Jeffrey se inclinó para recoger el periódico del porche delantero de Sara antes de entrar en la casa. Le había dicho que estaría allí a las seis de la mañana para que ella pudiera llamarle y contarle las últimas noticias de Tessa. La noche pasada, al teléfono, Sara parecía destrozada. Más que cualquier otra cosa, Jeffrey detestaba oírla llorar. Le hacía sentir inútil y débil, dos características que despreciaba en cualquiera, sobre todo en él.
Jeffrey encendió las luces del pasillo. En la otra punta de la casa oyó moverse a los perros, el tintineo de sus collares, sus sonoros bostezos, pero no salieron a ver quién había llegado. Tras haberse pasado dos años corriendo en el canódromo de Ebro, los dos galgos de Sara detestaban gastar energía a no ser que fuera necesario.
Jeffrey silbó, arrojó el periódico sobre el mármol de la cocina y le echó un vistazo a la primera página mientras esperaba a los perros. La fotografía que se veía sobre el pliegue mostraba a Chuck Gaines de pie entre su padre y Kevin Blake. Al parecer, el sábado los tres habían ganado un torneo de golf en Augusta. Debajo, un artículo animaba a los votantes a apoyar un nuevo referéndum que ayudaría a sustituir las caravanas que había delante de la universidad por aulas permanentes. Las prioridades del Grant Observer eran darle siempre el protagonismo a Albert Gaines, que poseía la mitad de los edificios de la ciudad y en cuyo banco estaban hipotecados los propietarios de los demás.
Jeffrey silbó otra vez para llamar a los perros, preguntándose por qué tardaban tanto. Por fin aparecieron en la cocina con parsimonia, golpeando la cola en los azulejos blancos y negros del suelo. Les permitió salir al patio vallado, dejando la puerta abierta para que volvieran cuando acabaran de hacer sus cosas.
Antes de que se le olvidara, Jeffrey sacó dos tomates del bolsillo de su americana y los metió en la nevera de Sara junto a una bola verde de aspecto extraño que quizás, en algún momento de su breve y triste vida, fue alimento. Marla Simms, su secretaria, era aficionada a la jardinería, y Jeffrey no podía con toda la comida que le daba. Conociendo a Marla y su afición a meter las narices donde nadie la llamaba, probablemente lo hacía a propósito, con la esperanza de que la compartiera con Sara.
Jeffrey le puso un poco de comida preparada a Bubba, el gato de Sara, aunque Bubba nunca salía hasta que Jeffrey no se había ido. El gato sólo bebía de un cuenco que había junto a la habitación donde estaba la lavadora y la caldera, y cuando Jeffrey vivía en la casa constantemente tropezaba con él y lo volcaba de manera accidental. El gato se tomaba eso y otras cosas como algo personal. Jeffrey y Sara mantenían una relación de amor-odio con el animal. Sara lo adoraba, y Jeffrey lo detestaba.
Los perros entraron trotando en la cocina cuando Jeffrey abría una lata de comida. Bob se apretó contra la pierna de Jeffrey para que lo acariciara mientras Billy se tendía en el suelo, exhalando un suspiro, como si acabara de escalar el Everest. Jeffrey nunca había entendido que esos animales tan grandes pudieran ser perros domésticos, pero los dos galgos parecían muy contentos de quedarse en casa todo el día. Si permanecían en el patio demasiado tiempo, se sentían solos y saltaban la valla para ir a buscar a Sara.
Con el hocico, Bob volvió a empujarle contra el mármol.
– Un momento -le dijo Jeffrey, recogiendo los cuencos. Arrojó en su interior un par de cucharadas de comida seca, y luego la mezcló con la enlatada con una cuchara sopera. Jeffrey sabía por experiencia que los perros se comían cualquier cosa que les echaran en el cuenco (Billy consideraba el cajón del gato su bandeja personal de aperitivos), pero a Sara le gustaba mezclarles la comida, así que él lo hizo.
– Aquí tenéis -dijo Jeffrey, y les acercó la comida.
Se aproximaron a los cuencos, mostrándole sus esbeltas ancas mientras comían. Jeffrey se los quedó mirando un instante antes de decidirse a hacer algo de provecho y limpiar la cocina. Sara no era la persona más ordenada del mundo ni aunque tuviera un buen día, y los platos sucios de la cena del viernes aún se amontonaban en el fregadero. Colgó la americana del respaldo de una silla de la cocina y se arremangó.
Encima del fregadero había una ventana grande que proporcionaba una vista tranquila del lago, y Jeffrey se quedó observando el agua con aire ausente mientras fregaba. Le gustaba estar en casa de Sara, le gustaba la sensación hogareña de la cocina y de las butacas cómodas y mullidas que tenía en la sala de estar. Le gustaba hacerle el amor con las ventanas abiertas, oyendo los pájaros del lago, oliendo el aroma a champú de su pelo, viendo cómo se cerraban los ojos cuando ella se ponía encima de él. Le gustaba tanto todo eso que Sara debía de haberlo intuido; pasaban la mayor parte del tiempo juntos en casa de él.
Sonó el teléfono cuando estaba fregando el último plato, y Jeffrey estaba tan ensimismado que casi lo dejó caer.
Lo cogió al tercer timbrazo.
– Hola -dijo Sara, con un cansado hilo de voz.
Jeffrey cogió una toalla para secarse las manos.
– ¿Cómo está Tess?
– Mejor.
– ¿Ha recordado algo?
– No.
Sara se quedó callada, y Jeffrey no supo si lloraba o es que estaba demasiado cansada para hablar.
La visión de Jeffrey se volvió borrosa, y en su imaginación se vio de nuevo en el bosque, apretando con la mano el vientre de Tessa, la camisa empapada con su sangre. Billy se volvió hacia Jeffrey como si intuyera que algo no iba bien, pero enseguida regresó a su desayuno, y la chapa metálica de su collar tintineó contra el cuenco.
– Y tú, ¿aguantas bien? -le preguntó Jeffrey.
Sara emitió un ruido que podía significar cualquier cosa.
– Hablé con Brock y le dije lo que había que hacer. Mañana deberíamos tener los resultados del laboratorio. Carlos sabe meterles prisa.
Jeffrey no dejó que ella cambiara de tema.
– ¿Has dormido esta noche?
– Lo cierto es que no.
Tampoco Jeffrey. A eso de las tres de la madrugada se había levantado de la cama y se había ido a correr, nueve kilómetros, pensando que eso le agotaría y se dormiría. Pero se equivocaba.
– Ahora mis padres están con ella -le dijo Sara.
– ¿Qué dicen?
– Están furiosos.
– ¿Conmigo?
Sara no respondió.
– ¿Contigo?
Oyó cómo Sara se sonaba la nariz.
– No debería haber llevado a Tessa -dijo.
– Sara, no podías saberlo. -Le enfurecía que no se le ocurriera nada más para consolarla-. Hemos estado en centenares de escenas de crímenes y nunca ha pasado nada. Nunca.
– Seguía siendo la escena de un crimen.
– Exacto, un lugar donde ya ha sucedido un crimen. No había manera de prever que…
– Esta noche volveré con el coche de mamá -dijo Sara-. Van a trasladar a Tessa después de comer. Quiero asegurarme de que está bien instalada. -Hizo una pausa-. Haré la autopsia en cuanto llegue.
– Deja que vaya a buscarte.
– No -dijo ella-. Son muchas horas por carretera y…
– Me da igual -la interrumpió. Anteriormente ya había cometido el error de no estar junto a Sara cuando la necesitaba, y no iba a repetirlo-. Te veré en el vestíbulo a las cuatro.
– Eso es casi la hora punta. Tardarás horas.
– Iré en dirección opuesta -dijo Jeffrey, aunque en Atlanta eso importaba poco, pues cualquier persona mayor de quince años tenía coche-. No quiero que vuelvas sola y conduciendo. Estás demasiado cansada.
Sara no dijo nada.
– No te lo estoy pidiendo, Sara -dijo en tono firme-. Estaré allí a las cuatro, ¿entendido?
Ella finalmente cedió.
– De acuerdo.
– A las cuatro en el vestíbulo principal.
– Muy bien.
Jeffrey le dijo adiós y colgó antes de que Sara cambiara de opinión. Comenzó a desarremangarse, pero se lo pensó dos veces al ver la hora. Tenía que recoger a Dan Brock y llevarle al depósito una hora después para que éste pudiera extraer muestras de sangre de Andy Rosen. Después, Jeffrey había quedado con los Rosen para hablar de su hijo y ver si durante la noche habían recordado algo que le fuera de utilidad.
Jeffrey no tenía nada que hacer en su despacho hasta que la policía científica acabara de analizar el apartamento de una habitación que Andy tenía sobre el garaje de sus padres. Todas las huellas serían introducidas en el ordenador, pero eso era siempre muy aleatorio, pues el ordenador sólo podía comparar esas huellas con las que tenía archivadas. Frank llamaría a Jeffrey cuando los informes estuvieran listos, pero por el momento no podía hacer nada. A no ser que surgiera una revelación trascendental, Jeffrey se dejaría caer por el colegio mayor de Ellen Schaffer para ver si reconocía la foto de Andy Rosen. La muchacha sólo había visto el cadáver de espaldas, aunque considerando lo rápido que circulaban los chismorreos por el campus, probablemente ya sabía más de Andy Rosen que cualquier miembro de la policía.
Jeffrey decidió hacer algo útil. Se dirigió al dormitorio y, mientras recorría el pasillo, fue recogiendo los calcetines y los zapatos de Sara, y a continuación una falda y la ropa interior. Obviamente se había quitado la ropa mientras caminaba por la casa. Jeffrey sonrió, recordando cómo le molestaba eso cuando vivían juntos.
Arrojó las ropas de Sara sobre la silla que había junto a la ventana. Billy y Bob se habían vuelto a echar en la cama. Jeffrey se sentó junto a ellos, y acarició a ambos por turnos. Había un par de fotos enmarcadas junto a la cama de Sara, y se detuvo a mirarlas. Tessa y Sara aparecían en la primera foto, las dos de pie delante del lago, cada una con una caña de pescar. Tessa llevaba un raído sombrero de pescador que Jeffrey sabía que había sido de Eddie. La segunda foto correspondía a la graduación de Tessa. Eddie, Cathy, Tessa y Sara aparecían en la instantánea con los brazos echados por los hombros, con una gran sonrisa.
Sara, con el cabello rojo oscuro y su piel clara, era unos cuantos centímetros más alta que su padre, y siempre parecía esa hija del vecino que se cuela en las fotos familiares, aunque su sonrisa era inequívocamente igual que la de su padre. Tessa había heredado el cabello rubio de la madre, sus ojos azules y su complexión menuda, y las tres mujeres compartían la forma almendrada de los ojos. De todos modos, había algo más femenino en Sara, y a Jeffrey siempre le habían atraído que tuviera curvas justo en los lugares más apreciados.
Dejó la foto y vio una capa de polvo donde antes había habido otra foto. Jeffrey miró en el suelo, a continuación abrió el cajón y apartó un par de revistas antes de encontrar en el fondo la fotografía enmarcada en plata. Conocía bien la foto; un desconocido que paseaba por la playa se la había tomado durante su luna de miel.
Utilizó una esquina de la sábana para quitarle el polvo a la fotografía antes de volver a colocarla sobre la cómoda.
La empresa de pompas fúnebres de Brock tenía su sede en un gran edificio victoriano, el tipo de casa en la que Jeffrey siempre había deseado vivir desde que era niño. En Sylacauga, Alabama, Jeffrey y su madre -y con menos frecuencia su padre- vivían en una casa de dos habitaciones y un baño que ni siendo muy optimistas se podía denominar hogar. Su madre nunca fue una persona feliz, y, que Jeffrey recordara, no había cuadros en las paredes, ni alfombras en el suelo ni nada que pudiera añadir un toque personal a la casa. Era como si May Tolliver hiciera todo lo que podía para no echar raíces. Tampoco es que, de haber querido, pudiera haber hecho gran cosa.
Las ventanas, mal aisladas, temblaban cuando cerraban la puerta, y el suelo de la cocina estaba tan inclinado hacia atrás que la comida que se caía al suelo acababa amontonada bajo el zócalo. En las noches frías de invierno, Jeffrey había llegado a dormir dentro de su saco en el suelo del armario del pasillo, la habitación más caliente de la casa.
Jeffrey llevaba demasiado tiempo trabajando de policía para pensar que una infancia de mierda pudiera justificar nada, pero entendía por qué algunas personas la utilizaban como excusa para sus actos. Jimmy Tolliver era un borracho repugnante, y había sacudido muchas veces a Jeffrey, siempre que éste cometía el error de entrometerse en su camino. Casi siempre, Jeffrey resultaba lastimado cuando cometía el error de interponerse entre su madre y los puños de su padre. Aunque eso pertenecía al pasado, y Jeffrey se había marchado de casa hacía mucho tiempo. A todo el mundo le sucedía algo horrible en uno u otro momento de sus vidas; formaba parte de la condición humana. La manera en que te enfrentabas a la adversidad daba la medida de la clase de personas que eras. Quizá por eso Jeffrey lo estaba pasando tan mal con Lena. Quería que fuera una persona distinta de la que era.
Dan Brock salió por la puerta dando un traspié, y se detuvo cuando su madre lo llamó. Ésta le dio dos vasos de plástico, y Jeffrey le rezó a Dios para que uno de ellos fuera para él. Penny Brock hacía un café fabuloso.
Jeffrey intentó no sonreír al ver cómo se despedían madre e hijo. Brock se inclinó hacia su mamá para besarle en la mejilla, y ella aprovechó para cepillarle el hombro de su traje negro. Había una explicación para entender por qué Dan Brock tenía casi cuarenta años y no se había casado.
Brock le sonrió enseñándole los dientes mientras se dirigía hacia el coche. Era un hombre desgarbado con la enorme mala suerte de parecer exactamente lo que era; un empresario de pompas fúnebres de tercera generación. Tenía los dedos largos y huesudos, y un rostro inexpresivo muy apropiado para consolar a los que acababan de sufrir una pérdida. En su trabajo, la clientela o bien lloraba a moco tendido o no tenía mucha conversación, por lo que cuando no estaba de servicio solía mostrarse muy locuaz con cualquiera que estuviera a mano. Tenía un ingenio muy mordaz, y a veces un sentido del humor alarmante. Cuando se reía lo hacía con ganas, abriendo la boca hasta casi descoyuntársela, como un Teleñeco.
Jeffrey se inclinó para abrir la portezuela, pero Brock ya lo había hecho, pasándose los dos vasos a una de sus grandes manos.
– Hola, jefe -dijo, subiéndose al coche. Le entregó un vaso a Jeffrey-. Lo ha hecho mamá.
– Dale las gracias de mi parte -dijo Jeffrey, cogiendo el vaso. Quitó la tapa e inhaló el vapor, pensando que le despertaría. Adecentar la casa de Sara no era exactamente una tarea agotadora, pero le había dejado hecho polvo comprobar que ella había escondido aquella fotografía en el cajón, como si no quisiera tener a la vista nada que le recordara que habían estado casados. No pudo evitar reírse de sí mismo; actuaba como una adolescente enamorada.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Brock, pues como todo buen empresario de pompas fúnebres, intuía cuándo alguien se dejaba dominar por sus emociones.
Jeffrey puso la primera.
– Nada.
Brock se apoltronó alegremente, extendiendo las piernas delante de él como dos mondadientes doblados.
– Gracias por recogerme. No sé cuándo va a estar arreglado el coche fúnebre, y mamá va a aeróbic los lunes.
– Ningún problema -le dijo Jeffrey, procurando no reírse al imaginar a Penny Brock en mallas.
Le vino a la mente la imagen de un saco de patatas informe.
– ¿Sabes algo de Tessa? -le preguntó Brock.
– Hablé con Sara esta mañana -le dijo Jeffrey-. Está mejor, o eso parece.
– Bueno, gracias a Dios -comentó Brock, levantando una mano-. He estado rezando por ella. -Dejó caer la mano y se golpeó el muslo-. Y ese precioso bebé. Jesús tiene un lugar especial para los bebés.
Jeffrey no respondió, pero se dijo que ojalá Jesús tuviera un lugar aún mejor para los que los apuñalaban.
– ¿Cómo lo lleva la familia? -preguntó Brock.
– Al parecer bien -le dijo Jeffrey antes de cambiar de tema-. Hace tiempo que no trabajas para la policía, ¿verdad?
– Ya lo creo -exclamó Brock, a pesar de que había sido forense durante años-. He de decirte que me alegro de que Sara ocupara mi plaza. No es que el dinero no me viniera bien, pero por aquel entonces Grant se me estaba haciendo demasiado grande. Venía mucha gente de la ciudad, y querían que las cosas se hicieran como en la urbe. Yo no quería que se me pasara nada por alto. Es una gran responsabilidad. Me descubro ante ella.
Jeffrey sabía que al decir «la ciudad» se refería a Atlanta. Como casi todas las pequeñas poblaciones de principios de los noventa, Grant había vivido una gran afluencia de urbanitas que buscaban una vida más tranquila. Huían de las grandes ciudades pensando que encontrarían un pacífico edén al final de la interestatal. Y en su mayor parte así habría sido… si se hubieran dejado los niños en casa. En parte, Jeffrey había sido elegido como jefe de policía por su experiencia con el grupo antipandillas de la policía de Birmingham, Alabama. Cuando Jeffrey firmó su contrato, las autoridades responsables de Grant se habrían puesto a sacrificar cabras de haber pensado que eso podía resolver el problema de las bandas juveniles.
– Sara dijo que esto es bastante sencillo. Sólo necesitas sangre y orina, ¿verdad? -preguntó Brock.
– Ajá -le contestó Jeffrey.
– He oído que Hare la ayuda con su consulta -dijo Brock.
– Ajá -dijo Jeffrey dando un sorbo de café.
Hareton Earnshaw, el primo de Sara, también era médico, aunque no pediatra. Se encargaba de la clínica mientras Sara permaneciera en Atlanta.
– Mi padre, en paz descanse, solía jugar a cartas con Eddie y los demás -dijo Brock-. Recuerdo que a veces me llevaba a jugar con Sara y con Tessie. -Soltó una risotada que resonó en el coche-. ¡Eran las únicas chicas de la escuela que me dirigían la palabra! -Había auténtico pesar en su voz-. Los demás creían que tenía las manos llenas de microbios.
Jeffrey se lo quedó mirando.
Brock le tendió una mano para ilustrarlo.
– De tocar a los muertos. Tampoco es que lo hiciera cuando era niño. No empecé hasta más tarde.
– Ajá -dijo Jeffrey, preguntándose cómo habían pasado a ese tema.
– Mi hermano Roger era el que los tocaba. Roger era un auténtico granuja.
Jeffrey se preparó, pensando que eso derivaría en un chiste asqueroso.
– A los chavales les cobraba un cuarto de dólar para llevarlos a la sala de embalsamar cuando papá se iba a dormir. Los conducía hasta allí con las luces apagadas, con la ayuda de una linterna para alumbrar el camino, y entonces apretaba el pecho del difunto, así. -Aun sabiendo que no debía, Jeffrey se volvió para ver el lugar exacto-. Y el cuerpo exhalaba un leve gemido.
Brock abrió la boca y dejó escapar un leve y fúnebre gemido. El sonido era horrible -aterrador-, algo que Jeffrey deseó haber olvidado cuando se acostara aquella noche.
– Cristo, qué cosa tan siniestra -dijo Jeffrey, estremeciéndose como si alguien hubiera andado sobre su tumba-. No vuelvas a hacer eso, Brock.
Brock parecía arrepentido, pero disimuló. Se bebió el café y se quedó callado el resto del camino hasta el depósito.
Cuando Jeffrey se detuvo delante de la casa de los Rosen, lo primero que observó fue un rojo y reluciente Ford Mustang aparcado junto a la puerta. En lugar de dirigirse a la puerta principal, Jeffrey rodeó el coche, admirando sus elegantes líneas. Cuando tenía la edad de Andy Rosen, Jeffrey soñaba con conducir un Ford Mustang, y ver uno siempre le provocaba celos irracionales. Pasó los dedos por la capota, recorriendo las franjas negras, pensando que Andy había tenido muchos más motivos para vivir que él cuando tenía su edad.
Alguien más amaba ese coche. A pesar de que era muy temprano, no había rocío sobre la chapa. Cerca del guardabarros de atrás había un balde vuelto del revés con una esponja encima. La manguera del jardín estaba enrollada cerca del coche. Jeffrey miró su reloj, y se dijo que era una hora extraña para lavar el coche, sobre todo considerando que el propietario había muerto el día antes.
Mientras se acercaba al porche, Jeffrey oyó a los Rosen discutir, al parecer con virulencia. Llevaba lo bastante siendo policía para saber que la gente suele decir las verdades cuando está enfadada. Esperó junto a la puerta, escuchando, aunque procuró no hacerlo de manera muy descarada por si algún corredor tempranero se preguntaba qué estaba haciendo.
– ¿Por qué demonios te preocupas por él ahora, Brian? -preguntaba Jill Rosen-. Jamás te importó un bledo.
– Eso es una puta mentira, y lo sabes.
– A mí no me hables así.
– ¡Que te jodan! Te hablaré así cuando me salga de los cojones.
La voz de Jill Rosen bajó de tono, y Jeffrey no escuchaba bien lo que decía. Cuando el hombre le contestó, tampoco levantó la voz.
Jeffrey les concedió un minuto por si volvían a encolerizarse antes de llamar a la puerta. Los oyó moverse por la casa y supuso que uno o los dos estaban llorando.
Jill Rosen abrió la puerta. Jeffrey vio que llevaba un kleenex muy usado en la mano y comprendió que se había pasado la mañana llorando. Por un instante se acordó de Cathy Linton en la terraza de su casa, el día anterior, y sintió una compasión que jamás habría creído poder experimentar.
– Jefe Tolliver -dijo Rosen-. Éste es el doctor Brian Keller, mi marido.
– Hablamos por teléfono -le recordó Jeffrey.
