El agotamiento me hizo dormir de un tirón toda la noche con un sueño profundo que me descansó por completo. Aquella mañana hubiera necesitado disponer de tiempo y tranquilidad para ordenar mis ideas; me habría venido bien sentarme a dibujar un rato, tomar algunos apuntes en el jardín y, así, estaba segura, recuperar la lucidez perdida por culpa de los nervios del día anterior. Tenía la cabeza llena de ruidos, rápidas imágenes y pedazos de las conversaciones mantenidas con M. Julliard, con M. Wilden, con el cónsul Palencia y su esposa y, sobre todo, con Tichborne, venían y se iban a toda velocidad sin ningún control y el miedo a la ruina me pesaba en el alma como una losa. En general, solía ser rápida y eficaz tomando decisiones -consecuencia de vivir sola tanto tiempo y de haber tenido que espabilarme desde jovencita-, sin embargo, los problemas que se habían desmoronado sobre mí me volvían torpe, lenta y agudizaban mis ataques de nervios. Con resignación me dije que, si no podía dibujar, al menos debía intentar salir de aquella cama oriental y hacer un esfuerzo por levantar el ánimo.
Desayuné con Fernanda, a la que tuve que sacar con sacacorchos un breve resumen de su larguísima conversación con el padre Castrillo. Al parecer, se habían hecho muy amigos, por rara que parezca una amistad entre un anciano sacerdote expatriado y una huérfana de diecisiete años recién cumplidos. El padre Castrillo había invitado a Fernanda a acudir a su iglesia los domingos y a visitar las instituciones que los agustinos de El Escorial regentaban en Shanghai, especialmente el orfanato, donde había un muchachito que hablaba castellano perfectamente y que podría servir a Fernanda como criado e intérprete. La niña estaba deseando salir hacia allí en cuanto terminase el desayuno, por lo que me vi en la obligación de desbaratar sus planes comunicándole que debía acompañarme a la extraña visita que tenía que realizar a Tichborne en el Shanghai Club. Prefería ir con una carabina por si el riesgo que pudiera sufrir mi reputación era mayor de lo que tan alegremente se me había dicho.
Después de desayunar, me encerré con la niña en el despacho y le conté, en voz baja, la extraña historia del irlandés. No sólo no creyó ni una palabra, sino que permaneció impasible cuando supo que estábamos en el mismo aposento en el que Rémy había sido torturado y asesinado y únicamente expresó una leve aprensión al enterarse de que debíamos acudir, no a un lugar público, sino a las propias habitaciones del hotel en las que vivía el periodista. Privada de su complicidad, no me quedó otro remedio que mantenerla a mi lado mientras hacía entrar en el despacho a la señora Zhong ya que, si ésta confirmaba lo que me había dicho Tichborne, la niña tendría que aceptar mis palabras. Pero la señora Zhong resultó un hueso duro de roer. Negaba una y otra vez, con aspavientos cada vez más exagerados, las acusaciones que se le hacían, llegando a poner una nota histérica en la defensa de su honor y el honor del resto de criados de la casa. Como usar la vara para hacerla confesar no entraba en mis planes -me horrorizaba la idea de golpear y hacer daño a otro ser humano-, tuve que recurrir, finalmente, a medidas de presión no sé si más civilizadas pero, sin duda, un poco menos brutales: le hablé de echarla a la calle con cajas destempladas y de despedir al resto del servicio en los mismos términos, condenándoles al hambre y a vagar por esos mundos, pues poco trabajo había en Shanghai y en toda China en aquellos tiempos de revueltas y señores de la guerra. Ante tal amenaza, la señora Zhong claudicó. Por sus súplicas averigüé que tenía una hija y tres nietos en el sórdido barrio de Pootung -el mismo del que procedían los asesinos de Rémy- a los que mantenía con parte de las sobras de esta casa. Aquello me partió el corazón, pero debía sostener la imagen de dureza e inflexibilidad aunque me sintiera la persona más desalmada de la tierra. Sin embargo, la treta surtió efecto y la vieja criada habló:
– Aquella noche -nos explicó mientras permanecía reverentemente arrodillada frente a nosotras como si fuéramos unas sagradas imágenes de Buda- su esposo se quedó levantado hasta muy tarde. Todos los criados nos fuimos a dormir menos Wu, el que abre la puerta y saca la basura, porque el señor le mandó a comprar unas medicinas que se habían terminado.
– Opio -murmuré.
– Sí, opio -admitió la señora Zhong de mala gana-. Cuando Wu regresó, unos maleantes le estaban esperando para colarse en la casa. Wu no es responsable de nada, tai-tai, él sólo abrió la puerta y esos malvados se le tiraron encima y le golpearon, dejándole en el jardín. Los demás nos despertamos con los ruidos. Tse-hu, el cocinero, se acercó sigilosamente para averiguar qué estaba pasando y nos contó, al volver, que había visto cómo pegaban con palos al señor.
El estómago se me encogió al imaginar el sufrimiento del pobre Rémy y noté el picorcillo de las lágrimas en los ojos.
– Cuando todo quedó en silencio, un rato después -siguió explicándonos la señora Zhong-, salí corriendo para auxiliar a su esposo, tai-tai, pero ya no pude hacer nada por él.
Sus ojos se desviaron hacia el suelo, entre el escritorio y la ventana que había enfrente, como si estuviera viendo el cadáver de Rémy tal y como lo encontró aquella noche.
– Hábleme de los asesinos, señora Zhong -le pedí.
Ella tuvo un estremecimiento y me miró con angustia.
– No me pregunte eso, tai-tai. Es mejor que usted no sepa nada.
– Señora Zhong… -la amonesté, recordándole mis amenazas.
La vieja criada sacudió la cabeza con pesar.
– Eran de la Banda Verde -reconoció al fin-. Asquerosos asesinos de la Banda Verde.
– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó Fernanda, con incredulidad.
– Todo el mundo los conoce en Shanghai -murmuró-. Son muy poderosos. Además, el señor tenía la marca, lo que se conoce como «rodilla lisiada». La Banda Verde corta con un cuchillo los tendones de las piernas antes de matar a sus víctimas.
– ¡Oh, Dios! -exclamé, llevándome las manos a la cara.
– ¿Y por qué iban a querer matar a M. De Poulain? -inquirió Fernanda con un tono menos escéptico que el de antes.
– No lo sé, mademoiselle-repuso la señora Zhong, secándose las mejillas con los faldones de su blusón azul-. Este despacho estaba destrozado, con la mesa y las sillas caídas, los libros por el suelo y todos los valiosos objetos de arte esparcidos por aquí y por allá de cualquier manera. Había mucha rabia en esos actos. Tardé dos días en limpiar y ordenar esta habitación. No quise que ningún otro criado me ayudara.
– ¿Se llevaron algo, señora Zhong?
– Nada, tai-tai. Yo conocía bien cada una de las cosas que tenía el señor aquí. Algunas eran muy caras y él prefería que me encargara yo de la limpieza.
Rémy no era un hombre valiente, pensé, dejando que mis ojos vagaran por los bellos muebles y las librerías, no hubiera resistido el dolor físico sin confesar cualquier cosa que le hubieran preguntado. Durante la guerra, como era demasiado mayor para ser llamado a filas, entró a trabajar en el Cuerpo de Auxilio Social del Gobierno francés y tuvieron que asignarle un puesto de oficina porque no podía soportar la vista de la sangre, eso sin mencionar cómo le temblaban las manos y le amarilleaba el rostro cuando sonaban las alarmas de los ataques aéreos de los zepelines alemanes. No tenía claro qué representaba estar nghien, pero, en cualquier caso, para Rémy eso hubiera significado, sin duda, un motivo suficiente para hablar y confesar todo lo que fuera que aquellos desalmados querían saber.
– Señora Zhong, aquella noche mi marido se quedó hasta tarde porque estaba nervioso, ¿verdad? Necesitaba opio.
– Sí, pero cuando le atacaron ya no sentía necesidad. Mandó a Wu a comprar porque se le había terminado la reserva con la última pipa.
¡Ah, entonces, Rémy lo que estaba era atontado, dormido!
– ¿Había fumado mucho?
La señora Zhong se levantó del suelo con una sorprendente flexibilidad para su edad y se dirigió hacia las estanterías donde se apilaban en columnas apretadas los libros chinos de Rémy. Retiró un par de aquellas columnas dejando a la vista la pared desnuda y, con el puño cerrado, dio un pequeño golpecito sobre ella, haciendo girar un fragmento cuadrado sobre un eje central y descubriendo así una especie de alacena de la que extrajo una bandeja de madera pintada sobre la que descansaban algunos objetos antiguos: un palo largo con boquilla de jade, algo que parecía una lamparilla de aceite, una cajita dorada, un envoltorio de papel y un platillo de cobre, todo muy bello a primera vista. La señora Zhong se me acercó y depositó la bandeja sobre mis rodillas, alejándose a continuación y volviendo a postrarse humildemente en el suelo. Yo miraba perpleja aquellos objetos e, intuyendo lo que eran, empecé a sentir repugnancia y ganas de apartarlos de mí. Como en un sueño, vi la mano de Fernanda levantarse en el aire y dirigirse con resolución hacia la pipa de opio que yo había tomado al principio por un simple palo; no pude evitar la reacción instintiva de sujetarle la muñeca y detenerla.
– No toques nada de esto, Fernanda -murmuré sin desviar la mirada.
– Como puede ver, tai-tai, el señor había fumado muchas pipas aquella noche. La caja de bolitas de opio está vacía.
– Sí…, cierto -dije abriéndola y examinando su interior-, pero ¿cuánto había?
– La misma cantidad que en el envoltorio de papel. Wu había ido a comprar esa tarde. El señor siempre quería el «barro extranjero» más puro, el de mejor calidad y sólo Wu sabía dónde encontrarlo.
– ¿Y volvió a salir por la noche? -me asombré. En el envoltorio, que desplegué con cuidado, había tres extrañas bolitas negras.
La señora Zhong pareció molesta por mi pregunta.
– Al señor le gustaba tener opio de reserva en el bishachu por si le apetecía fumar varias pipas.
– ¿El bishachu?-repetí con dificultad. En aquel extraño idioma todo parecían ser eses silbantes y ches explosivas.
Ella señaló la alacena secreta.
– Eso es un bishachu -explicó-. Significa «Armario de seda verde» y a veces es pequeño como éste o grande como una habitación. Su nombre es muy antiguo. Al señor no le gustaba tener la pipa de opio a la vista. Decía que no era elegante y que estos utensilios eran para su uso privado, así que mandó construir ese bishachu.
– Y aquella noche había fumado tanto que no podía articular ni una palabra, ¿verdad, señora Zhong?
Ella se inclinó hasta tocar el suelo con la frente y permaneció silenciosa en esa postura. Su moño negro estaba atravesado por un par de finos estiletes cruzados.
– De manera que estaba profundamente drogado cuando llegaron los matones de la Banda Verde -reflexioné en voz alta, mientras cogía la bandeja con las dos manos y me incorporaba para dejarla sobre la mesa-, así que, aunque le golpearon y torturaron, no consiguieron arrancarle la información que buscaban porque Rémy no podía hablar, no estaba en condiciones de hacerlo. Quizá por eso se ensañaron… -Me dirigí hacia el bishachu movida por una intuición: según Tichborne, los asesinos habían entrado en la casa buscando algo muy importante que no encontraron y, también según Tichborne, el señor Jiang, el anticuario, estaba convencido de que la Banda Verde buscaba una obra de arte. Además, la señora Zhong había comentado que la noche del asesinato los sicarios se entretuvieron removiendo y desordenando todas las cosas del despacho, así que, sumando dos más dos, acababa de darme cuenta de que, seguramente, lo que codiciaban era un objeto muy valioso por el que se podía llegar a matar. Rémy podía ser muchas cosas -entre ellas, tonto- pero no hubiera dejado algo así a la vista.
Me incliné sobre el anaquel de la librería para mirar en el interior del agujero y la repisa vacía en la que había estado la bandeja quedó a la altura de mis ojos; intenté moverla y descubrí que estaba suelta. La levanté muy despacio. Debajo de ella, en un hueco hondo y oscuro, una forma rectangular, apenas perceptible, se esbozó con la luz que le llegaba desde la habitación. Cuidadosamente, introduje la mano hasta que alcancé a rozarla con la yema de los dedos. Tenía un tacto rugoso y un suave aroma a sándalo subía desde el fondo. Retiré el brazo y volví a poner la repisa en su sitio, girándome hacia la niña que me miraba en silencio con el ceño fruncido. Le hice una seña para que no preguntara nada.
– Gracias, señora Zhong -dije con amabilidad a la vieja criada, que continuaba con la cara pegada al suelo-. Tengo que pensar detenidamente en todo lo que nos ha contado. Es una historia muy triste para mí. Le ruego que se retire y me deje a solas con mi sobrina.
– ¿Seguiré a su servicio, tai-tai? -preguntó, temerosa.
Me incliné hacia ella, sonriente, y la ayudé a levantarse mientras le decía:
– No se preocupe, señora Zhong. Nadie va a ser despedido -No, yo no echaría a nadie a la calle, tan sólo vendería la casa y les dejaría a merced del próximo dueño-. Por favor, recuerde que dentro de una hora, más o menos, Fernanda y yo saldremos para visitar a un amigo que vive en el Bund.
– Gracias, tai-tai -exclamó, y cruzó más tranquila la puerta de luna llena del despacho de Rémy haciendo reverencias con las dos manos unidas a la altura de la cabeza.
– Tenía usted razón, tía -admitió Fernanda a regañadientes en cuanto la señora Zhong puso el pie en el jardín-. La historia de ese inglés…
– Irlandés.
– … era cierta. Así que, en verdad, nos están vigilando. ¿Cree usted prudente que salgamos de la casa para acudir a esa peligrosa cita?
No le contesté. Regresé junto al bishachu y levanté de nuevo la tabla de la repisa. Ahora sí podía coger aquel objeto, sacarlo y examinarlo detenidamente. Me costó un poco porque la profundidad del chiribitil estaba pensada para un brazo más largo que el mío, pero, por fin, conseguí atrapar aquella cosa de madera que, al tacto, parecía un joyero pequeño o una cajita de costura. Para mi sorpresa, cuando la luz le dio de lleno, descubrí que se trataba de un cofre, un bellísimo cofre chino tan antiguo que creí que se iba a deshacer bajo la presión de mis dedos. Fernanda se levantó de un salto y se puso a mi lado, llena de curiosidad.
– ¿Qué es? -preguntó.
– No tengo la menor idea -repuse dejando el cofre sobre el escritorio, junto a una pequeña percha de la que colgaban los pinceles de caligrafía de Rémy. Sobre la tapa, un exquisito dragón dorado se contorsionaba formando volutas. Sólo podía pensar en lo hermosa que era aquella pieza, en la abundancia de detalles de sus dibujos, en esas extrañas tiras de papel amarillo con caracteres en tinta roja que debieron de sellarlo algún día y que ahora colgaban blandamente de sus extremos, en el olor a sándalo que aún desprendía su madera. ¡Qué perfección! Me asombraba la meticulosidad del artesano que lo había realizado, la paciencia que había debido de tener para llevarlo a cabo. Y, en éstas, Fernanda lo abrió con sus manazas regordetas sin el menor miramiento. ¡Señor, qué falta le hacía a esta niña un poco de cultura y sensibilidad artística!
– Mire, tía, está lleno de cajitas.
No era exactamente así, pero, como explicación, podía servir. Al abrirlo, se habían desplegado, a modo de escalera, una serie de peldaños divididos en docenas de pequeñas casillas, cada una de las cuales contenía un minúsculo y precioso objeto que la niña y yo empezamos a coger y a examinar nerviosamente sin dar crédito a lo que veían nuestros ojos: un pequeño jarrón de porcelana que sólo podía haber sido fabricado bajo una poderosa lente de aumento, una edición miniaturizada de un libro chino que se desplegaba de igual manera que los grandes y que, al parecer, contenía el texto íntegro de alguna obra literaria, una bolita de marfil exquisita e increíblemente tallada, un sello de jade negro, la mitad longitudinal de un menudo tigre de oro con una fila de inscripciones en el lomo, un hueso de melocotón en el que, al principio, no advertimos nada hasta que, a contraluz, descubrimos que estaba totalmente cubierto por caracteres chinos del tamaño de medio grano de arroz -caracteres que también aparecían en un puñadito de pepitas de calabaza que ocupaban otra de las casillas-, una moneda redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro, un caballito también de bronce, un pañuelo de seda que no me atreví a desplegar por miedo a que se desmenuzara, un anillo de jade verde, otro de oro, perlas de variados tamaños y colores, pendientes, tiras de papel enrolladas en finos carretes de madera que, al extenderse, exhibían dibujos a tinta de unos paisajes increíbles… En fin, imposible describir todo lo que había y mucho menos nuestro asombro ante semejantes objetos.
No sé si ya he comentado que las chinerías nunca me habían gustado demasiado a pesar de los fervores que despertaban por toda Europa, sin embargo debía reconocer que jamás había visto nada parecido a lo que tenía delante, mil veces más exquisito y hermoso que cualquiera de las burdas bagatelas que se vendían a precio de oro en París, Madrid o Londres. Creo, profundamente, en el conocimiento sensible, el conocimiento a través de los sentidos y de los sentimientos que, aunque imperfectos, nos transmiten la belleza. ¿De qué otro modo podríamos disfrutar con un cuadro, un libro o una pieza musical? El arte que no conmueve, que no dice nada, no es arte, es moda, pero cada uno de aquellos pequeños objetos del cofre contenía la magia de mil sensaciones que, como los vidrios de colores de un caleidoscopio, al unirse, formaban una imagen única y hermosa.
– ¿Qué va usted a hacer con todo esto, tía?
¿Hacer? ¿Que qué iba yo a hacer? Pues, vaya…, venderlo, desde luego. Necesitaba dinero desesperadamente.
– Ya veremos… -murmuré, empezando a colocar otra vez las pequeñas joyas en su sitio-. De momento, guardarlo todo y dejarlo donde estaba. Y mantener el secreto, ¿me oyes? No le digas nada a nadie, ni al padre Castrillo ni a la señora Zhong.
Poco después, abandonábamos la casa en dirección al Bund, cada una en un rickshaw. El calor del mediodía era terrible. Una especie de vaho ardiente flotaba en el aire, desfigurando las calles y los edificios, y el asfalto del suelo parecía derretirse cual goma bajo los pies descalzos de los pobres y sudorosos culíes, atacados, como nosotras, por unas repugnantes moscas, gordas e irisadas. Empleados municipales echaban continuamente agua sobre los raíles del tranvía y las puertas y ventanas de las casas aparecían cubiertas por persianas de bambú y esteras de paja de arroz para proteger el interior de las altas temperaturas. Qué poca inteligencia había demostrado Tichborne citándome a esas horas imposibles. La única alegría que sentía era la que me procuraba la malvada idea de que también nuestros seguidores, fueran quienes fuesen, se estarían friendo en aceite como nosotras.
Dejamos atrás la frontera de alambradas de la Concesión Francesa y alcanzamos el Bund internacional en diez o quince minutos. Vimos entonces las aguas rielantes del sucio Huangpu estropeando la impresionante majestuosidad de la gran avenida por la que paseaban celestes casi desnudos y europeos en mangas de camisa cubiertos por salacots de corcho. Y entonces los rickshaws se pararon, es decir, que no siguieron Bund arriba como yo esperaba sino que los culíes dejaron de correr y soltaron los varales frente a una grandiosa escalera de mármol custodiada por unos muy británicos porteros vestidos con librea de franela roja y sombreros de copa con los distintivos del Shanghai Club. Recuerdo haber pensado que debían de estar sudando a mares bajo aquella vestimenta tan fresca y tan acertada para una época como aquélla. Pero, en fin, noblesse oblige.
Fernanda y yo ascendimos la escalinata para entrar en un lujoso recibidor dominado por el busto del rey Jorge V donde el aire, muy fresco (casi helado en comparación con el exterior) olía a tabaco de hebra. Aspiré con gusto y me dirigí hacia el conserje para preguntarle por la habitación de mister Tichborne. El empleado me sometió a un elegante interrogatorio al que respondí amablemente enseñándole el libro que el irlandés me había facilitado el día anterior para que me sirviera de excusa. No sé si me creyó o sólo aparentó hacerlo pero, en cualquier caso, avisó al periodista de nuestra llegada y nos rogó que tomáramos asiento en unos cercanos butacones de cuero. Ciertamente, allí no había demasiadas mujeres, según pude comprobar en el breve lapso de tiempo que estuvimos esperando a nuestro anfitrión. Varias dependencias, entre las que había una barbería, se abrían a un lado y a otro del hall y una multitud exclusivamente masculina deambulaba silenciosamente entre unas y otras con la pipa en la boca y el periódico bajo el brazo: todo hombres, ninguna mujer. Muy típico de los misóginos clubes ingleses.
El calvo y gordo irlandés apareció de repente detrás de una columna y se acercó a saludarnos. Se comportó muy correctamente con Fernanda, a la que trató con el respeto debido a una mujer adulta, aunque, en voz baja, me avisó de que no era posible dejar a la niña sola en el recibidor y que, por lo tanto, debería acompañarnos, como si eso fuera un imponderable que estropeara la reunión. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza para que entendiera sin más explicaciones que tal era, precisamente, mi propósito y, así, entramos los tres en el majestuoso ascensor de hierro alrededor del cual giraba una ancha escalera de mármol blanco y nos dirigimos a la habitación del periodista. Al parecer, allí nos estaba esperando ya el anticuario amigo de Rémy, el señor Jiang.
Desde mi llegada a Shanghai había visto muchos celestes. No sólo la Concesión Francesa estaba llena de ellos sino que también se contaban los criados de la casa y había conocido a los pasantes del despacho de M. Julliard, vestidos a la occidental, pero lo que no había tenido era la oportunidad de contemplar a un auténtico mandarín, a un caballero chino ataviado a la más vieja usanza, un comerciante al que hubiera tomado por aristócrata de habérmelo cruzado por la calle. El señor Jiang, que descansaba su peso sobre un ligero bastón de bambú, vestía una túnica talar de seda negra sobre la que llevaba un chaleco de brillante damasco también negro, abrochado hasta el cuello con pequeños botones de jade de color verde oscuro. Una barbita blanca de chivo, unas gafas redondas de concha y un solideo sobre la cabeza completaban la imagen, a la que se añadía, como detalle decorativo, una uña ganchuda de oro en cada meñique. Su mirada era como la de un halcón, de esas que parecen verlo todo sin movimiento aparente, y la sonrisa que bailaba en sus labios hacía resaltar los abultados pómulos propios de su raza. Aquél era, pues, el señor Jiang, el anticuario, cuyo porte irradiaba distinción y fuerza, aunque no hubiera podido decir si era o no atractivo pues los rasgos faciales de los celestes me despistaban muchísimo, tanto para la belleza como para la edad. Que era mayor lo delataban el bastón y la barbita blanca, pero cuánto, resultaba imposible de saber.
– Ni hao [5], Mme. De Poulain. Encantado de conocerla -murmuró en un exquisito francés, inclinando la cabeza a modo de saludo. No tenía el menor acento; hablaba el idioma mejor que Tichborne que, en realidad, lo mascullaba comiéndose casi todas las vocales.
– Lo mismo digo -repuse, levantando mi mano derecha para que la tomara y quedándome en suspenso al darme cuenta de lo absurdo que resultaba mi gesto: los chinos jamás tocan a una mujer, ni siquiera para un educado y occidental saludo de cortesía. Ellos tienen otras costumbres, así que bajé el brazo rápidamente y me quedé quieta y un poco cohibida.
– Ésta debe de ser su sobrina -dijo mirando a la niña, ante la que no se inclinó.
– Sí, Fernanda, la hija de mi hermana.
– Me llamo Fernandina -se apresuró a señalar la interesada antes de darse cuenta de que el señor Jiang ya había desviado la mirada y la ignoraba. No volvió a fijarse en ella durante todo el rato que permanecimos allí y, en las semanas sucesivas, mi sobrina, simplemente, no existió para él. Las mujeres son poca cosa para los chinos y las niñas menos aún, así que Fernanda tuvo que tragarse su indignación y aceptar el hecho de que el señor Jiang ni la vería ni la oiría aunque estuviera ahogándose y pidiendo ayuda a gritos.
Mientras nos sentábamos en unas butaquitas que se apretujaban alrededor de una mesita de café, el anticuario me dijo que su apellido era Jiang, su nombre Longyan y su nombre de cortesía Da Teh, que sus amigos le llamaban Lao Jiang y que los occidentales le conocían como señor Jiang. Naturalmente, creí que se trataba de alguna clase de broma, algo gracioso que le sucedía sin que él supiera explicar muy bien por qué, así que solté una carcajada y le miré divertida, pero fue otro grave error por mi parte: Tichborne me hizo un gesto con las cejas para que parara. Entonces, con un cierto tonillo de superioridad, me explicó que para los chinos era una norma de educación presentarse a sí mismos dando su nombre completo en primer lugar -anteponiendo el apellido, ya que el nombre es algo muy personal que queda reservado a la familia; nadie más puede utilizarlo-, luego, su nombre de cortesía, al que sólo tenían derecho los hombres con formación intelectual y de cierta clase social alta, y, después, el nombre que le daban sus amigos en situaciones informales y que se componía con las palabras Lao, es decir, «Viejo», o Xiao, «Joven», delante del apellido. Había muchos otros nombres, me dijo Tichborne: el nombre de leche, el nombre de colegio, el nombre de generación e, incluso, el nombre póstumo, dado después de la muerte, pero, por regla general, en las presentaciones se utilizaban los tres que había mencionado el señor Jiang, que permanecía silencioso y animado escuchando nuestra conversación. Luego, el irlandés nos dijo a Fernanda y a mí, como si nos hiciera un gran honor, que Jiang significaba «Estuche de jade» y Da Teh, «Gran Virtud».
– Y no te olvides de mi nombre propio -añadió el anticuario humorísticamente-. Longyan quiere decir «Ojos de dragón». Mi padre pensó que sería bueno para el hijo de un comerciante que siempre debe estar atento al valor de los objetos.
En ese momento, por lo visto, ya nos podíamos reír.
– En fin, Mme. De Poulain -continuó diciendo el señor Jiang, al que el nombre de «Ojos de dragón» se ajustaba como un guante-, creo que sería oportuno preguntarle si todo ha ido bien desde que llegó a Shanghai, si ha sufrido usted, digamos, algún accidente desde que habló anoche con Paddy en el consulado.
– ¿Con quién? -me sorprendí.
– Conmigo -aclaró Tichborne-. Paddy es el diminutivo de Patrick.
No le quedaba nada bien ese nombre, pensé, y Fernanda me echó una mirada cargada de reproche en la que iba incluido un mensaje clarísimo: «Él puede llamarse Paddy y yo no puedo llamarme Fernandina, ¿verdad?» Hice lo mismo que el anticuario: la ignoré.
– Pues no, señor Jiang, nohemos sufrido ningún accidente. Anoche dejé a todos los criados de guardia, vigilando la casa.
– Buena idea. Haga hoy lo mismo. Nos queda poco tiempo.
– Poco tiempo, ¿para qué? -pregunté, inquieta.
– ¿Ha encontrado un cofre pequeño entre las piezas de colección de Rémy, Mme. De Poulain? -inquirió súbitamente, pillándome por sorpresa. El silencio me delató-. ¡Ah, ya veo que sí! Bien, pues, estupendo. Eso es lo que debe entregarme para que pueda resolver este asunto.
