Después de esa interminable pendiente de mareos y angustias que había sido la travesía a bordo del André Lebon, una sorprendente quietud se apoderó de la nave cierto mediodía, obligándome al desagradable esfuerzo de entreabrir los ojos, como si, de ese modo, pudiera averiguar por qué el paquebote había dejado de batirse contra el oleaje por primera vez en seis semanas. ¡Seis semanas…! Cuarenta días infames, de los cuales sólo recordaba haber estado en cubierta uno o dos, y eso con mucho valor. No vi Port Said, ni Djibuti, ni Singapur… Ni siquiera fui capaz de asomarme por las ventanillas de mi cabina mientras cruzábamos el Canal de Suez o atracábamos en Ceilán y Hong-Kong. El decaimiento y las náuseas me habían mantenido tumbada en aquel pequeño lecho de mi camarote de segunda desde que salimos de Marsella la mañana del domingo 22 de julio, y ni las infusiones de jengibre ni las inhalaciones de láudano, que me atontaban, habían conseguido mejorar un poco mis congojas.
El mar no era lo mío. Yo había nacido en Madrid, tierra adentro, en la meseta castellana, a mucha distancia de la playa más próxima, y aquello de subir en un barco y cruzar medio mundo flotando y balanceándome no me parecía natural. Hubiera preferido mil veces hacer el viaje en ferrocarril, pero Rémy siempre decía que era mucho más peligroso y, ciertamente, desde la revolución de los bolcheviques en Rusia, atravesar Siberia suponía una verdadera locura, de modo que no tuve más remedio que comprar los pasajes para aquel elegante paquebote a vapor de la Compagnie des Messageries Maritimes anhelando que el dios de los mares fuera compasivo y no sintiera el excéntrico deseo de llevarnos al fondo, donde seríamos devorados por los peces y el légamo cubriría nuestros huesos para siempre. Hay cosas que no las traemos al nacer y yo, desde luego, no había llegado al mundo con espíritu marinero.
Cuando la quietud y el desconcertante silencio del barco me reanimaron, contemplé las familiares aspas giratorias del ventilador que colgaba de las tablas del techo. En algún momento de la travesía me había jurado que, si llegaba a poner de nuevo los pies en tierra, pintaría ese ventilador tal y como lo veía bajo los confusos efectos del láudano; quizá consiguiera vendérselo al marchante Kahnweiler, tan aficionado a los trabajos cubistas de mis paisanos Picasso y Juan Gris. Pero la visión brumosa de las aspas del ventilador no me proporcionó una explicación de por qué el barco se había detenido y, como tampoco se oía el zafarrancho propio de la llegada a los puertos ni las carreras alborotadas de los pasajeros dirigiéndose a cubierta, tuve rápidamente un mal presentimiento… Al fin y al cabo estábamos en los azarosos mares de China donde, todavía en aquel año de 1923, peligrosos piratas orientales abordaban los buques de pasaje para robar y asesinar. El corazón empezó a latirme con fuerza y las manos a sudarme y, justo en ese momento, unos golpecitos siniestros sonaron en mi puerta:
– ¿Da usted su permiso, tía? -inquirió la voz apagada de esa sobrina recién estrenada que me había tocado en una rifa sin haber comprado papeleta.
– Pasa -murmuré, reprimiendo unas ligeras náuseas. Como Fernanda sólo venía a verme para traerme la infusión contra el mareo, cada vez que aparecía por mi camarote el estómago se me destemplaba.
Su gordezuela figura cruzó el dintel trabajosamente. La muchacha traía un tazón de porcelana en una mano y su sempiterno abanico negro en la otra. Jamás se desprendía del abanico como tampoco jamás se soltaba el pelo, siempre recogido en un moño a la altura de la nuca. Llamaba mucho la atención el duro contraste entre sus lozanos diecisiete años y el riguroso vestido de luto que nunca se quitaba, escandalosamente anticuado incluso para una señorita de Madrid y, por supuesto, totalmente inadecuado para los tórridos calores que sufríamos en aquellas latitudes. Pero, aunque yo le había ofrecido algo de mi propia ropa (unas blusas más ligeras, muy chics, y alguna falda más corta, hasta la rodilla, según mandaba la moda de París), como buena heredera de un carácter seco y poco agradecido, rechazó de plano mi oferta, santiguándose y bajando la mirada hacia sus manos, con un gesto categórico que daba por zanjada la cuestión.
– ¿Por qué se ha parado el barco? -quise saber mientras me incorporaba, muy despacito, y empezaba a oler los agresivos aromas de aquella pócima que los cocineros del paquebote preparaban rutinariamente para varios pasajeros.
– Hemos dejado el mar -me explicó sentándose al borde de mi lecho y acercándome la taza a la boca-. Estamos en un lugar llamado Woosung o Woosong, no sé…, a catorce millas de Shanghai. El André Lebon avanza lentamente porque estamos remontando un río y podríamos chocar contra el fondo. Llegaremos dentro de unas horas.
– ¡Por fin! -exclamé, advirtiendo que la cercanía de Shanghai me aliviaba mucho más que la tisana de jengibre. Sin embargo, no me sentiría bien hasta que no dejara aquel dichoso camarote con olor a salitre.
Fernanda, que no retiraba el tazón de mis labios por mucho que yo me apartase, hizo una mueca que quería ser una sonrisa. La pobre era clavadita a su madre, mi insufrible hermana Carmen, desaparecida cinco años atrás durante la terrible epidemia de gripe de 1918. Además del carácter, tenía sus mismos ojos grandes y redondos, su misma barbilla prominente y esa nariz terminada en una graciosa bolita de carne que les confería a ambas un aire cómico a pesar de que sus caras siempre lucían un gesto agrio que espantaba incluso a los más animosos. La gordura, sin embargo, la había sacado de su padre, mi cuñado Pedro, un hombre de barriga imponente y con una papada tan abultada que, para disimularla, se había tenido que dejar crecer la barba desde muy joven. Tampoco Pedro era un dechado de simpatía, así que no resultaba extraño que el fruto de aquel desgraciado matrimonio fuera esta chiquilla seria, enlutada y tan dulce como el aceite de ricino.
– Debería recoger sus cosas, tía. ¿Quiere que la ayude a preparar el equipaje?
– Si fueras tan amable… -murmuré, dejándome caer en el camastro con un gesto de sufrimiento que, aunque en el fondo era bastante real, quedó un tanto amanerado porque lo estaba exagerando. Pero, en fin… Si la niña se ofrecía, ¿por qué no dejarla hacer?
Mientras ella revolvía en mis baúles y maletas, y recogía las pocas cosas utilizadas por mí durante aquel penoso viaje, empecé a escuchar ruidos y voces alegres en el pasillo; sin duda, los demás pasajeros de segunda estaban tan impacientes como yo por abandonar el medio acuático y regresar al terrestre, con el resto de la humanidad. Este pensamiento me animó tanto que hice un esfuerzo voluntarioso y, entre quejidos y lamentos, conseguí levantarme y quedar sentada en la cama con los pies en el suelo. Me encontraba muy débil, de eso no cabía ninguna duda, pero aún peor que la fatiga era recuperar la sensación de tristeza que el letargo del láudano había conseguido borrar y que, por desgracia, la vigilia me devolvía.
No sabía cuánto tiempo tendríamos que quedarnos en Shanghai tramitando los asuntos de Rémy pero, aunque en aquellos momentos pensar en el viaje de regreso me ponía los pelos de punta, esperaba que nuestra estancia en esta ciudad fuera lo más breve posible. De hecho, había concertado telegráficamente una cita con el abogado para la mañana siguiente, con el propósito de acelerar las gestiones y resolver cuanto antes los temas pendientes. La muerte de Rémy había sido un golpe muy duro, terrible, un trance que todavía me resultaba difícil de aceptar: ¿Rémy, muerto? ¡Qué absurdo! Era una idea totalmente ridícula y, sin embargo, tenía muy fresco en mi memoria el recuerdo del día en que recibí la noticia, el mismo en el que Fernanda había aparecido en mi casa de París con su maletita de cuero, su sobretodo negro y su cursi capotita de niña española acomodada. Aún estaba intentando hacerme a la idea de que aquella mocosa, a la que no conocía de nada, era la hija de mi hermana y de su recientemente fallecido viudo, cuando un caballero del Ministerio de Asuntos Extranjeros apareció en la puerta, se quitó el sombrero y, dándome sus más sentidas condolencias, me entregó un despacho oficial al que venía adherido un cablegrama en el que se me anunciaba la muerte de Rémy a manos de unos ladrones que habían entrado a robar en su casa de Shanghai.
¿Qué podía hacer? Según el despacho, debía viajar a China para hacerme cargo del cuerpo y resolver los asuntos legales, pero también tenía que responsabilizarme, en calidad de tutora dativa, de aquella tal Fernanda (o Fernandina, como a ella le gustaba ser llamada, aunque no lo iba a conseguir de mí) cuyo nacimiento se había producido algunos años después de que yo rompiera definitivamente las relaciones con mi familia y me marchara a Francia, en 1901, para estudiar pintura en la Académie de la Grande Chaumière -la única escuela de París donde no había que pagar matrícula-. No tenía tiempo para venirme abajo ni para compadecerme de mí misma: deposité en el montepío un par de cadenitas de oro, malvendí todas las telas que tenía en el estudio y compré dos carísimos pasajes para Shanghai en el primer barco que zarpaba de Marsella al domingo siguiente. Después de todo, Rémy De Poulain era, al margen de cualquier otra consideración, mi mejor amigo. Sentía una punzada aguda en el centro del pecho cuando pensaba que ya no estaba en este mundo, riéndose, hablando, caminando o, simplemente, respirando.
– ¿Qué sombrero quiere ponerse para desembarcar, tía?
La voz de Fernanda me devolvió a la realidad.
– El de las flores azules -murmuré.
Mi sobrina se quedó inmóvil, observándome con la misma fijeza indefinida con que me observaba su madre cuando éramos pequeñas. Esa habilidad heredada para ocultar sus pensamientos era lo que menos me gustaba de ella porque, de todos modos, y mal que le pesara, se le adivinaban. Así que, como yo había practicado aquel deporte durante mucho tiempo con su abuela y su madre, aquella niña no tenía nada que hacer conmigo.
– ¿No preferiría el negro de los botones? Le quedaría bien con algún vestido a juego.
– Voy a ponerme el de las flores con la blusa y la falda azules.
La mirada neutral continuó.
– ¿Recuerda que va a venir al muelle personal del consulado para recogernos?
– Por eso mismo voy a ponerme lo que te he dicho. Es la ropa que mejor me sienta. ¡Ah, y el bolso y los zapatos blancos, por favor!
Cuando todos los baúles estuvieron cerrados y la ropa que había pedido dispuesta a los pies de la cama, mi sobrina salió del camarote sin decir una sola palabra más. Para entonces, yo ya me encontraba bastante recuperada gracias a la engañosa inmovilidad de la nave que, según pude advertir por las ventanillas, avanzaba lentamente entre un denso tráfico de buques tan grandes como el nuestro y un enjambre de veloces barquichuelas con velas cuadradas bajo cuyos sombrajos se cobijaban pescadores solitarios o, increíblemente, familias enteras de chinos, con ancianos, mujeres y niños.