Keller parecía destrozado. A juzgar por el pelo gris, que le raleaba, y la mandíbula caída, debía de rondar ya los sesenta, pero la aflicción le hacía parecer veinte años mayor. Llevaba unos pantalones de raya diplomática y, aunque era obvio que formaban parte de un traje completo, sólo le cubría el torso una camiseta amarilla con el cuello en uve, que revelaba una mata de pelo gris en el pecho. Como su hijo, le colgaba del cuello una cadena con la estrella de David, o a lo mejor era la que habían encontrado en el bosque. Curiosamente, iba descalzo, y Jeffrey se dijo que había sido Keller quien había lavado el coche.
– Lo siento -dijo Keller-. Me refiero a lo de ayer, cuando hablamos por teléfono. Estaba muy afectado.
– Siento lo de su hijo, doctor Keller -respondió Jeffrey.
Le estrechó la mano, y pensó en cómo preguntarle con delicadeza si Andy era su hijo natural o adoptado. Muchas mujeres mantenían el apellido de soltera cuando se casaban, pero generalmente los hijos adoptaban el del padre.
– ¿Es usted el padre biológico de Andy? -preguntó Jeffrey a Keller.
– Dejamos que Andy eligiera el apellido que quería cuando tuvo edad suficiente para tomar una decisión fundada -dijo Rosen.
Jeffrey asintió, aunque opinaba que dejar elegir demasiadas cosas a los chavales era uno de los motivos por los que había tantos en comisaría, sorprendidos de que sus malas decisiones les pudieran meter en líos.
– Pase -le invitó Rosen, indicándole a Jeffrey que siguiera el breve pasillo que conducía a la sala.
Al igual que casi todos los profesores, vivían en Willow Drive, que daba a la calle Mayor, a poca distancia de la universidad. Ésta había llegado a un acuerdo con el banco para garantizar préstamos hipotecarios a bajo interés para los nuevos profesores, quienes se quedaban con las casas más bonitas de la ciudad. Jeffrey se preguntó si todos los profesores permitían que sus hogares se deterioraran tanto como la de Keller. En el techo, había manchas de humedad provocadas por un reciente chaparrón, y las paredes necesitaban desesperadamente una nueva capa de pintura.
– Siento el desorden -dijo Jill Rosen con voz neutra.
– No pasa nada -contestó Jeffrey, aunque se preguntó cómo se podía vivir en medio de semejante desbarajuste-. Doctora Rosen…
– Jill.
– Jill -repitió-. ¿Puede decirme si conoce a Lena Adams?
– ¿La mujer que vino a verme ayer? -preguntó, subiendo el volumen en la última palabra.
– Me preguntaba si la conocía de antes.
– Vino a mi consulta. Me contó lo de Andy.
Jeffrey la miró un momento; no la conocía lo bastante para saber si sus palabras querían dar a entender algo más, pues podían interpretarse de muchas maneras. Algo en las tripas le decía que había algo entre Lena y Jill Rosen, pero no estaba seguro de que guardara relación con el caso.
– Podemos sentarnos aquí -dijo Rosen, y señaló una abarrotada salita.
– Gracias -dijo Jeffrey, recorriendo el cuarto con la mirada. Era evidente que Rosen había decorado la casa con mucho esmero cuando se mudó, pero de eso hacía ya muchos años. Los muebles eran bonitos, pero estaban ajados. El papel pintado había pasado de moda, y en la alfombra se distinguían las zonas más transitadas con la misma claridad que un sendero en el bosque. Aparte de esos problemas estéticos, la casa se estaba convirtiendo en un almacén. Había montones de libros y revistas por todas partes. Jeffrey vio periódicos de la semana pasada desperdigados sobre una de las butacas que había junto a la ventana. Contrariamente a la casa de los Linton, que contenía la misma cantidad de objetos y desde luego más libros, el lugar parecía asfixiante, como si nadie fuera feliz desde hacía mucho tiempo.
– Hemos hablado con la funeraria acerca de qué haremos con los restos -le dijo Keller-. Jill y yo aún no nos hemos decidido. Mi hijo era ferviente partidario de la incineración. -Le tembló el labio superior-. ¿Se podrá hacer después de la autopsia?
– Sí -dijo Jeffrey-. Por supuesto.
– Queremos cumplir su deseo, pero… -repuso Rosen.
– Es lo que él quería, Jill -afirmó Keller.
Jeffrey percibió la tensión entre ellos y decidió no opinar. Rosen le indicó una butaca grande.
– Por favor, siéntese.
– Gracias -dijo Jeffrey, sujetándose el extremo de la corbata y sentándose al borde del cojín para no hundirse en el fofo sillón.
– ¿Quiere beber algo? -le preguntó Rosen.
Antes de que Jeffrey tuviera tiempo de negarse, Keller dijo:
– No estaría mal un poco de agua.
Keller se quedó mirando al suelo hasta que su mujer salió de la habitación. Parecía esperar algo, pero Jeffrey no sabía qué. Cuando se oyó el grifo de la cocina, abrió la boca, pero no dijo nada.
– Bonito coche el de ahí fuera -comentó Jeffrey.
– Sí -contestó Keller, entrelazando las manos en el regazo. Tenía los hombros encorvados, y Jeffrey se dio cuenta de que era más corpulento de lo que pensó en un principio.
– ¿Lo ha lavado esta mañana?
– Andy cuidaba mucho ese coche.
Jeffrey se dio cuenta de que no había contestado a la pregunta.
– ¿Trabaja en el departamento de biología?
– De investigación -le aclaró Keller.
– Si hay algo que quiera contarme… -comenzó Jeffrey.
Keller volvió a abrir la boca, pero en ese momento volvió Rosen, quien les traía un vaso de agua a cada uno.
– Gracias -dijo Jeffrey, dando un sorbito.
El vaso olía de manera extraña. Lo dejó en la mesita baja, y miró a Keller para ver si el hombre tenía algo que decir antes de ir al grano.
– Sé que tienen otras cosas de qué preocuparse. Sólo necesito que me contesten algunas preguntas de rutina, y ya no les molestaré más -aseguró Jeffrey.
– Tómese el tiempo que necesite -le dijo Keller.
– Sus hombres estuvieron en el apartamento de Andy hasta muy tarde -comentó Rosen.
– Sí -replicó Jeffrey.
Contrariamente a los policías que salían por televisión, a Jeffrey le gustaba permanecer lo más lejos posible de la escena del crimen hasta que la policía científica acabara de examinarla. El lecho del río donde Andy se había suicidado era un lugar público y demasiado amplio para ser de utilidad. Pero el apartamento del muchacho era otro cantar.
Keller esperó a que su esposa se sentara, y entonces se colocó a su lado en el sofá. Intentó cogerle la mano, pero ella la apartó. Estaba claro que la riña aún no había terminado.
– ¿Cree que alguien pudo empujarle? -inquirió Rosen.
Jeffrey se preguntó si alguien se lo habría insinuado a Rosen o si la idea se le había ocurrido a ella.
– ¿Alguien había amenazado con hacerle daño a su hijo? -preguntó.
Los padres se miraron el uno al otro como si ya lo hubieran hablado antes.
– No que nosotros sepamos.
– ¿Andy había intentado suicidarse antes?
Los dos asintieron al unísono.
– ¿Han visto la nota?
– Sí -susurró Rosen.
– No es probable que le empujaran -les dijo Jeffrey. Tanto daba lo que él sospechara, pues en ese momento era una simple suposición. No quería darles a los padres de Andy algo a lo que agarrarse y luego tener que decepcionarles-. Investigaremos todas las posibilidades, pero no quiero que se hagan ilusiones.
Calló, lamentando las palabras elegidas. ¿Qué ilusión podía hacerles a unos padres que su hijo hubiera sido asesinado?
– Encontrarán algo irregular en la autopsia. Averiguarán muchas cosas. Es asombroso de lo que es capaz la ciencia hoy en día -dijo Keller a su esposa.
Hablaba con la convicción de un hombre que trabajaba en ese terreno y confiaba en que la ciencia pudiera probar cualquier cosa.
Rosen se llevó el pañuelo de papel a la nariz, haciendo caso omiso de las palabras de su marido. Jeffrey se preguntó si la tensión entre ambos se debía a la reciente discusión mantenida o si sus problemas venían de lejos. Tendría que hacer algunas discretas averiguaciones en el campus.
Keller interrumpió los pensamientos de Jeffrey.
– Hemos intentado recordar algo que pudiera ayudarle -dijo-. Andy tenía algunos amigos de antes de…
– Nunca llegamos a conocerlos -le interrumpió Rosen-. Sus amigos de cuando tomaba drogas.
– No -dijo Keller-. Que nosotros sepamos, últimamente ya no se veía con ninguno.
– Al menos ninguno que Andy nos hubiera presentado -concedió Rosen.
– Yo debería haber estado más en casa -dijo Keller, con la voz enronquecida a causa del arrepentimiento.
Rosen no se lo discutió, y Keller enrojeció ante el esfuerzo que hizo para no llorar.
– ¿Estaba en Washington? -le preguntó Jeffrey, aunque fue Rosen quien respondió.
– Brian está trabajando en una investigación muy delicada -le explicó.
Keller negó con la cabeza, como si eso no fuera nada.
– ¿Acaso eso importa ahora? -preguntó sin dirigirse a nadie en concreto-. Todo ese tiempo perdido, ¿y para qué?
– Puede que algún día tu trabajo sirva de ayuda a los demás -dijo ella, y Jeffrey percibió animosidad en su tono.
No debía de ser la primera vez que le echaba en cara a su marido que trabajara demasiado.
– Ese coche que hay ahí fuera, ¿era de Andy? -preguntó Jeffrey a Rosen.
Observó que Keller apartaba la mirada.
– Acabábamos de comprárselo. Para… no sé. Brian quería recompensarle por haber salido adelante.
En la frase quedaba implícito que Rosen no había estado de acuerdo con la decisión de su marido. El coche era un despilfarro, y los profesores no eran millonarios. Jeffrey calculó que probablemente él cobraba más que Keller, y su sueldo tampoco era una maravilla.
– ¿Solía ir en coche a la facultad? -preguntó Jeffrey.
– Era más cómodo ir andando -dijo Rosen-. A veces íbamos juntos.
– ¿Le contó adónde pensaba ir ayer por la mañana?
– Yo estaba en la clínica -respondió Rosen-. Supuse que se quedaría todo el día en casa. Cuando Lena llegó…
Pronunció el nombre de Lena con una familiaridad que a Jeffrey le hubiera gustado averiguar el porqué, pero no se le ocurrió la manera de introducir el tema en la conversación.
Jeffrey sacó su libreta y preguntó:
– ¿Andy trabajaba para usted, doctor Keller?
– Sí. No es que hiciera gran cosa, pero no quería que pasara mucho tiempo en casa solo.
– También ayudaba en la clínica -añadió Rosen-. Nuestra recepcionista no es muy de fiar. A veces Andy se encargaba de la recepción o trabajaba en los ficheros.
– ¿Alguna vez tuvo acceso a información de los pacientes? -preguntó Jeffrey.
– Oh, nunca -dijo Rosen, como si la sola idea la alarmara-. Eso está bajo llave. Andy se encargaba de las facturas, de concertar citas, de las llamadas telefónicas. Ese tipo de cosas. -Le tembló la voz-. Sólo era para mantenerlo ocupado durante el día.
– Y lo mismo en el laboratorio -dijo Keller-. No estaba realmente cualificado para ayudar en la investigación. Ese trabajo lo hacen los estudiantes de postgrado. -Keller se irguió con las manos en las rodillas-. Sólo quería tenerle cerca para no perderlo de vista.
– ¿Les preocupaba que hiciera algo así? -preguntó Jeffrey.
– No -dijo Rosen-. Bueno, no sé. Quizá, de manera subconsciente, pensé que a lo mejor se lo estaba planteando. Últimamente se comportaba de manera muy extraña, como si ocultara algo.
– ¿Tiene idea de qué era?
– Imposible saberlo -dijo con auténtico pesar-. A esa edad los chicos son difíciles. Y las chicas también, por supuesto. Intentan hacer la transición entre la adolescencia y la edad adulta. Y los padres a veces son un lastre y otras una muleta donde apoyarse, según el día de la semana.
– O según si necesitan dinero o no -añadió Keller.
Los dos sonrieron ante el comentario, como si fuera un chiste compartido por ambos.
– ¿Tiene hijos, jefe Tolliver? -preguntó Keller.
– No.
Jeffrey se reclinó en la butaca. No le había gustado la pregunta. De joven, jamás pensó en tener hijos. Al enterarse de lo de Sara, no volvió a pensar en ello. Pero en el último caso en el que trabajó con Lena hubo algo que le hizo preguntarse qué se sentiría ejerciendo de padre.
– Te parten el corazón -dijo Keller en un ronco susurro, hundiendo la cabeza entre las manos.
Jill Rosen pareció entablar un mudo debate consigo misma antes de extender un brazo y acariciarle la espalda. Keller levantó los ojos, sorprendido, como si ella acabara de concederle un premio.
Jeffrey esperó un instante antes de preguntar:
– ¿Les dijo Andy si dejar las drogas le causaba algún problema? -Los dos negaron con la cabeza-. ¿Había algo o alguien que pudiera haberlo disgustado?
Keller se encogió de hombros.
– Se esforzaba muchísimo por forjar su propia identidad. -Movió la mano en dirección a la parte de atrás de la casa-. Por eso le dejábamos vivir encima del garaje.
– Últimamente le interesaba el arte -dijo Rosen. Señaló la pared que había detrás de Jeffrey.
– No está mal.
Jeffrey le echó un vistazo al lienzo, esforzándose para que su reacción sonara sincera. El cuadro mostraba, de manera bastante unidimensional, a una mujer desnuda tendida sobre una roca. Tenía las piernas abiertas, y sus genitales eran la única parte de la pintura en color, por lo que parecía tener un plato de lasaña entre los muslos.
– Tenía talento -afirmó Rosen.
Jeffrey asintió, pensando que sólo una madre engañada o el editor de la revista Screw [2] pensaría que el autor de ese cuadro tenía talento. Se volvió, y su mirada se encontró con Keller, quien tenía una expresión remilgada e incómoda que reflejaba la propia reacción de Jeffrey.
– ¿Andy se veía con alguien? -preguntó Jeffrey, pues aunque el cuadro era descriptivo, parecía que al muchacho se le habían pasado por alto algunas partes importantes.
– No que nosotros sepamos -respondió Rosen-. Nunca vimos salir a nadie de su habitación, pero el garaje está en la parte de atrás de la casa.
Keller le lanzó una mirada a su mujer antes de responder:
– Jill cree que tomaba drogas otra vez.
– Encontramos algo de material en su habitación -le dijo Jeffrey. No esperó a que Rosen formulara la pregunta obvia-. Recortes de papel de aluminio y una pipa. No hay manera de saber cuándo los utilizó por última vez.
Rosen se hundió en el sofá, y su marido la rodeó con el brazo, apretándola contra su pecho. Sin embargo, ella parecía ausente, y Jeffrey volvió a preguntarse por el estado de su matrimonio.
Jeffrey prosiguió.
– No había nada más en su habitación que indicara que tenía algún problema con las drogas.
– Tenía cambios bruscos de humor -dijo Keller-. A veces estaba muy melancólico. Triste. Era difícil saber si era por las drogas o su temperamento natural.
Jeffrey se dijo que ése era un buen momento para mencionar los piercings de Andy.
– Observé que llevaba un piercing en la ceja.
Keller puso los ojos en blanco.
– Eso casi mata a su madre.
– También llevaba uno en la nariz -añadió Rosen con desaprobación-. Creo que últimamente se había hecho algo en la lengua. No me lo enseñó, pero siempre lo estaba chupando.
– ¿Alguna otra cosa inusual? -insistió Jeffrey.
Keller y Rosen abrieron mucho los ojos en una expresión inocente. Keller habló por los dos:-¡No creo que se pueda poner un piercing en ninguna otra parte!
Jeffrey cambió de tema.
– ¿Qué me dicen del intento de suicidio de enero?
– Visto con perspectiva, no creo que realmente tuviera intención de matarse -dijo Keller-. Sabía que Jill encontraría la nota cuando se despertara. Lo calculó para que la hallara antes de que el acto fuera irremediable. -Hizo una pausa-. Creemos que intentaba llamar la atención.
Jeffrey esperó a que Rosen dijera algo, pero tenía los ojos cerrados y el cuerpo inclinado y apoyado en el de su marido.
– A veces sacaba las cosas de quicio -confesó Keller-. No pensaba en las consecuencias.
Rosen no replicó.
Keller negó con la cabeza.
– No sé, a lo mejor no debería decir algo así.
– No -susurró Rosen-. Es la verdad.
– Deberíamos habernos dado cuenta -insistió Keller-. Debió de enviarnos alguna señal.
La muerte ya es mala de por sí, pero los suicidios son especialmente horribles para los allegados. O bien se culpan por no haber visto algún indicio o se sienten traicionados por el egoísmo del difunto, que les ha dejado para que arreglen el estropicio. Jeffrey se imaginó que los padres de Andy Rosen se pasarían el resto de sus vidas intentando resolver el dilema.
Rosen se incorporó, limpiándose la nariz. Sacó otro pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos.
– Me asombra que encontrara algo en el apartamento -dijo-. Andy era tan desordenado.
Había intentado mantener la calma, pero sus palabras parecieron remover de nuevo su dolor.
Rosen se derrumbó lentamente; la boca comenzó a temblarle mientras intentaba reprimir los sollozos, hasta que por fin se cubrió la cara con las manos.
Keller volvió a rodearla con el brazo, y la acercó contra su cuerpo.
– Lo siento mucho -dijo, enterrando el rostro en su pelo-. Debería haber estado aquí -dijo-. Debería haber estado aquí. Permanecieron así unos minutos, como si Jeffrey ya se hubiera marchado. Éste se aclaró la garganta.
– Creo que iré a echar un vistazo al apartamento, si no les importa.
Keller fue el único que alzó los ojos. Asintió y siguió consolando a su mujer. Rosen se desplomó contra él. Parecía una muñeca de trapo.
Jeffrey se dio la vuelta para marcharse, y se encontró cara a cara con el desnudo recostado de Andy. Había algo extrañamente familiar en esa mujer que no acababa de identificar.
Consciente de su ensimismamiento, salió de la casa. Quería seguir hablando con Keller y averiguar qué era exactamente lo que no quería decir delante de su esposa. También necesitaba interrogar de nuevo a Ellen Schaffer. A lo mejor distanciarse de la escena del crimen la había ayudado a hacer memoria. Jeffrey se detuvo delante del Mustang y de nuevo admiró sus líneas. Resultaba extraño que Keller lavara el coche poco después de la muerte de su hijo, aunque desde luego no era un delito. Quizá lo había hecho en honor de Andy. Quizás intentaba ocultar alguna prueba, aunque a él le costaba imaginar algo que pudiera relacionar el vehículo con el crimen. Aparte de la agresión a Tessa Linton, ni siquiera estaba seguro de que se hubiera cometido un asesinato.
Se agachó y pasó una mano por la superficie de rodadura de los neumáticos. La carretera que conducía al aparcamiento situado junto al puente estaba pavimentada, y en el aparcamiento había gravilla. Aunque se encontraran marcas de esa misma superficie de rodadura, Andy podría haber ido a ese lugar cientos de veces. Jeffrey sabía por los informes de los agentes que se trataba de uno de los lugares preferidos por las parejas para darse el lote.
Jeffrey se disponía a telefonear a Frank con el móvil cuando vio acercarse a Richard Carter con una gran cazuela en la mano. Richard dibujó una amplia sonrisa al ver a Jeffrey, pero la borró de su rostro de inmediato y adoptó una expresión más seria.
– Doctor Carter -dijo Jeffrey, esforzándose en parecer amable. Jeffrey tenía cosas más importantes que hacer que esquivar preguntas impertinentes que le permitieran a Richard hacerse el importante en el campus.
– He preparado un guiso para Brian y Jill. ¿Se apunta? -le preguntó.
Jeffrey se volvió hacia la casa, recordando el ambiente opresivo, el dolor que los padres estaban experimentando.
– Quizá no sea un buen momento.
A Richard se le ensombreció el semblante.
– Sólo quería ayudar.
– Están muy afectados -le dijo Jeffrey, pensando en cómo hacerle algunas preguntas acerca de Brian Keller sin que se notara demasiado. Sabiendo la manera de actuar de Richard, decidió abordar el tema desde otro ángulo-. ¿Era amigo de Andy? -preguntó, diciéndose que Richard no sería más de ocho o nueve años mayor que el muchacho.
– Dios mío, no -dijo Richard con una carcajada-. Era un alumno y, aparte de eso, era un repelente niño mimado.
Jeffrey ya había llegado a esa misma conclusión por su cuenta, pero le sorprendió la vehemencia de Richard.
– Pero ¿es muy amigo de Brian y Jill? -le preguntó.
– Oh, son estupendos -contestó Richard-. En el campus hay muy buen ambiente. Toda la facultad es como una pequeña familia.
– Ya -dijo Jeffrey-. Brian parece un hombre muy familiar.
– Oh, y lo es -asintió Richard-. Para Andy era el mejor padre del mundo. Ojalá yo hubiera tenido un padre como ése.
Había un dejo de curiosidad en su voz, y Jeffrey comprendió que Richard se había dado cuenta de que le estaba interrogando. Ser consciente de ello le hacía sentirse poderoso, y sonrió mientras esperaba a que Jeffrey le sonsacara algún chismorreo. Jeffrey no perdió el tiempo.
– Parece un matrimonio bien avenido.
Richard torció la boca.
– ¿Usted cree?
Jeffrey no contestó, y a Richard le gustó su reacción.
– Bueno -comenzó a decir Richard-, no me gusta extender rumores…
Jeffrey reprimió el «Chorradas» que pugnaba por salirle de los dientes.
– Y fue sólo eso… un rumor. Yo nunca le di crédito, pero puedo decirle que Jill se comportó de una manera muy extraña con Brian en la fiesta del departamento de las navidades pasadas.
– ¿Están en el mismo departamento?
– Como ya he dicho -le recordó Richard-, es un campus pequeño.
Jeffrey lo miró en silencio, y Richard no necesitó más para animarse.
– Se rumoreaba que hubo un problema tiempo atrás.
Parecía necesitar que Jeffrey dijera algo, así que preguntó:
– ¿Sí?
– Eh, no es más que un rumor. -Hizo una pausa de verdadero showman-. Se mencionó a un estudiante. -Otra pausa-. Una alumna, para ser más exactos.
