CAPITULO 6

Lo inteligente habría sido montar guardias. Cirocco se preguntó, mientras pugnaba por despertarse, por qué había logrado tan pocas veces hacer lo inteligente desde que llegó a Temis. Tenían que adaptarse a la extraña carencia de tiempo. No podían seguir caminando hasta caerse.

Gaby dormía con el pulgar en la boca. Cirocco trató de levantarse sin molestarla, pero fue imposible. Gaby gimió y abrió los ojos.

—¿Estás tan hambrienta como yo? —bostezó.

—Es difícil saberlo.

—¿Crees que se trata de las bayas? A lo mejor no son buenas.

—Imposible saberlo tan pronto. Pero echa una ojeada allí. Podría ser desayuno.

Gaby miró adonde Cirocco señalaba. Había un animal junto al río, bebiendo. Mientras lo observaban, el animal levantó la cabeza y las contempló a no más de veinte metros de distancia. Cirocco se puso en tensión, preparada para cualquier cosa. El animal parpadeó y bajó la cabeza.

—Un canguro de seis patas —dijo Gaby—. Sin orejas.

Fue una descripción bastante buena. El animal estaba cubierto con un corto pelaje y tenía dos grandes patas traseras, aunque no tan largas como las de un canguro. Las cuatro patas delanteras eran más pequeñas. El pelaje era amarillo y verde claro. El animal no hacía nada especial por protegerse.

—Me gustaría echar un vistazo a sus dientes. Podrían indicarnos algo.

—Lo correcto es probablemente salir por piernas de aquí —dijo Gaby. Suspiró y miró el suelo a su alrededor. Se levantó antes que Cirocco pudiera detenerla y caminó hacia la criatura.

—Gaby, déjalo —murmuró Cirocco, intentando no alertar al animal. En ese instante se dio cuenta de que Gaby llevaba una roca en la mano.

La criatura alzó los ojos de nuevo. Tenía una cara que habría resultado divertidísima en otras circunstancias. La cabeza era redonda, sin orejas o nariz visibles; simplemente dos estúpidos ojos. Pero la boca daba la impresión de que la criatura estuviera mascando una armónica bajo. Los labios se alargaban el doble que el resto de la cabeza, dando al animal una sonrisa ridícula.

La criatura levantó del suelo las cuatro patas delanteras y se alzó tres metros en el aire. Gaby brincó casi tan alto por la sorpresa y tuvo tiempo de girar alocadamente antes de caer sobre su trasero. Cirocco se acercó a ella y trató de quitarle la piedra.

—Vamos, Gaby, no estamos tan necesitadas de carne.

—Calla —dijo Gaby a través de sus dientes apretados—. Lo hago también por ti.

Forcejeó para desasirse y corrió hacia adelante.

El bicho había dado dos saltos, cada uno de ocho o nueve metros. Después se quedó quieto, con las patas delanteras tocando la tierra y la cabeza baja. Estaba comiendo hierba.

Alzó la mirada plácidamente cuando Gaby se detuvo a dos metros de distancia. Parecía no temer a la mujer, y siguió pastando mientras Cirocco llegaba por detrás de Gaby.

—¿Crees que deberíamos…?

—¡Chist!

Gaby vaciló sólo un instante más, luego se acercó hasta la bestia. Levantó el brazo y golpeó fuertemente con la piedra en la parte superior de la cabeza, y a continuación se apartó de un salto.

La bestia emitió un ruido de tos, se tambaleó y cayó de costado. Pateó una vez y se quedó inmóvil.

Observaron un rato al animal y finalmente Gaby se aproximó y lo pinchó con un dedo del pie. No sucedió nada, por lo que se arrodilló al lado. El animal no era mayor que un venado pequeño. Cirocco se acuclilló con los codos en las rodillas, tratando de no disgustarse por aquello. Gaby parecía estar sin aliento.

—¿Crees que está muerto? —preguntó.

