JUEVES

15

Ron Fletcher parecía un diácono en la iglesia. Llevaba el pelo con una perfecta raya a un lado, esculpida con lo que parecía una especie de gomina brillante. Vestía traje, como si se dirigiera a una entrevista de trabajo, aunque Jeffrey le había dicho por teléfono que sólo quería hacerle algunas preguntas acerca de Chuck Gaines. Por el olor, Jeffrey dedujo que era fumador. A partir de lo que había encontrado en la taquilla de la oficina de seguridad, dedujo que la nicotina era la menor de sus adicciones.

– Buenos días, señor Fletcher -dijo Jeffrey, sentado delante de él, al otro lado de su escritorio.

Fletcher le sonrió de forma rápida y nerviosa y, a continuación, volvió la cabeza y miró a Frank, que estaba junto a la puerta, como un soldado de guardia.

– Soy el jefe Tolliver -le dijo Jeffrey-. Éste es el detective Wallace.

Fletcher asintió, atusándose el pelo. Era el eterno fumador de porros, un hombre de cuarenta años que no había superado la adolescencia.

– Hola. ¿Cómo va todo?

– Muy bien -dijo Jeffrey-. Gracias por venir tan temprano.

– Trabajo de noche -contestó Fletcher, hablando lentamente, con esfuerzo, como consecuencia de toda una vida de canutos-. Suelo acostarme a esta hora.

– Bueno -dijo Jeffrey, y le sonrió-, le agradecemos que haya venido.

Se reclinó en la silla y dejó la mano sobre la mesa.

Fletcher se volvió y miró de nuevo a Frank, que, cuando quería, sabía intimidar, y el viejo policía irguió los hombros para que Fletcher lo supiera.

Fletcher volvió a mirar a Jeffrey, esbozando la misma sonrisa nerviosa de antes.

Jeffrey se la devolvió.

– Yo, eh… -comenzó Fletcher, inclinándose hacia delante, con el codo sobre la mesa-. Supongo que han encontrado la hierba.

– Ajá -le dijo Jeffrey.

– No es mía -se le ocurrió decir a Fletcher.

No obstante, Jeffrey se dio cuenta de que hasta él era consciente de lo mala que era esa excusa. Ron Fletcher ya había cumplido los cuarenta, y, según su ficha laboral, no había tenido un empleo estable que le durara más de dos años.

– Es suya -dijo Jeffrey-. Encontramos sus huellas.

– Maldita sea -gruñó Fletcher, dando una palmada sobre la mesa.

Jeffrey vio sonreír a Frank. Habían encontrado huellas en las bolsas, pero en comisaría no tenían las de Fletcher para poder compararlas.

– ¿Qué más vende?

Fletcher se encogió de hombros.

– Vamos a registrar tu casa, Ron.

– ¡Oh, tío! -Fletcher descansó la cabeza sobre la mesa-. Esto es una putada. -Levantó la vista, suplicante-. Nunca he tenido problemas con la ley. Tienen que creerme.

– Ya hemos visto tu ficha -dijo Jeffrey.

A Fletcher le tembló la boca. Lo único que había en su ficha era una multa de aparcamiento, pero podía haber algo más que no apareciera porque no se habían presentado cargos. Fletcher pertenecía a una generación que creía que la policía era mucho más poderosa de lo que era en realidad.

– ¿A quién la vendías? -preguntó Jeffrey.

– A algunos chavales, tío -dijo Fletcher-. Sólo un poco cada vez para ir tirando, ¿sabe? Nada importante.

– ¿Chuck lo sabía?

– ¿Chuck? No, no. Claro que no. Tampoco es que controlara mucho, ¿sabe?, pero de haberse enterado de que yo…

– ¿Sabes que está muerto?

Fletcher palideció, se le quedó la boca abierta.

Jeffrey dejó pasar el tiempo hasta que Fletcher comenzó a agitarse, nervioso.

– ¿Estabas usurpándole el terreno a alguien? -preguntó Jeffrey.

– ¿Usurpándole? -repitió Fletcher, y Jeffrey estaba a punto de explicarle lo que significaba la palabra cuando Fletcher le dijo-: No, tío. No sé quién más trapicheaba, pero nadie me dijo nunca nada. Yo vendía muy poco, no creo que le robara el mercado a nadie. De verdad.

– ¿Nunca se te acercó nadie y te dijo que no le gustaba lo que hacías?

– Nunca -insistió Fletcher-. Yo iba con cuidado. Sólo le vendía a un puñado de chavales. No pretendía ganar mucho dinero, sólo para poder fumar un poco de hierba.

– ¿Sólo hierba?

– A veces alguna otra cosa -dijo Fletcher.

El tipo no era idiota del todo; sabía que la marihuana era un delito relativamente menor comparado con otros narcóticos más fuertes.

– ¿A quiénes la vendías?

– No a muchos, sólo tres o cuatro.

– William Dickson -preguntó Jeffrey -. ¿Scooter?

– Oh, no, a Scooter no. Está muerto. Yo no le vendí esa mierda. ¿Por eso me han llamado?

Se agitó, y Jeffrey le indicó que se calmara.

– Sabemos que Scooter traficaba. No te preocupes por Scooter.

– Oh, guau. -Fletcher se llevó la mano al pecho-. Por un momento me ha asustado.

Jeffrey decidió aventurarse.

– Sabemos que le vendías a Andy Rosen.

Fletcher movió la boca, pero no dijo nada. Miró a Frank, luego a Jeffrey, y luego otra vez a Frank.

– Ni hablar -dijo por fin-. Quiero un abogado.

– Un abogado cambiará el tono de esta entrevista, Ron. Si tú traes a tu abogado, yo traeré al mío.

– Ni hablar. Ni hablar.

– Si presento cargos, estás listo. Irás a la cárcel. Sin trato. Y pasarás una buena temporada a la sombra.

– Esto es falso. Es inducción a cometer un delito.

– No es inducción a nada -le corrigió Jeffrey. Técnicamente, puesto que Fletcher había pedido un abogado, se trataba de una simple violación de la ley Miranda, pues no le había leído sus derechos-. No queremos crucificarte, Ron. Sólo queremos saber qué le vendías a Andy Rosen.

– Ni hablar, tío -le desafió Fletcher-. Sé cómo funciona esto. Si se fumó un porro antes de saltar del puente, me cargarán el muerto a mí… quiero decir, a quien le vendiera la mierda.

Jeffrey se inclinó sobre la mesa.

– Andy no saltó. Le empujaron.

– ¿Me toma el pelo? -preguntó Fletcher, mirando a Jeffrey y luego a Frank-. Tío, eso está mal. Eso está muy mal. Andy era un buen chaval. Tenía problemas, pero… mierda. Era un buen chaval.

– ¿Qué clase de problemas tenía?

– No podía desengancharse -dijo Fletcher, levantando las manos-. Hay personas que quieren y no pueden.

– ¿Quería de verdad?

– Yo creía que sí -dijo Fletcher-. Bueno, ya saben. Yo pensaba que lo había dejado.

– ¿Hasta?

Fletcher hizo una mueca.

– Oh, no lo sé.

– ¿Hasta cuándo, Ron? ¿Intentó comprarte algo?

– No tenía dinero -dijo Fletcher-. Siempre estaba -encorvó la espalda y se frotó las manos-: «Dame un poco de crack y te lo pago el martes».

– ¿Y se lo vendías?

– Diablos, no, tío. Andy ya me había estafado antes. Intentaba timar a todo el mundo.

– ¿Tenía enemigos por culpa de eso?

Fletcher negó con la cabeza.

– No tenías más que empujarle y te pagaba. El chaval me daba un poco de lástima por eso. Era un tipo duro y toda esa mierda, pero todo lo que tenías que hacer era darle un empujón y ya se ponía: «Muy bien. Aquí tienes el dinero. No me hagas daño». -Fletcher se interrumpió, comprendiendo lo que había dicho-. No es que yo le hiciera daño. Ése no es mi juego, tío. A mí me va el buen rollo, explorar la, ya sabe, la… -Fletcher buscaba la palabra-. No, no es eso. Expandir. Hay que expandir la mente. Abrirse.

– Muy bien -dijo Jeffrey, pensando que si a Fletcher se le expandía más la mente acabaría babeando.

– Me daba pena. Había recibido una buena noticia. Iba a celebrar algo.

Jeffrey miró a Frank de forma significativa.

– ¿Qué iba a celebrar?

– No lo dijo -contestó Fletcher-. No lo dijo, y yo no pregunté. Así era Andy. Le gustaba tener secretos. Incluso cuando se iba al váter a cagar, todo era un secreto, como si fuera el jodido James Bond. -Fingió una carcajada-. Y no es que James Bond estuviera jodido.

– ¿Qué me dices de Chuck? -preguntó Jeffrey-. ¿Estaba metido en esto?

Fletcher se encogió de hombros.

– No quiero hablar mal de los…

– ¿Ron?

Soltó un gruñido, frotándose el estómago.

– Puede que se quedara con algo. Ya saben, por el alquiler y todo eso.

Jeffrey se reclinó en la silla, preguntándose cómo podía estar relacionado Chuck con los recientes asesinatos. Los traficantes de drogas sólo mataban a quienes se cruzaban en su camino, y lo hacían de manera espectacular, para que sirviera de advertencia a posibles rivales. Escenificar las muertes como si fueran suicidios sería algo contrario a su negocio.

El silencio de Jeffrey había puesto nervioso a Fletcher.

– ¿Necesito un abogado? -preguntó.

– No si cooperas. Jeffrey sacó un cuaderno y un bolígrafo. Los puso delante de Fletcher y le dijo-: Sé que éste es tu primer delito, Ron. Procuraremos evitar que vayas a la cárcel, pero tienes que decirnos lo que hay en tu apartamento. Si lo registro y encuentro algo que no me hayas mencionado, le diré al juez que te aplique la pena máxima.

– De acuerdo, tío -dijo Fletcher-. Vale. Meta. Tengo un poco de meta debajo del colchón.

Jeffrey le indicó el papel y el bolígrafo.

Fletcher comenzó a anotar una descripción completa de su casa.

– Hay un poco de hierba en la nevera, donde se pone la mantequilla. ¿Cómo llamáis a esa zona?

– ¿El compartimento para la mantequilla? -dijo Jeffrey.

– Eso, eso -asintió Fletcher, apuntando en su cuaderno.

Jeffrey se puso en pie, diciéndose que tenía cosas mejores que hacer que estar ahí. Dejó la puerta abierta para poder vigilar a Fletcher desde el pasillo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Frank.