– ¿Una aventura? -conjeturó Jeffrey, aunque no hacía falta ser un lince.
Seguramente eso sería algo que Keller no querría mencionar delante de su mujer, sobre todo si ella ya estaba al corriente. Jeffrey sabía por propia experiencia que el hecho de que Sara aludiera a las circunstancias que habían acabado con su matrimonio le hacía sentirse como si estuviera suspendido sobre el Gran Cañón.
– ¿Sabe cómo se llama la chica?
– Ni idea, pero si hay que hacer caso de los chismes, pidió el traslado cuando Jill se enteró.
Jeffrey tenía sus reservas, y estaba harto de la gente que se guardaba información.
– ¿Se acuerda de qué aspecto tenía? ¿Qué especialidad estudiaba?
– No me acabo de creer que existiera. Como ya he dicho, fue sólo un rumor. -Richard frunció el ceño-. Y ahora me siento fatal por revolver los caldos de la facultad.
Miró la cazuela y se rió de su chiste.
– Richard, si hay algo que no me ha contado…
– Le he dicho todo lo que sé. O lo que oí. Como ya he dicho…
– Fue sólo un rumor -remató Jeffrey.
– ¿Algo más? -preguntó Richard, dibujando con los labios un puchero.
Jeffrey decidió darle largas.
– Es muy amable por su parte traerles la comida.
Richard sonrió con tristeza.
– Cuando mi madre falleció hace un par de años, me gustaba que la gente me trajera cosas; era como un rayo de sol en el período más sombrío de mi vida.
Jeffrey repasó las palabras de Richard en su cabeza, y todas sus alarmas se dispararon.
– ¿Jefe? -preguntó Richard.
– Rayo de sol -dijo Jeffrey.
Ahora sabía qué le resultaba tan familiar del cuadro obsceno de Andy Rosen. La chica llevaba un rayo de sol tatuado alrededor del ombligo.
Un coche patrulla y el Taurus sin identificación de Frank Wallace estaban aparcados delante de la residencia universitaria de Ellen Schaffer cuando Jeffrey llegó, aunque éste no había pedido ayuda.
– Mierda -dijo Jeffrey, aparcando junto al vehículo de Frank. Supo que había ocurrido algo espantoso antes de ver salir de la residencia a dos chicas, abrazadas y sollozando.
Jeffrey corrió hacia el edificio y subió los peldaños de dos en dos. Keyes House se había incendiado hacía dos años, pero habían reemplazado la residencia con un duplicado exacto de la vieja mansión, construida antes de la guerra de Secesión, con salones clásicos en la parte de delante y un imponente comedor con cabida para treinta personas. Frank estaba en uno de los salones, esperándole.
– Jefe -dijo, haciéndole una seña para que entrara-, hemos intentado llamarle.
Jeffrey se sacó el teléfono del bolsillo. Tenía batería, pero había zonas de la ciudad que carecían de cobertura.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Jeffrey.
Frank cerró las puertas para que tuvieran un poco de intimidad antes de responder.
– Se ha volado la cabeza.
– Joder -maldijo Jeffrey. Sabía la respuesta, pero tenía que preguntarlo-: ¿Schaffer?
Frank asintió.
– ¿De manera deliberada?
Frank bajó la voz.
– Después de lo de ayer, ¿quién sabe?
Jeffrey se sentó en el borde del sofá, y volvió a sentir el miedo en la nuca. Dos suicidios en dos días seguidos tampoco era nada tan extraordinario, pero el apuñalamiento de Tessa Linton arrojaba una sombra de duda en todo lo que ocurría en el campus.
– Acabo de hablar con Brian Keller, el padre de Andy Rosen -explicó Jeffrey.
– ¿Es su hijastro?
– No, el chico eligió el apellido de la madre. -Cuando Jeffrey vio que Frank parecía perplejo, le aclaró-: No preguntes. Keller es el padre biológico.
– Muy bien -dijo Frank, aún desconcertado.
Durante una milésima de segundo, Jeffrey deseó tener a Lena de ayudante en lugar de Frank. No es que éste fuera un mal policía, pero ella era intuitiva, y ambos sabían complementarse a la perfección. Frank era lo que Jeffrey denominaba un sabueso, alguien que sabía gastarse las suelas siguiendo pistas pero que era incapaz de tener las típicas intuiciones que resolvían los casos.
Jeffrey se acercó a la puerta de vaivén que llevaba a la cocina, asegurándose de que nadie les escuchaba.
– Richard Carter me ha dicho que…
Frank soltó un bufido, Jeffrey no supo muy bien si debido a la orientación sexual de Richard o a su detestable personalidad. Sólo esta última razón le resultaba aceptable a Jeffrey, pero ya hacía mucho tiempo que sabía que Frank era hombre de ideas fijas.
– Carter está al corriente de todos los cotilleos del campus -dijo Jeffrey.
– ¿Qué te ha explicado? -transigió Frank.
– Que Keller tenía una aventura con una estudiante.
– Vale -dijo Frank, pero su tono indicaba lo contrario.
– Quiero que investigues a Keller. Escarba en su pasado. Comprobemos si ese rumor es cierto.
– ¿Crees que su hijo se enteró de que tenía una aventura y su padre le hizo callar para que no se lo contara a la madre?
– No -dijo Jeffrey-. Richard dijo que la mujer lo sabía.
– Yo no me fiaría de esa maricona -afirmó Frank.
– Basta, Frank -le ordenó Jeffrey-. Si Keller tenía una aventura, eso explicaría perfectamente el suicidio. Quizás el hijo no podía perdonar al padre, así que saltó desde el puente para castigarlo. Esta mañana los padres estaban discutiendo. Rosen dijo a Keller que nunca se preocupó de su hijo.
– A lo mejor lo dijo por venganza. Ya sabes que las mujeres a veces se ponen muy desagradables.
Jeffrey no tenía ganas de debatir ese punto.
– Rosen me pareció una persona bastante lúcida.
– ¿Crees que lo hizo ella?
– ¿Y qué iba a ganar con eso?
La respuesta de Frank fue la misma que Jeffrey tenía preparada.
– No lo sé.
Jeffrey se quedó mirando la chimenea, y de nuevo se dijo que ojalá pudiera comentar el caso con Lena o Sara.
– Me van a poner un pleito si empiezo a salpicar de mierda a los padres y resulta que el chaval se suicidó -aseguró a Frank.
– Cierto.
– Vete y averigua si Keller estaba de verdad en Washington D. C. cuando ocurrió todo eso -dijo Jeffrey-. Haz algunas preguntas discretas por el campus, veamos si ese rumor tiene fundamento.
– Los vuelos son fáciles de comprobar -afirmó Frank, sacando su cuaderno-. Puedo preguntar por ahí si alguien sabe algo de la aventura de Keller, pero la chica lo haría mucho mejor que yo.
– Lena ya no es policía, Frank.
– Pero puede ayudarnos. Vive en el campus. Probablemente conoce a algunos estudiantes.
– No es policía.
– Sí, pero…
– Pero nada -dijo Jeffrey, haciéndole callar.
La noche anterior, en la biblioteca, Lena demostró que no estaba interesada en ayudarles. Jeffrey le había concedido una magnífica oportunidad para hablar con Jill Rosen, pero mantuvo la boca cerrada, y ni siquiera consoló a la mujer.
– ¿Y qué me dices de Schaffer? ¿Cómo encaja en todo esto? -preguntó Frank.
– Hay un cuadro -le contó Jeffrey, y le pormenorizó los detalles del lienzo de la sala de los Keller-Rosen.
– ¿Y la madre tiene eso en la pared?
– Estaba orgullosa de él -supuso Jeffrey, y se dijo que, de haberlo hecho él, su madre le habría dado de bofetadas y quemado el cuadro con uno de sus cigarrillos-. Los dos dijeron que el hijo no mantenía relaciones con nadie.
– Quizá no se lo contó -dijo Frank.
– Es posible -asintió Jeffrey-. Pero si Schaffer se acostaba con Andy, ¿por qué ayer no le reconoció?
– Estaba con el culo al aire -dijo Frank-. Si Carter no le hubiera reconocido, entonces sí sospecharía.
Jeffrey le lanzó una mirada de advertencia.
– Vale. -Frank levantó las manos-. De todos modos, la chica estaba afectada. Y Andy se hallaba a quince metros de distancia. ¿Cómo iba a reconocerle?
– Cierto -concedió Jeffrey.
– ¿Crees que podría tratarse de algún pacto de suicidio?
– Se habrían suicidado juntos, no con un día de diferencia -señaló Jeffrey-. ¿Hemos averiguado algo sobre la nota de suicidio?
– Todo el mundo la ha tocado, hasta su madre -dijo Frank, y Jeffrey se preguntó si estaba haciendo un chiste.
– De haberse tratado de un pacto, lo diría en la nota.
– A lo mejor Andy rompió con ella -sugirió Frank-. Y ella se vengó tirándole del puente.
– ¿Te pareció lo bastante fuerte para hacerlo? -preguntó Jeffrey, y Frank se encogió de hombros-. No me lo trago -dijo Jeffrey-. Las chicas no actúan así.
– Tampoco podía divorciarse.
– Ojo -le advirtió Jeffrey, tomándose el comentario como algo personal. Y antes de que Frank les avergonzara a ambos intentando disculparse, añadió-: Las muchachas no hacen eso -se corrigió-. Avergüenzan al chaval, o cuentan mentiras de él a sus amigos, o se quedan embarazadas, o se tragan un tubo de pastillas…
– ¿O se vuelan los sesos? -le interrumpió Frank.
– Todo esto suponiendo que Andy Rosen fuera asesinado. Todavía está la opción del suicidio.
– ¿Hay alguna novedad al respecto?
– Esta mañana Brock tomó algunas muestras de sangre. Mañana tendremos el informe del laboratorio. De momento no hay pruebas de que hubiera nada raro. La única razón por la que investigamos todo esto es Tessa, y cualquiera sabe si existe relación entre ambos hechos.
– Si no la hubiera sería mucha coincidencia -aseguró Frank.
– Voy a conceder un par de días a Keller para ver si se pone nervioso, y cuando llegue el momento le interrogas en serio. Esta mañana quería decirme algo, pero no delante de su mujer. A lo mejor después de que Sara haga la autopsia esta noche tenemos más información.
– ¿Vuelve esta noche?
– Sí -contestó Jeffrey-. Esta tarde voy a buscarla.
– ¿Cómo lo lleva?
– Es un momento difícil -dijo Jeffrey, y enseguida cambió de conversación-. ¿Dónde está Schaffer?
– Por aquí -le dijo Frank, abriendo las puertas de la salita-. ¿Quieres hablar primero con su compañera de habitación?
Jeffrey iba a decirle que no, pero cambió de opinión al ver a la mujer que lloraba sentada en un asiento empotrado en la ventana, al final del salón. La flanqueaban dos chicas que intentaban confortarla. Parecían copias la una de la otra, ambas con el pelo rubio y los ojos azules. Cualquiera de ellas habría podido pasar por hermana de Ellen Schaffer.
– Señorita -dijo Jeffrey en un tono que pretendía ser consolador-. Soy el jefe Tolli…
La mujer le interrumpió con un sollozo.
– ¡Es horrible! -gritó la chica-. ¡Esta mañana estaba perfectamente!
Jeffrey le lanzó una mirada a Frank.
– ¿Ésa fue la última vez que la vio?
La chica asintió, moviendo la cabeza como si fuera un sedal.
– ¿A qué hora fue? -preguntó Jeffrey.
– A las ocho -dijo ella, y Jeffrey recordó que a esa hora él estaba con los Rosen-Keller.
– Tuve que ir a clase… -contestó la chica-. Ellen dijo que iba a acostarse. Estaba tan afectada por lo de Andy…
– ¿Conocía a Andy Rosen? -preguntó Jeffrey.
En ese momento la chica volvió a prorrumpir en un sollozo, y su cuerpo se estremeció.
– ¡No! -gimoteó-. Eso fue lo trágico. Estaba en su clase de arte, ¡y ni siquiera le conocía!
Jeffrey intercambió una mirada con Frank. La policía se encuentra a menudo con gente que se siente mucho más próxima a la víctima de un crimen de lo que estaba cuando ésta vivía. En el caso de Andy, supuestamente un suicidio, el melodrama se intensificaba.
– ¿Así que -comenzó Jeffrey- vio a Ellen a las ocho? ¿La vio alguien más?
Una de las chicas que estaban junto a la compañera de habitación de Ellen dijo:
– Todas tenemos clase a primera hora.
– ¿Y Ellen?
Las tres asintieron al unísono.
– Igual que todas las de la residencia -aseguró una de ellas.
– ¿Cuál era su especialidad? -quiso saber Jeffrey, preguntándose si la chica tendría alguna relación con Keller.
– Biología celular -informó la tercera chica-. Mañana tenía que entregar sus prácticas de laboratorio.
– ¿Tenía de profesor al doctor Keller? -preguntó Jeffrey.
Las tres negaron con la cabeza.
– ¿Ése es el padre de Andy? -quiso saber, pero Jeffrey no contestó.
– Consigue copias de su horario y veamos qué clases ha tenido desde que está aquí -dijo a Frank. A las chicas les preguntó-:
– ¿Ellen salía con alguien?
– Mmm -dijo la primer chica, mirando a sus amigas nerviosa. Antes de que Jeffrey intentara sonsacarla, contestó-: Ellen se veía con muchos chicos diferentes.
El énfasis quería decir miles.
– ¿Alguno tenía algo contra ella?
– Claro que no -la defendió la primera chica-. Todos la adoraban.
– ¿Visteis a alguien sospechoso merodeando por la residencia esta mañana?
Las tres negaron con la cabeza. Jeffrey se volvió hacia Frank.
– ¿Has interrogado a todo el mundo?
– No había casi nadie -dijo Frank-. Estamos reuniéndolos a todos. Nadie oyó el disparo.
Jeffrey levantó las cejas sorprendido, pero no comentó nada delante de las chicas.
– Gracias por su tiempo -les dijo y les entregó su tarjeta por si recordaban algo más que pudiera ser útil.
Cuando Frank le condujo por el pasillo hasta la habitación de Schaffer, situada en la planta baja, Jeffrey le preguntó:
– ¿Qué arma utilizó?
– Una Remington 870.
– ¿La Wingmaster? -exclamó Jeffrey.
Se preguntaba qué hacía una chica como Ellen Schaffer con un arma como ésa. Se trataba de una escopeta de corredera, una de las armas más populares utilizadas por los agentes de la ley.
– Practica el tiro al plato -dijo Frank-. Está en el equipo.
Jeffrey recordó vagamente que Grant Tech tenía un equipo de tiro, pero no le cuadraba que esa rubia descarada que había conocido el día antes se dedicara al tiro al plato.
Frank le señaló una puerta cerrada.
– Está ahí dentro.
Jeffrey no había imaginado lo que se iba a encontrar al abrir la puerta, pero se quedó boquiabierto ante lo que vio. La muchacha estaba en el sofá; rodeaba la culata de la escopeta con las piernas. El cañón apuntaba a la cabeza… o a lo que quedaba de ella.
Le llegó un fuerte olor que le hizo llorar los ojos.
– ¿Qué es ese olor?
Frank señaló la bombilla desnuda que había sobre el escritorio. Un trozo de cuero cabelludo estaba pegado al vidrio blanco, y el humo llegaba hasta el techo, como si el calor lo estuviera cociendo.
Jeffrey se cubrió la boca y la nariz con la mano. Se acercó a la ventana, abierta unos treinta centímetros. Daba a la parte de atrás de la residencia, desde donde se veía el césped y una glorieta en una zona pensada para sentarse. Más allá había un bosque estatal, y un camino que se adentraba en él y que probablemente utilizaban la mitad de los estudiantes del campus.
– ¿Dónde está Matt?
– Haciendo preguntas por ahí -le informó Frank.
– Que busque huellas en esta ventana por la parte de fuera.
Frank llamó con su móvil mientras Jeffrey estudiaba la ventana centímetro a centímetro. La inspeccionó un minuto, pero no encontró nada. Estaba a punto de dar media vuelta cuando la luz se reflejó en una línea de grasa junto al pasador.
– ¿Has visto eso? -preguntó.
Frank se acercó, doblando las rodillas para verlo mejor.
– ¿Aceite? -preguntó, y a continuación señaló hacia el escritorio que estaba junto al sofá.
Una escobilla metálica para la recámara, tela para los tacos y un pequeño frasco de aceite para limpiar armas marca Elton se alineaban sobre la mesa. En el suelo, un trapo que sin duda se había utilizado para limpiar el cañón de la escopeta estaba arrugado, formando una bola.
– ¿Limpió la escopeta antes de pegarse un tiro? -preguntó Jeffrey, pensando que eso era lo último que haría él.
Frank se encogió de hombros.
– A lo mejor quería asegurarse de que funcionaba bien.
– ¿Tú crees? -preguntó Jeffrey, de pie delante del sofá. Schaffer vestía unos tejanos ajustados y una camiseta corta. Estaba descalza, y el dedo gordo del pie estaba atrapado en el gatillo. El sol que llevaba tatuado en torno al ombligo quedaba visible bajo un reguero de sangre. Las manos descansaban en la boca de la escopeta, probablemente para que apuntara a la cabeza.
Jeffrey se sacó un bolígrafo del bolsillo y apartó la mano derecha de la víctima. La palma, allí donde se había cerrado en torno a la escopeta, estaba limpia de sangre, lo que significaba que Schaffer tenía agarrada el arma cuando se disparó. O le dispararon. Al examinar la otra mano descubrió lo mismo. Incrustado entre los cojines del sofá estaba el cartucho que había salido disparado de la recámara al apretar el gatillo. Jeffrey lo empujó con el bolígrafo, preguntándose por qué todo aquello no le cuadraba. Comprobó la fina marca del cañón para asegurarse y, a continuación, le dijo a Frank:
– Tiene una escopeta del calibre doce y utiliza un cartucho del veinte.
Frank se lo quedó mirando.
– ¿Por qué utilizaría un cartucho del veinte?
Jeffrey se incorporó y negó con la cabeza. La circunferencia de la boca de la escopeta era más grande que la de la bala. Una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer es, probablemente, cargar una escopeta con una munición que no le corresponde. Los fabricantes comercializan los cartuchos con revestimientos de colores distintos para evitar que eso suceda.
– ¿Cuánto hace que estaba en el equipo de tiro al plato? -preguntó Jeffrey.
Frank sacó su cuaderno y buscó entre las páginas.
– Empezó este año. Su compañera de habitación dijo que quería participar en el decatlón.
– ¿Era daltónica? -preguntó Jeffrey.
Era difícil confundir el cartucho amarillo brillante con el verde de calibre veinte.
– Lo comprobaré -dijo Frank, anotándolo.
Jeffrey examinó el extremo del cañón, conteniendo el aliento al mirarlo de cerca.
– Tenía un reductor de tiro al plato -observó.
La obstrucción constreñiría el cañón, por lo que era probable que utilizara un cartucho de menor tamaño.
Jeffrey se puso en pie.
– Esto no me cuadra.
– Mira la pared -dijo Frank.
Jeffrey rodeó un charco de sangre que había junto a la cabecera del sofá para examinar la pared que quedaba detrás del cadáver. La explosión del disparo había destrozado gran parte del cráneo, fragmentando trozos de la cabeza y lanzándolos contra, la pared a gran velocidad.
Jeffrey apretó los ojos. Intentaba distinguir algo entre la sangre y el tejido que se desperdigaba por la pared. Los perdigones de plomo habían dejado algunos agujeros grandes, y alguno había atravesado la pared.
– ¿Algo en la habitación de al lado? -preguntó Jeffrey, pronunciando una breve oración de gracias porque no hubiera nadie en el otro cuarto cuando apretaron el gatillo.
– No me refería a eso -dijo Frank-. ¿Ves lo que hay en la pared?
– Un momento -le contestó Jeffrey.
Se concentró cuanto pudo hasta que comprendió que algo lo estaba mirando a él.
El ojo de Ellen Schaffer estaba incrustado en la pared.
– Cristo -exclamó Jeffrey, apartando la mirada.
Regresó a la ventana, e intentó abrirla del todo para que saliera el olor. Estar dentro de aquella habitación era como quedarse atrapado dentro de un retrete el último día de la feria estatal.
Jeffrey volvió a mirar a la muchacha, procurando analizar las cosas con frialdad. Debería haber hablado con ella antes. A lo mejor si hubiera ido a primera hora de la mañana, aún estaría viva. Se preguntó qué más se le había pasado por alto. La discrepancia en el calibre de la escopeta era sospechosa, pero cualquiera podía cometer un error, sobre todo si esa persona no iba a estar ahí para limpiar la porquería. Pero también, como en el caso de Andy, aquello podía ser un montaje. ¿Alguien más tenía una diana pintada en la frente?
– ¿Cuándo la encontraron? -preguntó Jeffrey.
– Hace una media hora -le dijo Frank, secándose la frente con un pañuelo-. No tocaron nada. Cerraron la puerta y nos llamaron.
– Cristo -repitió Jeffrey, sacando su pañuelo. Volvió a mirar en dirección al escritorio. -Ahí está Matt -dijo Frank.
Jeffrey vio a Matt entrar en el patio de atrás, las manos en los bolsillos, mirando al suelo, buscando algo que le llamara la atención. Se detuvo y se arrodilló para ver mejor.
– ¿Qué? -le gritó Jeffrey, en el momento en que el teléfono de Frank comenzaba a sonar.
Matt levantó la voz para hacerse oír.
– Parece una flecha.
– ¿Una qué? -gritó Jeffrey, que no estaba para tonterías.
– Una flecha -dijo Matt-. Como si alguien la hubiera dibujado en el suelo.
– Jefe -dijo Frank, acercándose el teléfono al pecho.
Jeffrey gritó a Matt:
– ¿Estás seguro?
– Venga a verlo usted mismo -respondió-. Desde luego parece una flecha.
Frank repitió:
– Jefe.
– ¿Qué, Frank? -contestó Jeffrey de mala manera.
– Una de las huellas que aparecieron en el apartamento de Rosen ha sido identificada por el ordenador.
– ¿Ah, sí? -dijo Jeffrey.
