MIÉRCOLES

12

Kevin Blake medía la oficina a pasos, mirando su reloj cada dos minutos.

– Esto es horrible -dijo-. Esto es horrible.

Jeffrey se agitó en su silla, fingiendo prestarle atención. Habían pasado treinta minutos desde que Jeffrey dijera a Blake que Andy Rosen y Ellen Schaffer habían sido asesinados, y el decano no había callado desde entonces. Pero no había hecho una sola pregunta acerca de los estudiantes ni de la investigación. Lo único que le importaba era lo que iba a significar para la universidad, y, de rebote, para él.

Blake hacía aspavientos con las manos con mucho dramatismo.

– No hace falta que te lo diga, Jeffrey, pero este tipo de escándalos pueden hundir a una universidad.

Jeffrey se dijo que no supondría tanto el final de Grant Tech como el cese en el cargo de Kevin Blake. Aunque se le daba bien estrechar manos y pedir dinero, Kevin Blake era demasiado buena persona para dirigir una universidad como Grant Tech. Sus fines de semana de golf y sus comidas para recaudar fondos daban buenos resultados, pero le faltaba agresividad para buscar nuevas fuentes de financiación para sus proyectos de investigación. Jeffrey habría apostado sin pensárselo a que no duraba más de un año en el cargo. Sería desbancado por una mujer enérgica pero madura que empujara esa universidad hacia el siglo XXI.

– ¿Dónde está ese idiota? -preguntó Blake, refiriéndose a Chuck Gaines. Habían concertado una reunión a las siete, y Chuck ya llegaba veinte minutos tarde-. Tengo cosas importantes que hacer.

Jeffrey no expresó su opinión sobre el asunto. Consideraba que podría haber pasado media hora más en la cama con Sara en lugar de esperar en el despacho de Blake a que se celebrara una reunión que probablemente sería tan tediosa como improductiva.

– Puedo ir a buscarle -se ofreció Jeffrey.

– No -dijo Blake.

Cogió una pelota de golf de cristal de su escritorio. La arrojó al aire y la recogió. Jeffrey soltó una exclamación, como si estuviera impresionado, aunque nunca había entendido el golf ni tenía paciencia para aprender.

– Este fin de semana participé en el torneo -dijo Blake.

– Sí -repuso Jeffrey-. Lo leí en el periódico.

Debió de responder de forma adecuada, pues a Blake se le iluminó el rostro.

– Dos bajo par -dijo Blake-. Le di una buena paliza a Albert.

– Eso es estupendo -comentó Jeffrey.

Se dijo que quizá no era prudente derrotar al presidente de un banco en ninguna área, y mucho menos jugando al golf. Aunque con Albert Gaines, Blake tenía la sartén por el mango. Siempre podía despedir a Chuck y hacer que su papi le encontrara otro empleo.

– Estoy seguro de que Jill Rosen se alegrará cuando se entere de lo que me has dicho.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Jeffrey.

Era consciente de que había pronunciado el nombre de la mujer con rencor.

– ¿No has visto el artículo del periódico? «Psiquiatra de la universidad no consigue echarle un cable a su hijo.» Por amor de Dios, qué mal gusto, aunque…

– ¿Aunque qué?

– Oh, nada. -Agarró un palo de golf de la bolsa que había en el rincón-. El otro día Brian Keller me insinuó que pensaba dimitir.

– ¿Y eso?

Blake lanzó un suspiro de exasperación, retorciendo el palo que tenía en la mano.

– Lleva veinte años chupando de la universidad, y ahora que por fin ha dado con algo importante que podría hacerle ganar un poco de dinero a la universidad, me dice que quiere dimitir.

– ¿La universidad no es propietaria de la investigación?

Blake soltó un bufido ante la ignorancia de Jeffrey.

– Cuatro mentiras y sale del apuro y, si no es capaz de eso, todo lo que necesita es un buen abogado, que, con toda seguridad, cualquier compañía farmacéutica del mundo le podrá proporcionar.

– ¿Y cuál es su descubrimiento?

– Un antidepresivo.

Jeffrey se acordó del botiquín de William Dickson.

– En el mercado hay toneladas de antidepresivos.

– Esto es un secreto -dijo Blake, bajando la voz, aunque estaban solos-. Brian no ha soltado prenda. -Soltó otra carcajada-. Probablemente por eso quiere sacar más tajada, ese avaricioso cabrón.

Jeffrey esperó a que Blake contestara a su pregunta.

– Es un cóctel farmacológico con una base de hierbas. Ésa es la clave del marketing: hacer creer a la gente que es bueno para ellos. Brian afirma que no tiene ningún efecto secundario, pero eso es una chorrada. Hasta una aspirina tiene contraindicaciones.

– ¿Su hijo lo tomaba?

Blake pareció alarmado.

– No encontrarías ningún parche en Andy, ¿verdad? Un parche como los de nicotina. Así era como se tomaba, a través de la piel.

– No -admitió Jeffrey.

– Buf. -Blake se secó la frente con el dorso de la mano para exagerar su alivio-. Aún no están a punto para probarlo con seres humanos, pero hace un par de días Brian estuvo en Washington para mostrar sus datos a los jefazos. Estaban dispuestos a cerrarle el grifo en un pispás. -Blake bajó la voz-. Si quieres saber la verdad, yo también tomé Prozac hace un par de años. Aunque no noté nada.

– Hay que ver -dijo Jeffrey, su expresión habitual para no decir nada.

Blake se inclinó hacia el palo, como si estuviera en el campo de golf y no en su despacho.

– No mencionó que Jill se fuera con él. Me pregunto si tienen problemas.

– ¿Qué clase de problemas podrían tener?

Blake describió un amplio arco con el palo y miró por la ventana, como si siguiera la trayectoria de la pelota.

– ¿Kevin?

– Oh, ella se toma muchos días libres. -Le dio la espalda a Jeffrey, inclinándose sobre el palo-. Creo que, en todos los años que lleva aquí, no ha perdonado ni uno solo de los días que le corresponden por enfermedad. Y días de vacaciones. Más de una vez hemos tenido que descontarle parte del sueldo por tomarse demasiados días libres.

Jeffrey intuyó por qué Jill Rosen se veía obligada a quedarse en casa tantos días al año, pero no se lo dijo a Kevin Blake. Blake miró por la ventana, siguiendo otro lanzamiento imaginario.

– O bien es hipocondríaca o alérgica al trabajo.

Jeffrey se encogió de hombros y esperó a que continuara.

– Se licenció hace diez o quince años -dijo Blake-. Empezó a estudiar tarde. Hoy en día hay muchas mujeres así. Los niños se hacen mayores, mami se aburre, empieza a ir a la universidad de su ciudad y antes de que te des cuenta ya está trabajando en ella. -Le guiñó un ojo a Jeffrey-. No es que no nos guste el dinero extra. La educación para adultos ha sido la columna vertebral de nuestras clases nocturnas durante años.

– No sabía que aquí había educación para adultos.

– Hizo un máster de terapia familiar en Mercer -dijo Blake-. Es doctora en literatura inglesa.

– ¿Y por qué no da clases de eso?

– Nos sobran los profesores de literatura. Le das una patada a un árbol y caen media docena. Necesitamos profesores de ciencias y de matemáticas. Los profesores de inglés los puedes comprar a precio de orillo.

– ¿Y por qué la contrataron en la clínica?

– Francamente, necesitábamos más mujeres en plantilla, y cuando salió una vacante de orientadora, obtuvo la licencia de terapeuta. Y ha funcionado bien. -Frunció el ceño y añadió-: Cuando va a trabajar.

– ¿Y Keller?

– Lo recibimos con los brazos abiertos -dijo Blake, abriendo los brazos para ilustrar la frase-. Venía del sector privado, ya sabes.

– No -contestó Jeffrey-. No lo sé.

Normalmente, los profesores dejaban la universidad para irse al sector privado, donde ganaban más dinero y tenían una posición mejor. Jamás había oído que nadie diera el paso contrario, y así se lo dijo a Kevin Blake.

– Perdimos a la mitad de profesores a primeros de los ochenta. Todos se fueron a las grandes empresas. -Blake dio otro golpe y emitió un gruñido, como si se le hubiera escapado el tiro. Se inclinó sobre su palo otra vez y miró a Jeffrey-. Naturalmente, casi todos ellos volvieron con el rabo entre las piernas unos años más tarde, cuando hubo recortes laborales.

– ¿En qué empresa estaba?

– No me acuerdo -contestó Blake, sosteniendo el palo con la mano-. Recuerdo que poco después de que se fuera la compró Agri-Brite.

– ¿Agri-Brite, la empresa agrícola?

– La misma -respondió Blake, dando otro golpe-. Brian podría haber ganado una fortuna. Oh -se dirigió a su escritorio y cogió su pluma Waterman de oro-, esto me recuerda algo. Debería llamarlos y preguntarles si quieren visitar la universidad. -Apretó un botón de su teléfono-. ¿Candy? -preguntó a su secretaria-. ¿Puedes conseguirme el número de Agri-Brite?

Sonrió a Jeffrey.

– Lo siento. ¿Qué decías?

Jeffrey se puso en pie, pensando que ya había perdido bastante tiempo.

– Iré a buscar a Chuck.

– Buena idea -dijo Blake.

Jeffrey abandonó el despacho antes de que cambiara de opinión.

Al salir se encontró con Candy Wayne, quien tecleaba en su ordenador. Interrumpió su tarea al ver a Jeffrey.

– ¿Ya se va, jefe? Creo que ésta es la reunión más corta que ha celebrado el señor Blake desde que llegó.

– ¿Llevas un perfume nuevo? -preguntó Jeffrey con una sonrisa-. Hueles como un jardín de rosas.

