola -le contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos. A sus pies había una bolsa de marinero-. ¿Por qué hay un poli vigilando?
Sara saludó a Brad, quien se hallaba en el interior de un vehículo estacionado al otro lado de la calle desde que ella llegara a casa.
– Es una larga historia -dijo, sin querer mencionar los temores de Jeffrey.
Devon bajó los ojos a la bolsa.
– Sara, yo…
– ¿Qué? -preguntó Sara, y el corazón le dio un vuelco al comprender que a lo mejor le había pasado algo a Tessa-. ¿Es que está…?
– No -la tranquilizó Devon, extendiendo los brazos para poder cogerla si se desmayaba-. No, lo siento. Debería habértelo dicho. Ella está bien. Acababa de volver a…
Sara se llevó la mano al corazón.
– Dios mío, me has dado un susto de muerte. -Le hizo una seña para que entrara-. ¿Quieres comer algo? Sólo tengo…
Sara se detuvo al ver que él no la seguía.
– Sara -dijo Devon y, a continuación, volvió a mirar la bolsa-. Te he traído algunas cosas de Tessa. Cosas que dijo que quería.
Sara se apoyó contra la puerta abierta, sintiendo un hormigueo en la nuca. Sabía por qué había venido, y para qué era la bolsa. Dejaba a Tessa.
– No puedes hacerle esto, Devon. Ahora no.
– Ella me dijo que me fuera.
Sara no dudaba que Tessa se lo hubiera dicho, al igual que también tenía la certeza de que si se lo había dicho era precisamente para que se quedara.
– Es lo único que me ha dicho en dos días. -Las lágrimas le resbalaron por las mejillas-. «Vete», sólo eso. «Vete.»
– Devon…
– No puedo quedarme allí, Sara. No soporto verla así.
– Al menos espera un par de semanas -dijo, consciente de que le estaba suplicando.
Tanto daba lo que Tessa le hubiera dicho, si Devon la abandonaba ahora la destrozaría.
– Debo irme -dijo Devon, levantando la bolsa y llevándola al vestíbulo.
– Espera -dijo Sara, intentando razonar con él-. Sólo te dijo que te fueras para asegurarse de que querías quedarte.
– Estoy tan cansado. -Dirigió los ojos hacia el interior de la casa, con la mirada perdida en el pasillo-. Ahora debería tener a mi bebé. Debería estar haciendo fotos y repartiendo puros.
– Todo el mundo está cansado -le dijo Sara, pensando que no le quedaban fuerzas para eso-. Deja que pase un poco de tiempo, Devon.
– Vosotros estáis muy unidos. Os juntáis y le hacéis compañía, y eso está muy bien, pero… -Se interrumpió y negó con la cabeza-. Ése no es mi sitio. Es como si todos fuerais un muro que la rodeara. Ese muro grueso e impenetrable que la protege, que la hace más fuerte. -Se interrumpió otra vez y miró a Sara-. Yo no formo parte de eso. Nunca lo haré.
– No es cierto -insistió Sara.
– ¿Eso crees?
– Claro que sí -le dijo Sara-. Devon, has venido a comer con la familia todos los domingos desde hace dos años. Tessa te adora. Mamá y papá te tratan como a un hijo.
– ¿Tessa te contó lo del aborto? -le preguntó Devon.
Sara no supo qué decir. Tessa se había planteado abortar desde que se enteró de que estaba embarazada, pero también decidió tener el niño y fundar una familia con Devon.
– Sí -adivinó Devon, leyendo su expresión-. Eso pensaba.
– Estaba confusa.
– Y tú acababas de volver de Atlanta -dijo-. Y ella ya había roto con ese tipo.
Sara no tenía ni idea de qué estaba hablando.
– Dios castiga a la gente -dijo Devon-. Castiga a la gente cuando no obran según Su voluntad.
– Devon, no digas eso -repuso Sara, pero su mente estaba rebobinando. Tessa nunca le había hablado de ningún aborto. Sara cogió la mano de Devon y le dijo-: Entra. Lo que dices no tiene sentido.
– Tessa podría haber dejado la universidad -dijo Devon, quedándose en el porche-. Diablos, Sara, no hace falta ningún título para ser fontanero. Podría haber vuelto aquí y criar a su hijo sola. Tus padres no la hubieran repudiado.
– Devon… por favor.
– No intentes excusarla. Todos hemos de vivir con las consecuencias de nuestros actos. -Le lanzó una mirada compungida-. Y a veces también los demás han de vivir con esas consecuencias.
Devon dio media vuelta justo en el momento en que Jeffrey aparcaba en el camino de la entrada. Devon había aparcado su furgoneta en la calle, como si quisiera marcharse cuanto antes.
– Ya nos veremos -dijo Devon, saludándola con la mano, como si eso no significara nada para él.
– Devon -le llamó Sara.
Lo siguió hasta el patio, pero se detuvo cuando él echó a correr. No quería perseguirlo. Sara le debía eso a Tessa.
Jeffrey se acercó a Sara y observó cómo Devon se marchaba.
– ¿Qué le pasa?