Frank negó con la cabeza. Miró al suelo, y pareció pensárselo mejor.
– No creo que quiera saber a quién pertenece.
Lena estaba tumbada de espaldas, mirando el techo, intentando respirar y relajarse tal como le había enseñado Eileen, la profesora de yoga. Nadie de su clase era capaz de mantener las posturas de yoga tanto tiempo como ella, pero cuando llegaba el momento de relajarse, era un completo desastre. El concepto de «dejarse ir» iba, en contra de las creencias personales de Lena, que dictaban que no se debía perder el control jamás, y mucho menos el control del cuerpo.
En su primera sesión de terapia, Jill Rosen le recomendó que practicara yoga para relajarse y dormir mejor. En las pocas horas que compartieron, Rosen le dio muchos consejos para afrontar sus problemas, pero ése fue el único que siguió. Uno de los problemas de Lena después de ser violada era la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía. Como había practicado deporte desde muy joven, su cuerpo no estaba acostumbrado a la holganza de la depresión y la autocompasión. Estirar y comprimir los músculos, ver cómo los bíceps y los muslos recuperaban su dureza habitual, le dio esperanza, y quizás hasta habría podido volver a ser la de antes. Pero luego venía la fase de relajación, y Lena se sentía igual que la primera vez que estudió álgebra en la escuela. Y la segunda vez fue para examinarse en septiembre.
Cerró los ojos y se concentró en la zona lumbar, intentando liberar la tensión, pero el esfuerzo le hizo levantar los hombros hasta las orejas. Tenía el cuerpo tenso como una goma elástica, y no entendía por qué Eileen siempre insistía en que ésa era la parte más importante de la clase. Todo lo que Lena disfrutaba con los estiramientos se evaporaba en cuanto Eileen bajaba el volumen de la música y decía a sus alumnos que se pusieran boca arriba y respiraran. En lugar de imaginarse un sinuoso arroyo o las olas de un océano, todo lo que Lena imaginaba era un reloj marcando el tiempo y los millones de cosas que tenía que hacer en cuanto saliera del gimnasio, a pesar de que era su día libre.
– Respiren -les recordó Eileen con su tono monocorde e irritantemente sereno. Tendría unos veinticinco años, y rebosaba un carácter tan risueño que a Lena le daba ganas de soltarle un puñetazo-. Relajen la espalda -sugirió Eileen, su voz era un susurro estudiado para tranquilizar a los alumnos.
Lena abrió los ojos cuando Eileen le apretó la palma de la mano en el estómago. El contacto físico hizo que Lena se pusiera más tensa, pero la profesora no pareció darse cuenta.
– Eso está mejor -le dijo Eileen, y una sonrisa se extendió por su pequeño rostro.
Lena esperó a que la mujer se alejara antes de volver a cerrar los ojos. Abrió la boca, inhaló a un ritmo regular, y comenzaba a pensar que podría funcionar cuando Eileen juntó las manos.
– Muy bien -dijo.
Lena se levantó tan deprisa que se le subió la sangre a la cabeza. Los demás alumnos se sonreían mutuamente o abrazaban a la jovial profesora, pero Lena agarró su toalla y se encaminó al vestuario.
Giró la combinación de su taquilla, y la alegró tener todo el vestuario para ella. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, y a continuación decidió contemplarse con más detenimiento. Desde la agresión, Lena había dejado de mirarse al espejo, pero, por alguna razón, hoy se sentía atraída por su reflejo. Unos círculos oscuros le bordeaban los ojos, y los pómulos se le marcaban más de lo habitual. Estaba adelgazando, pues la mayor parte de los días pensar en comer le provocaba náuseas.
Se quitó la horquilla, y su larga melena castaña le resbaló por el cuello y el rostro. Últimamente se sentía más cómoda con el pelo lacio, como una cortina. Saber que nadie podía verla con claridad la hacía sentirse segura.
Alguien entró, y Lena regresó a su taquilla, sintiéndose una estúpida porque la pillaran mirándose al espejo. A su lado había un tipo escuálido, que sacaba su mochila de la taquilla junto a la suya. Estaba tan cerca que a Lena se le erizó el vello de la nuca. Lena se dio media vuelta y cogió sus zapatos, con la intención de ponérselos fuera.
– Hola -dijo el tipo.
Lena esperó. El hombre bloqueaba la puerta.
– Todo ese rollo de abrazarse -dijo, negando con la cabeza, como si fuera algo acerca de lo que siempre estuvieran bromeando.
Lena le echó una mirada, y supo que nunca había hablado con ese individuo. Era de baja estatura para ser un hombre, no mucho más alto que ella. Tenía el cuerpo enjuto y menudo, pero Lena pudo ver sus brazos y hombros bien marcados ocultos bajo una camiseta negra de manga larga. Tenía el pelo corto al estilo militar, y llevaba puestos unos calcetines de un verde lima tan chillón que casi dañaban la vista.
Le tendió la mano.
– Ethan Green. Empecé a venir hará un par de semanas.
Lena se sentó en el banco para ponerse los zapatos. Ethan se sentó en la otra punta.
– Eres Lena, ¿verdad?
– ¿Lo leíste en los periódicos? -preguntó mientras intentaba deshacer un nudo que se le había formado en los cordones de sus zapatillas de tenis, diciéndose que ese puto artículo que habían publicado sobre Sibyl había hecho su vida aún más difícil.
– Nooo -dijo, alargando la palabra-. Quiero decir, sí, he oído hablar de ti, pero oí que Eileen te llamaba Lena y até cabos. -Le sonrió, nervioso-. Y te reconocí por la foto.
– Un chico listo -dijo, renunciando a deshacer el nudo. Se puso en pie y se calzó como pudo.
Él también se levantó, y se acercó la mochila. Sólo había tres o cuatro hombres que practicaban yoga, e invariablemente acababan en el vestuario después de la clase, vomitando chorradas acerca de que hacían yoga para mantenerse en contacto con sus sentimientos y explorar su yo interior. Era una táctica, y Lena conjeturó que los varones que hacían yoga follaban más que el resto.
– Tengo que irme -dijo Lena.
– Espera un momento -le rogó él, con una media sonrisa en los labios.
Era un joven atractivo, y probablemente estaba acostumbrado a que las chicas se colaran por él.
– ¿Qué?
Lena le miró. Una gota de sudor resbaló por la mejilla del muchacho, y surcó una cicatriz que se bifurcaba debajo de la oreja. La herida se le debía de haber ensuciado antes de cerrarse, porque la cicatriz tenía un tono oscuro que destacaba sobre la mandíbula.
El muchacho sonrió nervioso y preguntó:
– ¿Quieres un café?
– No -dijo Lena, quien esperaba que eso pusiera fin al diálogo. La puerta se abrió y entró un grupo de muchachas que abrieron las taquillas con estrépito.
– ¿No te gusta el café? -preguntó él.
– No me gustan los chicos -contestó ella, agarrando su bolsa y marchándose antes de que Ethan pudiera decir nada más. Lena salió irritada del gimnasio, y cabreada por haber permitido que ese mocoso la pillara desprevenida. Incluso después de librar una ardua batalla con la relajación, Lena siempre salía más calmada de la clase de yoga. Pero no ahora. Se sentía tensa, nerviosa. Puede que dejara la bolsa en su habitación, se cambiara, y se fuera a correr un buen rato hasta que estuviera tan cansada que pudiera pasarse el resto del día durmiendo.
– ¿Lena?
Se volvió, pensando que era Ethan quien la llamaba. Era Jeffrey.
– ¿Qué? -preguntó a la defensiva.
Algo en la pose de Jeffrey al acercarse a ella, las piernas abiertas, los hombros erguidos, le advirtió de que no se trataba de una visita social.
– Necesito que vengas conmigo a comisaría.
Lena se rió, aunque sabía que Jeffrey no bromeaba.
– Será un momento.
Jeffrey se metió las manos en los bolsillos-. Tengo que hacerte algunas preguntas referentes a lo de ayer.
– ¿Lo de Tessa Linton? -preguntó Lena-. ¿Ha muerto?
– No.
Él miró a su espalda y Lena vio que Ethan estaba detrás, a unos cincuenta metros.
Jeffrey se acercó, bajando la voz, y le dijo:
– Hemos encontrado tus huellas en el apartamento de Andy Rosen.
Lena no pudo ocultar su sorpresa.
– ¿En su apartamento?
– ¿Por qué no me dijiste que le conocías?
– Porque no es verdad -le espetó Lena.
Se disponía a alejarse cuando Jeffrey la cogió de un brazo. No con fuerza, pero ella supo que apretaría si hacía falta.
– Sabes que podemos hacerle un análisis de ADN a esa prenda -le espetó Jeffrey.
Lena no recordaba la última vez que se había sentido tan indignada.
– ¿De qué prenda me hablas? -preguntó, demasiado sorprendida por lo que decía Jeffrey para reaccionar al contacto físico.
– De la prenda íntima que te dejaste en la habitación de Andy.
– ¿De qué me estás hablando?
Jeffrey aflojó la presión en el brazo de Lena, pero eso provocó el efecto opuesto en ella.
– Vámonos -le dijo Jeffrey.
Lo que Lena dijo a continuación nadie que tuviera un poco de cerebro se lo habría dicho a un poli que la mirara como Jeffrey hacía en esos momentos.
– Creo que no voy a ir.
– Serán un par de minutos.
La voz de él era cordial, pero Lena había trabajado lo bastante con Jeffrey para conocer sus verdaderas intenciones.
– ¿Estoy arrestada?
Jeffrey se hizo el ofendido.
– Claro que no.
Lena intentó mantener la calma.
– Entonces suéltame.
– Sólo quiero hablar contigo.
– Pues pídele cita a mi secretaria. -Lena intentó liberar el brazo, pero Jeffrey volvió a apretárselo. Sintió brotar el pánico en su interior-. Suéltame -susurró, intentando soltarse.
– Lena -dijo Jeffrey, como si la reacción de ella fuera exagerada.
– ¡Suéltame! -gritó Lena, tirando del brazo con tanta fuerza que se cayó de culo en la acera.
La rabadilla impactó sobre el cemento como un mazo, y el dolor le subió por la espina dorsal.
Jeffrey se tambaleó hacia ella. Lena pensó que se le derrumbaría encima, pero Jeffrey pudo esquivarla en el último momento, y dio dos pasos para rodearla.
– Pero ¿qué…?
Lena abrió la boca, sorprendida. Ethan había empujado a Jeffrey por detrás.
Jeffrey se recuperó enseguida, y se encaró con Ethan antes de que Lena supiera qué estaba pasando.
– ¿Qué coño crees que estás haciendo?
La voz de Ethan fue un murmullo ahogado. El bobalicón con el que Lena había hablado en el vestuario se había convertido en un desagradable pit bull.
– Lárgate.
Jeffrey levantó la placa a pocos centímetros de la nariz de Ethan.
– ¿Qué has dicho, chaval?
Ethan se quedó mirando a Jeffrey, no a la placa. Los músculos de su cuello se marcaban con claridad, y una vena próxima a su ojo palpitaba con fuerza suficiente para producirle un tic.
– He dicho que te largues, cerdo asqueroso.
Jeffrey sacó las esposas.
– ¿Cómo te llamas?
– Testigo -dijo Ethan, con un tono duro, sin alterar la voz. Era obvio que sabía lo bastante de leyes para saber que tenía la sartén por el mango-. Testigo ocular.
Jeffrey se rió.
– ¿De qué?
– De que ha tirado al suelo a esta mujer.
Ethan ayudó a Lena a levantarse, dándole la espalda a Jeffrey. Le sacudió los pantalones y, haciendo caso omiso de Jeffrey, dijo a Lena:
– Vámonos.
Ella estaba tan atónita ante la autoridad de su voz que lo siguió.
– Lena -dijo Jeffrey, como si él fuera la única persona razonable-. No me lo pongas más difícil.
Ethan se volvió con los puños apretados, dispuesto a pelear. Lena se dijo que no sólo era estúpido, sino una locura. Jeffrey pesaba al menos veinticinco kilos más que el muchacho, y sabía utilizarlos. Por no mencionar que tenía una pistola.
– Vámonos -dijo Lena, tirándole del brazo como si le llevara de una correa.
Cuando se atrevió a volver la vista atrás, Jeffrey estaba donde le habían dejado, y la expresión de su rostro reflejaba que aquello no había acabado, ni mucho menos.
Ethan puso dos tazas de cerámica sobre la mesa, café para Lena, té para él.
– ¿Azúcar? -le preguntó, sacándose un par de sobrecillos del bolsillo del pantalón.
Volvía a ser un muchacho amable y bobalicón. La transformación era tan completa que Lena no estaba segura de a quién había visto antes. Estaba tan jodida que no sabía si podía confiar en su memoria.
– No -dijo ella, diciéndose que ojalá le ofreciera whisky. Tanto daba lo que dijera Jill Rosen, Lena tenía sus reglas, y una de ellas era que nunca bebía antes de las ocho de la tarde. Ethan se sentó delante de Lena antes de que a ella se le pasara por la cabeza decirle que se fuera. Se iría a casa enseguida, en cuanto superara la sorpresa de lo que había ocurrido con Jeffrey. Aún tenía el corazón acelerado, y le temblaban las manos en torno a la taza. No conocía de nada a Andy Rosen. ¿Cómo iban a estar sus huellas en el apartamento? Y lo de menos eran las huellas. ¿Por qué creía Jeffrey que tenía ropa interior de Lena?
– Polis -dijo Ethan, en el mismo tono en que uno podía decir «pedófilos».
Dio un sorbo a su té y negó con la cabeza.
– No deberías haberte entrometido -repuso Lena-. Ni haber cabreado a Jeffrey. La próxima vez que te vea se acordará de ti.
Ethan se encogió de hombros.
– No me preocupa.
– Pues debería -contestó.
El muchacho hablaba igual que cualquier otro gamberro descontento de clase media cuyos padres no le enseñaban a respetar la autoridad porque estaban demasiado ocupados concertando citas para jugar al golf. De haber estado en una sala de interrogatorios de la comisaría, Lena le habría lanzado la taza a la cara.
– Deberías haberle hecho caso a Jeffrey -dijo.
En los ojos del muchacho asomó una chispa de cólera, pero la controló.
– ¿Igual que se lo hiciste tú?
– Ya sabes a qué me refiero -le dijo Lena, bebiendo otro sorbo de café.
Estaba tan caliente que le quemaba la lengua, pero se lo bebió de todos modos.
– No iba a quedarme mirando cómo te avasallaba.
– ¿Quién eres, mi hermano mayor?
– No son más que polis -contestó Ethan, jugando con la cuerdecita de la bolsa de té-. Creen que pueden avasallarte sólo por que tienen una placa.
Lena se sintió ofendida por el comentario y habló antes de pensar en lo que acababa de ocurrir.
– No es fácil ser policía, sobre todo porque la gente como tú tiene esa misma actitud de mierda.
– Eh, tranquila. -Levantó las manos y le dirigió una mirada de asombro-. Ya sé que antes eras poli, pero debes admitir que ese tipo te estaba avasallando.
– No, no es cierto -dijo Lena, con la esperanza de que él dedujera de su tono que nadie la avasallaba-. No hasta que tú apareciste. -Dejó que asimilara esas palabras-. Y por cierto, ¿cómo tienes la desfachatez de ponerle la mano encima a un poli?
– Igual que la tiene él -le replicó Ethan, de nuevo con una chispa de cólera en los ojos.
Bajó la vista hacia su taza, recobrando la calma. Cuando alzó la vista de nuevo, sonrió, como si eso lo solucionara todo.
– Siempre quieres tener un testigo cuando un poli se mete contigo de esa manera -afirmó.
– ¿Tienes mucha experiencia con polis? -preguntó Lena-. ¿Cuántos años tienes, doce?
– Veintitrés -contestó, pero no se tomó la pregunta a mal-. Y sé lo que son los polis porque lo sé.
– Pues muy bien. -Como él se encogiera de hombros, Lena dijo-: Déjame adivinar, fuiste al correccional por derribar buzones. No, espera, tu profesor de lengua te encontró marihuana en la mochila.
Él volvió a sonreír. Lena se dio cuenta de que uno de sus incisivos estaba desportillado.
– Estuve metido en líos, pero he cambiado. ¿Entendido?
– Menudo genio tienes -dijo Lena, a modo de observación, y no como crítica.
La gente le decía que tenía mal genio, pero ella era la madre Teresa comparada con Ethan Green.
– Pero ya no soy así -repuso él.
Lena se encogió de hombros, porque le importaba un bledo la clase de persona que era antes. Lo que le preocupaba era por qué demonios Jeffrey creía que estaba relacionada con Andy Rosen. ¿Le había contado algo Jill? ¿Cómo podía averiguarlo?
– Así -dijo Ethan, como si le alegrara haber abandonado el tema-, ¿conocías bien a Andy?
Lena volvió a ponerse en guardia.
– ¿Por qué?
– Oí lo que el poli dijo de tus bragas.
– En primer lugar, no dijo «bragas».
– ¿Y en segundo?
– En segundo lugar, no es asunto tuyo.
Ethan sonrió. O bien creía que eso le hacía más atractivo o padecía alguna especie de síndrome de Tourette.
Lena lo miró sin decir nada. Era un tipo pequeño, pero lo había compensado desarrollando los músculos de su cuerpo. No tenía unos brazos tan gruesos como los de Chuck, pero cuando jugueteaba con la bolsita del té se le marcaban los deltoides. El cuello era fuerte, pero no grueso. Incluso su cara tenía tono muscular: la barbilla era sólida y los pómulos asomaban como trozos de granito. Había algo en su manera de perder y recobrar el control que resultaba fascinante, y cualquier otro día Lena se habría sentido tentada de comprobar si podía sacarle de quicio.
– Eres como un puerco espín. ¿Nadie te lo ha dicho antes? -le preguntó Ethan.
Lena no contestó. De hecho, Sibyl siempre le decía lo mismo. Y como siempre, pensar en su hermana le hizo sentir ganas de llorar. Bajó la vista y empezó a girar el café en la taza para ver cómo se agarraba a los lados.
Levantó la mirada cuando consideró que ya había disimulado bastante sus sentimientos. Ethan la había llevado a uno de los nuevos cafés de moda de las afueras del campus. El local era pequeño, pero incluso a esa hora del día estaba abarrotado. Lena se giró, pensando que Jeffrey estaría allí, observándola. Aún sentía su cólera, pero lo que más le dolía era la manera en que él la había mirado, como si hubiera cometido un delito. Dejar de ser poli era una cosa, pero obstruir una investigación -quizás incluso estar implicada y mentir acerca de ello- la incluía en la lista negra de Jeffrey. A lo largo de los años Lena había agotado su cupo de cabrear a Jeffrey, pero ese día sabía, sin duda alguna, que acababa de perder lo único por lo que había luchado: su respeto.
Al pensar en ello, un sudor frío le recorrió el cuerpo. ¿Realmente Jeffrey la consideraba sospechosa? Lena le había visto trabajar muchas veces, pero nunca había sido la interrogada. Sabía la facilidad con que un interrogatorio podía llevarte al calabozo, aunque sólo fuera un par de noches, mientras Jeffrey elaboraba algún plan. Lena no podía pasar ni un solo segundo en una celda. Ser policía, incluso ex policía, y estar en la cárcel era peligroso. ¿En qué pensaba Jeffrey? ¿Qué pruebas tenía? Era imposible que sus huellas estuvieran en el apartamento de Rosen. Ni siquiera sabía dónde vivía el chico.
Ethan interrumpió sus pensamientos.
– Todo esto es por la chica que apuñalaron, ¿verdad?
Ella le miró y le preguntó:
– ¿Qué estamos haciendo aquí?
A Ethan pareció sorprenderle la pregunta.
– Sólo quería hablar contigo.
– ¿Por qué? -preguntó ella-. ¿Porque leíste un artículo en el periódico? ¿Te fascina el hecho de que me violaran?
Ethan miró nervioso a su alrededor, probablemente porque Lena había levantado la voz. Ella pensó en bajar un poco el volumen, pero todos los que estaban en el local sabían lo de su violación. No podía comprarse una Coca-Cola en el cine sin que el capullo que estaba tras el mostrador le mirara las cicatrices de las manos. Nadie quería hablar de ello con Lena, pero les encantaba comentarlo con cualquiera a sus espaldas.
– ¿Qué quieres saber? -le preguntó Lena, intentando mantener un tono de conversación-. ¿Estás haciendo algún trabajo para la facultad?
Ethan intentó tomárselo a broma.
– Eso es para los de sociología. Yo me dedico a la ciencia de los materiales. Polímeros. Metales. Amalgamas. Tribomateriales.
– A mí me clavaron al suelo con clavos. -Lena le enseñó las manos, dándoles la vuelta para que pudiera apreciar que los clavos las habían atravesado de parte a parte. De haber estado descalza, también le habría enseñado los pies-. Me drogó y me violó durante dos días. ¿Qué más quieres saber?
Ethan negó con la cabeza, como si eso fuera un malentendido.
– Sólo quería invitarte a un café.
– Bueno, pues ya puedes borrarlo de tu lista -le dijo, apurando su taza.
El líquido caliente le quemó el pecho cuando dejó la taza sobre la mesa de golpe y se levantó para marcharse.
– Nos vemos.
– No.
Como un rayo, Ethan extendió el brazo y le apretó los dedos en torno a la muñeca izquierda. El dolor fue insoportable. Los nervios de su brazo sufrieron unas bruscas sacudidas. Lena seguía de pie, manteniendo la expresión neutral aun cuando el dolor le revolvía el estómago.
– Por favor -dijo él, aprisionándole la muñeca-. Quédate un minuto más.
– ¿Por qué? -preguntó ella, intentando no levantar la voz. Si seguía apretándole la muñeca, le rompería los huesos.
– No quiero que pienses que soy de esa clase de hombres.
– ¿Qué clase de hombre eres? -preguntó Lena, mientras bajaba la vista hacia la mano de Ethan.
Él esperó un instante antes de soltarle la muñeca. Lena no pudo reprimir un leve grito ahogado de alivio. Dejó que la mano colgara junto a ella, sin verificar si los huesos o los tendones habían sido dañados. La muñeca le palpitaba a medida que la sangre volvía a circularle, pero no le dio a Ethan la satisfacción de bajar los ojos.