Candy soltó una carcajada y se echó el pelo hacia atrás. El gesto podría haber resultado atractivo en una mujer que no hubiera rebasado ya los setenta y cinco, pero como ella sí los había superado, a Jeffrey le preocupó que pudiera dislocarse el hombro.

– Perro viejo -dijo Candy.

Las arrugas de su rostro se reunieron en una sonrisa de satisfacción. A Blake le irritaba sobremanera no poder contratar a una putilla de veinte años para que le tomara sus dictados, pero Candy llevaba en la universidad toda la vida. La junta de ex alumnos se libraría antes de Blake que de Candy. En la comisaría, Jeffrey vivía una situación parecida con Marla Simms, aunque él estaba contento de tener a una mujer mayor de secretaria.

– ¿Qué puedo hacer por ti, encanto? -le preguntó Candy.

Jeffrey se apoyó en su escritorio, procurando no derribar ninguna de las treinta y pico fotografías enmarcadas de sus bisnietos.

– Dime, ¿qué te hace pensar que quiero algo?

– Porque sólo eres simpático conmigo cuando quieres algo -dijo Candy, e hizo un puchero-. Y nunca se trata de nada bueno.

Jeffrey le sonrió de nuevo, sabiendo que funcionaría a pesar de lo que ella dijera.

– ¿Puedes darme el número de Agri-Brite?

Candy se volvió hacia el ordenador.

– ¿Qué departamento?

– ¿Con quién tendría que hablar para que me informen de alguien que trabajó en una de sus empresas hace unos veinte años?

– ¿Qué empresa?

– Eso no lo sé -admitió Jeffrey-. Brian Keller trabajó allí.

– ¿Por qué no lo has dicho antes? -preguntó, y le sonrió con malicia-. Espera un momento.

Se levantó de su silla con agilidad, enfundada en una minifalda ajustada de terciopelo y un top de lycra. Cruzó la oficina sobre unos tacones tan altos que habrían roto los tobillos de cualquier mujer, y se echó hacia atrás el cabello color platino mientras abría uno de los archivadores. No le sobraba ni un kilo, aunque le colgaba el pellejo del brazo, visible al pasar las carpetas una a una.

– Aquí está -dijo, sacando un informe.

– ¿No está en el ordenador? -preguntó Jeffrey mientras se acercaba hasta ella.

– No lo que tú quieres -le dijo Candy, entregándole una hoja de papel.

Leyó la solicitud de empleo de Keller, que contenía algunas notas de Candy pulcramente escritas en el margen. Productos Farmacéuticos Jericho era el nombre de la empresa que Agri-Brite había absorbido, y Candy habló con Monica Patrick, por aquel entonces la jefe de personal, para verificar que Keller trabajó allí y que no lo habían despedido por ningún motivo deshonroso.

– ¿Trabajaba en esa empresa farmacéutica? -preguntó Jeffrey.

– Adjunto del subdirector de investigación. Por lo que se refiere al salario, venir aquí no le reportó ningún beneficio.

– Habría ganado más de haberse quedado.

– ¿Quién sabe? -preguntó ella-. Esos torpedos de las fusiones de los ochenta te recortaban el salario a la mitad y se quedaban tan anchos. -Se encogió de hombros-. Algunos podrían considerar inteligente largarse en ese momento. No hay como la universidad para recompensar a los mediocres.

– ¿Le calificarías de mediocre?

– No se puede decir que dejara huella.

Jeffrey leyó en voz alta los comentarios mecanografiados de Keller.

– «Es mi deseo volver a los conceptos básicos de la investigación científica. Estoy harto del mezquino mundo de la empresa privada.»

– Y se fue a una universidad. -Candy soltó una fuerte y larga carcajada-. Ah, la ignorancia de la juventud.

– ¿Cómo podría ponerme en contacto con Monica Patrick?

Candy se llevó un dedo al labio, pensativa.

– No creo que siga trabajando ahí. Cuando hablé con ella, su voz parecía la de Matusalén. -Le echó una mirada a Jeffrey que indicaba que no quería oír ningún comentario-. Apuesto a que puedo hacer unas cuantas llamadas y averiguar su número actual.

– Oh, no puedo permitir que hagas eso -dijo Jeffrey, aunque con la esperanza de que lo hiciera.

– ¡Tonterías! -exclamó Candy-. Tú no sabes cómo tratar a los babosos de las grandes empresas. Estarías más perdido que un cojo en un maratón.

– Probablemente tienes razón -concedió Jeffrey-. No es que no te lo agradezca, pero…

Candy miró a su espalda para comprobar que la puerta del despacho de Blake estuviera cerrada.

– Entre tú y yo, nunca me ha gustado ese hombre.

– ¿Por qué?

– Hay algo en él -dijo Candy-. No sé qué es exactamente, pero hace tiempo aprendí que las primeras impresiones son las acertadas, y la primera impresión que me produjo Keller fue que se trataba de un cretino en el que no se podía confiar.

– ¿Y su mujer? -preguntó Jeffrey, pensando que debería haber hablado con Candy el día antes.

– Bueno -dijo, dándose unos golpecitos en el labio con unos dedos perfectamente manicurados-. No lo sé. Lleva mucho tiempo con él. A lo mejor ese Keller tiene algo que yo no he sabido ver.

– A lo mejor -dijo Jeffrey-. Pero creo que voy a confiar en tu instinto. Los dos sabemos que eres la persona más inteligente de la universidad.

– Y tú eres un demonio -apostilló Candy, aunque Jeffrey se dio cuenta de que a ella le complacía el calificativo-. Si tuviera cuarenta años menos…

– Ni me mirarías a la cara -le dijo Jeffrey, besándola en la mejilla-. Avísame cuando tengas el número.

Jeffrey no supo si Candy emitía un leve ronroneo o se aclaraba la garganta.

– Lo haré, jefe. Lo haré.

Jeffrey se marchó antes de que ella dijera algo que los avergonzara a los dos, y bajó por las escaleras en lugar de esperar al ascensor. La distancia entre el edificio de la administración y la oficina de seguridad era corta, pero Jeffrey se encaminó hacia allí dando un lento paseo. Hacía una semana que no corría, y tenía el cuerpo aletargado, los músculos tensos y agarrotados. La tormenta de la noche anterior había causado algunos daños, y había escombros por doquier. Los encargados de mantenimiento del campus iban de un lado a otro, recogiendo basura, limpiando la acera con un líquido a presión en el que habían puesto tanta lejía que a Jeffrey comenzó a escocerle la nariz. Fueron lo bastante avispados como para limpiar primero las zonas que rodeaban los edificios principales, donde la gente que trabajaba allí era más susceptible de quejarse del estropicio.

Jeffrey sacó su cuaderno de notas, las repasó y se puso a pensar en cómo aprovecharía mejor el día. Lo único que podía hacer en ese momento era hablar con algunos padres y volver a registrar las residencias. Quería hablar con Monica Patrick, si aún vivía, antes de tener otra charla con Brian Keller. La gente no dejaba un empleo bien remunerado en el sector privado para cobrar menos y dar clases. Tal vez Keller había falsificado datos o quería ascender muy deprisa y con pocos escrúpulos. Jeffrey debía preguntar a Jill Rosen por qué su marido había dejado el empleo. Ella mencionó que quería empezar una nueva vida. A lo mejor ya lo había hecho antes y sabía lo difícil que era. Aun cuando no le dijera nada nuevo, quería hablar con la mujer y saber si podía hacer algo para ayudarla.

Jeffrey se guardó el cuaderno en el bolsillo y abrió la puerta de la oficina de seguridad. Los goznes chirriaron sonoramente, pero apenas fue consciente de ello.

– Maldita sea -susurró Jeffrey, mirando a su espalda para ver si alguien más lo había visto.

Chuck Gaines estaba tendido en el suelo, las suelas de los zapatos de cara a la puerta. Tenía un tajo en la garganta que parecía una segunda boca, y lo que le quedaba del esófago colgaba como otra lengua. Había sangre por todas partes: las paredes, el suelo, el escritorio. Jeffrey levantó la mirada, pero no había sangre en el techo. Chuck debía de estar agachado cuando le rajaron, o quizá sentado ante el escritorio. Las sillas estaban derribadas.

Jeffrey se arrodilló para poder mirar bajo la mesa sin contaminar la escena del crimen. Vio el brillo de un largo cuchillo de caza bajo la silla.

– Maldita sea -repitió, furioso.

Conocía ese cuchillo. Era de Lena.


Frank estaba hecho un basilisco, y Jeffrey no podía culparle.

– No puede ser ella -dijo Frank.

Jeffrey tamborileó los dedos sobre el volante. Estaban sentados delante de la residencia donde vivía Lena, sin saber qué hacer.

– Viste el cuchillo, Frank. Frank se encogió de hombros.

– Y qué.

– Le había rajado el cuello a Chuck.

Frank dejó escapar el aire entre los dientes.

– Lena no es una asesina.

– Esto podría estar relacionado con lo de Tessa Linton.

– ¿Cómo? Lena estaba con nosotros. Persiguió a ese cabrón por el bosque.

– Y lo perdió.

– Matt no creía que hubiera aflojado el paso.

– Lo aflojó cuando se torció el tobillo. Frank negó con la cabeza.

– Ese tal White… ése sí que puede haberlo hecho.

– A lo mejor lo reconoció en el bosque y tropezó a propósito para que él pudiera escapar.

Frank negó con la cabeza.

– Francamente, no me la imagino haciendo eso.

Jeffrey quería decirle que a él tampoco le parecía plausible. Sin embargo, dijo:

– Viste el cuchillo que Lena llevaba en la tobillera. ¿Me estás diciendo que no es como el que encontramos bajo el escritorio?

– Podría ser otro.

Jeffrey le recordó que habían ido hasta casa de Lena por culpa de las pruebas forenses.

– Sus huellas están en el cuchillo, Frank. Con sangre. O estaba allí cuando le rebanaron el cuello a Chuck y tocó el cuchillo o lo esgrimía cuando ocurrió. No hay otra explicación.