—Lo parece. Una especie de anticlímax, ¿no crees?

—Está bien para mí.

Gaby se secó la frente con una mano y luego golpeó una y otra vez la cabeza de la criatura con la piedra hasta que surgió sangre roja. Cirocco se sobresaltó. Gaby tiró la roca y se limpió las manos en los muslos.

—Ya está. ¿Sabes una cosa? Si recogieras un poco de esa maleza seca creo que yo lograría encender una hoguera.

—¿Cómo lo harás?

—No importa. Tú, preocúpate de la leña.

Cirocco recogió medio brazado de leña antes de que cesara de preguntarse cuándo Gaby había empezado a dar las órdenes.


* * *

—Bien, la teoría era buena —dijo Gaby, tristemente.

Cirocco acometió de nuevo la correosa carne roja que se aferraba al hueso con tanta tenacidad.

Gaby había sudado una hora con un trozo de su traje espacial y una roca que había confiado fuera pedernal pero que resultó no serlo. Tenía una pila de leña seca, una sustancia fina parecida al musgo y astillas cuidadosamente cortadas de tres ramas con el agudo borde del casco de Cirocco. Teman todos los ingredientes esenciales de una hoguera excepto la chispa.

En aquella hora la opinión de Cirocco sobre la habilidad de Gaby había sufrido una revolución. Cuando tuvo el animal despellejado y Gaby abandonó la idea de la hoguera. Cirocco supo que comería la carne cruda y estaría agradecida por ello.

—Ese bicho no tenía predadores —dijo Cirocco. casi con la boca llena. La carne era mejor de lo que había esperado. aunque faltaba algo de sal.

—Seguro que no actuaba así —convino Gaby. Se puso en cuclillas al otro lado del cadáver de la bestia y sus ojos erraron por el terreno por encima del hombro de Cirocco. Esta hacía lo mismo.

—Eso puede significar que no hay predadores bastante grandes para preocuparnos.

La comida fue un acto agotador debido a la cantidad de masticación precisa. Las dos mujeres se entretuvieron examinando el cuerpo muerto. El animal no pareció demasiado notable a los inexpertos ojos de Cirocco. Deseó que Calvin hubiera estado allí para decirle si estaba equivocada. La carne, piel, huesos y pelaje eran de los colores y texturas usuales, y hasta olían adecuadamente. Había órganos que Cirocco no podía identificar.

—La piel debería servir para algo —observó Gaby—. Podríamos hacer ropa con ella.

Cirocco arrugó la nariz.

—Si quieres vestir eso, adelante. Probablemente apestará muy pronto. Y hasta el momento, hace calor suficiente como para ir sin ropa.

No parecía correcto abandonar la parte más grande del animal, pero decidieron hacerlo. Ambas mujeres conservaron un hueso de las patas para usarlo como arma y Cirocco tajó un gran trozo de carne mientras Gaby cortaba tiras de piel para unir las partes del traje espacial. Cirocco se hizo un tosco cinturón al que ató sus cosas. Después se encaminaron otra vez río abajo.


* * *

Vieron más criaturas-canguro, solas y en grupos de tres o seis. Había otros animales, más pequeños, que se movían de un lado a otro entre los troncos de los árboles casi demasiado rápido para verlos, y todavía más que permanecían cerca del borde del agua. No resultaba difícil acercarse a cualquiera de ellos. Los animales de los bosques, cuando se quedaban quietos el tiempo suficiente para examinarlos, daban la impresión de no tener cabeza. Eran bolas azules de corto pelaje con seis pies dotados de garras que sobresalían y se movían en cualquier dirección con igual facilidad. La boca se encontraba en la parte inferior, centrada en una estrella de patas.

La campiña empezó a cambiar. No sólo vieron más animales, sino que había más variedades de vida vegetal. Cirocco y Gaby prosiguieron la penosa caminata en medio de una luz que varió a verde oscuro por efecto de la bóveda del follaje, cien mil pasos en un día de veinticuatro horas.