Según decía la guía de viajes Thomas Cook que había comprado precipitadamente en la librería americana Shakespeare and Company el día antes de zarpar, estábamos remontando el río Huangpu, a cuyas orillas se encontraba la gran ciudad de Shanghai, cerca de la confluencia de esta corriente con la desembocadura del gran Yangtsé, el Río Azul, el más largo de toda Asia, que cruzaba el continente de Oeste a Este. Aunque parezca extraño, a pesar de que Rémy había vivido en China durante los últimos veinte años, yo jamás había visitado este país. Ni él me había pedido en ningún momento que fuera, ni yo me había sentido tentada por semejante viaje. La familia De Poulain tenía grandes sederías en Lyon, sustentadas por la materia prima que, en un principio, mandaba desde China el hermano mayor de Rémy, Arthème, que tuvo que volver a Francia para hacerse cargo del negocio tras la muerte del padre. A Rémy, que hasta entonces había disfrutado de una vida ociosa y despreocupada en París, no le quedó más remedio que hacerse cargo del puesto de Arthème en Shanghai, es decir, que con cuarenta y cinco años recién cumplidos, y sin haber dado jamás un palo al agua, se convirtió de la noche a la mañana en apoderado y agente de las hilanderías familiares en la metrópoli más importante y rica de Asia, la llamada «París del Extremo Oriente». Yo tenía entonces veinticinco años y, con sinceridad, me sentí muy aliviada cuando se marchó, dueña de la casa y libre para hacer lo que me diera la gana -que era exactamente lo que él había estado haciendo mientras yo estudiaba en la Académie -. Bien es verdad que, a partir de ese momento, tuve que depender exclusivamente de mis magros ingresos, pero el tiempo y la distancia sanearon la desquiciada relación entre Rémy y yo, convirtiéndonos en buenos amigos. Nos escribíamos mucho, nos lo contábamos todo y, qué duda cabe que, sin su puntual ayuda económica, me habría encontrado en verdaderos apuros en más de una ocasión.
Cuando terminé de vestirme, el bullicio en el barco era ya considerable. Por el tipo de luz que entraba por las ventanillas de mi camarote deduje que serían, aproximadamente, las cuatro de la tarde y, por los ruidos, que debíamos de estar atracando en los muelles de la compañía naviera en Shanghai. Si el viaje había transcurrido según lo previsto y si la memoria no me fallaba, aquel día tenía que ser el jueves 30 de agosto. Antes de abandonar el camarote y subir a la cubierta, me permití añadir un último toque escandaloso a mi veraniego atuendo de viuda cuarentona, soltando las cintas de las solapas de mi blusa y anudándome al cuello el suave y hermoso fular de seda blanca con bordados de flores que Rémy me regaló en 1914, tras volver a París con motivo de la guerra.
Cogí el bolso y, ante el espejo, me calé bien el sombrero sobre el pelo corto a lo garçon, me retoqué el maquillaje, me puse un poco de colorete para que no se me notaran tanto las ojeras y la palidez del rostro -por suerte, aquel año se llevaban los tonos lívidos- y, con paso vacilante, me encaminé hacia la puerta y hacia lo desconocido: estaba ni más ni menos que en Shanghai, la ciudad más dinámica y opulenta del Extremo Oriente, la más famosa, conocida en el mundo entero por su incontrolada pasión hacia todo tipo de placeres.
Desde la cubierta vi a Fernanda descendiendo por la pasarela con firmes andares. Se había puesto su terrible capotita negra y tenía exactamente el mismo aspecto que un cuervo en un campo de flores. La barahúnda era tremenda: cientos de personas se agolpaban para abandonar la nave mientras que otros cientos, o quizá miles, se amontonaban en el muelle, entre los cobertizos, los edificios de las Aduanas y las oficinas que ostentaban la bandera tricolor francesa, descargando fardos y equipajes, ofreciendo autos de alquiler, hoteles, transporte en esos carritos de dos ruedas llamados rickshaws, o, simplemente, esperando a familiares y amigos que llegaban, como nosotras, en el André Lebon. Policías vestidos de amarillo, con la cabeza velada por sombreros en forma de cono y bandas de tela en las piernas, intentaban poner orden en el caos golpeando brutalmente con varas cortas a todos los chinos descalzos y semidesnudos que, cargando al hombro una oscilante pinga de bambú con cenachos, vendían comida o vasos de té a los occidentales. Los gritos de los pobres culíes eran inaudibles entre el fragor humano, pero se les veía huir de la vara a toda velocidad para ir a detenerse pocos metros más allá y seguir con su actividad.
Fernanda era perfectamente visible entre la multitud; ni todas las coloridas pamelas y sombreros del mundo, ni todos los brillantes parasoles chinos, ni todos los toldos de todos los rickshaws de Shanghai hubieran conseguido ocultar a aquella enlutada y rolliza figura que avanzaba entre la gente como un carro de combate alemán hacia Verdún. No podía imaginar qué la animaba a alejarse del buque con tanta resolución, pero estaba demasiado ocupada tratando de no ser atropellada por el resto del pasaje como para inquietarme por alguien que, además de hablar el francés perfectamente -había recibido la educación propia de las muchachas españolas de familia con posibles, es decir, francés, costura, religión, algo de pintura y algo de piano-, que además de hablar francés, digo, podía merendarse a un par de pequeños chinos con coleta en un abrir y cerrar de ojos.
Descendí por la pasarela y el fuerte olor a podredumbre y suciedad que subía desde el muelle me hizo sentir de nuevo las agonías del mareo náutico. Como avanzábamos con mucha lentitud me dio tiempo a impregnar un pañuelo de batista con algunas gotas de colonia y a ponérmelo sobre la nariz y la boca, ocurrencia que fue rápidamente imitada por otras damas de mi entorno mientras los caballeros se resignaban, con cara de póquer, a respirar aquel terrible hedor fecal imposible de ignorar. Supuse entonces que el tufo procedía de las aguas sucias del Huangpu, al tener también algo de efluvio a pescado y a grasa quemada, pero más tarde descubrí que era el aroma habitual de Shanghai, un aroma al que, con el tiempo y sin remedio, terminabas acostumbrándote. Y, así, tras un buen rato, pisé suelo chino por primera vez en mi vida con el rostro embozado tras una máscara perfumada que sólo me dejaba los ojos al descubierto y cuál no sería mi sorpresa al encontrar allí mismo, al pie de la escalerilla, a mi diligente sobrina acompañada por un elegante caballero que, cortésmente, se deshizo en amables saludos tras darme el pésame por el fallecimiento de Rémy. Se trataba de monsieur Favez, agregado del cónsul general de Francia en Shanghai, Auguste H. Wilden, quien tenía el inmenso placer de invitarme a almorzar al día siguiente en su residencia oficial si, naturalmente, yo no había hecho otros planes y si me encontraba ya recuperada del viaje.
Acababa de llegar y mi agenda empezaba a estar repleta: por la mañana, reunión con el abogado de Rémy y, a mediodía, comida con el cónsul general de Francia. En realidad, yo iba a necesitar al menos un par de vidas para estabilizarme sobre tierra firme, sin embargo, por razones inexplicables, Fernanda parecía fresca, descansada y pletórica. Nunca, en el mes y medio que la conocía, había visto a mi sobrina exudar tan intensamente algo parecido a la alegría. ¿Sería el hedor de Shanghai o, quizá, que las multitudes la alteraban? En fin, por lo que fuese, aquella niña presentaba los mofletes encendidos y el rictus agrio de la cara se le había dulcificado muchísimo, sin contar con el valor y la determinación que había demostrado al lanzarse ella sola entre la multitud para localizar al agregado consular (quien, por cierto, la miraba a hurtadillas con una expresión de estupor muy poco diplomática). Sin embargo, aquella agradable impresión resultó tan efímera como un rayo de sol en una tormenta: mientras resolvíamos los trámites y papeleos en las oficinas de la Compagnie con ayuda de M. Favez, Fernanda volvió a ser sólo un rostro amurallado y una personalidad de metal sólido.
Un puñado de culíes cargaron en un abrir y cerrar de ojos nuestros bártulos en el portaequipajes del espléndido auto de M. Favez -un Voisin blanco descapotable con rueda de repuesto trasera y manivela de arranque plateada- y, sin más demora, salimos del muelle con un encantador chirrido de neumáticos que me hizo soltar una exclamación de regocijo y puso una sonrisa satisfecha en el rostro del agregado mientras hacía circular el auto por el lado izquierdo del Bund, la hermosa avenida emplazada en la ribera oeste del Huangpu. Ya sé que no parecía una viuda que había llegado a Shanghai con el propósito de hacerse cargo del cuerpo de su marido, pero me daba exactamente lo mismo. Peor hubiera sido aparentar un luto falso, especialmente cuando toda la colonia francesa de la ciudad debía de saber a la perfección que Rémy y yo vivíamos separados desde hacía veinte años y, con toda seguridad, le conocían cien, o quizá mil, aventuras galantes. Rémy y yo nos casamos por interés; yo, para tener seguridad y un techo bajo el que cobijarme en un país extranjero y él, una esposa legal que le permitiera acceder a la cuantiosa herencia de su madre, que murió desesperada por ver sentar la cabeza a su hijo libertino. Cumplidos los objetivos, nuestro matrimonio fue una hermosa historia de amistad y por eso precisamente no pensaba vestir de negro ni llorar a lágrima viva una ausencia que jamás había sido otra cosa. Sólo yo sabía lo que me dolía perder a Rémy y, ciertamente, no estaba dispuesta a manifestarlo en público.
Mientras mis ojos saltaban de un personaje extraño a otro de los que transitaban por la populosa calle, M. Favez nos explicó que Shanghai, cuya población estaba compuesta mayoritariamente por celestes, era, sin embargo, una ciudad internacional controlada por occidentales.
– ¿Celestes…? -le interrumpí.
– Así llamamos aquí a los chinos. Ellos se consideran aún miembros del Imperio del Hijo del Cielo, es decir, del último emperador, el joven Puyi [1], que sigue viviendo en la Ciudad Prohibida de Pekín aunque no tiene ningún poder desde 1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó a la monarquía y estableció la República. Pero eso no impide que los chinos sigan creyéndose superiores a los occidentales y por eso les llamamos, irónicamente, celestes. O amarillos. También les llamamos amarillos -puntualizó con una sonrisa.
– ¿Y no le parece un poco ofensivo? -me sorprendí.
– ¿Ofensivo…? Pues no, la verdad. Ellos nos llaman bárbaros, Narices Grandes y Yang-kwei, «diablos extranjeros». Quid pro quo, ¿no le parece?
En Shanghai existían tres importantes divisiones territoriales y políticas, siguió explicándonos el agregado mientras conducía a toda velocidad haciendo sonar la bocina para apartar a personas y vehículos; la primera, la Concesión Francesa, donde nos encontrábamos, una alargada franja de terreno a la que también pertenecía el muelle del Bund en el que había atracado el André Lebon; la segunda, la vieja ciudad china de Nantao, un espacio casi circular ubicado al sur de la Concesión Francesa y rodeado por un hermoso bulevar construido sobre los restos de las antiguas murallas que fueron derribadas tras la revolución republicana de 1911; y, por último, y mucho más grande que las anteriores, la Concesión Internacional, al norte, gobernada por los cónsules de todos los países con representación diplomática.
– ¿Y todos mandan igual? -pregunté, sujetándome contra el pecho el fular que el viento me lanzaba hacia la cara.
– Monsieur Wilden tiene plena autoridad en la parte francesa, madame. En la Internacional, se nota más el peso político y económico de Inglaterra y de Estados Unidos, que son las naciones más fuertes en China, pero hay colonias de griegos, belgas, portugueses, judíos, italianos, alemanes, escandinavos… Incluso de españoles -recalcó amablemente; yo era francesa por matrimonio, pero mi origen se delataba sin ninguna duda gracias a mi acento, mi nombre (Elvira), mi pelo negro y mis ojos marrones-. Por otra parte, en estos últimos tiempos -continuó explicando mientras sujetaba el volante con mucha fuerza-, Shanghai se ha llenado de rusos, tanto de los rusos bolcheviques que viven en el consulado y sus inmediaciones, como de rusos blancos que han huido de la revolución. Éstos son los más numerosos.