Jeffrey bajó la voz.

– Voy a ir a hablar otra vez con Jill Rosen, a ver qué sabe.

– ¿Cómo le va a Lena?

Jeffrey se entristeció al pensar en ella.

– He hablado con Nan Thomas esta mañana. No sé. A lo mejor me paso para ver si quiere presentar cargos.

– No los presentará -dijo Frank, y Jeffrey sabía que tenía razón.

– Podrías hablar con ella -le pidió Jeffrey.

Frank reaccionó como si éste acabara de sugerirle que azotara a su madre con un trapo húmedo. Desde la agresión de Lena, Frank no sabía qué actitud tomar con su ex compañera. A veces Jeffrey comprendía la reacción de Frank, pero le parecía inconcebible que un agente abandonara a un compañero. Había policías en Birmingham, a los que Jeffrey no había visto en años, y que si le llamaban, fuera cuando fuese, él cogería el coche y en cuestión de segundos pondría rumbo a Alabama.

– No voy a ordenarte que vayas a verla, pero creo que si le echaras una mano…

Frank tosió en la mano. Jeffrey lo intentó otra vez.

– Lena confía en ti, Frank. Quizá podrías llevarla por el buen camino.

– Me parece que ya ha elegido el camino que quiere tomar.

Su mirada era dura, y Jeffrey recordó lo difícil que había sido separar a Frank de Ethan White el día anterior. De habérselo dejado a Frank, probablemente Ethan White estaría muerto.

– Lena te escuchará -dijo Jeffrey-. Puede que sea tu última oportunidad de aclarar las cosas con ella.

Frank hizo caso omiso de ese comentario tan sutilmente que Jeffrey se preguntó si había llegado a decirlo.

Frank señaló a Fletcher con la mano, que ya iba por la segunda página de su confesión.

– ¿Quieres que registre su casa?

– Sí -dijo Jeffrey, consciente de la posibilidad de que Fletcher supiera mentir muy bien-. Arréstalo por la hierba que encontramos en su taquilla. Veremos si podemos acusarle de algo cuando acabe el día.

– ¿Y White? -preguntó Frank-. ¿Vas a soltarle?

Jeffrey había llamado al sheriff de Macon para que mantuviera a White encerrado, pues no se fiaba de dejarlo con sus hombres.

– Lo retendré todo lo que pueda, pero si Lena no presenta cargos, no podré hacer nada.

– ¿Y el ADN?

– Ya sabes que eso tarda al menos una semana -le recordó Jeffrey-. Y de todos modos, va a dar lo mismo si Lena mantiene que fueron relaciones consentidas.

Frank asintió.

– ¿Irás a Atlanta esta noche?

– Sí, probablemente.

Sin embargo, lo último que le había dicho Sara la noche anterior era que la dejara en paz durante unos días. Llegaría el momento en que se lo dijera en serio. Y Jeffrey deseaba con todas sus fuerzas que ese día tardara en llegar.

Jeffrey fue andando a casa de los Rosen-Keller, pues necesitaba tiempo para aclarar las ideas. Su sentimiento de culpa había ido creciendo desde el apuñalamiento de Tessa hasta la agresión de Lena. La noche anterior, en la cárcel, lo único que quería era rodearla con el brazo y hacer que se sintiera mejor. En lo más profundo de su ser sabía que eso era lo último que Lena necesitaba, y lo mejor que podía hacer Jeffrey ahora era descubrir quién había sido el causante de todo. No había pruebas que demostraran que alguien había entrado en la oficina de seguridad. Nadie tenía nada especial en contra de Chuck, aparte de la consensuada idea de que era un gilipollas, y a nadie se le ocurría ninguna razón por la que alguien quisiera matarle. Aun cuando se llevara comisión del trapicheo con drogas de Fletcher, era a éste a quien castigarían, no a Chuck.

El Mustang rojo seguía aparcado en el camino de entrada de la casa, allí donde Jeffrey lo había visto por última vez. Llegó hasta la puerta principal y llamó, metiendo las manos en los bolsillos mientras esperaba. Pasaron unos minutos y miró por la ventana, preguntándose si Jill Rosen había abandonado a su marido.

Llamó a la puerta un par de veces más antes de irse. Pero cuando estaba a medio camino cambió de opinión. Se dirigió a la parte de atrás de la casa, al apartamento de Andy. Fletcher había dicho que Andy quería celebrar algo el sábado por la noche. A lo mejor Jeffrey averiguaba por qué el chaval estaba tan contento.

Jeffrey llamó a la puerta del apartamento, pues no quería interrumpir a Jill Rosen si ésta estaba recogiendo las cosas de su hijo. Giró el pomo.

– ¿Hola? -llamó.

Entró en el apartamento. Al igual que ocurría con la casa principal, quienquiera que había decorado el interior del apartamento de Andy no había vuelto desde entonces. Una alfombra peluda de color naranja cubría el suelo, y las paredes estaban revestidas de pino color oscuro, que ya se despegaba en algunas zonas. Había un cuarto de baño al lado de la puerta, y una salita detrás. Por las paredes, pegados de cualquier manera, había carteles medio rotos de grupos de rap. Dos pirámides de latas de cerveza se elevaban a un metro de altura, flanqueando un televisor de pantalla grande.

Junto a la ventana se veía un caballete, que exhibía un tosco boceto de otro desnudo femenino, éste, por suerte, no era al óleo. Jeffrey rebuscó entre el cajón de plástico que estaba en el suelo; contenía accesorios de pintura, y encontró varias latas de disolvente y un par de pinturas en aerosol. En el fondo del cajón encontró dos tubos de pegamento para maquetas y un trapo usado. Lo olió y casi se desmaya del tufo a productos químicos.

– Cristo -dijo Jeffrey.

Bajo el fregadero encontró cuatro latas más de aerosol. En el pequeño cuarto de baño había cuatro latas de líquido para limpiar tazas de váter en aerosol. O bien Andy Rosen era un fanático de la limpieza o se ponía ciego a base de inhalar pegamento y aerosoles. Sara no podía descubrir eso en el análisis toxicológico a no ser que se lo especificara al laboratorio.

Jeffrey registró la habitación buscando más indicios de consumo de drogas. Desperdiciados sobre el suelo había accesorios de videojuegos y varios CD fuera de las fundas. Junto a la tele había un DVD, un vídeo, un reproductor de CD, un sofisticado sintonizador estéreo, y un altavoz de sonido envolvente. O bien Andy traficaba o sus padres habían pedido una segunda hipoteca para comprarle todo eso.

El dormitorio del apartamento estaba separado del resto mediante una serie de biombos de madera. Detrás estaba la cama, arrugada y sin hacer. El olor a sudor y a crema para las manos flotaba en el aire. Junto a la cama había una lamparilla cuya pantalla estaba envuelta en un pañuelo rojo, para crear ambiente. Los cajones y el armario del dormitorio ya habían sido registrados, pero Jeffrey sintió el impulso de buscar otra vez. En el armario colgaban tres o cuatro camisas, y las camisetas se desparramaban de los estantes laterales. En la balda superior había tres pares de tejanos gastados, y Jeffrey los desdobló, hurgando en los bolsillos de los tres antes de volver a arrojarlos al estante. Junto al armario se veían varias cajas de zapatos, y casi todas contenían deportivas nuevas y relucientes. Una de ellas contenía un fajo de fotografías y un montón de viejos boletines de notas de Andy. Jeffrey leyó los boletines, que delataban a un joven mucho más prometedor de lo que había resultado, y luego le echó un vistazo a las fotos. Jill Rosen y Brian Keller permanecían en la misma postura en todas las fotos, y sólo cambiaba el paisaje, montañas rusas y toboganes de agua, el Smithsonian Institute y el Gran Cañón. Andy aparecía en escasas fotografías, y Jeffrey se dijo que había decidido ser el fotógrafo de la familia.

Al fondo de la caja, aparte, había un montón de fotos en blanco y negro. Jeffrey las cogió. La goma elástica que las agrupaba era tan vieja que se le rompió en la mano. La primera mostraba a una joven sentada en una mecedora con un bebé en brazos. Llevaba el pelo cortado en forma de casco de fútbol americano, y con tanta laca que parecía faltarle poco para morir intoxicada, igual que lo llevaba la madre de Jeffrey cuando él iba al instituto.

En otras fotos la mujer jugaba con el niño, el pelo más corto a medida que el pequeño crecía. En total había diez fotos, y acababan cuando el niño tenía unos tres años. Jeffrey se quedó mirando la última fotografía, en la que se veía a la mujer en la mecedora, sola. Miraba a la cámara, y había algo que a Jeffrey le resultaba familiar en la forma de la cara y en las largas pestañas.

Jeffrey giró la foto y leyó la fecha, intentando encajar las piezas. Volvió a mirar a la mujer, preguntándose otra vez por qué le resultaba tan condenadamente familiar.

Sacó el móvil y marcó el número de la oficina de Kevin Blake. Candy contestó después de tres pitidos.

– Hola, encanto -dijo Candy, al parecer complacida de oír su voz-. Estaba a punto de llamarte.

– ¿Has localizado a Monica Patrick?

– Sí, señor -afirmó Candy, no tan contenta-. Hace tres años que murió.

Era lo que Jeffrey se temía.

– Gracias por intentarlo.

– De nada -dijo Candy-. No sé de qué habría servido. ¿Vas detrás de algún tipo de escándalo?

– Algo así -concedió Jeffrey, mirando las fotografías como si pudiera obligarlas a ofrecerle una explicación.

– Ya lo hice cuando investigué sus antecedentes -dijo Candy-. Brian no es exactamente Albert Einstein, pero trabaja como una mula. Hace lo que nadie más quiere hacer. Se queda hasta medianoche para asegurarse de que todo está al día. Ahora lo llamamos retentivo anal, pero en aquella época simplemente significaba que poseías una ética del trabajo.

Jeffrey se metió las fotos en el bolsillo y dejó la caja donde estaba.

– Por lo que me dijo su esposa, me pareció que aún es así.

– Bueno, ella debería saberlo -dijo Candy-. Aunque ya es un poco tarde para empezar a quejarse.

Jeffrey cerró la puerta del armario y miró a su alrededor.

– ¿A qué te refieres?

– Así fue como se conocieron -dijo Candy-. Jill era su secretaria en Jericho.

– ¿Bromeas?

– ¿Por qué iba a bromear sobre una cosa así? Ser secretaria no tiene nada de malo.

– No, no es eso -dijo Jeffrey-. Es que ninguno de los dos lo mencionó.