– No lo sé -dijo Sara, pero sí lo sabía.
¿Por qué Tessa nunca le había hablado del aborto? ¿Se había sentido culpable todos estos años, o es que en aquella época Sara estaba tan ocupada que no se enteró de lo que le pasaba a su hermana?
Jeffrey la acompañó hasta la casa y le preguntó:
– ¿Ya has cenado?
Sara asintió, apoyándose en él, deseando poder borrar los tres últimos días. Estaba agotada y afligida por Tessa, sabiendo que, en cuanto a lo del aborto, le había vuelto a fallar a su hermana.
– Me siento tan…
Sara buscó la palabra, pero no se le ocurrió ninguna que pudiera describir cómo se sentía. Era como si se hubiera agotado toda su fuerza vital.
Jeffrey la guió hacia la escalera de entrada y le dijo:
– Tienes que dormir.
– No. -Sara le detuvo-. Tengo que ir al depósito.
– Esta noche, no -le dijo Jeffrey, apartando de una patada la bolsa que había traído Devon.
– Tengo que…
– Tienes que dormir -le dijo Jeffrey-. Ni siquiera ves con claridad.
Sara sabía que tenía razón, y cedió.
– Primero necesito darme un baño -dijo, acordándose de todo lo que había hecho en el depósito-. Me siento tan…
– No pasa nada -le dijo él, besándole en la frente.
Jeffrey la llevó hasta el cuarto de baño, y Sara no hizo ningún movimiento mientras él la desvestía, y luego se desnudaba él mismo. Sara contempló en silencio cómo abría el grifo, comprobando la temperatura antes de meterla en la ducha. Cuando la tocó, Sara experimentó una reacción conocida, pero el sexo parecía ser lo último que Jeffrey tenía en mente cuando puso una manopla bajo el chorro de agua caliente.
Sara permaneció inmóvil en la ducha, dejando que él lo hiciera todo, regodeándose en el hecho de que otro tomara la iniciativa. Se sentía como si despertara de una horrible pesadilla, y hubo algo tan reconfortante en el tacto de Jeffrey que comenzó a llorar.
Él se dio cuenta del cambio.
– ¿Te encuentras bien?
A Sara la invadió tal urgencia que no pudo contestar a la pregunta. Se inclinó hacia atrás, apretándose contra él, deseando que Jeffrey comprendiera lo mucho que le necesitaba. Él vaciló, así que fue ella quien movió la mano de Jeffrey lentamente sobre su cuerpo, rodeándole los pechos, sintiendo cómo se flexionaban todos los músculos en su mano mientras sus dedos le provocaban esas sensaciones. Su otra mano se ahuecó bajo sus nalgas, y Sara soltó un grito ahogado ante lo agradable que era tener una parte de él en su interior. Sara se sentía ávida, lo quería todo de él, pero Jeffrey mantuvo un ritmo lento y sensual, demorándose, tocando cada parte de ella con deliberada intención. Cuando Jeffrey por fin apretó la espalda de Sara contra los frescos azulejos de la ducha, se sintió de nuevo viva, como si hubiera pasado días en un desierto y ahora acabara de encontrar su oasis.
– ¿Lo tienes? -preguntó Chuck por centésima vez.
– Lo tengo -le espetó Lena, haciendo girar la navaja en la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba la reja de ventilación.
Se vio un rayo a través de las ventanas, y los hombros de Lena se encorvaron al oír el trueno. Todo el laboratorio se iluminó como si alguien hubiese disparado un flash.
– Puedo conseguir un destornillador -dijo Chuck cuando la rejilla se soltó.
Lena sacó su linterna del bolsillo y dirigió el haz hacia el conducto de ventilación.
Algún capullo había decidido elegir ese día para dejarse abiertas las jaulas del laboratorio. Se habían escapado cuatro ratones, y cada uno de ellos valía para la universidad más de lo que Lena ganaba en un año, por lo que todo el personal disponible se había movilizado para encontrarlos. Eso había sido a mediodía, y ahora eran más de las seis, y sólo dos de esos cabrones de ojillos brillantes habían sido encontrados.
Lena se había cambiado de ropa al salir de la comisaría, pero tras todo un día de búsqueda volvía a estar sudorosa. Sentía cómo la camisa se le pegaba al cuerpo, y aún estaba cansada de la noche anterior. Tenía la cabeza a punto de estallar, y la peor resaca que había sentido en su vida. Un trago lo hubiera solucionado, o al menos lo habría aminorado, pero aquella mañana, sentada en la sala de interrogatorios, Lena se había hecho una promesa: nunca volvería a probar el alcohol.
Ahora se daba cuenta de los errores que había cometido, y casi todos estaban relacionados con el whisky. El resto tenía que ver con Ethan, y por eso se había hecho otra promesa: él quedaba fuera de su vida. Promesa que había podido mantener durante dos horas. Chuck la obligó a atender la centralita de la oficina de seguridad. Ethan había telefoneado, aterrorizado, chillando como una nena, y le había contado que acababa de encontrar a Scooter. El idiota incluso había borrado las huellas de la habitación, como si no pudiera justificar que sus huellas estuvieran allí. Como si Lena no supiera guardarse las espaldas.
