CAPÍTULO CUARTO

Sobre la mesa de la habitación de estudio, ahora completamente despejada de libros, las tablillas de bambú que formaban la vieja carta del arquitecto Sai Wu habían vuelto a reunirse por primera vez desde aquella noche de 1662 en que el Príncipe de Gui cercenó los cordones de seda que las ligaban haciendo tres fragmentos que entregó a sus más fieles amigos para que los escondieran a lo largo del cauce del Yangtsé. Según sospechábamos, el último pedazo de la carta indicaba la ubicación de la tumba perdida del Primer Emperador y la forma de entrar en ella eludiendo lo que ahora sabíamos que eran disparos automáticos de ballestas y peligrosas trampas mecánicas dispuestas contra los saqueadores de tumbas (es decir, contra nosotros). Por eso la lectura completa del jiance revestía tanta importancia e incluso Fernanda, que había regresado a la carrera en cuanto Biao fue a buscarla, estaba visiblemente nerviosa, inclinada sobre las tablillas como si pudiera entender lo que veía. Lao Jiang, a la postre, terminó por ordenarle con firmeza que se apartara de la mesa antes de tomar asiento y calarse las gruesas gafas en la nariz. Los demás le rodeamos por la espalda, en completo silencio, mirando por encima de sus hombros.

– ¿Qué dice el fragmento nuevo? -pregunté al cabo de un buen rato.

El anticuario sacudió la cabeza despacio.

– El tamaño de los ideogramas es un poco más pequeño y algunos de ellos no se pueden leer porque la tinta se ha estropeado -dijo, al fin.

– Ya contábamos con eso -murmuré, acercándome un poco más-. Lea lo que sí puede verse.

Él emitió un gruñido indescifrable y alargó una mano hacia Biao.

– Pásame la lupa que hay sobre aquellos libros.

El niño voló y regresó antes de que el anticuario hubiera terminado la frase.

– Bien, veamos… Aquí dice… «Cuando tú, hijo mío, llegues al mausoleo, el sacrificio de todos cuantos hemos trabajado aquí habrá surtido efecto y ya nadie recordará su emplazamiento.»

– ¿A qué edad suponía Sai Wu que su hijo huérfano iría a saquear la tumba? -quiso saber Fernanda, sorprendida por la rapidez con la que el arquitecto creía que se olvidaría una obra de tal magnitud e importancia.

– Imagino que tras su mayoría de edad, como indicaba en el primer fragmento -repuso Lao Jiang, quitándose las gafas para mirarla-. Entre dieciocho y veinte años después de mandar al niño a casa de su amigo en… ¿dónde era?, ¿Chaoxian?, sí, Chaoxian -confirmó mirando las primeras tablillas-. Pero no es extraño que nadie pudiera recordar la localización de la tumba del Primer Emperador después de tan poco tiempo. Piensa que en las obras sólo estaban los condenados a trabajos forzados y sus jefes, los arquitectos y los ingenieros. Todos ellos murieron con Shi Huang Ti al ser enterrados vivos. El común de las gentes, los «cabezas negras» como se llamaba a los hombres libres, no estaba al tanto del lugar de la construcción, que era secreto. Únicamente lo conocían los ministros y la propia familia imperial, que era la encargada de hacer las ofrendas funerarias, pero, en este caso, tres años después de la muerte de Shi Huang Ti, debido a las conspiraciones en la corte, a las revueltas campesinas y a los alzamientos de los antiguos señores feudales, ya no quedaba nadie vivo. La dinastía que fundó para Diez Mil años apenas duró tres.

– ¿Podría seguir leyendo, por favor? -pedí, llevándome las manos a la cintura con un gesto castizo que me sorprendió.

– Naturalmente -accedió el anticuario volviendo a ponerse las gafas y sujetando la lupa sobre las tablillas-. ¿Dónde estaba…? Aquí, ya lo veo. «Observa el mapa, Sai Shi Gu'er. La entrada secreta se encuentra en el lago artificial formado por el dique de contención de las aguas del río Shahe. Sumérgete donde he puesto la señal y desciende cuatro ren…»

– ¡Un momento, un momento! -exclamé, acercando a la mesa uno de los taburetes para ponerme más cómoda-. Deberíamos examinar el mapa. Yo no he conseguido distinguir nada por más que lo he intentado. A lo mejor ahora, con las indicaciones de Sai Wu entendemos esas manchas de tinta.

