CAPITULO 8

Cirocco eligió el extremo frontal de la góndola —no servía de nada pensar que era un estómago— para estar a solas. Gaby seguía petrificada y no era demasiado divertido hablar con Calvin después de que hubiera dicho todo lo que sabía sobre Apeadero. Calvin no iba a tratar los detalles que Cirocco deseaba conocer.

Una barandilla habría sido de agradecer. La pared de la góndola era clara como el vidrio hasta los pies de Cirocco, y también ahí lo habría sido de no estar la alfombra de hojas y ramas a medio digerir. Constituía una visión mareante.

Estaban sobrevolando una espesa jungla, muy parecida al suelo más elevado del peñasco. La superficie estaba salpicada de lagos. El río Clío —amplio, amarillo y despacioso— se retorcía por todo el paisaje: una cinta de agua lanzada a la tierra para serpentear cuando le apeteciera.

Cirocco se sorprendió por la claridad del ambiente. Sobre Rea había nubes que aumentaban a masas de cúmulos sobre la orilla norte del mar, pero era posible atisbar por encima de ellas. Cirocco vio los límites de la curva de Temis en ambas direcciones.

Una bandada de grandes dirigibles revoloteaban a diversas altitudes en torno al cable de suspensión más próximo a Apeadero. Cirocco no sabía qué hacían allí, pero supuso que tal vez estuvieran alimentándose. El cable era tan enorme que sobre él podían crecer árboles perfectamente.

Mirando hacia abajo en línea recta observó la inmensa sombra proyectada por Apeadero. Cuanto más descendían, tanto mayor era la sombra. Después de cuatro horas se hizo tremenda, y todavía se hallaban por encima de las copas de los árboles. Cirocco se preguntó cómo Apeadero se proponía dejarles en tierra. No había un solo claro tan grande como para acomodar el dirigible.

Se sobresaltó al ver dos figuras en un recodo del río, en la orilla occidental, haciéndole señas. Cirocco devolvió el saludo, sin saber si la podían ver.

—¿Cómo vamos a descender? —preguntó a Calvin.

El hombre hizo una mueca.

—Pensé que no os gustaría saberlo, así que no saqué el tema a relucir. Era absurdo que os preocuparais. Nos tiraremos en paracaídas.

Cirocco no reaccionó, y Calvin pareció tranquilizarse.

—En realidad es muy fácil. No tiene importancia. Lo más seguro posible.

—Oh, oh. Calvin, amo el paracaidismo. Creo que es divertidísimo. Pero me gustaría examinar y plegar mi paracaídas. Me gustaría saber quién lo fabricó y si es bueno —miró a su alrededor—. Corrígeme si me equivoco, pero no he visto que subieras paracaídas abordo.

—Los tiene Apeadero —dijo Calvin—. Jamás falla.

Cirocco quedó callada por segunda vez.

—Yo iré primero —dijo Calvin con tono persuasivo—. Así lo comprobaréis.

—Oh, oh. Calvin, ¿debo entender que ésta es la única forma de bajar?

—Podrías ir unos cien kilómetros al este, a las llanuras. Apeadero te llevará allí, pero tendrías que regresar andando a través de un pantano.

Cirocco miró el suelo, sin verlo realmente. Aspiró profundamente, después exhaló.

—Perfecto. Veamos esos paracaídas.

Cirocco se acercó a Gaby, le tocó la espalda, la apartó suavemente de la pared lateral y la guió hacia la parte trasera de la góndola. Gaby era tan dócil como una niña. Sus hombros estaban rígidos y temblaba.

—La verdad es que no puedo mostrártelos —dijo Calvin—. No…, hasta que yo salte. Aparecen al saltar. Algo así.

Extendió un brazo y asió un puñado de oscilantes zarcillos blancos. El material se alargó. Calvin se puso a separarlos zarcillos hasta obtener una malla suelta. El tejido parecía melcocha, aunque conservaba la forma cuando no era estirado.

Calvin metió una pierna por una abertura de la malla, luego la otra. Tiró del conjunto hacia sus caderas y formó una apretada cesta. Introdujo los brazos por más agujeros hasta que su cuerpo quedó envuelto en un capullo.

—Tú has saltado otras veces, ya conoces el método… ¿Eres buena nadadora?

—Muy buena, si mi vida está en juego. ¿Gaby? ¿Nadas bien?