– ¿Y por qué iban a mencionarlo? -preguntó Candy, y tenía razón-. ¿Alguna vez te has preguntado por qué ella no adoptó su apellido?

– La verdad es que no -dijo Jeffrey, y oyó cerrarse la portezuela de un coche delante de la casa.

Se dirigió a la salita para mirar por la ventana. Brian Keller estaba inclinado sobre el asiento trasero de un Impala color tostado. Sacó un par de cajas blancas y grandes, apoyándoselas en el muslo mientras cerraba la portezuela del coche.

– ¿Jefe? -preguntó Candy.

– Estoy aquí -le dijo Jeffrey, intentando retomar la conversación-. ¿Qué estabas diciendo?

– Digo que probablemente Brian debe de estar tramitando el divorcio.

– ¿El divorcio de quién? -preguntó Jeffrey, observando cómo Keller trajinaba las cajas hacia el garaje.

– De la chica con la que estaba casado cuando comenzó a salir con Jill Rosen -le dijo y, a continuación, añadió-. Bueno, ahora ya no debe ser ninguna chica. Probablemente rondará la cincuentena. Me pregunto qué fue del hijo.

– ¿Su hijo? -repitió Jeffrey mientras oía los pasos de Keller en las escaleras-. ¿Qué hijo?

– El que tuvo de su primer matrimonio. ¿Me estás prestando atención?

– ¿Tiene un hijo de su primer matrimonio? -preguntó Jeffrey, sacando la foto.

– Eso es lo que te estaba diciendo. Un buen día fue y los abandonó. Ni siquiera se lo mencionó nunca a Bert. Te acordarás de Bert Winger: fue decano antes de Kevin. No es que a Bert le importara un pimiento la situación familiar de Brian. Tenía dos hijos de su anterior matrimonio, y deja que te lo diga, esos críos eran la cosa más encantadora que he…

– Debo irme -dijo Jeffrey, colgando el teléfono.

Por fin sabía la causa de que el chaval de la foto le resultara tan familiar.

El viejo dicho era cierto. Una imagen vale más que mil palabras, o, en este caso, un viaje gratis a comisaría en la parte de atrás de un coche patrulla.

Keller entró por la puerta y se sobresaltó al ver a Jeffrey. Casi dejó caer las cajas.

– ¿Qué hace aquí?

– Echar un vistazo.

– Ya veo.

– ¿Dónde está su esposa? -preguntó Jeffrey.

Keller palideció. Se inclinó y dejó caer las cajas con un golpe sordo.

– Está en casa de su madre.

– Ésa no -dijo Jeffrey, mostrándole la fotografía-. La otra.

– Mi otra…

– Su primera esposa -le aclaró Jeffrey, enseñándole otra foto-. La madre de su hijo mayor.

16

Lena entró en la cocina arrastrando los pies; las articulaciones le chirriaban como metal oxidado. Nan estaba sentada a la mesa leyendo el periódico mientras comía cereales de un cuenco.

– ¿Has dormido bien? -preguntó Nan.

Lena asintió, buscando la cafetera con la mirada. El hervidor estaba sobre los fogones, humeante. Sobre el mármol había una taza con una bolsa de té al lado.

– ¿Tienes café? -preguntó Lena, con una voz que apenas fue un susurro.

– Instantáneo -dijo Nan-, pero es descafeinado. Puedo ir a comprar antes de marcharme al trabajo.

– No pasa nada -contestó Lena, preguntándose cuánto tardaría en volverle a doler la cabeza por la falta de cafeína.

– Tienes mejor aspecto -dijo Nan, intentando sonreír-. Tu voz se parece más a un susurro que a un graznido.

Lena se desplomó sobre la silla, todos sus huesos presa del agotamiento. Nan había dormido en el sofá, dejándole la cama a Lena, pero ésta no había llegado a sentirse cómoda. La cama de Nan estaba bajo una hilera de ventanas que daban al patio de atrás. Todas estaban al nivel del suelo, y ninguna tenía ni persianas ni cortinas. Lena no había podido pegar ojo, temerosa de que alguien entrara por la ventana y la cogiera. Se levantó varias veces, comprobó las cerraduras y miró por la ventana por si había alguien fuera. El patio trasero estaba tan oscuro que no se veía a más de un metro, y Lena acabó con la espalda apoyada en la puerta y la pistola en el regazo.

Lena se aclaró la garganta.

– Tengo que pedirte dinero prestado.

– Claro -dijo Nan-. Siempre he querido darte…

– Prestado -insistió Lena-. Te lo devolveré.

– Muy bien -asintió Nan, levantándose para limpiar el cuenco en el fregadero-. ¿Vas a tomarte unos días libres? Puedes quedarte aquí.

– Necesito contratar a un abogado para Ethan.

Nan dejó caer el cuenco en el fregadero.

– ¿Te parece prudente?

– No puedo dejarle en la cárcel -dijo Lena, sabiendo que las pandillas de negros matarían a Ethan en cuanto vieran sus tatuajes.

Nan volvió a sentarse a la mesa.

– No sé si voy a darte dinero para eso.

– Lo sacaré de donde sea -dijo Lena, aunque no sabía de dónde.

Nan se la quedó mirando, boquiabierta. Por fin asintió.

– Muy bien. Iremos al banco cuando vuelva de trabajar.

– Gracias.

Nan tenía algo más que decir.

– No he llamado a Hank.

– No quiero que lo hagas -insistió Lena-. No quiero que me vea así.

– Ya te ha visto así antes.

Lena le lanzó una mirada de advertencia, para que Nan comprendiera que ese asunto no admitía discusión.

– Muy bien -repitió Nan, y Lena se preguntó si lo decía para sí-. Ahora tengo que irme a trabajar. Si tienes que salir hay otra llave junto a la puerta principal.

– No voy a ir a ninguna parte.

– Probablemente sea lo mejor -dijo Nan.

Miró el cuello de Lena, que esa mañana no se había mirado al espejo, pero que ya se imaginaba que debía de tener un aspecto lamentable. El corte de la mejilla estaba caliente, quizás infectado.

– Volveré a la hora de comer, a eso de la una -dijo Nan-. La semana que viene empezamos a hacer inventario, y tengo que hacer algunas cosas.

– Muy bien.

– ¿Estás segura de que no quieres venir a la universidad conmigo? Podrías quedarte en la oficina. Nadie te vería.

Lena negó con la cabeza. No quería volver al campus nunca más.

Nan rebuscó en su bolsa de libros y sacó un juego de llaves.

– Oh, casi se me olvida.

Lena no dijo nada.

– A lo mejor se pasa Richard Carter.

Lena farfulló una maldición que, evidentemente, Nan nunca le había oído a una mujer.

– Dios mío -dijo Nan.

– ¿Sabe que estoy aquí?

– No, yo tampoco sabía que ibas a quedarte aquí. Le di la llave ayer por la noche, en la cena.

– ¿Le diste la llave de tu casa? -preguntó Lena, incrédula.

– Trabajó con Sibyl durante años -le defendió Nan-. Ella confiaba en él.

– ¿Para qué viene?

– Para repasar algunas de sus notas.

– ¿Sabe leer Braille?

Nan jugueteó con sus llaves.

– En la facultad hay un traductor. Aunque le llevará una eternidad.

– ¿Qué busca?

– Cualquiera sabe. -Nan puso los ojos en blanco-. Ya sabes lo reservado que puede ser.

Lena asintió, pero se dijo que era un comportamiento extraño incluso para Richard. Decidió averiguar qué demonios quería antes de que se acercara a las notas de Sibyl.

– Es mejor que salga pitando -dijo Nan. Señaló la fibra de vidrio del brazo de Lena-. Deberías tener la muñeca elevada.

Lena levantó el brazo.

– Tienes mi número de la facultad. -Nan indicó el teclado de la alarma-. Si quieres, aprieta el botón de stay.

– Muy bien -dijo Lena, aunque no tenía intención de conectar la alarma.

Darle a una sartén con una cuchara sería más eficaz.

– Te da veinte segundos para cerrar la puerta -dijo Nan. Como Lena no respondiera, ella misma apretó la tecla de stay-. El código es tu cumpleaños.

El teclado comenzó a hacer bip, contando los segundos que Nan tenía antes de salir por la puerta.

– Estupendo -repuso Lena.

– Llámame si me necesitas -dijo Nan-. Adiós.

Lena cerró la puerta delantera y echó el cerrojo. Con una mano arrastró una silla y la empotró debajo del pomo para que Richard no la sorprendiera. Apartó la cortina y miró por la ventanita redonda de la puerta, viendo cómo Nan salía del aparcamiento marcha atrás. Lena se sintió estúpida por haber llorado delante de Nan la noche anterior, aunque se alegraba de haberla tenido cerca. Después de todos esos años, por fin comprendía lo que Sibyl había visto en esa bibliotecaria que parecía tan poquita cosa. Al fin y al cabo, Nan Thomas no era tan mala.

Lena cogió el teléfono inalámbrico al pasar por la mesita de centro, de camino a la cocina. Encontró las Páginas Amarillas en el cajón que había junto al fregadero y se sentó a la mesa. Había cinco páginas de abogados, y todos los anuncios eran horteras y con mucho color. Los titulares suplicaban a todos aquellos que habían sufrido un accidente de coche o deseaban obtener una pensión de invalidez «POR FAVOR, LLAME AHORA».

El anuncio de Buddy Conford era el más grande. Había una foto del astuto cabrón con un bocadillo de tebeo que le salía de la boca con las palabras «¡Llámeme antes de hablar con la policía!» escrito con gruesas letras rojas.

El susodicho respondió tras él primer pitido.

– Buddy Conford.

Lena se mordió el labio, abriéndose otra vez el corte. Buddy era un tendencioso cabrón que consideraba que todos los policías eran unos corruptos, y en más de una ocasión había acusado a Lena de utilizar métodos ilegales. Le había frustrado varios casos basándose en estúpidos tecnicismos.

– ¿Hola? -dijo Buddy-. Bien, cuento hasta tres. Uno… dos…

Lena se obligó a decir:

– Buddy.

– Sí, al habla. -Como ella no dijera nada, le instó-: Hable.

– Soy Lena.

– ¿Puede repetirlo? -dijo-. Querida, casi no la oigo.

Lena se aclaró la garganta, intentando alzar la voz.

– Soy Lena Adams.

El abogado emitió un leve silbido.

– Vaya, que me aspen -dijo-. Oí que estabas en la trena. Pensé que era un rumor.