Frank miró el edificio sin pestañear. Jeffrey se dio cuenta de que estaba haciendo cábalas acerca de cómo exculpar a Lena. Él había tenido la misma reacción hacía menos de media hora, cuando el ordenador identificó tres huellas de Lena. Incluso entonces Jeffrey sacó la ficha e hizo que el técnico las comparara punto por punto.

Jeffrey levantó la vista al ver a un profesor salir de la residencia.

– ¿No ha salido en toda la mañana? Frank negó con la cabeza.

– Dame una explicación convincente de por qué sus huellas estaban en ese cuchillo y te aseguro que nos vamos ahora mismo.

Frank parecía furioso. Llevaba una hora larga sentado delante de la residencia, intentando encontrar algo que exonerara a Lena.

– Esto no está bien -dijo, pero, sin más dilación, abrió la portezuela del coche y salió.

La residencia se hallaba casi desierta, pues casi todos los profesores estaban en clase. Al igual que en la mayoría de universidades, la actividad disminuía al acercarse el fin de semana, y siendo inminentes las vacaciones de Semana Santa, muchos estudiantes ya se habían reunido con sus familias. Jeffrey y Frank no encontraron a nadie en el pasillo que conducía a la vivienda de Lena. Se quedaron delante de la puerta, y Jeffrey se dio cuenta de que el pomo estaba torcido, al ser abierto de una patada el día anterior. Si Jeffrey, hubiera encontrado algo de que acusar a Lena, si su instinto le hubiera permitido creer que era culpable, tal vez Chuck Gaines estaría vivo.

Frank se puso a un lado de la puerta, con la mano en el arma, sin desenfundar. Jeffrey llamó dos veces.

– ¿Lena?

Transcurrieron unos segundos, y acercó el oído a la puerta para escuchar.

Volvió a llamarla antes de abrir la puerta.

– ¿Lena?

– Mierda -masculló Frank, desenfundando la pistola.

Jeffrey hizo lo mismo, y su intuición le obligó a abrir la puerta de una patada antes de ver que Lena se estaba poniendo los pantalones. No parecía tener la intención de hacerse con ningún arma.

Jeffrey verbalizó la pregunta que Frank hubiera deseado formular.

– ¿Qué coño te ha pasado?

Lena se aclaró la garganta. Estaba llena de moretones.

– Me caí -dijo con voz ronca.

Sólo llevaba puestos los pantalones y un sujetador blanco, que resaltaba sobre su piel olivácea. Con recato, se cubrió el pecho con las manos. La parte superior de los brazos estaba salpicada de marcas de dedos de color morado, como si alguien la hubiera agarrado con demasiada fuerza. Y en el hombro había una señal que parecía un mordisco.

– Jefe -dijo Frank.

Había esposado a Ethan White y lo sujetaba por el brazo. El chaval estaba vestido, a excepción de los calcetines y los zapatos. Tenía la cara llena de golpes, y el labio partido.

Jeffrey cogió una camisa del suelo para ofrecérsela a Lena. Pero detuvo el gesto al comprender que tenía una prueba en la mano. La blusa estaba manchada de sangre.

– Cristo -susurró, intentando que Lena le mirara-. ¿Qué has hecho?

13

Sara dejó el coche en el aparcamiento del Centro Médico Heartsdale, junto al de Jeffrey. Éste le había dicho que se dirigiera al hospital para obtener muestras de dos sospechosos. No pensaba decirle los nombres por teléfono, pero Sara conocía lo suficiente a Jeffrey para saber que se trataba de Ethan White y Lena.

Como siempre, la sala de urgencias estaba vacía. Sara miró a su alrededor, buscando a la enfermera de guardia, pero ésta debía de estar tomándose un descanso. Al final del pasillo distinguió a Jeffrey charlando con un hombre de más edad, de estatura mediana y complexión recia. Un poco más lejos, Brad Stephens estaba apostado ante la puerta cerrada de una sala de reconocimiento. Tenía la mano apoyada en la culata de su arma.

Al acercarse, Sara oyó al hombre que hablaba con Jeffrey, en un tono chillón y exigente.

– Mi mujer ya tiene bastante con lo que ha pasado.

– Sé lo que ha pasado -dijo Jeffrey-. Me alegra saber que se interesa por su bienestar.

– Pues claro que me intereso -le espetó el hombre-. ¿Qué insinúa?

Jeffrey vio a Sara y le hizo una seña para que se acercara.

– Ésta es Sara Linton -le dijo al individuo-. Se encargará del examen físico.

– Doctor Brian Keller -dijo el hombre, sin mirar a Sara.

Llevaba en la mano un bolso, que, supuso Sara, pertenecía a su esposa.

– El doctor Keller es el marido de Jill Rosen -le explicó Jeffrey-. Lena me pidió que la llamara.

Sara procuró no delatar su sorpresa.

– Si nos perdona -dijo Jeffrey a Keller, y condujo a Sara por el pasillo hasta una pequeña sala de reconocimiento.

– ¿Qué está pasando? -preguntó-. Le dije a mamá que estaría en Atlanta esta tarde.

Jeffrey cerró la puerta antes de decir:

– A Chuck le han cortado el cuello.

– ¿Chuck Gaines? -preguntó Sara, como si pudiera tratarse de otro Chuck.

– Las huellas de Lena están en el arma del crimen.

Sara puso en orden sus ideas, intentando comprender lo que él le decía.

– ¿Recuerdas el examen que le hiciste a Lena después de la violación?

Lena no sabía de qué le estaba hablando.

– La muestra que sacaste de las bragas para establecer el ADN. ¿Recuerdas el examen que le hiciste a Lena después de la violación?

Sara buscó la mejor manera de responderle, pero sabía que la pregunta no admitía matices, así que tuvo que responder:

– Sí.

Su rostro era el vivo retrato de la cólera.

– ¿Por qué no me lo dijiste, Sara?

– Porque no está bien -respondió Sara-. No está bien utilizarlo contra ella.

– Cuéntaselo a Chuck Gaines -repuso Jeffrey-. Cuéntaselo a la madre de Chuck.

Sara mantuvo la boca cerrada, pero seguía sin aceptar que Lena tuviera algo que ver con esos crímenes.

– Quiero que obtengas muestras de White -dijo Jeffrey con brusquedad-. Sangre, saliva, pelo. Péinale todo el cuerpo. Como si fuera una autopsia.

– ¿Qué estamos buscando?

– Cualquier cosa que le relacione con la escena del crimen -informó Jeffrey-. Ya tenemos la huella de los zapatos de Lena en la sangre hallada en el lugar de los hechos. -Negó con la cabeza-. Había sangre por todas partes.

Jeffrey abrió la puerta y miró pasillo abajo. Sara supo que quería decirle algo más.

– ¿Qué? -preguntó Sara.

Jeffrey intentó mostrarse sereno.

– Lena tiene el cuerpo lleno de contusiones.

– ¿Son graves?

Jeffrey miró pasillo abajo y luego a Sara.

– No sé si hubo un forcejeo o no. Tal vez Chuck la atacó y ella se defendió. A lo mejor White se volvió loco.

– ¿Es eso lo que ella dice?

– Ella no dice nada. Ni él tampoco. -Hizo una pausa-. Bueno, White dice que pasaron la noche juntos en el apartamento de Lena, pero los de la universidad dicen que White salió del laboratorio después de que Lena se marchara. -Señaló hacia el pasillo-. De hecho, Brian Keller fue la última persona en verla.

– ¿Lena ha pedido que viniera la doctora Rosen?

– Sí -dijo Jeffrey-. Tengo a Frank en la otra habitación por si le cuenta algo.

Jeffrey…

– No me vengas con el rollo de los médicos y los pacientes, Sara. Se me están amontonando los cadáveres.

Sara sabía que no conseguiría nada discutiendo.

– ¿Lena se encuentra bien?

– Puede esperar -dijo Jeffrey, dándole a entender que no hiciera más preguntas.

– ¿Tienes una orden del juez para hacer todo esto?

– ¿Qué pasa, ahora eres abogado? -No la dejó contestar-. El juez Bennett la firmó esta mañana. -Como Sara no reaccionaba, le dijo-. ¿Qué? ¿Quieres verla? ¿Crees que no digo la verdad?

– No te he pedido…

– No, mira. -Se sacó la orden del bolsillo y la estampó sobre la repisa-. ¿Te das cuenta, Sara? Te digo la verdad. Intento ayudarte a hacer tu trabajo para que nadie más salga perjudicado.

Sara estudió el documento, y reconoció la apretada firma de Billie Bennett saliéndose de la línea.

– Acabemos de una vez.

Jeffrey se hizo a un lado para que Sara pudiera salir, y ésta se sintió invadida por un miedo que hacía mucho tiempo que no experimentaba.

Brian Keller seguía en el pasillo, sosteniendo aún el bolso de su esposa. Miró a Sara con el rostro inexpresivo cuando ella pasó junto a él, y parecía tan inofensivo que Sara tuvo que recordarse que maltrataba a su mujer.

Brad saludó a Sara tocándose el sombrero antes de abrirle la puerta.

– Señora.

Ethan White estaba en medio de la sala. Llevaba una bata de hospital verde claro, y tenía sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho. Le habían golpeado en la nariz hacía poco, y tenía un fino reguero de sangre seca que le llegaba a la boca. Debajo de un ojo, una gran mancha roja viraba ya a morado. Tenía elaborados tatuajes con escenas de batallas en ambos brazos. Sus muslos mostraban dibujos geométricos y llamas subiendo por los lados.

Parecía un chico normal, con el pelo rapado y un cuerpo que revelaba que había pasado demasiado tiempo libre en el gimnasio. Los músculos se le ondulaban en los hombros, tensando la tela de la bata. Era de baja estatura, unos quince centímetros más bajo que Sara, pero había algo en él que llenaba el espacio a su alrededor. White parecía enfadado, como si en cualquier momento fuera a saltar y atacarla. Sara se alegró de que Jeffrey no les hubiera dejado solos.