– En París ha ocurrido lo mismo.
M. Favez giró la cara hacia mí un instante, se rió, y, luego, volvió a mirar rápidamente hacia la avenida, tocando la bocina y maniobrando con pericia para no chocar contra un tranvía atestado de celestes con sombreros occidentales y largas vestiduras chinas que viajaban, incluso, colgados de las barras exteriores del vehículo. Todos los tranvías de Shanghai estaban pintados de verde y plata, y exhibían vistosos rótulos publicitarios con extraños caracteres.
– Sí, madame -concedió-, pero a París han ido los rusos ricos, la aristocracia zarista; a esta ciudad sólo han llegado los pobres. En realidad, la raza más peligrosa, si se me permite decirlo así, es la nipona, que lleva mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai. De hecho, han creado su propia ciudad dentro de la Concesión Internacional. Los imperialistas japoneses tienen grandes ambiciones sobre China y, lo que es peor, también tienen un ejército muy poderoso… -De repente se dio cuenta de que, quizá, estaba hablando demasiado y sonrió con turbación-. Aquí, Mme. De Poulain, en esta hermosa ciudad que es el segundo puerto del mundo y el primer mercado de Oriente, vivimos dos millones de personas, ¿sabe?, de las cuales sólo cincuenta mil somos extranjeros y el resto, amarillos. Nada es sencillo en Shanghai, como ya tendrá oportunidad de comprobar.
Fue una lástima que sólo viéramos el corto tramo del Bund que pertenecía a Francia porque, aquel primer día, y como M. Favez torció pronto a la izquierda entrando en el Boulevard Edouard VII, no pudimos disfrutar de las maravillas arquitectónicas de la calle más impresionante de Shanghai, a lo largo de la cual se encontraban los hoteles más lujosos, los clubes más espléndidos, los edificios más altos y los bancos, las oficinas y los consulados más importantes. Todo ello frente a las aguas sucias y malolientes del Huangpu.
La Concesión Francesa constituyó una sorpresa muy agradable. Yo temía encontrar barrios de calles estrechas y casas de tejados con cuernos, al modo chino, pero resultó ser un lugar encantador, con el aire residencial de los arrabales de París, lleno de preciosas villas de fachadas blancas y jardines con exquisitos macizos de lilas, rosales y alheñas. Había clubes de tenis, cabarets, plazoletas jalonadas con sicomoros, parques públicos en los que se veían madres cosiendo junto a los cochecitos de sus bebés, bibliotecas, un cinematógrafo, panaderías, restaurantes, tiendas de moda, de cosméticos… Podía haberme encontrado en Montmartre, en los pabellones del Bois o en el Barrio Latino y no habría advertido ninguna diferencia. De vez en cuando, aquí o allá, se divisaba desde el auto alguna casa china, con sus ventanas y puertas pintadas de rojo, pero eran las excepciones en aquellos agradables y limpios barrios franceses. Por eso, cuando el vehículo de M. Favez se detuvo frente a los portones de madera de una de esas residencias orientales sin que él nos hubiera comentado nada acerca de un recado o alguna tarea que tuviera que hacer antes de dejarnos en casa de Rémy, me quedé un poco desconcertada.
– Ya hemos llegado -declaró alegremente mientras apagaba el motor y salía del auto.
Bajo uno de los dos globos rojos de papel con caracteres chinos que colgaban a los lados de la puerta, se veía una cadenilla que salía del interior de la casa por un agujero en el muro. M. Favez tiró de ella con energía y regresó para abrirme la portezuela y ayudarme galantemente a salir del vehículo. Pero, aunque su mano permanecía tendida, esperando, una fulminante parálisis se había apoderado de mi cuerpo y no era capaz de moverme. Jamás, en veinte años, Rémy me había comentado que vivía en una casa china.
– ¿Se encuentra bien, Mme. De Poulain?
Los portones se abrieron lentamente, sin ruido, y tres o cuatro sirvientes nativos, entre los que había una mujer, salieron a la calle haciendo reverencias y murmurando, en su extraña lengua, frases que, por el contexto, debían de ser saludos y cumplidos. El primer movimiento que fui capaz de realizar no fue, sin embargo, el de coger la paciente mano de M. Favez sino el de volver la cabeza hacia el asiento de atrás para mirar a mi sobrina en busca de un poco de comprensión y complicidad. Y sí, Fernanda tenía los ojos abiertos como platos, expresando así la misma horrorizada sorpresa que sentía yo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el agregado, inclinándose con solicitud.
Me repuse como pude de la turbación y puse, al fin, mi mano en la de M. Favez. No tenía nada en contra de las casas chinas, naturalmente, pero no era lo que esperaba de Rémy, tan sibarita y refinado, tan francés, tan atento a las comodidades y al buen gusto europeo. Cómo había podido adaptarse a vivir en una antigua y vulgar residencia de celestes era algo que escapaba a mi entendimiento.
La sirvienta china, una mujer diminuta y delgada como un junco, de una edad tan imprecisa que lo mismo hubiera podido decir que tenía cincuenta como setenta años -más tarde descubrí que este fenómeno obedece al hecho de que los celestes no encanecen antes de los sesenta-, dejó de dar órdenes a los tres hombres que estaban cargando el equipaje para inclinarse ante mí hasta casi besar el suelo.
– Mi nombre es señora Zhong, tai-tai [2]-dijo en perfecto francés-. Bienvenida a la casa de su difunto esposo.
La señora Zhong, ataviada con una casaca corta de cuello alto y unos calzones amplios del mismo color azul con el que parecían uniformarse todos los celestes y hacerles vestir a juego con su calificativo, volvió a inclinarse ceremoniosamente. Tenía unos ojos que parecían ranuras de alcancía y el pelo negro azabache recogido en un moño similar al que llevaba Fernanda, aunque ése era todo el parecido entre ambas porque hubieran hecho falta dos o tres señoras Zhong para ocupar el espacio físico que llenaba mi sobrina, que continuaba sentada en el auto sin decidirse a salir.
– Vamos, Fernanda -la animé-. Tenemos que entrar.
– En España todo el mundo me llama Fernandina, tía -repuso fríamente, hablándome en castellano.
– Por favor, no pierdas la educación ante M. Favez y la señora Zhong, que desconocen nuestro idioma. Te ruego que bajes del auto.
– Yo me despido de ustedes en este momento, madame y mademoiselle -apuntó el agregado ajustándose elegantemente el frégoli-. Debo pasar por el consulado para confirmar a M. Wilden que mañana almorzará usted con él.
– ¿Nos deja ya, M. Favez? -me alarmé.
Mientras Fernanda descendía del Voisin, el agregado se inclinó ante mí y tomó mi mano, llevándosela ligeramente a los labios a modo de despedida.
– No se preocupe, madame -susurró-. La señora Zhong es de absoluta confianza. Ha estado siempre al servicio de su difunto marido. Ella la ayudará en todo cuanto necesite.
Se incorporó y me sonrió.
– Mañana vendré a buscarla a las doce y media, ¿le parece bien?
Asentí y el diplomático se volvió hacia la niña, que se había puesto a mi lado.
– Adiós, mademoiselle. Ha sido un placer conocerla. Espero que disfrute de su estancia en Shanghai.
Fernanda hizo un gesto vago con la cabeza, ladeándola no sé cómo, y a mí me vino de golpe a la mente la imagen de su abuela, mi madre, cuando se sentaba en el salón grande de la vieja casa familiar de la calle Don Ramón de la Cruz, en Madrid, los jueves por la tarde, para recibir a las visitas envuelta en su hermoso mantón de Manila.
El Voisin desapareció a toda velocidad por el fondo de la calle y nosotras nos giramos hacia la entrada de la vivienda con la alegría de un condenado a garrote vil. La señora Zhong sostenía una de las hojas del portalón para franquearnos el paso y no sé por qué le vi en aquel momento un aire de guardia civil español que me inquietó. Quizá le confundí el pelo con el tricornio, pues los dos eran del mismo color y tenían el mismo brillo acharolado. Lo raro era que me estaba acordando de cosas de España que había olvidado desde hacía más de veinte años o que, por lo menos, no había vuelto a recordar y, eso, sin duda, se debía a la presencia de esa niña huraña y cejijunta que había traído de vuelta mi pasado guardado en su maleta.
Entramos en un patio inmenso, lleno de exuberantes arriates de flores, estanques de agua azul verdosa decorados con rocalla y enormes árboles centenarios desconocidos para mí, algunos de ellos tan grandes que ya había visto sus ramas asomarse a la calle por encima del muro. Un amplio camino en forma de cruz conducía desde la puerta hacia tres pabellones rectangulares de un solo piso con hermosos soportales llenos de plantas a los que se accedía por unas anchas escaleras de piedra; los pabellones, de paredes blancas y grandes ventanas de madera tallada con formas geométricas, tenían unos horribles tejados de esquinas cornudas hechos con loza vidriada de un color verde tan brillante que refulgía con las últimas luces de la tarde.
La señora Zhong nos guió con pasos menudos hacia el pabellón principal, el que estaba enfrente, y recuerdo haberme preguntado, observándola, cómo es que no tenía esos pies deformes tan característicos de las mujeres chinas de los que hablaban todos cuantos habían estado en aquel país. Rémy me explicó una vez, mientras vivió en París con motivo de la guerra, que era costumbre china, a partir de los dos o tres años de edad, vendar los pies a las niñas de manera que los cuatro dedos menores se doblaran bajo la planta del pie. Cada día, durante años, en un monstruoso ritual de llantos, gritos y dolor que llegaba a provocar la muerte de algunas desgraciadas, se apretaba el vendaje un poco más para impedir el crecimiento de la extremidad y aumentar su deformación, con objeto de convertir a la niña en una «Azucena de oro», como eran denominadas por la elegancia que, para el hombre amarillo, poseían esas pobres mujeres condenadas a caminar para siempre con un movimiento oscilante, ya que, para ello, sólo podían utilizar lo que les quedaba de talón y el dedo gordo, teniendo que extender los brazos y sacar el trasero si no querían perder el equilibrio. Esos pies espantosos, llamados «Pies de loto» o «Nenúfares dorados», le producían a la víctima dolores para toda la vida, pero, incomprensiblemente, provocaban la más encendida sensualidad en los varones chinos. Rémy me había dicho también que, desde el fin del Imperio, es decir, desde que el doctor Sun Yatsen había derrocado a la monarquía, la costumbre de vendar los pies había sido prohibida, pero, con todo, de eso sólo hacía once años y la señora Zhong era lo bastante mayor como para que hubieran podido aplicarle tan horrible tortura.