Lena se presionó tanto el labio que se hizo daño.

– ¿Qué se siente al estar en el otro lado de la ley, socia?

– Que te jodan.

– Ya discutiremos luego mi tarifa -dijo Buddy, con una risita. Disfrutaba de la situación más de lo que Lena había pensado-. ¿Cuáles son los cargos?

– Ninguno -le dijo Lena, diciéndose que eso podía cambiar en cualquier momento, dependiendo de qué día tuviera Jeffrey-. Es para otra persona.

– ¿Para quién?

– Ethan Green. -Enseguida se corrigió-. Quiero decir, White. Ethan White.

– ¿Dónde está?

– No estoy segura. -Lena cerró la guía, harta de mirar aquellos anuncios vulgares-. Le acusan de violación de la libertad condicional. Estuvo en la cárcel por pasar cheques falsos. -¿Cuánto tiempo estuvo encerrado?

– No estoy segura.

– A no ser que tengan algo sólido de qué acusarle, tendrán que ponerlo en libertad.

– Jeffrey no le pondrá en libertad -dijo Lena, pues de eso estaba segura.

Sólo conocía a Ethan White por sus antecedentes penales. Nunca había visto su lado bueno, al hombre que quería cambiar.

– Me estás ocultando algo -dijo Buddy-. ¿Cómo es que ese tipo acabó llamando la atención del jefe?

Lena pasó los dedos por las páginas de la guía. Se preguntó hasta qué punto podía confiar en Buddy Conford. Dudó de si debía contarle algo.

Buddy era demasiado buen abogado como para no saber que algo pasaba.

– Si me mientes, lo único que conseguirás es dificultar mi trabajo.

– Ethan White no mató a Chuck Gaines -dijo-. No estuvo implicado en eso. Es inocente.

Buddy soltó un fuerte suspiro.

– Cariño, deja que te diga algo. Todos mis clientes son inocentes. Incluso los que han acabado en el corredor de la muerte.-Emitió un sonido de disgusto-. Sobre todo los que acabaron en el corredor de la muerte.

– Éste es inocente de verdad, Buddy.

– Sí, bueno. Quizá deberíamos hablar de esto personalmente. ¿Quieres pasarte por mi oficina?

Lena cerró los ojos, intentando imaginarse fuera de la casa. No podía hacerlo.

– ¿He dicho algo malo? -preguntó Buddy.

– No. ¿Podrías venir aquí?

– ¿Dónde es aquí?

– Estoy en casa de Nan Thomas.

Le dio la dirección, y él le repitió los números para verificarlos.

– Llegaré dentro de un par de horas -dijo-. ¿Estarás ahí?

– Sí.

– Pues te veo dentro de un par de horas -dijo Buddy.

Lena colgó, y a continuación marcó el número de la comisaría. Sabía que Jeffrey haría cuanto estuviera en su mano para mantener encerrado a Ethan, pero también que Ethan conocía al dedillo cómo funcionaba la ley.

– Policía de Grant -dijo Frank.

Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Se aclaró la garganta, procurando que su voz sonara normal.

– Frank, soy Lena.

Él no dijo nada.

– Busco a Ethan.

– ¿Ah, sí? -gruñó Frank-. Pues no está aquí.

– ¿Sabes dónde…?

Frank colgó con un golpe tan fuerte que resonó en el oído de Lena.

– Mierda -dijo, y empezó a toser con tanta violencia que pensó que iba a sacar los pulmones por la boca.

Lena se dirigió al fregadero y bebió un vaso de agua. Pasaron varios minutos antes de que se le pasara el ataque de tos. Comenzó a abrir cajones, buscando pastillas para la tos que le aliviaran la garganta, pero no encontró nada. En el armarito que había sobre la cocina encontró un frasco de Advil y se metió tres cápsulas en la boca. Salieron varias más, e intentó cogerlas antes de que cayeran al suelo, golpeándose la muñeca lesionada contra la nevera. El dolor le hizo ver las estrellas, pero lo superó respirando profundamente.

De nuevo en la mesa, Lena intentó pensar adónde iría Ethan si lo soltaban. No conocía su número del colegio mayor, y sabía que no debía llamar a la oficina del campus para averiguarlo. Considerando que había pasado la noche anterior en la cárcel, dudaba que nadie quisiera ayudarla.

Dos noches antes había conectado su contestador por si Jill Rosen la llamaba. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa con la esperanza de haber conectado bien el contestador. El teléfono sonó tres veces antes de que su propia voz la saludara, una voz que le sonó estridente y ajena. Tecleó el código para oír sus mensajes. El primero era de su tío Hank, y le decía que sólo llamaba para saber cómo estaba y que le alegraba que por fin se hubiera decidido a poner un contestador. El siguiente era de Nan, que parecía muy preocupada y le decía que la llamara en cuanto pudiera. El último era de Ethan.

– Lena -decía-. No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.

Apretó el botón del tres, que rebobinó el mensaje para volver a oírlo. Su contestador no tenía dispositivo para introducir el día y la hora, porque Lena había sido demasiado tacaña para gastarse diez dólares extras, y se rebobinaron los tres mensajes, y no sólo el último, por lo que tuvo que escuchar otra vez a Hank y a Nan.

– No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.

Lena volvió a apretar el tres, y tuvo que tragarse los primeros dos mensajes antes de volver a oír la voz de Ethan. Se acercó el teléfono al oído, intentando descifrar su tono. Parecía furioso, pero eso no era ninguna novedad.

Estaba escuchando el mensaje por cuarta vez cuando alguien llamó a la puerta.

– Richard -murmuró entre dientes. Bajó la mirada hacia sus ropas, y se dio cuenta de que aún iba en pijama-. Joder.

El inalámbrico emitió dos bips en rápida sucesión, y la pantalla emitió una parpadeante señal de que había poca batería. Lena apretó el cinco, esperando que eso conservara el mensaje de Ethan.

Entró en la sala de estar y puso el teléfono en el cargador de batería. En la puerta principal se veía una figura borrosa, cuyo perfil se recortaba tras las cortinas.

– Un momento -gritó Lena, y la garganta le dolió por el esfuerzo.

Buscó algo con qué cubrirse en el dormitorio de Nan. Lo único que encontró fue un albornoz color rosa, que era tan ridículo como el pijama azul. Se dirigió al armario del pasillo y sacó una chaqueta. Se la puso mientras se dirigía a la puerta.

– Un momento -dijo, apartando la silla.

Descorrió los cerrojos y abrió la puerta, pero no había nadie.

– ¿Hola? -preguntó Lena, saliendo al porche.

Tampoco había nadie. El camino de entrada estaba vacío. Oyó los bips de la alarma en el interior y se acordó de que Nan la había conectado antes de irse. La alarma tenía una demora de veinte segundos, y Lena entró corriendo en la casa y tecleó el código justo a tiempo.

Se dirigía a la cocina cuando la detuvo un ruido de cristales rotos. La cortina de la puerta de la cocina se movió, pero no por la brisa. Una mano apareció, buscando a tientas el pestillo. Lena se quedó paralizada unos segundos, hasta que el pánico se apoderó de ella y echó a correr por el pasillo.

En el suelo de la cocina se oyeron pasos pisando cristales. Lena entró en el cuarto de invitados y se ocultó entre la puerta abierta y la pared, vigilando el pasillo por la grieta. El intruso recorría la casa con pasos decididos, y sus pesados zapatos sonaban sordos contra el suelo de madera. Se detuvo en el pasillo, miró a la izquierda y a la derecha. Lena no le veía el rostro, pero sí que vestía camisa negra y tejanos.

Cerró los ojos con fuerza y contuvo el aliento mientras el intruso se aproximaba a la habitación de invitados. Apretó la espalda contra la pared cuanto pudo, procurando hacerse invisible detrás de la puerta.

Cuando se atrevió a abrir los ojos, el hombre le daba la espalda. Lo único que pudo hacer fue mirar. Antes estaba segura de que se trataba de Ethan, pero ahora le veía los hombros demasiado anchos, el pelo demasiado largo.

El armario estaba lleno de cajas que se apilaban del suelo al techo. El intruso comenzó a sacarlas una a una, leyendo las etiquetas antes de apilarlas ordenadamente en el suelo. Al cabo de lo que a Lena le parecieron horas, encontró lo que buscaba. Se puso de rodillas delante de la caja, y Lena le vio el perfil. Reconoció al instante a Richard Carter.

Lena se acordó de la pistola que había en la habitación de Nan. Ahora Richard le daba la espalda, y si caminaba sin hacer ruido podría sortear la puerta y encerrarse en el cuarto de Nan.

Contuvo el aliento y salió de detrás de la puerta. Retrocedía lentamente desde el cuarto de invitados cuando Richard percibió su presencia. Giró la cabeza bruscamente y se puso en pie de un salto. En sus ojos aparecieron chispas de cólera, rápidamente sustituidas por una expresión de alivio.

– Lena -dijo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Lena, intentando parecer enérgica.

La garganta le raspaba con cada palabra pronunciada, y estaba segura de que Richard percibía el miedo de su voz. Richard frunció el ceño, claramente perplejo por la cólera de Lena.

– ¿Qué te ha pasado?

Lena se llevó la mano a la cara y recordó.

– Me caí.

– ¿Otra vez? -Richard sonrió con tristeza-. También antes me caía así. Te dije que sabía lo que era. Yo pasé por lo mismo.

– No sé de qué me hablas.

– ¿Sibyl nunca te lo contó? -preguntó Richard, y sonrió-. No, claro, ella nunca revelaba secretos de los demás. No era de ésas.

– ¿Qué secretos? -quiso saber Lena, palpando a su espalda, intentando encontrar el vano de la puerta.

– Secretos de familia.

Dio un paso hacia Lena y ésta retrocedió.

– Es curioso lo que les pasa a algunas mujeres -dijo Richard-. Se libran de un maltratador y reciben a otro con los brazos abiertos. Es como si no quisieran otra cosa. No hay amor hasta que no las apalean.

– ¿De qué estás hablando?

– No de ti, por supuesto. -Calló unos momentos para que Lena se diera cuenta de que sí se refería a ella-. De mi madre -añadió-. O, más concretamente, de mis padrastros. He tenido varios.

Lena se alejó de él un poco más, y su hombro rozó la jamba de la puerta. Dobló el brazo izquierdo, manteniendo la fibra de vidrio lejos del pomo de cristal emplomado.

– ¿Te pegaban?

– Todos ellos -dijo Richard-. Empezaban con ella, pero siempre acababan conmigo. Sabían que había algo malo en mí.