Lao Jiang se giró hacia mí, risueño.

– Pero si está muy claro, Elvira. Mire, fíjese bien en este cuadrado de aquí -dijo señalando una minúscula marca en la esquina superior izquierda del mapa-. Dentro pone «Xianyang», la antigua capital del primer imperio chino, la ciudad de Shi Huang Ti. Era razonable suponer que el mausoleo se encontraría relativamente cerca, a no mucho más de cien kilómetros en cualquier dirección. Xianyang, hoy, debe de ser sólo un montón de ruinas, si es que queda algo, pero a muy poca distancia está la gran urbe de Xi'an que, equivocadamente, pasa por ser aquella vieja capital. Como ve, Xi'an no aparece en el mapa, lo que demuestra su autenticidad porque esta ciudad se fundó algunos años después de la muerte de Shi Huang Ti.

– ¿Y Xi'an está muy lejos de aquí, de Wudang?

Lao Jiang inclinó la cabeza, pensativo.

– Calculo que a la misma distancia que Hankow, en dirección oeste-norte -dijo, al fin-. Xi'an es la capital de la vecina provincia de Shensi [41], al norte, y Wudang se encuentra en el límite con Shensi, de modo que habrá unos… cuatrocientos kilómetros, puede que menos. Aunque el problema serán las montañas. Entre Wudang y Shensi se encuentra la cordillera Qin Ling, de modo que necesitaremos otro mes o mes y medio para llegar hasta allí.

No podía ser fácil, me dije desolada. En plena época de lluvias, cercano ya el invierno, tendríamos que atravesar una cordillera que, con absoluta seguridad, sería aún más temible que Wudang con sus setenta y dos cumbres altas y escarpadas.

– No se desanime, Elvira -oí decir al anticuario-. Xi'an era el punto de origen de la famosa Ruta de la Seda que unía Oriente y Occidente. Está muy bien comunicada. Tiene buenos caminos y buenas pistas de montaña.

– Pero ¿y la guerra?, ¿y la Banda Verde?

– ¿Volvemos al mapa…? Ya tenemos situada la capital del Primer Emperador, la vieja Xianyang. Esta línea de puntos que discurre por debajo, de un lado a otro de las tablillas, es el río Wei. -Y señaló otro par de caracteres ilegibles; lo hubiera visto mejor de habérmelo indicado con alguna de aquellas uñas postizas de oro que lucía en Shanghai-. Si seguimos el cauce del Wei hacia el este encontramos que tiene muchos afluentes al norte y al sur pero éste -y puso el dedo sobre la última línea que descendía hacia la esquina inferior derecha del mapa-, éste en concreto es el Shahe, del que habla Sai Wu en su carta, ¿lo ve?, aquí está escrito el nombre, y sin duda este engrosamiento alargado es el lago artificial formado por el dique de contención. ¡Qué maravilla! -exclamó abriendo los brazos como para estrechar entre ellos al desgraciado maestro de obras muerto dos mil años atrás-. Adviertan esta pequeña marca de tinta roja en el extremo del embalse. Casi no se distingue, pero ahí está.

Me pasó la lupa y se apartó para que yo pudiera examinar la maravillosa señal roja. Viéndolo así, como él lo explicaba, lo cierto es que el extraño mapa se volvía comprensible. Si seguía con la mirada el descenso vertical del Shahe desde el Wei hasta una cadena de montañas que descansaba sobre el borde inferior de las tablillas de bambú, podía verse, cerca del final de su cauce, un ensanchamiento alargado con una ligera inclinación en sentido nordeste que tenía una diminuta mancha roja en su extremo más cercano a las montañas. ¿Esa mancha roja indicaba el lugar donde había que sumergirse…? ¡Por favor!

Después de que Fernanda, e incluso Biao, examinaran el plano, la lupa volvió a las manos de Lao Jiang, que continuó con la lectura.

– «Sumérgete donde he puesto la señal y desciende cuatro ren…» -repitió.

– ¿Cuánto es un ren? -preguntó mi sobrina.

El anticuario pareció sorprenderse con la pregunta.

– Son medidas antiguas -le explicó después de pensárselo un poco- y muchas de ellas han variado desde aquella época, pero me atrevería a decir que cuatro ren son unos siete metros, aproximadamente.