Sin embargo, allá iba ella, con sus pies pequeños pero sanos embutidos en unos calcetines blancos y unas curiosas zapatillas de fieltro negro, sin empeine, abriéndonos paso hacia la casa que ahora, si no había más sorpresas durante la entrevista con el abogado de Rémy, había pasado a ser mía. Naturalmente, mi intención era venderla, igual que todo su contenido, ya que eso me reportaría unos ingresos que me hacían mucha falta. También contaba con que Rémy me hubiera dejado algo de dinero, no mucho, pero el suficiente para permitirme vivir con holgura algunos años, hasta que pasara la moda de los cubismos, dadaísmos, constructivismos, etc., y mis cuadros se cotizasen en el mercado de arte. Yo admiraba el trazo audaz de Van Gogh, el color ardiente de Gauguin, el genio creativo de Picasso…, pero, como me dijo un marchante en cierta ocasión, a diferencia de ellos, mi pintura era demasiado figurativa y, por lo tanto, accesible al gran público, de manera que jamás conseguiría entrar en el panteón de los grandes. Bien, no me importaba. Yo sólo quería captar el movimiento sorprendente de una cabeza, la perfección de un rostro, la armonía de un cuerpo. Extraía mi inspiración de la belleza, de la magia, allá donde las encontrara, y deseaba plasmarlas en el lienzo con la misma fuerza y emoción con que yo las sentía, de manera que, quienes contemplaran mis obras, encontraran en ellas un motivo de placer que les dejara dentro sabor y aroma. El único problema era que esto no estaba de moda, así que apenas conseguía llegar a fin de mes; por eso tenía la certeza de que Rémy, que lo sabía, me habría dejado un pellizco suficiente en su testamento. Lógicamente, no contemplaba la posibilidad de heredarlo todo porque, con absoluta seguridad, la poderosa familia De Poulain jamás consentiría que una pobre pintora extranjera se convirtiera en copropietaria de las sederías. Pero, bueno, la casa sí porque, incluso para los De Poulain, habría resultado poco elegante privar a una viuda del hogar de su marido.
– Adelante, por favor. Pasen -nos pidió la señora Zhong empujando las dos hojas de la hermosa puerta de madera labrada que daba acceso al pabellón principal.
Las dimensiones interiores de aquella edificación eran muchísimo más grandes de lo que se dejaba adivinar desde fuera. A derecha e izquierda de la entrada se distribuían amplias estancias separadas entre sí por paneles de madera, tallados también con formas geométricas como las ventanas y, como éstas, cubiertos por detrás con un finísimo papel blanco que dejaba pasar una luz ambarina muy matizada. Pero lo más extraño eran las puertas que había en el centro de estos paneles, si es que a esos vanos redondos, a esos grandes agujeros con forma de luna llena, se les podía llamar puertas. Debo admitir, sin embargo, que el mobiliario era realmente hermoso, con incrustaciones y tallas, y lacado en una gama que iba del rojo chillón al marrón oscuro, de manera que destacaba muchísimo contra las paredes blancas y el suelo de baldosas claras. La sala hacia la que nos condujo la señora Zhong -la última de la derecha- estaba llena de mesas de todas las clases, formas y alturas. Encima de algunas había bellísimos jarrones de porcelana y figuras de dragones, tigres, tortugas y pájaros de bronce; sobre otras, macetas con plantas y flores; y en otras más, velas de color rojo, gruesas por arriba y estrechas por abajo, que descansaban directamente sobre la tabla, sin un platillo o candelero que protegiera la pieza. Me di cuenta de que toda la decoración de esta y de las otras estancias por las que habíamos pasado estaba dispuesta de una forma curiosamente simétrica, muy extraña para un occidental, sin embargo, esta armonía se desgarraba de forma deliberada con, por ejemplo, determinadas pinturas o caligrafías en las paredes o con un aparador cubierto de cuencos de cerámica que parecía fuera de sitio por accidente. Todavía tardaría algún tiempo en descubrir que, para los celestes, cada mueble era una obra de arte y que su disposición en las habitaciones no tenía nada de casual, ni siquiera de estético; toda una compleja y milenaria filosofía se escondía detrás de una simple decoración doméstica. Pero, en aquellos momentos, para mí, la casa de Rémy era una especie de museo de curiosidades orientales y pensaba que, si bien las chinoiseries todavía seguían estando muy de moda en Europa, en tal acumulación producían un agudo vértigo.
Un sirviente sin coleta y tocado con un bonete apareció de improviso portando una bandeja en la que había unas tazas blancas con tapadera y una pequeña tetera de arcilla roja realmente bonitas que dejó, con aire sonámbulo, sobre un velador grande colocado en el centro de la sala. La señora Zhong nos señaló un canapé junto a la pared y se inclinó para coger del suelo una mesilla cuadrada y de patas muy cortas que puso justo en el centro del asiento, en el preciso lugar en el que yo iba a sentarme, de manera que quedé separada de Fernanda por aquella especie de mesa-taburete y sin saber qué decir ni qué hacer mientras la señora Zhong nos servía un aromático té que despertó mis muy maltratados jugos gástricos haciéndome sentir, repentinamente, un hambre atroz. Pero, para mi desgracia, los chinos no toman el té con pastas ni tampoco le añaden leche o azúcar, así que lo único que podía hacer con aquel líquido caliente era lavarme el estómago y dejármelo muy limpio.
– Tai-tai -me llamó la señora Zhong, inclinándose respetuosamente-, ¿cómo debo llamar a la joven señora?
– ¿A la niña…? -repuse mirando a mi sobrina, que contemplaba su taza de té como si no supiera qué hacer con ella-. Llámela por su nombre, señora Zhong: Fernanda.
– Me llamo Fernandina -objetó mi sobrina mientras seguía con su infructuosa búsqueda del asa de aquella taza.
– Escucha, Fernanda -le dije con voz seria-. En España existe la tonta costumbre de llamar a las personas con el diminutivo de sus nombres: Lolita, Juanito, Alfonsito, Bernardino, Pepita, Isabelita… Pero fuera de allí se considera una cursilada, ¿lo entiendes?
– Me da lo mismo -replicó en castellano, para enfadarme aún más. Decidí ignorarla.
– Señora Zhong, llame Fernanda a la niña, le diga ella lo que le diga.
La sirvienta se inclinó de nuevo, aceptando la orden.
– Su equipaje ha sido llevado a la habitación de monsieur, tai-tai, pero si desea usted otra cosa le agradecería que me lo dijera. A Mlle. Fernanda la he alojado en una alcoba vecina a la suya.
– Me parece muy bien, señora Zhong. Le agradezco mucho su ayuda.
– Ah, tai-tai, hoy ha llegado una carta para usted -añadió dando un pequeño pasito adelante y extrayendo del bolsillo de su calzón un sobre alargado.
– ¿Para mí? -No podía creerlo. ¿Quién, que yo conociera, podía escribirme a la casa de Rémy en Shanghai?
Pero el sobre llevaba membrete y, además, uno muy significativo, y, en su interior, había una nota impresa en un papel muy elegante en la que se nos invitaba a Fernanda y a mí a cenar la noche del viernes, 31 de agosto, en casa del cónsul general de España, don Julio Palencia y Tubau, en compañía de su esposa y de los miembros más ilustres de la pequeña comunidad española de Shanghai, que estarían encantados de conocernos.
O a mí se me acumulaba el trabajo o es que nadie, en aquella ciudad, tenía la menor consideración hacia los viajeros recién llegados. Yo deseaba acercarme hasta el cementerio francés en el que estaba temporalmente enterrado Rémy y había creído que podría hacerlo después de hablar con su abogado pero, por lo visto, no iba a ser posible porque los cónsules de mis dos países, el adoptivo y el natal, estaban empeñados en conocerme lo antes posible. ¿A qué tantas prisas?
– Habrá que confirmar de algún modo nuestra asistencia -murmuré, dejando el sobre en una esquina de la mesita y destapando mi taza de té para dar un sorbo.
Fernanda alargó el brazo y se apoderó de la nota. Una sonrisa -esta vez, una auténtica sonrisa- apareció en su cara y me miró con ojos esperanzados.
– Iremos, ¿verdad?
Al devolverle la mirada, me di cuenta de que la niña sufría del mal que enferma a todos cuantos abandonan forzosamente su país por largo tiempo: la añoranza de un lugar y de una lengua.
– Supongo que sí. -El té estaba realmente bueno, incluso sin azúcar. El contraste entre la porcelana blanca y el precioso color rojo brillante de la infusión era toda una inspiración. Me hubiera gustado tener cerca mi paleta y mis pinceles.
– No podemos rechazar una invitación del cónsul de España.
– Lo sé, pero mañana tengo muchos compromisos y por la noche me encontraré muy cansada, Fernanda. Intenta comprenderlo. No es que no quiera ir, es que no sé si tendré ánimo cuando llegue el momento.
– La cena estará lista dentro de una hora -dijo la señora Zhong.
– Permita que le diga, tía, que las obligaciones…
– … están por delante de las diversiones, ya lo sé -la atajé, terminando la vieja y conocida frase.
– Si se encuentra muy cansada, se toma un chocolate y…
– … y me recupero en seguida, también lo sé, porque el chocolate resucita a los muertos, ¿verdad?, ¿era eso lo que ibas a decir?
– Sí.
Suspiré profundamente y dejé la taza en su platillo con un gesto parsimonioso.
– Aunque te resulte tan difícil de creer como a mí, Fernanda -dije, al fin, mirándola de nuevo-, venimos de la misma familia y nos han criado con las mismas ideas, las mismas costumbres y los mismos ridículos latiguillos. Así que no te olvides de que todo cuanto vayas a decir ya lo he oído yo antes muchas veces y no me sirve de nada, ¿de acuerdo? ¡Ah, y otra cosa! Tomar un chocolate para reponerse, por muy española que sea la tradición, puede resultar un tanto problemático en China. Será mejor que te vayas acostumbrando al té.
– Muy bien, pero, se encuentre usted como se encuentre mañana por la noche, tía, al consulado español hay que ir -insistió, terca y con el ceño fruncido.
Fijé la mirada en un hermoso tigre de bronce que tenía las fauces abiertas, mostrando los colmillos afilados, y las garras delanteras alzadas y listas para el ataque. Durante un segundo me sentí transfigurada en ese animal y, con sus ojos, miré a mi sobrina… Luego, volví a suspirar profundamente y bebí té.
Cuando la señora Zhong entró por la mañana en mi habitación para despertarme, apareció con una vela en la mano, de un modo espectral. La casa disponía de iluminación de gas y, en uno de los pabellones, en su despacho, Rémy había hecho instalar una potente araña eléctrica bajo la que rodaba un gran ventilador. Pero si el estudio de Rémy era impresionante, con su colosal escritorio de madera de almendro rojo con guarniciones de bronce, sus estantes llenos de extraños libros chinos plegables -sin tapas, sólo papel cosido-, sus colecciones de pinceles para escribir y sus caligrafías en todas las paredes, el dormitorio aún era más extraordinario, con un armario de color rojo intenso incrustado de nácar, una cómoda decorada con exóticas charnelas y pasadores y, delante de un monumental biombo lacado y pintado con un paisaje campestre que estaba al fondo y que ocultaba una bañera de estaño y lo que la señora Zhong llamó un ma-t'ung -que no era otra cosa que una silla con orinal-, una enorme y pesada cama con dosel clausurada por paneles trabajados tan primorosamente que parecían lienzos de puntillas y a la que se accedía por una gran abertura circular cubierta con unas preciosas cortinas de seda. Estas cortinas eran tan delicadas que, una vez acostada, podía ver sin problemas toda la habitación a través de ellas, pero, además, dejaban pasar la brisa nocturna y, al mismo tiempo, servían de magníficas mosquiteras, lo que me permitió descansar, por fin, sin ser molestada por los insectos. Otra cosa distinta es que pudiera dormir, que no pude, porque mi mente, presumo que alterada por el lugar, se dedicó a recordar morbosamente momentos lejanos en el tiempo pero terriblemente cercanos por el dolor que me producían. Mi juventud había quedado atrás y, con ella, aquel Rémy encantador con el que me casé, aquel divertido seductor al que tenía que llevar a la cama todas las madrugadas, cuando volvía a casa ebrio de Pernod, champagne y Cointreau, con olor a tabaco y a perfumes femeninos, impregnados en su ropa quién sabe en qué cabarets y music-halls del París de los primeros años del siglo. El amanecer me pilló con los ojos llenos de lágrimas.