– Ethan White -dijo Jeffrey-. Ésta es la doctora Linton. Va a tomarte algunas muestras por orden judicial.

White apretó tanto la mandíbula que masticó las palabras.

– Quiero ver la orden.

Sara se puso los guantes mientras White leía la orden. Sobre la repisa había portaobjetos de cristal y todo lo necesario para efectuar la prueba de ADN, junto con un peine de plástico negro y tubos de ensayo para tomar muestras de sangre. Probablemente, Jeffrey ya había hablado con la enfermera para que lo tuviera todo preparado, pero Sara no comprendía por qué no le había pedido que se quedara para ayudarla. Se preguntó si había algo que no quería que viera nadie más.

Sara se puso las gafas. Pediría a Jeffrey que hiciera venir a una enfermera.

Pero antes de hablar, Jeffrey dijo a White:

– Quítate la bata.

– Eso no es… -Sara calló a media frase.

White había dejado caer la bata al suelo. Tenía una esvástica grande tatuada en el estómago. En la parte derecha del pecho había un retrato borroso de Hitler. En la izquierda, una hilera de soldados de las SS saludaban la imagen del dictador.

Sara no pudo evitar fijar la mirada en lo que veía.

– ¿Le gusta lo que ve? -preguntó White en tono desabrido.

Jeffrey estampó la mano en la cara de White y lo empujó contra la pared. Sara saltó hacia atrás hasta dar con la repisa. La nariz de Ethan se desplazó de su sitio y la sangre le brotó hasta resbalarle por la boca.

Jeffrey habló en voz baja, iracunda, en un tono que Sara deseó no tener que volver a oír jamás.

– Es mi esposa, hijo de la gran puta. ¿Me has entendido?

La cabeza de White estaba aprisionada entre la pared y la mano de Jeffrey. Asintió una vez, pero sus ojos no mostraban miedo. Era como un animal enjaulado deseoso de encontrar la manera de escapar.

– Eso está mejor -dijo Jeffrey, retrocediendo.

White miró a Sara.

– Ha sido testigo, ¿verdad, doctora? Brutalidad policial.

– Ella no ha visto nada -dijo Jeffrey.

Sara le maldijo por meterla en eso.

– ¿Ah, no? -preguntó White.

Jeffrey dio un paso hacia él.

– No me des motivos para hacerte daño.

– Sí, señor -respondió White lleno de hostilidad.

Se secó la sangre de la nariz con el dorso de la mano sin apartar los ojos de Sara. Intentaba intimidarla, y ella se dijo que ojalá no se diera cuenta de que lo estaba consiguiendo.

Sara abrió el kit para el ADN oral. Se acercó a White con la espátula en la mano y dijo:

– Abre la boca, por favor.

Ethan obedeció, y la abrió cuanto pudo para que Sara pudiera recoger restos de piel. Tomó varias muestras, pero le temblaban las manos al ponerlas sobre el portaobjetos. Inhaló profundamente, intentando resignarse a la tarea que le esperaba. Ethan White no era más que otro paciente. Ella era una doctora que hacía su trabajo, ni más ni menos.

Sara sentía los ojos de White taladrándole la nuca mientras etiquetaba las muestras. El odio llenaba la habitación como un gas tóxico.

– Necesito tu fecha de nacimiento -dijo Sara.

White se demoró un momento, como si se lo dijera por propia voluntad.

– Veintiuno de noviembre de mil novecientos ochenta.

Sara anotó la información en la etiqueta, junto con su nombre, el lugar, la fecha y la hora. Todas las muestras debían catalogarse del mismo modo, y a continuación se recogían en una bolsa para pruebas o se ponían sobre un portaobjetos.

Sara cogió una oblea de papel estéril con unas pinzas y la acercó a la boca de White.

– Necesito que mojes esto de saliva.

– Soy no secretor.

Sara mantuvo las pinzas inmóviles hasta que él por fin sacó la lengua y pudo colocarle el papel en la boca. Al cabo de unos instantes, Sara sacó la oblea y la catalogó como prueba.

Siguió con el procedimiento y le preguntó:

– ¿Quieres un poco de agua?

– No.

Mientras proseguía con sus manipulaciones, Sara sentía que los ojos de White seguían todos sus movimientos. Incluso cuando estaba en la repisa, de espaldas a él, percibía su mirada, como un tigre a punto de atacar.

Se le contrajo la garganta cuando comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de tocarle. Bajo los guantes, sentía su piel cálida, los músculos tensos y duros. Sara llevaba años sin sacar sangre a nadie que no fuera un cadáver, y no encontraba la vena.

– Lo siento -dijo tras el segundo intento.

– No pasa nada -la disculpó White, con un tono afable que contradecía el odio de sus ojos.

Utilizando una cámara de treinta y cinco milímetros, Sara filmó lo que parecían heridas defensivas en el antebrazo izquierdo. En la cabeza y en el cuello tenía cuatro arañazos superficiales, y una hendidura en forma de media luna, probablemente a causa de una uña, detrás de la oreja izquierda. Tenía magullada la zona en torno a los genitales, y el glande rojo e irritado. En la nalga izquierda había un pequeño arañazo, y otro más grande en la zona lumbar. Sara hizo que Jeffrey acercara una regla a las heridas mientras ella las fotografiaba una a una con una lente macro.

– Necesito que te tiendas sobre la mesa -le pidió Sara.

Se dirigió a la repisa, dándole la espalda. Desdobló una pequeña hoja de papel blanco y dio media vuelta.

– Incorpórate para que pueda ponerte esto debajo -dijo.

Ethan volvió a obedecerle, sin apartar los ojos de su rostro. Cuando le pasó el peine por el vello púbico aparecieron varios pelos ajenos. Las raíces aún estaban pegadas al tallo, lo que indicaba que había sido arrancado del cuerpo. Con unas tijeras afiladas, le cortó una zona enmarañada de vello de la parte interior del muslo, dejándola caer en un sobre y etiquetándola con la información apropiada.

Utilizó un hisopo húmedo para obtener muestras de fluidos secos del pene y el escroto, apretando tanto las mandíbulas que le dolieron los dientes. Le rascó las uñas de las manos y de los pies, fotografiando una uña rota del índice de la mano derecha. Cuando acabó el examen, la repisa estaba llena de pruebas que o se secaban con aire frío en el secador de muestras o se recogían en bolsas de papel para pruebas, que Sara había sellado y etiquetado con una mano que ya no temblaba.

– Ya está -dijo Sara, sacándose los guantes y dejándolos sobre la repisa.

Abandonó la sala con paso ligero, sin correr. Brad y Keller aún estaban en el pasillo, pero pasó junto a ellos sin decir palabra.

Sara regresó a la sala de reconocimiento vacía, y el miedo y la cólera invadiendo cada centímetro de su cuerpo. Se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo para echarse agua fría en la cara. La bilis se le pegaba a la garganta. Tragó agua, con la esperanza que no le diera angustia. Aún sentía los ojos de Ethan a su espalda, hundiéndose en su carne como un hierro candente. Aún podía oler el aroma a jabón que emanaba el cuerpo de Ethan, y, cuando cerró los ojos, vio la leve erección que había tenido cuando le pasó el hisopo por el pene y le peinó el vello púbico.

Sara cerró el grifo. Se estaba secando las manos con una toalla de papel cuando de pronto se dio cuenta de que se encontraba en la misma sala que había utilizado para examinar a Lena tras ser violada. Ésa era la mesa en que se había echado Lena. Ésa era la repisa donde había colocado las muestras de Lena, al igual que había hecho con las de Ethan White.

Sara se rodeó la cintura con los brazos, miró fijamente la sala, procurando no dejarse engullir por los recuerdos.

Al cabo de unos minutos, Jeffrey llamó a la puerta y entró. Se había quitado la americana, y Sara vio el revólver enfundado.

– Podrías haberme avisado -dijo, y se le hizo un nudo en la garganta-. Podrías habérmelo dicho.

– Lo sé.

– ¿Así es como te vengas de mí? -preguntó Sara, consciente de que iba a ponerse a llorar o a chillar.

– No ha sido venganza -dijo Jeffrey.

Sara no supo si creerle. Se llevó la mano a la boca, intentando reprimir un sollozo.

– Joder, Jeff.

– Lo sé.

– No sabes nada -dijo Sara, en un tono muy alto-. Dios mío, ¿has visto esos tatuajes?- Sara no le dejó responder-. Lleva una esvástica… -No pudo continuar-. ¿Por qué no me avisaste?

Jeffrey se quedó callado.

– Quería que lo vieras -dijo-. Quería que supieras a qué nos enfrentamos.

– ¿Y no podías habérmelo dicho? -le preguntó, abriendo el grifo otra vez. Ahuecó la mano para coger agua y quitarse el mal gusto de la boca-. ¿Por qué has tardado tanto? -le preguntó, recordando cómo había golpeado a Ethan, estrellando su cabeza contra la pared-. ¿Has vuelto a pegarle?

– En primer lugar, no le he pegado.

– ¿Que no le has pegado? Le sangraba la nariz, Jeffrey. La sangre era fresca.

– Te he dicho que no le he pegado.

Sara le agarró las manos, buscándole cortes o magulladuras en los nudillos. Estaban limpios, pero le preguntó:

– ¿Dónde está tu anillo de promoción?

– Me lo quité.

– Nunca te lo quitas.

– Me lo quité el domingo. Antes de ir a hablar con tus padres.

– ¿Por qué?

Transigió, furioso.

– Porque tenía sangre, Sara. ¿Entendido? Sangre de Tess.

Ella dejó caer la mano. Le hizo la pregunta que no se había permitido formular mientras estaba en la misma habitación que White.