A Gaby le costó unos instantes reparar en sus compañeros. A continuación, un interés centelleante brotó en sus ojos.

—¿Nadar? Claro. Como un pez.

—Bien —dijo Calvin—. Observadme y haced lo mismo que yo —silbó, y un agujero cobró existencia en el suelo frente a él. Calvin agitó los brazos, saltó sobre el borde y cayó como una piedra, lo cual no era tan deprisa con una cuarta parte de la gravedad habitual, aunque a Cirocco le pareció bastante, considerando que se trataba de un paracaídas no comprobado.

Las cuerdas se alargaron detrás de Calvin como seda de araña. Después se materializó una sábana sólida, color azul pálido, fuertemente apretada, que se desplegó en un instante. Cirocco y Gaby miraron hacia abajo a tiempo para ver y oír el aleteo y estallido del paracaídas al abrirse y aferrarse al aire.

Calvin cayó flotando, y agitó las manos llamando a las dos mujeres.

Cirocco hizo una seña a Gaby, que se puso el equipo. Estaba tan deseosa de irse que saltó antes de que Cirocco pudiera comprobar la disposición del material.

Dos de tres, pensó Cirocco, y metió el pie por la tercera malla. Era cálida y elástica, y cómoda en cuanto la dispuso convenientemente.

El salto era simple rutina, suponiendo que en Temis pudiera haber algo rutinario. El paracaídas describió un círculo azul sobre el fondo de cielo amarillo por encima de Cirocco. El dispositivo dio la impresión de ser más pequeño de lo debido, pero resultaba obvio que con la baja gravedad y la presión alta bastaba.

Cirocco se agarró a un puñado de cuerdas y se guió hacia la orilla del río.

Tocó tierra de pie y se libró del equipo con rapidez. El para-caídas se derrumbó sobre la fangosa orilla, casi cubriendo a Gaby. Cirocco se encontró con agua hasta las rodillas y contempló a Bill, que venía hacia ella. Era difícil no reírse. El hombre parecía un pollo pálido, desplumado, con vello corto que crecía en su pecho, piernas, brazos, cara y cuero cabelludo.

Cirocco se llevó ambas manos a la frente y las restregó en su velluda cabeza, sonriendo más ampliamente conforme Bill se iba aproximando.

—¿Soy como me recuerdas? —preguntó.

—Todavía mejor.

Bill avanzó chapoteando los escasos metros que les separaban. Rodeó a Cirocco con los brazos y se besaron. Cirocco no lloró, no sintió la necesidad de hacerlo, aunque estaba rebosante de felicidad.


* * *

Bill y August habían hecho maravillas en sólo seis días, trabajando con los bordes agudos de los aros de sus trajes. Habían construido dos cabañas; una tercera tenía dos lados y medio techo. Estaban hechas con ramas unidas y apelotonadas con barro. Los techos eran inclinados y estaban empajados.

—Lo mejor que podíamos hacer —dijo Bill, mientras les mostraba el conjunto—. Pensé en adobe, pero el sol no habría secado el barro con la prisa necesaria. Protegen del viento y de buena parte de la lluvia.

Dentro, las chozas eran de dos por dos metros, cubiertas con una espesa capa de paja seca. Cirocco no podía mantenerse erguida, pero no pensó en poner reparos. Poder dormir allí dentro no era nada feliz.

—No tuvimos tiempo de acabar la otra antes de que llegarais —continuó Bill—. Un día más, con la ayuda de vosotros tres. Gaby, ésta es para ti y Calvin. Yo y Cirocco nos iremos a la otra, la que August tenía; ella dice que quiere la nueva.

Ni Calvin ni Gaby dijeron nada, pero Gaby se pegó más a Cirocco.

August tenía un aspecto horrible. Había envejecido cinco años desde que Cirocco la viera por última vez. Era un espectro delgado, de ojos vacíos, con manos que temblaban constantemente. Parecía incompleta, como si media parte de ella hubiera sido mutilada.

—Hoy no hemos tenido tiempo de cobrar una pieza fresca —estaba diciendo Bill—. Estuvimos demasiado ocupados con la nueva casa. August, ¿queda bastante de ayer?

—Creo que sí —dijo ella.

—¿Quieres traerla?

August dio media vuelta. Bill captó la mirada de Cirocco, frunció los labios y meneó la cabeza lentamente.