A la puerta de la residencia de Scooter, Lena le había dicho a Ethan que se fuera a tomar por culo, y él seguía sin dejarla en paz. Incluso se ofreció a ayudarle a buscar el ratón desaparecido, y durante seis horas hizo todo lo que pudo para llamar su atención. Por lo que a Lena se refería, aquella mañana ya había dicho todo lo que pensaba decirle en lo que quedaba de vida a Ethan Green o White, o como fuera que se llamara. Había acabado con él. Si Jeffrey la dejaba volver a la policía alguna vez, su primera prioridad sería asegurarse de que encerraran a ese capullo en la celda más próxima. Y Lena en persona echaría la llave al mar.
– Mete la cabeza, así verás mejor -dijo Chuck, cerniéndose sobre ella como una madre dominante.
Al igual que con todos los trabajos de mierda que tenía que hacerle, a Chuck le sobraban los consejos acerca de cómo hacerlo tanto como le faltaban las intenciones de ayudarla.
Lena se guardó la navaja en el bolsillo y obedeció, metiendo la cabeza en la polvorienta caja metálica. Se dio cuenta demasiado tarde de que tenía el culo en pompa, y de que Chuck disfrutaba de la vista.
Estaba a punto de pegarle un grito cuando una voz colérica chilló:
– ¿Qué demonios están haciendo al respecto? Tengo un trabajo importante que hacer.
Lena se golpeó al sacar la cabeza. Brian Keller estaba a un palmo de Chuck, rojo de ira.
– Hacemos todo lo que podemos, doctor Keller -dijo Chuck.
Keller se quedó sorprendido al ver a Lena. Les pasaba a muchos profesores que habían trabajado con Sibyl, y ella estaba acostumbrada.
Lena le saludó con la mano, intentando ser agradable. Keller tenía la mala suerte de estar en el laboratorio adyacente. El ruido y las interrupciones constantes habían comenzado a atacarle los nervios a eso de la una, y había cancelado el resto de sus clases con unos cuantos improperios bien elegidos y dirigidos a Chuck. Era el tipo de persona a la que Lena podría llegar a apreciar. Contrariamente a Richard Carter, que eligió ese momento para asomar la cabeza en el aula.
– ¿Cómo va todo? -preguntó.
– No se permiten chicas -le soltó Chuck, y Richard le hizo ojitos en un gesto coqueto.
Chuck estaba a punto de añadir algo más, pero la atención de Richard se centró en Brian Keller.
– Hola, Brian -dijo, como un recién nacido con gases-. Puedo encargarme de tus clases si quieres irte. De verdad.
– Las clases han acabado hace dos horas, idiota -rezongó Keller.
Richard se desinfló como un globo.
– Yo sólo… -comenzó, con un asomo de irritación en su tono.
Keller dio media vuelta, dándole la espalda a Richard mientras golpeaba levemente con un dedo a Chuck.
– Tengo que hablar con usted. No puedo permitir estas interrupciones en mi trabajo.
Chuck asintió en un gesto brusco, y le pasó el muerto a Lena antes de irse con Keller.
– No se vaya hasta haber registrado todo el conducto, Adams.
– ¿Qué? -preguntó Lena.
Richard se dirigió a ella.
– Soy un colega del departamento -susurró, la mandíbula tan apretada que a Lena le sorprendió que pudiera hablar. Señaló con el dedo la entrada vacía-. No tiene derecho a hablarme así delante de los demás. Merezco… me he ganado… al menos una pizca de respeto.
– Vale -dijo Lena, preguntándose por qué estaba tan mosqueado.
Que ella supiera, Brian Keller trataba igual a todo el mundo.
– Esta noche tiene una clase -dijo Richard-. Lo que yo le proponía era dar su clase nocturna.
– Mmm -murmuró Lena-. Creo que la ha cancelado. Richard se quedó mirando la entrada como un pit bull a la espera de un intruso. Lena nunca le había visto furioso. Los ojos le salían de las órbitas y tenía la cara congestionada menos los labios, finos y blancos, apretados en una línea recta. Lena no supo si marcharse o echarse a reír.
– Escucha, que le den por culo -dijo Lena, y se preguntó si no sería ese el problema.
Aunque no decía mucho a favor de los gustos sexuales de Richard, sí explicaba bastante su comportamiento.
Richard puso los brazos en jarras.
– No tengo por qué tolerar que me traten así. Y menos él. En este departamento somos iguales y no toleraré este tipo de…
Lena volvió a intentarlo.
– Vamos, el hombre acaba de perder a su hijo.
Richard rechazó esa excusa con un brusco movimiento de mano.
– Todo lo que pido es que se me trate como un adulto. Como un ser humano.
Lena no podía perder el tiempo con Richard, pero sabía que éste no se iría nunca si no mostraba cierta comprensión hacia él.
– Tienes razón. Es un borde.
Richard la miró por fin, y cuando iba a apartar los ojos se volvió otra vez. La pregunta la sorprendió, aunque no tenía por qué.