Por desgracia, pronto perdieron la cuenta. Los enormes y simplificados árboles dieron paso a un centenar de especies distintas y un millar de tipos de arbustos en flor, enredaderas y plantas parásitas. Las únicas cosas que permanecieron constantes fueron la corriente que constituía su única guía y la tendencia al gigantismo de los árboles de Temis. Cualquiera de estos últimos habría merecido una placa y una visita turística al Parque Nacional Secoya.

Y además ya no había silencio. Durante su primera jornada de viaje Cirocco y Gaby tuvieron únicamente los sonidos de sus pasos y el matraqueo de los restos de sus trajes como compañía. Ahora el bosque gorjeaba, ladraba y gruñía ante ellas.

La carne supo mejor que nunca cuando se detuvieron a descansar. Cirocco la engulló vorazmente, sentada espalda con espalda con Gaby junto al nudoso tronco de un árbol más cálido de lo que cualquier árbol debería ser, con blanda corteza y raíces que formaban nudos más grandes que casas. Las ramas más altas se perdían en la increíble jungla superior.

—Apostaría a que hay más vida en esos árboles que en el suelo —dijo Cirocco.

—Mira allí —dijo Gaby—. Diría que alguien unió esas enredaderas. Se ve agua rezumando por abajo.

—Deberíamos hablar de eso. ¿Qué me dices de la vida inteligente aquí? ¿Cómo la reconoceríamos? Ese es uno de los motivos por el que traté de evitar que mataras a este animal.

Gaby masticó pensativamente.

—¿Tendría que haber intentado hablar con él antes?

—Lo sé, lo sé. Lo que más miedo me daba era que se hubiera vuelto y te hubiera arrancado las piernas de un mordisco. Pero ahora que sabemos lo dócil que es, tal vez debiéramos hacer simplemente eso, ¿no crees? Intentar hablar con uno…

—Qué estupidez. Esa cosa no tiene la mitad de cerebro que una vaca. Se podía ver en sus ojos.

—Probablemente estás en lo cierto.

—No, tú estás en lo cierto. Es decir, yo tengo razón, pero tú también en cuanto a que debemos ser más prudentes. Me fastidiaría comer algo con lo que debería estar hablando. Hey, ¿qué ha sido eso?

No fue un ruido, sino la comprensión de que el ruido había cesado. Sólo el chapoteo del agua y el alto susurro de las hojas perturbaba el silencio. Después, aumentando tan tranquila y lentamente que ambas mujeres estuvieron varios instantes oyéndolo antes de poder identificarlo, hubo un gemido colosal.

Dios habría podido gemir así, en caso de que El hubiera perdido todo lo que había amado y suponiendo que El tuviera una garganta como un órgano de mil kilómetros de largo. El lamento prosiguió creando una nota que de algún modo lograba subir de tono sin desviarse nunca de los límites inferiores extremos de la audición humana. Cirocco y Gaby lo sintieron en las entrañas y detrás de los globos oculares.

Ya parecía estar llenando el universo y sin embargo aún aumentó más. Se le unió el sonido de una sección de cuerdas: violoncelos y contrabajos electrónicos. Moviéndose ligeramente por encima de esta enorme base tonal había sibilantes armónicos ultrasónicos. El conjunto creció de volumen pese a que parecía imposible que hiciera tal cosa.

Cirocco pensó que su cráneo iba a estallar. Apenas era consciente de que Gaby se abrazaba a ella. Las dos contemplaron fijamente, boquiabiertas, cómo se abatía sobre ellas una lluvia de hojas muertas que caía de la bóveda del follaje. Animales diminutos empezaron a caer retorciéndose y brincando. La tierra se puso a vibrar en armonía; estaba anhelando volar y lanzarse al aire. Un remolino de arena se deslizó inciertamente y después se deshizo bruscamente en fragmentos sobre el cuerpo del árbol donde se acurrucaban las mujeres. Las dos fueron azotadas por los desechos.