Un momento… Alto. No, de eso nada. ¿Quién era el señor Jiang para que yo le entregara, porque sí, un valiosísimo objeto que podía ayudarme a escapar de la ruina? ¿Y qué sabía yo del señor Jiang aparte de lo que me había dicho Tichborne? ¿Y quién era Tichborne? ¿Acaso había metido a mi sobrina en la boca del lobo? ¿No serían aquellos dos pintorescos personajes miembros de la mismísima Banda Verde que, supuestamente, amenazaba nuestras vidas? Creo que se notó que me había puesto, de repente, muy nerviosa porque mi sobrina dejó caer su mano tranquilizadora sobre mi brazo y se dirigió al periodista para exclamar:
– Dígale al señor Jiang que mi tía no va a darle nada. No sabemos quiénes son ustedes.
Bueno, ahora tocaba que nos mataran, me dije. El irlandés sacaría una pistola de algún bolsillo y nos amenazaría para que les entregásemos el cofre mientras el anticuario, con un cuchillo, nos cercenaba los tendones de las rodillas.
– Hace exactamente dos meses, Mme. De Poulain -murmuró el señor Jiang, plegando los finos labios en una sonrisa burlona… ¿Tanto se me había notado el miedo?-, llegó a mis manos, procedente de Pekín, el cofre que usted ha encontrado en su casa. Traía los sellos imperiales intactos y formaba parte de un lote de objetos comprados en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida por mi agente en la capital. La corte del último monarca Qing [6]se desmorona, madame. Mi gran país y nuestra ancestral cultura están siendo destruidos no sólo por los invasores extranjeros sino también, y sobre todo, por la debilidad de esta caduca dinastía que ha dejado el poder en manos de los señores de la guerra. El joven y patético emperador Puyi ni siquiera puede controlar los robos de sus tesoros. Desde el más alto dignatario hasta el menor de los eunucos sustrae sin escrúpulos joyas de un valor incalculable que pueden encontrarse a las pocas horas en los mercados de antigüedades que han aparecido últimamente en las calles aledañas a la Ciudad Prohibida. En un vano intento por impedirlo, Puyi decretó, no hace mucho, la elaboración de un completo inventario de los objetos de valor y, como era de esperar, poco después, se desató el primero de una terrible serie de incendios que han surtido en abundancia los puestos callejeros de antigüedades. Para ser más preciso, puedo decirle que ese primer incendio tuvo lugar el pasado 27 de junio en el palacio de la Fundada Felicidad, ya que así lo contaron los periódicos, y que sólo tres días después llegó a mis manos el «cofre de las cien joyas» que usted ha descubierto en su casa, de modo que su procedencia no ofrece ninguna duda.
– ¡Yo no sabía nada de todo esto…! -farfulló Tichborne, enfadado. ¿Sería verdad o estaría fingiendo? Lo cierto es que, la noche anterior, en el consulado español, él sólo había mencionado «un objeto de valor», «una pieza de arte». ¿El anticuario le había ocultado de qué se trataba hasta ese momento? ¿Acaso no se fiaba de él?
– ¿«Cofre de las cien joyas»? -inquirí, curiosa, aparentando ignorar el malestar del irlandés. El señor Jiang ni se inmutó.
– Es una vieja tradición china. Se les da este nombre porque contienen exactamente un centenar de objetos valiosos y, créame Mme. De Poulain, son muchos los «cofres de las cien joyas» que, como el nuestro, están saliendo de la Ciudad Prohibida desde el pasado 27 de junio.
– ¿Y qué tiene el nuestro deespecial, señor Jiang? -pregunté con retintín.
– Ahí está el problema, madame, que no lo sabemos. Alguno de sus cien objetos debe de ser realmente inestimable porque, durante la siguiente semana, la primera del mes de julio, aparecieron por mi tienda tres notables caballeros de Pekín que querían comprar el cofre y que estaban dispuestos a pagar por él la cantidad de taels de plata que les pidiese.
– ¿Y no se lo vendió? -me sorprendí.
– No podía, madame. Se lo había ofrecido a Rémy el mismo día que llegó el lote en el Shanghai Express y, naturalmente, él lo había comprado. El cofre ya no estaba en mi poder y así se lo comuniqué a aquellos honorables caballeros de Pekín, a quienes no sentó nada bien la noticia. Insistieron mucho para que les diera el nombre del nuevo propietario pero, por supuesto, me negué.
– ¿Cómo sabe usted que eran de Pekín? -objeté, suspicaz-. Podrían ser miembros de la Banda Verde, disfrazados.
El anticuario Jiang sonrió tanto que sus ojos desaparecieron bajo los pliegues de sus orientales párpados.
– No, no -repuso, contento-. Los de la Banda Verde aparecieron una semana después, muy bien acompañados por un par de Enanos Pardos… de japoneses, quiero decir.
– ¡Japoneses…! -exclamé. Recordaba perfectamente lo que nos había dicho M. Favez a Fernanda y a mí sobre los nipones, aquello de que eran unos peligrosos imperialistas, dueños de un gran ejército, que llevaban mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai y de China.
– Déjeme seguir con orden, madame -me rogó el señor Jiang-. Me hace usted perder el hilo de los acontecimientos.
– Perdón -musité mientras observaba, sorprendida, cómo el barrigudo Paddy sonreía con satisfacción ante el reproche que me acababa de hacer el anticuario.
– Los distinguidos hombres de Pekín se marcharon de mi tienda bastante disgustados y no me cupo ninguna duda de que volverían o de que, al menos, iban a intentar localizar al propietario del cofre. Su actitud y sus palabras habían dejado muy claro que pensaban conseguir lo que querían por las buenas o por las malas. Yo sabía que el valioso objeto que ahora estaba en manos de Rémy era una pieza excelente, un original del reinado del primer emperador de la actual dinastía Qing, Shun Zhi, que gobernó China desde 1644 hasta 1661, pero ¿por qué tanto interés? Hay miles de objetos Qing en el mercado y muchos más desde el incendio del 27 de junio. Si hubiera sido una pieza Song, Tang o Ming [7] lo hubiera entendido, pero ¿Qing…? Y, en fin, para que termine usted de comprender mi extrañeza bastará con que le diga que, si bien al principio no me llamaron la atención las agudas voces de falsete de aquellos obstinados clientes, cuando caminaron hacia la puerta de mi establecimiento para marcharse ya no pude ignorar, viéndoles dar esos pasitos cortos con las piernas muy juntas y el cuerpo inclinado hacia adelante, que se trataba de Viejos Gallos.
– ¿De qué habla? -pregunté-. ¿Viejos Gallos?
– ¡Eunucos, Mme. De Poulain, eunucos! -profirió Paddy Tichborne con una risotada.
– ¿Y dónde hay eunucos en China? -observó retóricamente el señor Jiang-. En la corte imperial, madame, sólo en la corte imperial de la Ciudad Prohibida. Por eso le decía que eran caballeros de Pekín.
– Yo no les llamaría caballeros… -comentó desagradablemente el irlandés.
– ¿Qué son eunucos, tía? -quiso saber Fernanda. Por un momento dudé si responder a su pregunta, pero al instante decidí que la niña ya tenía edad de conocer ciertas cosas. Lo raro fue que me arrepentí:
– Son los criados de los emperadores de China y de sus familias.
Mi sobrina me miró como esperando alguna explicación más, pero yo ya había terminado.
– ¿Y por ser criados del emperador hablan con voz de falsete y caminan con las piernas juntas e inclinados hacia adelante? -insistió.
– Las costumbres de cada país, Fernanda, son un misterio para los forasteros.
El señor Jiang terció en nuestro breve diálogo.
– Espero, madame, que comprenda mi sobresalto cuando descubrí quiénes eran aquellos compatriotas vestidos a la occidental que salían, furiosos, por la puerta de mi tienda. Esa noche cené con Rémy y le conté lo sucedido, advirtiéndole que el «cofre de las cien joyas» podía ser peligroso para él. Pensé que lo mejor sería aconsejarle que me lo entregara y así yo podría vendérselo a aquellos Viejos Gallos, quitándonos ambos un conflicto de encima. Pero no me hizo ningún caso. Creyó que, como él no me lo había pagado todavía, mi intención era conseguir un precio mejor y se negó a devolvérmelo. Intenté hacerle comprender que alguien muy poderoso de la corte imperial, quizá el emperador mismo, quería recuperar el cofre y que esa gente no estaba acostumbrada a ver frustrados sus deseos. Hasta no hace muchos años hubieran podido matarnos y conseguir la pieza sin incumplir ninguna ley. Sin embargo, ya sabe usted, madame, cómo era Rémy -El anticuario, muy serio, se caló las gafas meticulosamente-. Muerto de risa, me aseguró que pondría el cofre a buen recaudo y que, si los eunucos volvían a mi tienda, él en persona acudiría a decirles que no estaba interesado en venderles nada.
– ¿Y no cambió de opinión tras la visita que le hicieron a usted los japoneses y la Banda Verde? -No daba crédito a la inconsciencia de Rémy, aunque, bien pensado, ¿de qué me sorprendía?
– No, no cambió de opinión. Ni siquiera cuando le informé de que el propio Huangjin Rong, el jefe de la Banda Verde y de la policía de la Concesión Francesa, me había advertido de que, si no les entregábamos el cofre antes de una semana, ocurriría algún desagradable accidente.
– ¿Sabían que el cofre lo tenía Rémy?
– Lo sabían todo, madame. Surcos Huang tiene espías por todas partes. Quizá usted no sepa de quién le estoy hablando pero Huang es el hombre más peligroso de Shanghai.
– M. Tichborne me habló anoche de él.
El periodista, al sentirse aludido, cruzó y descruzó las piernas.
– Créame si le digo -continuó el anticuario- que pasé auténtico miedo cuando le vi entrar en persona por la puerta de mi tienda. Ciertos individuos no merecen ser hijos de esta noble y digna tierra de China, pero no podemos hacer nada por evitarlo porque son el resultado de la mala suerte que persigue a mi país. Surcos Huang no se prodiga habitualmente de esta forma, por eso el asunto se convirtió, de pronto, en algo mucho más alarmante de lo que yo había pensado hasta entonces.
– ¿Y qué tienen que ver los japoneses con todo esto?
– Puede que la respuesta a su pregunta se encuentre en el interior del cofre, madame. En cierto modo, lamento no haberme quedado más tiempo con él antes de ofrecérselo a Rémy. Ni siquiera lo examiné. Romper las tiras de papel amarillo de los sellos imperiales hubiera significado menguar su valor. De haberlo hecho, quizá comprendería mejor lo que está ocurriendo hoy y por qué Surcos Huang en persona acudió a mi tienda acompañado por su lugarteniente, Du Yu Shen, Du «Orejotas», y por aquellos dos Enanos Pardos que se limitaron a quedarse quietos y a mirarme con desprecio.
El señor Jiang había conseguido asustarme. Empecé a notar la desazón de estómago que preludiaba las palpitaciones. ¿Cómo no iba a sentirme morir ante una situación de riesgo real como era la de poseer el dichoso cofre que querían los eunucos imperiales, los colonialistas japoneses y ese tal Surcos Huang de la Banda Verde?
– Quisiera hacerle llegar la pieza -balbucí.
– No se preocupe, madame. Lemandaré a un vendedor de pescado que es de mi total confianza. Envuelva usted bien el cofre en telas secas y haga que un criado lo coloque en uno de los cestos mientras aparenta comprar algo para la cena.
Era una buena idea. Como las mujeres acomodadas no podían salir nunca a la calle porque lo prohibía la tradición -y porque, evidentemente, no podían caminar con esos horribles pies mutilados llamados «Nenúfares dorados» o «Pies de loto»-, los vendedores ambulantes, en China, acudían continuamente a las casas para hacer sus negocios y entraban directamente hasta el patio de la cocina para ofrecer fruta, carne, verduras, especias, alfileres, hilos, ollas y cualquier otra clase de artículo doméstico. El vendedor de pescado del señor Jiang pasaría totalmente desapercibido entre tanto ir y venir.
Cuando terminó de hablar, el anticuario se puso en pie con movimientos elegantes y, aunque pareció apoyarse cansinamente en su bastón de bambú, observé que se levantaba con la misma asombrosa flexibilidad con que lo hacía la señora Zhong. Resultaba curioso cómo se movían los chinos, como si sus músculos se impulsaran sin esfuerzo, y, cuanto más mayores eran, más elásticos. No ocurría así con Fernanda y Paddy Tichborne, que tuvieron que desencajarse a empellones de sus butaquitas. A mí también me costó levantarme, aunque no por la misma razón, ya que, en mi caso, era la flojedad de piernas la que me dificultaba el movimiento.
– ¿Cuándo llegará a mi casa el vendedor de pescado? -quise saber.
– Esta tarde -me dijo el señor Jiang-, a eso de las cuatro, ¿le parece bien?
– Y después, ¿todo habrá terminado?
– Espero que sí, madame -se apresuró a decir el anticuario-. Esta pesadilla ya se ha cobrado una vida, la de su marido y amigo mío, Rémy De Poulain.
– Lo extraño es -murmuré, encaminándome hacia la puerta de la habitación seguida por Tichborne y Fernanda- que, desde que entraron en la casa aquella noche, no lo hayan vuelto a intentar. Durante más de un mes sólo han estado los criados y no son precisamente valientes.
– Aquel día no encontraron nada, madame, ¿qué sentido tendría volver? Por eso me preocupa su seguridad. Lo más probable es que estén esperando a que usted encuentre el cofre para obligarla a entregárselo. La Banda Verde conoce la situación financiera en la que Rémy la ha dejado y sabe que, antes o después, tendrá que deshacerse de todo lo que posee para saldar las deudas. Lo lógico es que usted, o alguien en su nombre, haga un inventario; que revuelva vitrinas y armarios, que vacíe rápidamente todos los cajones y que vaya vendiendo los objetos de valor que aparezcan. Es sólo cuestión de tiempo. Por eso la vigilan. En cuanto sospechen que tiene el cofre, irán a por usted.
Estábamos casi en la puerta y el anticuario permanecía delante de su butaca, en la sala. De repente, el mundo se me vino abajo. Miré a mi sobrina y vi que ella me contemplaba fijamente, con ojos de sorpresa por lo que acababa de oír. Miré al anticuario Jiang y descubrí en su cara una sincera preocupación por mi vida. Miré a Tichborne y el irlandés fingió buscar algo en los bolsillos de su desgarbada chaqueta. ¿Qué había pasado conmigo? ¿Dónde estaba la pintora que vivía en París, la que llevaba una existencia que ahora me parecía despreocupada, que daba clases y paseaba junto al Sena los domingos por la mañana? De ser una persona completamente normal, con las dificultades habituales de cualquier artista que intenta abrirse camino, había pasado a estar en la ruina, amenazada de muerte y enredada en una truculenta conspiración oriental en la que podía estar envuelto el mismísimo emperador de la China. En mi desesperación sólo podía pensar que estas cosas no le ocurrían nunca a la gente, que nadie a quien yo conociera se había visto involucrado en una locura semejante, de modo que ¿por qué me estaba pasando todo esto a mí? Y ahora, además, tendría que darle explicaciones a mi sobrina sobre las deudas de Rémy, algo que había intentado evitar por todos los medios.
– No volveremos a vernos, Mme. De Poulain -afirmó el anticuario mientras nosotras abandonábamos las habitaciones de Tichborne-. Ha sido un placer conocerla. Recuerde dejar criados de guardia por la noche. Y, créame, lamento que se esté llevando tan mala impresión de China. Este país, antes, no era así.
Hice una leve inclinación de cabeza y me volví. Estaba más preocupada por respirar y no venirme abajo que por despedirme de aquel celeste estirado.
El reloj del recibidor del Shanghai Club señalaba la una y media de la tarde cuando Fernanda y yo, con unas espectaculares sonrisas, nos despedimos del grueso periodista. La entrevista con el anticuario apenas había durado media hora, pero había sido una de las peores medias horas de toda mi vida. En qué mal momento había decidido ir a China para resolver los asuntos de Rémy, pensé dejándome caer con desaliento en la silla del rickshaw. Si hubiera sabido lo que me esperaba, ni loca habría embarcado en aquel maldito André Lebon. El aire caliente del Bund terminó de agudizar mi sensación de ahogo. El viaje de regreso a casa fue un completo infierno.
La tarde pasó en un suspiro. Mientras yo escribía y mandaba una nota a M. Julliard, el abogado, para que pusiera en marcha los trámites de venta de la casa y la subasta pública del contenido, Fernanda, para mi disgusto, se empeñó en visitar al padre Castrillo a pesar del peligro que entrañaba su salida, y el vendedor de pescado apareció a la hora convenida para llevarse el envoltorio que le entregó la señora Zhong.
Era la tarde del día 1 de septiembre, sábado, y estaba en Shanghai y quizá hubiera podido hacer algo, no sé, dibujar o leer, pero no me encontraba muy bien, así que, sentada en un banco del jardín, dejé que el sol se ocultara tras los muros que rodeaban la casa contemplando los parterres de flores y el suave movimiento de las ramas de los árboles. Un par de criados enfriaban el suelo mojándolo con unas escobas empapadas de agua. En realidad, pese a mi aparente calma, por dentro sostenía una guerra sin cuartel contra la desesperación y la angustia. Todo me parecía extraño y no sólo porque aquella casa y aquel país fueran nuevos para mí sino porque, en ocasiones, cuando las circunstancias se salen extraordinariamente de lo normal, el mundo se vuelve raro y parece que ya no será posible recuperar nunca la vida de antes. No podía ubicarme bien ni en el espacio ni en el tiempo y tenía la opresiva sensación de estar perdida en una inmensidad de silencio en la que no había nadie más que yo. Mirando los rododendros blancos, tomé la firme decisión de partir de Shanghai lo antes posible. Debíamos regresar a Europa, salir de aquella tierra extraña y volver a la cordura, a la normalidad. El lunes, sin falta, pasaría por las oficinas de la Compagnie des Messageries Maritimes para comprar los pasajes de regreso en el primer paquebote que zarpara del muelle francés con destino a Marsella. No quería permanecer ni un minuto más de lo necesario en aquel país que sólo me había traído desgracias y problemas.
De repente, mientras empezaba a preguntarme por qué Fernanda todavía no había regresado de su visita siendo, como era, la hora de cenar, vi aparecer por una de las puertas a la señora Zhong, que echó a correr hacia mí agitando un periódico en el aire.
– ¡Tai-tai!-gritó antes de llegar-. ¡Un enorme terremoto ha destruido Japón!
La miré sin comprender y atrapé al vuelo el diario en cuanto estuvo a mi altura. Se trataba de la edición vespertina de L'Écho de Chine, que abría su primera página con un inmenso titular anunciando el peor terremoto de la historia del Japón. Al parecer, según las primeras informaciones, se estimaba en más de cien mil el número de muertos en Tokio y Yokohama, ciudades que seguían siendo pasto de las llamas debido a que los terribles incendios provocados por el seísmo no se podían apagar por culpa de unos pavorosos vientos huracanados que acosaban estas ciudades a más de ochenta metros por segundo [8] y, además, el suministro de agua se había visto afectado por la catástrofe. La noticia era terrible.
– ¡La gente anda revuelta por las calles, tai-tai!Los vendedores ambulantes dicen que todo el mundo se dirige hacia el barrio de los Enanos Pardos. Pronto empezarán a llegar a Shanghai grandes oleadas de refugiados y eso no es bueno, tai-tai. No es nada bueno… -Entonces bajó la voz-. El chico que vendía los periódicos por las casas traía una carta para usted del señor Jiang, el anticuario de la calle Nanking.
La miré, muy sorprendida, sin decir nada. Acababa de ver a mi voluminosa sobrina apareciendo en el jardín, y no venía sola: un chiquillo chino, muy alto y muy flaco, vestido con una blusa y unos calzones azules de tela descolorida, la seguía a cierta distancia, mirándolo todo con curiosidad y desparpajo. Las dos figuras no podían ser más opuestas, geométricamente hablando.
– Ya estoy en casa, tía -anunció Fernanda en castellano, desplegando su abanico negro con un gracioso y muy español golpe de muñeca.
– Tome, tai-tai -me urgió la señora Zhong, poniendo en mi mano un sobre antes de hacer una de sus exageradas reverencias e iniciar el camino de vuelta hacia el pabellón central.
Aunque no moví ni un músculo, había vuelto a ponerme tensa como la cuerda de un violín. La carta del señor Jiang era algo inesperado y me dolía en las manos. Se suponía que él debía haber entregado a la Banda Verde el cofre que se habían llevado de la casa aquella misma tarde. ¿Qué podía haber sucedido durante aquellas tres últimas horas para que el anticuario se viera en la necesidad, peligrosa a todas luces, de escribirme una carta? Algo había salido mal.
– Tía, éste es Biao -anunció mi sobrina tomando asiento junto a mí, en el banco-, el criado que me ha procurado el padre Castrillo. -El niño alto y flaco se sujetó ambas manos a la altura de la frente y se inclinó con respetuosa ceremonia, aunque había un no sé qué de burlón en sus ademanes que desmentía el gesto. Parecía un golfillo de la calle, un pequeño galopín resabiado. Sin embargo, curiosamente, sus ojos eran grandes y redondos, apenas un poco rasgados. No me desagradó. Era bastante guapo para ser un amarillo pues, a pesar de la crencha negra e hirsuta propia de su raza y de unos dientes demasiado grandes para su boca, llevaba el pelo rapado a la europea, con raya a un lado.
– Ni hao, señora. A su servicio -dijo Biao en un castellano macarrónico, inclinándose de nuevo. Los chinos debían de tener los riñones de hierro, aunque éste aún era muy joven para resentirse de estas cosas.
– ¿Sabe qué significa «Biao» en chino, tía? -comentó mi sobrina con satisfacción, abanicándose enérgicamente-. «Pequeño tigre». El padre Castrillo me ha dicho que puedo quedármelo todo el tiempo que quiera. Tiene trece años y sabe servir el té.
– Ah…, muy bien -murmuré distraída. Tenía que leer la dichosa carta del señor Jiang. Estaba asustada.
– Con todo respeto, tía -masculló Fernanda, cerrando súbitamente el abanico contra la palma-, creo que deberíamos hablar.
– Ahora no, Fernanda.
– ¿Cuándo pensaba contarme usted esos problemas económicos de los que habló el señor Jiang?
Me puse en pie con lentitud, apoyando las manos en las rodillas como si fuera una anciana y escondí la carta del anticuario en el bolsillo de mi falda.
– No voy a discutir este asunto contigo, Fernanda. Espero que no vuelvas a preguntarme sobre ello. Es algo que no te concierne.
– Pero yo tengo dinero, tía -protestó. A veces mi sobrina me despertaba algo parecido a la ternura, aunque sólo con mirarla se me pasaba; su cara era idéntica a la de mi hermana Carmen.
– Tu dinero está retenido hasta que cumplas veintitrés años, niña. Ni tú ni yo podemos tocarlo, así que olvida todo este asunto. -Me alejé de ella en dirección al pabellón de los dormitorios.
– ¿Quiere decir que voy a pasar necesidades y penurias durante seis años teniendo, como tengo, la herencia de mis padres?
Ahora sí. Ahora era la digna hija de su madre y nieta de su abuela. Sin parar de caminar, sonreí dolorosamente.
– Te servirá para convertirte en una persona mejor.
No me sorprendió nada escuchar el golpe seco de una patada contra el suelo. También era un célebre sonido familiar.
Sentada, por fin, en el interior de la cama china, protegida del mundo por la preciosa cortina de seda que dejaba pasar la luz de las lámparas, abrí el sobre del anticuario con manos temblorosas sintiendo un hormigueo de miedo en los brazos y las piernas. Sin embargo, la carta sólo contenía una nota y, además, muy breve: «Por favor, acuda cuanto antes al Shanghai Club.» Estaba firmada por el señor Jiang y escrita con una elegante y anticuada caligrafía francesa que no podía ser más que del anticuario… Bueno, salvo que resultara una falsificación y me la hubiera enviado la Banda Verde, posibilidad que analicé cuidadosamente mientras me vestía a toda prisa y le pedía a la señora Zhong que diera de cenar a la niña. Estaba tan aterrada que, sinceramente, no era capaz de juzgar nada con claridad. Las cosas más absurdas se abrían paso con naturalidad, lo extraordinario había entrado a formar parte de lo cotidiano y ahí estaba yo, un sábado por la noche, en China, acudiendo por segunda vez en el mismo día, y como si fuera la cosa más normal del mundo, a una cita que podía suponer un riesgo real para mi vida. Había entrado, supongo, en una espiral de locura y, aunque quien me esperase en la habitación de Tichborne fuera el peligroso Surcos Huang acompañado por los eunucos de la Ciudad Prohibida y los imperialistas japoneses, peor sería no acudir si es que realmente era el anticuario quien me había convocado. Podía haber sucedido cualquier cosa durante la entrega del cofre, así que, a riesgo de sufrir un corte en los tendones de las rodillas, tenía que presentarme en el Shanghai Club.
El conserje me sonrió con petulancia cuando me reconoció. Debió de pensar que el gordo de Paddy y yo habíamos iniciado alguna relación íntima y no depuso su actitud arrogante ni siquiera cuando entré en el ascensor sin dejar de mirarle fríamente. Si yo hubiera sido un hombre se habría cuidado mucho de exponer de ese modo sus sospechas. Esta vez, Tichborne no bajó al recibidor a buscarme, así que crucé sola, y más muerta que viva, el largo pasillo alfombrado que llevaba hasta su habitación. Me encontraba turbada hasta tal punto que, cuando el irlandés me sonrió tras abrir la puerta, creí ver un tumulto de gente a su espalda, tumulto que, por suerte, desapareció con un rápido parpadeo. De hecho, allí no había nadie más que el señor Jiang, ataviado con su maravillosa túnica de seda negra y su brillante chaleco de damasco. Él también sonreía, aunque como los amarillos sonríen por casi todo, no le di ninguna importancia. No obstante, una especie de euforia, de satisfacción, se agitaba en el aire, algo muy distinto, desde luego, de lo que esperaba encontrar y que me calmó los nervios de manera inmediata. Sobre la mesita de la sala, junto a un juego de té y una botella de whisky escocés, descansaba el «cofre de las cien joyas», luciendo su maravilloso dragón dorado en la tapa.
– Pase, Mme. De Poulain -me animó el anticuario sin dejar de apoyarse en su bastón de bambú. Si a mediodía no le hubiera visto moverse con la elasticidad de un gato, habría podido creer que se trataba de un anciano vencido por los años-. Tenemos noticias muy importantes.
– ¿Ha habido algún problema con el cofre? -pregunté angustiada mientras los tres tomábamos asiento en las butaquitas.
– ¡En absoluto! -dejó escapar Tichborne con alegría. Había un vaso vacío frente a él y en la botella de whisky sólo quedaban dos dedos, así que no me cupo ninguna duda de que su regocijo se debía en buena medida al alcohol-. ¡Grandes noticias, madame!Sabemos lo que quiere la Banda Verde. ¡Esta pequeña caja es el cofre del tesoro!
Me volví para mirar al anticuario y vi que éste sonreía tanto que sus ojos eran dos rayas rectas perfectas en un océano de arrugas.
– Cierto, muy cierto -confirmó, dejándose caer cómodamente contra el respaldo de su asiento.
– ¿Y eso va a salvar mi vida y la de mi sobrina?
– ¡Oh, madame, por favor! -protestó el gordo Paddy-. No sea usted aguafiestas.
Antes de que pudiera contestar adecuadamente a esta grosería, el señor Jiang hizo un gesto con la mano para llamar mi atención. La uña ganchuda de oro de su meñique bailó ante mis ojos.