– No hay nada malo en ti.

– Sí que lo hay -le dijo Richard-. La gente lo intuye. Se dan cuenta de cuándo los necesitas, y lo que hacen es castigarte por ello.

– Richard…

– ¿Sabes lo más gracioso? Mi madre siempre los defendía. Siempre les dejaba bien claro que eran más importantes para ella que yo. -Soltó una carcajada sin alegría-. Y luego me decía a mí lo contrario. Ninguno de ellos fue tan bueno como el que nos abandonó.

– ¿Quién? -preguntó Lena-. ¿Quién os abandonó?

Richard se le acercó un poco más.

– Brian Keller. -Se echó a reír al ver la cara de sorpresa de Lena-. Se supone que no hemos de contárselo a nadie.

– ¿Por qué?

– ¿Que tiene un hijo maricón de su primer matrimonio? -dijo Richard-. Me dijo que si se lo contaba a alguien, no me hablaría nunca más. Que me apartaría de su vida.

– Lo siento -se lamentó Lena, dando otro paso hacia atrás.

Estaba en el pasillo, y tuvo que reprimir el instinto de echar a correr. La mirada de Richard dejaba bien claro que la perseguiría.

– Estoy esperando a un abogado. He de vestirme.

– No te muevas, Lena.

– Richard…

– Hablo en serio -dijo Richard.

Estaba a menos de un paso de ella. Tenía los hombros erguidos, y Lena intuyó que podía hacerle daño si se lo proponía.

– No te muevas un milímetro.

Lena se quedó quieta, apretando el brazo izquierdo contra el pecho, pensando qué podía hacer. Él la doblaba en tamaño. Nunca se había fijado en que fuera tan grande, quizá porque nunca le había visto como una amenaza.

– El abogado llegará de un momento a otro -repitió Lena.

Richard levantó un brazo por encima del hombro de ella y encendió la luz del pasillo. La miró de arriba abajo, fijándose en sus cortes y contusiones.

– Mírate -dijo-. Ya sabes lo que es tener a alguien que se aprovecha de ti. -Le sonrió con malicia-. Como Chuck.

– ¿Qué sabes de Chuck?

– Sólo que está muerto -dijo Richard-. Y que el mundo está mucho mejor sin él.

Lena intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca.

– No sé qué quieres de mí.

– Cooperación -contestó él-. Podemos ayudarnos mutuamente. Podemos ayudarnos mucho.

– No veo cómo.

– Ya sabes lo que es ser un segundón -le dijo-. Sibyl nunca hablaba de ello, pero sé que era la favorita de vuestro tío.

Lena no respondió, pero en su corazón supo que decía la verdad.

– Andy fue siempre el favorito de Brian. Él fue la razón por la que se fueron de la ciudad donde vivían. Él fue la razón de que me abandonara, me dejara con mi madre y con Kyle, Buddy, Jack, Troy y cualquier otro capullo al que le parecía divertido emborracharse y darle de hostias al hijo maricón de Esther Carter.

– ¿Le mataste? -preguntó Lena-. ¿Mataste a Andy?

– Andy le estaba chantajeando. Sabia que era imposible que a Brian se le hubiera ocurrido esa idea, por no hablar de llevar a cabo la investigación.

– ¿Qué idea?

– La idea de Sibyl. Estaba a punto de someterla al comité cuando la mataron.

Lena miró las cajas.

– ¿Ésas son sus notas?

– Su investigación -le aclaró-. La única prueba que queda de que fue suya.

– Una expresión de tristeza pasó por su rostro-. Era tan inteligente, Lena. Ojalá te pudieras hacer una idea del talento que tenía.

Lena no podía ocultar su cólera.

– Tú le robaste la idea.

– Trabajé con ella en cada fase del proyecto -se defendió-.Y cuando desapareció, yo era el único que estaba al corriente. Era el único que podía asegurarse de que alguien continuaba su trabajo.

– ¿Cómo pudiste hacerle eso? -preguntó Lena, porque sabía que Richard apreciaba a Sibyl-. ¿Cómo pudiste adueñarte del mérito de su trabajo?

– Estaba harto, Lena. Tú, sobre todo tú, deberías comprender qué estaba harto de ser un segundón. Estaba harto de ver cómo Brian lo derrochaba todo con Andy mientras yo estaba a su lado, dispuesto a hacer lo que fuera por él. -Se dio un golpe en la palma con el puño-. Yo era el hijo bueno. Yo fui el que le tradujo las notas de Sibyl. Yo fui el que le proporcionó la idea para que pudiéramos trabajar juntos y crear algo que… -Calló, y sus labios formaron una línea fina mientras intentaba reprimir sus emociones-. A Andy Rosen no le importaba una mierda. Todo lo que le interesaba era el coche que le iban a comprar, qué reproductor de CD o qué videojuego. Eso es todo lo que Brian era para él, un cajero automático. -Intentó razonar con ella-. Nos estaba chantajeando. A los dos. Sí, le maté. Le maté por mi padre.

Lena sólo pudo preguntar:

– ¿Cómo?

– Andy sabía que Brian era incapaz de hacer eso -dijo Richard, y señaló las cajas-. Brian no era exactamente un visionario.

– Cualquiera se daría cuenta de eso -dijo Lena, llegando al meollo del asunto-. ¿Qué prueba tenía?

Richard pareció impresionado de que ella lo hubiera entendido.

– La primera regla de la investigación científica -dijo-. Anotarlo todo.

– ¿Guardaba notas?

– Llevaba un diario -dijo Richard-. Anotaba cada reunión, cada llamada telefónica, cada estúpida idea que nunca resultaba.

– ¿Andy encontró los diarios?

– No sólo los diarios: todas las notas, todos los datos preliminares. Transcripciones de la investigación previa de Sibyl. -Richard hizo una pausa, visiblemente enfadado-. Brian anotaba todas las chorradas en esos diarios, y va y los deja por ahí para que Andy los encuentre y, naturalmente, la primera reacción de Andy no es: «Oh, papá, deja que te devuelva esto», sino: «Mmm, ¿cómo puedo sacar dinero de esto?».

– ¿Así es como le convenciste de que se reuniera contigo en el puente?

– Muy lista -dijo Richard-. Sí. Le dije que iba a darle el dinero. Sabía que eso no le bastaría. Seguiría pidiendo más y más, ¿y quién sabía si se lo contaría a alguien? -Richard soltó un bufido de exasperación-. A Andy lo único que le importaba era él mismo y cómo conseguir dinero para colocarse. No era de fiar. A él siempre le darían, le darían y le darían, y todo por lo que yo había trabajado, todos los sacrificios que había hecho para ayudar a mi padre, para darle algo en lo que trabajar de lo que pudiera estar orgulloso, de lo que pudiéramos estar orgullosos, se lo fundiría ese mierda desagradecido.

El odio que había en su voz dejó a Lena sin aliento. Se imaginó lo que debió de ser para Andy verse atrapado en el puente con Richard.

– Podría haberle hecho sufrir. -Richard moderó el tono, evidentemente con la intención de parecer razonable-. Podría haberle castigado por lo que me estaba haciendo, a la relación que tanto me había costado construir con mi padre, pero decidí ser humano.

– Debía de estar aterrado.

– Había esnifado tanto limpiainodoros que casi no veía -dijo Richard, asqueado-. Lo único que tuve que hacer fue sujetarle con la mano aquí -colocó la mano a pocos centímetros del pecho de Lena-, apoyarle suavemente contra la barandilla, e inyectarle succinilcolina. ¿Sabes lo que es?

Lena negó con la cabeza, rezando para que apartara la mano de ella.

– Lo utilizamos en el laboratorio para sacrificar animales. Te paraliza… lo paraliza todo. Se derrumbó en mis brazos como una muñeca de trapo y dejó de respirar. -Richard inhaló bruscamente, los ojos muy abiertos por la sorpresa, ilustrando la reacción de Andy-. Podría haberle hecho sufrir. Podría haber hecho que resultara horrible, pero no quise.

– Lo descubrirán, Richard.

Por fin, dejó caer la mano.

– No deja rastro.

– De todos modos lo descubrirán.

– ¿Quién?

– La policía -dijo Lena-. Saben que fue asesinato.

– Eso he oído -dijo, pero no pareció afectado por la información.

– Sabrán que fuiste tú.

– ¿Cómo? -preguntó-. No tienen ningún motivo para sospechar de mí. Brian no admitirá que soy su hijo, y aun cuando Jill no escondiera la cabeza como las avestruces, está demasiado asustada para decir nada.

– ¿Asustada de qué?

– Asustada de Brian -dijo Richard, como si fuera algo obvio-. Asustada de sus puños.

– ¿Le pega a su mujer? -preguntó Lena.

No podía aceptar que Richard dijera la verdad. Jill Rosen era fuerte. No era de las que tienen que tragar mierda de nadie.

– Pues claro que le pega.

– ¿A Jill Rosen? -preguntó Lena, incrédula-. ¿Le pega a Jill?

– Lleva años maltratándola. Y si sigue con él es porque nadie la ha ayudado como yo puedo ayudarte a ti.

– Yo no necesito ayuda.

– Sí la necesitas -dijo Richard-. ¿Crees que va a soltarte así como así?

– ¿Quién?

– Ya sabes quién.

Lena le cortó.

– No sé de qué me hablas.

– Sé que es muy difícil huir de eso -le dijo, poniéndose la mano en el pecho-. Sé que no puedes hacer sola algo así.

Lena negó con la cabeza.

– Deja que yo me encargue de él.

– No -dijo Lena dando un paso atrás.

– Puedo hacer que parezca un accidente -le dijo, acercándose aún más.

– Sí, hasta ahora lo has hecho muy bien.

– Podrías darme algún consejo -dijo Richard, levantando la mano para que no le interrumpiera-. Un pequeño consejo puede ser muy importante. Podemos ayudarnos a salir de ésta.

– ¿Cómo puedes ayudarme?

– Librándote de él -dijo Richard, quien algo debió de ver en los ojos de Lena, pues sonrió con tristeza-. Lo sabes, ¿verdad? Sabes que es la única manera de que desaparezca de tu vida.

Lena se lo quedó mirando.

– ¿Por qué mataste a Ellen Schaffer?

– Lena.

– Dime por qué -insistió ella-. Necesito saberlo.

Richard esperó un instante antes de decir:

– Me vio en el bosque. Me miraba fijamente mientras llamaba a la policía. Sabía que acabaría contándolo, sólo era cuestión de tiempo.

– ¿Y qué me dices de Scooter?