Hubo un estrépito por encima de ellas y un viento empezó a llegar al suelo del bosque. Una rama gigantesca se empotró en medio del río. Por entonces el bosque oscilaba, crujía, protestaba: disparos y clavos arrancados de madera seca.

La violencia alcanzó una meseta y permaneció en ese nivel. El viento pareció ser de sesenta kilómetros por hora. A más altura sonaba mucho peor. Gaby y Cirocco estaban abajo, protegidas por las raíces del árbol, y observaban la cólera de la tormenta que las rodeaba. Cirocco se vio obligada a gritar para ser oída por encima del gemido grave.

—¿Cuál supones que es la causa de que esto se haya producido tan de repente?

—No tengo idea —gritó a su vez Gaby—. Calentamiento o enfriamiento local, un gran cambio en la presión atmosférica. Aunque no sé qué podría haber provocado eso.

—Creo que lo peor ha pasado. Hey, te castañetean los dientes.

—Ya no estoy asustada. Tengo frío.

Cirocco estaba experimentándolo igualmente. La temperatura bajaba con rapidez; en sólo algunos minutos había pasado de suave a fría y en aquel momento Cirocco juzgó que se aproximaría a cero grados… Con un viento de sesenta kilómetros por hora no era algo para tomarlo a broma. Las mujeres se acurrucaron juntas, pero Cirocco sintió el calor absorbido de su espalda.

—Tenemos que conseguir algún tipo de refugio —gritó.

—Sí, ¿pero cuál?

Ninguna de las dos deseaba moverse del cobijo que tenían, por pequeño que fuera. Intentaron cubrirse mutuamente de tierra y hojas secas, pero el viento se lo llevaba todo.

Cuando estuvieron convencidas de que morirían congeladas, el viento cesó. No disminuyó; cesó por completo, y los oídos de Cirocco se taparon bruscamente hasta causarle dolor. No pudo oír hasta que forzó un bostezo.

—¡Caray! He conocido cambios de presión, pero ninguno como éste.

El bosque estaba tranquilo de nuevo. Después Cirocco descubrió que si escuchaba atentamente podía oír el eco mortecino de lo que había producido el sonido lastimero. Esto la hizo temblar de un modo que nada tenía que ver con el frío. Nunca se había considerado imaginativa, pero el gemido había parecído tan humano, a pesar de brotar en una escala tan poderosa… La había llevado a desear tumbarse y morir.

—No te duermas, Rocky. Tenemos otra sorpresa.

—¿Y ahora qué? —abrió los ojos y vio flotar un fino polvo blanco en el aire. Centelleaba a la tenue luz.

—Lo llaman nieve.

Caminaron tan deprisa como pudieron para evitar que sus pies se entumecieran, y a Cirocco no le quedó duda de que sólo el ambiente tranquilo las estaba salvando. Hacía frío, y para colmo de males hasta el suelo estaba frío. Cirocco se sintió drogada. Aquello era imposible. Ella era una capitana de nave espacial. ¿Cómo es que terminaba andando penosamente en cueros en medio de una nevazón?

Pero la nevazón fue pasajera. En un momento dado alcanzó un espesor de algunos centímetros, pero luego el calor empezó a fluir por debajo y se fundió enseguida. Pronto el aire se hizo más cálido. Cuando Cirocco y Gaby creyeron estar a salvo, encontraron un lugar en el cálido suelo y se pusieron a dormir.


* * *

La pierna de carne no olía demasiado bien cuando despertaron, al igual que el cinturón de piel de Cirocco. Se desprendieron de todo y se bañaron en el río, antes de que Gaby matara otro de los animales a los que habían empezado a llamar risueños. Fue tan fácil como en la ocasión anterior.