– Estoy seguro, Mme. De Poulain -empezó a decir mientras se inclinaba sobre la mesa para servir un té casi transparente en las dos tazas chinas que había preparadas-, que usted no conoce la leyenda del Príncipe de Gui. En este gran país al que nosotros, los hijos de Han, llamamos Zhongguo, el Imperio Medio, o Tianxia, «Todo bajo el Cielo», los niños se duermen por la noche escuchando la historia de este príncipe que llegó a ser el último y más olvidado de los emperadores Ming y que salvó el secreto de la tumba del primer emperador de la China, Shi Huang Ti. Es un cuento hermoso que hace renacer el orgullo de esta inmensa nación de cuatrocientos millones de personas.
Me alargó una de las tazas de té pero yo rehusé el ofrecimiento con un gesto vago.
– ¿No le apetece?
– Es que hace demasiado calor.
El señor Jiang sonrió.
– Contra eso, madame, lo mejor es un té bien caliente. Le refrescará en seguida, ya lo verá. -Y volvió a insistir acercándome la taza. Yo la cogí y él se arrellanó en el asiento sujetando la suya-. Cuando yo era pequeño, junto con mi hermano y mis amigos, escenificaba en la calle la tragedia del Príncipe de Gui y, al terminar, los vecinos nos daban algunas monedas aunque lo hubiéramos hecho realmente mal -se rió silenciosamente, recordando-. Debo señalar, sin embargo, que, con el tiempo, nuestra actuación llegó a tener una cierta calidad.
– ¡Al tema, Lao Jiang! -exclamó el irlandés. No pude dejar de preguntarme qué unía a aquellos dos hombres tan dispares. Por suerte para todos, al anticuario no pareció molestarle la interrupción, así que continuó con su relato al tiempo que yo probaba un pequeño sorbo de mi taza de té y me sorprendía por su agradable sabor afrutado. Naturalmente, empecé a sudar en seguida pero lo curioso fue que el sudor se enfrió y noté una sensación fresca por todo el cuerpo. Los chinos eran más listos de lo que parecían y, desde luego, tomaban unas tisanas excelentes.
– Antes de conocer la leyenda del Príncipe de Gui, tiene usted que aprender algunas cosas sobre una parte muy importante de nuestra historia, Mme. De Poulain. Hace algo más de dos mil años el Imperio Medio no existía como lo conocemos hoy. El territorio estaba dividido en varios reinos que peleaban encarnizadamente entre sí, por lo que aquella época se conoce como el Período de los Reinos Combatientes. El que llegaría a ser el primer emperador de la China unificada nació, según los anales históricos, en el año 259 antes de la era actual. Se llamaba Yi Zheng y gobernaba en el reino de Qin [9]. Después de subir al poder, el príncipe Zheng inició una serie de gloriosas batallas que le llevaron a apoderarse, en apenas diez años, de los reinos de Han, Zhao, Wei, Chu, Yan y Qi, fundando, de este modo, el país de Zhongguo, el Imperio Medio, llamado así por estar situado en el centro del mundo, y él, a su vez, adoptó el título de Huang Ti, es decir, «Soberano Augusto», que es, hasta hoy, el apelativo de todos nuestros emperadores. La gente le añadió el calificativo Shi, es decir «Primero», de modo que el nombre por el que se le ha conocido a lo largo de la historia es Shi Huang Ti, o lo que es lo mismo, «Primer Emperador». Sus enemigos, sin embargo, le llamaban «El Tigre de Qin» -y, mientras decía esto, el señor Jiang abrió el «cofre de las cien joyas» y dejó sobre la mesa la figurilla del medio tigre de oro con inscripciones en el lomo que Fernanda y yo habíamos estado examinando aquella mañana-. Como a él le gustaba este apelativo, adoptó el tigre como insignia militar pero, en realidad, sus adversarios le llamaban así por su ferocidad y su corazón despiadado. En cuanto Shi Huang Ti tuvo a toda la China bajo su absoluto control, puso en marcha una serie de medidas económicas y administrativas tan importantes como la unificación de los pesos, las medidas y la moneda -y el señor Jiang colocó también sobre la mesa la pieza redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro-, la adopción de un único sistema de escritura que, por cierto, es el que seguimos utilizando hoy en día -y puso junto a la moneda el minúsculo libro chino, el hueso de melocotón y las pepitas de calabaza con ideogramas escritos-, una red centralizada de canales y caminos -y colocó la diminuta figura de un carro tirado por tres caballitos de bronce- y, lo más importante: inició la construcción de la Gran Muralla.
– ¡Lao Jiang, te estás yendo por las ramas! -le gritó Paddy con malos modos. Ahora sí que le miré con profundo desprecio. Qué hombre tan maleducado.
– En fin, Mme. De Poulain, en lo que a nosotros concierne -prosiguió el señor Jiang-, Shi Huang Ti fue, no sólo el primer emperador de la China, sino uno de los hombres más importantes, ricos y poderosos del mundo.
– Y aquí es donde entra en juego este pequeño cofre -apuntó el irlandés, con una gran sonrisa.
– Todavía no, pero nos estamos acercando. Cuando el todavía príncipe Zheng subió al trono, ordenó que diesen comienzo las obras de su mausoleo real. Eso era lo normal en aquella época. Luego, dejó de ser el príncipe de un pequeño reino para convertirse en Shi Huang Ti, el gran emperador, de modo que el proyecto inicial se amplió y magnificó hasta adquirir proporciones gigantescas: más de setecientos mil trabajadores de todo el país fueron enviados al lugar para hacer de aquella tumba el enterramiento más lujoso, grande y espléndido de la historia. Millones de tesoros fueron enterrados con Shi Huang Ti a su muerte, además de miles de personas vivas: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Todos aquellos que sabían dónde se encontraba el mausoleo fueron enterrados vivos y el lugar se cubrió de secreto y misterio durante los siguientes dos mil años. Un monte artificial, con árboles y hierba, se levantó sobre la tumba, que fue olvidada, y toda esta historia pasó a formar parte de la leyenda.
El señor Jiang se detuvo para dejar delicadamente su taza vacía sobre la mesa.
– Discúlpeme, señor Jiang -murmuré, confusa-, pero ¿qué tiene que ver el primer emperador de China con el cofre?
– Ahora le contaré la historia del Príncipe de Gui -repuso el anticuario. Paddy Tichborne resopló, aburrido, y apuró el contenido del vaso en el que había vaciado la botella de whisky-. Durante la cuarta luna del año 1644, el último emperador de la dinastía Ming, el emperador Chongzen, acosado por sus enemigos, se ahorcó colgándose de un árbol en Meishan, la Colina del Carbón, al norte del palacio imperial de Pekín. Con esto se puso fin, oficialmente, a la dinastía Ming y dio comienzo la actual, la Qing, de origen manchú. El país estaba en el caos, las finanzas públicas arruinadas, el ejército desorganizado y los chinos divididos entre la antigua y la nueva casa reinante. Pero no todos los Ming habían sido exterminados; aún quedaba un último contendiente legítimo al trono, el joven Príncipe de Gui que había podido huir hacia el sur con el resto de un pequeño ejército de fieles. A finales de 1646, en Zhaoqing, en la provincia de Guangdong, el Príncipe de Gui fue proclamado emperador con el nombre de Yongli. Poco dicen las crónicas de este último emperador Ming, pero se sabe que, desde su entronización, vivió huyendo permanentemente de las tropas de los Qing, hasta que, por fin, en 1661, tuvo que pedir asilo al rey de Birmania, Pyé Min, quien le acogió a regañadientes y le dispensó un trato humillante como prisionero. Un año después, las tropas del general Wu Sangui se plantaron en la frontera de Birmania dispuestas a invadir el país si Pyé Min no le entregaba a Yongli y a toda su familia. El rey birmano no lo dudó y Yongli fue llevado por el general Wu Sangui hasta Yunnan, donde fue ejecutado junto con toda su familia durante la tercera luna del año 1662.
– Y usted, madame, se preguntará -le atajó Paddy Tichborne con hablar ebrio-, qué relación existe entre el primer emperador de China y el último emperador Ming.
– Bueno, sí -admití-, pero, en realidad, lo que me pregunto es qué relación existe entre todo esto y el «cofre de las cien joyas».
– Era necesario que usted conociera ambas historias -indicó el anticuario- para que pudiera comprender la importancia de lo que hemos encontrado. Como le he dicho, forma parte de la cultura china la vieja leyenda del Príncipe de Gui, también llamado emperador Yongli, que se relata a los niños desde que nacen y que yo mismo he representado con mis amigos en la calle por algunas monedas de cobre. Dice la leyenda que los Ming poseían un antiguo documento que señalaba el lugar donde se encontraba el mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, así como la forma de entrar en él sin caer en las trampas dispuestas contra los saqueadores de tumbas. Ese documento, un hermoso jiance, pasaba secretamente de emperador a emperador como el objeto más valioso del Estado.
– ¿Qué es un jiance? -pregunté.
– Un libro, madame, un libro hecho con tablillas de bambú atadas con cordones. Hasta el siglo i antes de nuestra era, los chinos escribíamos sobre caparazones, piedras, huesos, tablillas de bambú o lienzos de seda. Después, en torno a esa fecha, inventamos el papel, utilizando fibras vegetales, pero el jiance y la seda continuaron empleándose durante algún tiempo más. No mucho, eso es cierto, porque el papel pronto sustituyó a los antiguos soportes. En fin, la leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche en que el príncipe fue proclamado emperador, un hombre misterioso, un correo imperial procedente de Pekín, llegó hasta Zhaoqing para hacerle entrega del jiance. El reciente emperador tuvo que jurar protegerlo con su vida o bien destruirlo antes de que pudiera caer en manos de la nueva dinastía reinante, los Qing.
– ¿Y por qué no podía caer en manos de los Qing?
– Porque no son chinos, madame. Los Qing son manchúes, tártaros, proceden de los territorios del norte, al otro lado de la Gran Muralla, y qué duda cabe que para ellos, usurpadores del trono divino, poseer el secreto de la tumba del Primer Emperador y apoderarse de sus objetos y tesoros más significativos hubiera supuesto un acto de legitimación ante el pueblo y la nobleza difícilmente superable. De hecho, y preste atención a lo que voy a decir, madame, incluso hoy día un descubrimiento semejante sería un suceso tan crucial que, de producirse, podría provocar el fin de la República del doctor Sun Yatsen y la reinstauración del sistema imperial. ¿Entiende lo que quiero decir?
Fruncí el ceño intentando concentrarme y captar la dimensión de lo que el señor Jiang acababa de decirme, pero resultaba difícil siendo europea e ignorante de la historia y la mentalidad del llamado Imperio Medio. Desde luego, la China que yo apenas conocía, la de Shanghai, con su modo de vida occidental y su amor por el dinero y los placeres, no me parecía que fuera a levantarse en armas contra la República para regresar a un pasado feudal bajo el gobierno absolutista del joven emperador Puyi. Sin embargo, era razonable pensar que Shanghai resultaba la excepción y no la norma de la vida china, de su cultura y de sus ancestrales costumbres y tradiciones. Con toda seguridad, fuera de aquella ciudad portuaria y occidentalizada existía un inmenso país del tamaño de un continente que todavía seguía anclado en los viejos valores imperiales, pues tras más de dos mil años de vivir de una determinada manera resultaba muy improbable que las cosas hubieran cambiado en apenas una década.
– Lo entiendo, señor Jiang. Y deduzco de sus palabras que esa posibilidad se ha vuelto real en estos momentos por algo relacionado con el «cofre de las cien joyas», ¿no es así?
Paddy Tichborne se levantó torpemente de su asiento para coger otra botella de whisky escocés del mueble-bar. Yo terminé de un sorbo mi té, que ya estaba tibio, y dejé la taza en la mesa.
– Precisamente, madame -aprobó, satisfecho, el anticuario-. Ha tocado usted el último punto, y el más importante, de mi exposición. Ahora es donde la madeja se enreda de verdad. La leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche antes de que el rey de Birmania entregase a Yongli y a toda su familia al general Wu Sangui, el último emperador Ming invitó a cenar a sus tres amigos más íntimos, el licenciado Wan, el médico Yao y el geomántico y adivino Yue Ling y les dijo: «Amigos míos, como voy a morir y con mi muerte y la de mi joven hijo y heredero termina para siempre el linaje de los Ming, debo haceros entrega de un documento muy importante que vosotros tres deberéis proteger en mi nombre a partir de hoy. La noche en que fui entronizado como Señor de los Diez Mil Años juré que, llegado un momento como éste, destruiría un importante jiance que contiene el secreto de la tumba del Primer Emperador y que ha estado en poder de mi familia durante mucho tiempo. No sé cómo llegó hasta nosotros pero sí sé que yo no voy a cumplir mi juramento. Es preciso que, algún día, una nueva y legítima dinastía china reconquiste el Trono del Dragón y expulse de nuestro país a los usurpadores manchúes. Así pues, tomad.» Y, cogiendo el jiance y un cuchillo -continuó narrando el señor Jiang-, cortó los cordones de seda que unían las tablillas de bambú haciendo tres fragmentos que entregó a sus amigos. Antes de separarse para siempre, les dijo: «Disfrazaos. Adoptad otras identidades. Id hacia el norte dejando atrás los ejércitos del general Wu Sangui hasta que alcancéis el Yangtsé. Esconded los pedazos en sitios distantes entre sí a lo largo del cauce del río para que nadie pueda volver a unir las tres partes hasta que llegue el momento en que los Hijos de Han puedan recuperar el Trono del Dragón.»
– ¡Pues sí que lo puso difícil! -exclamé, sobresaltando a Tichborne, que se había quedado de pie, con el vaso nuevamente lleno en la mano-. Si nadie más sabía dónde habían escondido los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui, sería imposible volverlos a unir. ¡Qué locura!
– Por eso era una leyenda -asintió el anticuario-. Las leyendas son hermosas historias que todo el mundo considera falsas, cuentos para niños, argumentos para el teatro. A nadie se le hubiera pasado por la cabeza ponerse a buscar tres fragmentos de tablillas de bambú de más de dos mil años de antigüedad a lo largo de la orilla septentrional de un río como el Yangtsé que tiene más de seis mil kilómetros de longitud desde su nacimiento en las montañas Kunlun, en Asia central, hasta su desembocadura aquí, en Shanghai. Pero…
– Afortunadamente, siempre hay un «pero» -apostilló el irlandés, antes de sorber ruidosamente un trago de whisky.
– … lo cierto es que la historia es verdadera, madame, y que nosotros tres sí que sabemos dónde escondieron los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui.
– ¡Qué me dice! ¿Lo sabemos?
– Así es, madame. Aquí, en este cofre, hay un documento inestimable que relata la conocida leyenda del Príncipe de Gui con algunas diferencias significativas respecto a la versión popular. -Extendiendo el brazo derecho, el anticuario puso la mano con la uña de oro sobre la edición miniaturizada del libro chino y lo empujó hacia mí, separándolo del resto de objetos que había extraído del cofre al principio de nuestra conversación-. Por ejemplo, menciona con toda claridad los lugares que el príncipe indicó a sus amigos para que escondieran las tablillas y, ciertamente, la elección presenta una gran lógica desde el punto de vista de los Ming.
– Pero ¿y si es falso? -objeté-. ¿Y si se trata simplemente de otra versión de la leyenda?
– Si fuera falso, madame, ¿qué otro objeto de este cofre habría motivado un viaje desde Pekín de tres eunucos imperiales? ¿Y qué otra cosa podría animar a dos dignatarios japoneses a presentarse amenazadoramente en mi tienda acompañando a Surcos Huang? Recuerde que Japón todavía tiene en el trono a un emperador poderoso e incuestionado por su pueblo, que ha demostrado en múltiples ocasiones su disposición a intervenir militarmente en China para apoyar una restauración imperial. De hecho, durante años ha facilitado millones de yenes a ciertos príncipes leales a los Qing para mantener ejércitos de manchúes y mongoles que siguen hostigando a la República sin descanso. El interés del Mikado se centra en convertir a ese tonto de Puyi en un emperador títere bajo su control y apoderarse así de toda China en una única jugada maestra. No le quepa ninguna duda de que sacar a la luz la tumba del primer emperador de China sería el golpe definitivo. Puyi sólo tendría que atribuirse el hecho como una señal divina, decir que Shi Huang Ti le bendice desde el cielo y le reconoce como hijo o algo así para que los centenares de millones de campesinos pobres de este país se arrojaran humildemente a sus pies. La gente, aquí, es muy supersticiosa, madame, todavía creen en hechos sobrenaturales de este tipo y puede estar segura de que ustedes, los Yang-kwei, los extranjeros, serían masacrados y expulsados de China antes de que pudieran preguntarse qué estaba pasando.
– Sí, pero, señor Jiang, se olvida usted de un pequeño detalle -protesté, sintiéndome algo ofendida por el hecho de que el anticuario hubiera utilizado la expresión despectiva Yang-kwei, «diablos extranjeros», para referirse también a mí-. El cofre procedía de la Ciudad Prohibida, usted me lo dijo. Lo adquirió su agente en Pekín después de aquel primer incendio en el palacio de la Fundada Felicidad. Lo recuerdo porque me gustó mucho el nombre, me pareció muy poético. Lo cierto es que todo eso que usted dice que Puyi podría hacer con ayuda de los japoneses, teniendo el cofre en su poder, ¿por qué no lo ha hecho ya? Si no me han informado mal, Puyi perdió el gobierno de China en 1911.
– En 1911, madame, Puyi tenía seis años. Ahora tiene dieciocho y recientemente ha contraído matrimonio, lo que le ha proporcionado la mayoría de edad que, de no haberse producido la revolución, hubiera significado el fin de la regencia de su padre, el ignorante príncipe Chun, y su ascenso al poder como Hijo del Cielo. Pensar en la Restauración hubiera sido absurdo hasta ahora. De hecho, durante estos años ha habido algunos intentos que han quedado reducidos siempre a ridículos fracasos, tan ridículos como el hecho mismo de que cuatro millones de manchúes quieran seguir gobernando a cuatrocientos millones de hijos de Han. La corte Qing vive en el pasado, mantiene las viejas costumbres y los antiguos rituales detrás de los altos muros de la Ciudad Prohibida, sin darse cuenta de que ya no hay lugar para Dragones Verdaderos ni Hijos del Cielo en este país. Puyi sueña con un reinado lleno de coletas Qing [10] que, afortunadamente, no regresará. Salvo, claro está, que ocurra un milagro como el descubrimiento divino de la tumba perdida de Shi Huang Ti, el Primer y Gran Emperador de China. El pueblo sencillo está harto de las luchas por el poder, de los gobernadores militares convertidos en señores de la guerra con ejércitos privados, de las disputas internas de la República y no hay que olvidar tampoco la existencia de un fuerte partido de promonárquicos que, alentados por los japoneses, los Enanos Pardos, simpatiza con los militares porque no les convence el actual sistema político. Si une usted, madame, la reciente mayoría de edad de Puyi, que no esconde sus grandes deseos de recuperar el trono, con un próximo descubrimiento del sagrado mausoleo de Shi Huang Ti, verá que las condiciones para una restauración monárquica están servidas.
El anticuario Jiang me sobrecogió con sus palabras pero, sobre todo, por el ardor que ponía en ellas. Sin darme cuenta, quizá le miré más intensamente de lo que el decoro permitía. Si mi primera impresión de él fue la de estar delante de un auténtico mandarín, de un aristócrata, ahora estaba descubriendo a un chino apasionadamente entregado a su raza milenaria, afligido ante la decadencia de su pueblo y de su cultura, y lleno de desprecio hacia los manchúes que gobernaban su país desde hacía casi trescientos años.
Tichborne, que hasta entonces había estado bastante callado, ocupado en rellenar su copa para volverla a vaciar rápidamente y que, por falta de equilibrio, hacía algunos minutos que se había apoyado contra una de las paredes de la sala, soltó una estruendosa risotada:
– ¡Puyi debió de llevarse un gran susto cuando descubrió que, por culpa del inventario de tesoros que había ordenado, el cofre que le iba a dar el trono se le había escapado de las manos!
– Ahora estoy más seguro que nunca -terció el señor Jiang- de que los Viejos Gallos que vinieron a mi tienda contrataron a la Banda Verde y buscaron el amistoso apoyo del consulado japonés cuando descubrieron que no era tan fácil recuperar el documento con la verdadera historia del Príncipe de Gui.
– ¿Y qué vamos a hacer? -inquirí, angustiada.
El irlandés se separó de la pared sin dejar de sonreír mientras el anticuario entrecerraba los ojos para examinarme con atención mientras me preguntaba:
– ¿Qué haría usted, madame, si, en sus actuales circunstancias financieras, pudiera conseguir unos cuantos millones de francos…? Y fíjese que digo millones y no miles.
– Y yo, además de hacerme inmensamente rico -farfulló Paddy, tomando asiento de nuevo en su butaca-, conseguiré el reportaje de mi vida. ¡Qué digo! ¡El libro de mi vida! Y nuestro amigo Lao Jiang se convertirá en el anticuario más reputado del mundo. ¿Qué le parece, Mme. De Poulain?
– Sin embargo, lo más importante de todo, madame, es que impediríamos el regreso al poder de la dinastía manchú, evitando una catástrofe histórica y política a mi país.
Millones de francos, repetía mi mente, cansada ya a esas horas de la noche. Millones de francos. Podría liquidar las deudas de Rémy, conservar mi casa de París y mantener a mi sobrina, dedicándome sólo a pintar durante el resto de mi vida sin verme obligada a dar clases por ochenta miserables francos al mes. ¿Qué debía de sentirse al ser rico? Hacía tanto tiempo que contaba desesperadamente las monedas para hacer milagros con la comida, los lienzos, las pinturas y el queroseno que no podía ni imaginar lo que significaría tener millones de francos en el bolsillo. Era una locura. Pero tampoco había que olvidar la parte arriesgada de la empresa:
– ¿Y cómo esquivaremos a los eunucos de la Ciudad Prohibida? No…, en realidad, ¿cómo esquivaremos a los sicarios de la Banda Verde, que son los peligrosos?
– Bueno, hasta ahora lo hemos hecho bastante bien, ¿no es cierto, madame?-sonrió el señor Jiang-. Váyase a casa y espere mis instrucciones. Esté preparada para salir en cualquier momento a partir de esta noche.
– ¿Salir…? ¿Salir hacia dónde? -me alarmé de repente.
El anticuario y el periodista intercambiaron una mirada de complicidad, pero fue Paddy quien, con lengua de trapo, expresó la idea que les había pasado a ambos por la cabeza:
– Los tres pedazos del jiance se encuentran escondidos en tres lugares que fueron muy importantes durante la dinastía Ming, dos de los cuales están a muchos cientos de kilómetros Yangtsé arriba. Tendremos que viajar hacia el interior de China para llegar hasta allí.
¿En barco…? ¿Otra vez metida en un barco durante días y días remontando un río chino de miles de kilómetros perseguida, en esta ocasión, por eunucos, japoneses y mafiosos? ¿Acaso me estaba volviendo loca?
– ¿Y tengo que ir yo? -me preocupé, a lo mejor no era necesario-. Recuerde que soy responsable de mi sobrina y que no puedo abandonarla. Además, ¿de qué les iba a servir mi compañía?
Tichborne volvió a soltar una desagradable carcajada.
– ¡Bueno, si se fía de nosotros, pues quédese! Pero, en lo que a mí respecta, no le garantizo que esté dispuesto a compartir mi parte cuando volvamos. ¡Es más, ni siquiera estoy de acuerdo en que usted participe en esta expedición! Ya le dije a Lao Jiang que usted no tenía por qué enterarse de nada de esto, pero él se empeñó.
– Escuche, madame -se apresuró a decir el anticuario, inclinándose ligeramente hacia mí-. No haga caso a Paddy. Ha bebido demasiado. Sin las consecuencias del alcohol, este hombre es un prodigio de saber al que yo mismo consulto en muchas ocasiones. Lo malo es que sus resacas suelen durar varios días. -Tichborne volvió a reír y el señor Jiang apretó con fuerza la empuñadura del bastón como si quisiera retenerlo para que no golpeara por su cuenta al irlandés-. Son sus vidas, madame, la suya y la de su sobrina, las que están en peligro y no las de Paddy o la mía y, además, el cofre era de Rémy, no debemos olvidarlo. Usted tiene, por tanto, el mismo derecho que nosotros a una parte de lo que encontremos en el mausoleo, pero eso significa que debe acompañarnos forzosamente. Si se queda en Shanghai nadie podrá garantizar su seguridad. En cuanto la Banda Verde descubra que Paddy y yo hemos desaparecido, vendrán en nuestra busca porque no son tontos. Usted y su sobrina serán entonces sus víctimas. Y ya sabe cómo actúan. Ese cofre es muy valioso. ¿Cree que correrán tras nosotros y que a usted la dejarán en paz? No lo espere, madame. Lo más sensato es que vayamos los tres, que los tres escapemos de Shanghai juntos y que intentemos no ser atrapados hasta que consigamos llegar al mausoleo. Una vez que el descubrimiento se haga público con nuestros nombres, Puyi y los Enanos Pardos no podrán hacer nada y tendrán que buscar la restauración por otros cauces. Hágame caso, madame, por favor. Paddy y yo ultimaremos los detalles. Prepare también a la joven hija de su hermana. No puede dejarla en Shanghai, así que tendremos que llevárnosla.
– Va a ser muy peligroso -murmuré. Menos mal que estaba sentada porque no sé si hubiera podido mantenerme en pie.
– Sí, madame, lo será, pero, con un poco de suerte e inteligencia, lo conseguiremos. Sus problemas económicos se habrán terminado para siempre. De hecho, creo que, de los tres, usted es la que tiene más motivos para emprender esta aventura y, así, poder regresar a París sana y salva. La Banda Verde está relacionada con otras sociedades secretas chinas como el Loto Blanco, Razón Celeste, Pequeño Cuchillo, la Tríada… que se han extendido fuera de este país, especialmente en Meiguo [11] y en Faguo [12].
– En Estados Unidos y en Francia -me aclaró Tichborne.
– Lo que intento decirle es que ni siquiera podría escapar tranquila a Faguo porque también allí conseguirían matarla si no deja este asunto resuelto en China. Usted no conoce el poder de las sociedades secretas.
– ¡Está bien, está bien! Iremos -exclamé.
El temor me oprimía la garganta. ¿Cómo se me ocurría involucrar a la niña en una situación tan peligrosa? Si le pasara algo nunca me lo perdonaría. Aunque el señor Jiang tenía razón: también podía ocurrirle en Shanghai o en Faguo. En realidad, Fernanda había caído en una trampa mortal por mi culpa y yo me sentía terriblemente mal al pensarlo.