– ¿Quién te ha pegado?
– ¿Qué? -exclamó Lena, aunque sabía que se refería al corte del ojo-. No. Me caí. Me di contra la puerta. Fue una estupidez. -Sintió la necesidad de ofrecer más explicaciones, pero se reprimió. De su época de policía sabía que a los mentirosos les cuesta mucho callar. Sin embargo, no pudo evitar añadir-: No es nada.
Richard le guiñó el ojo en un gesto travieso, dándole a entender que no se lo tragaba. Con una actitud totalmente distinta a la que había mostrado ante Keller, dijo:
– ¿Sabes?, siempre he sentido que había algo especial entre nosotros, Lena. Sibyl siempre hablaba de ti. Veía todo lo bueno que hay en ti.
Lena se aclaró la garganta, pero no dijo nada.
– Todo lo que quería era ayudarte. Hacerte feliz. Eso era lo que más le importaba en el mundo.
Lena sintió un incómodo hormigueo en las plantas de los pies.
– Sí -dijo, con la esperanza de que se largara.
– ¿Qué le ha pasado a tu ojo? -insistió, aunque en un tono amable-. Parece como si alguien te hubiera pegado.
– Nadie me ha pegado -replicó Lena.
Se dio cuenta de que hablaba demasiado fuerte: otro error habitual entre los mentirosos. Se maldijo por dentro. No solía meter la pata de ese modo.
– Si alguna vez necesitas ayuda… -Richard no acabó la frase, comprendiendo quizá lo estúpido que resultaba su ofrecimiento a alguien como Lena. Cambió de táctica-. Si alguna vez quieres hablar de algo. Lo creas o no, sé cómo te sientes.
– De acuerdo -dijo Lena, pero el Papa freiría huevos en el infierno antes de que se le ocurriera confiar en él.
Richard se sentó en una de las mesas del laboratorio, y los pies le quedaron colgando a un lado. Por el gesto de preocupación, Lena pensó que iba a renovar su oferta, pero lo que hizo fue preguntarle:
– ¿Has averiguado quién abrió las jaulas?
– No -dijo Lena-. ¿Por qué?
– He oído que un par de alumnos de segundo trabajaron hasta tarde en unos proyectos, de modo que… decidieron divertirse un poco.
Lena rió indignada.
– No me sorprendería.
– Oye, esta noche tengo que cenar con Nan -dijo-. ¿Por qué no nos acompañas? Será divertido.
– Tengo trabajo -le dijo Lena.
A continuación, para recalcarlo, abrió la navaja.
– Dios Todopoderoso -exclamó Richard, bajándose de la mesa para verla mejor-. ¿Para qué necesitas eso?
Lena estuvo a punto de decir que era una buena manera de librarse de los pesados que metían las narices en los asuntos de los demás cuando el móvil de Richard empezó a sonar. Richard buscó en los bolsillos de su bata de laboratorio. Cuando lo encontró, miró la pantallita, y su rostro dibujó una enorme sonrisa.
– Te veré luego -dijo a Lena-. Podemos seguir hablando de esto.
Le tocó la piel de debajo del ojo para que ella supiera a qué se refería.
Lena quiso decirle que no se molestara, pero se decidió por un:
– Nos vemos.
De todos modos, fue desperdiciar saliva. Antes de que pudiera decir nada más, Richard ya había salido escopeteado del aula.
Lena regresó al conducto de ventilación, y utilizó la navaja para volver a poner los tornillos. Chuck tenía razón, habría ido más deprisa con un destornillador, pero Lena no quería tener que pedir uno. Estaba sola en el laboratorio, y era el primer momento del día en que podía estar a solas. Lo más importante era pensar en cómo recuperar la confianza de Jeffrey.
Había intentado entregarle a Chuck en bandeja de plata, pero Jeffrey no la había entendido. Así que ese fin de semana Chuck había estado en un campeonato de golf. No obstante, podía estar implicado en el tráfico de drogas en la universidad. Scooter le había dejado claro que lo estaba. Chuck no era tan idiota. Ni siquiera a él se le pasaría por alto todo ese trapicheo. De todos modos, y conociendo a Chuck, Lena estaba segura de que él no estaba implicado directamente en ello. Su estilo era apoltronarse sobre su culazo y exigir una parte de los beneficios.
Se oyó otro trueno, y Lena se asustó tanto que se le resbaló el cuchillo, haciéndole un corte en el índice de la mano izquierda. Soltó una maldición entre dientes, sacándose el faldón de la camisa para envolverse el dedo. Todos los meses, Chuck le prometía encargar un uniforme de talla pequeña, pero nunca lo hacía. Que la obligara a llevar aquellas ropas que le quedaban tan grandes era otro de los ardides de Chuck para hacerla sentirse incómoda.
– Lena.
No levantó los ojos. Aunque hacía menos de una semana que le conocía, reconoció la voz de Ethan.
Se apretó la camisa alrededor del dedo, intentando detener la hemorragia. La herida era profunda, y la sangre empapó la tela rápidamente. Al menos se había cortado la misma mano que ya tenía herida. A lo mejor podía lograr un dos-por-uno si iba al hospital.