Se sintieron mucho mejor después del desayuno, que completaron con algunos de los frutos menos exóticos que encontraron en gran abundancia. A Cirocco le gustó uno que parecía una pera deforme pero que tenía pulpa similar a la del melón. Sabía igual que el queso cheddar picante.

Cirocco creyó poder marchar todo el día, pero resultó que no pudieron hacerlo. El río, su guía en todo el recorrido hasta entonces, desapareció en un gran agujero en la base de una montaña.

Las dos mujeres se acercaron al borde del agujero y miraron hacia abajo. El agua producía gorgoteos como el desagüe de una bañera, aunque a largos intervalos emitía un sonido de succión seguido por un prolongado eructo. A Cirocco no le gustó aquello y se alejó.

—A lo mejor estoy loca —dijo—, pero me pregunto si éste será el lugar donde la cosa que nos comió obtiene su agua.

—Podría ser. No voy a bucear para averiguarlo. Así que. ¿qué hacemos ahora?

—Ojalá lo supiera.

—Podríamos volver al sitio donde empezamos y aguardar allí —Gaby no parecía entusiasmada por la idea.

—¡Maldición! Estaba segura de que encontraríamos un lugar que examinar si íbamos lo bastante lejos. ¿Crees que todo el interior de Temis es un gran bosque tropical?

—No tengo suficiente información, obviamente —Gaby se encogió de hombros.

Cirocco rumió un rato. Estaba claro que Gaby deseaba dejarle tomar las decisiones.

—Bien. Primero vamos a la cumbre de esta montaña y vemos cómo es. Otra cosa que me gustaría probar, si allá arriba no hay nada que nos sirva, es trepar a uno de estos árboles. A lo mejor llegamos a una altura en la que se vea algo. ¿Crees que podríamos hacerlo?

Gaby examinó un tronco.

—Claro que sí, con esta gravedad. Aunque no hay garantía de que seamos capaces de sacar la cabeza.

—Lo sé. Subamos la montaña.

Era más empinada que la campiña que habían atravesado. Había lugares en que tuvieron que usar manos y pies, y Gaby encabezó la marcha pues tenía más experiencia en escalar. Era ágil, mucho más menuda y flexible que Cirocco, quien no tardó en sentir, sin dejarse ni un día, la diferencia de edades entre ellas.

— ¡Mierda bendita, mira eso!

— ¿Qué es? —Cirocco iba unos metros detrás. Cuando alzó la vista sólo vio las piernas y trasero de Gaby, desde un ángulo claramente anormal. Era curioso, pensó, que hubiera visto desnudos a todos los tripulantes varones, y que sin embargo hubiera tenido que llegar a Temis para ver a Gaby. Qué extraña criatura era sin pelo…

—Hemos descubierto nuestro mirador —dijo Gaby. Se volvió y dio la mano a Cirocco.

Había árboles que crecían en la cresta del monte, pero no llegaban a la altura de los que habían dejado abajo. Aunque eran densos y estaban cubiertos de enredaderas, ninguno pasaba de los diez metros.

Cirocco había ansiado trepar la montaña para ver lo que había al otro lado. Entonces lo supo: el monte no tenía otro lado.

Gaby estaba de pie a pocos metros del borde de un peñasco. A cada paso que daba Cirocco, la visión se ajustaba, retrocedía, abarcaba más superficie. Cuando llegó junto a Gaby no podía ver aún la cara del peñasco, pero ya se había hecho cierta idea de cuan largo era el precipicio. Debía de medir kilómetros… Sintió que su estómago se revolvía.

Se encontraban ante una ventana natural formada por una brecha de veinte metros en los árboles más extremos. Enfrente de ellas no había más que aire en doscientos kilómetros.

Estaban en un borde del precipicio, contemplando la extensión de Temis hasta el otro lado. Allí había una sombra delgada que tal vez fuera un peñasco como el que pisaban. Por encima de la sombra había tierra verde que se aclaraba hasta volverse blanca y luego pasar a gris, y por fin convertirse en amarilla brillante conforme sus ojos recorrían el lado inclinado hasta la zona translúcida del techo.