– Y, ahora, para que se anime un poco, escuche esto, madame -propuso alegremente el anticuario, cogiendo el minúsculo libro de encima de la mesa y usando como lupa un segundo par de gafas, que sacó de un bolsillo de su chaleco, para ver los pequeñísimos caracteres del diminuto acordeón de papel que sostenía en una mano-. ¿Dónde estaba…? ¡Ah, sí! Aquí, eso es… Preste atención. Nos encontramos en Birmania, en la cena que el Príncipe de Gui celebra con sus amigos la noche antes de ser entregado al general de los Qing, ¿de acuerdo? Bien, veamos… Dice el príncipe a sus amigos: «Poneos disfraces y haceos pasar por otras personas para que, así, podáis atravesar las líneas del ejército de Wu Sangui sin peligro para vuestras vidas. Subid hacia el norte, hacia las tierras centrales de China, hasta que lleguéis a las riberas del Yangtsé. Una vez allí, tú, licenciado Wan, dirígete hacia el Este hasta llegar a los bancos del delta del río. Busca acomodo en Tung-ka-tow, en el condado de Songjiang, encuentra los hermosos jardines Ming que imitan en todo a los jardines imperiales de Pekín, y esconde en ellos el pedazo que te ha correspondido del jiance. El mejor lugar sería, sin duda, bajo el famoso puente que zigzaguea. Tú, médico Yao, dirígete a Nanking [13], la Capital del Sur, donde están las tumbas de aquellos primeros antepasados míos que gobernaron China desde allí, y busca en la Puerta Jubao la marca del artesano Wei de la región de Xin'an, provincia de Chekiang [14], para depositar allí tu fragmento. Y tú, maestro geomántico Yue Ling, no permitas que te descubran hasta llegar al pequeño puerto pesquero de Hankow, donde emprenderás el largo y difícil camino hacia el Oeste que te llevará hasta las montañas Qin Ling y, una vez allí, al honorable monasterio de Wudang y pedirás al abad que guarde tu pedazo del libro. Después de poner a buen recaudo el jiance, huid para salvar vuestras vidas, pues los Qing no se van a conformar con matar a nueve generaciones de mi familia sino que asesinarán también a todos nuestros amigos.»
El mensaje del Príncipe de Gui debía de estar muy claro para el señor Jiang y para Tichborne porque, cuando el anticuario terminó de leer, ambos sonreían con tanta alegría y de una manera tan exuberante que parecían niños pequeños frente a un juguete nuevo.
– ¿Lo entiende, madame?-farfulló el irlandés-. Conocemos los lugares exactos en los que están escondidos los fragmentos del jiance y podemos ir a por ellos cuando queramos.
– Bueno, lo cierto es que yo no he entendido mucho del mensaje pero supongo que ustedes dos sí.
– Efectivamente, Mme. De Poulain -concluyó el anticuario-. Y, el primer fragmento, el que escondió el licenciado Wan, está aquí, en Shanghai.
– ¡Vaya!
– El fragmento de Wan, según el mensaje del libro, se encuentra bajo un puente que zigzaguea en unos jardines estilo Ming situados en un lugar llamado Tung-ka-tow, en el delta del Yangtsé. Estamos en el delta; Tung-ka-tow era el nombre de la antigua ciudadela china que dio origen a lo que hoy es Shanghai y que aún persiste dentro de lo que se conoce como Nantao, la vieja ciudad china; y en el corazón de Nantao, en lo que fue Tung-ka-tow, existen, efectivamente, unos viejos jardines abandonados y llenos de inmundicia, los jardines Yuyuan, que se dice fueron construidos por un oficial Ming a imitación de los jardines imperiales de Pekín. Apenas queda nada de ellos. Están en una zona muy pobre y peligrosa y sólo los visitan algunos Yang-kwei curiosos debido a que, en el centro de lo que debió de ser un hermoso lago, hay una isla con un establecimiento donde se puede tomar el té.
– ¿Y a que no se imagina, madame, cómo es el puente que lleva al pabellón de la isla? -preguntó Paddy.
No tuve que pensar mucho.
– ¿Zigzagueante?
– ¡Premio!
– Es una suerte magnífica que el primer pedazo se encuentre aquí, en Shanghai -señalé-, ya que, si no está, significará que el texto es falso y no habrá que hacer ningún viaje, ¿verdad?
Ambos volvieron a cruzar una mirada de complicidad. Se veía en sus caras que no estaban dispuestos a dar cuartelillo a mi idea. Pero otro pensamiento, más preocupante, ocupaba ya mi cabeza cuando dejaron de mirarse y se volvieron hacia mí.
– ¿Cómo voy a escabullirme de los vigilantes de la Banda Verde? Si me están siguiendo a todas partes, va a resultar imposible esquivarlos para escapar sin que se den cuenta. Una cosa es dejarlos en la puerta, esperando como ahora, y, otra, abandonar Shanghai delante de sus narices.
– En eso tiene usted razón, madame -aceptó el señor Jiang, quien, por unos momentos quedó sumido en una profunda reflexión, al cabo de la cual, me miró con ojos brillantes-. Ya sé lo que vamos a hacer. Hable con la señora Zhong y pídale que, discretamente, consiga ropa china para su sobrina y para usted. No creo que le resulte difícil hacerse con algunas prendas de las criadas. Además, sus pies grandes las ayudarán mucho a dar la imagen de sirvientas. Intenten también arreglarse el pelo como lo haría una mujer china, aunque va a ser difícil teniendo usted el pelo corto y ondulado, y, por supuesto, maquíllense de manera que sus ojos occidentales no resulten tan evidentes. Por último, salgan de la casa en compañía de varios criados, de manera que pasen ustedes desapercibidas dentro del grupo y, con todo esto, confío en que no las descubran.
Estaba horrorizada. ¿Cuándo se había visto que una mujer de buena familia se disfrazase de sirvienta doméstica y, además, de otra raza distinta a la suya? Ni siquiera durante el Carnaval, en Europa, se daban situaciones así. Hubiera resultado zafio.
– ¿Qué les parece si terminamos la reunión? -bramó el gordo irlandés desde el fondo de su asiento-. Resulta que son las nueve de la noche y estamos sin cenar.
En eso tenía razón. Si yo sentía ya un poco de hambre y seguía guiándome, más o menos, por el tardío horario español de comidas (no había conseguido acostumbrarme al europeo), ellos debían de estar famélicos.
– Espere noticias mías, madame -terminó el señor Jiang, incorporándose lleno de entusiasmo-. Tenemos un gran viaje por delante.
Un viaje de miles de kilómetros por un país desconocido, pensé. Una amarga sonrisa se me dibujó en los labios sin querer al recordar quehabía planeado comprar los billetes para el primer paquebote que saliera de Shanghai en los días siguientes. Seguía sin ver la hora de marcharme de China, pero, si todo salía bien, podría deshacerme de las deudas de Rémy y recuperar para siempre mi vida tranquila en París, paseando por la rive gauche los domingos por la mañana. La seguridad de Fernanda era lo que más me preocupaba de todo aquel asunto. La niña, por poco que la apreciara, no dejaba de ser una pieza inocente de mi ruina económica y, cuando se enterase de que debía disfrazarse de china y viajar en barco por el Yangtsé para recuperar los pedazos de un viejo libro, escapando de los mismos asesinos que habían terminado con la vida de Rémy, iba a protestar enérgicamente y con toda la razón. ¿Qué podría decirle para que entendiera que, si se quedaba en Shanghai, corría mucho más peligro? De repente, se me ocurrió la solución: ¿por qué no se quedaba con el padre Castrillo, en la misión de los agustinos, mientras yo estaba fuera? Sería perfecto.
– ¡Ah, no, de eso nada! -exclamó, ofendida, cuando se lo propuse. Estábamos en el pequeño gabinete contiguo al despacho de Rémy (también allí, como en el resto de la casa, todo era simétrico y equilibrado), sentadas en un par de sillas de altos respaldos suavemente curvados, junto a un biombo plegadizo que ocultaba un ma-t'ung. La había hecho levantar de la cama cuando regresé y la pobre llevaba puesto un camisón horrible bajo una bata más fea aún y el pelo extrañamente suelto. A la luz de las velas parecía un espectro salido de los infiernos. Mientras cenaba rápidamente una torta rellena de pato con guarnición de setas y unos huevos de milano, le había contado, a grandes trazos y sin conseguir recordar esos complicados nombres chinos, la leyenda del Príncipe de Gui y el secreto de la tumba del Primer Emperador.
– No hay nada más que hablar -repuse, decidida-. Te quedas en la misión bajo la protección del padre Castrillo. Hablaré con él mañana por la mañana. Te acompañaré a misa y le pediré el favor.
– Yo voy con usted.
– Te estoy diciendo que no, Fernanda. No se hable más.
– Y yo le digo que sí, que voy con usted.
– Muy bien, insiste si quieres, pero mi decisión está tomada y no vamos a perder toda la noche discutiendo. Estoy realmente cansada. El único rato de paz que he tenido desde que desembarcamos ha sido el de esta tarde en el jardín. No puedo con mi alma, Fernanda, así que no me hagas pelear.
Los ojos se le llenaron de rabia y de resentimiento y, de un salto, se puso en pie y salió del pabellón pisando fuerte, con un orgullo tan grande como el de don Rodrigo en la horca. Pero mi decisión estaba tomada. No quería llevar ese cargo en la conciencia. La niña se quedaba en Shanghai, con el padre Castrillo. Aunque, naturalmente, cuando se atraviesa una racha de mala suerte como la mía, siempre hay que contar con que todo se tuerce para que no tengamos ni un pequeño respiro, de manera que, a las cinco de la madrugada, cuando me despertó la luz de una vela que brillaba en las manos de la señora Zhong, supe que mi plan se había desbaratado; acababa de llegar el vendedor de pescado con los primeros ejemplares capturados en Shanghai aquella noche y traía un mensaje urgente del señor Jiang:
– «A la hora del dragón en la Puerta Norte de Nantao».
Suspiré, sacando los pies de la cama.
– ¿Sería tan amable de traducirlo a un lenguaje comprensible, señora Zhong?
– A las siete de la mañana -susurró, haciendo pantalla con la mano sobre la llama y dejándome en la más siniestra oscuridad-, en la antigua puerta del norte de la ciudad china.
– ¿Y dónde está eso?
– Muy cerca de aquí, ya le explicaré cómo llegar mientras se viste. Aquí tiene la ropa que me pidió anoche. Voy a despertar a mademoiselle Fernanda mientras usted se lava.
Media hora después, al mirarme en el espejo, apenas podía creer lo que veía: enfundada en unos gastados pantalones y una blusa de descolorido algodón azul, y calzada con unos ligeros zapatos de fieltro negro, mi aspecto era el de una extraña que, gracias a un flamante flequillo de pelo lacio, a unos pómulos resaltados por el maquillaje y a unos ojos orientales delineados por unos finos bastoncillos impregnados en tinta, bien podía ser una sirvienta o una campesina natural del país. La señora Zhong añadió algunos coloridos collares que resultaron ser amuletos y que dieron un poco de vida a mi pálida cara. No daba crédito a la imagen del espejo y aún menos al aspecto de la robusta joven china que se coló en mi habitación ataviada y maquillada de igual modo aunque con una larga coleta a la espalda y, en los pies, unas viejas sandalias de cáñamo. La cara de Fernanda relucía de satisfacción igual que cuando descendimos del André Lebon. Estaba claro que lo que aquella niña necesitaba de verdad era libertad y acción. Quizá mi hermana Carmen y yo éramos, por temperamento, las caras opuestas de una misma moneda familiar pero, desde luego, su hija había nacido con las dos facetas.
A las seis y media de la mañana, en el centro de un grupo de criados a los que la señora Zhong había ordenado dirigirse a la ciudad china para comprar diversos productos que sólo allí se podían adquirir, salimos de la casa cargando al hombro unos grandes cestos vacíos que nos servirían para ocultarnos aún más a los ojos de cualquier vigilante. La calle parecía desierta, aunque del cercano Boulevard de Montigny llegaban los ruidos de la vida matinal que comenzaba. Extrañamente, me pareció distinguir al mismo par de menudas viejecitas sucias y harapientas que circulaban por delante del consulado español la noche de la recepción. Me llevé un susto de muerte: ¿eran ellas las espías de la Banda Verde? Desde luego, si eran las mismas -y lo parecían-, la cosa no ofrecía dudas. Noté que me ponía mucho más nerviosa de lo que ya estaba antes de salir de la casa y no le dije nada a Fernanda, que caminaba junto a su espigado criado Biao, el muchacho que hablaba castellano, para que no hiciera ningún gesto que pudiera despertar la atención de las ancianas. Hasta llegar a L'École Franco-Chinoise, en la esquina de Montigny con Ningpo, estuve girando la cabeza con disimulo para comprobar si nos seguían, pero no volví a verlas. Lo habíamos conseguido.
Pronto nos encontramos frente a lo que, tiempo atrás, fue la llamada Puerta Norte, es decir, la entrada posterior de la vieja ciudad china amurallada, ya que los amarillos consideran que el punto cardinal principal es el Sur (hacia donde señalan sus brújulas, al contrario que las nuestras) y, por este motivo, orientan en esa dirección las puertas delanteras de sus casas y de sus ciudades. El norte, por lo tanto, es la parte de atrás en la concepción china del espacio. Pero allí ya no había ninguna puerta, como tampoco había murallas; se trataba simplemente de una calle un poco más ancha de lo normal que se adentraba en Nantao pero que conservaba el viejo nombre y, en uno de sus lados, disfrazados como nosotras de humildes siervos celestes, esperaban unos desconocidos Lao Jiang y Paddy Tichborne -este último, con un amplio sombrero de cono en la cabeza-, a los que identifiqué porque se nos quedaron mirando con más atención de la normal. Luego supe que también a ellos les había costado reconocernos. Y no era de extrañar.
Los criados de la casa se separaron de nosotras sin alharacas ni despedidas, quitándonos de las manos los canastos y entregándonos los hatos con nuestras pertenencias para, luego, continuar tranquilamente su camino por las callejuelas estrechas, sinuosas y húmedas de la ciudad china. Entonces fue cuando me di cuenta de que Biao se había quedado junto a Fernanda.
– ¿Qué hace él aquí? -le pregunté con acritud a mi sobrina.
– Se viene con nosotras, tía -me explicó tranquilamente.
– Ya le estás mandando de vuelta a casa ahora mismo.
– Biao es mi criado e irá donde yo vaya.
– ¡Fernanda…! -exclamé subiendo el tono de voz.
– No grite, madame -me indicó el señor Jiang, iniciando un tranquilo paseo hacia el final de la calle. Me resultaba raro verle sin sus uñas de oro ni su bonito bastón de bambú y ataviado con aquella pobre túnica beige yun sombrero occidental.
– ¡Fernanda! -susurré, siguiendo al anticuario y sujetando a mi sobrina por un brazo de tal manera que, al mismo tiempo, le estaba dando un pellizco de los que hacen historia.
– Lo siento, tía -me respondió también en susurros, sin inmutarse por el pellizco-. Se viene.
Algún día la mataría y disfrutaría bailando sobre su cadáver pero, en aquel momento, no podía hacer nada más que disculparme ante el señor Jiang y Paddy Tichborne.
– No se preocupe, madame -repuso tranquilamente Lao Jiang sin dejar de vigilar en todas direcciones con disimulo-. Nos vendrá bien un criado que sepa preparar el té.
Biao dijo algo en chino que no comprendí. A mí, las frases chinas me sonaban igual que los quejidos de una chaira de carnicero pasando sobre los picos de una sierra: un montón de monosílabos que subían, bajaban y volvían a subir de timbre y entonación creando una música extraña de notas incompatibles. Pero, en fin, era evidente que entre ellos se entendían, así que aquella paleta de cacofonías debía de tener algún sentido. Lao Jiang, sin embargo, le contestó en su magnífico francés:
– Muy bien, Pequeño Tigre. Prepararás el té y servirás las comidas. Ayudarás a tu joven ama, obedecerás las órdenes de todos y serás humilde y silencioso. ¿Lo has entendido?
– Sí, Venerable.
– Pues, vamos. El jardín Yuyuan está ahí mismo.
Avanzamos, abriéndonos paso con los codos, entre una masa de celestes que deambulaban por las malolientes callejuelas pobladas de tiendecitas pobretonas en las que se vendía cualquier cosa imaginable: jaulas de pájaros, ropa vieja, bicicletas, peces de colores, carne de dudosa identificación, orinales, escupideras, pan caliente, hierbas aromáticas… Vi un par de talleres en los que se fabricaban preciosos muebles y ataúdes al mismo tiempo. Mendigos, leprosos sin manos o nariz, comerciantes, músicos callejeros, equilibristas, buhoneros y parroquianos regateaban, pedían limosna, cantaban o hablaban a gritos formando una terrible barahúnda bajo los vistosos rótulos verticales con ideogramas chinos pintados de oro, bermellón y negro que colgaban de lo alto. Escuché cómo Tichborne se entretenía traduciendo en voz alta los carteles: «Pociones de Serpiente», «Píldoras Benévolas», «Tónico de Tigre», «Cuatro Tesoros Literarios»…
De repente, los altos muros de los jardines Yuyuan aparecieron al doblar una esquina. Unos grandes dragones de fauces abiertas y retorcidos bigotes protegían, desde arriba, la puerta de entrada, que estaba abierta y desvencijada. Sus lomos negros y ondulantes descansaban sobre todo el perímetro del muro hasta donde la vista alcanzaba. Luego, fijándome mejor, descubrí que lo que me habían parecido bigotes no eran sino la representación del humo que les salía por los agujeros de la nariz, pero para eso tuve que cruzar la entrada y pasar justo por debajo de ellos.
En el interior ya no quedaban jardines. El terreno se había llenado de casas miserables, de chozas construidas con palos y telas, apiñadas unas contra otras hasta ocupar todo el espacio disponible. Niños sucios y desnudos correteaban arriba y abajo y las mujeres barrían el suelo frente a sus viviendas con un manojo de paja que las obligaba a doblarse por la mitad. El olor era nauseabundo y enjambres de moscas negras zumbaban, frenéticas por el calor, sobre el estiércol acumulado en los rincones y las esquinas. Todos nos miraban con curiosidad aunque no parecieron darse cuenta de que, de los cinco que formábamos el grupo, tres éramos Narices Grandes, diablos extranjeros.
– Ustedes, los Yang-kwei -comentó Lao Jiang caminando con seguridad por las veredas llenas de desperdicios-, llaman a este lugar el Jardín del Mandarín. ¿Sabe que la palabra «mandarín» no existe en chino? Cuando los portugueses llegaron a nuestras costas hace algunos siglos dieron ese nombre despectivo a las autoridades locales, a los funcionarios del Gobierno que mandaban. Y se les quedó para siempre el apodo de mandarines. Pero los hijos de Han no lo utilizamos.
– De todos modos -señalé-, el nombre de Jardín del Mandarín es muy bonito.
– Para nosotros no, madame. Para nosotros resulta mucho más bonito su nombre chino, Yuyuan, que significa Jardín de la Salud y la Tranquilidad.
– Pues ya no parece ni muy saludable ni muy tranquilo -rezongó Tichborne, dando un puntapié a una rata muerta y lanzándola sobre una montaña de basura. Fernanda ahogó un grito de asco llevándose la mano a la boca.
– Pan Yunduan, el oficial Ming que ordenó su construcción hace cuatro siglos -repuso el anticuario con orgullo-, quiso ofrecer a sus ancianos padres un lugar idéntico en belleza a los jardines imperiales de Pekín para que pudieran disfrutar de salud y tranquilidad durante los últimos años de su vida. La fama de este lugar llegó a todos los rincones del Imperio Medio.
– Pues será como tú dices -añadió desagradablemente el periodista-, pero hoy es un asqueroso vertedero.
– Hoy es el lugar -objetó Lao Jiang- donde viven los más pobres de mi pueblo.
Aquella frase me recordó las arengas marxistas de la Revolución bolchevique del 17, pero me abstuve de hacer ningún comentario al respecto. En temas políticos era mejor no meterse porque, al parecer, tanto en China como en Europa las sensibilidades estaban a flor de piel desde que había pasado lo de Rusia. Incluso en España, por lo que yo sabía, hasta la poderosa e implacable oligarquía terrateniente, integrada sobre todo por la nobleza, estaba admitiendo pequeñas mejoras en las terribles condiciones de vida de sus aparceros para evitar males mayores. «Cuando veas las barbas de tu vecino cortar…», se estarían diciendo. A mí me parecía bien que tuvieran el susto en el cuerpo. A ver si, así, las cosas empezaban a cambiar un poco.
– ¡El lago! -exclamó, de pronto, el gordo Paddy y, al mismo tiempo, sin que mediara tiempo para reaccionar, el rugido de cuatro o cinco gargantas resonó a nuestras espaldas de una forma terriblemente amenazadora. Apenas pude girar sobre mí misma antes de ver a un grupo de sicarios volando por el aire hacia nosotros con los pies extendidos.
Lo que vino a continuación fue una de las escenas más insólitas que he contemplado en toda mi vida. El señor Jiang, a la velocidad del rayo, extrajo de su túnica un largo abanico de, al menos, el doble del tamaño normal y, con un golpe fulminante nos lanzó a Fernanda, a Biao, a Tichborne y a mí hacia atrás, contra el suelo, a mucha distancia. No recuerdo que me hiciera daño, pero la fuerza con la que me impulsó podía haber sido la de un ómnibus de París. Sin embargo, lo más increíble de todo fue que, apenas rozamos el suelo, el señor Jiang ya estaba peleando con los cinco matones al mismo tiempo sin apenas moverse y con el brazo izquierdo tranquilamente apoyado en la espalda, como si sostuviera una agradable conversación con unos amigos. Uno de los sicarios lanzó la pierna para darle una fortísima patada y el señor Jiang, sosteniendo tranquilamente el abanico contra el vientre, le golpeó con su pie de manera que la pierna del sicario rebotó hacia atrás pegando de lleno a uno de sus compañeros y lanzándolo contra un montón de basura. El tipo debió de quedar inconsciente porque ya no se movió y el de la patada, que había perdido el equilibrio, fue dando tumbos y moviendo los brazos en el aire hasta ir a estrellarse contra una gran roca que le dio de lleno en la cabeza y le hizo rebotar hacia atrás como una pelota. Mientras tanto, un tercer esbirro había tomado velocidad e intentaba propinar, en plena carrera, un terrible puntapié al señor Jiang por la izquierda. Pero el anticuario, que seguía sin alterarse, paró el golpe con el abanico, descargándoselo sobre el empeine. No quisiera equivocarme, porque lo que estoy contando ocurría con una rapidez tal que los ojos casi no podían seguirlo (y yo estaba todavía en el suelo, intentando levantarme), pero diría que, en ese momento, el esbirro, mientras retiraba la pierna, lanzaba el puño hacia el estómago de Lao Jiang, el cual, con toda parsimonia, le golpeó con el abanico en la muñeca y, de ahí, subió a la cara y le golpeó también. El tipo emitió un grito horrible y, al tiempo que su mejilla izquierda empezaba a sangrar abundantemente, su mano y su pie derechos colgaban, exánimes, como esos animales desollados que habíamos visto en las carnicerías suspendidos de un gancho. Mientras, otros dos sicarios se echaban a la carrera contra Lao Jiang con los puños extendidos; el primero se llevó un tremendo golpe de abanico en las costillas que lo dejó sin respiración y, el segundo, en el brazo con el que iba a batir al anticuario, de manera que ambos quedaron a un tiempo vacilantes permitiendo al señor Jiang aprovechar esos breves segundos para propinar, a uno, un tremendo abanicazo en la cabeza que lo hizo desplomarse contra el suelo como un pelele sin conocimiento y, al otro, una patada brutal en el estómago que lo catapultó hacia atrás encogido sobre sí mismo. Ninguno volvió a moverse.
– Vamos, deprisa -masculló el anticuario, volviéndose hacia nosotros que, puestos por fin en pie, contemplábamos la escena petrificados por el asombro.
Biao fue el primero en reaccionar. Saltando como un gato se encaró con los dos matones que gemían en el suelo, haciéndolos reaccionar y emprender dificultosamente la huida mientras el señor Jiang se inclinaba sobre los tres que permanecían inconscientes y, con movimientos rápidos, les bailó los dedos sobre el cuello, presionando misteriosamente, incorporándose luego con un suspiro de satisfacción y una sonrisa en los labios.
Fernanda, Tichborne y yo continuábamos convertidos en estatuas de sal. Todo había ocurrido en menos de un minuto.
– Nunca me habías dicho que dominabas los secretos de la lucha, Lao Jiang -balbució el periodista, peinándose las ralas greñas grises con las manos y calándose bien el sombrero de paja.
– Como dice Sun Tzu [15], Paddy: «No confíes en que el enemigo no venga. Confía en que lo esperas. No confíes en que no te ataque. Confía en cómo puedes ser inatacable.»
Yo quería saber más sobre lo que acababa de ver pero mi boca se negaba a moverse. Estaba tan perpleja, tan impresionada, que no podía reaccionar.
– Vamos, madame -me animó el anticuario dirigiéndose hacia el lago.
Fernanda se había quedado igual de inmóvil y silenciosa que yo. Cuando Biao regresó junto a ella, luciendo una de esas sonrisas deslumbrantes y contagiosas de los chinos, mi sobrina le tomó por el brazo y le detuvo:
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó en castellano sin aliento-. ¿Qué tipo de pelea ha sido ésa?
– Pues…, a lo mejor es lo que llaman lucha Shaolin, Joven Ama. No estoy seguro. Lo que sí sé es que así luchan los monjes en las montañas sagradas.
– ¿El señor Jiang es un monje? -se extrañó Fernanda.
– No, Joven Ama. Los monjes llevan la cabeza rapada y visten túnicas. -No parecía muy seguro de este detalle, a pesar del aplomo con el que hablaba-. El señor Jiang ha debido de recibir las enseñanzas de algún maestro itinerante. Dicen que algunos viajan de incógnito por el país.
– ¿Y utilizan el abanico como arma? -preguntó aún más sorprendida mi sobrina, sacando el suyo de uno de los múltiples bolsillos que tenían sus calzones chinos y mirándolo como si no lo hubiera visto nunca antes.
– Utilizan cualquier cosa, Joven Ama. En China son muy famosos por sus habilidades. La gente dice que tienen poderes mentales que los hacen invencibles. Pero el abanico del señor Jiang no es como el que tiene usted. El del señor Jiang es de acero y sus varillas son cuchillas afiladas. Yo vi uno de esos cuando era pequeño.
No pude evitar sonreír ante este último comentario. ¿Acaso creía Biao que ya era un hombre hecho y derecho? En cualquier caso, mientras nos dirigíamos hacia un lago de aguas turbias y verdosas, en cuyo centro destacaba un gran pabellón de dos pisos con unos tejados negros exageradamente cornudos, observé al anticuario con un nuevo interés. Acababa de entrar en un extraño puente zigzagueante seguido por Paddy, que inclinaba ligeramente la cabeza examinando el suelo de macizos bloques de granito. El anticuario miraba al frente, al destartalado y solitario quiosco construido sobre la isla artificial. Mis ojos empezaban a acostumbrarse a las formas chinas y por eso pude advertir la originalidad del edificio. Había una cierta belleza en él, algo profundamente sensual y armonioso, tan elegante como el propio anticuario.
– ¡El puente tiene cuatro esquinas, Lao Jiang! -voceó Tichborne para que todos le oyéramos.
– No. Te equivocas. Tiene siete.
– ¿Siete?
– Continúa por el otro lado del pabellón.
– ¡Es muy largo! -se quejó el irlandés-. ¿Cómo vamos a saber dónde buscar?
Al poco, los cinco recorríamos la pasarela arriba y abajo en busca de algo que llamara nuestra atención. Algunos ancianos nos contemplaban con curiosidad desde las balaustradas de las viviendas cercanas construidas dentro del jardín y dos o tres personas se habían acercado a los sicarios inconscientes y se reían de ellos. Me pregunté qué les habría hecho en el cuello el señor Jiang. Finalmente, nos reunimos ante la puerta cerrada del pabellón y tuvimos que admitir que en el puente no había nada extraordinario como no fuera la gran cantidad de carpas brillantes que asomaban sus lomos en el agua verdosa que ondulaba debajo de él. Algunas eran tan largas como mi brazo y tan gordas como botijos y las había de muchos colores: blancas, amarillas, anaranjadas e, incluso, negras, pero todas relucientes como perlas o diamantes.