– ¿Qué clase de hombre eres? -repitió Lena.
La sonrisa de él no era ni mucho menos tranquilizadora.
– De los que les gusta hablar con una chica guapa.
Ella soltó una sonora carcajada y miró a su alrededor. En los últimos minutos, el café había empezado a vaciarse. El hombre que estaba detrás del mostrador los observaba con detenimiento, pero cuando Lena le miró a los ojos, volvió la mirada hacia la cafetera que estaba limpiando.
– Vamos -dijo Ethan-. Siéntate.
Lena se lo quedó mirando.
– Siento haberte hecho daño.
– ¿Qué te hace pensar que me has hecho daño? -preguntó ella, aunque aún le palpitaba la muñeca.
Dobló la mano, para comprobar si estaba bien, pero el dolor se lo impidió. Le haría pagar por eso. Ese tipo no iba a hacerle daño y salir indemne.
– No quiero que te enfades conmigo -dijo Ethan.
– No te conozco -afirmó Lena-. Y por si no te has dado cuenta, tengo problemas, así que gracias por el café, pero…
– Yo conocía a Andy.
Lena recordó que Jeffrey había dicho que ella estuvo en el apartamento de Andy. Intentó estudiar la expresión de Ethan para saber si mentía, pero le fue imposible. Recordó la amenaza de Jeffrey.
– ¿Qué sabes de Andy? -preguntó.
– Siéntate -dijo Ethan, y fue más una orden que una petición.
– Te oigo perfectamente desde aquí.
– No voy a seguir hablando contigo si te quedas de pie -dijo él. Se sentó y esperó.
Lena se quedó junto a la silla, evaluando sus opciones. Ethan era estudiante. Lo más seguro es que estuviera al corriente de más habladurías que ella. Si conseguía alguna información para Jeffrey acerca de Andy, a lo mejor reconsideraría sus absurdas acusaciones. Lena sonrió para sus adentros al imaginar que le daba a Jeffrey las claves para resolver el caso. Él le había dejado claro que ya no era policía. Haría que Jeffrey lamentara haberla dejado marchar.
– ¿Por qué sonríes? -preguntó Ethan.
– No es por ti -dijo Lena, dándole la vuelta a la silla.
Se sentó con las manos colgando sobre el respaldo, aun cuando a causa de la presión le parecía que la muñeca le quemaba por dentro. Había algo seductor en controlar la intensidad de su dolor. Para variar, la hacía sentirse fuerte.
Dejó la mano colgando, sin hacer caso del dolor.
– Cuéntame lo que sabes de Andy.
Ethan pareció pensar en algo que contarle, aunque al final tuvo que admitir:
– No gran cosa.
– Me estás haciendo perder el tiempo.
Lena hizo ademán de ponerse en pie, pero él volvió a extender la mano para detenerla. Esta vez no la tocó, pero el recuerdo del dolor fue suficiente para que se quedara sentada.
– ¿Qué sabes? -preguntó Lena.
– Conozco a alguien que era muy buen amigo suyo. Un amigo íntimo.
– ¿Quién?
– ¿Sueles ir de fiesta?
Lena identificó el eufemismo de la cultura de la droga.
– ¿Y tú? -preguntó ella-. ¿Tomas éxtasis o qué?
– No -dijo él, y pareció decepcionado-. ¿Y tú?
– ¿Tú qué crees? -le espetó ella-. ¿Y Andy?
Ethan la miró un instante, como si la estudiara.
– Sí.
– ¿Cómo lo sabes si tú no tomas?
– Su madre está en la clínica. Todo el mundo comentaba que su madre era incapaz de ayudarle.
Lena sintió la necesidad de tomar partido por Jill Rosen, aunque ella había pensado lo mismo de la doctora.
– A veces no se puede hacer más por los otros. A lo mejor Andy no quería dejarlo. A lo mejor no era lo bastante fuerte para dejarlo.
Ethan parecía sentir curiosidad.
– ¿Eso crees?
– No lo sé -respondió Lena, pero parte de ella comprendía la atracción de las drogas, algo que no había sucedido antes de la violación-. A veces la gente quiere evadirse. Dejar de pensar.
– Es algo temporal.
– Lo dices como si lo supieras.
Lena le miró los brazos, aún cubiertos por las mangas de la camiseta, a pesar del calor que hacía en el local. De pronto le recordó de la clase de la semana anterior. También llevaba una camiseta de manga larga. A lo mejor tenía marcas de pinchazos. El tío de Lena, Hank, tenía unas feas cicatrices de cuando se inyectaba droga, pero estaba orgulloso de ellas, como si haber conseguido dejar el speed le convirtiera en una especie de héroe, y las marcas fueran cicatrices de una noble guerra.
Ethan se dio cuenta de que le miraba los brazos. Se bajó las mangas hasta las muñecas.
– Digamos que tuve mis problemas. Dejémoslo así.
– Muy bien.
Estudió a Ethan, preguntándose si le contaría algo interesante. Se dijo que ojalá conociera la ficha policial de Ethan (pues ahora no le cabía duda de que estaba fichado) y utilizarlo para sonsacarle lo que necesitaba saber.
– ¿Cuánto llevas en Grant Tech? -le preguntó.
– Casi un año -dijo él-. Pedí el traslado, antes iba a la Universidad de Georgia.
– ¿Por qué?
– No me gustaba el ambiente.
Se encogió de hombros, y a Lena ese gesto le resultó más significativo que cualquier otra cosa. En ese gesto había una actitud defensiva, aun cuando lo que había dicho era perfectamente coherente. Quizá le habían expulsado.
– Quería ir a una universidad más pequeña -añadió-. Hoy en día la Universidad de Georgia es una selva. Crimen, violencia… violaciones. No es la clase de sitio donde quiero estar.
– ¿Y Grant sí?
– Prefiero los sitios más tranquilos -dijo, jugando de nuevo con la bolsa de té-. No me gustaba la persona que era cuando estaba en esa universidad. Me sobrepasaba.
Lena le entendió, pero no se lo dijo. Una de las razones por las que dejó la policía -aparte de porque Jeffrey le diera un ultimátum- fue que no quería tanto estrés en su vida. Jamás previó que trabajar con Chuck resultara, en muchos aspectos, aún más estresante. Podría haber encontrado una manera de engañar a Jeffrey sin perder el empleo. Él no le había pedido ninguna prueba de que iba al psiquiatra. Lena podría haberle mentido y decirle que todo iba bien en lugar de destrozarse la vida. Y joder, al final se la había destrozado de todos modos. Hacía menos de una hora, Jeffrey había estado a punto de ponerle las esposas.
Lena intentó dar con algo que la relacionara con Andy Rosen. Debía de tratarse de un error. Quizás había tocado algo en la consulta de Jill Rosen que había acabado en la habitación de Andy. Era la única explicación. En cuanto a la prenda íntima, pronto se demostraría si eso era cierto. De todos modos, ¿qué le hacía pensar a Jeffrey que era de Lena? Lena debería haber hablado con él en lugar de cabrearle. Debería haberle dicho a Ethan que se preocupara de sus asuntos. Él había tensado la cuerda con Jeffrey, no ella. Esperaba que Jeffrey se hubiera dado cuenta. Lena sabía cómo se comportaba cuando alguien se le metía entre ceja y ceja. La podía poner en un brete, y no sólo en la ciudad, sino en el campus. Podía hacerle perder su trabajo, con lo que se quedaría sin sitio donde vivir y sin dinero. Acabaría durmiendo en la calle.
– ¿Lena? -preguntó Ethan, como si a ella se le hubiera ido el santo al cielo.
– ¿Quién era ese amigo íntimo de Andy? -quiso saber ella.
Ethan tomó la desesperación de su voz por autoridad.
– Hablas como un poli.
– Soy poli -contestó ella automáticamente.
Ethan sonrió sin alegría, como si ella acabara de admitir algo que le entristecía.
– ¿Ethan? -insistió ella, procurando ocultar el pánico que sentía.
– Me gusta tu manera de decir mi nombre -le dijo, como si fuera una broma-. Cabreada.
Ella le lanzó una mirada cortante.
– ¿Con quién se veía Andy?
Él se lo pensó, y Lena se dio cuenta de que le gustaba mantener la información fuera de su alcance, como si la sujetara con algo para que no pudiera cogerla. Ethan tenía la misma expresión que cuando estuvo a punto de partirle la muñeca.
– Mira, no me jodas -le dijo Lena-. Mi vida está demasiado llena de mierda para que venga un memo y me oculte información. -Se controló, sabiendo que Ethan era su mejor opción para recabar datos sobre Andy Rosen-. ¿Tienes algo que contarme o no?
Ethan apretó la boca, pero no contestó.
– De acuerdo -dijo ella, haciendo ademán de marcharse, con la esperanza de que Ethan no viera que se trataba de un farol.
– Esta noche hay una fiesta -cedió Ethan-. Algunos de los amigos de Andy estarán presentes. También el chico en que estoy pensando. Era muy amigo de Andy.
– ¿Dónde está?
Ethan la miraba con aire de superioridad.
– ¿Crees que puedes aparecer así sin más y empezar a hacer preguntas?
– ¿Qué crees que vas a conseguir de mí? -preguntó Lena, porque siempre había algo. ¿Qué quieres?
Ethan se encogió de hombros, pero ella leyó la respuesta en sus labios. Era evidente que ella le atraía, pero también que le gustaba controlarlo todo. Lena podía entrar en el juego; tenía más experiencia que un mocoso de veintitrés años.
Se reclinó en la silla y dijo:
– Dime dónde se celebra la fiesta.
– No hemos empezado bien -replicó Ethan-. Siento lo de la muñeca.
Lena se miró la mano: se le estaba formando un moratón allí donde los dedos habían apretado el hueso.
– No es nada -repuso ella.
– Me tienes miedo.
Lena le miró incrédula.
– ¿Por qué iba a tenerte miedo?
– Porque te he hecho daño -dijo, señalando de nuevo la muñeca-. Vamos, no era mi intención. Lo siento.
– ¿Crees que después de lo que me pasó el año pasado me da miedo que un chaval me agarre la manita? -Soltó una risa desdeñosa-. No me das miedo, capullo.
La expresión de su rostro sacó otra vez a pasear a Jekyll y Hyde, y la mandíbula de Ethan se movió como la pala de un bulldozer.
– ¿Qué? -preguntó Lena, deseosa de saber hasta dónde podía provocarle.
Si intentaba agarrarle la muñeca otra vez, lo patearía y lo dejaría sangrando en el suelo.
– ¿He herido tus pobres sentimientos? -le provocó Lena-. ¿El pequeño Ethie va a echarse a llorar?
Su voz no se alteró.
– Vives en el colegio mayor.
– ¿Me estás amenazando? -Lena se echó a reír-. Sabes dónde vivo, ¿y qué?
– Estaré allí a las ocho y media.
– ¿Estás seguro? -preguntó ella, intentando averiguar adónde quería llegar.
– Te recogeré a las ocho -dijo Ethan, poniéndose en pie-. Iremos a ver una peli y luego a la fiesta.
– Vaya -comenzó a decir ella, como si eso fuera un chiste-. No lo creo.
– Creo que necesitas hablar con el amigo de Andy para quitarte a ese poli de encima.
– ¿Ah, sí? -dijo ella, aunque sabía que era cierto-. ¿Y por qué?
– Los polis son como los perros; tienes que andarte con ojo con ellos. Nunca sabes cuál está rabioso.
– Estupenda metáfora -dijo Lena-. Pero sé cuidar de mí misma.
– De hecho, es un símil. -Se echó la bolsa de gimnasia al hombro-. Péinate con el pelo hacia atrás.
Lena se negó.
– Ni hablar.
– Péinate hacia atrás -le repitió-. Te veré a las ocho.
Sara estaba sentada en el vestíbulo principal del Hospital Grady, contemplando el flujo ininterrumpido de gente que entraba y salía por la gran puerta principal. El hospital se había construido hacía cien años, y Atlanta lo había ampliado desde entonces. Lo que comenzó con unas pequeñas instalaciones pensadas para asistir a los indigentes de la ciudad, con un puñado de habitaciones, contenía ahora casi mil camas y preparaba al veinticinco por ciento de médicos de Georgia.
Desde que Sara trabajara allí, se añadieron al edificio principal varias secciones, pero no se había hecho gran cosa para mezclar lo viejo y lo nuevo. El vestíbulo nuevo era enorme, y parecía la entrada a un centro comercial. Había mármol y cristal por todas partes, pero casi todos los pasillos que de él partían estaban forrados de azulejo verde aguacate en las paredes y de un agrietado amarillo en el suelo, que se remontaban a los años cuarenta y cincuenta, de modo que pasar del vestíbulo a cualquier pasillo era como viajar en el tiempo. Sara imaginó que la dirección del hospital se había quedado sin dinero antes de completar la reforma.
En el vestíbulo no había bancos, probablemente para que no los ocuparan los vagabundos, pero Sara tuvo la suerte de conseguir una silla de plástico que alguien había dejado cerca de la entrada. Desde donde estaba sentada, podía ver entrar y salir a la gente a través de las grandes cristaleras. Aun cuando la vista daba a uno de los aparcamientos de varias plantas de la Universidad Estatal de Georgia, era visible el perfil de la ciudad y las nubes oscuras que se deslizaban sobre los tejados como gatos en lo alto de una valla. Algunos estaban sentados en las escaleras de acceso, fumando o charlando, matando el tiempo antes de que empezara el turno o llegara su autobús.
Sara miró su reloj, preguntándose por qué no llegaba Jeffrey. Le había dicho que la recogería a las cuatro, y eran más de las cinco. Supuso que estaría en algún atasco -en las vías que conectaban con el centro, la hora punta comenzaba a las dos y media y duraba hasta las ocho-, pero aun así le preocupaba que no hubiera llegado. Jeffrey era de los que siempre calculaban mal. Sara tenía el móvil de su madre en la mano, dispuesta a llamar a Jeffrey, cuando el aparato empezó a sonar.
– ¿Cuánto retraso traes? -preguntó ella.
– ¿Retraso? -Hare soltó un grito ahogado-. Me dijiste que estabas tomando la píldora.
Sara cerró los ojos, pensando que lo último que necesitaba ahora era a su estúpido primo. Le amaba con locura, pero Hare tenía una incapacidad patológica para tomarse nada en serio.
– ¿Has hablado con mamá? -le preguntó Sara.
– Ajá -exclamó, pero no dio más datos.
– ¿Cómo va todo en la clínica?
– Todos esos niños llorando -refunfuñó-. No sé cómo lo aguantas.
– Lleva un poco de tiempo acostumbrarse -le dijo Sara, comprensiva.
Aún se moría de vergüenza al recordar aquella vez en que un niño de seis años se puso a chillar en el aparcamiento del Piggly Wiggly cuando la reconoció como la mujer que le ponía las inyecciones.
– Lloriqueos -prosiguió Hare-. Quejas. -Agudizó la voz hasta que sonó en un deliberado falsete-. «¡Pon las gráficas en su sitio! ¡Deja de pintarrajear en la libreta de recetas! ¡Métete la camisa! ¿Sabe tu madre lo del tatuaje?» Dios todopoderoso, esa Nelly Morgan es una mujer muy dura.
Sara sonrió ante su imitación de la gerente. Nelly llevaba años al frente de la clínica, desde la época en que Sara y Hare eran pacientes.
– En fiiiiin -Hare alargó la palabra-. He oído decir que vuelves esta noche.
– Sí -le dijo Sara, temiendo dónde podía desembocar la conversación. Decidió facilitar las cosas a Hare-. Sé que estás de vacaciones. Si quieres irte puedo empezar a trabajar mañana.
– Oh, Zanahoria, no seas ridícula -se burló-. Prefiero que me debas una.
– Y te debo una -aseguró ella.
Se interrumpió antes de darle las gracias; no porque no le estuviera agradecida, sino porque Hare siempre encontraba la manera de convertir lo que dijera en un chiste.
– Supongo que esta noche vas a trabajar en lo de Greg Louganis -dijo Hare.
Sara tuvo que reflexionar un momento antes de entender lo que le preguntaba. Greg Louganis era un saltador olímpico que había ganado la medalla de oro.
– Sí -dijo, y enseguida, debido a que Hare trabajaba en la sala de urgencias de Grant, le preguntó-: ¿Conocías a Andy Rosen?
– Creía que eras capaz de atar cabos -dijo-. Vino por Año Nuevo con un banana split en el brazo.
Al trabajar en urgencias, Hare hablaba en argot al referirse a cualquier dolencia conocida del ser humano.
– ¿Y?
– Pues eso. La arteria radial se había partido como si fuera una goma.
A Sara le extrañó. Cortarte el brazo hacia arriba no era la manera más inteligente de matarte. Si se abría la arteria radial, solía cerrarse sola rápidamente. Había maneras más fáciles de desangrarse.
– ¿Crees que intentó suicidarse de verdad? -preguntó.
– Lo que intentó fue llamar la atención -dijo Hare-. Papi y mami flipaban en colores. Nuestro pequeñín se regodeaba en los rayos de su amor, haciéndose el valiente.
– ¿Llamaste a un psiquiatra?
– Su madre es una comecocos -le dijo Hare-. Dijo que ella misma se encargaría de sus putos problemas.
– ¿Se puso grosera?
– ¡Claro que no! -replicó Hare-. Fue muy correcta. Te lo adorno para que parezca más dramático.
– ¿Fue dramático?
– Oh, para los padres, sí. Pero si quieres saber mi opinión, su amorcito estaba tan tranquilo como un pepino.
– ¿Crees que lo que quería era llamar la atención?
– Creo que lo hizo para que le compraran un coche. -Hizo un pop con la boca-. Y qué me dices, al cabo de una semana yo estaba paseando al perro por el centro y ahí aparece Andy, con su flamante Mustang.
Sara se llevó la mano a los ojos, intentando que su cerebro tuviera una sinapsis.
– ¿Te sorprendió enterarte de que se había suicidado? -preguntó.
– Mucho -dijo Haré-. El chaval era demasiado egocéntrico para suicidarse. -Se aclaró la garganta-. Todo eso que quede entre nous, ya me entiendes. Es una expresión francesa que significa…
– Ya sé lo que significa -le interrumpió Sara, que no quería oír la definición inventada de Haré-. Si te acuerdas de algo más, dímelo.
– De acuerdo -dijo Haré, y pareció decepcionado.
– ¿Hay algo más?
Haré soltó aire entre los labios, haciendo una pedorreta.
– Supongo que tu seguro cubre la negligencia profesional… Alargó tanto la pausa que Sara se sintió como si le diera un ataque al corazón. Sabía que le estaba tomando el pelo, pero, al igual que cualquier otro médico de Estados Unidos, las primas por negligencia de Sara eran más elevadas que la deuda nacional.
– ¿Y? -preguntó por fin Sara.
– ¿Me cubre también a mí? -dijo Haré-. Porque como me pongan otra demanda, van a embargarme hasta la cubertería que regalan en el súper de propaganda.
Sara dirigió la mirada hacia las puertas de entrada. Para su sorpresa, Mason James avanzaba hacia ella acompañado de un niño de dos o tres años al que llevaba de la mano.
– Tengo que irme -dijo Sara a Haré.
– Como siempre.
– Haré -dijo Sara cuando Mason se le acercó.
Por primera vez se dio cuenta de que Mason caminaba con una pronunciada cojera.
– ¿Sssí? -preguntó Haré.
– Escucha -dijo Sara, sabiendo que lamentaría sus palabras-. Gracias por cubrirme.
– Siempre lo he hecho -contestó Haré con una risita al colgar.
Mason la saludó, y una afectuosa sonrisa iluminó su cara.
– Espero no interrumpirte.
– Era Haré -dijo, finalizando la llamada-. Mi primo.
Hizo ademán de levantarse, pero él le indicó que siguiera sentada.
– Estás cansada -dijo, balanceando la mano del niño-. Éste es Ned.
Sara le sonrió, y se dijo que se parecía mucho a su padre.
– ¿Cuántos años tienes, Ned?
Ned levantó dos dedos, y Mason se agachó para separarle otro.
– Tres -dijo Sara-. Estás muy grande para tu edad.
– Es muy dormilón -comentó Mason, alborotándole el pelo-. ¿Cómo está tu hermana?
– Mejor -contestó Sara, y durante una fracción de segundo pensó que iba a echarse a llorar.
Aparte de las pocas palabras que le había dicho a Sara, Tessa no hablaba con nadie. Se pasaba el tiempo despierta mirando absorta la pared.
– Todavía le duele mucho, pero parece que se está recuperando bien -dijo Sara a Mason.
– Eso es estupendo.
Ned se acercó a Sara con los brazos extendidos. Sara atraía mucho a los niños, lo cual resultaba muy práctico, pues casi siempre los estaba hurgando y manoseando. Sara se metió el móvil en el bolsillo de atrás y lo cogió en brazos.
– Reconoce a una chica guapa nada más verla -comentó Mason.
Sara sonrió, haciendo caso omiso del cumplido mientras se colocaba a Ned en el regazo.
– ¿Cuándo te quedaste cojo?
– Me mordió un niño -le dijo, riéndose de la reacción de Sara-. Médicos Sin Fronteras.
– Guau -dijo Sara, impresionada.
– Estábamos vacunando niños en Angola. Y una niña me mordió la pierna. -Se arrodilló para atarle el zapato a Ned-. Dos días más tarde hablaban de cortarme la pierna para detener la infección. -En sus ojos apareció una mirada nostálgica-. Siempre pensé que serías tú la que acabarías haciendo algo así.
– ¿Cortándote la pierna? -preguntó Sara, aunque sabía a qué se refería-. En las zonas rurales falta personal médico -le recordó-. Mis padres dependen de mí.
– Tienen suerte de tenerte.
– Gracias -dijo Sara.
Era un cumplido que podía aceptar.
– No me puedo creer que seas forense.
– Papá dejó de llamarme Quincyl [3] después del tercer año.
Mason negó con la cabeza y se rió.
– Me lo imagino.
Ned comenzó a revolverse en el regazo de Sara, y ella le meció sobre la rodilla.
– Me gusta la ciencia. Me gusta el reto.
Mason miró a su alrededor.
– Aquí también encontrarías muchos retos. -Hizo una pausa-. Eres una doctora brillante, Sara. Podrías ser cirujana.