– ¿Crees que pudo apuñalar a Tessa?

– No tiene coartada para el domingo. Al menos no una sólida.

– ¿Dónde estaba?

– Dice que en la biblioteca -contestó Jeffrey-. Nadie recuerda haberle visto. Pudo haber estado en el bosque. Pudo haber matado a Andy, y luego esperar a ver qué pasaba.

Sara asintió para que prosiguiera.

– No esperaba a Tessa. Ella apareció y él aprovechó la situación.

Sara volvió a agarrase a la repisa y cerró los ojos, intentando asociar el hombre de la sala de al lado con el que apuñaló a Tessa. Sara había estado en presencia de un asesino, y lo que más le había sorprendido es que fuera tan normal, tan vulgar. Con la ropa puesta, también lo parecía. Podía pasar por un chaval cualquiera del campus. Podría haber sido uno de sus pacientes. En algún lugar, en el lugar donde había nacido Ethan, podía haber una pediatra igual que Sara que le había visto convertirse en un hombre.

Cuando pudo hablar, Sara le preguntó:

– ¿Dónde encaja Lena en todo esto?

– Sale con él -dijo Jeffrey-. Es su novia.

– No me creo que…

– Cuando la veas -comenzó Jeffrey-, cuando la veas, Sara, quiero que recuerdes que está liada con White. Le está protegiendo. -Señaló la pared, al otro lado de la cual estaba la sala de reconocimiento donde habían estado con Ethan-. Lo que has visto ahí, ese animal… ella le está protegiendo.

– ¿Protegiéndole de qué? -preguntó Sara-. Son las huellas de Lena las que están en el cuchillo. Es ella la que trabajaba con Chuck.

– Lo entenderás cuando la veas.

– ¿Se trata de otra sorpresa? -preguntó Sara, pensando que no estaba para sorpresas, sobre todo si guardaban relación con Lena-. ¿También lleva una esvástica?

– De verdad -comenzó Jeffrey-. No sé qué pensar de ella. Tiene mal aspecto. Como si le hubieran golpeado.

– ¿La han golpeado?

– No lo sé -contestó Jeffrey-. Alguien se ensañó con ella.

– ¿Quién?

– Frank cree que Chuck le hizo algo.

– ¿El qué? -preguntó Sara, temiendo la respuesta.

– La agredió -dijo Jeffrey-. O a lo mejor sólo la cabreó. Ella se lo dijo a White y éste se puso como loco.

– ¿Tú qué crees que pasó? -preguntó Sara.

– La verdad, ¿quién demonios puede saberlo? Y ella no suelta prenda.

– ¿La has interrogado como a White? -dijo Sara-. ¿Aplastándole la cara con la mano?

La expresión ofendida de los ojos de Jeffrey hizo que ella se arrepintiera de la pregunta, pero sabía que si se callaba no conseguiría nada, y mucho menos respuestas.

– ¿Qué clase de persona crees que soy? -le preguntó Jeffrey.

– Creo… -comenzó Sara, aunque sin saber qué decir-. Creo que los dos tenemos nuestro trabajo. Y creo que ahora no podemos hablar de esto.

– Pues yo quiero que hablemos. Necesito que estés de mi parte, Sara. No puedo enfrentarme a todo el mundo y también a ti.

– Ahora no es el momento. ¿Dónde está Lena?

Jeffrey retrocedió hacia el pasillo, indicándole que lo viera por sí misma.

Sara se secó las manos en los pantalones mientras pasaba al lado de Brad. Alargó la mano hacia la puerta justo cuando Frank salía de la habitación.

– Hola -dijo Frank, sin mirarla a los ojos-. Lena quería agua.

Sara entró en la sala. Lo primero que vio fue el kit de muestreo posviolación que habían dejado en la repisa. Sara se quedó helada, incapaz de moverse hasta que Jeffrey le puso la mano en la espalda y la empujó suavemente. Quería insultarlo, golpearle el pecho con los puños y maldecirlo por obligarle a hacer eso, pero se había quedado sin fuerzas. Estaba totalmente vacía. Sólo sentía dolor.

– Sara Linton, ésta es Jill Rosen -dijo Jeffrey.

Una mujer menuda vestida de negro se puso en pie. Dijo algo, pero Sara sólo oyó un ruido de metales. Lena estaba sentada en la cama, los pies colgando de un lado. Iba vestida con la bata verde del hospital, con una cinta en el cuello. Movía la mano adelante y atrás en lo que parecía un tic nervioso, y las esposas que llevaba alrededor de una muñeca golpeaban en la barra que había al pie de la cama.

Sara se mordió el labio tan fuerte que se hizo sangre.

– Quítale esas esposas ahora mismo -ordenó Sara.

Jeffrey vaciló, pero obedeció.

Cuando le quitó las esposas, Sara le dijo, en un tono que no admitía discusión:

– Vete.

De nuevo, Jeffrey pareció indeciso. Ella le miró a los ojos y pronunció nítidamente las dos sílabas:

– Vete.

Jeffrey salió y la puerta se cerró con un chasquido. Sara estaba con los brazos en jarras, a menos de un metro de Lena. Aunque ahora ya no llevaba las esposas, la mano de Lena continuaba moviéndose adelante y atrás, como paralizada. Sara había pensado que al marcharse Jeffrey la sala parecería menos opresiva, pero las paredes aún parecían caérsele encima. El miedo se palpaba en la habitación, y Sara sintió un repentino estremecimiento.

– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó Sara.

Lena se aclaró la garganta, mirando al suelo. Cuando intentó hablar, su voz apenas era un susurro.

– Me caí.

Sara se llevó una mano al pecho.

– Lena -dijo-. Te han violado.

– Me caí -repitió Lena.

La mano aún le temblaba.

Jill Rosen cruzó la sala y mojó una toallita de papel en el fregadero. Volvió junto a Lena y se la pasó por la cara y el cuello.

– ¿Te lo ha hecho Ethan? -preguntó Sara.

Lena negó con la cabeza mientras Rosen intentaba limpiarle la sangre.

– Ethan no me ha hecho nada -dijo Lena.

Rosen le puso la toallita en la nuca. Quizás estaba borrando alguna prueba, pero a Sara no le importó.

– Lena -dijo Sara-, no pasa nada. No volverá a hacerte daño. Lena cerró los ojos, pero dejó que Rosen le limpiara la barbilla.

– No me ha hecho daño -insistió.

– Esto no es culpa tuya -dijo Sara-. No tienes por qué protegerle.

Lena mantenía los ojos cerrados.

– ¿Te lo hizo Chuck? -preguntó Sara.

Rosen levantó la mirada, perpleja.

– ¿Fue Chuck -repitió.

– No he visto a Chuck -susurró Lena.

Sara se sentó en el borde de la cama, procurando comprender.

– Lena, por favor.

Ella le giró la cara. Le resbaló la bata, y Sara pudo ver la señal de un profundo mordisco sobre el seno derecho.

Rosen habló por fin.

– ¿Chuck te hizo daño?

– No debería haberla llamado -le contestó Lena.

A Rosen se le humedecieron los ojos mientras le pasaba un mechón de pelo por detrás de la oreja. Probablemente se veía a sí misma veinte años atrás.

– Por favor, váyase -pidió Lena.

Rosen miró a Sara como sino acabara de confiar en ella.

– Tienes derecho a que alguien te acompañe -dijo Rosen.

Al trabajar en el campus, la mujer debía de haber recibido llamadas como ésa anteriormente. Conocía el procedimiento, aunque nunca lo hubiera utilizado en su caso.

– Por favor, váyase -repitió Lena, los ojos aún cerrados, como si pudiera alejarla por su fuerza de voluntad.

Rosen abrió la boca para decir algo pero calló. Se fue enseguida, como un prisionero que huye.

Lena seguía con los ojos cerrados. Tragó saliva y tosió.

– Parece como si tuvieras la tráquea magullada -le dijo Sara-. Si tienes alguna lesión en la laringe… -Sara se interrumpió, preguntándose si Lena la estaba escuchando.

Apretaba tanto los ojos que parecía querer borrar el mundo.

– Lena -dijo Sara, acordándose de nuevo del bosque y de Tessa-, ¿te cuesta respirar?

Casi de manera imperceptible, Lena negó con la cabeza.

– ¿Te importa si te la palpo? -preguntó Sara, pero no esperó la respuesta.

Con tanta suavidad como le fue posible, Sara tocó la piel que rodeaba la laringe de Lena, por si había bolsas de aire.

– Sólo está magullada. No hay fractura, pero te dolerá un tiempo.

Lena volvió a toser, y Sara le trajo un vaso de agua.

– Despacio -le dijo, inclinando el fondo del vaso, Lena volvió a toser, y paseó la mirada por la habitación como si no recordara haber llegado allí.

– Estás en el hospital -dijo Sara-. ¿Te hizo daño Chuck y Ethan se enteró? ¿Es eso lo que pasó?

Lena tragó saliva con una mueca de dolor.

– Me caí.

– Lena -musitó Sara, sintiendo una tristeza tan grande que apenas podía hablar-. Dios mío, por favor, dime qué pasó.

Lena no levantó la cabeza, pero empezó a farfullar.

– ¿Qué? -preguntó Sara.

Lena se aclaró la garganta y abrió los ojos. Los vasos sanguíneos estaban rotos, y unos diminutos puntos rojos salpicaban el blanco.

– Quiero darme una ducha -dijo.

Sara miró el kit de muestreo posviolación que había en la repisa. No se sentía capaz de hacerlo otra vez. Era demasiado para una sola persona. La manera en que Lena estaba allí sentada, desamparada, esperando a que Sara hiciera lo que tuviera que hacer, le partía el corazón.

Lena debió de intuir su turbación.

– Por favor, acaba de una vez -susurró-. Me siento muy sucia. Quiero ducharme.