– ¿Por qué construirían este puente con una forma tan rara? -pregunté-. Hay que caminar mucho para ir de un lado a otro.
– ¡Por los espíritus! -exclamó Biao, con cara de susto.
– Los chinos creen que los malos espíritus sólo pueden avanzar en línea recta -gruñó el gordo Paddy, alejándose de nuevo hacia la zona derecha del puente.
– Ahora vamos a tener que mojarnos -anunció Lao Jiang-. Debemos revisar el puente por debajo. Como dijo el Príncipe de Gui: «El mejor lugar sería, sin duda, bajo el famoso puente que zigzaguea.»
– Pero ¿qué locura es ésta? -pregunté horrorizada a mi sobrina que estaba a mi lado un instante antes. Pero, junto con Lao Jiang y su criado Biao, Fernanda caminaba ya hacia tierra firme con la intención de meterse en el lago de aguas verdes. Paddy, que regresaba, me miró con ojos amustiados.
– Esperaba no tener que llegar a esto. ¿Quiere que nosotros dos saltemos desde aquí? -preguntó irónicamente, siguiendo los pasos de los tres locos que ya salían del puente por el otro extremo.
No me moví. En absoluto estaba dispuesta a meterme en esas aguas sucias llenas de peces vivos más grandes que un niño de dos años. A saber cuántos microbios albergaban, cuántas enfermedades podrían cogerse allí. Morir de fiebres no entraba en mis planes ni tampoco en los de mi sobrina.
– ¡Fernanda! -grité-. ¡Fernanda, ven aquí ahora mismo!
Pero, mientras que todo un vecindario de ojos rasgados se asomó a los balcones al reclamo de mis gritos para ver qué pasaba, la niña hizo oídos sordos.
– ¡Fernanda! ¡Fernanda!
Sabía que me estaba oyendo, así que, con todo el dolor de mi corazón, no tuve más remedio que claudicar. Algún día, me dije satisfecha, algún día colgaría su rollizo cuerpo de un gancho carnicero.
– ¡Fernandina!
Se detuvo y giró la cabeza para mirarme.
– ¿Qué quiere, tía? -respondió.
Si las miradas matasen, la niña habría caído muerta en ese mismo momento.
– ¡Ven aquí!
– ¿Por qué?
– Porque no quiero que te metas en ese lago ponzoñoso. Podrías caer enferma.
En ese momento se oyó el ruido de un cuerpo al chocar contra el agua. Biao, haciendo honor a su nombre, había saltado a la sopa verde sin pensárselo dos veces. El anticuario, tras quitarse las gafas de concha y dejarlas en el suelo, descendía por unas pequeñas escalerillas talladas en la piedra y ya tenía las piernas metidas hasta las rodillas. La túnica beige empezaba a flotar a su alrededor. O estaban locos o eran unos ignorantes. En la guerra, mucha gente había muerto por beber agua contaminada y hubo epidemias terribles que los médicos intentaron atajar obligando a hervir los líquidos antes de ingerirlos.
– No se preocupe tanto, Mme. De Poulain -voceó Lao Jiang terminando de meterse en el lago hasta el cuello-. No va a pasarnos nada.
– Yo no estaría tan segura, señor Jiang.
– Entonces, usted no se meta porque enfermará.
– Y mi sobrina tampoco.
Fernanda, obediente pese a todo, se había quedado en el borde del lago, mirando cómo Biao nadaba de un lado para otro igual que un pez y Tichborne, después de quitarse el sombrero de paja aceitada, bajó también las escalerillas y siguió al anticuario, que se dirigía con paso tranquilo hacia la parte inferior del puente. En algún momento dejó de hacer pie y empezó a bracear. Al poco, ya tenía a los tres nadando debajo de mí, y Fernanda, viendo que yo estaba mejor situada para observar lo que ocurría, se acercó y se puso a mi lado. Ambas nos asomamos por la barandilla.
– ¿Ves algo, Lao Jiang? -se oyó preguntar a Paddy, resoplando.
– No.
– ¿Y tú, Biao?
– No, yo tampoco, pero las carpas intentan morderme.
El niño estaba cerca de las rocas que formaban la isla del pabellón y le vimos salir de allí a toda velocidad perseguido por unas carpas anaranjadas y negras que parecían perros de presa.
– Las carpas no muerden, Biao. Tienen la boca demasiado pequeña -comentó Paddy sin resuello-. Mejor será examinar la otra parte, la de las tres esquinas.
Fernanda y yo les seguimos desde arriba y esperamos pacientemente a que terminaran de inspeccionar todos y cada uno de los pilares de piedra que sujetaban la estructura.
– No creo que haya nada por aquí, señor Jiang -bufó Biao sacando la cabeza del agua. Una ramita verde le colgaba del pelo.
Ahora el anticuario sí parecía enfadado. Desde arriba pude distinguir con claridad su ceño fruncido.
– Tiene que estar, tiene que estar… -salmodió y volvió a sumergirse en la sopa con gesto decidido.
Pequeño Tigre levantó la cabeza para mirar a Fernanda y puso una mueca de duda en la cara para que la viera la niña. Luego, desapareció otra vez.
Paddy, nadando cansinamente, se dirigió hacia las escalerillas. Era evidente que no podía más y que se había dado por vencido. Salió del agua con toda la ropa pegada al cuerpo, echándose hacia atrás las dos mechas de pelo mojado -en realidad eran las patillas, muy largas, que utilizaba para cubrir el descampado superior-. En cuanto llegó arriba, se dejó caer en el suelo, agotado, y, sin moverse de donde estaba, nos hizo una señal de saludo con la mano.
Lao Jiang y Biao continuaron su búsqueda bajo el puente. El sol avanzaba en el cielo y la luz se hacía más intensa, más blanca. El anciano y el niño pasaron varias veces cerca de las rocas que formaban la base de la isla artificial y, siempre que lo hacían, un banco de carpas de aspecto fiero les golpeaba de manera enloquecida hasta que conseguía alejarles. La tercera vez que ocurrió, Lao Jiang ya no se movió. Ni Fernanda ni yo podíamos verlo pero la cara de Biao, que escapaba nadando como un ratón perseguido por una manada de gatos salvajes, era lo suficientemente expresiva como para adivinar que algo malo estaba ocurriendo. Fernanda no pudo contenerse:
– ¿Y el señor Jiang, Biao?
El niño zarandeó la cabeza para sacudirse el agua y miró en dirección al anciano.
– ¡Entre las carpas! -vociferó, asustado. Las que le perseguían a él habían dado la vuelta y regresaban para sumarse a las que continuaban aporreando a Lao Jiang-. ¡No se mueve!
– ¿Cómo que no se mueve? -me espanté. ¿Le habría pasado algo? ¿Se estaría ahogando?-. ¡Ayúdale! ¡Sácale de ahí!
– ¡Bu… bu [16]! ¡No puedo! Pero está bien, parece que está bien, sólo que no se mueve.
Alterado por los gritos, Tichborne se había levantado del suelo y corría como podía para bajar las escaleras y volver al agua.
– Me está haciendo gestos con las manos -explicó el niño.
– ¿Y qué dice? -chillé, al borde del colapso nervioso.
– Que nos callemos -explicó Biao, sin dejar de bracear-. Que no hagamos ruido.
Miré a Fernanda sin comprender nada.
– A mí no me pregunte, tía. Yo tampoco entiendo lo que está pasando. Pero si dice que nos callemos, mejor será hacerle caso.
Los minutos siguientes fueron de verdadera angustia. Biao y Tichborne, juntos, contemplaban la escena que se producía fuera de nuestro campo de visión, bajo el puente, cerca de las rocas, y ninguno hablaba ni se movía como no fuera para mantenerse a flote. Después de un tiempo que me pareció eterno, les vimos retroceder un par de metros sin quitar la vista de lo que sucedía frente a ellos. Y, entonces, la cabeza del anticuario -aunque mejor sería decir la cabeza y una mano que portaba un objeto- apareció tranquilamente en el centro de un ruedo de carpas que avanzaban pegadas a él sin apenas dejarle espacio para respirar. Eran como un ejército sitiando al enemigo dispuesto a impedir que escapara. El anticuario se deslizaba muy despacio y el cardumen de peces se desplazaba con él. El irlandés y el niño empezaron a nadar a toda velocidad hacia las escalerillas, huyendo de lo que se les venía encima y Fernanda y yo contuvimos un grito de horror al ver aquella situación espeluznante. Cuando al fin reaccionamos, echamos a correr hacia el lugar por donde Paddy y el niño estaban saliendo del agua, empujados por la masa de carpas que continuaban rodeando al señor Jiang mientras éste se dirigía muy despacio hacia las escaleras. En cuanto puso el pie en el primer peldaño, el agua comenzó a hervir. Los animales empezaron a agitarse enloquecidamente y a embestir a Lao Jiang como si fueran toros, pero el anticuario continuó impasible su ascenso hasta que, por fin, salió y sonrió triunfante. Apestaba, igual que apestaban Tichborne y Biao, pero, sin duda, me estaba acostumbrando a los olores putrefactos de Shanghai porque no me molestó demasiado. Lao Jiang, satisfecho, nos mostró una vieja caja de bronce cubierta de cardenillo.
– Voilà! -dejó escapar, contento, pisoteando el charco de agua que se estaba formando a sus pies-. ¡La tenemos!
– ¿Por qué le atacaban las carpas? -inquirió Fernanda arrugando la nariz cuando Biao se colocó junto a ella.
El señor Jiang no le hizo caso, así que fue Paddy quien le contestó.
– Las carpas son peces muy nerviosos. En seguida se sienten amenazados si se invade su territorio y se vuelven realmente fieros si, además, están en época de cría. El licenciado Wan eligió bien el lugar. Durante siglos, estas carpas han mantenido alejados de la caja a los nadadores curiosos. Un tipo muy listo ese Wan.
– Debimos adivinar desde el principio -añadió Lao Jiang, calándose las gafas- que las carpas formaban parte de la trampa.
– ¿Por qué? -Tichborne parecía ofendido.
– Porque las carpas son el símbolo chino del mérito literario, de la aplicación en el estudio, de haber aprobado un examen con excelentes notas… Es decir, el símbolo del propio licenciado Wan.
– ¡Abrámosla! -exclamé.
– No, madame, ahora no. Primero debemos salir de Shanghai. -El anticuario levantó la mirada hacia el cielo y buscó el sol-. Es tarde. Debemos marcharnos inmediatamente o perderemos el ferrocarril.
¿El ferrocarril…?
– ¿El ferrocarril? -me sorprendí. Había estado convencida todo el tiempo de que huiríamos en barco, remontando el Yangtsé.
– Sí, madame, el Expreso de Nanking que sale de la Estación del Norte a las doce del mediodía.
– Pero, pensé que… -balbucí.
– La Banda Verde creerá que huimos escondiéndonos en algún sampán del río, como cabría esperar, y registrará cualquier barcaza que navegue por el delta del Yangtsé durante los próximos días. A estas horas, los dos matones que huyeron durante la pelea estarán informando de lo ocurrido y la Banda ya sabe que hemos empezado la búsqueda y que, o nos cazan ahora o tendrán que perseguirnos por todo el país.
Empezamos a caminar en dirección a la salida, desandando el trayecto realizado al llegar. Los sicarios a los que Lao Jiang había hecho algo en el cuello permanecían en la misma postura, sin moverse, aunque los ojos les iban de un lado a otro, desorbitados. El anticuario no se inmutó.
– ¿Qué les pasa? -pregunté, examinándolos aprensivamente a distancia.
– Están encerrados dentro de sus cuerpos -afirmó Biao con temor.
– En efecto.
– ¿Morirán? -quiso saber Fernanda, pero el señor Jiang permaneció silencioso, andando hacia la puerta de salida del Jardín del Mandarín.
– Mi sobrina le ha preguntado si morirán, Lao Jiang.
– No, madame. Podrán moverse dentro de un par de horas chinas, es decir, dentro de cuatro horas de las suyas. La vida, cualquier vida, hay que respetarla, aunque sea tan indigna como ésta. No se puede alcanzar el Tao con muertes innecesarias sobre la conciencia. Si un luchador es superior a su contendiente, no debe abusar de su poder.
Ahora hablaba como un filósofo y supe que era un hombre compasivo. Lo que no acababa de entender era aquello del Tao, pero tiempo habría para aclarar los cientos de preguntas que se me acumulaban en la garganta. Lo más urgente era escapar, huir de Shanghai lo antes posible porque, como había dicho el anticuario, la Banda Verde ya estaría al tanto de que los cinco habíamos visitado los jardines Yuyuan a primera hora de la mañana y no se iba a creer que había sido para hacer turismo.
– ¿Conocerán los eunucos imperiales el texto verdadero de la leyenda del Príncipe de Gui? -inquirí en aquel momento.
– No lo sabemos -repuso Tichborne retorciendo los faldones de su larga túnica para escurrir el agua-, pero es de suponer que no porque, en caso contrario, ¿para qué necesitarían el cofre?
– Lo más probable -observó juiciosamente Lao Jiang- es que conocieran su existencia, que alguien lo hubiera leído alguna vez y que tuvieran el cofre localizado y a buen recaudo para poder usar el texto cuando llegase el momento. La torpeza de Puyi se vuelve a poner de manifiesto al ordenar aquel inventario de tesoros sin calcular las consecuencias. Hubiera sido lógico adivinar que los eunucos y los funcionarios que venían enriqueciéndose con los robos no iban a permitir que se descubrieran. La solución más fácil era quemar las pruebas, provocar los incendios para que no pudiera llegar a saberse la cuantía de lo robado y apoderarse así de más objetos valiosos.
– Pero quizá alguien recuerde lo que decía el texto -objeté.
– En cualquier caso, madame, aunque Puyi y sus manchúes tuviesen la información de los lugares donde se escondieron los pedazos del jiance, cosa poco probable dada la nula inteligencia demostrada por los miembros de la familia imperial y por la vieja corte, este detalle resulta insignificante. Lo que realmente importa es que no pueden permitirse de ningún modo que otros la tengan también. Piénselo con cuidado. Cualquier señor de la guerra, cualquier noble Han, cualquier erudito Hanlin de rango superior y grandes ambiciones podría estar igualmente interesado en descubrir la tumba de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, y por las mismas razones que Puyi. De modo que necesitan recuperar el cofre al precio que sea y el cofre lo tenemos nosotros.
Tichborne soltó una carcajada.
– ¿Quieres ser emperador, Lao Jiang?
– Creí que usted era un chino profundamente nacionalista -musité sin hacer caso al irlandés.
– Y lo soy, madame. Pero también creo que China ya no puede vivir dando la espalda al mundo, regresando al pasado. Hay que avanzar para que, algún día, podamos ser una potencia mundial como Meiguo y Faguo. Incluso como su patria, la Gran Luzón, que lucha por integrarse en las democracias modernas.
– Yo soy de España, señor Jiang -objeté.
– Es lo que he dicho, madame. La Gran Luzón, España.
Le costó lo suyo pronunciar el nombre. Resultaba que, como los mercaderes chinos llevaban trescientos años haciendo negocios con Manila, la capital de la isla de Luzón, España, para ellos, era «La Gran Luzón», el remoto país que compraba y vendía productos a través de su colonia de las Filipinas. No tenían la más remota idea de dónde estaba ni de cómo era y, además, les importaba muy poco y, por eso, pensé que el señor Jiang volvía a tener razón: China debía abrirse al mundo urgentemente y dejar de vivir en la Edad Media. No necesitaba más emperadores feudales, fueran manchúes o Han, sino partidos políticos y un moderno sistema parlamentario republicano que la hiciera progresar hasta el siglo xx.
Habíamos salido de nuevo a las callejuelas de Nantao y nos dimos cuenta de que llamábamos bastante la atención por las ropas mojadas de los tres hombres. El calor de la mañana las secaría en breve pero, entretanto, había que ocultarse y, al mismo tiempo, salir a toda prisa hacia la Estación del Norte, donde debíamos tomar el Expreso de Nanking.
Avanzamos a paso ligero entre la bullanguera muchedumbre que deambulaba por las calles llenas de tiendas. No teníamos tiempo que perder. Pero cada vez resultaba más difícil atravesar la masa de shanghaieses amarillos que se iba haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la Puerta Norte de Nantao para alcanzar la Concesión Francesa. Un comerciante de melones luchaba por sacar las ruedas de su carro de una zanja mientras un culí semidesnudo empujaba desde atrás con los brazos extendidos. Ambos inclinaban la cabeza, tensos a causa del esfuerzo, sudorosos, ignorantes del atasco que estaban provocando. Por allí no se podía pasar.
– Yo conozco un camino -dijo Biao, mirando a Lao Jiang.
– Te seguimos -repuso el anticuario.
El niño se giró y echó a correr hacia una estrecha calleja que torcía a la derecha. Todos fuimos detrás intentando no quedar rezagados. Atravesamos calles que no eran más anchas que un pañuelo y pisamos suelos blandos de porquería. El olor, a veces, era nauseabundo. Al cabo de poco, Fernanda resoplaba como un fuelle por el esfuerzo.
– ¿Puedes seguir? -le pregunté, volviéndome a mirarla.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y continuamos avanzando hasta que, de repente, nos dimos cuenta de que habíamos salido de Nantao y corríamos por el Boulevard des deux Republiques, la gran avenida que rodeaba la vieja ciudad china ocupando el lugar que antaño fuera un foso defensivo que había sido rellenado y cubierto cuando se derribaron las viejas murallas.
– ¡Rickshaws! -exclamó Tichborne, señalando un grupo de culíes que jugaban a las cartas sobre el pavimento junto a sus vehículos de alquiler.
Rápidamente, alquilamos cuatro de aquellos rickshaws y montamos en ellos después de que Lao Jiang pagase la tarifa hasta la estación de ferrocarril. Biao, que se había sentado junto a mí porque éramos los más delgados del grupo y podíamos aprovechar un solo carretón, estaba preocupado:
– ¿Cómo voy a subir al huoche con ustedes?
– No sé lo que has dicho, niño.
– Al huoche… Al carro de fuego… Al ferrocarril.
El pobre apenas podía pronunciar esa difícil palabra castellana. Nunca hubiera sospechado que decir «ferrocarril» fuera tan complicado pero, para los chinos, era una tortura.
– Pues subirás igual que los demás, supongo -afirmé mientras los rickshaws avanzaban rápidamente por la Concesión Francesa conforme a las indicaciones de Lao Jiang, que parecía querer seguir un camino concreto, lejos de las grandes avenidas y bulevares.
– Pero ¿quién pagará mi billete?
Sospeché que sería yo la que tendría que hacerse cargo de los gastos del espigado Biao porque Fernanda, que yo supiera, no llevaba dinero encima. A decir verdad, yo sólo tenía un puñado de pesados dólares mexicanos de plata que había encontrado en un cajón de la cómoda de la habitación de Rémy. Aunque en la Concesión Francesa podía utilizarse el franco sin grandes problemas, el dinero oficial de Shanghai era el dólar mexicano de plata, la divisa que servía de patrón monetario en todo el mundo dado que muchos países seguían negándose a entrar en el sistema del patrón oro (entre ellos, España). Al coger el dinero de Rémy, calculé que, al cambio, debía de ser una cantidad respetable en taels chinos, la moneda que, seguramente, utilizaríamos durante nuestro viaje por el interior.
– No te preocupes de nada -le dije al niño, sin mirarle-. Tú vienes con Fernanda y conmigo y tu única preocupación debe ser hacer bien tu trabajo. Lo demás es cosa nuestra.
– Pero ¿y si el padre Castrillo descubre que he salido de Shanghai?
Vaya, en eso no había pensado. La irresponsable de Fernanda tomaba decisiones que nos podían traer muchos quebraderos de cabeza. ¿Cómo justificar la desaparición de Biao del orfelinato y de la ciudad? El chiquillo parecía tener más sesera que la tonta de mi sobrina.
– Te he dicho ya que no te preocupes de nada. Y deja de hablar, que me mareas.
Salimos sin problemas de la Concesión por uno de los puestos fronterizos de alambradas después de que Lao Jiang sostuviera una amistosa charla con el jefe del puesto, a quien al parecer conocía. Una vez dentro de la Concesión Internacional, y sin detener nuestra marcha, el rickshaw del anticuario se colocó un momento junto al de Tichborne y, poco después, junto al mío.
– ¿Me escucha bien, madame? -quiso saber, hablando en voz bastante baja.
– Sí.
– La policía francesa nos busca. Todos los puestos fronterizos de la Concesión han recibido hace unos minutos la orden de captura dictada por Surcos Huang -me explicó, divertido.
– ¿Y qué le hace tanta gracia? -repuse. Me había convertido en una delincuente buscada por la policía francesa de Shanghai. ¿Cuánto tardaría en llegar la noticia al cónsul general de Francia, Auguste Wilden, y qué cara pondría el encantador cónsul general de España, don julio Palencia, cuando se enterase?
Un cupé negro pasó a toda velocidad junto a nosotros, haciendo soltar una fuerte exclamación al culí de mi rickshaw.
– La carrera ha empezado, madame -exclamó, satisfecho, Lao Jiang.
– ¡Debería comprobar que la caja del lago no está vacía antes de continuar con esta locura!
– Ya lo he hecho. -Su cara china y arrugada expresaba una alegría rayana en el fanatismo-. Dentro hay un bellísimo fragmento de un antiguo libro de tablillas de bambú.
Supongo que se me contagió su entusiasmo porque fui consciente del paulatino cambio de gesto de mi cara desde el malestar hasta la más abierta sonrisa que había puesto en los últimos tiempos. La confianza no era mi fuerte, pero en aquella caja negra manchada de cardenillo que Lao Jiang sostenía sobre las piernas, estaba el pedazo del jiance escondido por el licenciado Wan cientos de años atrás y cortado por el último y olvidado emperador Ming. Los millones de francos que saldarían las deudas de Rémy y me harían rica quizá existían, eran reales y, sobre todo, estaban un poquito más cerca, más al alcance de la mano.
El rickshaw de Lao Jiang se alejó para volver a colocarse a la cabeza de la comitiva y guiarnos hacia la Estación del Norte por calles y rondas que poco me permitieron disfrutar de mi segunda visita a la Concesión Internacional. Noté, eso sí, que el aire francés de los barrios había desaparecido para dejar paso a un entorno más anglosajón, más americano, en el que las mujeres lucían modelos ligeros y frescos, sin medias en las piernas, los chinos escupían en las calles con una tranquilidad pasmosa y los hombres llevaban el pelo reluciente de brillantina y vestían trajes de verano de corte impecable y chaqueta cruzada. Pero no pude ver ni un solo rascacielos, ni una sola avenida con rótulos luminosos, ni siquiera uno de esos grandes y modernos autos norteamericanos, que era lo que más ilusión me hacía. Avanzamos por barrios periféricos en dirección norte, sorteando las zonas más habitadas y concurridas, ocultos en el interior de nuestros rickshaws aunque nada podía hacer allí Surcos Huang contra nosotros porque aquello no era territorio francés.
Llegamos, por fin, al gran edificio de la Shanghai North Railway Station cuando el reloj marcaba las doce menos diez del mediodía. Cargados con nuestros hatillos, parecíamos una familia china que regresaba al hogar después de una corta estancia en Shanghai. Me preocupaba que la tinta que me achinaba los ojos se hubiese alterado por el sudor o la humedad del aire, pero mi reflejo en los cristales de la estación me confirmó que se mantenía bastante bien, igual que en el caso de Fernanda y de Tichborne, que no se quitaba el gorro de paja con forma de sombrilla ni así lo matasen.
Nada dijo Lao Jiang del precio del viaje. Nos dejó bajo el reloj de la estación y se marchó muy resuelto hacia las atestadas ventanillas para regresar con los cinco billetes en la mano poco tiempo después. Sólo atiné a pillar una o dos frases que le dijo a Tichborne sobre algo relacionado con un amigo suyo que era el jefe de estación. Aquel hombre estaba resultando un pozo insondable de recursos y, la verdad sea dicha, nos venía muy bien que así fuera.
En el andén, a cierta distancia de la enorme y negra locomotora que escupía hollín y niebla gris por la chimenea, había un grupo numeroso de extranjeros separado por unas vallas de la masa vocinglera de amarillos en la que nos encontrábamos nosotros. Cuando gimió el silbato de vapor, subieron a unos elegantes vagones pintados de brillante azul oscuro mientras que los destinados a los celestes eran poco menos que cajones herrumbrosos, con viejos asientos de madera astillada y suelos llenos de basura y escupitajos.
Al poco de empezar el traqueteo de la marcha, una lluvia interminable de vendedores golpeaba los cristales de las puertas de los compartimentos ofreciendo todo tipo de comestibles. Tomamos fideos, gachas de arroz y buñuelos de carne con setas, todo ello acompañado por té verde. -Una anciana servía el agua caliente y un muchachito que debía de ser su nieto depositaba unas pocas hojas en el líquido durante el tiempo justo para darle color antes de sacarlas y reutilizarlas en la taza siguiente-. Era la primera vez que Fernanda y yo nos enfrentábamos a la complicada tarea de intentar coger y sujetar los alimentos con esos largos palillos que los celestes utilizan en lugar de cubiertos. Menos mal que estábamos solos porque de poco nos hubiera servido el disfraz ante tamaña exhibición de ineptitud por nuestra parte: la comida volaba, las salsas salpicaban y los palillos resbalaban de nuestros dedos o se enredaban en ellos. Por fortuna, la niña acabó manejándolos con bastante soltura; a mí, lamentablemente, me costó un poco más. Al pobre Biao, que no estaba acostumbrado al zarandeo de los ferrocarriles, la comida le cayó mal en el estómago y vomitó todo lo que había engullido, y algo más, en una de las escupideras del departamento.
Durante las tres primeras horas de viaje Lao Jiang y Paddy se dedicaron a charlar sobre el negocio de las antigüedades; Biao, avergonzado, había desaparecido después de vomitar, y Fernanda, aburrida, miraba por la ventanilla, así que yo, más aburrida aún, terminé por imitarla. Hubiera preferido leer un buen libro (el viaje hasta Nanking duraba entre doce y quince horas), pero era un peso innecesario en el hatillo. Al otro lado del cristal, grandes extensiones de huertos y arrozales separaban pequeñas aldeas de techos de paja. No vi ni un solo palmo de tierra sin cultivar, con excepción de los caminos y de los abundantes y numerosos grupos de sepulturas que aparecían por todas partes. Recuerdo haber pensado que, en un país de cuatrocientos millones de habitantes, donde las tumbas de los antepasados jamás caen en el olvido, podría darse la circunstancia de que, algún día, los sepulcros de los muertos se apoderasen de la totalidad de la tierra que sustentaba a los vivos. Tuve el presentimiento de que miles de años de tradición en un pueblo eminentemente agrícola y apegado a sus costumbres ancestrales iba a ser una montaña demasiado escarpada para la joven y frágil República de Sun Yatsen.
Cuatro horas después de salir de Shanghai, el ferrocarril entró en la estación de Suchow con un prolongado chirrido de frenos. Lao Jiang se puso en pie.
– Hemos llegado -anunció-. Debemos bajar.
– Pero ¿no íbamos a Nanking? -protesté. Tichborne tenía también una cara de sorpresa que valía la pena ver.
– En efecto. Allí vamos. Un sampán nos espera.
– ¡Estás loco, Lao Jiang! -bramó el irlandés, cogiendo su hato.
– Soy prudente, Paddy. Como dice Sun Tzu, a veces deberemos movernos «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña».