Sara se rió, incómoda.
– Lo dices como si pensaras que me estoy anquilosando.
– No quería decir eso -explicó Mason-. Creo que es una lástima que volvieras a Grant. -Para evitar malentendidos, añadió-: Tanto dan las razones.
Le tomó la mano al expresar su último comentario y la apretó suavemente.
Sara le devolvió el apretón y le preguntó:
– ¿Cómo está tu esposa?
Mason se rió, pero no le soltó la mano.
– Disfrutando de la casa, ahora que la tiene para ella sola y yo vivo en el Holiday Inn.
– ¿Te has separado?
– Hace seis meses -dijo Mason-. Lo que hace que trabajar con ella sea bastante peliagudo.
Sara se dio cuenta de que tenía a Ned en el regazo. Los niños comprendían mucho más de lo que creían los adultos.
– ¿Es definitivo?
Mason volvió a sonreír, pero Sara se dio cuenta de que sin ganas.
– Me temo que sí.
– ¿Y tú? -preguntó Mason, con un dejo nostálgico en la voz. Mason había intentado volver con Sara después de que ella se fuera del Grady, pero no había funcionado. Sara quería cortar todos los vínculos con Atlanta para que le resultara más fácil vivir en Grant. Seguir viendo a Mason habría hecho que fuera imposible.
Buscó una manera de responder a la pregunta de Mason, pero su relación con Jeffrey era tan indefinida que se hacía difícil describirla. Miró hacia las puertas, intuyendo a Jeffrey antes de verlo. Sara se puso en pie, colocándose a Ned sobre los hombros con ambas manos.
Jeffrey no sonreía cuando llegó junto a ellos. Parecía tan exhausto como agotada se sentía ella, y Sara se dijo que tenía las sienes un poco más plateadas.
– Hola -dijo Mason, tendiéndole la mano a Jeffrey.
Jeffrey la aceptó, mirando a Sara de soslayo.
– Jeffrey -dijo, cambiando de posición a Ned-, éste es Mason James, un colega de cuando trabajaba aquí. -Sin pensarlo, le dijo a Mason-: Éste es Jeffrey Tolliver, mi marido.
Mason se quedó tan estupefacto como Jeffrey, pero la expresión de ambos no se podía comparar con la de Sara.
– Encantado de conocerte -dijo Jeffrey, sin molestarse en corregir el error.
Tenía tal sonrisa de capullo que Sara estuvo tentada de hacerlo ella misma.
Jeffrey señaló al crío.
– ¿Quién es?
– Ned -le dijo Sara, y se quedó sorprendida cuando Jeffrey extendió un brazo y le acarició la barbilla a Ned.
– Hola, Ned -dijo Jeffrey, agachándose para mirarlo.
Sara se quedó atónita ante la desenvoltura de Jeffrey con el pequeño. Al principio de su relación habían hablado sobre el hecho de que Sara no pudiera tener hijos, y ella a menudo se preguntaba si Jeffrey se reprimía a propósito cuando había niños cerca para no herir sus sentimientos. Sin embargo, ahora se divertía haciendo muecas graciosas para hacer reír a Ned.
– Bueno -dijo Mason, y extendió los brazos hacia Ned-, más vale que me lo lleve a casa antes de que se convierta en calabaza.
– Me ha encantado verte -afirmó Sara.
Hubo un silencio largo e incómodo, y ella paseó la mirada de un hombre a otro. Sus gustos habían cambiado considerablemente desde que salía con Mason, que tenía el pelo muy rubio y una figura maciza de tanto trabajársela en el gimnasio. Jeffrey tenía un cuerpo enjuto, de corredor, aunque era guapo y moreno, un hombre sexy bastante peligroso.
– Quería decirte -comenzó Mason, mientras se hurgaba en los bolsillos- que he hecho hacer una copia de la llave de mi consulta. Es la 1242 del ala sur. -Sacó la llave y se la entregó a Sara-. Pensé que a lo mejor tú y tu familia querríais descansar allí. Sé que es difícil encontrar un poco de intimidad en el hospital.
– ¡Oh! -exclamó Sara sin coger la llave. Jeffrey estaba perceptiblemente tenso-. No quiero causarte molestias.
– No es ninguna molestia, de verdad. -Le puso la llave en la mano, dejando que sus dedos se demoraran en la palma de Sara más tiempo de lo necesario-. Mi consulta está en Emory. Aquí sólo tengo un escritorio y un sofá para el papeleo.
– Gracias -dijo Sara, pues no podía decir otra cosa.
Se metió la llave en el bolsillo mientras Mason volvía a tenderle la mano a Jeffrey.
– Encantado de conocerte, Jeffrey -se despidió Mason. Jeffrey estrechó la mano de Mason con menos reservas que antes. Esperó con paciencia mientras Sara y Mason se despedían, y sus ojos no perdieron detalle de sus movimientos. Cuando Mason se marchó, dijo:
– Un tipo simpático -en el mismo tono en que hubiera podido decir: «Un gilipollas».
– Sí -contestó Sara, dirigiéndose hacia la puerta principal. Intuía que algo desagradable se avecinaba, y no quería hacer una escena en el vestíbulo del hospital.
– Mason. -Pronunció el nombre como si le provocara un sabor amargo en la boca-. ¿Es el tipo con el que salías cuando trabajabas aquí?
– Ajá -contestó ella, abriéndole la puerta a una pareja mayor que entraba en el hospital-. Hace mucho de eso -dijo.
– Ya -dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos-. Parece un tipo simpático.
– Lo es -concedió Sara-. ¿Tienes el coche en el aparcamiento?
Jeffrey asintió.
– Y guapo.
Ella salió y dijo:
– Ajá.
– ¿Te acuestas con él?
Sara se quedó demasiado consternada para responder. Comenzó a cruzar la calle hacia el aparcamiento, deseando que Jeffrey no insistiera.
Él corrió para atraparla.
– Porque no recuerdo que le nombraras cuando intercambiamos nuestras listas de ex novios.
Ella se rió, incrédula.
– Porque tú no te acordabas ni de la mitad de las tuyas, semental.
Jeffrey le lanzó una mirada desagradable.
– Eso no ha tenido gracia.
– Oh, por amor de Dios -se quejó Sara, sin poder creer que Jeffrey hablara en serio-. Echaste tantas canas al aire de joven que ya no creo que te salga ninguna.
Un grupo de gente pululaba por la entrada de las escaleras del aparcamiento, y Jeffrey se abrió paso sin decir palabra. Abrió la puerta sin molestarse en comprobar si Sara le seguía antes de cerrar.
– Está casado -dijo Sara, y su voz resonó por las escaleras de cemento.
– Yo también lo estaba -señaló Jeffrey, algo que no decía mucho en su favor, pensó Sara.
Él se detuvo en el primer descansillo, y se quedó esperándola.
– No sé, Sara, recorro un largo camino para venir hasta aquí y te encuentro dándole la manita a otro tipo y con su hijo en el regazo.
– ¿Estás celoso?
La estupefacción le dio tanta risa que apenas pudo formular la pregunta. Que ella supiera, era la primera vez que Jeffrey estaba celoso, porque era demasiado egoísta para plantearse que la mujer que él deseaba pudiera desear a otro.
– ¿Quieres explicármelo? -preguntó.
– Francamente, no -le dijo, pensando que en cualquier momento Jeffrey le diría que le estaba tomando el pelo.
Jeffrey siguió subiendo.
– Si así quieres que estén las cosas.
Sara iba tras él.
– No te debo ninguna explicación.
– ¿Sabes qué? -dijo él, sin detenerse-. Chúpamela.
Sara se detuvo en seco, colérica.
– Tienes la cabeza tan lejos del culo que te lo puedes hacer tú mismo.
Jeffrey se detuvo unos peldaños por encima de ella. Por la cara que puso, se diría que Sara le había engañado y se sentía un estúpido. Ella se dio cuenta de que estaba muy dolido, lo que redujo en parte su irritación.
Sara siguió subiendo.
– Jeff…
Él no dijo nada.
– Los dos estamos cansados -afirmó Sara, parándose en el peldaño inferior al suyo.
Él se dio media vuelta y subió el siguiente tramo.
– Vuelvo a casa a limpiarte la cocina y tú estás aquí…
– No te he pedido que me limpiaras la cocina.
Jeffrey se detuvo en el descansillo, apoyando las manos en la barandilla, delante de una de las grandes cristaleras que daban a la calle. Sara sabía que o bien se mantenía fiel a sus principios y pasaban las cuatro horas de viaje hasta Grant en completo silencio o se esforzaba en aliviar el ego de Jeffrey a fin de que el trayecto se hiciera soportable.
Estaba a punto de ceder cuando Jeffrey inhaló profundamente, levantando los hombros. Espiró con lentitud, y Sara vio cómo se calmaba de forma progresiva.
– ¿Cómo está Tessie? -preguntó Jeffrey.
– Mejor -dijo ella, inclinándose sobre el pasamanos-. Va mejorando.
– ¿Y tus padres?
– No lo sé -contestó Sara, y la verdad era que no quería planteárselo.
Cathy parecía estar mejor, pero su padre seguía tan enojado que cada vez que Sara lo miraba sentía que la culpa la asfixiaba.
Unas pisadas anunciaron la presencia de al menos dos personas por encima de donde se encontraban. Esperaron a que las dos enfermeras bajaran las escaleras, y ninguna de las dos consiguió disimular una risita.
Cuando pasaron de largo, Sara dijo:
– Todos estamos cansados. Y asustados.
Jeffrey miró la entrada principal del Grady, que se erguía imponente sobre el aparcamiento como la cueva de Batman.
– Estar ahí debe de ser duro para los dos.
Sara se encogió de hombros, subiendo los últimos peldaños hasta el descansillo.
– ¿Cómo te fue con Brock?
– Creo que bien. -Los hombros se le relajaron aún más-. Es un tipo tan raro…
Sara comenzó a subir el siguiente tramo de escaleras.
– Deberías conocer a su hermano.
– Sí, me ha hablado de él. Jeffrey subió hasta donde estaba ella-. ¿Roger sigue en la ciudad?
– Se fue a Nueva York. Creo que ahora es agente de no sé qué.
Jeffrey se estremeció de manera exagerada, y Sara se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para superar la discusión.
– Brock no es tan malo -le dijo Sara, sintiendo la necesidad de ponerse de parte del empresario de la funeraria.
Cuando iban a la escuela, los chavales se metían con él de manera inmisericorde, algo que Sara no soportaba. En la clínica veía a dos o tres chicos al mes que, más que enfermos, estaban hartos de que se metieran con ellos en el colegio.
– Sobre todo me interesará ver el análisis de toxicología -dijo Jeffrey-. El padre de Rosen parece creer que estaba limpio. Su madre no lo tiene tan claro.
Sara levantó una ceja. Los padres siempre eran los últimos en enterarse de que sus hijos tomaban drogas.
– Sí -dijo Jeffrey, reconociendo su escepticismo-. De Brian Keller no me fío tanto.
– ¿Keller? -preguntó Sara, mientras cruzaba el descansillo y ascendía otro tramo.
– Es el padre. El hijo tomó el apellido de la madre.
Sara se detuvo para coger aire.
– ¿Dónde demonios has aparcado?
– En el piso de arriba -dijo-. Un tramo más.
Sara se agarró a la barandilla, ayudándose para subir.
– ¿Qué le pasa al padre?
– No lo sé, pero hay algo que me tiene mosca -dijo Jeffrey-. Esta mañana parecía querer hablar conmigo, pero en cuanto llegó su mujer se le cerró la boca.
– ¿Vas a volver a interrogarle?
– Mañana. Frank está haciendo algunas averiguaciones.
– ¿Frank? -preguntó Sara, sorprendida-. ¿Por qué no mandas a Lena? Su posición es más ventajosa para…
Jeffrey la cortó.
– Lena no es policía.
Sara subió en silencio los últimos peldaños, casi derrumbándose de alivio cuando por fin abrió la puerta que estaba al final de las escaleras. Aun cuando ya acababa el día, la planta superior estaba abarrotada de coches de todas las marcas y modelos. Sobre ellos se gestaba una tormenta, y el cielo era de un ominoso color negro. Las luces de seguridad parpadearon cuando se acercaron al vehículo de policía camuflado de Jeffrey.
Un grupo de jóvenes rondaba en torno a un gran Mercedes negro, los brazos, muy musculados, cruzados sobre el pecho. Cuando Jeffrey pasó junto a ellos, intercambiaron una mirada, intuyendo que era policía. Sara sintió que se le aceleraba el corazón mientras esperaba a que Jeffrey abriera la portezuela, inexplicablemente asustada de que algo terrible sucediera.
Una vez en el interior, se sintió protegida dentro de la mullida crisálida azul. Observó a Jeffrey rodear el coche por la parte de delante para entrar, los ojos clavados en el grupo de gamberros que había junto al Mercedes. Todo ese juego de gestos, sabía Sara, tenía un sentido. Si aquellos chicos creían que Jeffrey estaba asustado, le hostigarían. Si Jeffrey pensaba que eran vulnerables, probablemente se sentiría obligado a imponerse.
– El cinturón -le recordó Jeffrey, cerrando la portezuela. Sara se abrochó el cinturón.
Sara no dijo nada mientras salían del aparcamiento. En la calle apoyó la cabeza en la mano, contemplando el centro de la ciudad, pensando en lo distinto que era todo ahora. Los edificios resultaban más altos, y los coches del carril de al lado parecían discurrir demasiado cerca. Sara ya no era una mujer de ciudad. Quería volver a su pequeña población, donde todos se conocían… o al menos eso creían.
– Siento haber llegado tarde -dijo Jeffrey.
– No pasa nada -contestó Sara.
– Ellen Schaffer. La testigo de ayer.
– ¿Te ha dicho algo?
– No -dijo Jeffrey. Hizo una pausa antes de continuar-: Se suicidó esta mañana.
– ¿Qué? -exclamó Sara. Y antes de que él pudiera responderle, añadió-: ¿Por qué no me lo has dicho?
– Te lo estoy diciendo ahora.
– Deberías haberme llamado.
– ¿Y qué habrías hecho?
– Volver a Grant.
– Eso es lo que estamos haciendo ahora.
Sara intentó controlar su irritación. No le gustaba que la protegieran.
– ¿Quién dictaminó la muerte?
– Hare.
– ¿Hare? -Parte de su irritación se dirigió contra su primo por no habérselo dicho por teléfono-. ¿Averiguó algo? ¿Qué te dijo?
Jeffrey se llevó el dedo a la barbilla e imitó la voz de Hare, que era unas cuantas octavas más aguda que la de Jeffrey. -«No me lo digas, falta algo.»
– ¿Qué faltaba?
– La cabeza de la chica.
Sara soltó un largo gruñido. Detestaba las heridas en la cabeza.
– ¿Estás seguro de que fue un suicidio?
– Eso es lo que debemos averiguar. Había cierta discrepancia con la munición.
Jeffrey le contó todo lo acontecido aquella mañana, desde su entrevista con los padres de Andy Rosen hasta el hallazgo de Ellen Schaffer. Sara le interrumpió mientras le explicaba que Matt había encontrado una flecha dibujada en el suelo, delante de la ventana de Schaffer.
– Eso es idéntico a lo que yo hice -dijo Sara-. Marcar el camino mientras buscaba a Tessa.
– Lo sé -contestó Jeffrey, pero no añadió nada más.
– ¿Por eso no querías contármelo? -preguntó Sara-. No me gusta que te guardes información. No es decisión tuya…
– Quiero que vayas con cuidado, Sara -dijo Jeffrey con repentina vehemencia-. No quiero que te pasees sola por el campus. No quiero verte por las escenas de los crímenes. ¿Me has entendido?
Sara no contestó, estaba demasiado atónita para hacerlo.
– Y no te vas a quedar en casa sola.
Sara no pudo reprimirse.
– Un momento…
– Dormiré en el sofá de tu casa si hace falta -la interrumpió Jeffrey-. No pretendo que te acuestes conmigo. Pero en este momento no quiero tener que preocuparme de otra persona.
– ¿Crees que debes preocuparte por mí?
– ¿Pensabas que debías preocuparte por Tessa?
– No es lo mismo.
– Esa flecha podría significar algo. Podría señalarte a ti.
– La gente acostumbra a dibujar marcas en el suelo con el zapato.
– ¿Crees que es una coincidencia? A Ellen Schaffer le han volado la cabeza…
– A menos que se lo hiciera ella misma.
– No me interrumpas -la advirtió, y Sara se habría reído si sus palabras no hubieran estado teñidas de interés por su seguridad-. Te digo que no pienso dejarte sola.
– Ni siquiera estamos seguros de que haya habido ningún asesinato, Jeffrey. Que haya unas cuantas cosas que no encajen (y que, de hecho, se podrían explicar fácilmente), no prueba que no se trate de un suicidio.
– ¿Así que crees que el suicidio de Andy, el apuñalamiento de Tessa y lo de la chica de esta mañana no guardan ninguna relación?
Sara sabía que eso era improbable, pero dijo:
– A lo mejor no.
– Sí, bueno -afirmó Jeffrey-, todo es posible, pero esta noche no te vas a quedar sola. ¿Entendido?
Sara sólo pudo dar la callada por respuesta.
– No sé qué otra cosa hacer, Sara -aseguró Jeffrey-. No puedo estar todo el día preocupado por ti. No soporto pensar que tu vida peligra. Si no estás a salvo no podré seguir haciendo mi trabajo.
– De acuerdo -dijo Sara por fin, queriendo dar a entender que lo comprendía.
Se dio cuenta de que lo que más deseaba era volver a su casa, dormir en su cama, sola.
– Si los tres incidentes no guardan relación entre sí, ya tendrás tiempo de llamarme capullo -dijo Jeffrey.
– No eres ningún capullo -contestó Sara, pues sabía que su preocupación era real-. Dime por qué has llegado tarde. ¿Averiguaste algo?
– Hice una parada en la tienda de tatuajes que hay saliendo de Grant y hablé con el propietario.
– ¿Hal?
Jeffrey le lanzó una mirada de soslayo cuando desembocaron en la interestatal.
– ¿De qué conoces a Hal?
– Fue paciente mío hace mucho tiempo -dijo Sara, ahogando un bostezo. A continuación, para demostrarle a Jeffrey que no lo sabía todo de ella, añadió-: Hace un par de años, Tessa y yo quisimos hacernos un tatuaje.
– ¿Un tatuaje? Jeffrey se mostró escéptico-. ¿Ibais a haceros un tatuaje?
Le lanzó, o eso pretendía, una maliciosa sonrisa.
– ¿Y por qué no os lo hicisteis?
Sara se volvió para poder mirar a Jeffrey.
– Has de estar unos días sin mojártelo, y al día siguiente nos íbamos a la playa.
– ¿Qué ibais a tatuaros?
– Oh, no me acuerdo -dijo Sara, aunque la verdad es que sí se acordaba.
– ¿Dónde os lo ibais a hacer?
Sara se encogió de hombros.
– De acuerdo -dijo Jeffrey, sin acabar de creérselo.
– ¿Y qué te ha dicho Hal? -preguntó Sara.
Jeffrey esperó unos momentos antes de responder.
– Que no les hace tatuajes a los menores de veintidós años si no habla primero con los padres.
– Una medida inteligente -contestó Sara.
Se dijo a sí misma que Hal debió de tomar esa precaución ante el alud de llamadas telefónicas de padres coléricos que habían enviado a sus hijos a estudiar una carrera, no a hacerse un tatuaje.
Sara reprimió otro bostezo. El movimiento del coche la estaba amodorrando.
– Podría haber alguna relación -aseguró Jeffrey, pero no se le veía convencido-. Andy llevaba piercings. Schaffer, un tatuaje. Podrían habérselo hecho juntos. Hay tres mil tatuadores entre aquí y Savannah.
– ¿Qué te han dicho sus padres?
– Fue duro preguntar directamente. Al parecer no sabían nada.
– Los chavales no suelen pedir permiso para tatuarse.
– Ya lo supongo -asintió Jeffrey-. Si Andy Rosen estuviera vivo, sería mi sospechoso número uno de la muerte de Schaffer. Es obvio que el chico estaba obsesionado con ella. -En su rostro se dibujó una expresión de amargura-. Espero que nunca tengas que ver ese cuadro.
– ¿Estás seguro que no se conocían?
– Eso dicen las amigas de ella -le explicó Jeffrey-. Según todas las residentes del colegio mayor, Schaffer estaba acostumbrada a que los chicos se colaran por ella. Era el pan nuestro de cada día, y ella ni se enteraba. Hablé con el profesor de arte. Incluso él se dio cuenta. Andy estaba en la luna pensando en Ellen, y ella no se daba cuenta.
– Era una chica atractiva.
Sara no recordaba gran cosa anterior al apuñalamiento de Sara, pero Ellen Schaffer era lo bastante guapa como para dejar huella.
– A lo mejor era un rival celoso -dijo Jeffrey, aunque con poca convicción-. Quizás algún chaval se quedó prendado de Schaffer y quitó a Andy de en medio. -Hizo una pausa para madurar su teoría-. Y luego, como Schaffer no le abrió los brazos al pretendiente, también la mató a ella.
– Es posible -dijo Sara, preguntándose dónde encajaba el apuñalamiento de Tessa.
– A lo mejor Schaffer vio algo -prosiguió Jeffrey-. Tal vez vio a alguien en el bosque, alguien que estaba allí.
– O a lo mejor quienquiera que estuviera en el bosque creyó que ella había visto algo.
– ¿Crees que Tessa llegará a recordar lo que pasó?
– La amnesia es muy corriente cuando hay lesiones craneales. Dudo que llegue a recordarlo todo y, aunque lo hiciera, no se sostendría en un contrainterrogatorio.
Sara no añadió que deseaba que su hermana no recordara nunca. El recuerdo de Tessa perdiendo a su bebé ya era bastante duro para Sara. No imaginaba lo que sería para Tessa vivir con esos hechos siempre presentes en su mente.
Sara pasó de nuevo a Ellen Schaffer.
– ¿Alguien vio algo?
– Todo el mundo estaba fuera.
– ¿No había nadie en el colegio mayor, nadie estaba enfermo? -preguntó Sara.