Sara se obligó a apartarse de la cama y a dirigirse a la repisa. Cuando comprobó si había película en la cámara se sentía como atontada.

Siguiendo el procedimiento, Sara le preguntó:

– ¿Has tenido relaciones sexuales consentidas en las últimas veinticuatro horas?

Lena asintió.

– Sí.

Sara cerró los ojos.

– ¿Relaciones sexuales consentidas? -repitió.

– Sí.

Sara intentó mantener un tono formal.

– ¿Te has lavado la vagina o duchado desde la agresión?

– No fui agredida.

Sara se acercó y se quedó delante de Lena.

– Puedo darte una píldora -dijo-. Como la que te di la otra vez.

A Lena aún le temblaba la mano, se la frotaba contra la sábana de la cama.

– Es un anticonceptivo de emergencia.

Lena movió los labios sin hablar.

– Se la llama píldora del día después. ¿Te acuerdas de cómo funciona?

Lena asintió, pero Sara se lo explicó de todos modos.

– Tienes que tomarte una ahora y otra dentro de doce horas. Te daré algo para las náuseas. ¿Tuviste muchas náuseas la última vez?

Tal vez Lena asintió, pero Sara no estaba segura.

– Puede que sientas calambres, mareos o que tengas pérdidas de sangre.

Lena la interrumpió.

– Entendido.

– ¿Entendido? -preguntó Sara.

– Entendido -repitió Lena-. Sí. Dame las píldoras.

Sara estaba en su oficina del depósito, sentada con la cabeza entre las manos, el teléfono aprisionado entre la oreja y el hombro mientras escuchaba sonar el móvil de su padre.

– ¿Sara? -preguntó Cathy, preocupada-. ¿Dónde estás?

– ¿No oíste mi mensaje?

– No sabemos oír los mensajes -dijo su madre, como si fuera evidente-. Empezábamos a estar preocupados.

– Lo siento, mamá -se disculpó Sara, mirando el reloj del depósito. Les había dicho a sus padres que los llamaría al cabo de una hora-. Chuck Gaines ha sido asesinado.

Cathy se quedó tan atónita que dejó de preocuparse.

– ¿El chico que se comió tu trabajo manual de macarrones en tercero?

– Sí -contestó Sara.

Su madre siempre se acordaba de los compañeros de infancia de Sara por las estupideces que habían hecho.

– Eso es horrible -dijo Cathy, sin pensar que la muerte de Chuck pudiera tener alguna relación con el apuñalamiento de Tessa.

– Tengo que practicarle la autopsia, y he tenido muchas cosas que hacer.

Sara no quiso contarle a su madre lo de Lena Adams ni lo ocurrido en el hospital. Aun cuando lo intentara, Sara no creía poder expresar sus sentimientos. Se sentía vulnerable y desamparada y lo único que quería en ese momento era estar con su familia.

– ¿Podrás venir por la mañana? -le preguntó Cathy, con un extraño tono de voz.

– Iré esta noche, en cuanto pueda -dijo Sara, pensando que nunca había querido dejar su ciudad tanto como ahora-. ¿Tess está bien?

– Está a mi lado -dijo Cathy-. Hablando con Devon.

– ¿Y eso es bueno o malo? -preguntó Sara.

– Probablemente lo primero -respondió crípticamente Cathy.

– ¿Y papá?

Cathy esperó unos instantes antes de contestar.

– Está bien -dijo con poca convicción.

Sara intentó reprimir las lágrimas. Se sentía incapaz de moverse. La tensión añadida de tener que preocuparse por las relaciones con su padre era un pesado lastre.

– ¿Hija? -preguntó Cathy.

Sara vio la sombra de Jeffrey proyectarse sobre su escritorio. Levantó la mirada, pero no hacia él. A través de la ventana vio a Frank y a Carlos hablando junto al cadáver.

– Jeff está aquí, mamá. Tengo que ponerme a trabajar.

Cathy aún parecía preocupada, pero dijo:

– Muy bien.

– Vendré en cuanto pueda -afirmó Sara, y colgó.

– ¿Le pasa algo a Tess? -preguntó Jeffrey.

– Necesito verla -dijo Sara-. Necesito estar con mi familia.

Jeffrey captó la insinuación de que eso no le incluía a él.

– ¿Vamos a hablar de esto ahora?

– La esposaste -dijo Sara, entre dolida e indignada-. No puedo creer que la esposaras.

– Es una sospechosa, Sara.

Miró a su espalda. Frank consultaba su cuaderno, pero Sara sabía que podía oír todo lo que decían. Sin embargo, levantó la voz para asegurarse.

– La han violado, Jeffrey. No sé quién, pero la han violado, y tú no deberías haberla esposado.

– Está implicada en la investigación de un asesinato.

– No iba a escaparse estando en el hospital.

– No era por eso.

– ¿Por qué, entonces? -preguntó, sin levantar la voz-. ¿Para torturarla? ¿Para hacerla confesar?

– Ése es mi trabajo, Sara. Hacer confesar a la gente.

– Estoy segura de que te cuentan muchas cosas para que no sigas pegándoles.

– Deja que te diga algo, Sara. Los tipos como Ethan White sólo entienden un lenguaje.

– Oh, ¿me perdí la parte en que te contó lo que querías saber?

Jeffrey se la quedó mirando, esforzándose por no gritar.

– ¿No podemos volver a como estaban las cosas esta mañana?

– Esta mañana no habías esposado a la víctima de una violación a una cama de hospital.

– No soy yo el que está ocultando pruebas.

– Eso no es ocultar pruebas, idiota. Es proteger a un paciente. ¿Qué te parecería que alguien utilizara mi reconocimiento posviolación para incriminarme?

– ¿Incriminarte? -preguntó Jeffrey-. Sus huellas están en el arma del crimen. Tiene todo el aspecto de que alguien le diera una paliza. Su novio tiene una ficha policial tan larga como mi polla. ¿Qué otra cosa voy a pensar? -Hizo un visible esfuerzo por controlarse-. No puedo hacer mi trabajo según tus gustos.

– No -dijo ella, poniéndose en pie-. Ni según lo que se entiende por decencia.

– No sé…

– No seas estúpido -masculló Sara entre dientes, cerrando la puerta de un portazo. Ya no quería que Frank siguiera oyéndoles-. Viste el aspecto que tenía, lo que él le había hecho. Ya debes de tener las fotos. ¿Viste las laceraciones en las piernas? ¿Viste la señal del mordisco en el pecho?

– Sí -dijo Jeffrey-. Vi las fotos. Las vi.

Negó con la cabeza, como si deseara no haberlas visto.

– ¿Crees realmente que ella mató a Chuck?

– Nada relaciona a White con la escena del crimen. Dame algo que lo incrimine. Dame algo que no sean las huellas de sangre de Lena en el arma.

Sara no podía obviar ese punto.

– No deberías haberla esposado.

– ¿Acaso debo pasar por alto el hecho de que podría haber matado a alguien sólo porque siento lástima por ella?

– ¿La sientes?

– Claro que sí -dijo Jeffrey-. ¿Crees que me gusta verla así? Cristo.

– Pudo haber sido en defensa propia.

– Eso ha de decidirlo su abogado -contestó Jeffrey y, aunque su tono era desabrido, Sara supo que tenía razón-. No puedo permitir que mis sentimientos interfieran en mi trabajo. Y tú tampoco deberías.

– Supongo que no soy tan profesional como tú.

– Eso no es lo que he dicho.

– El ochenta por ciento de mujeres violadas experimentan una segunda agresión en algún momento de sus vidas -dijo Sara-. ¿Lo sabías?

El silencio de Jeffrey contestaba a su pregunta.

– En lugar de acusarla de asesinato, deberías estar buscando al que la violó.

Jeffrey se encogió de hombros.

– ¿Es que no la has oído? -preguntó, con tanta desconsideración que Sara casi le abofeteó-. No la violaron. Se cayó.

Sara abrió la puerta con violencia. No quería seguir hablando con él. Mientras se dirigía hacia el depósito, sintió que Jeffrey la estaba mirando, pero no le importó. Tanto daba lo que revelara la autopsia, jamás podría perdonar a Jeffrey por haber esposado a Lena a la cama. Tal como se sentía ahora, le importaba un bledo que no volvieran a dirigirse la palabra.

Se acercó a las radiografías, sin verlas. Sara se concentró en su respiración, intentando fijar su mente en la tarea que le aguardaba. Cerró los ojos, apartó a Tessa de su pensamiento y a Ethan White de su memoria. Cuando le pareció que se había recuperado, abrió los ojos y volvió a la mesa.

Chuck Gaines era un hombre grande, de hombros anchos y poco pelo en el pecho. No había heridas defensivas en los brazos, por lo que debían de haberle pillado por sorpresa. Tenía un gran tajo en el cuello, de un rojo vivo, y las arterias y tendones colgaban como zarcillos de una parra. Sara vio que las vértebras cervicales estaban dislocadas.

– Ya le he pasado la luz negra -dijo Sara. Una luz negra revelaba los fluidos del cuerpo y mostraba si había habido actividad sexual reciente-. Está limpio.

– Pudo haberse puesto un condón -dijo Jeffrey.

– ¿Encontrasteis alguno en la escena del crimen?

– Lena se lo habría quitado.

Bajó la luz de un tirón, para que se supiera lo irritada que estaba. Enfocó la luz para ver mejor la zona de alrededor de la herida.

– Hay una marca superficial -dijo, indicando el corte que no había conseguido penetrar.

Quienquiera que había apuñalado a Chuck, había necesitado un primer intento antes de rasgarle la piel.

– Por tanto -conjeturó Jeffrey-, no era una persona fuerte.

– Se necesita mucha fuerza para cortar el cartílago y el hueso -replicó Sara.