– ¿Por qué haces esto, Lena? -preguntó Richard-. ¿Crees que voy a hacer una confesión completa y luego vas a arrestarme?

– Los dos sabemos que no puedo arrestarte.

– ¿No puedes?

– Mírame -dijo, levantando ambos brazos, mostrándole su maltrecho cuerpo-. Sabes mejor que nadie en qué estoy metida. ¿Crees que van a escucharme? -Se llevó una mano al cuello magullado-. Si casi ni se me oye.

Richard sonrió a medias, negando con la cabeza para dar a entender que no se dejaría engatusar.

– Necesito saberlo, Richard. He de saber que puedo confiar en ti.

Richard la miró fijamente, sin saber si debía continuar.

– Lo de Scooter no fue cosa mía -dijo Richard.

– ¿Estás seguro?

– Naturalmente que lo estoy. -Richard puso los ojos en blanco, y por un momento fue el Richard femenino que Lena conocía-. He oído que se estranguló mientras se masturbaba. ¿Quién es lo bastante estúpido para seguir haciendo eso?

Aquel comentario venenoso era una invitación a que Lena bajara la guardia, pero ella no picó.

– ¿Y Tessa Linton?

– Llevaba esa bolsa -dijo, repentinamente agitado-. Estaba recogiendo cosas en la colina. Y yo no podía encontrar el colgante. Quería el colgante. Era un símbolo.

– ¿La estrella de David? -preguntó Lena, recordando cómo Jill se había aferrado a ella en la biblioteca.

Parecía haber pasado una eternidad.

– Los dos tenían una. Jill se la compró el año pasado, una para Brian y una para Andy. Padre e hijo. -Espiró con violencia-. Brian se la ponía todos los días. ¿Crees que haría algo así por mí?

– ¿Apuñalaste a Tessa Linton porque pensaste que tenía el colgante?

– Me reconoció. Vi en su cara que estaba atando cabos. Sabía por qué yo estaba en el bosque. Sabía que había matado a Andy. -Richard hizo una pausa, como para aclarar las ideas-. Comenzó a gritarme. A chillar. Tuve que hacerla callar. -Se secó la cara con las manos, perdiendo lentamente la compostura-. ¡Dios!, eso sí fue duro. Fue muy jodido. -Bajó la vista al suelo, y Lena percibió su remordimiento-. No puedo creer que tuviera que hacerlo. Fue horrible. Me quedé por ahí a ver qué pasaba y…

No acabó la frase, y permaneció en silencio, como si deseara que Lena le dijera que no pasaba nada, que no había podido hacer otra cosa.

– ¿Cómo quieres hacerlo? -dijo Richard.

Lena no contestó.

– ¿Cómo quieres que me libre de él? -preguntó Richard-. Puedo hacerle sufrir, Lena. Puedo hacerle daño, como el que él te hizo a ti.

Lena seguía sin poder contestar. Se miró las manos, recordando a Ethan en el café, y lo furiosa que se puso cuando le hizo daño. Entonces había querido desquitarse, hacerle sufrir por el dolor que le había causado.

Richard dio un golpecito suave en la fibra de vidrio que cubría el brazo de Lena.

– La escayola fue el compañero inseparable de mi infancia.

Lena se frotó la fibra de vidrio. La cicatriz de la mano aún estaba roja, y tenía sangre seca en los bordes. Se hurgó la herida mientras Richard le exponía su plan.

– Tú no tienes que hacer nada -dijo-. Yo me aseguraré de que no quede ningún cabo suelto. He ayudado a otras mujeres anteriormente, Lena. Sólo tienes que decírmelo y le haré desaparecer.

Lena sentía la cicatriz bajo las uñas, la despegaba como se despega la etiqueta de una naranja.

– ¿Cómo? -susurró, jugando con el reborde de piel-. ¿Cómo lo harías?

Richard también le miraba las manos.

– ¿Servirá de algo? -preguntó-. ¿Hará que dejes de hacerte daño?

Lena rodeó la fibra de vidrio con la mano derecha y la bajó hacia su cintura, negando con la cabeza.

– Necesito sacarle de mi vida. Necesito que desaparezca -dijo ella.

– Oh, Lena. -Richard le puso los dedos bajo la barbilla, intentando levantarle la cara. Como Lena no se moviera, se inclinó, le puso las manos en los hombros, la cara cerca de la de ella-. Saldremos de ésta. Te lo prometo. Juntos podemos hacerlo.

Con las dos manos, Lena le lanzó la fibra de vidrio contra el cuello lo más fuerte que pudo. La fibra de vidrio se partió, al chocar contra la mandíbula de Richard, le hizo morderse la lengua y le lanzó la cabeza hacia atrás con la violencia de un trallazo. Richard reculó trastabillando, agitando los brazos mientras se golpeaba con fuerza contra la jamba. Lena recorrió el pasillo a toda velocidad hacia el dormitorio de Nan, y cerró la puerta tras ella, pasando el pestillo antes de que Richard girara el pomo desde el otro lado.

La pistola de Nan estaba bajo la cama. Lena se puso de rodillas y sacó la caja. La fibra de vidrio se había rajado en la parte superior, y pudo utilizar las dos manos para meter el cargador y quitar el seguro antes de que Richard echara la puerta abajo. Irrumpió tan deprisa que tropezó con ella, y la pistola salió disparada de la mano de Lena, que luchó por recuperarla, pero él fue más rápido. Lena se puso en pie lentamente, levantando los brazos, pues él le apuntaba al pecho.

– Súbete a la cama -dijo Richard, en medio de una rociada de sangre y saliva.

No se le entendía muy bien porque se había mordido la lengua, y le costaba respirar, como si no le llegara suficiente aire. Sin dejar de apuntarle, se llevó la mano al cuello, tosiendo.

– Podría haberte ayudado, zorra estúpida.

Lena se quedó donde estaba.

A pesar de su herida, la voz de Richard llenó la habitación.

– ¡Súbete a la puta cama!

Como Lena no se movía, Richard levantó la mano para golpearla.

Ella obedeció, y se tendió de espaldas con la cabeza sobre el almohadón.

– No tienes por qué hacerlo.

Richard se acercó lentamente a la cama y le separó las piernas, inmovilizándola. La sangre le caía de la boca, y se la secó con la manga.

– Dame la mano.

– No lo hagas.

– No puedo dejarte sin sentido -dijo Richard, y Lena comprendió que lo único que le sabía mal a Richard era que estar despierta le dificultaría la tarea-. Pon la mano en la pistola.

– No quieres hacerlo.

– ¡Pon la puta mano en la pistola!

Lena no obedeció, y Richard le agarró la mano y la puso en torno a la pistola. Ella intentó apartar el arma, pero él tenía la ventaja de la altura. Apretó el cañón contra su cabeza.

– No -dijo Lena.

Richard vaciló un segundo, y a continuación apretó el gatillo. Les llovieron encima añicos de cristal, y Lena se cubrió la cabeza con las dos manos, intentando protegerse de los cristales de la ventana que habían estallado sobre ella.

Richard salió disparado hacia atrás y aterrizó en el suelo. Eso era lo que había pasado: la ventana se había hecho añicos y él estaba en el suelo. Encima de Lena había un espacio vacío, y sólo veía el ventilador del techo. Se incorporó buscando a Richard con la mirada. Tenía un gran agujero en el pecho, y la sangre formaba un charco a su alrededor.

Lena se dio la vuelta y miró a su espalda. Al otro lado de la ventana rota, Frank seguía apuntándole a Richard con la pistola. Pero la amenaza era innecesaria. Richard estaba muerto.

17

Sara estaba en el escritorio de Mason, el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja mientras escuchaba cómo Jeffrey le relataba lo ocurrido en casa de Nan Thomas.

– Lena llamó a comisaría y Frank le colgó -le relataba Jeffrey-. Se sentía culpable y fue a hablar con ella. Entonces oyó gritar a Richard y corrió hacia la parte de atrás.

– ¿Lena está bien?

– Sí -dijo, pero, por su voz, Sara supo que no lo estaba-. Si Richard hubiera sabido cargar una pistola, ahora estaría muerta.

Sara se reclinó en la silla, intentando analizar todo lo que le había contado.

– ¿Brian Keller ha dicho algo?

– Nada -dijo Jeffrey; parecía disgustado-. Lo traje para interrogarlo, pero una hora después su mujer apareció con un abogado.

– ¿Su mujer? -preguntó Sara, asombrada de que alguien pudiera ser tan autodestructivo.

– Sí -dijo Jeffrey, y Sara comprendió que pensaba lo mismo que ella-. No puedo retenerlo sin cargos.

– Robó la investigación de Sibyl.

– Esta mañana tengo una reunión con el fiscal del distrito y el abogado de la universidad para ver de qué podemos acusarlo exactamente. Supongo que será robo de la propiedad intelectual, puede que fraude. Será complicado, pero imagino que podremos encerrarle. Va a pagar por esto. -Suspiró-. Estoy, acostumbrado a los policías y ladrones. Estos delitos de guante blanco me superan.

– ¿No puedes demostrar que fue cómplice de asesinato?

– Ésa es la cuestión. No estoy seguro de que lo sea -le dijo Jeffrey-. Tal como lo cuenta Lena, Richard se los atribuyó todos: el de Andy, Ellen Schaffer, Chuck.

– ¿Por qué Chuck?

– Richard no acabó de explicarlo. Intentaba que ella se pusiera de su parte. Creo que Lena le caía bien. Le parecía que podía ayudarla.

Sara sabía que Richard Carter no era el primer hombre que intentaba salvar a Lena Adams y fracasaba estrepitosamente.

– ¿Qué me dices de William Dickson? -preguntó Sara.

– Muerte accidental, a no ser que encuentres una manera de endosárselo a Richard.

– No -dijo Sara-. ¿En ningún momento implicó a Keller?

– No.

– ¿Por qué se inventaría la mentira esa de que tenía una aventura?

Jeffrey volvió a suspirar, evidentemente exasperado.

– Para remover más la mierda, supongo. O a lo mejor pensaba que Brian acudiría a él pidiendo ayuda. ¿Quién sabe?

– La succinilcolina estaba guardada bajo llave en el laboratorio -le informó Sara-. Debería haber un diario en el que se especifique quién la utilizaba. Podrías averiguar los nombres de los que tenían acceso a ella.

– Lo investigaré -dijo Jeffrey-. Pero si los dos tenían acceso, será difícil demostrar que Keller tuvo algo que ver. -Hizo una pausa-. Tengo que decirte, Sara, que si Keller hubiera querido matar a uno de sus hijos, habría sido a Richard, y no con una aguja.