Pensaba que el hecho de que las cincuenta chicas de un colegio mayor estuvieran todas en clase era algo tan raro que lo hacía merecedor de un titular de periódico.
– Interrogamos a toda la residencia -dijo Jeffrey-. No nos dejamos a nadie.
– ¿Qué residencia era?
– Keyes.
– La de las listas -dijo Sara, sabiendo que eso explicaba por qué todas estaban en clase-. ¿Nadie en el campus oyó el disparo?
– Algunos afirmaron haber oído algo que sonó como el petardeo de un coche. -Tamborileó los dedos sobre el volante-. La chica tenía una calibre doce de corredera.
– Dios mío -dijo Sara, imaginando el aspecto que tendría la víctima.
Jeffrey extendió el brazo hacia el asiento de atrás y sacó una carpeta de su cartera.
– A quemarropa -continuó, sacando una foto en color de la carpeta-. Probablemente tenía la escopeta en la boca. La cabeza debió actuar de silenciador.
Sara encendió la luz del coche para mirar la foto. Era peor de lo que había imaginado.
– Dios santo -murmuró.
La autopsia sería difícil. Le echó un vistazo al reloj de la radio. No llegaría a Grant hasta las ocho, según el tráfico. Las dos autopsias le llevarían al menos tres horas cada una. Sara le agradeció en silencio a Hare haberse ofrecido para sustituirla mañana. Tal como se presentaban las cosas, necesitaría dormir todo el día.
– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.
– Lo siento -dijo ésta cogiéndole la carpeta.
La abrió, pero las palabras se le hicieron borrosas. Se concentró en las fotos, pasando por alto la de la flecha dibujada en el suelo para mirar las de la escena del crimen.
– Puede que alguien se colara por la ventana -prosiguió Jeffrey-. O a lo mejor ya estaba ahí, escondido en el armario o en otra parte. La chica se va al cuarto de baño que hay al final del pasillo, vuelve a su cuarto y… pam. Ahí está él, esperando.
– ¿Alguna huella?
– Quizás el tipo llevaba guantes -dijo Jeffrey, sin responder a su pregunta.
– Las mujeres no suelen dispararse a la cara -concedió Sara, observando un primer plano del escritorio de Schaffer-. Es algo más propio de un hombre.
Sara siempre había considerado que las estadísticas resultaban sexistas, pero las cifras así lo demostraban.
– Hay algo que no me cuadra. Jeffrey señaló la foto-. Y no es sólo por la flecha. Olvidémonos de eso, olvidémonos de Tessa. Hay algo extraño.
– ¿El qué?
– Ojalá pudiera decírtelo. Igual que lo de Rosen. No hay nada concreto que pueda señalar.
Sara se acordó de Tessa, aún en la cama del hospital. Todavía podía oír las palabras de su hermana, ordenándole que encontrara a la persona que les había hecho eso. La foto de la habitación de Schaffer le trajo algo a la memoria. Cuando Tessa se fue a estudiar a Vassar, la acompañó en coche para ayudarla a instalarse. La habitación de Tessa en el colegio mayor estaba decorada con el mismo estilo que la de Schaffer. Pósteres de la Federación de la Flora y Fauna Mundial y de Greenpeace clavados en las paredes junto con fotos de hombres arrancadas de algunas revistas. Sobre uno de los escritorios, un calendario con las fechas importantes señaladas en rojo. Lo único que no había en el escritorio de Tessa eran los utensilios de limpiar escopetas.
Sara volvió al informe. Sabía que leer sin las gafas le daría dolor de cabeza, pero quería tener la sensación de estar haciendo algo. Cuando acabó de repasar toda la información que Jeffrey había recogido sobre la muerte de Ellen Schaffer, tenía la cabeza como un bombo y el estómago revuelto por haber leído yendo en coche.
– ¿Qué opinas? -le preguntó Jeffrey.
– Creo… -comenzó Sara, mirando la carpeta cerrada-. No lo sé. Las dos muertes podrían ser un montaje. Supongo que a Schaffer pudieron cogerla por sorpresa. Quizá primero la golpearon en la nuca. Tampoco es que ahora sepamos dónde está la nuca.
Sara sacó varias fotos y las ordenó a grosso modo.
– La chica estaba en el sofá. A lo mejor la pusieron allí. O puede que se echara ella sola. El brazo no le llegaba al gatillo, así que usó el pie. No es algo tan inusual. A veces la gente usa perchas. -Le echó otro vistazo al informe, releyendo las notas de Jeffrey acerca de la discrepancia de calibre entre la escopeta y la munición-. ¿No sabía lo peligroso que era utilizar munición de otro calibre?
– Hablé con su instructor. Según él, manejaba el arma con mucho cuidado. Jeffrey hizo una pausa-. Para empezar, ¿por qué Grant Tech tiene un equipo de tiro al blanco femenino?
– Título Noveno -le explicó Sara, refiriéndose a la legislación que obligaba a las universidades a ofrecer a las mujeres el acceso a los mismos deportes que los hombres.
Si esa política hubiera estado en vigor cuando Sara estaba en el instituto, el equipo de tenis femenino al menos habría podido practicar en la pista del colegio. Pero como no era así, se veían obligadas a jugar a frontón en el gimnasio… y sólo cuando el equipo masculino de baloncesto no se entrenaba.
– Me parece estupendo que tengan la oportunidad de aprender un deporte nuevo -dijo Sara.
Para su sorpresa, Jeffrey concedió:
– El equipo es bastante bueno. Han ganado todo tipo de competiciones.
– Por lo que la gente que sabía que estaba en el equipo también sabría que tenía una escopeta.
– Puede.
– ¿Y que la guardaba en el dormitorio?
– Las dos la guardaban -dijo Jeffrey-. Su compañera de cuarto también estaba en el equipo.
Sara se puso a pensar en la escopeta.
– ¿Habéis sacado las huellas?
– Las sacó Carlos -contestó Jeffrey, previendo su siguiente pregunta-. Las de Schaffer están en el cañón, la recámara y lo que queda del cartucho.
– ¿Sólo un cartucho? -preguntó Sara.
Por lo que sabía, una escopeta de carga inferior llevaba un cargador de tres cartuchos. Cuando cargabas el de delante, otro se colocaba en la recámara para que el arma fuera de repetición.
– Sí -le dijo Jeffrey-. Un cartucho, y de un calibre distinto al del arma; el reductor de tiro al plato estaba enroscado para que el cañón fuera más estrecho.
– ¿Coincide el dedo del pie con la huella del gatillo?
– Ni se me ocurrió comprobarlo -admitió Jeffrey.
– Lo comprobaremos antes de la autopsia -dijo Sara-. ¿Crees que alguien pudo obligarla a cargar la escopeta, quizás alguien que no sabía mucho de armas?
– Había muchas posibilidades de que el primer cartucho se quedara encasquillado en el cañón. De no haber tenido otro en el cargador, eso le habría concedido a Schaffer un poco de tiempo. Quizás incluso a darle la vuelta al arma y utilizarla para golpear al tipo.
– Y el cartucho, ¿no explotaría dentro del cañón?
– No necesariamente. De haber tenido lleno el cargador, el segundo cartucho habría golpeado al primero, y los dos habrían explotado cerca de la recámara.
– Quizá por eso sólo metió un cartucho -dijo Sara. -O era muy lista o muy estúpida.
Sara siguió mirando las fotos. Tenía muchos casos de suicidio, y ése no tenía nada de particular. Si Andy Rosen no hubiera muerto el día antes, y Tessa no hubiera sido herida, ahora no se estarían haciendo esas preguntas. Ni el arañazo que Andy tenía en la espalda habría sido suficiente para justificar que se abriera una investigación completa.
– ¿Qué los relaciona? -preguntó Sara.
– No lo sé -dijo Jeffrey-. Tessa es el comodín. Schaffer y Rosen tienen en común la clase de arte, pero eso es…
– ¿Ese apellido es judío? -le interrumpió Sara-. Schaffer, quiero decir.
– Rosen lo es -dijo Jeffrey-. De Schaffer ya no estoy tan seguro.
Sara sintió que la desazón se apoderaba de ella cuando intuyó una posible conexión.
– Andy Rosen es judío. Ellen Schaffer podría serlo. Tessa sale con un negro. No sólo sale, sino que espera un hijo de él.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Jeffrey, aunque Sara sabía que estaba siguiendo su hipótesis.
– Andy o fue empujado o saltó de un puente en el que había una pintada racista hecha con aerosol.
Jeffrey se quedó con la mirada fija en la carretera, sin hablar durante al menos un minuto.
– ¿Crees que ésa es la relación?
– No lo sé -respondió Sara-. Había una esvástica en el puente.
– Y decía: «Die Nigger» -señaló Jeffrey-. No se refería a los judíos. -Tamborileó con los dedos sobre el volante-. Si quería decir algo en contra de Andy por ser judío, habría sido más específico. Habría dicho: «Die Jews».
– ¿Y qué me dices de la estrella de David que encontraste en el bosque?
– Tal vez Andy cruzó el bosque y se le cayó antes de saltar. No tenemos nada que relacione eso con el agresor de Tessa. -Hizo una pausa-. Sin embargo, sí es verdad que Rosen y Schaffer son nombres judíos. Ésa podría ser una relación.
– Hay muchos judíos en el campus.
– Cierto.
– ¿Crees que esa pintada significa que hay un grupo de supremacía blanca actuando en la universidad?
– ¿Quién si no iba a pintar esa mierda cerca de la facultad?
Sara intentó encontrar algún fleco en su propia teoría.
– El puente no ha sido pintado hace tiempo.
– Puedo preguntar por ahí, pero no, no creo que esa pintada tenga más de dos semanas.
– ¿De modo que estamos diciendo que hace dos semanas alguien pintó la esvástica y esa porquería en el puente, sabiendo que ayer empujaría a Andy Rosen al vacío y que luego aparecería yo y llevaría a Tessa hasta allí y que tendría ganas de orinar y la apuñalarían en el bosque?
– Ha sido tu teoría -le recordó Jeffrey.
– No dije que fuera buena -admitió Sara. Se frotó los ojos y dijo-: Estoy tan cansada que apenas puedo ver con claridad.
– ¿Quieres intentar dormir?
Lo intentó, pero sólo pensaba en Tessa, y en lo único que le había pedido cuando despertó: que encontrara al hombre que le había hecho eso.
– Abandonemos la teoría racista -dijo Sara-. Digamos que los dos fueron un montaje para que parecieran suicidios. ¿Crees que es mejor ocultar el hecho de que dos estudiantes han sido asesinados?
– ¿Te digo la verdad? -preguntó Jeffrey-. No lo sé. No quiero darles falsas esperanzas a los padres, y no quiero que cunda el pánico en el campus. Y si se trata de asesinatos, cosa de la que no estamos seguros, a lo mejor al tipo le da por alardear y comete algún error.
Sara sabía a qué se refería. A pesar de la creencia popular, los asesinos casi nunca quieren que los atrapen. El asesinato era el ejercicio más arriesgado que existe, y cuanto más quieren salir impunes, más se afanan en eliminar pruebas.
– Si alguien está asesinando estudiantes, ¿cuál es el móvil? -preguntó Sara.
– Lo único que se me ocurre son las drogas.
Sara estaba a punto de preguntar si las drogas suponían un problema en el campus, pero se dio cuenta de que era una pregunta estúpida. Lo que preguntó fue:
– ¿Tomaba drogas Ellen Schaffer?
– Por lo que he averiguado, era una de esas personas obsesionadas con la salud, así que lo dudo. Jeffrey miró por el espejo lateral antes de adelantar a un dieciocho ruedas situado en el carril de al lado-. Puede que Rosen hubiera tomado, pero hay razones para creer que estaba limpio.
– ¿Y qué me dices de lo de la aventura amorosa?
Jeffrey frunció el ceño.
– No sé muy bien si fiarme de Richard Carter. Es como una cuchara, siempre está removiéndolo todo. Y es obvio que no soporta a Andy. Le creo capaz de haber hecho correr el rumor él mismo sólo para poder disfrutar del espectáculo.
– Bueno, supongamos que dice la verdad -dijo Sara-. ¿Es posible que el padre de Andy tuviera una aventura con Schaffer?
– No era alumna suya. No hay razón alguna por la que ella tuviera que conocerle. Tenía montones de chavales de su edad postrados a sus pies.
– Ésa podría ser una razón por la que le atraía un hombre mayor. Le parecería más sofisticado.
– No Brian Keller -dijo Jeffrey-. El tipo no es precisamente Robert Redford.
– ¿Has preguntado por ahí? -insistió Sara-. ¿Hay alguna relación?
– No que yo sepa. De todos modos, mañana voy a hablar con él. Tal vez me dé alguna pista.
– Quizá confiese.
Jeffrey negó con la cabeza.
– Estaba en Washington. Frank lo verificó esta tarde. -Al cabo de unos segundos, le concedió-: Pudo haber contratado a alguien.
– ¿Y el móvil?
– Tal vez… -Pero Jeffrey no acabó la frase-. Joder, no lo sé. Siempre acabamos en cuál es el móvil. ¿Por qué alguien iba a hacer algo así? ¿Qué podía ganar?
– La gente mata por muy pocas razones -dijo Sara-. Dinero, drogas o motivos emocionales como celos o ira. Si fueran asesinatos al azar tendríamos a un asesino en serie.
– Cristo -dijo Jeffrey-. No digas eso.
– Admito que no es probable, pero nada me cuadra. -Sara hizo una pausa-. Y volvemos a lo mismo: Andy pudo haber saltado, Ellen Schaffer a lo mejor estaba deprimida, y el encontrar el cadáver disparó su… -Sara se interrumpió-. No intentaba hacerme la ingeniosa.
Jeffrey la miró.
– A lo mejor Schaffer se mató. A lo mejor se mataron los dos.
– ¿Y Tess?
– ¿Qué pasa con ella? -preguntó Sara-. Es posible que su agresión nada tenga que ver con los otros dos casos. Si son suicidios, quiero decir. -Sara intentó meditarlo detenidamente, pero su mente era incapaz de hacer encajar las pistas que tenían-. A lo mejor se encontró con alguien que hacía algo ilegal en el bosque.
– Lo recorrimos centímetro a centímetro y sólo encontramos el colgante -dijo Jeffrey-. Y si ése fuera el caso, ¿por qué el tipo iba a quedarse para espiaros a Tessa y a ti?
– Quizá quien miraba era otra persona, alguien que había salido a correr un rato.
– ¿Por qué correría al ver a Lena?
Sara espiró lentamente, pensando que necesitaba dormir antes de enfrentarse a todo eso.
– No dejo de pensar en el arañazo de la espalda de Andy. Puede que en la autopsia averigüe algo. -Apoyó la cabeza en la mano, abandonando cualquier intento de utilizar la lógica-. ¿Qué más te preocupa?
Jeffrey movió la barbilla, y Sara supo la respuesta antes de oírla:
– Lena.
Sara reprimió un suspiro al mirar por la ventanilla. A Jeffrey siempre le había preocupado Lena.
Sara preguntó:
– ¿Qué ha hecho? -y dejó el «esta vez» fuera de la frase.
– No ha hecho nada -dijo Jeffrey-. O a lo mejor sí. No lo sé. -Hizo una pausa, probablemente para reflexionar sobre ello-. Creo que conocía al chaval, a Rosen. Encontramos sus huellas en un libro de la biblioteca cuando examinamos el apartamento de Rosen.
– Puede que ella también lo sacara.
– No -le dijo Jeffrey-. Miramos los archivos.
– ¿Y os los dejaron ver?
– No lo hicimos a través de los bibliotecarios -le confesó Jeffrey.
Sara sólo se pudo imaginar qué clase de teclas habría pulsado Jeffrey para tener acceso a los archivos de la biblioteca. A Nan Thomas le daría un ataque de histeria si lo averiguaba, y no sería Sara quien la culpara por ello.
– A lo mejor Lena se lo llevó sin que nadie lo supiera -sugirió Sara.
– ¿Te parece Lena la clase de persona que leería El pájaro espino?
– No tengo ni idea -admitió Sara, aunque no se imaginaba a Lena realizando una actividad tan sedentaria como leer, y mucho menos una historia de amor-. ¿Se lo preguntaste? ¿Qué te dijo?
– Nada -dijo Jeffrey-. Intenté que viniera conmigo. No quiso.
– ¿A comisaría?
Jeffrey asintió.
– Si me lo pidieras, yo tampoco iría.
– ¿Por qué?
Jeffrey sentía verdadera curiosidad.
– No seas ridículo -contestó Sara, sin molestarse en contestar a la pregunta-. ¿Crees que Lena tiene algo que ocultar?
– No lo sé. -Tamborileó los dedos en el volante-. Parecía muy reservada. Cuando hablamos en la colina, después de que tú y Tessa os marcharais, pareció reconocer el nombre de Andy. Y cuando le pregunté, lo negó.
– ¿Recuerdas su reacción cuando le dimos la vuelta al cadáver?
– No estaba presente -le recordó Jeffrey.
– Es verdad.
– También encontramos otra cosa en el cuarto de Rosen -dijo Jeffrey-. Unas bragas.
– ¿De Lena? -Sara se preguntó por qué no se lo había dicho antes.
– Es una suposición -contestó Jeffrey.
– ¿Cómo eran?
– No de las que tú llevas. Pequeñas.
Sara lo fulminó con la mirada.
– Muchas gracias.
– Ya sabes a qué me refiero. De esas que son más finas en el culo.
Sara apuntó:
– ¿Un tanga?
– Probablemente. De seda, granate, con encaje en los laterales.
– Me parece tan propio de Lena como que leyera El pájaro espino.
Jeffrey se encogió de hombros.
– Nunca se sabe.
– ¿Podrían haber pertenecido a Andy Rosen?
Jeffrey pareció considerarlo.
– No podemos eliminar esa posibilidad, considerando lo que le hizo a su…
– Tal vez se las robó a Schaffer.
– El vello era castaño oscuro -le dijo Jeffrey-. Schaffer era rubia.
Sara se rió.
– Yo no pondría la mano en el fuego.
Jeffrey permaneció un instante en silencio.
– Puede que Lena se acostara con Andy Rosen.
A Sara eso le pareció improbable, pero con Lena nunca se sabía.
– Cuando intenté llevar a Lena a comisaría se interpuso un chaval. Un capullo que tenía pinta de ir aún al instituto. A lo mejor sale con él. Parecía que iban juntos -explicó Jeffrey.
– ¿Así que se acostaba con Andy Rosen y salía con ese chico? -Sara negó con la cabeza-. Considerando lo que le pasó hace un año, no creo que esté para tener muchos novios. -Cruzó los brazos y se reclinó contra la portezuela-. ¿Estás seguro de que las bragas eran suyas?
Jeffrey permaneció callado, debatiendo si contarle algo o no.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sara.
Y al instante-:
– ¿Jeff?
– Hay cierta… sustancia -dijo, y Sara se preguntó por qué se mostraba tan reservado. Quizás el hecho de que Jeffrey conociera a Lena le impedía hablar con libertad, pues antes nunca se había mostrado tímido con esas cosas-. Aun cuando hubiera suficiente para hacer un análisis de ADN, no habrá manera humana de que Lena nos dé una muestra del suyo. Sólo con que nos permitiera hacerle la prueba, podríamos eliminarla de la lista de sospechosos y habríamos acabado.
– Si ni siquiera fue a comisaría, no hay manera de que dé sangre.
El tono de Jeffrey se hizo vehemente.
– Sólo quiero que esté libre de sospecha, Sara. Pero si ella no quiere ayudarse…
De inmediato Sara recordó haberle tomado muestras a Lena después de la violación, un año atrás. Pero esa información era confidencial, y Sara no veía de buen grado utilizar el ADN recogido durante aquella toma de muestras para relacionar a Lena con Andy Rosen. Hacerlo sería como una segunda violación. Lena -y cualquiera- lo consideraría una traición.
– ¿Sara?
Ella negó con la cabeza.
– Sólo estaba cansada -le dijo, intentando no recordar la noche en que le sacó las muestras de ADN.
El cuerpo de Lena estaba tan lleno de heridas que había necesitado siete puntos para coserle el culo. A causa de las drogas suministradas, Sara se había visto obligada a administrarle un sedante muy ligero. Hasta el apuñalámiento de Tessa, sacarle muestras de ADN tras la violación había sido el hecho más horrible de la carrera médica de Sara.
– ¿Y qué demostraría si fuese el ADN de Lena? -preguntó Sara-. Acostarse con Andy Rosen no significa que tenga algo que ver con su muerte. Ni con el apuñalamiento de Tessa.
– ¿Y por qué mintió?
– Mentir no la convierte en culpable.
– Según mi experiencia, la gente sólo miente cuando tiene algo que ocultar.
– Imagino que si se acostara con un estudiante perdería su empleo.
– Odia a Chuck. No creo que le importe una mierda perder el trabajo.
– En estos momentos no es tu admiradora número uno -le apuntó Sara-. Puede que haya mentido sólo por jorobarte.
– No puede ser tan estúpida como para obstaculizar una investigación. No en un caso tan grave.
– Claro que sí, Jeffrey. Está furiosa contigo, y ha encontrado una manera de vengarse por haberla echado de…
– Yo no la…
Sara levantó las manos para hacerle callar. Habían discutido esa cuestión tantas veces que ya conocía el resto de la frase antes de que la pronunciara. Todo se reducía a que Jeffrey estaba furioso con Lena, y no quería admitir que gran parte de esa furia se debía a su decepción. La reacción instintiva de Lena había sido odiar a Jeffrey con la misma virulencia. La situación habría sido cómica si Sara no se hubiera visto atrapada en medio.
– Sea cual sea el motivo, Lena no va a ceder un ápice. Lo demostró sobradamente al no querer ir a comisaría -dijo Sara.
– Quizá debería haberla abordado de otra manera -concedió Jeffrey, y, a juzgar por actuaciones pasadas, Sara se imaginó que se había portado como un asno-. Ese chico con el que estaba. Ese chaval.
Sara esperó un instante, pero él tardó en hablar.
– Hay algo en él que no me gustó.
– ¿El qué?
– Parecía peligroso -dijo Jeffrey-. Diez contra uno a que tiene antecedentes.