Como si ella no le hubiera oído, Ethan repitió:
– Lena.
– Te dije que no quería hablar contigo.
– Me preocupas.
– No me conoces lo suficiente como para preocuparte por mí. -Lena rechazó la mano que él le ofreció mientras se levantaba-. ¿Te acuerdas? Tampoco vamos a casarnos.
Ethan parecía arrepentido.
– No debería haberte dicho eso.
Lena dejó caer la mano a un lado, sintiendo cómo la sangre manaba por el corte.
– La verdad es que no me importa una mierda lo que dijeras.
– No tienes por qué avergonzarte de lo de ayer por la noche.
– Tú eres el que gruñe como un cerdo cuando se corre.
Ella le agarró el brazo y le subió la manga antes de que él se lo pudiera impedir.
Ethan la apartó de un manotazo, y se volvió a bajar la manga, pero Lena había visto el tatuaje de una alambrada rodeándole la muñeca, y algo que parecía un soldado con un fusil en el brazo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Lena.
– No es más que un tatuaje.
– El tatuaje de un soldado -aclaró Lena-. Lo sé todo de ti, Ethan. Sé en qué estás metido.
Ethan se quedó inmóvil, como un ciervo atrapado entre unos faros.
– Ya no soy esa persona.
– ¿Ah, no? -Lena se señaló el ojo-. ¿Qué persona me hizo esto?
– Fue una reacción, una reacción visceral -dijo-. No me gusta que me peguen.
– Vaya, ¿y a quién le gusta?
– No es eso, Lena. Intento enmendarme.
– ¿Cómo te va con la libertad condicional? Eso le desconcertó.
– ¿Hablaste con Diane?
Lena no contestó, pero una sonrisa afloró a sus labios. Conocía bien a Diane Sanders. Averiguar el resto de la historia de Ethan sería pan comido.
Lena le preguntó:
– ¿Qué hacías esta mañana en la habitación de Scooter?
– Quería ver si se encontraba bien.
– Vaya, eres tan buen colega.
– Se metía mucha meta -dijo Ethan-. No sabía cuándo parar. -No se controlaba tanto como tú.
Ethan no mordió al anzuelo.
– Tienes que creerme, Lena. No he tenido nada que ver con eso.
– Bueno, pues más te vale tener una coartada convincente, porque Andy Rosen y Ellen Schaffer eran judíos, y Tessa Linton follaba con un negro…
– No lo sabía…
– Tanto da, amiguete -le dijo-. Llevas una diana pintada en el pecho desde que le tocaste los huevos a Jeffrey. Te dije que no te metieras en líos.
– Y no me meto en líos -dijo-. Por eso vine aquí, para salir de ese mundo.
– Viniste aquí porque los amigos que enviaste a la cárcel probablemente te buscan para ajustarte las cuentas.
– Estoy en paz con ellos -dijo con amargura-. Te he dicho que salí de ese mundo, Lena. ¿Crees que eso no tiene un precio?
– ¿Tu novia fue el precio? -preguntó Lena-. Y ahora me rondas a mí, una hispana. ¿Es así como tú y tus amigos nos llaman? ¿Espaldas mojadas? -Hizo una pausa para añadirle dramatismo-. ¿O es de mi hermana tortillera de lo que quieres hablar? ¿O de su amante, la bibliotecaria bollera de la universidad? -Se rió de su reacción-. Me pregunto qué pensarían tus colegas de todo eso, Ethan White.
– Es Green -dijo Ethan-. Zeek White es mi padrastro. Mi verdadero padre nos abandonó. -Su voz era firme, insistente-. Soy Ethan Green, Lena. Ethan Green.
– Y estás en mi camino -le dijo Lena-. Apártate.
– Lena -susurró Ethan, y su voz rezumaba tal desesperación que la hizo mirarle a los ojos.
Desde la violación, Lena había adquirido el hábito de evitar a la gente. Se dio cuenta de que todavía no había mirado a los ojos a Ethan, ni siquiera mientras le tocaba, la noche anterior. Eran de un azul increíblemente claro, y se dijo que si se acercaba lo bastante, podría ver el océano en ellos.
– Ya no soy esa persona. Tienes que creerme.
Lena lo observó, deseando saber por qué le importaba tanto.
– Lena, entre nosotros ha empezado algo.
– No, no es verdad -dijo ella, pero no con la convicción que quería.
Él le puso el pelo detrás de la oreja, y a continuación le repasó el corte del ojo con el dedo, suavemente.
– No quería hacerte daño.
Lena se aclaró la garganta.
– Bueno, pues me lo hiciste.
– Te prometo… te prometo… que no volverá a ocurrir.
Lena quería decirle que no tendría oportunidad, pero era incapaz de dejar de mirarle, de romper el hechizo.
Ethan sonrió, probablemente al ver el efecto que causaban sus palabras.
– ¿Sabes?, ni siquiera te he besado -dijo, pasándole el dedo por los labios.