—Ninguna noticia de April, ¿eh? —dijo en voz baja.

—Nada de nada. Ni de Gene.

—No sé qué le irá a pasar a ella.


* * *

Después de comer Bill los puso a trabajar para acabar la tercera choza. Con otras dos como práctica, para él era una rutina. Algo tedioso, pero no físicamente difícil; podían mover grandes troncos con facilidad, aunque resultaba terrible cortarlos, incluso los de menor tamaño. En consecuencia, el fruto de sus labores no fue algo agradable de contemplar.

Después de acabar, Calvin entró en la cabaña que le habían asignado mientras August se trasladaba a la otra. Gaby parecía no saber qué hacer, pero al fin logró balbucear que iba a explorar la zona y que no regresaría hasta al cabo de algunas horas. Se alejó con aire desolado.

Bill y Cirocco se miraron; él hizo un gesto de indiferencia y señaló la choza restante, ella se sentó torpemente.

Había muchas cosas que Cirocco deseaba preguntar, pero no sabía si empezar o no. Finalmente se decidió y preguntó:

—¿Cómo te fue?

—Si te refieres al tiempo entre la colisión y el despertar aquí, voy a desilusionarte. No recuerdo nada en absoluto.

Cirocco extendió un brazo y tanteó suavemente la frente del hombre.

—¿Ningún dolor de cabeza? ¿Mareo? Calvin debería echarte un vistazo.

—¿Estaba herido? —preguntó Bill, extrañado.

—Bastante malherido. Tu cara está llena de sangre y perdiste el conocimiento. Eso es todo lo que vi en los pocos segundos de que dispuse. Pero pensé que te habrías destrozado el cráneo…

Bill palpó su frente y recorrió con los dedos los lados y parte trasera de su cabeza.

—No encuentro puntos blandos. Tampoco tenía cicatrices. Cirocco, yo…

Cirocco le puso una mano en la rodilla.

—Llámame Rocky, Bill. Sabes que eres el único que no me importaba que lo hiciera.

Bill frunció el entrecejo y apartó la vista de Cirocco.

—De acuerdo, Rocky. De eso necesito hablar contigo. No es sólo el… el período oscuro, como lo llamaba August. No es sólo eso lo que no puedo recordar. Estoy muy confundido sobre un montón de cosas.

—¿Qué cosas, en concreto?

—Por ejemplo, dónde nací, cuántos años tengo, dónde crecí o cuál fue mi escuela. Puedo ver la cara de mi madre, pero no recuerdo su nombre, o si está viva o muerta —se frotó la frente.

—Está viva y perfectamente, en Denver, donde tú creciste —dijo Cirocco con voz suave—. O allí estaba cuando nos llamó para tu cumpleaños cuarenta. Se llama Betty. Nos gustó a todos.

Bill pareció aliviado, luego alicaído de nuevo.

—Supongo que eso significa algo —dijo—. Recordaba a mi madre porque ella es importante para mí. También a ti te recordaba.

Cirocco le miró a los ojos.

—Pero no mi nombre. ¿Es eso lo que te cuesta decirme?

—Sí —Bill tenía aspecto de infelicidad—. ¿No es un detalle horrible? August me dijo tu nombre, pero no que yo te llamaba Rocky. Bastante encantador, a propósito. Me gusta.

Cirocco se echó a reír.

—He tratado de acabar con ese nombre la mayor parte de mi vida adulta, pero siempre me ablando cuando alguien lo susurra a mi oído —le cogió de la mano—. ¿Qué más recuerdas de mí? ¿Te acuerdas de que yo era el capitán?

—Oh, claro. Recuerdo que eras la primera capitana que me ha dado órdenes en toda mi vida.

—Bill, en caída libre no importa quién está encima.

—Eso no es lo que yo… —Bill sonrió al comprender que Cirocco le estaba tomando el pelo—. Tampoco estaba seguro de eso. ¿Acaso nosotros…? Me refiero a si…

—¿…si follamos? —Cirocco meneó la cabeza, no negativamente, sino en señal de sorpresa—. En cualquier oportunidad que tuvimos, en cuanto yo dejé de acosar a Gene y Calvin y advertí que el más hombre a bordo era mi ingeniero en jefe. Bill, espero no dañar tus sentimientos, pero me gustas de esta forma.

—¿De qué forma?