Deseaba que Jeffrey dejara de hacer comentarios, aunque sin querer llamarle la atención delante de Frank. Probablemente, ésa era la razón por la que Jeffrey había traído a Frank.

– ¿Tienes el arma? -preguntó Sara.

Jeffrey levantó una bolsa de plástico que contenía un cuchillo de caza de quince centímetros cubierto de sangre.

– La funda estaba en el cuarto de Lena. El cuchillo encaja perfectamente.

– ¿No buscasteis nada más?

Jeffrey no se inmutó ante la indirecta.

– Registramos su habitación y la de White. Ésta era la única arma. -Y añadió-: De cualquier clase.

Sara estudió el cuchillo. La hoja estaba serrada por un lado y afilada por el otro. Había polvo para huellas negro en el mango, y Sara vio el borroso perfil de la huella de sangre que habían sacado con la cinta. Aparte de eso, no había mucha sangre en el arma. O bien el asesino lo había limpiado o ése no era el cuchillo. Sara hizo una fundada conjetura de cuál era el caso, pero quiso asegurarse antes de decir nada definitivo.

Se puso los guantes. El cadáver sólo presentaba otra señal: una penetrante puñalada sobre el pecho izquierdo. La hendidura era lo bastante grande para que cupiera la hoja del cuchillo que le había mostrado Jeffrey, pero los bordes no habían sido provocados por una navaja serrada. El atacante de Chuck probablemente le había cortado el cuello y luego le había apuñalado en el pecho. La herida del pecho había sido hecha en ángulo, lo que indicaba que el agresor estaba de pie, a más altura que Chuck, cuando se la hizo.

– ¿No es el mismo sitio donde apuñalaron a Tessa? -preguntó Jeffrey.

Sara no hizo caso de la pregunta.

– ¿Puedes ayudarme a ponerlo de lado?

Jeffrey cogió un par de guantes del dispensador de la pared. Frank se ofreció.

– ¿Queréis que os ayude?

– No -dijo Sara-. Gracias.

Frank se dio unos golpecitos en el pecho, visiblemente aliviado. Sara se dio cuenta de que la piel, de los nudillos tenía cortes y magulladuras. Frank vio que ella se había dado cuenta, y se metió la mano en el bolsillo con una sonrisa de disculpa.

– ¿Lista? -preguntó Jeffrey. Sara asintió, esperando.

Como la cabeza de Chuck estaba prácticamente separada del cuerpo, moverle era una tarea difícil. Para complicar aún más las cosas, el cadáver aún estaba rígido. Las piernas resbalaron hacia el borde de la mesa, y Sara tuvo que reaccionar rápidamente para impedir que el cadáver cayera al suelo.

– Lo siento -se disculpó Jeffrey.

– No pasa nada -dijo Sara, y la cólera que había experimentado hasta ahora desapareció. Señaló la bandeja-. ¿Puedes pasarme el escalpelo?

Jeffrey sabía que eso no era lo habitual.

– ¿Qué estás buscando? -preguntó.

Sara calculó la trayectoria de la hoja antes de hacer una pequeña incisión en la espalda de Chuck, debajo del hombro izquierdo.

– ¿La única arma que encontraste fue el cuchillo? -preguntó Sara para aclarar ese punto, señalando otro instrumento de la bandeja.

– Sí -dijo Jeffrey, entregándole unas pinzas de acero inoxidable.

Sara hundió las pinzas en la herida, hurgando con la punta hasta que encontró lo que buscaba.

– ¿Qué estás haciendo? -quiso saber Jeffrey. Como respuesta, Sara sacó un trozo de metal.

– ¿Qué es esto? -preguntó Frank. Jeffrey parecía mareado.

– La punta del cuchillo -dijo. -Se rompió al chocar contra el omóplato -informó Sara. La perplejidad de Frank era evidente.

– El cuchillo de Lena no estaba roto. -Cogió la bolsa de plástico-. La punta ni siquiera está doblada.

Jeffrey estaba pálido, y su expresión afligida hizo que Sara lamentara todo lo que le había dicho antes.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Frank.

– No se trataba del cuchillo de Lena -dijo Jeffrey, la voz ronca por la emoción-. No fue Lena.

14

Lena se despertó sobresaltada, incorporándose con la ayuda de las dos manos. Le dolían las costillas cada vez que respiraba, y la muñeca le palpitaba, a pesar de que se la habían inmovilizado con fibra de vidrio. Se incorporó, miró a su alrededor, en torno a la pequeña celda, e intentó recordar cómo había llegado hasta allí.

– No pasa nada -dijo Jeffrey.

Estaba sentado en el camastro, delante de ella, los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas delante de él. Estaba en el calabozo de la prisión provisional, separada de los que se hallaban a la espera de juicio. La celda era oscura, y la única luz procedía de la cabina de vigilancia que había al final del pasillo. La puerta de la celda estaba abierta, pero Lena no sabía cómo interpretarlo.

– Tienes que tomarte la otra píldora -le dijo Jeffrey. Junto a él, en la cama, había una bandeja metálica con un vaso de plástico y dos píldoras. Jeffrey lo cogió y se lo ofreció como si fuera un camarero-. La pequeña es para que no sientas náuseas.

Lena se llevó las píldoras a la boca y las engulló con un trago de agua fría. Intentó volver a poner el vaso en la bandeja, pero le falló la coordinación y tuvo que hacerlo Jeffrey. El agua se le derramó sobre los pantalones, pero no pareció darse cuenta.

Lena se aclaró la garganta varias veces antes de preguntar:

– ¿Qué hora es?

– Las doce menos cuarto -dijo Jeffrey.

«Quince horas», se dijo Lena. Llevaba quince horas bajo custodia.

– ¿Puedo traerte algo? -preguntó Jeffrey. La luz le dio en la cara cuando se inclinó para dejar la bandeja en el suelo, y Lena vio que apretaba la mandíbula-. ¿Te encuentras bien?

Ella intentó encogerse de hombros, pero los tenía demasiado sensibles. Las partes de su cuerpo que no estaban insensibles le dolían y las sentía agarrotadas. Hasta los párpados le dolían al cerrarlos.

– ¿Cómo va el corte de la mano?

Lena se miró el dedo índice, que le sobresalía de la fibra de vidrio. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que se cortó intentando volver a colocar la parrilla del aire acondicionado. Había transcurrido una eternidad. Ya ni tan sólo era esa persona.

– ¿Fue así como manchaste de sangre el cuchillo? -preguntó Jeffrey, inclinándose de nuevo hacia la luz-. ¿Cuándo te cortaste la mano?

Lena se aclaró la garganta, pero eso hizo que le doliera más. Tenía la voz rasposa, poco más que un susurró.

– ¿Me das un poco de agua?

– ¿Quieres algo más fuerte? -preguntó Jeffrey.

Ella le estudió, esforzándose por comprender qué pretendía. Ahora Jeffrey estaba jugando al policía bueno, y Lena necesitaba tan desesperadamente alguien que fuera amable con ella que tanto le daba que sus atenciones fueran falsas. Se moría de ganas de contarle a alguien lo que había pasado, pero su mente era incapaz de pensar las palabras que su boca necesitaría pronunciar.

– Empecemos con agua, ¿vale? -le dijo mientras le acercaba el vaso.

Lena bebió, alegrándose de que el agua estuviera fría. Jeffrey debía de haberla traído de la nevera que había en el vestíbulo principal.

Ella le entregó el vaso y se apoyó contra la pared. Le dolía la espalda, pero el bloque de cemento era sólido y le daba seguridad. Bajó la vista hacia la fibra de vidrio, que comenzaba debajo de los dedos y se detenía a mitad del brazo. Al mover los dedos, el brazo le tembló.

– Probablemente se te está pasando el efecto del analgésico -le dijo Jeffrey-. ¿Quieres más? Puedo decirle a Sara que te recete algo.

Lena negó con la cabeza, aunque lo único que quería era no sentir nada.

– Chuck es B negativo -dijo Jeffrey-. Tú eres del tipo A.

Lena asintió. Las pruebas de ADN tardarían una semana, pero en el hospital podían determinar el tipo de sangre.

– La del tipo A estaba en el cuchillo, en el escritorio y en el faldón de tu camisa.

Lena aguardó a que prosiguiera.

– No encontramos B negativo por ninguna parte. -Añadió-. Excepto en su oficina.

Contenía la respiración, y guardaba el aire en el pecho, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerlo ahí.

– Lena… -comenzó Jeffrey. Para sorpresa de ella, se le quebró la voz, y antes de que humillara la vista hacia sus manos, Lena vio lo afectado que estaba-. No debí haberte esposado.

Lena se preguntó a qué se refería. No recordaba gran cosa de lo ocurrido después de la noche que había pasado con Ethan. -Habría llevado las cosas de otra manera, sólo con que… -Levantó la vista hacia ella, y sus ojos brillaban a la luz procedente del pasillo-. No sé.

Lena reprimió una tos. Deseaba beber más agua.

– Lena, dime qué pasó. Dime quién te hizo esto para que pueda castigarle.

Lena se lo quedó mirando. Se lo había hecho ella misma. ¿Qué más podía hacer Jeffrey que castigarla?

– No debería haberte esposado -repitió Jeffrey-. Lo siento.

Lena espiró lentamente, sintiendo dolor en las costillas.

– ¿Dónde está Ethan? -preguntó Lena.

Jeffrey se puso tenso.

– Sigue encerrado.

– ¿Bajo qué cargos?

– Violación de la libertad condicional -dijo Jeffrey, pero no entró en detalles.

– ¿Está muerto? -preguntó Lena, pensando en la última vez que había visto a Chuck.

– Sí -dijo Jeffrey-. Está muerto. -Volvió a mirarse las manos-. ¿Te lo hizo él, Lena? ¿Chuck te hizo daño?

Lena volvió a aclararse la garganta, y le dolió del esfuerzo.

– ¿Puedo irme a casa?