Hubo algo en Lena, algo que creía ya extinguido, que reaccionó ante ese roce, y sintió que le afloraban las lágrimas. Tenía que detener eso antes de que se le fuera de las manos. Debía de hacer algo para echarlo de su vida.
– Por favor -rogó él, con una sonrisa en los labios-. Empecemos de nuevo.
Ella dijo lo único que sabía que podía detenerle.
– Quiero volver a la policía.
Ethan apartó la mano bruscamente, como si Lena le hubiera escupido.
– Es lo que soy -dijo Lena.
– No es verdad -insistió él-. Sé lo que eres, Lena, y no eres un poli.
En ese momento volvió Chuck, subiéndose el cinturón y haciendo repiquetear las llaves. Lena se sintió tan aliviada al verle que sonrió.
– ¿Qué? -preguntó Chuck, suspicaz.
– Hablaremos luego -dijo Ethan a Lena.
– Muy bien -concluyó ella, echándolo.
Ethan no se movió.
– Hablaremos luego.
– De acuerdo -asintió ella. Pensó que debía ser más explícita si quería que se marchara-. Hablaremos luego. Te lo prometo. Vete.
Por fin se marchó, y Lena bajó la vista, intentando recuperar el dominio de sí misma. Al hacerlo, vio sangre en el suelo. El corte del dedo goteaba como un grifo mal cerrado.
Chuck cruzó sus rollizos brazos sobre el pecho.
– ¿Qué está pasando?
– No es asunto tuyo -contestó ella, esparciendo la sangre del suelo con el zapato.
– Estás en horario de trabajo, Adams. No me robes horas.
– ¿Ahora voy a cobrar las horas extra? -preguntó Lena, aunque sabía que ni de coña.
La universidad hacía que todo el mundo cumpliera con las horas estipuladas, pero cada vez que Lena hacía horas de más, a Chuck parecía olvidársele.
Lena le enseñó el dedo.
– Tengo que volver a la oficina y vendármelo.
– Déjame ver -dijo Chuck, como si Lena mintiera.
– Me llega prácticamente al hueso -repuso ella, quitándose la camisa. Unos pinchazos lacerantes le hacían sentir la mano fría y caliente al mismo tiempo-. Tal vez necesite puntos.
– No necesita puntos -negó Chuck, como si Lena fuera una niña grande-. Vuelve a la oficina. Llegaré dentro de un par de minutos.
Lena salió del laboratorio antes de que Chuck cambiara de opinión o se diera cuenta de que en la enorme caja blanca colgada de la pared, en la que se leía «PRIMEROS AUXILIOS», a lo mejor había tiritas.
La lluvia que había amenazado toda la semana comenzó a caer en cuanto Lena llegó al centro del patio de la universidad. El viento soplaba tan fuerte que la lluvia caía al bies, azotándole la cara como diminutas esquirlas de cristal. Tenía los ojos medio cerrados, y la mano la llevaba unos centímetros por delante, mientras intentaba encontrar el camino a la oficina de seguridad.
Tras buscar la llave durante cinco minutos y batallar con ella dentro de la cerradura, la puerta se abrió, empujada por el viento. Lena agarró el pomo y afianzó los pies mientras intentaba cerrarla.
Presionó varias veces el interruptor, pero no había electricidad.
Farfullando una maldición, Lena sacó su linterna y empezó a buscar el botiquín. Cuando lo encontró, no pudo abrirlo, y tuvo que utilizar la hoja del cuchillo que llevaba en el tobillo para abrir la tapa de plástico. Tenía la mano tan resbaladiza que la navaja se le escapó, y todo lo que había en el botiquín se desparramó por el suelo.
Se ayudó de la linterna para encontrar lo que necesitaba, y dejó el resto en el suelo. Si tanto le importaba, ya lo limpiaría Chuck. Diablos, seguramente le entraba tanto dinero en efectivo a la semana que bien podía pagar a alguien para limpiar la oficina.
Lena musitó «Mierda» entre dientes al echarse alcohol en la herida abierta. La sangre, mezclada con el alcohol, se derramó sobre el escritorio. Intentó limpiar el charco con la manga, pero lo único que consiguió fue empeorar la mancha.
– Joder -farfulló.
Tenía un poncho en su taquilla, pero Lena nunca lo había usado. El cuello sólo se cerraba por un lado, un defecto de fabricación que a Chuck no le pareció un problema cuando Lena se lo señaló. Naturalmente, el poncho de Chuck no tenía taras, y Lena decidió cogérselo prestado para volver a casa.
Abrió la taquilla de Chuck tras tirar un par de veces del pestillo. El impermeable seguía dentro de su envoltura de plástico, en el estante superior, pero Lena decidió aprovecharse de la situación y registrar la taquilla.
Además de una revista de submarinismo, en la que aparecían modelos medio desnudas exhibiendo la última novedad en trajes, y una caja sin abrir de barras energéticas, no había nada de interés. Cogió el poncho y, en el momento en que se disponía a cerrar la taquilla, alguien abrió la puerta de la oficina.
– ¿Qué coño estás haciendo? -le preguntó Chuck, cruzando el despacho a una velocidad que Lena nunca le había creído capaz de alcanzar.