Biao, que, al parecer, había permanecido todo el rato sentado en el suelo al otro lado de la puerta del compartimento, abrió las hojas y nos miró, atónito.
– Coge los equipajes -le ordenó Fernanda con resolución de ama-. Nos bajamos aquí.
En Suchow no había rickshaws, de modo que tuvimos que alquilar sillas de mano con porteadores. Una vez instalada en la mía, eché las cortinillas y me dispuse a pasar un buen rato dando brincos dentro de aquella caja con forma de confesionario. ¡Qué cómodos me parecieron entonces los rickshaws de Shanghai! No llegamos a entrar en la ciudad de Suchow; rodeamos su parte norte hasta llegar a un cauce que yo creí del Yangtsé (aunque me pareció extraño un trazado tan recto de sus orillas) y que resultó ser el Gran Canal, el río artificial más grande y antiguo del mundo, que cruzaba toda China de Norte a Sur durante casi dos mil kilómetros y cuya construcción dio comienzo en el siglo vi a. n. e. Por lo visto, el ferrocarril se había desviado hacia el Sur y ahora teníamos que volver para seguir camino hacia Nanking.
Creo que fue en el Gran Canal, al poco de subir a bordo de la gran barcaza de fondo llano en la que pasamos los siguientes tres días, cuando me di cuenta de la magnitud de la locura que estábamos cometiendo. Nuestra gabarra formaba parte de una ringlera de naves, unidas entre sí por gruesas cuerdas de cáñamo, que transportaba sal y otros productos hacia Nanking. Enormes búfalos de agua remolcaban al grupo tirando de las maromas mientras decenas de hombres trabajaban delante de ellos sin descanso para eliminar los sedimentos acumulados que podían impedir el paso, al tiempo que enloquecidos enjambres de mosquitos nos chupaban la sangre veinticuatro horas al día sin permitirnos descansar ni siquiera durante las frescas horas de la noche. Fernanda y yo dormíamos en la última barcaza, la que más se movía de un lado al otro del ancho canal que, en ocasiones, parecía hundirse en la tierra de tan altas como habían sido hechas sus artificiales riberas. La comida era asquerosa, los gritos de los marineros -que corrían y se llamaban de proa a popa de la caravana a todas horas- inaguantables, el olor nauseabundo y la higiene inexistente. Y ninguna de aquellas penurias parecía tener sentido en esos momentos. ¿Qué hacíamos allí…? ¿Qué dios había trastocado el orden de las cosas para que mi sobrina y yo, nacidas en el seno de una buena familia madrileña, llevásemos los ojos embadurnados de tinta para que parecieran oblicuos y estuviésemos sentadas horas y horas en una barcaza china maloliente que ascendía por el Gran Canal mientras los mosquitos nos desangraban y nos transmitían vaya usted a saber cuántas enfermedades mortales?
El segundo día de viaje, a punto de llegar a Chinkiang (donde se cruzan el Gran Canal y el Yangtsé), como no podía llorar si no quería perder el disfraz, decidí que lo único que me salvaría de la demencia sería dibujar, así que saqué un pequeño cuaderno Moleskine yuna sanguina y me dediqué a tomar apuntes de todo cuanto veía: de las maderas de las gabarras -los nudos, las juntas, las aristas…-, de los búfalos de agua, de los marineros trabajando, de las materias primas apiladas…; Fernanda empleó su tiempo en torturar al pobre Biao con tediosas clases de español y de francés, idiomas que el niño dominaba con igual desmaña; Tichborne cogió una cogorza monumental con vino de arroz que, sin exagerar, le duró desde la primera noche hasta el mismísimo día en que llegamos a Nanking, y Lao Jiang, por su parte, permaneció extrañamente sentado contemplando el agua salvo durante las horas de comer o dormir y el tiempo que dedicaba, todas las mañanas, a unos extraños y lentos ejercicios físicos que yo observaba a escondidas, impresionada: completamente abstraído, levantaba los brazos al tiempo que subía una pierna y giraba muy despacio sobre sí mismo en un equilibrio perfecto. Aquello duraba poco más de media hora y resultaba muy gracioso, aunque, por supuesto, siguiendo la costumbre china de ir al revés del mundo, la cosa no era para reír.
– Son ejercicios taichi -nos explicó Biao, muy serio-. Para la salud del qi, la fuerza de la vida.
– ¡Menuda tontería! -profirió Fernanda despectivamente.
– ¡No es ninguna tontería, Joven Ama! -exclamó, nervioso, el niño-. Los sabios dicen que el qi es la energía que nos mantiene vivos. Los animales tienen qi. Las piedras tienen qi. El cielo tiene qi. Las plantas tienen qi… -canturreó, exaltado-. La misma tierra y las estrellas tienen qi, y es el mismo qi decada uno de nosotros.
Pero Fernanda no daba su brazo a torcer con facilidad:
– Eso son majaderías y supersticiones. ¡Si el padre Castrillo te oyera, te caería una buena tunda!
La cara de Pequeño Tigre expresó temor y enmudeció de golpe. Sentí un poco de lástima por él y pensé que valía la pena romper una lanza en su favor.
– Cada religión tiene sus creencias, Fernanda. Deberías respetar las de Biao.
Lao Jiang, que no había dado la impresión de estar enterándose de lo que hablábamos mientras ejecutaba su extraña danza taichi, bajó lentamente los brazos, se puso las gafas y se quedó inmóvil, contemplándonos:
– El Tao no es una religión, madame -declaró al fin-, es una forma de vida. Para ustedes es muy difícil entender la diferencia entre nuestra filosofía y su teología. El taoísmo no lo inventó Lao Tsé. Existía desde mucho tiempo atrás. Hace cuatro mil seiscientos años, el Emperador Amarillo escribió el famoso Huang Ti Nei Ching Su Wen, el tratado de medicina china más importante sobre las energías de los seres humanos que sigue vigente hoy en día. En este tratado, el Emperador Amarillo dice que, tras levantarse por la mañana después de dormir, hay que salir al aire libre, soltarse el cabello, relajarse y mover el cuerpo lentamente y con atención para conseguir los deseos de longevidad y salud. Eso es taoísmo, meditación en movimiento: lo externo es dinámico y lo interno permanece en calma. Yin y yang. ¿Lo consideraría usted una práctica religiosa?
– Desde luego que no -respondí con respeto, pero en mi interior estaba pensando: «Por lo visto, he seguido los consejos del Emperador Amarillo toda mi vida porque, cuando me levanto, solo puedo arrastrarme lentamente durante un buen rato.»
Lao Jiang hizo un gesto vago con la mano, como indicando que renunciaba a continuar con su taichi aquella mañana y, por supuesto, a dar más explicaciones sobre taoísmo a unas mujeres extranjeras.
– Creo que es un buen momento -dijo- para echar, por fin, una ojeada a nuestro fragmento de jiance. ¿Qué les parece?
¿Qué nos iba a parecer…? La pena era que Paddy dormía la mona bajo una estera de paja dos barcazas más adelante, pero a Lao Jiang no le preocupó. Con paso resuelto se encaminó hacia su fardel y extrajo cuidadosamente la caja del lago. Luego, se sentó frente a mí (Fernanda estaba a mi lado y Biao a su derecha, un poco apartado, pero para el anticuario ninguno de los dos merecía la consideración de ampliar el círculo para incluirlos) y levantó la pesada tapa llena de herrumbre que la cubría. Un hermoso paño de seda amarilla brillante envolvía protectoramente un manojo de seis finas tablillas de bambú de unos veinte centímetros de largo unidas por dos cordones verdes muy descoloridos.
Lao Jiang apartó el paño amarillo y, tras observarlo cuidadosamente, lo dejó dentro de la caja, sosteniendo las tablillas en la palma de la mano con un celo y un mimo exquisitos, protegiéndolas del sol con su propio cuerpo. Luego, desenrolló el manojo y lo depositó sobre el faldón de su túnica, entre las rodillas. Permaneció un minuto contemplándolo impertérrito y, después, con cara de perplejidad, le dio la vuelta y lo encaró hacia mí para que yo también pudiera examinarlo. Las tres tiras de bambú de la derecha estaban cubiertas de caracteres chinos; las otras tres, por el contrario, parecían simplemente sucias, como si el escribano hubiera sacudido sobre ellas un pincel empapado en tinta. Con un dedo largo y huesudo, el señor Jiang señaló las tablillas escritas:
– Es una carta. No resulta fácil comprender lo que pone porque está escrita en una forma de chino clásico muy complejo, el antiguo sistema zhuan, que se utilizó hasta que el Primer Emperador ordenó la unificación de la escritura en todo el imperio, como ya le conté en Shanghai. Por suerte, trabajé mucho tiempo con documentos antiguos, así que, si no voy desencaminado, se trata de un mensaje personal de un padre a su hijo.
– ¿Y qué dice?
Lao Jiang giró de nuevo las tablillas hacia él y comenzó a leer en voz alta:
– «Yo, Sai Wu, saludo a mi joven hijo, Sai Shi Gu'er,…» -el anticuario se detuvo-. Aquí hay algo muy extraño. Sai Shi Gu'er, el nombre del hijo, significa, literalmente, «Huérfano del clan de los Sai», de modo que Sai Wu, el que escribe, debía de estar o muy enfermo o condenado a muerte. No hay otra explicación. Además, el nombre «Huérfano del clan» da a entender que la estirpe de los Sai se agota, que sólo queda el niño.
– Vaya, qué lástima.
– «Yo, Sai Wu, saludo a mi joven hijo, Sai Shi Gu'er, y le deseo salud y longevidad. Cuando leas esta carta…» -Lao Jiang se detuvo otra vez, levantó la cabeza y me miró con desolación-. Es muy difícil leer estos caracteres. Además, algunos están borrosos.
– Haga lo que pueda. -Sentía tanta curiosidad que no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que el anticuario no fuera capaz de traducir aquel mensaje.
– «Cuando leas esta carta -continuó-, habrán pasado muchos inviernos y veranos, meses y años habrán transcurrido.»
– ¿Todo eso está escrito en esas tres tablillas? -me sorprendí.
– No, madame, sólo en estos primeros caracteres -y apuntó con el dedo hacia la mitad de la primera tira de bambú. Estaba claro que los chinos escribían de arriba abajo y de derecha a izquierda (al menos, dos mil años atrás) y que sus ideogramas decían muchas más cosas que nuestras palabras-. «Ahora eres un hombre, Sai Shi Gu'er, y suspiro porque no podré conocerte, hijo mío.»
– El padre iba a morir.
– No cabe duda. «Por mi culpa, los trescientos miembros del clan de los Sai pronto cruzaremos las Puertas de jade y viajaremos más allá de las Fuentes Amarillas. Sólo quedarás tú, Sai Shi Gu'er, y deberás vengarnos. Para ello te pongo a salvo enviándote, con un criado de toda confianza, a la lejana Chaoxian [17], a casa de mi antiguo compañero de estudios Hen Zu, quien, no hace mucho, perdió a un hijo de tu misma edad cuyo lugar en su familia ocuparás hasta que alcances la madurez.»
– Supongo que «cruzar las Puertas de Jade» y «viajar más allá de las Fuentes Amarillas» significa que van a morir, ¿no? -comenté, horrorizada-. ¡Trescientos miembros de una familia! ¿Cómo puede ser?
– Era una práctica común en China hasta hace muy poco, madame. Recuerde lo que decía el Príncipe de Gui en la leyenda que le conté: mil ochocientos años después de esta carta, la dinastía Qing mandó asesinar a nueve generaciones de la familia Ming. La cifra de muertos pudo ser similar o, incluso, superior. Como castigo, se mataba al delincuente y a todos sus familiares hasta el último grado de parentesco. De esa manera, como la mala hierba, el clan quedaba eliminado de raíz impidiendo que aparecieran nuevos brotes.
– ¿Y qué delito había cometido ese padre, Sai Wu, para merecer tal castigo? Usted acaba de leer que él se consideraba culpable de la desgracia.
– Tenga paciencia, madame.
Yo, como adulta, podía contenerme, pero Fernanda y Biao, con los ojos fuera de las órbitas, no iban a esperar mucho antes de lanzarse sobre Lao Jiang y exigirle, con uñas y dientes, que leyera más. Por Biao no habría puesto la mano en el fuego pero, por mi sobrina, sí: estaba a punto de explotar de impaciencia. Creo que se dominaba porque el anticuario le daba un poco de miedo. A mí ya me hubiera arañado la cara.
– «Según me ha dicho un buen amigo del infortunado general Meng Tian, el eunuco Zhao Gao le ha contado que Hu Hai, el nuevo emperador Qin, tiene la intención de enterrar con el Dragón Primigenio, que ya ha cruzado las Puertas de Jade, a todos cuantos hemos trabajado en su mausoleo. Como yo, Sai Wu, he sido el responsable de tan grandiosa y recóndita construcción durante treinta y seis años, desde que el ministro Lü Buwei me encomendó la tarea, mi clan al completo debe morir para preservar el mayor secreto de todos, el que yo te voy a revelar ahora para que vengues a tu familia y a tus parientes. Nuestros antepasados no descansarán en paz hasta que hagas justicia. Hijo mío, lo que más me atormenta en estas horas de adversidad es que ni siquiera tendré el consuelo de que mi cadáver repose en el panteón familiar.»
El señor Jiang hizo una pausa. Todos permanecimos en silencio. Resultaba increíble la desmesura del castigo impuesto a una familia inocente por el hecho de que uno de sus miembros hubiera trabajado fielmente para el Primer Emperador.
– No debe de quedar mucho ya por leer, ¿verdad? -pregunté, al fin. Seguía atónita por la cantidad de cosas que podían escribirse en un espacio tan pequeño utilizando esos curiosos caracteres chinos.
– Este pedazo es muy revelador -musitó el anticuario, sin hacerme caso-. Por un lado, menciona a Meng Tian, un general importantísimo de la corte de Shi Huang Ti, responsable de muchas de sus victorias militares y a quien el Primer Emperador encargó la construcción de la Gran Muralla. Este general y toda su familia fueron sentenciados a muerte por un falso testamento de Shi Huang Ti elaborado por el poderoso eunuco Zhao Gao, también citado en la carta, que había trabajado para el Primer Emperador y que, a su muerte, quiso hacerse con el control del imperio. Este falso testamento obligaba al hijo mayor de Shi Huang Ti a suicidarse y nombraba emperador a Hu Hai, el débil hijo segundo. Como verá, nuestro jiance tuvo que ser escrito forzosamente a finales del año 210 antes de la era actual, cuando murió el Dragón Primigenio, otro de los nombres de Shi Huang Ti.
– O sea, que tiene… -hice un rápido cálculo mental-, dos mil ciento y pico años de antigüedad.
– Dos mil ciento treinta y tres, exactamente.
– Y, entonces, ¿qué pasó con Sai Wu?
– ¿Acaso no recuerda lo que le conté en Shanghai sobre el mausoleo real de Shi Huang Ti? Le dije que todos aquellos que sabían dónde se encontraba fueron enterrados vivos con él: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Así lo afirma Sima Qian [18], el historiador chino más importante de todos los tiempos. Con mayor razón debía morir, pues, aquel que había sido el jefe del gran proyecto. Sai Wu, responsable del mismo durante treinta y seis años, como le explica a su hijo.
– Lo que convierte a Sai Wu en el mejor ingeniero y arquitecto de su época.
Esta frase la soltó repentinamente Fernanda para sorpresa de todos. Pero, antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, el señor Jiang, sin mover un músculo, ya estaba hablando de nuevo. Y no para decir algo agradable, por cierto:
– El exceso de conocimiento en las niñas es pernicioso -comentó con un énfasis especial en la voz-. Malogra sus posibilidades de conseguir un buen marido. Debería usted enseñar a callar a su sobrina, madame, sobre todo en presencia de adultos.
Abrí la boca para explicarle enérgicamente al anticuario lo absurdo de sus afirmaciones pero…
– Tía Elvira, dígale al señor Jiang de mi parte -la voz de Fernanda estaba cargada de resentimiento- que si él pide respeto para sus tradiciones debería ofrecerlo también para las tradiciones de los demás, especialmente en lo que se refiere a las mujeres.
– Estoy de acuerdo con mi sobrina, señor Jiang -añadí con firmeza, mirándole directamente-. Nosotras no estamos acostumbradas al trato que dan ustedes aquí a la otra mitad de su población, esos doscientos millones de mujeres a los que no permiten hablar. Fernanda no ha querido ofenderle. Ha hecho, sencillamente, lo que hubiera hecho en Europa: comentar con acierto algo sobre la conversación que estábamos manteniendo.
– Pa luen [19]. No voy a discutir este asunto con usted, madame -sentenció el anticuario con una frialdad que me heló la sangre en las venas. De inmediato, enrolló las tiras de bambú, las envolvió en el pañuelo de seda amarilla y las guardó en la caja. Luego, se puso en pie con su flexibilidad habitual y se alejó de nosotros. Aquello era una descortesía terrible.
– Bueno, Biao -dije, poniéndome también en pie aunque con mayores dificultades que el anticuario-, ya me explicarás qué hay que hacer en una situación como ésta en la que dos culturas se ofenden mutuamente sin haber tenido intención de hacerlo.
Biao me miró con gesto desolado y más cara de niño pequeño que nunca.
– No lo sé, tai-tai. -Parecía que no quería comprometerse.
– ¡Yo no he hecho nada malo! -exclamó Fernanda realmente enfadada.
– Tranquila. Ya sé que no has hecho nada malo. El señor Jiang va a tener que acostumbrarse a nosotras, tanto si le gusta como si no.
Una vez, cuando era pequeña, tuve una idea magnífica. Estaba dibujando un pequeño jarrón que el profesor había dispuesto sobre una mesa para que aprendiera a trabajar con las luces y las sombras cuando, de repente, se me ocurrió que no sólo quería dedicarme a pintar cuando fuera mayor sino que quería que mi propia vida fuera una obra de arte. Sí, ése fue mi pensamiento: «Quiero hacer de mi vida una obra de arte.» Mucho había llovido desde entonces y, cuando recordaba aquel propósito infantil, me sentía orgullosa de mí misma por haberlo conseguido. Era cierto que mi trabajo como pintora no daba para muchas alegrías y que aún estaba lejos de conseguir mi sueño, que mi matrimonio no había sido exactamente ejemplar porque, como Rémy, carecía de la predisposición necesaria para la vida de casada, que el vínculo con mi familia jamás había funcionado, que los hombres de mi vida habían sido siempre deplorables (Alain, el pianista idiota; Noël, el estudiante aprovechado; Théophile, el compañero mentiroso…), y, sobre todo, que mi valentía juvenil se había esfumado con la edad adulta, dejándome indefensa ante las más sencillas contrariedades. Pero, en cualquier caso, reconociendo todas estas deficiencias, estaba orgullosa de mí misma. Mi vida era diferente a la de la mayoría de mujeres de mi generación. Había sabido tomar decisiones difíciles. Vivía en París y pintaba en mi estudio bajo la perfecta luz del sureste que entraba por las ventanas de mi propia casa. Había sobrevivido a muchos hundimientos y había sabido conservar a mis amigos. Si eso no era, a fin de cuentas, hacer una pequeña obra de arte, que bajara Dios y lo viera. Yo estaba segura de que sí. Mirándolo por el lado bueno, quizá aquel desgraciado viaje por China era una pincelada más de un cuadro que empezaba a estar dotado de belleza, con todos sus errores y pentimenti. O, al menos, así lo sentí la mañana del día que llegamos a Nanking, mientras la brisa del Yangtsé me daba en la cara y unos pescadores vestidos de negro mandaban de exploración por el río a sus cormoranes.
Es curioso cómo pescan los chinos. No usan cañas ni redes. Adiestran a esas grandes aves acuáticas de vistoso cuello para que capturen a los peces y, luego, los regurgiten en los canastos de la barca aún vivos y sin dañarlos. Pinté varios cormoranes aquella mañana en los márgenes y las pequeñas esquinas de hojas ya usadas de mi cuaderno con la idea de emplearlos después en el mismo cuadro en el que pensaba dibujar las aspas giratorias del ventilador de mi camarote del André Lebon. Aún faltaban piezas para la composición pero ya tenía claro que habría cormoranes y ventiladores.
Llegamos a Nanking el miércoles, 5 de septiembre, por la tarde, antes de la puesta de sol. A esas alturas me resultaba inconcebible pensar que sólo hacía una semana que había llegado a China, era como si llevara mucho más tiempo y empezaba a situar mi salida de París en un pasado remoto que comenzaba a borrarse. Las nuevas experiencias, los viajes, tienen un influjo amnésico poderoso, como cuando pintas con un nuevo color sobre otro anterior que desaparece.
En Nanking, el Yangtsé hubiera podido tomarse por un mar en vez de por un río -tan ancho era su cauce-. En algún momento perdimos de vista la orilla norte y ya no la volvimos a recuperar, de manera que sólo el lento discurrir de las aguas fangosas en una dirección daba indicios de que aquel océano interminable era una corriente fluvial. Vapores de gran tonelaje, cargueros, remolcadores y cañoneras ascendían y descendían por el río o permanecían atracados en el muelle mientras caravanas de barcazas como la nuestra y cientos de sampanes familiares -auténticas casas flotantes-, cargados de hombres, mujeres y niños ligeros de ropa, se agolpaban y viraban de manera sorprendente en busca de un trecho de agua por el que avanzar. El olor a pescado frito era terrible.
Dejamos el río y abandonamos aquel embarcadero lleno de gente, cajas, cestas y jaulas de patos y gansos para adentrarnos en la ciudad. Necesitábamos encontrar un lugar donde dormir aquella noche y, aunque no lo dije, también donde poder darnos un baño: algunos de nosotros apestábamos como bueyes. Pero Nanking no era Shanghai, con sus modernos hoteles y sus luces nocturnas. Aquella ciudad era una ruina. Grande, sí, pero una ruina. No quedaba en ella nada del esplendor de la antigua Capital del Sur (que es lo que significa Nanking, por oposición a la Capital del Norte, Pekín) fundada por el primer emperador de la dinastía Ming en el siglo xiv. Los deteriorados muros de la vieja ciudad surgían de vez en cuando mientras avanzábamos por las calles amplias y sucias en busca de una posada. Paddy, con los ojos hinchados y enrojecidos, caminaba dando traspiés aunque se iba espabilando un poco con el aire de la noche que, sin ser fresco, al menos aquel día no era tórrido.
El señor Jiang caminaba confiado y alegre. Nanking le traía buenos recuerdos de su juventud, ya que en esta ciudad había aprobado su examen literario con las mejores calificaciones. Al parecer, la Capital del Sur era algo así como una de nuestras ciudades universitarias europeas y los letrados que realizaban aquí sus estudios estaban mucho mejor considerados que los del resto de China. Grandes monumentos Ming se conservaban en la ciudad, sobre todo en las afueras, ya que había sido, en el pasado, una metrópoli de considerable importancia política y económica, con una población culta y numerosa.
– En Nanking -comentó orgulloso el anticuario- se publican los libros más hermosos del Imperio Medio. La calidad del papel y de la tinta que se fabrican aquí no tiene parangón.
– ¿Tinta china? -preguntó Fernanda distraída, contemplando la miseria y la desolación de las calles por las que avanzábamos.
– ¿Acaso hay de otra en este país? -repuso Paddy desabridamente. Todavía estaba resacoso.
Finalmente, después de mucho deambular, encontramos alojamiento en un triste lü kuan (una especie de hotel barato) situado entre la Misión Católica y el Templo de Confucio, al oeste de la ciudad. Se trataba, más bien, de un patio cuadrado con aspecto de antigua pocilga cubierto en parte por un sobradillo de paja y a cuyos lados daban las habitaciones. Alfondo, tenebrosamente iluminadas por farolillos y quinqués, se apiñaban las mesas llenas de gente que cenaba o jugaba sobre extraños tableros a pasatiempos desconocidos para mí.
El señor Jiang pronto entabló conversación con el dueño del negocio, un celeste joven, grueso y de frente despejada que aún conservaba su rancia coleta Qing. Mientras los demás cenábamos unos rollos de camarones con pedazos de carne condimentada y trozos de cerdo dulce y agrio -yo había ganado mucha habilidad con los palillos, los kuaizi, durante los días pasados en la gabarra y Fernanda parecía no haber utilizado otra cosa para comer en toda su vida-, el anticuario permaneció en pie junto a la gran cocina de leña recabando información del propietario para intentar situar los pocos datos que teníamos sobre el lugar en el que el médico Yao escondió, trescientos años atrás, el segundo pedazo del jiance de Sai Wu. Justo cuando estábamos terminando de cenar, el dueño del lü kuan se despidió de Lao Jiang con una gran sonrisa nerviosa y el anticuario regresó junto a nosotros.
– ¿Y si informa a la Banda Verde de nuestra presencia en su establecimiento? -le pregunté, intranquila, mientras él tomaba asiento y, con los palillos, cogía un gran trozo de carne de cerdo.
– ¡Oh! No dudo de que lo hará -me respondió amablemente-. Pero no esta noche. No ahora. De modo que tomemos el té con tranquilidad y déjenme contarles lo que he averiguado.
Biao, que había cenado en un patio trasero con los demás criados, se presentó, mugriento aún y apestoso, con una tetera de agua caliente para la infusión. Todo el mundo parecía contento aquella noche. Quizá me estaba preocupando en exceso.
Un chino viejo y ciego entró de pronto en el comedor y tomó asiento junto a una columna. De un estuche que dejó en el suelo extrajo una especie de pequeño violín de mástil largo cuya caja estaba hecha con la concha de una tortuga y, cogiéndolo verticalmente, empezó a rasgar las cuerdas con un arco y a entonar (si es que a eso se le podía llamar entonar) una canción extraña, quizá melancólica, en un agudo falsete. Algunos comensales siguieron el ritmo con golpes sobre las mesas, encantados por el entretenimiento y tanto el anticuario como el irlandés esbozaron grandes sonrisas de alegría mirando al músico.
– La situación es ésta -empezó a decir el señor Jiang reclamando nuestra atención-. La gran mayoría de las puertas de la antigua muralla Ming que rodea la ciudad han cambiado de nombre desde su construcción. Por eso yo no recordaba ninguna Puerta Jubao, como dice el mensaje del Príncipe de Gui, y el posadero tampoco conoce ninguna, pero está convencido de que se trata de Nan-men, la Puerta de la Ciudad, también llamada Puerta Zhongkua, es decir, Zhonghua Men, la puerta más grande de toda China, porque hay un montecito llamado Jubao frente a ella, al otro lado del río Qinhuai que sirvió de foso a la muralla. Sería la puerta principal de la vieja ciudadela de Nanking, la puerta sur, que fue construida en la segunda mitad del siglo xiv por orden del primer emperador Ming, Zhu Yuan Zhang.
– ¿Cuántas puertas tiene la muralla? -preguntó Tichborne.
– En origen tenía muchas, más de veinte. En la época Ming, Nanking era la ciudad fortificada más grande del país y tenía dos murallas, la interior y la exterior, de la que no queda nada. La interior, que es de la que estamos hablando, tenía casi sesenta y ocho li [20], es decir, treinta y cuatro kilómetros, de los que hoy sólo se conservan unos veinte. De las puertas, quedarán siete u ocho. Cuando yo me examiné había doce, pero las últimas revueltas y los levantamientos han dañado muchas de ellas. Zhonghua Men, sin embargo, está en perfecto estado.
– Pero no estamos seguros de que esa Zhonghua Men sea la Puerta Jubao, ¿verdad?
– Debe de serlo, madame. El hecho de que exista un monte Jubao frente a ella resulta bastante significativo.