Sara sabía que no debía apostar con él en cosas así. Cualquier policía digno de ese nombre es capaz de reconocer a un ex convicto. Lo que provocó que ella le preguntara:
– ¿Crees que Lena sabe que el chaval ha estado metido en líos?
– ¿Quién sabe lo que le pasa por la cabeza?
Sara estaba perpleja.
– Me empujó -dijo Jeffrey.
– ¿Que te empujó? -preguntó Sara, creyendo que lo decía en sentido figurado.
– Se me acercó por detrás y me empujó.
– ¿Que te empujó? -repitió, asombrada de que alguien cometiera tal estupidez-. ¿Por qué?
– Probablemente pensó que estaba avasallando a Lena.
– ¿Y lo hiciste?
Él la miró, sintiéndose insultado.
– Le puse la mano en el brazo. Se molestó. Apartó el brazo. Jeffrey se quedó mirando la carretera, en silencio-. Intentaba zafarse con tanta fuerza que se cayó al suelo.
– Lo que parece una reacción bastante predecible.
Jeffrey hizo oídos sordos a su comentario.
– Ese chaval estaba dispuesto a plantarme cara. Un mequetrefe de mierda, probablemente pesa menos que Tessa.
Jeffrey negó con la cabeza, pero había cierta admiración en su tono. Pocas personas se atrevían a desafiarle.
– ¿Por qué no has comprobado si tiene antecedentes? -preguntó Sara.
– No sé cómo se llama -dijo Jeffrey-. No te preocupes, los seguí hasta un café. El chico dejó la taza en la mesa. La cogí para sacar las huellas. -Sonrió-. Dame un poco de tiempo y sabré todo lo que hay que saber de ese mangante.
Sara estaba segura de que lo sabría, y sintió lástima por el caballero andante de Lena.
Jeffrey volvió a quedarse callado, y Sara miró por la ventanilla, contando las cruces que señalaban los accidentes de tráfico de la autopista. En algunas había coronas de flores o fotografías de gente que Sara se alegró de no ver. Un osito de peluche colocado al pie de una pequeña cruz le hizo mirar hacia delante, y el corazón se le desbocó en el pecho. Los conductores que iban delante de ellos pisaron el freno, y ante ellos se encendieron las luces rojas. La autopista comenzaba a congestionarse a medida que se acercaban a Macon. Jeffrey se desviaría por la circunvalación, pero a esa hora del día lo más probable era que se metieran en un atasco.
– ¿Cómo están tus padres? -preguntó Jeffrey.
– Furiosos -dijo Sara-. Furiosos conmigo. Contigo. No sé. Mamá apenas me habla.
– ¿Te ha dicho por qué?
– Sólo está preocupada -dijo Sara, pero a medida que permanecía más tiempo con sus padres crecía la opresión que sentía en el pecho.
Eddie seguía sin hablarle, pero no sabía si era porque la culpaba de lo ocurrido o porque no podía enfrentarse al hecho de que sus dos hijas atravesaran una crisis. Sara comenzaba a comprender lo difícil que era ser el sostén de todos los que te rodeaban cuando lo que querías hacer de verdad era dejar que te consolaran.
– Estarán bien en un par de días -la tranquilizó Jeffrey, poniéndole la mano en el hombro.
Le pasó el pulgar por el cuello, y ella sintió deseos de inclinarse en el asiento y apoyarle la cabeza en el pecho. Algo se lo impidió. A su pesar, volvió a acordarse de Lena en el hospital, magullada y apaleada, un reguero de sangre oscura brotándole entre las piernas, donde tenía aquel profundo desgarro. Lena era una persona menuda, pero su actitud chulesca la hacía crecerse muchos centímetros. Echada en la camilla del hospital, las manos y los pies sangrando a través de los vendajes que el personal de la ambulancia le había puesto apresuradamente, parecía una niña y no una mujer adulta. Sara nunca había visto a nadie tan destrozado.
De pronto, Sara notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Miró por la ventanilla, pues no quería que Jeffrey la viera llorar. Él aún le acariciaba el cuello, pero por alguna razón su tacto no la consolaba.
– Voy a intentar dormir un poco -dijo Sara.
Se inclinó contra la portezuela y se apartó de él.
El Centro Médico Heartsdale no era tan imponente como daba a entender el nombre. Contaba con dos plantas, y el depósito de cadáveres estaba en el sótano. No era más que una clínica con pretensiones para la facultad de medicina, situada al otro lado de la calle Mayor. Jeffrey condujo el coche hasta el aparcamiento principal, delante de urgencias, pasando de largo la entrada lateral que utilizaba Sara, quien esperó paciente a que entrara marcha atrás en una de las plazas.
Aparcó, pero dejó el motor en marcha.
– Tengo que consultarle una cosa a Frank -dijo, sacando el móvil-. ¿Te importa empezar sin mí?
– No -contestó Sara, y se sintió aliviada de estar unos minutos asolas.
No obstante, le sonrió a Jeffrey antes de salir del auto. Hacía más de diez años que la conocía, y Sara se dio cuenta de que sabía que algo le preocupaba. A Jeffrey no le gustaba dejar nada sin resolver. A lo mejor estaba enfadado con ella por lo ocurrido en el aparcamiento del Grady.
Sara no había conseguido pegar ojo en todo el viaje. Se había encontrado atrapada en el limbo entre la vigilia y el sueño, y en su mente no dejaban de repetirse las imágenes del día anterior. Cuando conseguía echar una cabezada, soñaba con Lena en el hospital, el año pasado. En uno de esos giros que sólo ocurren en los sueños, Sara y Lena habían intercambiado sus lugares, de modo que era Sara la que estaba en la mesa de observación, los pies en los estribos, el cuerpo desnudo, mientras Lena tomaba muestras vaginales y peinaba el vello púbico de Sara en busca de sustancias ajenas. Cuando la luz negra parpadeó para iluminar el semen y otros fluidos corporales, la mitad inferior de Sara se iluminó como si la incendiaran.
Sara se frotó las manos mientras cruzaba el aparcamiento, aunque no hacía frío. Levantó los ojos al cielo, oscuro y siniestro. Susurró: «Se avecina una tormenta», una frase que su abuela Earnshaw utilizaba cuando era pequeña. Sara sonrió y su tensión se relajó al imaginarse a su abuela de pie en la puerta de la cocina, las manos juntas en el pecho, con gesto preocupado, observando la inminente tormenta y diciendo a los niños que se aseguraran de coger una vela antes de acostarse.
En la sala de urgencias, Sara saludó a la enfermera de noche y a Matt DeAndrea, que sustituía a Hare mientras éste supuestamente estaba de vacaciones. Sara no se alegraba tanto de no tener a su primo cerca desde el verano en que entró en la pubertad.
– ¿Cómo están tu madre y los demás? -preguntó Matt, saludándole como si nada hubiera pasado.
De pronto pareció darse cuenta de que había metido la pata, y palideció.
– Bien -dijo Sara, con una sonrisa forzada-. Están todos bien. Gracias por preguntar.
Después de eso, nadie dijo nada más, y Sara se fue pasillo abajo hacia las escaleras que conducían al depósito.
Sara nunca había comparado el depósito de cadáveres con el Hospital Grady, pero tras haber pasado tantos años en Atlanta, los parecidos eran muy obvios. El centro médico había sido reformado hacía pocos años, pero el depósito estaba casi igual que cuando construyeron el edificio, en los años treinta. Unos azulejos azul claro cubrían las paredes, y los suelos eran de una mezcla de linóleos cuadrados de color verde y tostado. En el techo había rastros de humedad, y los trozos blancos, que correspondían a zonas de reciente reparación, contrastaban con el viejo yeso agrisado. El ruido de fondo del compresor situado sobre el congelador y el sistema de aire acondicionado producía un murmullo continuo, algo que Sara sólo notaba cuando llevaba mucho tiempo sin aparecer por allí.
Carlos estaba de pie junto a la mesa de porcelana que, atornillada al suelo, quedaba en el centro de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Era un tipo simpático, moreno y con aspecto de hispano, y un fuerte acento al que Sara había tardado en acostumbrarse. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, farfullaba. Carlos hacía el trabajo sucio, en sentido literal y figurado, y estaba muy bien pagado, aunque Sara tenía la sensación de saber poco de él. En los muchos años que llevaba trabajando allí, Carlos nunca contaba nada de su vida ni se quejaba del trabajo. Incluso cuando no había nada que hacer, siempre encontraba alguna faena, barrer el suelo o limpiar el congelador. Se quedó sorprendida al verle allí de pie, sin hacer nada, cuando entró en el depósito. Parecía estar esperándola.
– ¿Carlos? -preguntó Sara.
– No vuelvo a trabajar para el señor Brock -dijo.
Quiso que su tono le diera a entender a Sara que no pensaba ceder.
Sara se quedó de una pieza, tanto por la longitud de la frase como por la vehemencia con que la expresó.
Sara le preguntó con cautela:
– ¿Por alguna razón en concreto?
Carlos seguía mirándola fijamente.
– Es un hombre muy raro, y no diré nada más.
Sara sintió una oleada de alivio. Se dio cuenta de que la había asustado la perspectiva de que dimitiera.
– Muy bien, Carlos -dijo Sara-. Siento que te hayas enfadado.
– No estoy enfadado -repuso, pero era evidente que lo estaba.
– Muy bien.
Sara asintió, esperando que Carlos no tuviera nada más que decir.
Lo cierto es que ella siempre había defendido a Dan Brock, desde el primer día en la escuela elemental, cuando Chuck Gaines le hizo caer de un empujón de la torre de barras -de la zona de juegos, en un arrebato de furia que sólo se le consiente a un niño de ocho años (en la guardería, Chuck repitió un año). Más que raro, Brock necesitaba cariño, un rasgo que no favorecía su integración en el ambiente de la escuela, que funcionaba según el principio de la supervivencia de los más fuertes. Gracias a Cathy y a Eddie, Sara jamás necesitó la aprobación de sus compañeros, por lo que poco le importó vivir en ese limbo situado entre los alumnos más populares y los que eran metódicamente hostigados y torturados. Siempre se la había considerado la más lista de la clase, y entre su estatura, el cabello rojo y el coeficiente intelectual, intimidaba un poco a la gente. Brock, por otro lado, había sufrido hasta bien avanzado el bachillerato, que es el tiempo que tardaron los matones en comprender que, por muy mal que se portaran con él, Brock jamás les respondería con hostilidad.
– ¿Doctora Linton? -preguntó Carlos.
A pesar de lo mucho que ella insistía, nunca la llamaba Sara.
– ¿ Sí?
– Lamento lo de su hermana.
Sara apretó los labios y asintió.
– Empecemos con la chica -dijo, pensando que más valía comenzar por lo difícil-. ¿Le has sacado fotos y placas de rayos X?
Carlos asintió en un gesto adusto, pero no dijo nada acerca del estado del cadáver. Era su manera de mostrarse profesional, y ella le agradecía que se tomara el trabajo con tanta solemnidad.
Sara regresó a su oficina, que tenía una ventana que daba al depósito. Se sentó ante su escritorio y, aunque se había pasado sentada las últimas cuatro horas, le hizo bien descansar los pies. Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de su padre. Cathy contestó antes de que se apagara el primer pitido.
– ¿Sara?
– Ya hemos llegado -le dijo a su madre, pensando que debería haberla llamado antes.
Era evidente que estaba preocupada.
– ¿Habéis averiguado algo?
– Aún no -le dijo Sara, observando cómo Carlos colocaba una de las bolsas negras encima de la camilla-. ¿Cómo está Tess?
Cathy se lo pensó antes de contestar.
– Aún no habla.
Ahora Carlos abría la cremallera de la bolsa negra y colocaba el cadáver sobre la mesa de porcelana. Cualquiera que mirara consideraría que el procedimiento era salvaje, pero la única manera en que una persona podía colocar un cadáver sobre una mesa era a pulso. Carlos comenzó por los pies, empujándolos sobre la mesa, a continuación, con un movimiento brusco, trasladó el resto del cuerpo hasta colocarlo donde quería. Le habían dejado una bolsa de plástico en torno a la cabeza para proteger las pruebas.
– No estoy enfadada contigo -dijo Cathy.
Sara exhaló, dándose cuenta de que había contenido el aliento.
– Me alegro.
– No fue culpa tuya.
Sara no contestó, sobre todo porque no estaba de acuerdo.
– Cuando eras pequeña -comenzó a decir Cathy, pero se le hizo un nudo-, siempre contaba con que la protegerías de todo. Siempre fuiste la responsable.
Sara sacó un pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos. Carlos intentaba quitarle la camiseta a la muerta, pero no había manera de sacársela por la cabeza. Dirigió la mirada hacia Sara, y ésta hizo el gesto de cortar con los dedos. Los de la policía científica ya habían buscado pruebas en las fibras.
– No es culpa tuya -repitió su madre-. Ni de Jeffrey. Son cosas que pasan, a todos nos toca alguna vez.
El día anterior Sara había suspirado por oír esas palabras, pero hoy no la consolaban. Por primera vez en su vida, no creía a su madre.
– ¿Hija?
Sara se secó los ojos.
– Tengo que colgar, mamá.
– Muy bien. -Cathy guardó silencio antes de añadir-: Te quiero.
– Yo también te quiero -dijo Sara, y colgó.
Hundió la cabeza entre las manos, intentando despejar la mente. No podía pensar en Tessa mientras abría en canal a Ellen Schaffer. El mejor servicio que podía prestar a su hermana era averiguar algo que condujera a la captura del hombre que la había apuñalado. La autopsia era también un acto de violencia, la intrusión máxima. Todo cadáver tiene algo que contar. La vida y la muerte de una persona se exponen en toda su miseria y esplendor por el simple hecho de mirar bajo su piel.
Sara se puso en pie y regresó junto a la mesa de disección en el momento en que Carlos acababa de cortar la camiseta por las costuras, para poder volverla a coser y estudiarla. La tela estaba salpicada de sangre, y una zona limpia y oblonga indicaba dónde se había apoyado la escopeta. Sara comprobó el dedo del pie de la chica, y vio que también estaba manchado de sangre. El otro pie había quedado fuera del alcance de la sangre y estaba limpio.
Un sujetador de adolescente, más propio para una niña de trece años, cubría los pechos de la joven. Carlos había desabrochado el cierre y tenía un fajo de pañuelos de papel en la mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó Sara, aunque lo sabía perfectamente.
– Lo tenía ahí -dijo Carlos, señalando el sujetador.
Metió la mano en la otra copa y sacó otro fajo de pañuelos de papel.
– ¿Por qué se puso relleno en el sujetador si iba a suicidarse? -preguntó Sara, aunque Carlos nunca respondía a sus preguntas.
Los dos se volvieron al oír pisadas en las escaleras.
– ¿Algo interesante? -preguntó Jeffrey.
– Acabamos de empezar -le dijo Sara-. ¿Qué te ha dicho Frank?
– Nada -contestó Jeffrey, pero Sara se dio cuenta de que algo ocurría.
Sara no entendía por qué se mostraba tan reservado. Carlos había demostrado ser digno de confianza. Casi siempre, Sara se olvidaba de que fuera de la morgue tenía su propia vida.
– Vamos a sacar esto -dijo Sara, y ayudó a Carlos a quitarle los tejanos a la chica.
Jeffrey miró las bragas, que eran de las sencillas, de algodón, no como las que había encontrado en el apartamento de Andy Rosen.
– ¿Registraste los cajones de su habitación? -preguntó Sara.
– Hay de varios tipos -dijo Jeffrey-. Seda, algodón, tangas.
– ¿Tangas?
Jeffrey se encogió de hombros. Sara prosiguió.
– Hemos encontrado pañuelos de papel dentro del sujetador.
Jeffrey enarcó una ceja.
– ¿Se ponía relleno?
– Si se suicidó, sabía que alguien la encontraría, y que un forense o un empresario de pompas fúnebres examinaría el cadáver. ¿Por qué lo haría?
– ¿Porque lo hacía siempre? ¿Rutina? -sugirió Jeffrey, pero Sara captó cierto escepticismo en su voz.
– El tatuaje es antiguo -dijo Sara-. Probablemente tiene tres años. No es más que un cálculo aproximado, pero no es reciente.
Carlos le quitó las bragas, y Sara y Jeffrey observaron al mismo tiempo otro tatuaje. Era una palabra en un idioma que parecía árabe.
Jeffrey dijo:
– Esto no estaba en el cuadro de Andy.
– Pues no es reciente, ni mucho menos -observó Sara-. ¿Crees que Andy lo omitió a propósito?
– Créeme, lo habría puesto de haberlo visto.
– De modo que no estaba liada con él -dijo Sara, indicándole a Carlos que sacara una foto del tatuaje. Colocó una regla junto al tatuaje para ver la escala-. Tendremos que escanearla y encontrar a alguien que sepa lo que significa.
– Shalom -dijo Carlos.
– ¿Perdón? -exclamó Sara, sorprendida.
– Es hebreo -dijo Carlos-. Significa «paz».
Sara no podía concederle el beneficio de la duda.
– ¿Estás seguro?
– Lo aprendí en la escuela hebrea -dijo Carlos-. Mi madre es judía.
– ¡Oh! -exclamó Sara, preguntándose cuántos años habían pasado sin que se enterara de ese dato.
Le lanzó una mirada a Jeffrey, que estaba anotando algo en su cuaderno. Tenía el ceño fruncido, y se preguntó qué cabos habría atado.
Sara se volvió, olvidándose de dónde estaba, y se golpeó la cabeza con la regla que había sobre el pie de la mesa.
– Mierda -dijo, palpándose el cuero cabelludo.
No miró a Jeffrey ni a Carlos para ver su reacción. Se dirigió al armario metálico que había junto a los fregaderos y sacó una bata estéril y un par de guantes.
– ¿Puedes traerme las gafas? Creo que están en mi escritorio -preguntó a Jeffrey.
Jeffrey hizo lo que le pedía, y Sara se puso la bata y los guantes. Sacó otro par de la caja y se los puso encima de los primeros. Carlos acercó la pizarra que Sara había comprado a la facultad. Anotaron parte de la información que ya conocían. Dejaron espacios en blanco para el peso y tamaño de los órganos y otros detalles que serían anotados por Carlos durante la operación. A Sara le gustaba tener todos los datos delante cuando practicaba una autopsia. Si tenías todos los datos anotados era más fácil visualizarlos.
Sara puso en marcha el dictáfono con el pie y comenzó:
– Éste es el cuerpo bien desarrollado, bien alimentado y sin embalsamar de una mujer de raza caucásica de diecinueve años que supuestamente se disparó en la cabeza con una escopeta Wingmaster de calibre doce. Ha sido identificada como Ellen Marjory Schaffer por el agente encargado de la investigación. Las fotografías y las placas de rayos X se han tomado bajo mi dirección. De acuerdo con las disposiciones de la Ley de Investigación Forense de Georgia, se lleva a cabo una autopsia en el depósito de cadáveres de la Oficina del Forense de Grant County el día…
Jeffrey dijo la fecha y Sara continuó:
– Comenzamos a las 20.33 horas, con la ayuda de Carlos Quiñónez, técnico forense, y Jeffrey Tolliver, jefe de policía de Grant County. -Hizo una pausa y miró la pizarra para ver la información anotada-. Pesa aproximadamente cincuenta y seis kilos y mide uno setenta y dos. La cabeza está seriamente dañada a causa de un disparo de escopeta. -Le puso la mano en el abdomen-. El cuerpo ha sido refrigerado y está frío al tacto. El rigor mortis es completo y generalizado hasta las extremidades superiores.
A continuación, Sara enumeró las señales identificativas mientras con unas tijeras cortaba la bolsa que había cubierto la cabeza de Ellen Schaffer. Había sangre coagulada y materia gris pegadas al plástico, y trozos de cuero cabelludo formaban grumos gelatinosos.
– El resto del cuero cabelludo está en el congelador -dijo Carlos.
– Lo examinaré después -contestó Sara, apartando la bolsa de lo que quedaba de la cabeza de Ellen Schaffer.
Quedaba poco más que un muñón sanguinolento, con fragmentos de pelo rubio y dientes alojados en el tallo cerebral. Tomaron más fotografías antes de que Sara cogiera el escalpelo para comenzar el examen interno. Cuando hizo la habitual incisión en Y se sintió un poco atontada por la falta de sueño, y cerró los ojos un momento para recuperarse.
Todos los órganos fueron extraídos del cuerpo, pesados, catalogados y registrados, mientras Sara declamaba sus averiguaciones. En el estómago quedaban lo que debía haber sido los restos de la última comida de Schaffer: cereales con nueces que probablemente tenían el mismo aspecto que en la caja.
Sara sacó los intestinos y se los entregó a Carlos para que hiciera lo que denominaban limpieza de tripas. Utilizó una manguera conectada a uno de los fregaderos para lavar el tracto intestinal, y colocó un cedazo bajo el desagüe para recoger lo que saliera. El hedor era insoportable, y Sara siempre se sentía culpable de enjaretarle el trabajo a otro hasta que le llegaba una vaharada del contenido.
Se quitó los guantes con un chasquido y se dirigió a la otra punta del depósito, donde estaba la caja de luz. Carlos había colocado las radiografías anteriores a la autopsia, y bien por falta de sueño o por pura estupidez, a Sara se le había olvidado mirarlas antes. Estudió toda la serie dos veces antes de observar una forma familiar en los pulmones.
– Jeff -dijo.
Jeffrey miró las placas de la caja de luz antes de preguntar:
– ¿Eso es un diente?
– Pronto lo averiguaremos.
Sara volvió a ponerse dos pares de guantes antes de sacar el pulmón izquierdo de la bolsa de vísceras. El aspecto del tejido pleural era liso, sin indicios de solidificación. Sara había dejado aparte los pulmones para hacer una biopsia más tarde, pero la hizo en ese momento utilizando un cuchillo de hacer secciones afilado quirúrgicamente.
– Hay una leve aspiración de sangre -le dijo a Jeffrey. Encontraron el diente en el cuadrante inferior derecho del pulmón izquierdo.
– ¿Es posible que la explosión del disparo se lo hiciera tragar? -preguntó Jeffrey.
– Lo aspiró -dijo Sara-. Inhaló el diente hasta que le llegó a los pulmones.
Jeffrey se frotó los ojos con las manos. Resumió la anomalía en palabras sencillas:
– Aún respiraba cuando le arrancaron el diente.