– Es una desagradable manera de morir -dijo Sara, imaginando los últimos minutos de la vida de Andy Rosen-. Primero se paralizan las extremidades, a continuación el corazón y, los pulmones. No afecta al cerebro, de modo que debió de ser consciente de lo que le ocurría hasta el último minuto.

– ¿Cuánto tardaría en morir?

– Según la dosis, veinte o treinta segundos.

– ¡Dios!

– Lo sé -dijo Sara-. Y es casi imposible encontrarlo en la autopsia. El cuerpo lo asimila muy rápidamente. Ni siquiera existía ningún análisis para encontrarlo hasta hace cinco años.

– O sea que las pruebas que deben realizarse para encontrarla en el organismo deben de ser caras.

– Si eres capaz de relacionar a Keller con la succinilcolina, pediré dinero del presupuesto para hacer el análisis. Y si hace falta lo pagaré yo misma.

– Haré todo lo que pueda -dijo Jeffrey, aunque no parecía muy esperanzado-. Sé que les darás la noticia a tus padres, pero ¿quieres esperar a que yo llegue para decírselo a Tessa?

– Claro -dijo Sara, pero había vacilado al contestar.

Jeffrey esperó antes de decir:

– ¿Sabes qué? Tengo muchísimas cosas que hacer. Ya nos veremos.

– Jeffrey…

– No -dijo él-. Quédate con tu familia. Es lo que necesitas en este momento, estar con tu familia.

– Eso no es…

– Vamos, Sara -repuso Jeffrey, y ella se dio cuenta de que estaba dolido-. ¿Qué estamos haciendo?

– No sé. Yo… -Sara buscó algo que decirle, pero no se le ocurrió nada-. Te dije que necesitaba tiempo.

– El tiempo no va a cambiar nada -dijo Jeffrey-. Si no podemos superar esto, algo que hice cinco años atrás…

– Lo dices como si yo fuera la insensata.

– No es eso. No quiero presionarte, es sólo que… -Soltó un gruñido-. Te quiero, Sara. Estoy harto de que salgas a hurtadillas todas las mañanas. Estoy harto de esta chorrada de que estés y no estés en mi vida. Quiero estar contigo. Quiero casarme contigo.

– ¿Casarte conmigo?

Se echó a reír, como si le hubiera pedido que fueran a dar un paseo por la luna.

– No sé por qué te parece tan horrible.

– No me parece horrible. Es sólo que… -Otra vez se quedó sin palabras-. Jeff, ya hemos estado casados. Y no salió demasiado bien.

– Sí. Yo también estaba presente, ¿te acuerdas?

– ¿Por qué no podemos seguir tal como estamos ahora?

– Quiero algo más que eso -dijo Jeffrey-. Quiero tener un día realmente asqueroso de trabajo y volver a casa y que me preguntes qué hay para cenar. Quiero volcar el cuenco de agua de Bubba en mitad de la noche. Quiero despertarme por la mañana con el sonido de tus palabrotas porque me dejé el suspensorio colgado de la puerta.

Sara sonrió en contra de su voluntad.

– Haces que todo suene tan romántico.

– Te quiero.

– Ya lo sé -dijo Sara y, aunque ella también le amaba, era incapaz de expresarlo-. ¿Cuándo puedes venir?

– Eso es lo que quería oír.

– Quiero que se lo cuentes tú -dijo Sara. Como él no respondiera, añadió-: Van a hacerme preguntas que yo no puedo contestar.

– Ya sabes todo lo que yo sé.

– No creo que sea capaz de contárselo. Creo que en estos momentos no me veo con fuerzas.

Jeffrey esperó un instante antes de decir:

– Me pasaré a eso de las cuatro y media.

– Muy bien. -Sara le dio el número de habitación de Tessa. Estaba a punto de colgar cuando dijo-: ¿Jeff?

– ¿Sí?

Ahora que no le había dejado colgar, Sara no sabía qué decirle.

– Nada -dijo-. Te veré cuando llegues.

Jeffrey le concedió unos segundos para añadir algo más, pero al final se despidió.

– Muy bien. Hasta entonces.

Sara se despidió con la sensación de que acababa de caminar sobre una cuerda floja encima de un lago infestado de caimanes. Le habían sucedido tantas cosas esa semana que ni siquiera podía asimilar lo que le había dicho Jeffrey. Quería coger el teléfono y decirle que lo sentía, que le quería, pero también quería llamarle y decirle que se quedara en casa.

Al otro lado de la puerta oía cómo por megafonía llamaban a los médicos y repetían los códigos de urgencia. Unas figuras borrosas pasaron junto al cristal, y sus imágenes centellearon como luces estroboscópicas mientras corrían para ayudar a los pacientes. Era como si hubieran transcurrido cien años desde que ella era una interna. Ahora todo parecía más complicado y, aunque estaba segura de que la vida era tan agobiante como cuando era joven, siempre pensaba en esos días con nostalgia. Aprender a ser cirujano, tratar casos críticos que exigían el empleo de toda su disciplina, había sido algo tan adictivo como la heroína. Todavía le daba un subidón cuando se acordaba de lo que era trabajar en el Grady. En cierto momento de su vida, el hospital había sido más importante que el aire. Hasta su familia parecía poca cosa en comparación.

Tomar la decisión de volver a Grant le había parecido fácil en aquel momento. Quería -necesitaba- estar con su familia, regresar a sus raíces y sentirse segura, volver a ser una hija y una hermana. Había sido muy cómodo asumir el papel de pediatra de una pequeña población, y sabía que le había proporcionado cierta paz poder devolver a esa población todo lo que le había dado de niña y adolescente. Sin embargo, desde que se fuera de Atlanta, no pasaba una semana sin que se preguntara qué habría sido de su vida de haberse quedado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

Sara recorrió el despacho de Mason con la mirada, preguntándose cómo sería volver a trabajar con él. Cuando era interno, Mason era muy meticuloso, lo que le convirtió en un cirujano muy bueno. Contrariamente a Sara, dejaba que ese rasgo se traspasara a su vida personal. Era de esos hombres que no podían dejar un plato sucio en el fregadero ni un montón de ropa arrugada en la secadora. La primera vez que Mason visitó su apartamento, casi le da una apoplejía al ver el cesto de ropa sin doblar que llevaba dos semanas en la mesa de la cocina. Cuando Sara se despertó a la mañana siguiente, Mason había doblado la ropa antes de iniciar su turno de las cinco de la mañana.

Un golpe en la puerta sacó a Sara de su ensueño.

– Pase -dijo poniéndose en pie.

Mason James abrió la puerta. Llevaba una caja de pizza en una mano y dos latas de Coca-Cola en la otra.

– Pensé que tendrías hambre.

– Siempre -dijo ella, cogiendo los refrescos.

Mason puso varias servilletas de papel sobre la mesita, sosteniendo en lo alto la pizza mientras decía:

– Les he llevado una a tus padres.

– Has sido muy amable -dijo Sara, dejando las latas sobre la mesa para ayudarle con las servilletas.

Mason le dio la caja de pizza para que pudiera poner las servilletas bajo las latas.

– Cuando ibas a la facultad te encantaba esta pizzería.

– Shroomies -leyó en lo alto de la caja-. ¿De verdad?

– Siempre ibas a comer allí. -Se frotó las manos-. Voilá.

Sara bajó la vista. Mason había alineado las servilletas formando un cuadrado perfecto. Sara le entregó la caja.

– Dejaré que la pongas tú para que quede perfecta.

Mason se rió.

– Hay cosas que nunca cambian.

– No -asintió Sara.

– Tu hermana tiene buen aspecto -dijo Mason, colocando la caja de modo que coincidiera con los ángulos de la mesa-. Camina mucho mejor que ayer.

Sara se sentó en el sofá.

– Creo que mi madre le ha estado insistiendo en que debe caminar.

– Sé lo insistente que puede ser Cathy. -Abrió una servilleta y se la colocó sobre el regazo-. ¿Te llegaron las flores?

– Sí -dijo Sara-. Gracias. Son preciosas.

Mason abrió las latas.

– Sólo quería que supieras que pensaba en ti.

Sara jugó con la servilleta, sin saber qué decir.

– Sara -dijo Mason, apoyando la mano en el respaldo del sofá, detrás de Sara-. Nunca he dejado de amarte.

Sara se sonrojó, un tanto incómoda, pero, antes de que ella pudiera reaccionar, Mason se inclinó hacia ella y la besó. Ante su propia sorpresa, Sara devolvió el beso. Antes de saber lo que estaba ocurriendo, Mason se acercó un poco más, la empujó suavemente sobre el sofá hasta quedar encima de ella. Sus manos se adentraron bajo la blusa de Sara mientras apretaba su cuerpo contra el de ella. Ella le rodeó con los brazos, pero en lugar de la despreocupada euforia que sentía en tales momentos, sólo pensaba en que la persona a la que estaba abrazando no era Jeffrey.

– Espera -dijo Sara, deteniendo la mano de Mason, ya en el botón de sus pantalones.

Mason se incorporó con tanta precipitación que se dio con el cogote contra la pared que había detrás del sofá.

– Lo siento.

– No -dijo ella, abrochándose la blusa, y sintiéndose como una adolescente a la que han pillado en la fila de los mancos-. Soy yo la que lo siente.

– No te disculpes -dijo Mason, colocando el tobillo sobre la rodilla.

– No, yo…

Mason sacudió el pie.

– No debería haberlo hecho.

– No pasa nada -dijo Sara-. Yo tampoco me he resistido.

– Y que lo digas -dijo Mason, soltando un resoplido-. ¡Dios!, cuánto te deseo.

Sara tragó saliva, con la sensación de que tenía demasiada dentro de la boca.

Mason se volvió hacia ella.

– Eres maravillosa, Sara. Me parece que tal vez lo has olvidado.

– Mason.

– Eres extraordinaria.

Sara se sonrojó, y él extendió un brazo y le puso el pelo detrás de la oreja.

– Mason -repitió ella, cogiéndole una mano.

Mason se inclinó para volver a besarla, pero ella le apartó la cara.

Él se echó para atrás con tanta brusquedad como la primera vez.

– Lo siento. Es sólo que…

– No tienes que darme explicaciones.

– Sí, Mason. Quiero que sepas que…

– No, de verdad.