– ¡Siete metros! -me lamenté-. ¡Pero si yo casi no sé nadar!

– No se preocupe, tai-tai -quiso animarme Biao-, la ayudaremos. No es difícil.

Lao Jiang, harto de interrupciones, prosiguió con la lectura:

– «…cuatro ren hasta encontrar la boca de una tubería pentagonal que forma parte del sistema de drenaje del recinto funerario».

– ¿Pentagonal? -murmuró Biao.

– De cinco lados -le aclaró rápidamente Fernanda.

– «Avanza por ella veinte chi…».

– ¡Ya estamos otra vez! -protestó la niña-. Y, ahora, ¿qué es un chi?

– Un chi equivale, más o menos, a unos veinticinco centímetros -le aclaró Lao Jiang sin levantar la mirada del jiance-. Veinte chi serían unos cinco metros, si no me equivoco.

– No, no se equivoca -dijo el sabihondo de Biao; ese niño valía para las matemáticas, estaba claro.

– ¿Puedo seguir leyendo, por favor? -suplicó Lao Jiang con malhumor.

– Adelante -le animé. Lo cierto era que, si seguíamos interrumpiéndole, no acabaríamos nunca.

– «Avanza por ella veinte chi y asciende al respiradero. Encontrarás uno cada veinte chi. El último es el fondo de un pozo que te llevará directamente al interior del túmulo. Saldrás frente a las puertas del gran salón principal que da entrada al palacio funerario. Debes saber que la tumba tiene seis niveles de profundidad, el número sagrado del reinado del Dragón Primigenio.»

– ¿Seis niveles? -proferí.

– ¿El número sagrado? -preguntó al mismo tiempo Fernanda.

Lao Jiang, desolado, se quitó nuevamente las gafas.

– ¿Podrían hacer las preguntas sin atropellarse, por favor? -rogó con un suspiro.

– Bien, yo primero -dije, adelantándome a mi sobrina-. ¿Cómo es que la tumba tiene seis niveles de profundidad? El historiador que hizo la crónica sobre el mausoleo no dice nada de eso.

– Cierto, Sima Qian no menciona este detalle, pero le recuerdo que Sima Qian escribió su historia cien años después de la muerte del emperador y que jamás visitó el lugar ni sabía dónde se encontraba. Se limitó a copiar las referencias que encontró en los viejos archivos históricos de la dinastía Qin.

– ¿Por qué el seis era el número sagrado del Primer Emperador? -le atajó Fernanda, a quien le importaban poco la historia y las crónicas de nadie.

– Shi Huang Ti, influenciado por los maestros geománticos de su época, adoptó la filosofía de los Cinco Elementos. No voy a explicarles ahora en qué consiste -yo asentí; sabía de lo que hablaba y, desde luego, me parecía muy bien que no lo explicara. Me bastaba con tener anotada dicha teoría en mi libreta de dibujo-, pero, según el taoísmo, existe una relación armoniosa entre la naturaleza y los seres humanos, relación que se concreta en los Cinco Elementos, es decir, el Fuego, la Madera, la Tierra, el Metal y el Agua. El reinado de Shi Huang Ti, según el ciclo de estos Elementos, estaba regido por el Agua, ya que los reinados anteriores pertenecían al período del Fuego y él los había conquistado y dominado. Como el Elemento Agua se corresponde con el color negro, toda la corte imperial vestía de negro y todos los edificios, estandartes, ropas, sombreros y decoraciones se hacían con este color.

– ¡Qué siniestro! -dejé escapar.

– Y por eso llamaban también a la gente del pueblo «cabezas negras». Pero, además, según la teoría de los Elementos, el Agua no sólo está asociada al color negro sino al número seis. Y ésa es la respuesta a su pregunta, Elvira: la tumba tiene seis niveles porque así lo dictaban las normas del emperador. Era su número geomántico.

– Por eso y porque quién se iba a imaginar que un mausoleo subterráneo pudiera tener seis pisos, ¿verdad?