Cerró la taquilla con tanta fuerza que volvió a abrirse.
– Quería cogerte el poncho.
– Ya tienes uno -dijo él, arrancándoselo de la mano y arrojándolo sobre su escritorio.
– Te dije que el mío tiene una tara.
– Tú sí que estás tarada, Adams.
Lena estaba demasiado cerca de él. Retrocedió en el momento en que volvía la luz. El fluorescente parpadeó, proyectando sobre ellos una espectral luz grisácea. Aun con tan poca luz, se dio cuenta de que Chuck tenía ganas de camorra.
Lena se dirigió a su taquilla.
– Cogeré el mío.
Chuck apoyó el culo en el escritorio.
– Fletcher ha telefoneado para decir que estaba enfermo. Necesito que hagas el turno de noche.
– Ni hablar -objetó Lena-. Ya hace dos horas que tendría que haber acabado.
– Así es la vida, Adams -dijo Chuck-. Jodida.
Lena abrió su taquilla y miró su contenido, pero no reconoció nada.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Chuck, cerrándola de un golpe.
Lena consiguió apartar la mano instantes antes de que pudiera aplastársela con la puerta. Por error había abierto la taquilla de Fletcher. En el estante superior había dos bolsitas de plástico, y Lena intuyó su contenido. Estaban tan seguros de que nadie les pillaría que dejaban la mierda en cualquier sitio.
– ¿Adams? -repitió Chuck-. Te he hecho una pregunta.
– Nada -dijo ella.
De pronto comprendió por qué Fletcher nunca consignaba ningún incidente en el registro. Estaba demasiado ocupado vendiendo droga a los estudiantes.
– Muy bien -dijo Chuck, pensando que Lena estaba conforme-. Te veré por la mañana. Llámame si me necesitas.
– No -dijo Lena, cogiendo el poncho de Chuck-. Te he dicho que no voy a hacerlo. Para variar, tendrás que trabajar tú.
– ¿Qué demonios quieres decir con eso?
Lena desplegó el poncho y se lo echó por encima. Era de talla extragrande y le quedaba enorme, pero no le importó. Fuera aún bramaba la tormenta, pero, conociendo su suerte, se dijo que remitiría en cuanto llegara a casa. Tendría que encontrar una manera segura de cerrar la puerta de su apartamento. Aquella mañana Jeffrey había roto la cerradura al entrar sin invitación. Cualquiera sabía si la ferretería seguiría abierta.
– ¿Adónde vas, Adams? -preguntó Chuck.
– Esta noche no trabajo -dijo Lena-. Necesito irme a casa.
– Te reclama la botella, ¿eh? -bromeó Chuck, con una repugnante sonrisa deformándole los labios.
Lena se dio cuenta de que le bloqueaba la puerta.
– Apártate de mi camino.
– Puedo quedarme un rato si quieres -dijo Chuck.
El destello de sus ojos puso en guardia a Lena.
– Tengo una botella en el cajón de mi escritorio -invitó Chuck-. Tal vez podríamos sentarnos y conocernos un poco mejor.
– Debes de estar bromeando.
– ¿Sabes? -comenzó Chuck-, no estarías mal si te maquillaras un poco y te hicieras algo en el pelo.
Extendió el brazo para tocarla, pero ella apartó la cara.
– Apártate de mí, joder -le ordenó.
– Supongo que no necesitas este empleo tan desesperadamente como dices -dijo Chuck con la misma repugnante expresión en la cara.
Lena se mordió el labio inferior, sintiendo el veneno de su amenaza.
– Leí en el periódico lo que te hizo ese tipo.
A Lena se le aceleró el corazón.
– Tú y todos.
– Sí, pero yo lo leí más de una vez.
– Se te debieron cansar los labios.
– Veamos si los tuyos se cansan -dijo, y antes de que Lena se diera cuenta de lo que ocurría, le puso la manaza en la nuca y la empujó hacia su entrepierna.
Lena cerró el puño lo lanzó contra los genitales de Chuck con todas sus fuerzas. Este soltó un gruñido y cayó al suelo.
La puerta del apartamento de Lena se abrió antes de que ella llegara.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó Ethan.
A Lena le castañeteaban los dientes. Estaba tan empapada que llevaba la ropa pegada al cuerpo. Le dio igual cómo Ethan había conseguido entrar en su apartamento ni qué estaba haciendo allí. Se dirigió a la cocina para servirse una copa.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ethan-. Lena, ¿qué ha pasado?
Sus manos temblaban tanto que no pudo servirse, y lo hizo él, llenando el vaso hasta el borde. Se lo acercó a los labios igual que había hecho ella la noche anterior. Lena lo apuró de un trago.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Ethan con amabilidad.
Lena negó con la cabeza, intentando servirse otra copa al tiempo que se le encogía el estómago. Chuck la había tocado. Le había puesto la mano encima.
– ¿Lena? -preguntó Ethan, quitándole el vaso.
Le sirvió otra copa, menos generosa, y se la entregó.
Lena la engulló con la garganta encogida. Se apoyó con las manos en el fregadero, intentando controlar las emociones que pugnaban por aflorar.