Jeffrey pareció pensárselo, pero, por lo que había dicho, Lena sabía que no podía retenerla.

– Sólo quiero irme a casa.

Pero la casa en la que pensaba no era el agujero que habitaba en la universidad. Pensaba en su verdadero hogar y en la vida que llevaba cuando vivía allí. Recordaba a la Lena que no agredía a los demás ni les obligaba a hacer cosas que no querían. La Lena buena. La que era antes de que Sibyl muriera.

– Nan Thomas está aquí. La llamé para que viniera a recogerte -le informó Jeffrey.

– No quiero verla.

– Lo siento, Lena. Te está esperando fuera, y no puedo permitir… no dejaré que te vayas sola a casa.

Nan condujo en silencio hasta la casa de Lena. No había manera de saber hasta qué punto estaba al corriente de lo sucedido. Pero en ese momento eso no le importaba a Lena lo más mínimo. Después de la tormenta de la noche anterior, había dejado de preocuparse.

Lena miraba por la ventanilla, pensando que hacía mucho tiempo que no iba en coche a esas horas. Habitualmente a esa hora estaba en la cama, a veces durmiendo, a veces mirando por la ventana a la espera de que llegara el día. No se sentía segura en ninguna parte.

Nan aparcó delante de su casa y apagó el motor. Introdujo las llaves de ignición dentro del parasol, y esbozó una sonrisa estúpida. Nan confiaba demasiado en la gente. Sibyl era igual, hasta que un maníaco la mató.

La casa que Sibyl y Nan habían comprado hacía unos cuantos años era un pequeño bungalow de los que abundaban por Heartsdale. A un lado había dos dormitorios y un baño al final del pasillo y, al otro, la cocina, el comedor y la sala de estar. El segundo dormitorio lo habían convertido en despacho para Sibyl, pero Lena no sabía para qué lo utilizaba ahora Nan.

Lena estaba en el pequeño porche, sujetándose a la pared para no caerse mientras Nan abría la puerta. Para ella el agotamiento se estaba convirtiendo en una forma de vida; otra cosa que había cambiado.

Tres breves bips del panel de alarma la saludaron cuando Nan abrió la puerta. Considerando lo poco que le preocupaba la seguridad a Nan, a Lena le sorprendió que tuviera una alarma. Nan debió de leerle el pensamiento.

– Lo sé -dijo, tecleando la fecha de nacimiento de Sibyl en el panel de seguridad-. Pensé que me sentiría más segura, después de lo de Sibyl… y de que tú…

– Sería mejor un perro -le sugirió Lena, sintiéndose enseguida culpable al ver el gesto de preocupación de Nan-. El ruido de la alarma también asusta a la gente.

– Los primeros días se disparaba continuamente. La señora Moushey, que vive al otro lado de la calle, casi sufre un ataque al corazón.

– Estoy segura de que es útil -le dijo Lena.

– No sé por qué, pero no te creo.

Lena se apoyó con las manos en el respaldo del sofá, diciéndose que no tenía fuerzas para una conversación tan intranscendente.

Pareció que Nan había adivinado sus pensamientos.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó, encendiendo las luces mientras cruzaban el comedor para dirigirse a la cocina.

Lena negó con la cabeza, pero Nan no la vio.

– ¿Lena?

– No -dijo Lena.

Pasó los dedos por el sofá mientras se dirigía al cuarto de baño. La medicación le daba calambres, y sentía un ardor que podía ser una infección urinaria.

El cuarto de baño era estrecho, con azulejos blancos y negros en el suelo. La parte superior de las paredes estaba rodeada de madera con molduras, y la inferior de azulejo blanco. En el botiquín, cuyo espejo estaba torcido, había una foto de Sibyl enganchada en el marco. Lena se miró al espejo, y a continuación a Sibyl, y comparó las dos imágenes. Lena parecía diez años mayor, aun cuando la foto de Sibyl había sido tomada un mes antes de ser asesinada. Lena tenía el ojo izquierdo hinchado, y el corte era de un rojo intenso y estaba sensible al tacto. Tenía el labio partido en el medio, y arañazos y lo que parecía un moratón gigante en torno al cuello. No era de extrañar que le costara hablar. Probablemente tenía la garganta en carne viva.

– ¿Lena? -preguntó Nan llamando a la puerta.

Lena abrió, pues no quería que Nan se preocupara.

– ¿Te apetece un té? -preguntó Nan.

Lena iba a decir que no, pero pensó que le aliviaría la garganta. Asintió.

– ¿Menta Digestiva u Oso Soñoliento?

Lena estuvo a punto de echarse a reír, porque, después de lo que había ocurrido, le parecía ridículo que Nan estuviera en la puerta preguntándole si quería Menta Digestiva u Oso Soñoliento.

Nan sonrió.

– Lo decidiré por ti. ¿Quieres cambiarte?

Lena aún llevaba el uniforme que le habían dado en la cárcel, pues sus ropas habían sido archivadas como pruebas.

– Aún guardo algunas cosas de Sibyl, si las quieres…

Las dos parecieron darse cuenta al mismo tiempo de que ninguna de ellas se sentiría cómoda si Lena se ponía la ropa de Sibyl.

– Tengo un pijama que te irá bien -dijo Nan.

Entró en su dormitorio y Lena la siguió. Junto a la cama había más fotos de Sibyl y el osito de ésta cuando era pequeña. Nan la observó.

– ¿Qué? -preguntó Lena, apretando la boca, procurando que no se le volviera abrir la herida del labio.

Nan se acercó al armario y se puso de puntillas para rebuscar en el estante superior. Sacó una pequeña caja de madera.

– Esto era de mi padre -dijo Nan, abriendo la caja.

Una pistola mini Glock reposaba dentro del interior de terciopelo, ahuecado con la forma del arma. Al lado había un cargador lleno.

– ¿Qué haces con eso? -le preguntó Lena, ansiosa por sacar el arma de la caja sólo para sentir su peso.

No tenía una pistola en la mano desde que dimitiera de la policía.

– Mi padre me la regaló después de la muerte de Sibyl -dijo Nan, y Lena se dio cuenta de que ni siquiera sabía que el padre de Nan estuviera vivo.

– Es policía. Igual que el tuyo.

Lena tocó el metal frío, y le gustó el tacto.

– No sé utilizarla -dijo Nan-. No soporto las armas.

– Sibyl también las detestaba -dijo Lena, aunque seguramente Nan sabía que a Calvin Adams, su padre, lo habían matado de un tiro tras dar el alto a un coche en la carretera.

Nan cerró la caja y se la entregó a Lena.

– Quédatelo si te hace sentir más segura.

Lena cogió la caja y se la llevó al pecho.

Nan se acercó al tocador y sacó un pijama color azul pastel.

– Sé que no es tu estilo, pero está limpio.

– Gracias -dijo Lena, agradeciendo el esfuerzo.

Nan salió y cerró la puerta. Lena sintió deseos de correr el pestillo, pero se dijo que Nan podía oír el ruido y tomárselo a mal. Se sentó en la cama y abrió la caja de madera. Pasó el dedo por el cañón de la pistola, de la misma manera que había pasado los dedos por la polla de Ethan. Sacó la pistola de la caja, y metió el cargador. La fibra de vidrio que llevaba en la izquierda le dificultaba el movimiento, y cuando tiró de la guía para meter una bala en la recámara, la pistola casi le resbaló de la mano.

– Maldita sea -dijo, apretando el gatillo varias veces sólo para oír el chasquido.

Por costumbre, Lena sacó el cargador antes de volver a poner la pistola en la caja. Con cierta dificultad, consiguió ponerse el pijama azul. Le dolían tanto las piernas que no quería moverlas, pero sabía que el movimiento era la única manera de combatir el agarrotamiento y el dolor.

Cuando entró en la cocina, Nan estaba sirviendo el té. Sonrió a Lena, esforzándose por no reír, y Lena bajó la mirada al perro azul oscuro de dibujos animados que había en el bolsillo de la chaqueta.

– Lo siento -se disculpó Nan entre risitas-. Nunca imaginé que te pondrías algo así.

Lena esbozó una sonrisa, y sintió que se le volvía a abrir el labio. Colocó la caja sobre la mesa. La pistola no servía de nada si no podía meter una bala en la recámara, pero tenerla cerca la hacía sentirse segura.

Nan observó la pistola.

– Bueno, te sienta mejor a ti que a mí -dijo.

Lena sintió cierta desazón y decidió dejar las cosas claras.

– No soy homosexual, Nan.

Nan reprimió una sonrisa.

– Y aunque lo fueras, Lena, en el momento de mi vida en que me encuentro ni se me ocurriría pensar que nadie pueda reemplazar a tu hermana.

Lena apretó la silla con las manos; no quería hablar de Sibyl. Sacarla a relucir en ese momento sería como hacerle saber lo que había pasado. Lena sintió una desgarradora vergüenza ante la idea de que Sibyl llegara a enterarse de lo que le había pasado. Por primera vez, Lena se alegró de que su hermana hubiera muerto.

– Es tarde -afirmó Lena, mirando el reloj de la pared-. Siento haberte metido en esto.

– Oh, no te preocupes -dijo Nan-. No está mal acostarse después de medianoche, para variar. Me he acostado a las nueve y media, como una señora, desde que Sibyl…

– Por favor -dijo Lena-. No puedo hablar de ella. No así.

– Siéntate -dijo Nan.

Le echó un brazo por los hombros e intentó guiarla hacia la silla, pero Lena no se movió.

– ¿Lena?

Lena se mordió el labio, abriéndose aún más el corte. Se pasó la punta de la lengua, recordando la manera en que había lamido el cuello de Ethan.

Sin previo aviso se echó a llorar, y Nan la rodeó con el otro brazo. Se quedaron en la cocina, de pie. Nan la abrazó y la consoló hasta que Lena no pudo llorar más.

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