– Verdad -confirmó él, poniéndose otra vez las gafas con gesto cansino-. Bien, en fin, estábamos leyendo… Aquí. «… el número sagrado del reinado del Dragón Primigenio. Cada uno de los niveles es una trampa mortal pensada para proteger el verdadero sepulcro, que se encuentra en el último, en el más profundo, a salvo de los profanadores y los saqueadores. Y allí es donde tú tienes que llegar, Sai Shi Gu'er. Ahora te daré toda la información que he recogido, con grandes dificultades, durante los últimos años. Los miembros del gabinete secreto del… ¿Shaofu?»… -Lao Jiang se detuvo-. No sé qué significa esta palabra. Me resulta completamente desconocida, «…del gabinete secreto del Shaofu [42] encargados de la seguridad trabajan en completo aislamiento y yo me he limitado a construir lo que ellos me han ordenado, pero puedo decirte algunas cosas que te servirán. Sé que en el primer nivel cientos de ballestas se dispararán cuando entres en el palacio pero podrás evitarlo estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia.»

– ¡Esto es una locura! -exclamé, apabullada, sin poder evitarlo.

– «Del segundo nivel aún sé menos, pero no enciendas fuego allí para alumbrarte, avanza en la oscuridad o morirás. Del tercero conozco lo que yo hice: hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte pero existe un camino entre ellos que lleva a la salida. En el cuarto nivel está la cámara de los Bian Zhong…» -Lao Jiang se detuvo, pensativo-. No sé qué son los Bian Zhong. «…la cámara de los Bian Zhong, que tiene relación con los Cinco Elementos».

– Eso sí lo sabemos -apunté, animosa, pero nadie me secundó.

– «En el quinto hay un candado especial que sólo se abre con magia. Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» -Hizo una pausa y se pasó la mano por la frente-. «Te ruego, hijo mío, que vengas y que hagas lo que te pido. Inclinándome dos veces, Sai Wu.»

– ¿Cree que podremos conseguirlo? -le pregunté. La confianza que flotaba en el aire al comenzar la lectura se había esfumado por completo. Ahora, como los enfermos postrados en cama que no pueden levantarse, permanecíamos en silencio, inmóviles, atrapados por la duda.

– Este texto es muy antiguo -farfulló Lao Jiang tras meditar un poco la respuesta-. Lo que entonces era ciencia avanzada hoy ya no lo es. Tampoco creemos ya en la magia y, sin duda, disponemos de copias suficientes de los manuscritos que contienen los conocimientos que entonces sólo eran accesibles a los eruditos de la corte y a los emperadores. Creo que no debemos preocuparnos -concluyó-. Estoy seguro de que lo conseguiremos.

Durante unos minutos nadie dijo nada. Todos reflexionábamos. El peligro real podía no ser, como decía Lao Jiang, aquel conjunto de viejas trampas que incluso cabía la posibilidad de que hubieran dejado de funcionar. No, el peligro real era enterrarnos a una gran profundidad bajo tierra en una edificación excesivamente antigua. Todo el mausoleo podía venirse abajo y pillarnos dentro como ratas en una ratonera. Podíamos terminar sepultados bajo innumerables capas de escombros y aquella idea me impedía respirar. Además, no había que olvidar a los niños: ¿cómo íbamos a ponerlos en semejante peligro? No cabía duda de que lo mejor era dejarlos en Wudang. Yo estaba atrapada por las importantes deudas que me había dejado Rémy, pero Fernanda no tenía ninguna necesidad de morir a los diecisiete años y Biao tampoco debía terminar sus días de una manera tan triste.

– Los niños se quedarán en Wudang -anuncié.

Mi sobrina se volvió para mirarme con una expresión de colérica incredulidad.

– La idea fue tuya, Fernanda -le advertí antes de que empezara a protestar-. Esta misma mañana estabas muy molesta por tener que abandonar el monasterio. Voy a consentir que te quedes para que puedas progresar en tus ejercicios.

– ¡Pero ahora quiero ir! -se enojó.

– Pues ahora a mí me da lo mismo lo que tú quieras -objeté sin alterarme-. Biao y tú os quedaréis en Wudang hasta que volvamos a recogeros.

– Estoy de acuerdo -murmuró Lao Jiang-. Fernanda y Biao se quedarán en Wudang al cuidado de los monjes.

La cara de Biao se había inflamado como en un incendio: dos rosetones de color bermellón emergían sobre el cobrizo de sus mejillas y sus orejas estaban a punto de prenderse fuego. Seguramente era el efecto de la fuerza que hacía para contener las airadas protestas que le hervían por dentro, ya que él, como Fernanda, hubiera dado cualquier cosa por acompañarnos a la tumba del Primer Emperador.