– Deja de decirme que no -le ordenó Sara, y a continuación comenzó a hablar muy deprisa-. Sólo he estado con Jeffrey. Desde que me fui de Atlanta, quiero decir. -Se apartó de él, temiendo que si se quedaba muy cerca volviera a besarla. O peor aún, que ella aceptara el beso-. Desde entonces él ha sido el único.

– Eso parece una costumbre.

– Puede que lo sea -dijo Sara, cogiéndole la mano-. Es posible… No lo sé. Pero ésta no es la manera de romper con ella.

Él bajó la mirada hacia las manos de ambos.

– Me engañó -le explicó ella.

– Entonces es un idiota.

– Sí -dijo Sara-. A veces lo es, pero lo que intento decirte es que sé lo que es sentirse engañado, y no quiero ser responsable de que nadie se sienta así.

– Pagar con la misma moneda no es jugar sucio.

– No se trata de un juego -le recordó Sara-. Todavía sigues casado, vivas en el Holiday Inn o no.

Mason asintió.

– Tienes razón.

Sara no había esperado que capitulara tan fácilmente, porque estaba acostumbrada a la empecinada terquedad de Jeffrey, y no a la despreocupada calma de Mason. Entonces se acordó de por qué había sido tan fácil dejar a Mason, al igual que todo lo que había dejado en Atlanta. No había química entre ellos. Mason nunca había tenido que luchar por nada en la vida. Hasta pensó que, más que desearla por sí misma, la deseaba porque era lo que tenía a mano.

– Voy a ver cómo está Tessa -dijo ella.

– ¿Y si te llamo?

Si él lo hubiera expresado de otra manera, a lo mejor ella hubiera dicho que sí. Por lo que lo que le contestó fue:

– Mejor que no.

– Muy bien -dijo Mason, ofreciéndole una de sus sonrisas fáciles.

Sara se puso en pie para marcharse, y él no dijo nada hasta que ella no estuvo a mitad de camino de la puerta.

– ¿Sara? -Mason esperó a que ella se volviera. Le vio reclinado en el sofá, el brazo aún extendido sobre el respaldo, las piernas cómodamente cruzadas-. Diles a tus padres que se cuiden, de mi parte.

– Lo haré -dijo Sara, y cerró la puerta.


Sara estaba junto a la ventana de la habitación de su hermana, observando cómo el tráfico avanzaba lentamente hacia la ronda que llevaba al centro. La respiración regular de Tessa a su espalda era la música más dulce que Sara había oído nunca. Cada vez que miraba a su hermana, Sara tenía que hacer un enorme esfuerzo para no meterse en la cama con ella, cogerle la mano y decirle que estaba a salvo.

Cathy entró en la habitación con una taza de té en cada mano. Sara se acordó de cuando su hermana salió del Dairy Queen con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano, no hacía ni una semana, de un humor de perros. Sara se aferró a ese momento con tanta intensidad que casi lo saboreó.

– ¿Papá está bien? -preguntó Sara.

Cuando ella les contó lo de Richard Carter, su padre no pudo soportarlo, y se fue antes de que Sara terminara su relato.

– Está al final del pasillo -dijo Cathy, sin responder a su pregunta.

Sara bebió un sorbo de té y puso mala cara.

– Está fuerte -dijo Cathy-. ¿Jeffrey llegará pronto?

– Debe de estar a punto de llegar.

Cathy acarició el cabello a Tessa.

– Recuerdo que cuando erais bebés os miraba dormir.

A Sara le encantaba oír a su madre hablarle de cuando eran pequeñas, pero ahora tenía una sensación tan nítida del paso del tiempo que le resultaba penoso escucharla.

– ¿Cómo está Jeffrey? -preguntó Cathy.

Sara tomó un sorbo de su té amargo.

– Bien.

– Esto ha sido muy duro para él -dijo Cathy, sacando un tubo de crema para manos de su bolso-. Siempre fue como un hermano mayor para Tessa.

Sara nunca lo había considerado, pero era cierto. Si ella había estado aterrada durante el incidente del bosque, Jeffrey estaba igual de asustado.

– Empiezo a comprender por qué ya no estás furiosa con él -dijo Cathy mientras le ponía crema a Tessa en las manos-. ¿Recuerdas aquella vez que se fue en coche a Florida para ir a buscarla?

Sara soltó una carcajada, sobre todo porque le sorprendía haber olvidado la historia. Años atrás, en unas vacaciones de primavera de la facultad, el coche de Tessa quedó totalmente destrozado tras chocar contra un camión robado que transportaba cervezas, y Jeffrey condujo hasta Panama City en plena noche para hablar con los policías de la localidad y recogerla.

– Tessa no quería que tu padre fuera a buscarla -dijo Cathy-. No quería ni que se lo mencionáramos.

– Papá se habría pasado el viaje repitiéndole: «Ya te lo había dicho» -le recordó Sara.

Eddie había dicho que sólo un idiota se llevaría un MG descapotable a Florida, donde había veinte mil universitarios borrachos.

– Bueno -dijo Cathy, frotando con la crema el brazo de Tessa-, tenía razón.

Sara sonrió, pero no hizo ningún comentario.

– Me alegrará ver a Jeffrey -dijo Cathy, más para sí que para Sara-. Tessa necesita oír de sus labios que todo ha acabado.

Sara sabía que era imposible que su madre supiera lo ocurrido entre ella y Mason James, pero se sintió como si la hubiera descubierto.

– ¿Qué? -preguntó Cathy, que siempre se daba cuenta cuándo pasaba algo.

Sara confesó enseguida, pues necesitaba desahogarse.

– He besado a Mason.

Cathy pareció perpleja.

– ¿Sólo besado?

– Mamá -dijo Sara, intentando disfrazar su vergüenza de indignación.

– ¿Y? -Cathy se echó más crema en la palma y se frotó las dos manos para calentarla-. ¿Qué tal?

– Al principio bien, pero luego… -Se llevó las dos manos a las mejillas, sintiendo el rubor.

– Pero ¿luego?

– No tan bien -admitió Sara-. No dejaba de pensar en Jeffrey.

– Deberías sacar alguna lección de eso.

– ¿Cuál? -preguntó Sara.

Más que ninguna otra cosa, quería que su madre le dijera qué hacer.

– Sara -dijo Cathy con un suspiro-. La inteligencia ha sido siempre tu perdición.

– Estupendo -dijo Sara-. Procuraré decírselo a mis pacientes.

– No te pongas impertinente conmigo -le espetó Cathy, sin levantar la voz, como siempre que estaba enfadada- últimamente has estado muy agitada, y estoy harta de verte suspirar por la vida que hubieras podido llevar en Atlanta.

– Eso no es verdad -dijo Sara, pero nunca había sabido mentir, y mucho menos a su madre.

– A tu vida no le falta de nada, y hay mucha gente que te quiere y se preocupa por ti. ¿Hay algo que quieras y no tengas?

Horas antes, Sara podría haber hecho una lista, pero ahora sólo podía negar con la cabeza.

– No te iría mal recordar que, al final del día, tanto da lo inteligente que sea ese cerebro que tienes ahí arriba, lo que necesita más cuidados es el corazón. -Le lanzó a Sara una penetrante mirada-. Y sabes lo que tu corazón necesita, ¿verdad?

Sara asintió, aunque, a decir verdad, no estaba segura.

– ¿Lo sabes?

– Sí, mamá -contestó Sara.

– Bien -dijo Cathy, poniéndose más crema en la mano-. Ahora ve a hablar con tu padre.

Sara besó a Tessa y a su madre antes de salir. Vio a su padre al extremo del pasillo, junto a la ventana, contemplando el tráfico igual que había hecho ella en la habitación de Tessa. Eddie aún tenía los hombros encorvados, pero su camiseta blanca descolorida y sus tejanos gastados le hacían inconfundible. A veces, Sara se parecía tanto a su padre que eso la asustaba.

– Hola, papá -dijo.

Él no se volvió, pero Sara percibió su dolor con la misma claridad con que sentía el frío entrando por la ventana. Eddie Linton era un hombre al que definía su familia. Su mujer y sus hijas eran su mundo, y Sara había estado tan metida en su propio sufrimiento que apenas se había dado cuenta de lo que había soportado su padre. Había trabajado muy duro para construir un hogar seguro y feliz para sus hijas. Si Eddie se había mostrado reservado con Sara durante toda la semana no había sido porque la culpara, sino porque se culpaba a sí mismo.

Eddie señaló la ventana.

– ¿Has visto cómo cambia la rueda ese tío?

Sara vio una furgoneta de un vivo color amarillo verdoso, una de las brigadas de emergencias que el ayuntamiento de Atlanta había contratado para impedir los atascos de tráfico. Iban equipados con ruedas de recambio, y si te quedabas parado a un lado de la carretera te daban un empujón o un galón de gasolina gratis. En una ciudad donde el trayecto medio entre el domicilio y el trabajo podía llegar a las dos horas y era legal llevar un arma en la guantera, era una buena manera de gastar el dinero de los contribuyentes.

– ¿El de la furgoneta? -preguntó Sara.

– No te cobran por eso. Ni un centavo.

– Pues vaya.

– Ajá. -Eddie exhaló largamente-. ¿Tessie aún duerme?

– Sí.

– ¿Jeffrey está de camino?

– Si no quieres que…

– No -la interrumpió Eddie, terminante-. Debe estar aquí.

Sara sintió que le quitaban un peso de encima.

– Mamá y yo estábamos recordando aquella vez que se fue en coche a Florida a buscar a Tess.

– Le dije que no se llevara ese maldito coche a Florida.

Sara contempló el tráfico y ocultó su sonrisa.

Eddie se aclaró la garganta más veces de las necesarias, como si aún no tuviera toda la atención de Sara.

– Un tipo entra en un bar con un gato enorme encima del hombro.

– Vaaaale… -dijo Sara alargando la palabra.

– Y el camarero le dice: «¿Cómo se llama su gato?». -Eddie hizo una pausa-. El tipo dice: «Nino». El camarero se rasca la cabeza. -Eddie se rascó la cabeza-. Y dice: «¿Por qué le llama Nino?». -Eddie hizo una pausa dramática-. Y el tipo dice: «Porque es mi nino».

Sara repitió el final varias veces en voz alta antes de pillarlo. Se echó a reír tan fuerte que le saltaron las lágrimas.

Eddie sonrió, y se le iluminó la cara, como si la risa de su hija le llenara de alegría.

– Dios mío, papá -dijo Sara, secándose las lágrimas y todavía riendo-. Es el peor chiste que he oído nunca.

– Sí -admitió Eddie, echándole un brazo por los hombros y atrayéndola hacia sí-. Ha sido bastante malo.

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