Fernanda desayunó conmigo. Su hosquedad habitual se había pacificado un tanto y mostró mucho interés por saber qué íbamos a hacer hasta que M. Favez viniera a buscarme a las doce y media. Cuando le señalé que me marchaba sola porque los asuntos que tenía que tratar con el abogado de Rémy eran personales, se limitó a preguntarme si podía emplear la mañana buscando una iglesia católica dentro de la Concesión Francesa para poder asistir a misa mientras estuviéramos en Shanghai. Me mostré conforme, siempre y cuando saliera acompañada por la señora Zhong o por algún otro criado de confianza, pero le recomendé que aprovechara el tiempo sobrante leyendo alguno de los libros de la biblioteca de Rémy, sobre todo porque no la había visto tocar uno desde que la conocía (misal y devocionario al margen). De hecho, su reacción fue de total escándalo:
– ¡Libros franceses!
– Franceses, ingleses, españoles, alemanes… ¡Qué más da! El caso es que leas. Ya tienes edad suficiente para conocer el pensamiento y la obra de gentes que han visto el mundo desde puntos de vista diferentes al tuyo. Debes alimentarte de vida, Fernanda, o te perderás muchas cosas interesantes y divertidas.
Pareció quedar realmente impresionada por mis palabras, como si jamás hubiera escuchado ideas de semejante cariz. La verdad es que, la pobre, había crecido en un entorno muy estrecho y corto de miras. Quizá ahí estuviera la clave del asunto y todo consistiese en enseñarle algo tan sencillo como la libertad. De hecho, había dado pruebas suficientes de florecer espectacularmente cuando volaba por cuenta propia.
– Y ahora me voy -dije, echando la silla hacia atrás y poniéndome en pie-. Mi entrevista es dentro de media hora. Espero que tengas suerte y encuentres la parroquia. Ya me contarás más tarde.
Me había puesto una falda ligera de algodón, una blusa veraniega sin mangas y una pamela blanca para evitar el radiante sol que caía a plomo sobre Shanghai. Mientras atravesaba el jardín en dirección a la calle, pude ver, a través de las hojas abiertas del portalón, un pequeño rickshaw junto al que permanecía la señora Zhong parloteando en su lengua con el culí descalzo que haría de tiro del cochecillo. En cuanto ambos me vieron, la voz de la señora Zhong se hizo más aguda y apremiante, de modo que el culí se apresuró a ocupar su puesto, listo para llevarme hasta la calle Millot, en la que tenía su despacho el amigo, abogado y albacea testamentario de Rémy, André Julliard.
Me despedí de la señora Zhong, rogándole que cuidara de Fernanda hasta mi regreso, y emprendí aquel trepidante viaje a través de las calles de la Concesión Francesa viendo la espalda esquelética y sudorosa del culí, su cabeza rapada -menos por un redondel de pelo erizado, probable resto de una coleta- y escuchando su respiración jadeante y el palmoteo de sus pies desnudos sobre el pavimento. Por las avenidas circulaban y se adelantaban entre sí autos, rickshaws, bicicletas y ómnibus disfrutando sus ocupantes no sólo del maravilloso olor de Shanghai sino también, y afortunadamente, de una grata vista de las villas y de las tiendecitas situadas a ambos lados de la calle.
La pequeña y estrecha calle Millot estaba junto a la vieja ciudad china de Nantao y el despacho de M. Julliard se encontraba en un inmueble oscuro que olía a papel húmedo y a madera vieja. El abogado, que aparentaba unos cincuenta años y llevaba la americana de hilo más arrugada del mundo, me recibió cortésmente en la puerta y me introdujo en su oficina tras pedirle a su secretaria que nos sirviera unas tazas de té. El despacho era un cuartito acristalado que permitía ver las dependencias y escritorios exteriores entre los que deambulaban las mecanógrafas y los jóvenes pasantes chinos que trabajaban para M. Julliard, quien, tras ofrecerme un asiento con su acusada pronunciación meridional (exagerando las erres al estilo español), circunvaló su vieja mesa llena de múltiples quemaduras de cigarro y, sin más preámbulos, extrajo de un cajón un voluminoso legajo que abrió con gesto lúgubre.
– Mme. De Poulain -empezó a decir-, me temo que no tengo buenas noticias para usted.
Se alisó con una mano el bigote canoso, amarillo de nicotina, y se caló en el puente de la nariz unos quevedos que, seguramente, habían conocido tiempos mejores. A mí el corazón se me había disparado en el pecho.
– Aquí tiene una copia del testamento -dijo, alargándome unos papeles que cogí y comencé a hojear distraídamente-. Su difunto esposo, madame, era un buen amigo mío, por eso me duele tanto verme en la obligación de decirle que no fue un hombre previsor. Le advertí muchas veces que debía poner orden en sus finanzas, pero ya sabe usted cómo son las cosas y, sobre todo, cómo era Rémy.
– ¿Cómo era, M. Julliard? -pregunté con un hilillo de voz.
– ¿Cómo dice, madame?
– Le he preguntado que cómo era Rémy. Usted ha dicho que yo lo sabía, pero empiezo a pensar que no sé nada. Me ha dejado atónita con sus palabras. Siempre vi en él a un hombre bueno e inteligente y, sin duda, con recursos.
– Cierto, cierto. Era un hombre bueno e inteligente. Demasiado bueno incluso, diría yo. Pero sin recursos, Mme. De Poulain, o, mejor dicho, con unos recursos cada vez menores que él gastaba sin medida. En fin, me disgusta hablar así de mi viejo amigo, ya me comprende, pero debo informarla para que… Bueno, Rémy no ha dejado otra cosa que deudas.
Le miré sin comprender y él lo leyó en mi cara. Puso las dos manos sobre los papeles del legajo y me observó compasivamente.
– Lo lamento mucho, madame, pero usted, como esposa de Rémy, va a tener que hacer frente a una serie de impagos que ascienden a una cuantía tan grande que casi no me atrevo a mencionarla.
– ¿De qué está hablando? -balbucí, sintiendo un peso enorme en el centro del pecho.
M. Julliard suspiró profundamente. Parecía abrumado.
– Mme. De Poulain, desde que Rémy volvió de París su situación económica no fue, digamos, buena. Contrajo deudas por importes muy elevados que no podía satisfacer, así que se comprometió con préstamos bancarios y anticipos de la sedería que tampoco devolvió. Eso sin contar con que entregó pagarés que nunca amortizó y que han ido pasando de mano en mano por cantidades cada vez mayores. Es cierto que en Shanghai todo se arregla con una firma y que hasta un cóctel se paga a plazos, pero Rémy fue más allá. Al final, la situación era tan grave que su familia mandó a un contable desde Lyon y, por desgracia, lo que este empleado descubrió en los libros de caja no fue muy agradable, de modo que al hermano mayor de Rémy, Arthème, no le quedó más remedio que enviar a otro apoderado para que se hiciera cargo del negocio. Quiso que Rémy volviera a Francia pero, dado el… mal estado de salud de su esposo, madame, resultó imposible. Al final, tanto para ayudar a Rémy como para prevenir daños mayores, puedo asegurárselo, Arthème retiró a su hermano de la empresa familiar, asignándole una cantidad mensual para que pudiera subsistir dignamente el tiempo que le quedaba de vida.
Pero ¿qué estaba diciendo aquel hombre? ¿De qué hablaba? ¿Acaso Rémy no había muerto a manos de unos ladrones? Sentí que dejaba de oírle, que su voz se apagaba, y escuché los primeros zumbidos sordos en el interior de mi cabeza. Me asusté. Aquello era el preludio de una crisis nerviosa, de uno de mis habituales trastornos de orden neurasténico. Yo siempre había sido muy intrépida de pensamiento y de deseo pero excesivamente cobarde ante el dolor físico o moral y ahora el instinto me avisaba de que algo terrible se cernía sobre mí. Tenía el pulso desbocado y empecé a pensar que iba a sufrir un ataque al corazón. «Calma, Elvira, calma», me dije.
– De hecho -continuaba explicándome el abogado-, Arthème pagó una parte importante de las deudas de Rémy, pero se negó a satisfacerlas todas, lógicamente. El caso es que su esposo, Mme. De Poulain, continuó endeudándose hasta el último día.
– Ha dicho usted… ¿qué le pasaba a Rémy?, ¿cuál era su estado de salud?
M. Julliard me miró con preocupación y lástima.
– ¡Oh, madame! -exclamó, sacando un pañuelo no muy limpio del bolsillo de su chaqueta de hilo y pasándoselo por la cara-. Rémy estaba bastante enfermo, madame. Su salud se había deteriorado mucho. Este testamento es de hace diez años y en él la nombra a usted heredera de todos sus bienes, excepción hecha de su participación en las hilanderías familiares por razones que ya se podrá imaginar. La situación era entonces muy distinta, claro. Pero las cosas cambiaron y Rémy no modificó su última voluntad a pesar de mis sugerencias al respecto. Estaba muy enfermo, madame. Lo malo es que, según la ley francesa, usted hereda el patrimonio, sí, pero también las deudas pendientes.
– Pero ¿por qué? -dejé escapar casi en un grito.
– Lo dice la ley. Usted era su esposa.
– ¡No, no estoy hablando de eso! Me refiero a por qué no sabía yo todo esto, a por qué jamás me dijo que estaba enfermo, que tenía deudas… ¿Es que no murió asesinado por unos maleantes que entraron a robar en su casa? Lleva usted un rato dando vueltas sin decirme realmente nada.
El jurisconsulto se echó hacia atrás en su asiento y allí se quedó durante unos minutos, mirando a través de mí como si yo no estuviera, sin pestañear, perdido en sus pensamientos. Al final, tras retorcerse las guías del bigote repetidamente, se inclinó de nuevo sobre la mesa y, contemplándome con mucha tristeza por encima de los quevedos, me dijo:
– Cuando la banda de ladrones entró en la casa, Rémy estaba nghien, madame. Por eso pudieron con él.
– ¿Nghien?-repetí a duras penas.
– En estado de necesidad…, de necesidad de opio, quiero decir. Rémy era adicto al opio.
– ¿Adicto al opio? ¿Rémy…?
– Sí, madame. Siento ser yo quien se lo comunique, pero su esposo, en los últimos años, derrochó su fortuna en opio, juego y burdeles. Le pido por favor que no vaya a pensar mal de Rémy. Era un hombre excelente, ya lo sabe usted. Estas tres aficiones corrompen en general a todos los hombres de Shanghai, sean chinos u occidentales. Muy pocos escapan. Es esta ciudad… Siempre es culpa de esta dichosa ciudad. Aquí la vida consiste en eso, madame, en eso y en hacerse rico si queda tiempo. Todo el mundo derrocha el dinero a manos llenas, sobre todo en las apuestas. He visto caer a muchos hombres prominentes y desvanecerse muchas fortunas. Llevo tanto tiempo en Shanghai que nada me sorprende. Lo de Rémy estaba cantado, y discúlpeme la expresión. Sé que usted me entiende. Antes de la guerra ya se veía venir. Luego, perdió el control. Eso fue todo.