Mi sobrina fue la primera en abandonar la habitación de estudio. Salió de allí, muy digna y muy ofendida, seguida a poca distancia por el larguirucho Biao que, por miedo a la vara, disimulaba su enfado todo lo que podía. Yo estaba segura de que, en breves momentos, empezarían a pitarme muchísimo los oídos.

Una vez solos, Lao Jiang y yo nos miramos.

– Vamos a echar de menos a Paddy -dijo el anticuario.

– Cierto. Usted y yo somos pocos para afrontar una empresa semejante.

– ¿Qué podemos hacer? ¿Pedir ayuda a nuestros soldados? ¿Involucrarlos hasta ese punto?

– No creo que sea buena idea -argüí.

– Yo tampoco, pero vamos a necesitarles. Piénselo.

– No necesito pensarlo. Serían más un peligro que una ayuda.

– Lo sé, lo sé… -reconoció con pesar-. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

Intenté encontrar una solución rápidamente. Y, de pronto, se me ocurrió algo.

– ¿Y si le pedimos ayuda al abad? Dijo que no dudáramos en solicitarle cualquier cosa que necesitáramos.

– ¿Y qué «cosa» le pediríamos? -ironizó.

– Un monje -propuse-. O dos.

– ¿Monjes…?

– ¡Mire a su alrededor! Tenemos montones de taoístas expertos en artes marciales, en historia antigua, en adivinación, en astrología, magia, geomántica, filosofía… -me exalté.

Lao Jiang me observó preocupado.

– Pero, entonces, deberíamos compartir una parte del tesoro con el monasterio.

– ¡No sea tan avaricioso! -proferí, indignada. Ya sabía que su parte no era para él sino para el Kuomintang, pero me daba lo mismo-. ¿No le parece magnífico que las riquezas del Primer Emperador se distribuyan entre un periodista borracho, una viuda endeudada, los nacionalistas, los comunistas y un monasterio taoísta? ¿Prefiere acaso que caigan en manos de Puyi y los suyos o, peor aún, de los japoneses?

Aquellas preguntas le hicieron reflexionar.

– Tiene usted razón -admitió, visiblemente contrariado-. Voy a escribir una carta al abad explicándole nuestras necesidades. Le comentaré, de paso, que los niños se quedan aquí y le ofreceré participar en el reparto de las riquezas del mausoleo. Ya veremos qué dice.

Aquella tarde, tras una comida a la que no asistieron los desaparecidos Fernanda y Biao, dos extraños personajes hicieron su aparición en la puerta de nuestra casa. Eran dos monjes -cosa nada extraordinaria en un monasterio-, pero lo raro de ellos era su notable parecido: misma altura, mismo cuerpo, misma cara… Traían una carta del abad en respuesta a la de Lao Jiang. Mientras el anticuario la leía con suma atención yo observaba estupefacta a los dos gemelos que esperaban sin pestañear en el pórtico del patio. Eran delgados y aún tenían el pelo negro aunque ya escaso; las cejas pobladas, los ojos muy separados y una barbilla tan pronunciada que les deformaba la cara. Sólo pude advertir una pequeña diferencia entre ambos tras mucho examinarles (y podía hacerlo tranquilamente porque ellos sólo miraban a Lao Jiang) y fue una ligera sombra en la mejilla del monje situado a la izquierda.

– El abad nos envía a los hermanos Daiyu y Hongyu -dijo entonces el anticuario, levantando la mirada del papel; ellos hicieron una reverencia al escuchar sus nombres-. Uno de los dos es el maestro Daiyu, «Jade Negro», experto en artes marciales. -El de la mancha inapreciable en la cara volvió a inclinarse educadamente-. El otro es su hermano, el maestro Hongyu, «Jade Rojo», uno de los mayores eruditos de Wudang. -El aludido repitió el gesto-. Ambos son de Hankow y hablan francés, así que no habrá problemas de comunicación. Maestros Jade Negro y Jade Rojo, es un gran honor para madame DePoulain y para mí, Jiang Longyan, contar con vuestra ayuda en nuestro viaje. Estamos muy agradecidos al abad por poner a nuestra disposición a dos consejeros tan ilustres como ustedes.