—No te atrevías a preguntar si nosotros habíamos sido… íntimos amigos —hizo la pausa tan dramática como le fue posible, bajando los ojos tímidamente, y Bill se rió—. Eras así antes de que nos conociéramos. Tímido. Creo que esto va a ser como la primera vez, repetida, y la primera vez siempre es especial, ¿no estás de acuerdo?

Cirocco le sonrió y aguardó lo que creyó sería un tiempo razonable, pero Bill no hizo nada, por lo que ella se acercó y se apretó contra él. No fue sorpresa para Cirocco: también la otra primera vez había necesitado dejar bien claros sus sentimientos.

Cuando interrumpieron el beso Bill miró a Cirocco y sonrió.

—Quería decirte que te amo. No me has dado tiempo.

—Nunca antes habías dicho eso. Quizá no deberías comprometerte hasta recobrar la memoria.

—Creo que tal vez antes no habría sabido que te amaba. Entonces… Todo lo que me quedó fue tu cara y un sentimiento. Confío en eso. Y lo he dicho de verdad.

—Hmmm. Eres atractivo. ¿Recuerdas cómo aprovecharte de eso?

—Estoy convencido de que lo recordaré con la práctica.

—En ese caso creo que es hora de que vuelvas a estar a mis órdenes.

Fue tan gozoso como la primera vez, pero sin la torpeza que normalmente la acompaña. Cirocco se olvidó de cualquier otra cosa. Había la luz justa para ver el rostro de Bill, la gravedad justa para que los montones de paja fueran más blandos que la seda más delicada.

La calidad de intemporalidad de aquella larga tarde tenía muy poca relación con la invariable luz de Temis. Cirocco no tenía un solo lugar al que precisara ir; no había necesidad de ir a ninguna parte, jamás, por ningún motivo.


* * *

—Ahora es el momento de un cigarrillo —dijo Bill—. Ojalá tuviera uno.

—Y dejar caer la ceniza encima de mí —se burló Cirocco—. Un sucio hábito. Ojalá tuviera un poco de cocaína. Toda se perdió con la nave.

—Ya puedes ir enmendándote.

Bill no se había apartado de ella. Cirocco recordó cuánto le había gustado el detalle en la Ringmaster, esperando a ver si las acciones volvían a empezar. Con Bill, solía pasar.

Esta vez era algo distinto.

—Bill, temo que de esta forma voy a irritarme un poco.

Bill se apoyó en las manos para aligerar su peso.

—¿La paja te está hiriendo la espalda? Puedo ponerme una vez debajo, si quieres.

—No es la paja, cariño, y no se trata de mi espalda. Es un poco más personal que eso. Lamento decirte que tu toque es como el del papel de lija.

—Igual que tú, pero tuve muchísimo cuidado en no decírtelo —rodó hacia un lado y puso un brazo bajo los hombros de Cirocco—. Es curioso que no lo notara hace unos momentos.

Cirocco rió:

—Aunque te hubieran crecido púas, yo no lo habría notado hace unos momentos. Pero qué lástima no haber recuperado el pelo. Así me siento ridícula, y es horriblemente desagradable.

—¿Crees que te va mal a ti? A mí me crece por todas partes. Parecen pulgas bailando contradanza en mi piel. Perdóname mientras me rasco —y se puso a hacerlo, de modo vigoroso. Cirocco le ayudó con los puntos más imposibles de su espalda—. Aaaah. ¿Dije que te amaba? Fui un loco, no sabía qué significaba amor. Ahora lo sé.

Gaby eligió aquel momento para entrar.

—Perdona, Rocky, pero estaba preguntándome si no deberíamos hacer algo con los paracaídas. Uno de ellos ya se ha ido flotando río abajo.

Cirocco se sentó rápidamente.

—Hacer ¿qué?

—Recuperarlos. Podrían ser útiles.

—Tú… Sí, Gaby. A lo mejor tienes razón.

—Simplemente, creí que sería una buena idea —miró al suelo, agitó los pies y echó una mirada a Bill por primera vez—. Eh… Bueno, pensé que, quizá, yo… Podría hacer algo bonito para ti.

Gaby salió corriendo de la choza. Bill se sentó con los codos apoyados en las rodillas.

—¿Acaso estoy haciendo demasiadas deducciones de lo que ha pasado?

Cirocco suspiró.

—Me temo que no. Gaby va a ser un gran problema. Cree que también ella está enamorada de mí.

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