Los ojos de las mujeres fueron atraídos curva abajo hacia el distante peñasco, por debajo del cual había más tierra verde, con nubes blancas que abrazaban el suelo o descollaban a más altura que Cirocco. Parecía el panorama desde la cumbre de una montaña en la Tierra, excepto por un detalle. El terreno daba la impresión de ser llano hasta que Cirocco miraba a izquierda o derecha.

Se inclinaba. Cirocco tragó saliva y estiró el cuello, retorciéndose, intentando nivelar el paisaje, tratando de ignorar que a mucha distancia el suelo estuviera a más altura que ella sin siquiera haber ascendido.

Se quedó sin aliento y trató de inspirar, luego se dejó caer sobre manos y rodillas. Así era mejor. Se acercó más al abismo y siguió mirando a la izquierda. Muy lejos había una extensión de sombra, inclinada de lado para su examen. Un mar oscuro destellaba en la noche, un mar que de algún modo no abandonaba sus riberas y se vertía hacia Cirocco. Al otro lado del mar había otra zona de luz, como la que tenía frente a ella, que se empequeñecía en la distancia. Más allá de esa zona la visión de Cirocco era interrumpida por el techo superior, que parecía combarse hacia abajo para encontrarse con el suelo. Cirocco sabía que se trataba de una ilusión de la perspectiva: el techo sería de la misma altura si ella se colocaba debajo en aquel punto.

Las dos mujeres se encontraban al borde de una de las zonas de día permanente. Un brumoso terminador empezaba a cubrir la tierra a su derecha, no agudo y claro como el terminador de un planeta visto desde el espacio, sino difuminándose a través de una región crepuscular que Cirocco estimó en treinta o cuarenta kilómetros de anchura. Más allá de tal región era de noche, aunque sin negrura. Allí dentro había un mar inmenso, dos veces mayor que el del otro lado, dando la sensación de que un brillante claro de luna caía sobre él. Centelleaba como una llanura de diamantes.

—¿No vino el viento de esa dirección? —preguntó Gaby.

—Sí, suponiendo que no nos hubiera confundido alguna curva del río.

—No lo creo. Eso me parece hielo.

Cirocco estuvo de acuerdo. La sábana de hielo se disolvía al encogerse el mar hasta formar un estrecho, convirtiéndose por fin en un río que discurría frente a las mujeres y desembocaba en el otro mar. El paisaje en aquella dirección era montañoso, abrupto como una tabla de lavar. A Cirocco le pareció incomprensible la manera en que el río se abría paso entre las montañas hasta unirse con el mar al otro lado. Su conclusión fue que la perspectiva la estaba engañando. El agua no podía fluir cuesta arriba, ni siquiera en Temis.

Más allá del hielo había una nueva zona de luz diurna, más brillante y amarilla que otras que Cirocco veía, igual que arenas del desierto. Para llegar hasta allí habría que recorrer el mar helado.

—Tres días y dos noches —dijo Gaby—. La teoría ha resultado bastante buena. Dije que lograríamos ver casi medio interior de Temis desde cualquier punto. Lo que no me figuraba eran esas cosas.

Cirocco siguió el dedo extendido de Gaby hasta una serie de cuerdas, o algo parecido, que empezaban abajo en el suelo y subían en ángulo hasta el techo. Había tres en una línea casi directamente frente a Cirocco y Gaby, de tal modo que la más cercana ocultaba en parte a las otras dos. Cirocco las había visto antes, pero no había reparado en ellas porque no podía comprenderlo todo al momento. Esta vez miró más atentamente y frunció la frente. Del mismo modo que un deprimente número de cosas en Temis, eran enormes.