A continuación, hicimos todos muchas reverencias pero, en el fondo, yo estaba bastante molesta porque los dos Jades me ignoraban como Lao Jiang había ignorado a mi sobrina en el pasado. Creí oportuno hacer un pequeño comentario:

– Quizá sería buena idea que los maestros Jade Negro y Jade Rojo recibieran mi consentimiento para mirarme y dirigirse a mí con toda confianza.

Las cejas de ambos se arquearon y el anticuario, antes de sufrir un conflicto diplomático, les soltó una larga conferencia en chino que no comprendí pero que surtió efecto porque, al terminar, ambos gemelos se volvieron y, tras echarme una ojeada indecisa, hicieron una nueva sarta de reverencias. Aquello ya era otra cosa.

– Saldremos mañana al amanecer -anunció Lao Jiang-. Debemos mandar recado a nuestros soldados en Junzhou para que vayan hacia el norte. Nos encontraremos con ellos en Shiyan. Sería absurdo retroceder para recogerlos.

– Mañana es un día propicio para partir -dijo el maestro Jade Rojo-. Tendremos un buen viaje.

– Eso espero… -murmuré no muy convencida.

Aquella noche la cena fue muy triste. Fernanda seguía enfadada y se negaba a hablar. Comió frugalmente un poco de tofu con verduras y setas y, con lágrimas en los ojos, se fue a dormir. Cuando entré en la habitación, yacía de cara a la pared.

– ¿Estás despierta? -murmuré sentándome en el borde de su k'ang; no me respondió-. Volveremos pronto, Fernanda. Aprende y estudia, aprovecha el tiempo que vas a pasar en Wudang. Voy a dejarte escrita una carta para el cónsul español en Shanghai, don Julio Palencia. Si me pasara algo… Si a mí me pasara algo, regresa a Shanghai con Biao y entrégale la carta. Él te ayudará a volver a España.

Una respiración profunda fue toda la respuesta que obtuve. Quizá dormía de verdad. Me levanté y subí a la habitación de estudio para escribir la carta.


Antes del amanecer de aquel martes, 30 de octubre, todavía con noche cerrada y con los niños durmiendo, Lao Jiang, los dos monjes gemelos y yo partimos del monasterio a paso ligero cargando nuestros fardos al hombro. Hacía un frío terrible aunque, por suerte, no llovía; lo último que deseábamos era un aguacero sobre nuestras cabezas en pleno descenso de la Montaña Misteriosa. Conforme el sol se fue alzando en el cielo despejado, la profecía del maestro Jade Rojo sobre un día propicio pareció cumplirse a rajatabla.

Mientras caminábamos en silencio íbamos dejando atrás los hermosos picos de Wudang, los templos y los palacios, las grandes escalinatas, las estatuas de grullas y tigres, los océanos de nubes y los bosques cerrados e impenetrables de hermosos tonos verdes y ocres. Sólo habíamos pasado allí cinco días pero sentía que era una especie de hogar al que siempre me gustaría volver y que cuando estuviera en París, en mitad del ruido de los autos, de las luces nocturnas de las calles, de las voces de la gente y del ajetreo cotidiano de una gran ciudad occidental, recordaría Wudang como un paraíso secreto donde la vida estaría transcurriendo de otra manera, a otra velocidad. Los monos chillaban como si nos despidieran y yo sólo pensaba en regresar pronto para recoger a Fernanda y no porque tuviera miedo de lo que nos esperaba, que lo tenía, sino porque ya echaba de menos a la niña y quería estar de vuelta con todo el asunto resuelto.

Cerca del anochecer cruzamos otra de aquellas exóticas puertas que daban acceso a la Montaña Misteriosa. Ésta era un poco diferente, más pequeña quizá que aquella por la que entramos cerca de Junzhou, menos decorada, pero igual de antigua e imponente. Hicimos noche en un lü kuan de peregrinos y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, tuve una habitación para mí sola. Me pregunté cómo estaría la niña, cómo habrían pasado el día Biao y ella. Por desgracia, Lao Jiang y los maestros Rojo y Negro -ese mismo día empecé a llamarlos así en recuerdo de Le rouge et le noir, la conocida novela de Stendhal- no eran una compañía demasiado agradable. Dormí poco y mal, aunque me levanté a tiempo para sumarme al grupo de ejercicios taichi que se había formado en el patio del albergue.