– Y, exactamente, ¿qué decía el mensaje del Príncipe de Gui? Deben disculparme pero no lo recuerdo.
Paddy resopló. Tenía la cara muy pálida y unas grandes bolsas negras le colgaban debajo de los ojos hinchados y enrojecidos.
– El príncipe le decía al médico Yao que buscara «en la Puerta Jubao la marca del artesano Wei, de la región de Xin'an, provincia de Chekiang», para esconder su fragmento. En China, el ladrillo es el elemento de construcción más utilizado después de la madera y los artesanos que los fabricaban para el Estado estaban obligados a escribir en ellos su nombre y provincia de procedencia. Así se les podía localizar y castigar si el material no era de buena calidad.
– ¿Y el Príncipe de Gui conocía a todos los suministradores? -me extrañé-. Resulta curioso que, entre todos los artesanos que fabricaron ladrillos para las murallas y las puertas de Nanking, que debieron de ser muchos, el último emperador Ming conociera la existencia de ese anónimo obrero Wei de la región de Xin'an muerto tres siglos atrás.
– Está claro que aquí hay más de lo que vemos, madame -repuso Lao Jiang-. No adelantemos acontecimientos. Todo se aclarará cuando resolvamos el problema. Ahora, lo importante es que ustedes aprendan a identificar los caracteres chinos que representan Wei, Xin'an y Chekiang. Nosotros, los hijos de Han, utilizamos las mismas sílabas para nombrar muchas cosas distintas. Sólo la entonación con que las pronunciamos diferencia a unas de otras. Por eso nuestro idioma tiene una musicalidad tan insólita para los Yang-kwei, ya que si pronunciamos una palabra-sílaba con una entonación equivocada la frase dice otra cosa completamente distinta de lo que quería decir. La única posibilidad que tenemos de ser precisos es con la escritura. Los ideogramas son diferentes para cada concepto. Escribiendo, podemos entendernos entre nosotros aunque procedamos de regiones diferentes del Imperio Medio e, incluso, podemos entendernos con los japoneses y con los coreanos, aunque hablen otros idiomas, porque adoptaron nuestro sistema de escritura muchos siglos atrás.
– ¡Menudo discurso! -se burló Tichborne-. A mí me costó tres años hablar tu maldita lengua y aprender los pocos caracteres que sé.
El anticuario apartó a un lado de la mesa los cuencos de la cena y sacó de uno de sus bolsillos una cajita rectangular forrada de seda roja que contenía, en tamaño reducido, lo que los celestes llaman los «Cuatro Tesoros Literarios», es decir, los pinceles de pelo, la pastilla de tinta, el soporte para fabricarla y el papel, un rollo pequeño de papel de arroz que extendió y aseguró en sus esquinas con los cuencos de la cena. Se arremango y dejó caer unas gotas de agua de la tetera en el soporte para la tinta; seguidamente, cogió la pastilla y, con movimientos metódicos, la frotó hasta que la brillante emulsión negra adquirió la densidad que deseaba y, a continuación, sujetó el pincel en posición vertical con todos los dedos de la mano derecha mientras que con la izquierda retiraba la manga del brazo que escribía para que no arrastrara y estropeara los trazos; empapó el pincel en la tinta y lo apoyó sobre la superficie blanca. ¡Con cuánta unción realizó estos gestos! Parecía un sacerdote ejecutando un rito sagrado. Y lo que dibujó fue algo así:
– Éste es el carácter Wei -dijo, levantando la cabeza y entregando el pincel a Paddy que se dispuso a copiarlo rápidamente al lado del de Lao Jiang, aunque con menos seguridad y gracia-. Wei, el apellido de nuestro artesano. Su significado es «rodear», «cercar», «cerco»…, como bien se adivina por su forma. Memorícenlo. Intenten dibujarlo para así recordarlo mejor. De todas formas, mañana, antes de salir hacia la Puerta Jubao, volveré a enseñárselo.
Yo saqué mi Moleskine y copié el carácter con sanguina, en grande. Fernanda me contemplaba con cierta envidia.
– ¿Me deja usted una hoja, tía? -preguntó humildemente. Sabía que era mi libreta de dibujo y que lo que me pedía era un sacrificio para mí.
– Toma -dije arrancándola con cuidado, suavemente, de arriba hacia abajo-. Y toma este lápiz también. Y tú, Biao, ¿quieres otra hoja y otro lápiz?
Pequeño Tigre desvió la mirada.
– No, gracias -rehusó-. Ya lo he memorizado.
Algo se barruntó Lao Jiang porque giró suspicazmente la cabeza hacia él.
– ¿Sabes escribir chino? -preguntó con cierta violencia-. ¿Cuántos caracteres conoces ya?
El niño se asustó.
– En el orfanato sólo nos enseñan la caligrafía extranjera.
Los ojos de Lao Jiang lanzaron chispas y centellas y soltó los útiles de escritura para apoyar las palmas de las manos contra la mesa como si quisiera aplastarla.
– ¿No conoces ningún carácter de tu lengua? -Nunca había visto al anticuario tan enfadado.
– Sí, éste -musitó el pobre Biao señalando con el dedo el apellido del artesano.
Paddy apoyó tranquilizadoramente la mano sobre el hombro del señor Jiang.
– Déjalo. No vale la pena -gangoseó-. Enséñale tú y no le des más vueltas.
El anticuario respiró hondo y exhaló muy despacio el aire por la boca. Con una cara que daba miedo, volvió a sujetar el pincel de aquella curiosa manera vertical y lo empapó de tinta. Su rostro cambió entonces y se serenó. Parecía que no pudiera escribir estando enfadado, que tuviera que concentrarse y mantener un estado de ánimo tranquilo para empezar a realizar aquellos complicados ideogramas que requerían trazos lentos y rápidos, largos y cortos, suaves y enérgicos. Observándole, se comprendía por qué los celestes habían hecho un arte de su caligrafía y, al mismo tiempo, por qué nosotros no.
– Así se escribe el nombre de Xin'an -dijo complacido- y así el de la provincia de Chekiang. Chekiang sigue llamándose igual pero a Xin'an hoy se la conoce como Quzhou. En cualquier caso, debemos buscarla por su antigua denominación, que es la que nos interesa. Este grupo de caracteres que acabo de escribir debe encontrarse forzosamente unido a Wei en los ladrillos que buscamos.
Aplicadamente, los alumnos de aquella improvisada escuela inclinamos la cabeza sobre la mesa para copiar los nuevos trazos con diligencia. Incluso Biao, que antes había rehusado mi oferta de papel y lápiz, se afanaba ahora en el trabajo con verdadero interés. Sentí una cierta pena por Pequeño Tigre. Era un pobre expósito de trece años atrapado entre dos culturas, la oriental y la occidental, que se enfrentaban violentamente entre sí desde hacía mucho tiempo y que, para él, estaban representadas por el padre Castrillo y el señor Jiang, y a los dos les tenía miedo.
Para mi alegría, después de la lección pude darme, al fin, un baño caliente: una vieja criada me tiraba por encima de la cabeza los baldes de agua humeante que traía de la cocina y que iban rellenando la gran tina de madera que servía de bañera. El jabón, por suerte, no era demasiado malo a pesar de su desagradable aspecto, aunque me dejó la piel seca y escamada, y los trapos que me trajeron para secarme estaban limpios, al contrario que mi ropa, que, sucia y todo, regresó a mi cuerpo por unos cuantos días más. Breve para mi disgusto (los demás esperaban su turno cayéndose de sueño), el baño me dejó fresca y renovada. Sin embargo, esta buena disposición se fue rápidamente al garete en cuanto vi la miserable habitación en la que Fernanda y yo íbamos a dormir -de techo tan bajo que se podía tocar con las manos y con las paredes de adobe sucias y desconchadas- y no digamos el sórdido k’ang de bambú colocado sobre un horno de ladrillos -apagado, por suerte- en el que tendría que acostarme.
Pero estaba tan necesitada de sueño que no me enteré ni de la llegada de mi sobrina tras su baño y la noche pasó en un suspiro. De pronto, me encontré abriendo los ojos, totalmente despejada, atenta a un leve roce de tela en el patio. Me levanté con cuidado (aún era noche cerrada) y entreabrí la puerta de listones de madera con el corazón palpitándome como un tambor, dispuesta a gritar como una energúmena en cuanto viera a los secuaces de la Banda Verde. Pero no, no eran ellos. Aquella sombra oscura era Lao Jiang haciendo sus ejercicios taichi a la luz de un menudo farolillo que colgaba de una viga. No sé qué me impulsó a acercarme en lugar de volver al k'ang pero el caso es que lo hice y no sólo eso, sino que, además, me escuché a mí misma diciendo:
– ¿Podría enseñarme, señor Jiang?
El anticuario se detuvo y me miró sonriente.
– ¿Quiere aprender taichi?
– Si a usted no le molesta…
– Las mujeres también pueden practicar taichi si quieren -murmuró para sí mismo.
– ¿Me enseña?
– Hoy no, madame, estarde. Mañana daremos la primera clase.
Así que allí me quedé, sentada en un banco, viendo girar y evolucionar lentamente a Lao Jiang hasta que éste dio por terminada su sesión de aquel día. Lo cierto era que había una gran armonía en ese extraño baile, una belleza misteriosa que yo sentía acrecentada por el hecho de que una persona tan mayor pudiera realizar ágilmente determinados movimientos que hubieran resultado imposibles para mí y, encima, con mucha lentitud, lo que aún lo hacía más difícil. Pero en ese taichi debía de residir el secreto de la asombrosa flexibilidad de los chinos y yo quería aprenderlo. Me encaminaba hacia los cincuenta a velocidades vertiginosas y no deseaba de ningún modo terminar como mi madre o como mi abuela, sentadas todo el día en un sillón, melindrosas y llenas de achaques.
Poco después, abandonábamos la posada. Nos precedía Biao portando una larga vara en cuyo extremo bailaba un farol que proyectaba un tenue círculo de luz. Como estaba amaneciendo, los gallos cantaban en los patios y algunos comerciantes barrían el suelo frente a las puertas de sus establecimientos. No caminamos mucho, en realidad. Recorrimos unas cuantas calles y en seguida cruzamos un puentecillo jorobado sobre un canal de agua y nos encontramos frente a Zhonghua Men. No podía ni imaginar cómo se vería extramuros pero, desde luego, por dentro era impresionante, abrumadora. ¿Qué enemigo se hubiera atrevido a soñar siquiera con tomar aquella fortaleza colosal formada, en realidad, por cuatro puertas consecutivas a cuál más inexpugnable? De hecho, según nos dijo el señor Jiang, Zhonghua Men jamás había sido atacada. Los ejércitos invasores preferían intentar el asalto a Nanking por cualquier otro lugar antes que ser masacrados desde aquel castillo defensivo que, en verdad, era digno de Goliat.
– Este conjunto -dijo el señor Jiang, orgulloso- mide 45 ren de este a oeste y 48 de sur a norte.
– Unos 119 metros de largo por unos 128 de ancho, más o menos -aclaró Paddy, tras pensar un poco-. El ren es una antigua medida de longitud equivalente a poco más de dos metros y medio.
– ¡Es enorme! -dejó escapar mi sobrina, que mantenía la cabeza echada hacia atrás para poder abarcar con la vista todo aquel mazacote-. ¿Cómo vamos a encontrar los ladrillos de Wei? ¡Debe de haber millones! Y, además, estos muros son altísimos. Medirán unos quince o veinte metros.
– Visitemos los recintos donde se ocultaban los soldados -propuso Lao Jiang encaminándose hacia la mole-. Si yo quisiera esconder algo disimuladamente tras un ladrillo, intentaría que fuera en un lugar lo más alejado posible de la vista de la gente, un lugar discreto y, como ven, estas puertas y sus muros de discretos no tienen nada.
– ¿Se imaginan al médico Yao subido en una escalera o colgando de unas cuerdas, quitando un ladrillo y escondiendo algo? -soltó Biao antes de romper a reír a carcajadas.
El anticuario se volvió hacia él y sonrió.
– Tienes razón, muchacho. Por eso creo que los túneles subterráneos de Zhonghua Men van a ser los mejores lugares para empezar. Hasta siete mil soldados se escondían allí, además de servir como almacenes para armas y alimentos.
Biao resplandeció como una de esas nuevas ampollas eléctricas. Sentí rabia por la manera en que Lao Jiang ignoraba a mi sobrina mientras que no ocultaba que Pequeño Tigre le había entrado por el ojo. No era justo. Empezaba a cansarme aquella actitud despectiva hacia las mujeres que exhibía el viejo chino.
– El complejo de Zhonghua Men tiene veintisiete recintos subterráneos -continuó el señor Jiang mientras los demás le seguíamos y entrábamos por una extraña puerta en el muro con forma de cruz rechoncha-. No hay más remedio que examinarlos todos. ¿Cuántas velas tenemos, Paddy?
– Bastantes, no te preocupes. Traje un buen puñado.
– Danos una a cada uno, por favor. El farol de Biao no ilumina lo suficiente.
A pesar de la buena temperatura matinal del exterior, allí dentro hacía un frío terrible y tanto las paredes como los peldaños de la escalera que descendía hacia el centro de la tierra estaban cubiertos por un moho aceitoso que podía hacernos perder pie al menor descuido.
Con los cirios encendidos y avanzando en procesión, iniciamos el resbaladizo descenso atentos a los pasos que iba dando el que teníamos delante. Tichborne resoplaba de vez en cuando, Fernanda gimoteaba mientras descendíamos lentamente y yo intentaba contener la claustrofobia que empezaba a cerrarme la garganta. De pronto, un pensamiento positivo me animó: ¿cuántos días llevaba sin crisis nerviosas? Hubiera jurado que no había sufrido ninguna desde que salimos de Shanghai. ¡Era magnífico!
– ¡Hay culebras! -aulló entonces Biao para aguarme la fiesta. Creí morir del asco.
– ¡Silencio! -profirió Tichborne de malos modos.
– ¡Quiero salir de aquí! -suplicó Fernanda, empezando a retroceder. No me quedó otro remedio que darle un terrible pellizco de monja en cuanto se puso a mi altura.
– ¡Estáte quieta y callada! -susurré en castellano en su oído-. ¿O quieres que Lao Jiang te desprecie aún más? Demuéstrales que no somos débiles damiselas que se desmayan por un simple bicho.
– ¡Pero tía…!
– Continúa bajando o te mando de vuelta a Shanghai en el primer vapor que salga de Nanking.
No volvió a incordiar nunca más; su talón de Aquiles era muy sensible. Frotándose el brazo para aliviar el dolor del pellizco se tragó los lloros y el miedo y, juntas, una detrás de la otra, seguimos descendiendo hasta que, por fin, alcanzamos el primero de los largos túneles que horadaban el subsuelo de la Puerta Jubao. Aquello ya era otra cosa. A pesar de las extraordinarias dimensiones del lugar, las paredes tenían una altura humana y el techo, también de ladrillos, podía examinarse sin grandes dificultades.
– No perdamos tiempo -advirtió Lao Jiang.
Rápidamente, los cinco empezamos a inspeccionar aquel túnel por todos sus lados. Los ladrillos eran muy distintos unos de otros en cuanto a color (los había negros, blancos, rojos, marrones, amarillentos, anaranjados, grises…), sin duda por los diferentes materiales utilizados en su fabricación y como, además, los del suelo habían sido pisados por miles de soldados a lo largo de los siglos, presentaban también diversos grados de deterioro. En cambio, todos eran iguales en forma y tamaño (unos cuarenta centímetros de largo por veinte de ancho). Yo llevaba mi libreta en una mano y la vela en la otra y forzaba la vista para no dejarme engañar por aquel fárrago de signos que singularizaba cada ladrillo, pero, aunque todos presentaban largas inscripciones parecidas a pisadas de gorriones grabadas en el barro antes de meterlos en el horno, ninguna de ellas contenía los caracteres Wei, Xin'an y Ghekiang.
Tampoco aparecieron en el segundo túnel, ni en el tercero, ni siquiera en el cuarto o en el quinto. La mañana transcurrió sin éxito y se acercaba ya la hora de comer cuando, de pronto, en el decimoquinto túnel, uno de los más pequeños y mejor conservados, que parecía haber estado destinado más a despensa que a escondite de la soldadesca, Paddy Tichborne profirió una exclamación de júbilo:
– ¡Aquí, aquí! -gritó, enarbolando su vela como si fuera una bandera para llamar nuestra atención.
Menos mal que no había nadie en aquellas galerías abandonadas.
– ¡Aquí! -seguía gritando el irlandés a pesar de que ya estábamos todos a su lado contemplando los ladrillos del suelo que señalaba con un dedo-. ¡Hay muchos!
Y era cierto. Bajo nuestros pies, diez, cien, ciento cincuenta, doscientos…, doscientos ochenta y dos ladrillos exactamente exhibían la marca del artesano Wei y de su lugar de origen, Xin'an, en Chekiang.
– Son sólo los ladrillos negros y blancos del piso -comentó Paddy, pasándose la palma de la mano por la tersa piel de la cabeza.
Con un sobresalto, Lao Jiang puso cara de haber tenido una súbita revelación.
– No es posible… -murmuró, dirigiéndose hacia el centro de la cámara-. Sería una locura. ¡Traigan todas las luces! Mira esto, Paddy. ¡Es una partida de Wei-ch'i!
– ¿Cómo…? -exclamó Tichborne avanzando hacia el anticuario. Los demás nos afanamos por llevar luz a los lugares que el señor Jiang iba señalando con el dedo.
– ¡Mira, fíjate bien! -pedía el señor Jiang, presa de una excitación que jamás había manifestado hasta ese momento-. Diecinueve filas por diecinueve columnas de ladrillos… El suelo es el tablero, no hay duda. Ahora observa sólo los ladrillos blancos y los negros. ¡Es una partida! Cada jugador ha realizado ya más de doscientos movimientos.
– ¡No vayas tan rápido, Lao Jiang! -objetó el irlandés, sujetándole por el brazo-. Puede tratarse de una casualidad. Quizá sean sólo ladrillos puestos al azar y nada más.
El anticuario se volvió hacia él y le miró con helada inexpresividad.
– Llevo toda mi vida jugando al Wei-ch'i [21]. Reconozco una partida en cuanto la veo. Fui yo quien te enseñó, ¿o lo has olvidado? Y, por si no te has dado cuenta, el nombre del médico amigo del Príncipe de Gui es Yao, el mismo que el del sabio emperador que inventó el Wei-ch'i para instruir al más torpe de sus hijos, y el nombre del fabricante de ladrillos es Wei, «cercado». Todo encaja.
Yo no tenía ni idea de lo que era el Wei-ch'i ese del que hablaban. A mí, el suelo, me recordaba más bien a un gigantesco tablero de damas o de ajedrez, con sus escaques blancos y negros (pero también de otros muchos colores, pues había ladrillos de todas clases), y muy distinto de todo lo que yo había visto en materia de juegos de mesa hasta ese momento: de entrada, había muchísimas más casillas de las necesarias, así como unas doscientas o trescientas. Lo que no sabía yo es que no eran casillas lo que veía sino las propias piezas del juego.
– ¿No conoce usted el Wei-ch'i, Joven Ama? -Los susurros de Biao, que hablaba con Fernanda a poca distancia de mí, me llegaron con toda claridad en aquel silencio-. ¿De verdad? -La voz del niño expresaba tal incredulidad que a punto estuve de volverme y recordarle que mi sobrina y yo veníamos del otro lado del mundo. Pero Paddy Tichborne le había escuchado también:
– Fuera de China -empezó a explicar el irlandés con la intención de zafarse de la fría mirada del anticuario-, al Wei-ch’i se le conoce como Go. Los japoneses le llaman Igo y fueron ellos quienes lo exportaron a Occidente, no los chinos.
– Pero es un juego chino -matizó Lao Jiang, volviendo a fijar la mirada en el suelo.
– Sí, es un juego totalmente chino. La leyenda dice que lo inventó el emperador Yao, que reinó en torno al año dos mil trescientos antes de nuestra era.
– En este país -dije yo-, todo tiene más de cuatro mil años de antigüedad.
– En realidad, madame, puede que sea mucho más antiguo, pero los registros escritos empiezan en esas fechas.
– En cualquier caso, tampoco he oído hablar del Go -añadí.
– ¿Conoces las reglas, Biao? -preguntó el anticuario al niño.
– Sí, Lao Jiang.
– Pues explícaselas a Mme. De Poulain para que no se aburra mientras Paddy y yo estudiamos esta partida. Y traigan más luz, por favor.
Encendimos unas cuantas velas más y Lao Jiang nos hizo ponerlas sobre los ladrillos que no eran ni blancos ni negros. Al parecer, sólo esos contaban. Los demás, no.
– Verá, Ama -empezó a explicarme Pequeño Tigre, nervioso por tener una función tan importante; Fernanda, a mi lado, también le escuchaba-. Imagine que el tablero es un campo de batalla. El vencedor será el que, al final, se haya apoderado de más territorio. Un jugador utiliza piedras blancas y otro piedras negras y cada uno pone una piedra por turno sobre alguno de los trescientos y sesenta y un cruces que forman las diez y nueve líneas verticales y las diez y nueve horizontales. Así van marcando su terreno.
¡Con razón veía yo tanta casilla! ¡Trescientas sesenta y una, nada menos! Habría que inventar once piezas nuevas de ajedrez para poder jugar en un tablero semejante.
– ¿Y cuántas piedras tiene cada jugador? -preguntó Fernanda, sorprendida.
– El blanco, cien y ochenta, y el negro, que es quien empieza siempre las partidas, cien y ochenta y una. -Eso de que no supiera contar bien en castellano era culpa, sin duda, de la educación que recibía en el orfelinato de Shanghai-. Bueno, el Wei-ch'i no tiene muchas reglas. Es muy fácil de aprender y muy divertido. Sólo hay que ganar terreno. La manera de quitárselo al contrario es eliminando sus piedras del tablero y para eso se deben rodear con piedras propias. Esa es la parte difícil, claro -sonrió envalentonado, enseñando unos dientes muy grandes-, porque el enemigo no se deja, pero una vez que una piedra o un grupo de piedras ha quedado cercado, está muerto y se elimina.
– Y como ese espacio está rodeado -comentó pensativamente mi inteligente sobrina-, sería absurdo que el perdedor volviera a poner piedras dentro.
– Exactamente. Ese terreno pertenece al jugador que hizo el cercado. De ahí viene el nombre del juego, Wei-ch'i. Wei, como ha dicho Lao Jiang, significa «rodear», «cercar».
– ¿Y ch'i? -quise saber yo, curiosa.
– Ch'i es cualquier juego, Ama. Wei-ch'i, pronunciado así, como lo acabo de decir, significa «Juego del cercado».
A poca distancia de nosotros, el señor Jiang y Paddy Tichborne sostenían otra conversación mucho menos pacífica que la nuestra.
– Pero ¿y si juegan negras? -preguntaba Paddy, enfadado y con las mejillas y las orejas tan rojas como si estuvieran en carne viva.
– No pueden jugar negras. La leyenda dice que es el turno de las blancas.
– ¿Qué leyenda? -inquirí levantando la voz para que me hicieran caso.
– ¡Ah, madame! -repuso Tichborne, volviéndose hacia mí con afectación-. Este maldito tendero asegura que la partida que tenemos a nuestros pies es un viejo problema de Wei-ch'i conocido como «La leyenda de la Montaña Lanke». Pero, ¿cómo puede estar seguro? ¡Hay doscientas ochenta y dos piedras en el tablero! ¿Acaso podría alguien recordar exactamente la posición de cada una? Y, aunque así fuera, ¿de quién sería el próximo movimiento, de las piedras blancas o de las piedras negras? Eso podría cambiar completamente el resultado final de la partida.
– A veces, Paddy -silabeó Lao Jiang sin perder las formas-, pareces un mono que grita porque le pica algo y no sabe rascarse. Sigue dándote cabezazos contra la jaula a ver si los golpes te alivian la comezón. Escuche, madame, una de las más famosas leyendas del Wei-ch'i, que todo buen jugador conoce [22], cuenta que, alrededor del año 500 antes de la era actual, en una gran montaña situada en la provincia de Chekiang, y dese cuenta de que volvemos a encontrar una nueva pista relacionada con el artesano Wei y con el mensaje del Príncipe de Gui, en esa montaña de Chekiang, repito, vivía un joven leñador llamado Wang Zhi. Un día subió más de lo acostumbrado buscando madera y encontró a un par de ancianos jugando a Wei-ch'i. Como era un gran aficionado, dejó su hacha en el suelo y se sentó a ver la partida. El tiempo pasó rápidamente porque el juego estaba resultando muy interesante pero, poco antes de que terminara, uno de los ancianos le dijo: «¿Por qué no te vas a casa? ¿Piensas quedarte aquí para siempre?» Wang Zhi, avergonzado, se puso en pie para marcharse y, al recoger su hacha, se sorprendió al ver cómo el mango de madera se le deshacía entre los dedos. Cuando volvió a su pueblo no pudo reconocer a nadie y nadie le conocía a él. Su familia había desaparecido y su casa era un montón de escombros. Asombrado, se dio cuenta de que habían pasado más de cien años desde que salió en busca de leña y de que los ancianos eran, sin duda, un par de inmortales de los que habitan secretamente en las montañas de China. Pero Wang Zhi había retenido la partida en la memoria. Como buen jugador que era, podía recordar todos y cada uno de los movimientos. Lamentablemente, no había visto el final, así que ignoraba quién había ganado pero sí sabía que el siguiente movimiento le correspondía a las blancas. Esta leyenda se conoce como «La leyenda de la Montaña Lanke», porque Lanke quiere decir «mango descompuesto», como el mango del hacha de Wang Zhi. El esquema del juego ha sido reproducido en numerosas colecciones antiguas de partidas de Wei-ch'i y es exactamente el que tenemos aquí representado con ladrillos.
– ¿Y en estos últimos dos mil quinientos años nadie ha conseguido resolver el problema? -preguntó Fernanda con aparente inocencia.
– ¡Ahí quería llegar yo! -dejó escapar Paddy con una risotada-. Además, Lao Jiang, ¿cuántas veces has visto el famoso diagrama Lanke [23] como para estar tan seguro de que es éste?
El señor Jiang apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre un grupo de ladrillos negros.
– Muy pocas, es verdad -admitió sin moverse-. Una o dos, a lo sumo. Pero, igual que conozco la leyenda, sé que la montaña Lanke de la historia se encuentra en la actual Quzhou, antigua Xin'an, provincia de Ghekiang. Sospecho que, bajo nuestros pies, se oculta un escondrijo Ming construido al mismo tiempo que las murallas y la puerta Jubao. Todos los Ming debieron de conocer su existencia y utilizarlo para sus fines. Cuando el Príncipe de Gui le entregó a su amigo el médico Yao el segundo pedazo del jiance, la coincidencia de nombres con el emperador que inventó el Wei-ch'i debió de recordarle que existía este lugar y por eso le mandó aquí. Probablemente le informó de los ladrillos que debía mover, aunque eso no lo cuente el documento que encontramos en el «cofre de las cien joyas».
– Y, ahora, ¿qué hacemos? -pregunté.
– Pensar, madame -me contestó Paddy-. Este juego puede ser endiabladamente sutil, como los propios chinos.
– Pero, señor Tichborne -protestó Biao con una voz que le cambió a grave de repente-, si no tiene ninguna dificultad.
Y mientras el niño carraspeaba para aclararse la garganta, Lao Jiang recorrió en dos zancadas la distancia que les separaba y le sujetó por el pescuezo. Lo cierto es que tuvo que levantar el brazo para hacerlo ya que Biao era tan alto como él.