– Nena -dijo Ethan-. Háblame.
Ethan le apartó el pelo de la cara, y Lena sintió la misma repugnancia que le había inspirado Chuck.
– No -negó ella, dándole un manotazo.
El esfuerzo de hablar la hizo toser, las vías respiratorias agarrotadas como si la estrangularan.
– Vamos -dijo Ethan, frotándole la espalda.
– ¿Cuántas veces -comenzó Lena, la voz ahogada en el pecho- tengo que decirte que no me toques? -le preguntó, y se apartó de él antes de terminar la frase.
– ¿Qué te pasa? -quiso saber Ethan.
– ¿Por qué estás aquí? -le espetó ella, sintiéndose violada una vez más-. ¿Qué coño te hace pensar que tienes derecho a estar aquí?
– Quería hablar contigo.
– ¿De qué? ¿De la chica que mataste a palos?
Ethan se quedó inmóvil, aunque se le tensaron todos los músculos del cuerpo. Lena quería que se sintiera igual que Chuck la había hecho sentir a ella, como si estuviera atrapado. Como si no tuviera adónde ir.
– Ya te expliqué que… -empezó a decir Ethan.
– ¿Que te quedaste en el camión? -preguntó, rodeándolo. Ethan era como una estatua en medio de la habitación-. ¿Pudiste verlo bien? ¿Pudiste ver cómo se la follaban, cómo le daban de hostias?
– No lo hagas -la advirtió Ethan con una voz fría como el acero.
– ¿O qué? -le preguntó, forzando una carcajada-. ¿O me harás lo mismo?
– Yo no hice nada.
Tenía los músculos tensos, la mandíbula apretada como si necesitara de todo su autocontrol para permanecer sereno.
– ¿No violaste a la chica? -preguntó Lena-. ¿Te quedaste en el camión mientras tus amiguetes echaban un polvo?
Ella le dio un empujón, pero fue como empujar una montaña; no se movió.
– ¿Se te puso dura mirándolos? ¿Qué me dices, Ethan? ¿Te pusiste caliente viéndola sufrir, viendo cómo se daba cuenta de que lo único que podía hacer era dejar que se la follaran?
– No.
– ¿Qué sentías mientras estabas sentado allí, sabiendo que iba a morir? ¿Te gustó, Ethan? -Volvió a empujarle-. ¿Saliste del camión y te uniste a la fiesta? ¿Le sujetaste los brazos mientras se la follaban? ¿Te la follaste? ¿Fuiste tú el que la abrió en canal? ¿Te puso caliente toda esa sangre?
Ethan volvió a advertirle:
– Es mejor que no sigas, Lena.
– Vamos a ver qué tienes aquí debajo -dijo Lena, tirándole de la camiseta.
Lo hizo él mismo. Se desgarró la camiseta negra. Lena se quedó boquiabierta al ver los enormes tatuajes que le cubrían el torso.
Ethan bramó:
– ¿Esto es lo que querías? ¿Esto es lo que querías ver, zorra?
Lena le dio una bofetada, y al ver que no reaccionaba, le dio otra, y otra. Le abofeteó hasta que él la lanzó contra la pared y los dos cayeron al suelo.
Forcejearon, pero él era más fuerte, y se encaramó a ella. Le bajó los pantalones, clavándole las uñas en la barriga. Lena chilló, pero él le tapó la boca con la suya, metiéndole la lengua tan adentro que Lena sintió arcadas. Intentó darle un rodillazo en la entrepierna, pero Ethan era demasiado rápido, y le separó los muslos con las rodillas. Con una mano le inmovilizaba las manos sobre la cabeza, apretándole las muñecas contra el suelo.
– ¿Esto es lo que quieres? -chilló Ethan regándola de saliva.
Ethan se llevó la mano a la bragueta y se bajó la cremallera. Lena se sintió mareada, tenía náuseas, y todo lo que veía estaba bañado en rojo. Soltó un grito ahogado, tensándose cuando él la penetró, apretándose contra él.
Ethan se detuvo a medio camino, los labios entreabiertos por la sorpresa.
Lena sentía su aliento en la cara y le dolían las muñecas, allí donde le apretaba. Nada de eso significaba nada para ella. Lo sentía todo y no sentía nada.
Lena le miró a los ojos, en lo más profundo, y vio el océano. Movió las caderas lentamente, dejándole sentir lo húmeda que estaba, lo mucho que su cuerpo le deseaba.
Ethan tembló por el esfuerzo de permanecer inmóvil.
– Lena…
– Shhh… -le acalló.
– Lena…
A Ethan se le movió la nuez, y Lena le acercó los labios, la besó, la chupó. Luego los subió hasta la boca de Ethan y le dio un beso duro y profundo.
Él intentó soltarle las muñecas, pero ella le agarró la mano. Quería seguir inmovilizada.
Ethan le suplicó, como si eso fuera a servir de algo.
– Por favor… -dijo-. Así no…
Lena cerró los ojos y arqueó el cuerpo hasta pegarlo al de él, y entonces empujó las caderas hasta penetrarla del todo.