Marchamos durante todo el día, parando sólo un momento para comer. Tampoco es que hablásemos mucho durante aquel rato pero, en fin…, comimos y volvimos al camino. El tiempo mejoraba conforme nos alejábamos de las montañas; las nubes más negras, las de lluvia, parecían quedarse enredadas en los picos de Wudang sin poder avanzar en ninguna dirección. Verme de nuevo recorriendo aquellos senderos de China con los ojos rasgados por la tinta me provocó una fuerte sensación de déjà vu que se intensificó cuando, a media tarde, tras cruzar un pequeño río, divisamos por fin el pueblecito de Shiyan donde, a las afueras, en torno a un fuego, nos esperaban los cinco soldados del Kuomintang y los siete miembros del ejército revolucionario comunista en aparente camaradería, con nuestros caballos y mulas pastando tranquilamente en las cercanías.

Por la noche, cenando, los soldados nos informaron de que ningún miembro de la Banda Verde había asomado la nariz por aquellos parajes mientras estábamos fuera. No habían visto nada sospechoso ni nadie les había hablado de la presencia de gentes que no fueran peregrinos que iban o venían del monasterio. Parecían contentos, demasiado contentos, como si aquello se hubiera transformado en un viaje de placer del que estaban disfrutando de lo lindo. Reían groseramente y bebían licor de sorgo con excesiva alegría para mi gusto y, al parecer, habían comprado grandes cantidades de este licor en Junzhou para añadirlo a las provisiones del equipaje. Me alegré inmensamente de haber dejado a Fernanda en el monasterio, a salvo de todo aquello. No podía ni imaginar a mi sobrina sentada a mi lado contemplando aquella escena. Hicimos noche allí mismo, en un miserable lü kuan que invadimos al completo y, de amanecida, iniciamos camino hacia Yunxian, «a escasos cuarenta y ocho li de distancia», según el maestro Rojo, que era el que más hablaba de los dos gemelos (y eso que casi no abría la boca).

Los caminos no eran peores que los de Hankow a Wudang. Incluso diría que circulábamos mejor porque en esta ruta no se veían aquellas tristes caravanas de campesinos que huían en masa de las guerras. Lo malo empezaría con las nevadas pero, para entonces, nos habríamos alejado también de los puntos conflictivos más peligrosos al dirigirnos hacia zonas montañosas que apenas interesaban a los señores de la guerra. Y podía comprenderse perfectamente ese desinterés tanto al contemplar la humilde aldea montañesa de Yunxian, emplazada en una intersección de caminos y rodeada por un río, como transitando por los penosos senderos que llevaban hasta ella. Tardamos tanto en recorrer aquellos «escasos cuarenta y ocho li» que llegamos muy avanzada la noche y sin posibilidad alguna de encontrar alojamiento. Nos vimos obligados a acampar a la intemperie y a luchar contra el terrible frío nocturno con grandes hogueras y todas las mantas que teníamos. Apenas había conseguido pillar el sueño cuando un gran escándalo (gritos, golpes, voces de alarma…) me hizo saltar del jergón con el corazón en la garganta.

– ¿Qué pasa? -grité repetidamente. El problema fue que, en mitad del fragor y del susto, sin darme cuenta lo estaba preguntando en castellano y, claro, ni Lao Jiang, que estaba de pie junto a mí, ni los monjes Rojo y Negro ni, por supuesto, los soldados, que corrían de un lado para otro con las armas en la mano, entendían lo que yo estaba diciendo. Debía de tratarse, sin duda, de un ataque de la Banda Verde, así que tironeé de la manga de Lao Jiang para que me prestara atención y le dije (en francés)-: Deberíamos escondernos, Lao Jiang. Estamos al descubierto.

Pero, en lugar de hacerme caso, se giró hacia el soldado al que aquella noche le había tocado el primer turno de guardia. El muchacho caminaba muy resuelto y divertido hacia nosotros con… Fernanda y Biao sujetos por el cuello. Dejé escapar una exclamación de asombro. No podía creer lo que estaba viendo.

– ¿Se puede saber qué narices…? -empecé a chillar, enfurecida.

– ¡No se enfade, tía, no se enfade! -imploraba, llorando, la tonta de mi sobrina a la que jamás había visto tan mugrienta y andrajosa. El corazón se me paró en el pecho. ¿Les habría pasado algo? ¿Cómo habían llegado hasta allí?