Me pasé la mano por la frente y noté que tenía sudor frío en la palma. Mi crisis nerviosa, quizá por la enorme pena que sentía en aquel momento, se había detenido. Realmente, si era sincera conmigo misma, Rémy había tenido el único final posible para él, y no me refería a su muerte violenta, injusta a todas luces, sino a esa caída en picado hacia la destrucción personal. Era el hombre más divertido, amable y elegante del mundo, pero también era débil, y el destino había tenido la mala ocurrencia de ir a colocarle en el lugar más inadecuado para él. Si en París desaparecía durante días y volvía a casa en unas condiciones lamentables, ¿qué no iba a sucederle en Shanghai, donde, por lo visto, era fácil y común dejarse llevar sin control por las apetencias y los placeres? Un hombre como él no podía resistirse. Lo que no conseguía entender era de dónde había sacado, teniendo tantas deudas, el dinero que me mandaba de vez en cuando a través del Crédit Lyonnais. El sueldo que la viuda del pintor Paul Ranson me pagaba por dar clases en su Académie no daba para muchas alegrías, así que, en ocasiones, le pedía ayuda en mis cartas y, casi a vuelta de correo, tenía a mi disposición una suma generosa en la oficina del Crédit del Boulevard des Italiens.
M. Julliard interrumpió el hilo de mis pensamientos.
– Ahora, Mme. De Poulain, tendrá usted que saldar las deudas de Rémy o exponerse a pleitos y embargos. De hecho, ya hay algunos litigios en marcha que no van a detenerse con su muerte.
– Pero, ¿y su hermano? Yo no tengo nada.
– Como ya le he dicho, madame, Arthème pagó gran parte de los débitos hace algunos años. Los abogados de la empresa, así como monsieur Voillis, el nuevo apoderado, me han comunicado que la familia se desentiende de cualquier problema relacionado con Rémy o con usted, a la que me han pedido que comunique la conveniencia de no solicitarles ninguna ayuda ni hacerles ninguna reclamación.
El orgullo me hizo dar un respingo.
– Dígales que no se preocupen, que para mí no existen. Pero le repito, M. Julliard, que yo no tengo nada, que no puedo hacer frente a esos pagos.
De nuevo sentía crecer el ritmo de los latidos de mi corazón y de nuevo el aire encontraba problemas para entrar en mis pulmones.
– Lo sé, madame, lo sé, y no imagina cómo lo lamento -murmuró el abogado-. Si usted me lo permite, voy a proponerle algunas soluciones en las que he estado pensando para que pueda afrontar esta situación.
Empezó a remover enérgicamente los papeles del legajo de tal manera que terminaron por inundar su mesa.
– ¿Y los criados, M. Julliard? -le pregunté-. ¿Cómo voy a pagar a los criados?
– ¡Oh, no se preocupe por eso! -exclamó, distraído-. Los amarillos trabajan por el techo y la comida. Así son las cosas aquí; hay mucha miseria y mucha hambre, madame. Quizá Rémy le diera una pequeña cantidad de vez en cuando a la señora Zhong porque la apreciaba mucho, pero usted no está obligada… ¡Ah, ésta es! -Se interrumpió, sacando una hoja del desordenado montón-. Bueno, veamos… Ante todo, madame, tendrá que vender las casas, tanto la de aquí como la de París. ¿Tiene usted alguna otra propiedad con la que pudiéramos contar?
– No.
– ¿Nada? ¿Está segura? -El pobre hombre no sabía cómo insistir y yo apenas podía respirar-. ¿Alguna propiedad en su país, en España? ¿Una casa, tierras, algún negocio…?
– Yo… No. -Mi garganta emitió un leve silbido y me agarré con desesperación al borde del asiento-. Mi familia me desheredó y hoy lo tiene todo mi sobrina. Pero no puedo…
– ¿Quiere un poco de agua, madame? ¡El té! -recordó de pronto. Se levantó de golpe y se dirigió corriendo hacia la puerta. Poco después tenía entre mis manos una bonita taza china con tapadera que desprendía un aroma delicioso. Di pequeños sorbos hasta que me encontré mejor. El abogado, lleno de preocupación, se había plantado a mi lado.
– M. Julliard -supliqué-. No puedo disponer de nada en Europa y no voy a pedirle ayuda a mi sobrina. No me parecería correcto.
– Muy bien, madame, como usted diga. Quizá, con un poco de suerte, consigamos sacar lo suficiente con las casas y su contenido.
– ¡Pero no puedo perder la casa de París! ¡Es mi hogar, el único que tengo!
¿A los cuarenta y tantos años iba a empezar de nuevo? No, imposible. Cuando me fui de España era joven y poseía empuje y energía para afrontar la pobreza, pero ahora ya no era la misma, los años me habían restado brío y no me sentía capaz de vivir en alguna buhardilla inmunda de un barrio peligroso.
– Tranquilícese, Mme. De Poulain. Le prometo que haré todo lo que pueda para ayudarla. Pero las casas hay que venderlas, no queda otra solución. ¿O podría usted reunir trescientos mil francos en las próximas semanas?
¿Cuánto había dicho…? No podía ser. ¿Trescientos mil…?
– ¡Trescientos mil francos! -grité horrorizada. La moneda francesa y la española iban más o menos a la par, así que estábamos hablando, nada más y nada menos, que de… ¡trescientas mil pesetas! ¡Si yo sólo ganaba quince duros al mes en la Académie! ¿Cómo iba a conseguir esa cantidad? Además, después de la guerra, la vida en París se había vuelto insoportablemente cara. Hacía mucho tiempo que nadie podía comprar en sitios como Le Louvre o Au Bon Marché. La gente hacía verdaderas economías para sobrevivir y los pocos que aún tenían dinero habían visto muy mermadas sus rentas.
– No se preocupe. Venderemos las casas y organizaremos una almoneda. Rémy era un gran coleccionista de arte chino. Seguro que conseguimos acercarnos al total.
– Mi casa de París es muy pequeña… -musité-. Valdrá unos cuatro mil o cinco mil francos nada más. Y, eso, porque está cerca de L'École de Médecine.
– ¿Quiere que me ponga en contacto con un abogado amigo mío para que se encargue de la venta?
– ¡No! -exclamé con la poca fuerza que me quedaba-. Mi casa de París no se vende.
– ¡Madame…!
– ¡Que no!
M. Julliard se batió en retirada, apesadumbrado.
– Muy bien, Mme. De Poulain, como usted diga. Pero vamos a tener problemas. Por la casa de Rémy podríamos conseguir unos cien mil francos, más o menos, y con la almoneda, si todo va bien, otros treinta o cuarenta mil. Todavía faltará muchísimo dinero.
Tenía que salir de aquel despacho. Tenía que llegar a la calle para poder respirar. No debía quedarme allí ni un minuto más si no quería sufrir una crisis nerviosa delante del abogado.
– Déjeme unos días para pensar, monsieur-dije, poniéndome en pie y sujetando mi bolso con fuerza-. Encontraré una solución.
– Como usted quiera, madame -repuso el abogado, abriéndome con solicitud la puerta de la oficina-. La estaré esperando. Pero no deje que pase mucho tiempo. ¿Podría firmarme ahora los papeles para empezar a organizar la venta y la subasta?
No podía entretenerme ni un segundo.
– Otro día, M. Julliard.
– Muy bien, madame.
Cuando alcancé la calle, tuve que apoyarme contra la pared un momento para que las piernas no me dejaran caer. El culí de mi rickshaw dejó de dormitar en cuanto me vio y se levantó del asiento para coger los varales, dispuesto a volver al punto de origen, pero yo no podía caminar, no podía recorrer los escasos dos metros que me separaban del vehículo. Estaba asustada, acobardada; sentía que todo se hundía bajo mis pies, que mi vida entera se tambaleaba. Iba a perder todo cuanto tenía. Podría vivir un tiempo en casa de alguna amiga o alojarme en alguna pensión barata de Montparnasse; podría mantenerme con la venta de mis cuadros y con mi trabajo en la Académie, pero no podría costearme otra vivienda. Me tapé los ojos con las manos y empecé a llorar silenciosamente. Perder mi casa, aquel bonito apartamento de tres habitaciones en las que entraba a raudales una poderosa luz del sureste que yo consideraba indispensable para conseguir la pureza de línea y de color en mis pinturas, me provocaba una angustia terrible, un miedo insoportable. Rémy, con su muerte, me quitaba todo cuanto me había dado en vida. Estaba igual que veinte años atrás, antes de conocerle.
Durante el camino de regreso, entre llantos interminables, me vine abajo por fin. Nada iba a ser fácil durante las próximas semanas y la vuelta a París se convertía en otra pesadilla. Con todo, de repente me di cuenta de que aún existía otro problema con el que no había contado: acostumbrada a estar sola, a pensar siempre de manera individual, había olvidado que ahora tenía una sobrina a mi cargo que debía seguirme a donde yo fuera hasta su mayoría de edad y a la que tenía que sostener y alimentar mientras estuviera bajo mi tutela. Sentí como si la vida me odiara y hubiera decidido hundirme en el barro pisándome con una bota de hierro. ¿Cómo podían acumularse tantos problemas al mismo tiempo? ¿Quién me había echado una maldición? ¿Es que no tenía bastante con la ruina económica?
Llegué a tiempo a la casa para cambiarme de ropa y volver a salir. Tuve que zafarme de la señora Zhong y de Fernanda, que aparecían como sombras en mi camino, y creo que, a pesar de mis esfuerzos, mi sobrina se percató de que algo pasaba. Me encerré en la habitación de Rémy y, tras lavarme la cara con agua fría, recompuse mi aspecto poniéndome un vestido de muselina de color verde y una pamela a juego, más adecuada para el mediodía. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que salir, por meterme en la cama y quedarme allí para siempre, dejando que el mundo se hundiera, pero el maquillaje de mi rostro y los retoques con el lápiz labial me apremiaban más que la huida de la realidad; el cónsul general de Francia en Shanghai me estaba esperando para comer y quizá, sólo quizá, M. Wilden podría ayudarme. Un cónsul siempre tiene poder, información y recursos para afrontar cualquier situación incómoda en un país extranjero y yo era una viuda francesa en China con muchos apuros. A lo mejor se le ocurría algo.
A las doce y media en punto, M. Favez se presentó en la puerta de la casa al volante de su maravilloso Voisin cabriolé.
– Tiene usted mala cara, Mme. De Poulain -comentó preocupado mientras me ayudaba a subir al auto-. ¿Se encuentra bien?
– No he podido descansar, monsieur. La cama china de mi marido ha resultado bastante incómoda.
El agregado soltó una alegre carcajada.
– ¡Nada como una blanda cama europea, madame!
Bueno, en realidad, nada como tener mucho dinero en el banco para no preocuparse por las deudas de juego, opio y burdeles de un golfo como Rémy. Empezaba a sentir un afilado rencor hacia aquella cigarra jaranera que tanta gracia me había hecho siempre. Era un estúpido redomado, un imbécil sin cerebro incapaz de dominar sus apetencias. No me sorprendía lo más mínimo que su hermano hubiera decidido apartarle de los negocios; sin duda, la empresa hubiese quebrado con su mal hacer y sus desfalcos. Existe una línea que permite al ser humano divertirse e, incluso, propasarse en esta diversión, sin que se produzcan efectos irreparables en su vida cotidiana, en su trabajo y en su familia. Rémy no conocía esa línea. Para él, lo primero era lo que demandaba su cuerpo, lo segundo, también, y lo tercero, más de lo mismo. ¿Alcohol?, alcohol; ¿mujeres?, mujeres; ¿juego?, juego; ¿opio?, pues opio, y todo hasta caer exhausto, hasta el límite.