La más cercana servía de modelo para el resto. Se encontraba a cincuenta kilómetros de distancia, pero Cirocco observó que estaba formada quizá por un centenar de cables enrollados juntos. Cada cable tendría un grosor de doscientos o trescientos metros. Otros detalles a esa distancia se le escapaban.

Las tres estructuras alineadas se doblaban de manera abrupta sobre el mar helado y ascendían ciento cincuenta kilómetros o más hasta unirse al techo en un punto en que Cirocco sabía que debía ser uno de los radios, visto desde el interior. Era una boca cónica, como el pabellón de una trompeta, que se ensanchaba para convertirse en techo y lados del recinto del precipicio. En el extremo opuesto del pabellón, a unos quinientos kilómetros, Cirocco distinguió más cuerdas.

Había más cables a su izquierda. Ascendían directamente hasta el arqueado techo y desaparecían a través de él. Y a más distancia había otras hileras que se doblaban hacia la boca del radio que Cirocco no alcanzaba a ver desde su ventajosa posición, el situado sobre el mar en las montañas.

En los puntos donde los cables se unían al suelo lo levantaban para formar montañas de amplia base.

—Parecen los cables de un puente colgante —dijo Cirocco.

—Estoy de acuerdo. Y creo que de eso se trata. No hay necesidad de torres para sostenerlo. Los cables pueden asegurarse en el centro. Temis es un puente colgante circular.

Cirocco se acercó más al borde. Pegó la cabeza al suelo y miró hacia abajo, a dos kilómetros de profundidad. El peñasco era casi perfecto en su perpendicularidad, tanto como puede serlo un rasgo superficial irregular. Sólo cerca del fondo comenzaba a ensancharse para juntarse finalmente con el suelo.

—No estarás pensando en bajar por ahí. ¿eh? —preguntó Gaby.

—La idea había entrado en mi mente, pero te aseguro que no me entusiasma en absoluto. ¿Y qué habría mejor ahí abajo que aquí arriba? Tenemos una noción bastante buena de que podríamos sobrevivir aquí arriba.

Se interrumpió. ¿Acaso iba a ser ése su único objetivo?

Disponiendo de la oportunidad, Cirocco preferiría la aventura a la seguridad, si seguridad significa construir una choza con ramas y acostumbrarse a una dieta de carne cruda y fruta. Se volvería loca en un mes.

Y la tierra de allí abajo era maravillosa. Había montañas imposiblemente escarpadas con relucientes lagos azules situados entre ellas como gemas. Cirocco vio prados que se agitaban. densos bosques y, muy hacia el este, el caviloso mar de medianoche. No había indicio de qué peligros ocultaba aquel suelo, pero parecía llamar a Cirocco.

—Podríamos bajar por esas enredaderas —dijo Gaby. estirando un brazo por encima del borde y señalando una posible línea de descenso.

La cara del peñasco estaba incrustada de plantas. La jungla se derramaba sobre el margen como un torrente de hielo. Árboles voluminosos crecían de la desnuda pared rocosa, aferrándose igual que percebes. La roca en sí sólo era visible a trozos, e incluso allí la novedad no resultaba del todo mala. Parecía una formación basáltica, un haz de pilares de cristal muy apretados con amplias plataformas hexagonales donde las columnas se habían roto.

—Es factible —dijo Cirocco por fin—. No sería fácil o seguro. Tendríamos que pensar en una razón bastante buena para intentarlo —(algo mejor que la amorfa urgencia por estar allí abajo, pensó Cirocco).

—Caramba, tampoco quiero quedarme parada aquí —dijo Gaby, con una mueca.

—Entonces tus problemas han terminado —dijo una voz sosegada a espaldas de las dos mujeres.

Todos los músculos de Cirocco se pusieron en tensión. Se esforzó por alejarse lentamente del borde.

—Aquí arriba. Os estaba esperando.

Sentado en una rama de árbol a tres metros del suelo, con los pies desnudos colgando, estaba Calvin Greene.

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