– Demuéstralo -le exigió, dirigiéndole hacia el centro del recinto. Pequeño Tigre parecía más pequeño que nunca, el pobre.
– ¡Perdón, Lao Jiang, sólo decía palabras necias! -chilló acobardado y, luego, empezó a rogar y a suplicar en chino de tal manera que, aunque no le podíamos entender, sabíamos perfectamente lo que estaba diciendo.
– No hables nunca si no vas a ser capaz de cumplir lo que digas -le amonestó el anticuario, soltándole. Biao se vino abajo y murmuró algo inaudible-. ¿Qué? ¿Qué has dicho?
– Si le toca jugar a las blancas… -murmuró el niño con un hilillo de voz-. Yo…, yo no sé quién va a ganar la partida, pero el siguiente movimiento de las blancas debe ser, a la fuerza, eliminar las dos piedras negras que están en jiao chi entre la esquina suroeste y el lateral sur.
– ¿Jiao chi? -repitió Fernanda. El acento chino de la niña no era malo del todo.
– En atari [24], en jaque… -intentó explicarle Paddy Tichborne sin mucho éxito-. Cuando la próxima jugada amenaza con capturar piedras que están rodeadas por todas partes menos por el lugar que va a ser cerrado…
– ¡Déjalo, Paddy! -exclamó Lao Jiang-. No podemos perder más tiempo. Biao tiene razón. Mira.
Pero Paddy, educadamente, ignoró al anticuario.
– Lo que quería decir es que las piedras que están a punto de ser cercadas están en jiao chi, es decir, que van a morir. Eso no significa el final de la partida, naturalmente. Sólo que esas piedras en concreto van a ser retiradas del tablero.
– Y, tal y como decía Biao -concluyó el señor Jiang arrodillándose muy cerca del muro sur del túnel, justo en frente de las escaleras por las que habíamos bajado-, estas dos piedras negras están, efectivamente, en jiao chi y voy a retirarlas de la partida en este mismo instante.
– ¿Cómo las va a sacar? -me sorprendí-. Esas piedras…, quiero decir, esos ladrillos llevan ahí seiscientos años.
– No, madame -me recordó el anticuario-. El médico Yao estuvo aquí en 1662 o 1663 por orden del último emperador Ming. Si no nos hemos equivocado, sólo hace doscientos sesenta años que los quitaron y los volvieron a poner.
– Además, la argamasa de los chinos -terció Paddy, condescendiente- se fabrica, desde hace miles de años, con una mezcla de arroz, sorgo, cal y aceite. No será difícil de quitar.
– ¡Pues sus construcciones han resistido muy bien el paso de los siglos! -comentó Fernanda con una sonrisa irónica. ¿Era impresión mía o la niña estaba más delgada? Sacudí la cabeza para deshacerme de la ilusión óptica: la ropa china engañaba mucho.
Para entonces, Lao Jiang estaba raspando los bordes de los ladrillos con el mango de su abanico de acero. El polvillo resultante formaba una nubecilla gris iluminada por un rayo de luz del mediodía que se colaba oblicuamente a través del lúgubre agujero de las escaleras. Todos le observábamos en silencio, atentos a cualquier cosa que pudiera suceder.
Y los ladrillos se soltaron. No hizo falta escarbar mucho. Estaba claro que ambos formaban una sola y alargada pieza (estaban unidos por sus lados más cortos) colocada sobre una tabla de madera carcomida que no resultó difícil de sacar. Una vez retirada y aunque nos tapábamos la luz intentando mirar todos a la vez, descubrimos una especie de bishachu como el del despacho de Rémy, muy hondo y de paredes perfectamente lisas talladas en el granito del subsuelo. Paddy acercó una vela y vimos, al fondo, una vieja caja de bronce cubierta de óxido verde, idéntica a la que sacamos del lago de Yuyuan en Shanghai, y una especie de cilindro metálico con adornos de oro pálido que, según Lao Jiang, era un estuche Ming de documentos que podía valer una fortuna en el mercado de antigüedades. Curiosamente, sacó primero el estuche que, aparte de ser realmente precioso, no contenía nada en absoluto. La caja de bronce, por el contrario, sí. Ahí estaba nuestro segundo fragmento del jiance, con sus viejos cordones verdes y sus seis tablillas de bambú. No veía con mucha claridad pero me pareció que, desde luego, allí no había caracteres escritos sino gotitas de tinta sin sentido aparente. Lao Jiang, en cambio, soltó una exclamación de alegría:
– ¡Ya tenemos la parte del mapa que faltaba!
– Deberíamos salir -comentó Paddy, incorporándose con un quejido-. Aquí no hay suficiente luz. ¡Oh, mis rodillas!
– Pongamos todo esto en su sitio -continuó el anticuario-. Primero, la madera y, luego, los ladrillos. Echaremos los residuos de la argamasa en las juntas. No quedará igual pero, en unos días, con la humedad, apenas se notará.
– Salgamos, por favor -insistió el periodista-. Estoy muerto de hambre.
De pronto, la luz que entraba por la escalera desapareció. Inconscientemente, todos nos volvimos a mirar pero las velas no iluminaban aquella zona, que quedaba en la penumbra. Lao Jiang le entregó la caja de bronce a Paddy.
– Apártense -susurró-. Vayan a aquella esquina.
– ¿ La Banda Verde? -tartamudeé, obedeciendo.
Pero el anticuario no tuvo tiempo de responder a mi pregunta. En menos de un segundo, diez o quince maleantes con cuchillos y pistolas se habían colado en el túnel y nos amenazaban entre gritos histéricos y gestos agresivos. Un pensamiento terrible cruzó por mi mente: eran demasiados. Esta vez, Lao Jiang no iba a poder con ellos. Un solo disparo terminaría con cualquiera de nosotros en un instante. No les costaría nada. El cabecilla chillaba más que ninguno. Con paso rápido se dirigió a Lao Jiang y me pareció entender que le exigía la caja. El anticuario permanecía tranquilo y hablaba con él sin alterarse. Los demás nos apuntaban. Noté que mi sobrina se pegaba a mí. Muy despacio, para no provocar un percance, levanté el brazo y se lo pasé por los hombros. Lao Jiang y el chino seguían conversando, uno a gritos y el otro en voz baja. Por el costado izquierdo noté que Biao también se me acercaba buscando protección. Hice el mismo gesto con el brazo libre y apreté a los dos niños contra mí para calmarlos. Lo más extraño de todo era que yo no tenía miedo. No, no estaba asustada. En lugar de ahogarme y tener palpitaciones, mi mente se puso a funcionar con rapidez y lo único que me preocupaba era que a Fernanda y a Biao les pasara algo. Les notaba temblar, pero yo estaba fuerte y me sentí muy bien por ello. ¿No me había angustiado durante años la idea de la muerte? ¿Cómo era, pues, que ahora que la tenía delante me daba exactamente lo mismo? Mientras el anticuario y el sicario seguían dialogando me di cuenta de cuánto tiempo de mi vida había perdido preocupándome por la llegada de ese momento que estaba viviendo y lo más gracioso de todo era que me sentía más viva que nunca, más fuerte y más segura de lo que me había sentido en los últimos años. ¡Si hubiera podido volver atrás y contarme a mí misma lo poco que valía la pena preocuparse por morir! Distraída con estos alegres pensamientos no me había dado cuenta de que el anticuario había dejado de hablar con el sicario y se dirigía a nosotros:
– Échense al suelo en cuanto se lo ordene -nos dijo tranquilamente y, luego, siguió conversando con el cabecilla que, como el resto de sus compañeros, parecía un simple culí descamisado. Todos llevaban calzones de lienzo azul sucios y raídos y todos tenían la cabeza rapada y una expresión fiera en el rostro. Supuse que alguno de ellos habría participado en el asesinato de Rémy.
– ¡Ahora! -gritó de pronto. Los niños y yo nos lanzamos hacia el suelo y, por la masa de carne que noté contra mi cabeza deduje que Paddy se había puesto delante para protegernos. Pero no tuve tiempo de pensar mucho más. Una salva de disparos retumbaron en el túnel y las balas empezaron a chocar contra los muros muy cerca de nosotros. El eco del lugar hacía que aquello pareciera una delirante exhibición de fuegos artificiales. Biao temblaba con grandes sacudidas, así que le estreché más fuerte contra mí. Si íbamos a morir, que fuera juntos. De pronto, un espasmo terrible, acompañado de una exclamación, zarandeó el cuerpo del irlandés.
– ¿Qué le ocurre, mister Tichborne? -grité.
– ¡Me han dado! -gimió.
Solté a los niños e intenté levantar la cabeza con mucha precaución para ver cómo estaba el irlandés pero las balas rayaban el aire cerca de mis oídos, así que no tuve más remedio que volver a esconderme detrás de la gran barriga del herido. Afortunadamente, para entonces las detonaciones empezaron a menguar y muy poco después, habían terminado. Reinó de pronto un gran silencio.
– Ya pueden levantarse -nos alentó Lao Jiang.
Los niños y yo nos incorporamos lentamente y, al mirar por primera vez el túnel, lo que vi me dejó llena de perplejidad: en el suelo, un buen puñado de cuerpos inmóviles y, al fondo, en el otro extremo del tablero de Wei-ch'i, tras una densa nube de pólvora, un montón de faroles de papel encerado iluminando una especie de pelotón de soldados con fusiles y bayonetas caladas. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Quiénes eran aquellos soldados? ¿Por qué Lao Jiang saludaba amistosamente a uno de ellos que llevaba un sable tan enorme al cinto que arañaba ridículamente el suelo? Un gemido de Tichborne me hizo regresar a la realidad.
– Mister Tichborne -le llamé, intentando girarle para comprobar la gravedad de la herida-. ¿Cómo se encuentra, mister Tichborne?
El irlandés tenía la cara contraída por el dolor y, con ambas manos, se apretaba fuertemente una pierna de la que manaba abundante sangre. Pero sangre era lo que sobraba en aquel lugar: la de los sicarios muertos fluía en riachuelos que se colaban entre los ladrillos del suelo -las piedras de Wei-ch'i-, dejando en el aire un extraño olor a hierro caliente que se mezclaba con el de la pólvora. No tenía tiempo de marearme, me dije. Lo primero era comprobar el estado del periodista y de los niños, así que me incliné sobre Tichborne y le examiné: estaba malherido, la bala le había destrozado la rodilla derecha y urgía atenderle cuanto antes. Fernanda estaba blanca como el papel, con los ojos hundidos y llorosos; Biao, que tanto había temblado, ahora sudaba copiosamente y gruesos goterones le resbalaban por la cara y caían al suelo como lágrimas. Los dos habían pasado un miedo atroz y no conseguían salir de la pesadilla.
– ¿Cómo se encuentra, Mme. De Poulain? -me preguntó Lao Jiang, dándome un susto de muerte. Creía que seguía hablando con el soldado.
– Los niños y yo estamos bien -le dije con una voz ronca que no parecía la mía-. Tichborne tiene una herida en la pierna.
– ¿Grave?
– Creo que sí, pero yo no soy enfermera. Deberíamos llevarle a algún sitio donde pudieran atenderle.
– Los soldados se ocuparán de eso. -Se volvió hacia el capitán del sable, le dijo unas cuantas palabras e, inmediatamente, cuatro o cinco de aquellos muchachos armados, de no mucho mejor aspecto que los matones de la Banda Verde, dejaron el fusil en el suelo y se encargaron de Tichborne, llevándoselo afuera entre las carcajadas que los gritos de dolor del periodista les provocaban-. Le debo una explicación, Mme. De Poulain.
– Hace rato que la espero, señor Jiang -asentí, encarándome a él.
Algunos soldados empezaron a cargarse sobre los hombros, sin muchos miramientos, los cuerpos muertos de los bandidos y otros comenzaron a echar arena sobre la sangre del suelo.
– Soy miembro del Partido Nacionalista Chino, el Kuomintang, desde 1911, cuando fue fundado por el doctor Sun Yatsen, a quien tengo el honor de conocer y de quien me considero un buen amigo. Él es quien está financiando esta expedición y quien ha puesto a nuestra disposición aquí, en Nanking, este batallón de soldados del Ejército del Sur para que nos proteja de la Banda Verde. El capitán Song -e hizo un gesto con la cabeza señalando al chino del sable que permanecía a una respetuosa distancia mientras sus subordinados limpiaban el lugar- supo de nuestra llegada en cuanto desembarcamos ayer en el puerto y nos ha mantenido bajo discreta vigilancia para poder ayudarnos si era necesario.
No daba crédito a lo que estaba oyendo. Me costaba asimilar la idea de que aquella loca aventura había sido desde el principio un asunto político.
– ¿Quiere decir, señor Jiang, que el Kuomintang está al tanto de lo que andamos buscando?
– Por supuesto, madame. En cuanto supe lo que había en el «cofre de las cien joyas» y adiviné el alcance del proyecto de restauración imperial de los Qing y de los japoneses, llamé en seguida al doctor Sun Yatsen a Cantón y le expliqué lo que estaba sucediendo. El doctor Sun se alarmó tanto como yo y me ordenó continuar secretamente con la búsqueda del mausoleo perdido de Shi Huang Ti, el Primer Emperador. Pero no se preocupe: mi parte del tesoro irá a parar al Kuomintang, sin duda, pero ustedes recibirán lo que habíamos pactado. Mi partido sólo quiere evitar por todos los medios la locura de una Restauración monárquica.
Un grupo de soldados recogía en canastos la arena ensangrentada y, en las zonas despejadas, otro grupo echaba baldes de agua limpia para terminar de adecentar el túnel. Pronto no quedarían más huellas de lo sucedido que los agujeros de bala en las paredes. Pero no, eso tampoco sería así. Un par de mozalbetes con gorras militares en las que aparecía cosida una pequeña bandera azul con un sol blanco en el centro [25], empezaron a rellenar los orificios con barro. Estaba claro que aquello era una operación de encubrimiento muy bien organizada. Con Tichborne fuera de juego, ¿qué íbamos a hacer?
– Debemos seguir, madame, no podemos detenernos ahora. La Banda Verde nos pisa los talones pero, al igual que al Kuomintang, no le interesa que todo este asunto salga a la luz. Sería un escándalo nacional de imprevisibles repercusiones. China no puede permitírselo. Las potencias occidentales intentarían apoderarse del descubrimiento y rentabilizarlo en su favor o a favor de quien más les interese para seguir desangrando a este país. Hay mucho en juego y a usted le sigue haciendo falta encontrar el mausoleo perdido. Hagamos las cosas bien, ¿no le parece, madame?
– Pero ¿y Tichborne?
– Él no sabe nada del Kuomintang. De momento se quedará aquí y, si se repone pronto, podrá seguirnos. Mientras tanto estará bien atendido por el capitán Song.
– ¿El capitán Song conoce algo de esta historia?
– No, madame. Él tenía orden de vigilarnos a distancia e intervenir en caso de que fuéramos atacados. Nada más. Sólo lo sabemos nosotros y el doctor Sun.
– Y el emperador Puyi y los eunucos imperiales y los japoneses y la Banda Verde…
Lao Jiang sonrió.
– Sí, pero el jiance lotenemos nosotros.
– En realidad, señor Jiang, lo tengo yo -le rectifiqué, inclinándome hacia el suelo y recogiendo de los pies de Fernanda la cajita de bronce que Tichborne había abandonado al ser herido. El señor Jiang sonrió aún más ampliamente-. Sólo tengo una última pregunta. La Banda Verde y todos los demás ¿saben que el Kuomintang anda metido en esto?
– Espero que no. El doctor Sun no quiere que el partido se vea oficialmente envuelto en esta historia.
– Tiene miedo al ridículo, ¿verdad?
– Sí, algo así. Piense que el Kuomintang está en una situación delicada, madame. Las potencias imperialistas extranjeras no nos apoyan. Creen que somos peligrosos para sus intereses económicos. Saben que, si unimos China bajo una sola bandera, les quitaremos todas las abusivas prerrogativas comerciales que han conseguido con malas artes en los últimos cien años. Los Tres Principios del Pueblo del doctor Sun, es decir, Nacionalismo, Democracia y Bienestar, significan el final de sus grandes beneficios económicos. Si toda esta historia saliera a la luz… Bueno, podrían destruir al Kuomintang.
– ¿Y quién va a protegernos durante el resto del viaje? Le recuerdo que no sólo nos persigue la Banda Verde sino que, además, nos vamos adentrando en zonas controladas por señores de la guerra.
– Aún tengo que resolver ese asunto.
– Pues hágalo pronto -le advertí, cogiendo de las manos a los todavía amedrentados Fernanda y Biao-. Estos niños están muertos de miedo. Creo que ha actuado usted con malas artes, señor Jiang, ocultándonos un aspecto importante, une affaire politique, de este peligroso viaje. Creo que no es usted una buena persona, que no es tan honesto como aparenta ser y como usted mismo se cree. En mi opinión, hace prevalecer sus intereses políticos por encima de cualquier otra cosa y nos está utilizando. Hasta ahora le admiraba, señor Jiang. Creía que usted era un digno defensor de su pueblo. Ahora empiezo a pensar que, como todos los políticos, es un ávido materialista que no calcula las consecuencias personales de sus decisiones.
No sé por qué hablé así. Estaba realmente enfadada con el anticuario, aunque no tenía claro si era por los motivos que acababa de decirle o porque estaba asustada y había dicho todo aquello como hubiera podido decir cualquier otra cosa. A fin de cuentas, acababa de pasar por la experiencia más aterradora de mi vida y, en realidad, había salido de ella airosa y reforzada. Empezaba a notar grandes cambios en mi interior. Sin embargo, no estaba mal poner a Lao Jiang contra la pared: se le veía lívido y creo que mis palabras le habían hecho daño. Me sentí un poco culpable pero, en seguida, pensé: «¡Él nos ha mentido!», y se me pasó.
– Lamento oír eso -dijo-. Sólo intento salvar a mi país, madame. Puede que tenga usted razón y que, hasta ahora, les haya estado utilizando. Meditaré sobre ello y le daré una explicación más satisfactoria. Si debo disculparme, lo haré.
Salimos de la Puerta Jubao y montamos en un viejo camión descubierto que nos llevó, dando tumbos sobre los adoquines de las devastadas avenidas de Nanking, hasta el cuartel general del Kuomintang en la ciudad, un feo edificio pintado con los colores de su ondulante bandera y protegido por grandes ruedos de alambrada espinosa. En el interior, los soldados que hacían guardia jugaban a los naipes y fumaban. Allí nos dieron de comer y nos permitieron asearnos. Tichborne descansaba en el catre de un cuartucho apestoso, sangrando profusamente hasta que llegó un médico vestido a la occidental y empezó a curarle. Para entonces, alguien había traído de la posada nuestras pertenencias y Biao, más tranquilo, nos contó a Fernanda y a mí que, en la habitación contigua, Lao Jiang y el capitán Song estaban organizando nuestra partida para esa misma noche. Yo no recordaba cuál era nuestra siguiente parada así que no tenía ni idea de hacia dónde íbamos a viajar. Ahora, eso sí, tenía en mi poder, bien custodiada, la cajita que habíamos sacado de debajo de los ladrillos de la Puerta Jubao y, como estábamos solos porque nadie nos prestaba la menor atención, decidí que era un momento magnífico para volver a examinar el contenido con los niños.
– ¿Va a abrirla, tía? -se asombró Fernanda-. ¿Y Lao Jiang?
– Ya la verá luego -exclamé, levantando la tapa de bronce verdoso. En el interior seguía el manojito de tablillas con las diminutas manchas de tinta. Biao, curioso, se inclino sobre ellas cuando las extendí hacia él sobre mis manos abiertas. Teníamos buena luz porque en aquel cuartel del Kuomintang había ampollas eléctricas, así que las manchas se distinguían con toda claridad-. El señor Jiang dijo que era un mapa, Biao. ¿Tú qué opinas?
No sé por qué me inspiraba confianza la inteligencia de aquel mozalbete de pelo hirsuto. Si había sido capaz de resolver él solo el problema de Wei-ch'i, ¿por qué no iba a poder ver algo que quedaba oculto a mis ojos por mi educación occidental?
– Sí que debe de ser un mapa, tai-tai -confirmó tras mirarlo detenidamente-. No sé lo que dicen estos caracteres escritos tan pequeños que hay junto a los ríos y las montañas, pero los dibujos están muy claros.
– Pues yo sólo veo rayas y puntos -comentó Fernanda, celosa del protagonismo de su criado-. Alguna manchita redonda por aquí, alguna otra cuadrada por allá…
– Estas líneas de puntos son ríos -le explicó Pequeño Tigre-. ¿No ve, Joven Ama, la forma que tienen? Y estas rayas son montañas. Las manchas redondas deben de ser lagos porque están sobre líneas de puntos o cerca de ellas y esta forma cuadrada de aquí quizá sea una casa o un monasterio. Lo que hay escrito dentro no sé lo que significa.
– ¿Te gustaría saber leer en tu idioma, Biao? -le pregunté.
Se quedó pensativo un momento y luego negó con la cabeza y resopló:
– ¡Demasiado trabajo!
Era la respuesta que hubiera dado cualquier escolar del mundo, me dije ocultando una sonrisa. Lo sentía por Biao, pero Lao Jiang no estaba dispuesto a permitir que siguiera ni un solo día más sin conocer los extraños ideogramas de su escritura milenaria, de modo que entre el castellano y el francés que le enseñaba Fernanda y el chino que le enseñaría a escribir Lao Jiang, Pequeño Tigre iba a tener un viaje muy ocupado.
– ¿Sabéis qué podemos hacer mientras esperamos al señor Jiang? -pregunté a los niños con voz animada-. Podemos jugar al Wei-ch'i.
– Pero si no tenemos piedras -objetó Fernanda, quien, sin embargo, se había animado de repente. Estaba muy mustia desde el tiroteo en el túnel y me tenía preocupada.
Biao se había puesto de pie de un brinco y corría hacia la puerta del cuartucho.
– ¡He visto un tablero! -exclamó, contento-. Voy a pedirlo.
Cuando regresó, traía bajo el brazo una madera cuadrada y dos tazones de sopa llenos de piedras negras y blancas.
– Los soldados me lo han dejado -explicó y, luego, despectivo, añadió-: prefieren jugar a los naipes occidentales.
Bueno, me dije, algunas opiniones del anticuario ya estaban calando en él.
Poco después de que nos trajeran la cena, apareció por fin el señor Jiang exhibiendo una complacida sonrisa que aún se hizo más afable al vernos a los tres inclinados sobre el tablero de Wei-ch'i, muy concentrados. La verdad era que yo no servía para un juego tan sumamente exquisito y difícil pero a Fernanda se le dio bien desde el principio. Biao rodeaba mis piedras con una facilidad y una rapidez asombrosa y se comía, de un golpe, grupos enteros y numerosos mientras que yo tenía la vista puesta en algún ataque ridículo que nunca conseguía rematar. Fernanda se defendía mejor y, al menos, no le permitía que la masacrara como hacía conmigo. En los nueve días siguientes, mientras navegábamos por el Yangtsé rumbo a Hankow a bordo de un sampán, ama y criado pasaron muchas horas inclinados sobre el tablero (Lao Jiang había conseguido que los soldados nos regalaran el juego), enzarzados en duras batallas que se iniciaban tras las clases matinales y que a veces duraban hasta el anochecer.
No pudimos despedirnos de Tichborne. Cuando abandonamos el cuartel, el médico todavía estaba operándole. No le quedaba mucho de la rodilla derecha, nos dijeron. Si sanaba, cojearía para siempre. Tuve la grave impresión de que difícilmente podría volver a unirse a nosotros en algún momento del viaje; la cosa parecía muy seria. En cualquier caso, y aunque desde el principio sentí por él un agudo rechazo, tuve que admitir que había actuado como un valiente durante la refriega y los niños y yo siempre tendríamos que agradecerle su gesto protector.
Nuestro sampán era una auténtica casa flotante que, por comparación con la barcaza en la que habíamos navegado hasta Nanking, podía considerarse casi un hotel de lujo: era grande y amplio, con dos velas enormes que se abrían como abanicos, un par de habitaciones en el interior de la cabina -cubierta por un hermoso tejado rojo hecho de cañas de bambú combadas- y una cubierta tan plana que Lao Jiang y yo podíamos practicar los ejercicios taichi sin más problemas que los provocados por la corriente del río, a veces muy embravecida. El patrón era miembro del Kuomintang y los dos marineros a sus órdenes eran soldados del capitán Song encargados de custodiarnos hasta Hankow, donde otro destacamento militar se haría cargo de nuestra seguridad. Lao Jiang temía que la Banda Verde pudiera atacarnos en el río, así que obligaba a los soldados a vigilar día y noche las riberas y él observaba con ojos de águila todos los barcos con los que nos cruzábamos, fueran chinos u occidentales. Confiaba en que el denso tráfico fluvial nos hiciera invisibles o que los hombres de Surcos Huang creyeran que habíamos tomado el Expreso Nanking-Hankow. Yo, por mi parte, en cuanto pasábamos frente a alguna gran ciudad, temía que nos dijera de nuevo aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» y ya me veía cargando mi hatillo y abandonando el sampán para tomar otro medio de transporte mucho menos cómodo. Pero los días pasaron y llegamos a Hankow sin ningún problema.
De aquel viaje recuerdo especialmente una noche en la que estaba sentada en la proa de la nave, rodeada por el incienso que usaba el patrón para espantar a los mosquitos y viendo balancearse las linternas de aceite al ritmo del río. Lejanamente se oía el ruido de la resaca del agua contra las orillas. De repente me di cuenta de que estaba cansada. Mi vida en Occidente me parecía lejana, muy lejana, y todas las cosas que allí tenían valor aquí resultaban absurdas. Los viajes tienen ese poder mágico sobre el tiempo y la razón, me dije, al obligarte a romper con las costumbres y los miedos que, sin darnos cuenta, se han vuelto gruesas cadenas. No hubiera querido estar en ninguna otra parte en aquel momento ni hubiera cambiado la brisa del Yangtsé por el aire de Europa. Era como si el mundo me llamara, como si, de pronto, la inmensidad del planeta me suplicara que la recorriera, que no volviera a encerrarme en el mezquino corrillo de zancadillas, ambiciones y pequeñas envidias que era el círculo de los pintores, galeristas y marchantes de París. ¿Qué tenía yo que ver con todo aquello? Allí sí que había auténticos mandarines que decidían lo que era arte y lo que no, lo que era moderno y lo que no, lo que debía gustar al público y lo que no. Ya estaba harta de todo aquello. En realidad, lo único que yo quería era pintar y eso podía hacerlo en cualquier parte del mundo, sin competir con otros artistas ni tener que adular a los galeristas y a los críticos. Buscaría la tumba del Primer Emperador para saldar las deudas de Rémy pero, si todo aquello no era más que una locura y el lance terminaba sin éxito, no volvería a tener miedo. Empezaría otra vez de la nada. Seguramente, los nuevos ricos de Shanghai, tan esnobs y tan chics, pagarían bien por la pintura occidental.
Aquella noche tan querida para mí fue la del 13 de septiembre. Dos días después arribamos al puerto de Hankow y Fernanda y yo nos enteramos, al poco de desembarcar y gracias a los cablegramas de información internacional que se recibían en el cuartel general del Kuomintang, que en aquella fecha había tenido lugar en España un golpe de Estado dirigido por el general Primo de Rivera quien, apoyado por la extrema derecha y con el beneplácito del rey Alfonso xiii, había disuelto las Cortes democráticamente elegidas y había proclamado una dictadura militar. En nuestro país imperaba ahora la ley marcial, la censura y la persecución política e ideológica.