El cónsul Wilden y su esposa, la encantadora Jeanne, fueron realmente amables conmigo. Él era un hombre de mi edad, inteligente, elegante y profundo conocedor de la cultura china. De hecho, llevaba dieciocho años en el país y había vivido en ciudades de nombres tan exóticos como Tchong-king, Tcheng-tou y Yunnan. Jeanne y él se esforzaron mucho por consolarme cuando, llorando, les expliqué lo que me había comunicado el abogado de Rémy por la mañana. Su trato con mi marido había sido siempre muy cortés, me contaron, y, desde que llegaron a Shanghai en 1917, le habían visto en repetidas ocasiones con motivo de la celebración en el consulado de las fiestas nacionales francesas y de las Navidades. Rémy era para ellos un caballero amable y divertido, con el que Jeanne siempre se reía muchísimo por la gracia que tenía para contar chistes y para hacer un comentario agudo en el momento preciso. Sí, claro que conocían sus problemas económicos. La comunidad extranjera era muy pequeña y todo se acababa sabiendo. El caso de Rémy, sin ser el único, había sido muy comentado por la gran cantidad de amigos que tenía. Él cuidaba mucho su red social y siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Cientos de personas acudieron al funeral, afirmaron los Wilden, y toda la colonia francesa había sentido terriblemente su muerte, sobre todo por cómo se había producido.
– ¿Ya le han contado los detalles? -inquirió Jeanne con cierta preocupación.
– Esperaba que lo hicieran ustedes.
Fueron tan delicados que se abstuvieron de comentar el estado de Rémy la noche de la tragedia. No mencionaron la palabra nghien ni hablaron del opio; se limitaron a narrarme los hechos de la manera más piadosa posible. Por lo visto, diez amarillos del miserable barrio de Pootung -situado en la otra orilla del Huangpu, frente al Bund-, se colaron en la Concesión Francesa con la intención de robar y, probablemente, al ver la casa china de Rémy, pensaron que les sería más fácil entrar en ella y moverse por su interior sin despertar a los propietarios, que, a esas horas, cerca de las tres de la madrugada, debían de encontrarse profundamente dormidos. Todo esto figuraba en el informe de la policía de la Concesión que obraba en poder del cónsul y del que estaba dispuesto a darme una copia si yo así lo deseaba. Por desgracia, Rémy permanecía despierto en su despacho, quizá estudiando alguno de los objetos de arte chino a los que era tan aficionado, ya que, desparramadas por el suelo, se encontraron múltiples obras de su colección, casi todas de gran valor según el informe. Rémy debió de enfrentarse valerosamente a ellos porque el despacho presentaba el aspecto de un campo de batalla. Despertados por el ruido, los criados de la casa acudieron armados con palos y cuchillos pero, al oírles venir, los ladrones se asustaron y huyeron en desbandada, dejando a Rémy muerto en el suelo. El ama de llaves, la señora Zhong, aseguró que no se habían llevado nada, que no faltaba nada en la casa de su amo, así que, después de todo, Rémy había conseguido su propósito de defender la vivienda y sus propiedades.
– ¿Qué desea hacer con los restos de Rémy, Mme. De Poulain? -me preguntó de improviso, aunque no sin delicadeza, el cónsul Wilden-. ¿Quiere llevarlos a Francia o desea dejarlos aquí, en Shanghai?
Le miré desconcertada. Hasta esa misma mañana tenía la intención de darle sepultura en Lyon, en el panteón de su familia, pero ahora ya no estaba tan segura. El traslado debía de costar una fortuna y no estaban las cosas para gastos ociosos, así que quizá fuera mejor que se quedara donde estaba.
– La tumba de Rémy en el cementerio de la Concesión es propiedad del Estado francés, madame -me aclaró M. Wilden, con gesto contrito-. Tendría usted que comprarla.
– No estoy en condiciones de hacerlo, como ya supondrá -precisé, dando un sorbo del café que nos habían servido después de comer-. La situación financiera me ata de pies y manos. Quizá usted podría ayudarme, señor cónsul. ¿Se le ocurre alguna manera para salir de este atolladero? ¿Qué me aconseja que haga?
Auguste Wilden y su esposa se miraron a hurtadillas.
– El consulado podría regalarle la parcela de terreno del cementerio -comentó él-, pero tendría que ser justificado como un detalle de nuestro país hacia la prestigiosa familia De Poulain.
– Se lo agradezco, monsieur.
– En cuanto a los problemas económicos con los que se ha encontrado usted, madame, no sé qué decirle. Creo que los consejos de su abogado son prudentes y acertados.
– ¿Por qué no le pide ayuda a la familia de su difunto esposo, querida? -inquirió Jeanne, dejando la taza en el platillo.
– Sus abogados han expresado con claridad que no sería una buena idea.
– ¡Lamentable! -exclamó el cónsul Wilden-. De verdad que lo siento, Mme. De Poulain, sería una gran felicidad para nosotros poder ayudarla, pero como cónsul de Francia no estoy en disposición de hacer nada más. Espero que lo entienda. Adquirir para usted la tumba de Rémy es un gesto que puedo permitirme porque era un destacado miembro de nuestra colonia y un notable ciudadano de nuestro país, pero cualquier otra actuación quedaría fuera de mis competencias y podría ser malinterpretada tanto por la embajada de Pekín como por el Ministerio de Asuntos Extranjeros y, de seguro, por la comunidad francesa de Shanghai. Espero que tenga mucha suerte, madame. Jeanne y yo le deseamos lo mejor y, si cree que podemos favorecerla en alguna otra cosa, no dude en decírnoslo, por favor.
Abandoné el viejo caserón del consulado con paso firme, revestida de una entereza que estaba muy lejos de experimentar. Sin embargo, tras mis lágrimas iniciales, no quise que los Wilden apreciaran el temblor de mis manos ni la vacilación de mis piernas una vez que me habían expuesto, con la delicadeza que proporcionan los muchos años de ejercicio de la diplomacia, la imposibilidad de auxiliarme más allá de lo políticamente indicado. Con la compra de la parcela en el cementerio, el gobierno francés quedaba bien ante una familia tan influyente y respetada como los De Poulain, sin contar con que sería una iniciativa muy apreciada por los poderosos sederos de Lyon y que, a mí, en verdad, me sacaba de un aprieto. Es decir, un detalle barato del que se obtendrían buenos réditos sociales, económicos y políticos. Pero en cuanto a mis problemas para pagar las deudas de Rémy no se había dado ni un solo paso adelante. Montada en el rickshaw que me devolvía por segunda vez en aquel día a la casa que yo había tomado por una fuente de ingresos para mi maltrecha economía y que había resultado ser una propiedad efímera que no me iba a proporcionar más que disgustos, pensé que en los momentos de auténtica desgracia, en aquellas ocasiones en que la vida te supera y no puedes con el peso de los problemas, resulta perjudicial confiar en que alguien va a echarte una mano porque, cuando no es así, te tambaleas y caes. Sin duda, lo más inteligente era no pedir a nadie más de lo que puede dar y ése era el caso de los Wilden que, a fin de cuentas, ya habían hecho bastante quitándome un grave problema de encima. Estaba entrando en un callejón muy negro del que no sabía cómo iba a salir y lo peor de todo era que aún tenía muchas horas por delante para seguir tragándome mi angustia porque esa noche nos esperaban a Fernanda y a mí en el consulado español, donde no podía ni imaginar qué diantre se me habría perdido.
No quise probar la merienda que la señora Zhong preparó a media tarde; tampoco quise salir de mi cuarto ni ver a nadie hasta la hora de arreglarme para la cena. No me encontraba bien y el esfuerzo de hablar me superaba. A pesar de lo que le había dicho al abogado, intenté pensar en soluciones para conseguir los ciento cincuenta mil francos que faltaban para saldar las deudas pero no las encontré, ya que la única realmente buena -huir a España y esconderme en algún pueblo perdido- resultaba de todo punto irrealizable. Mi país estaba muy atrasado. Sólo las grandes ciudades como Madrid o Barcelona se encontraban a nivel europeo en cuanto a higiene y cultura pero el resto agonizaba de hambre, suciedad e ignorancia. Además, ¿dónde iba una mujer sola por aquellas tierras? En el resto del mundo civilizado, la mujer había conquistado un nuevo papel en la sociedad, mucho más libre e independiente, pero en España seguía siendo un objeto, en el mejor de los casos de adorno, dominado por la Iglesia y el marido. Allí me quedaría sin alas, sin aire para respirar y aquello que veinte años atrás me había obligado a salir corriendo acabaría conmigo para siempre. ¿Una mujer pintora…? María Blanchard y yo, Elvira Aranda, éramos el ejemplo de lo que podían hacer las mujeres pintoras en España: marcharse.
Alrededor de las siete, mi sobrina entró en la habitación para recordarme que debíamos irnos. Me levanté de la cama bajo su mirada escrutadora y me dispuse a arreglarme. Fernanda permaneció inmóvil en la puerta siguiéndome con los ojos hasta que ya no pude resistirlo más:
– ¿Es que tú no tienes que vestirte? -le pregunté desabridamente.
– Estoy lista -respondió. La observé con atención pero no advertí ningún cambio significativo. Iba igual que siempre, con su vestido negro y anticuado, su moño y el sempiterno abanico en la mano.
– ¿Estás esperando algo?
– No.
– Pues vete, anda.
Pareció dudar un momento pero terminó por marcharse. Ahora pienso que quizá estaba preocupada por mí pero en aquel momento me sentía abrumada por la pena y no podía comprender lo que ocurría a mi alrededor.
Después de ondularme el pelo y perfumarlo con Quelques Fleurs, me vestí con un traje de noche encantador de seda marrón que tenía unos grandes lazos de tul en los costados. Frente al espejo, el resultado era espectacular, para qué voy a negarlo, y es que, a fin de cuentas, se trataba de mi mejor vestido, copiado de un modelo de Chanel y hecho con una pieza de seda que me había regalado Rémy. Satisfecha, me ajusté los finos tirantes sobre los hombros desnudos y, tras calzarme los zapatos de color barquillo, puse en línea recta la costura de las medias. Resultaba extraño pensar en todo lo que había sucedido a lo largo del día mientras contemplaba mi imagen. Sin duda, ponerse guapa proporciona salud porque yo me encontré mucho mejor cuando, por fin, me sujeté la onda de la frente con una horquilla en forma de delicada libélula multicolor.
Aquella noche fue la primera vez que abandonamos la Concesión Francesa. Cruzamos la verja pasando por delante del puesto de guardia a bordo de dos rickshaws y entramos en la llamada Concesión Internacional, en la que los autos más grandes y modernos -modelos norteamericanos en su mayoría- circulaban a toda velocidad por las calles con los faros encendidos. Debo decir que en Shanghai se conduce por la izquierda, al modo inglés, y que son los impresionantes policías sikhs, enviados por los británicos desde su colonia de la India, los que dirigen el tráfico. Estos súbditos de la corona inglesa, de abultados turbantes rojos y anchas barbas oscuras, utilizan unos largos bastones para realizar su trabajo, bastones que, llegado el caso, se convierten en sus manos en armas muy peligrosas.
El consulado español no estaba muy lejos. En seguida nos encontramos frente a una moderna villa de estilo mediterráneo y frondoso jardín, iluminada como uno de esos brillantes farolillos chinos, en la que flameaba de un mástil situado en el primer piso la bandera de España. Dos o tres coches muy lujosos dormían estacionados a un lado del parque, señal de que otros invitados ya habían hecho acto de presencia. Mi sobrina, curiosamente, estaba hecha un manojo de nervios -no paraba de abrir y cerrar el abanico con golpes secos- y, en cuanto descendió del rickshaw, empezó a parlotear en nuestra lengua de manera incontrolada. Esto me alegró y me di cuenta, conmovida, de que en un día tan raro y aciago como aquél cualquier pamplina pueril servía para levantarme el ánimo.
El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, resultó ser un hombre extraordinario [3], de gran personalidad y cariñosísimas maneras, hijo de la famosa actriz española María Tubau y del dramaturgo Ceferino Palencia. Pero aún había más: su hermano, llamado también Ceferino, estaba casado con mi muy admirada escritora Isabel de Oyarzábal [4], a quien había tenido el inmenso gusto de conocer dos años atrás, en el curso de una interesantísima conferencia que dio ella en París. Entre otras muchas actividades igualmente loables, Isabel era la presidenta de la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, entidad que luchaba por la igualdad de derechos en un país tan difícil como el nuestro. Era una mujer cultísima que tenía la firme convicción de que era posible cambiar el mundo. Fue una alegría para mí descubrir este parentesco del cónsul, lo que me llevó a simpatizar rápidamente con él y con su esposa, una elegante dama de origen griego. Y mientras yo departía con ellos y con algunos de los invitados (empresarios españoles que habían hecho grandes fortunas en Shanghai, acompañados por sus mujeres), Fernanda estaba disfrutando de lo lindo en compañía de un sacerdote de barbita quijotesca y cabeza abultada y completamente calva. La distribución de los invitados en la mesa les permitió seguir conversando sin parar. Se trataba, según supe, del padre Castrillo, superior de la misión de los agustinos de El Escorial y distinguido hombre de negocios, que había sabido utilizar el dinero de su comunidad adquiriendo terrenos en Shanghai cuando no costaban ni un céntimo para venderlos a precio de oro en años posteriores, convirtiendo así a los agustinos en propietarios de muchos de los principales edificios de la ciudad.
Otro personaje singular que asistía a aquella cena era un irlandés calvo y cincuentón que deambuló a mi alrededor buena parte de la noche. Se llamaba Patrick Tichborne y el cónsul me lo presentó como un lejano familiar político de su esposa. Tichborne tenía una gran barriga de bebedor y la piel atezada de un campesino y, puesto que era periodista, trabajaba como corresponsal para varios periódicos ingleses aunque, sobre todo, lo hacía para el Journal dela Royal Geographical Society. Estuvo toda la noche siguiéndome, dando vueltas a mi alrededor y escapando torpemente en cuanto nuestras miradas se cruzaban. Tan pesado se puso que llegó a incomodarme y poco faltó para que le hiciera alguna observación al cónsul.
Acababa de terminar una charla muy interesante con la esposa de un tal Ramos, el acaudalado propietario de seis de las mejores salas de cinematógrafo de Shanghai, cuando Tichborne se me acercó, rápido como una exhalación. El resto de invitados estaba ocupado en otras conversaciones así que me temí lo peor y puse, a modo de defensa, un gesto áspero en la cara.
– Si me permite unos minutos, Mme. De Poulain… -farfulló en francés. El aliento le hedía a alcohol.
– Usted dirá -repuse haciendo un mohín de desagrado-. Pero dese prisa.
– Sí, sí… Tengo que ser muy rápido. Lo que voy a decirle no puede escucharlo nadie más.
¡Oh, oh! Mal había empezado el irlandés.
– Un amigo de su marido necesita hablar urgentemente con usted.
– No entiendo tanto secretismo, mister Tichborne. Si quiere verme, que deje su tarjeta en mi casa.
El hombre empezó a impacientarse, echando miradas furtivas a derecha e izquierda.
– El señor Jiang no puede ir a su casa, madame. Usted está siendo vigilada de día y de noche.
– ¿Qué dice? -me indigné; había conocido muchas formas en las que un hombre aborda a una mujer pero aquélla era la más descabellada de todas-. Creo, mister Tichborne, que ha bebido usted demasiado.
– ¡Escuche! -exclamó él, aferrándome nerviosamente por el brazo; me zafé con un gesto brusco e intenté alejarme en dirección al cónsul pero Tichborne volvió a sujetarme, obligándome a mirarle-. ¡No sea necia, madame, está usted en peligro! ¡Escúcheme!
– Como vuelva a insultarme -declaré gélidamente-, se lo comunicaré al cónsul de manera inmediata.
– Mire, no tengo tiempo para tonterías -afirmó, soltándome-. A su marido no lo mataron unos ladrones, Mme. De Poulain, sino los sicarios de la Green Gang, la Banda Verde, la mafia más peligrosa de Shanghai. Entraron en su casa buscando algo muy importante que no encontraron y torturaron a su marido hasta la muerte para que les confesara dónde estaba. Pero Rémy estaba nghien, madame, y no pudo decirles nada. Ahora van a por usted. La están siguiendo desde que bajó ayer del barco. Volverán a intentarlo, no lo dude, y su vida y la de su sobrina corren un gran peligro.
– ¿De qué está hablando?
– Si no me cree -repuso, altanero-, interrogue a sus criados. No acepte la versión oficial sin investigar. Averigüe la verdad con una buena vara en la mano; los amarillos no hablarán si no es por miedo. La Banda Verde es muy poderosa.
– Pero ¿y la policía? El cónsul de Francia me ha dicho hoy que en el informe…
El irlandés soltó una carcajada.
– ¿Sabe quién es el jefe de la brigada policial de la Concesión Francesa, madame?Huang Jin Rong, más conocido como Surcos Huang porque tiene la cara picada de viruela, y Surcos Huang es también el jefe de la Banda Verde. Él controla el tráfico de opio, la prostitución, las apuestas y también la policía que vigila su casa y que escribió el informe sobre la muerte de su marido. Usted no sabe cómo son las cosas en Shanghai, madame, pero va a tener que aprenderlo rápidamente si quiere sobrevivir aquí.
De pronto, la angustia que había llevado conmigo todo el día desde que había hablado con el abogado por la mañana volvió de una forma exagerada. Notaba otra vez los ahogos y las palpitaciones.
– ¿Habla usted en serio, mister Tichborne?
– Mire, madame, yo siempre hablo en serio menos cuando estoy borracho. Debe usted encontrarse con el señor Jiang. Es un respetable anticuario de la calle Nanking al que le unía una gran amistad de muchos años con su marido. Como a usted la están siguiendo, el señor Jiang no puede ir a su casa ni usted a su tienda. Tienen que encontrarse en algún lugar donde los chinos tengan prohibida la entrada, de ese modo sus perseguidores se verán obligados a permanecer fuera, como ahora, esperando a que usted salga.
– Pero si los chinos no pueden entrar, el señor Jiang tampoco.
– Sí, si entra por la puerta de atrás y acompañado por mí. Le hablo de mi Club, el Shanghai Club, en el Bund. Yo vivo allí, en el hotel, en una de las dos habitaciones que la Royal Geographical Society posee para uso de los socios que viajan a esta zona de Oriente. Introduciré al señor Jiang hasta mi habitación por las cocinas y usted ingresará normalmente por la puerta principal. Le advierto que es un club masculino por lo que no podrá visitar los salones ni el bar. Tendrá que dirigirse a mi cuarto aparentando que me trae este libro. -Sacó, con disimulo, un pequeño volumen encuadernado en piel del bolsillo de su chaqueta que, afortunadamente, tenía las dimensiones justas para caber en mi bolso-. Diga que viene para que se lo dedique. Lo escribí yo. Los huéspedes del hotel reciben muchas visitas femeninas de toda clase: secretarias, empresarias americanas, vendedoras rusas de joyas…, así que no levantará demasiadas sospechas y su reputación no peligrará, sobre todo después de habernos conocido esta noche aquí. No se le ocurra traer ningún objeto que los sicarios de la Banda Verde pudieran confundir con una pieza de arte. El señor Jiang está convencido de que lo que buscan es algo así. Podrían matarla en plena calle para robársela.
Intenté reflexionar sobre toda aquella catarata de información pero no terminaba de entender qué era lo que el tal señor Jiang podía querer de mí.
– El señor Jiang -me explicó precipitadamente el irlandés mirando fijamente por encima de mi hombro; el gesto de su cara fue muy claro: alguien se acercaba- está convencido de que, si pueden descubrir qué quiere la Banda Verde, usted y su sobrina dejarán de estar en peligro entregándoles lo que sea que buscan. El tiene algunas ideas al respecto… ¡Naturalmente que puedo dedicarle mi libro, madame!-exclamó con un tono alegre que no había empleado hasta ese momento; la esposa del cónsul apareció, sonriente, en mi campo de visión-. Pase mañana, a la hora de comer, por mi hotel y estaré encantado de firmarle su ejemplar.
– Vengo a rescatarla, Elvira -dijo, guiñándome un ojo, la elegante esposa de Julio Palencia; su castellano tenía un poco de acento-. Patrick puede llegar a ponerse muy pesado.
Luego, en inglés, le pidió a su remoto familiar político que le trajera una copa de champagne. Él le respondió en francés, con retintín:
– Ha leído mi libro, querida. De eso hablábamos.
La esposa del cónsul tuvo la prudencia de no preguntar nada al respecto mientras me llevaba amablemente hacia el grupo más numeroso de invitados que, en ese momento, sostenía una sorprendente conversación sobre el peligro de pronunciamiento militar que vivía nuestro país en aquellos difíciles momentos. Yo siempre había seguido con un cierto interés las cosas que ocurrían en España, como la apertura de los primeros grandes almacenes al estilo de los de París o la construcción de la línea inaugural de metro en Madrid, pero la política nunca me había interesado demasiado, quizá porque era tan confusa y problemática que no me sentía capaz de entenderla, aunque me preocupaban mucho los recientes atentados y las revueltas. Lo que no me podía imaginar era que los militares intentaran, otra vez, hacerse con el poder. El cónsul Palencia mantenía un ecuánime silencio mientras Antonio Ramos, el de las salas de cinematógrafo, y un tal Lafuente, arquitecto madrileño, mostraban su preocupación por la inminencia de un golpe de Estado.
– El rey no lo consentirá -afirmaba Ramos, vacilante.
– El rey, mi querido amigo, apoya a los militares -objetó Lafuente- y, sobre todo, al general Primo de Rivera.
La esposa del cónsul intervino para zanjar la espinosa cuestión.
– ¿Qué les parece si encendemos el gramófono y ponemos algún disco de Raquel Meller? -preguntó en voz alta, con aquel ligero acento suyo.
No hizo falta más. El entusiasmo recorrió a los invitados que lanzaron exclamaciones de júbilo y se precipitaron, poco después, a bailar alegremente los mejores cuplés de la artista. Fue entonces cuando empecé a sentir el cansancio del día, aunque mejor sería decir la extenuación. De repente estaba agotada hasta el punto de no poder mantenerme en pie, así que, cuando le llego el turno a La Violetera y todos empezaron a cantar a voz en cuello aquello de «Llévelo usted, señorito, que no vale más que un real», decidí que era hora de marcharme. Recogí a Fernanda, que seguía de cháchara con el padre Castrillo, y nos despedimos del cónsul y de su esposa, dándoles las gracias por todo y asegurándoles que volveríamos a visitarles antes de marcharnos de China.
Mientras cruzábamos el jardín en dirección a la calle empecé a sentir una cierta preocupación por lo que me había dicho Tichborne. ¿De verdad ahí afuera había secuaces de la Banda Verde? Daba un poco de miedo pensarlo. Cuando dejamos atrás las verjas, miré disimuladamente en todas direcciones pero sólo vi un par de menudas viejecitas harapientas vencidas bajo el peso de los cestos que acarreaban con las pingas y unos cuantos culíes dormitando en sus vehículos a la espera de clientes. El resto eran europeos. En cualquier caso, esa noche haría que todos los criados, sin excepción, se quedaran de vigilancia tras asegurar bien las puertas.
Fernanda y yo montamos en los rickshaws escuchando todavía, en la distancia, la voz aguda de la Meller que llegaba a través de las ventanas del consulado y lo cierto es que resultaba una experiencia extravagante en aquel decorado oriental. Tiempo después, cuando escuché los insufribles maullidos de gato que los celestes consideran el más exquisito de los cantos operísticos descubrí que la Meller tenía, en realidad, una voz realmente hermosa.