El revuelo en el campamento estaba disminuyendo. Ahora todo lo que se oía eran carcajadas. Vi, de reojo, que algunos soldados se esforzaban por calmar a los animales.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté a los niños intentando controlar mis nervios-. ¿Estáis bien?

Biao asintió con la cabeza, taciturno y, desde luego, sucio a más no poder. Fernanda se secó las lágrimas con la gran manga del abrigo chino y aspiró ruidosamente, intentando controlar los sollozos.

– Pero ¿qué demonios hacéis vosotros dos aquí? ¡Quiero una explicación ahora! ¡Ya!

– Queríamos venir -murmuró Biao con voz grave sin levantar la vista del suelo. Era tan alto que yo tenía que alzar un poco la barbilla para verle la cara.

– ¡No te he oído! -grité para alegría de la divertida concurrencia, que empezaba a tomar asiento a nuestro alrededor como si estuviera disfrutando de un gran espectáculo. Y era lógico, porque mis gritos agudos podían pasar por maullidos operísticos chinos.

– He dicho que queríamos venir -repitió el niño.

– ¡No teníais permiso! ¡Os dejamos al cuidado del abad!

Ambos guardaron silencio.

– Déjelo ya, Elvira -me sugirió Lao Jiang-. Mañana castigaré a Biao como se merece.

– ¡Usted no le pegará con la vara! -exploté, gritándole en el mismo tono con que les estaba gritando a los niños.

– ¡Sí, tai-tai, por favor! -suplicó Biao-. ¡Lo merezco!

– ¡En este país todo el mundo está loco! -proferí hecha una energúmena. Se oyeron más risas a mis espaldas-. ¡Se acabó! ¡A dormir! Mañana hablaremos de todo esto.

– Tenemos hambre -confesó mi sobrina en ese momento con una voz completamente normal. Ya se le había pasado el disgusto y ahora venían las exigencias. Pues hasta ahí podíamos llegar. Tenía la cara lo suficientemente roñosa como para no inspirarme ninguna compasión.

– Hoy ya no hay comida para nadie -exclamé con los brazos en jarras-. ¡A dormir todo el mundo!

– ¡Pero no hemos comido desde ayer! -protestó, airada.

– ¡Me da exactamente lo mismo! ¡No os vais a morir por estar dos días con el estómago vacío! ¿Y vuestras bolsas?

– Donde nos descubrió el centinela -se apresuró a decir Biao.

– ¡Pues, hala, traedlo todo! -Di media vuelta y empecé a alejarme-. Mañana será otro día y ya no querré matar a nadie. ¡Venga, rapidito!

No sé lo que pasó a continuación. Yo me metí en el k'ang yno quise abrir los ojos ni siquiera cuando escuché cómo aquellos dos irresponsables preparaban sus camas a mi lado. Les oí susurrar durante un rato y luego, poco a poco, todo quedó nuevamente en silencio. Aparenté que dormía porque no me quedaba otro remedio, pero no pude pegar ojo en toda la noche pensando en cómo hacerlos volver a Wudang a la mañana siguiente.

Pero cuando el soldado del último turno de guardia nos despertó y les vi allí tumbados, dormidos como marmotas, pensé que bien podían acompañarnos hasta Xi'an y quedarse en la ciudad mientras Lao Jiang, los monjes y yo entrábamos en el mausoleo. En definitiva, mi obligación era cuidar de mi sobrina y mantenerla a mi lado mientras no corriera peligro. Estaba mejor conmigo que en un monasterio taoísta y eso no me lo iba a discutir ningún buen ciudadano occidental. Resultó gracioso descubrir que ahora éramos seis haciendo taichi por las mañanas. Fernanda y Biao, por mucho frío que hiciera e, incluso, por mucha nieve que hubiera, se unían a los ejercicios matinales con sincero entusiasmo y, para cuando, a finales de noviembre, llegamos a una ciudad llamada Shang-hsien [43], tras casi un mes de duras jornadas atravesando terribles puertos de montaña entre vientos gélidos, borrascas y desprendimientos, los niños, el anticuario, los monjes y yo ofrecíamos una magnífica exhibición de armonía y coordinación de movimientos.

Pero la localidad de Shang-hsien, situada en el corazón mismo de la cordillera, en un pequeño valle formado por el curso del río Danjiang y la falda de la montaña Shangshan, era un punto geográfico históricamente peligroso. Numerosas batallas habían tenido lugar allí, nos explicó Lao Jiang tras hablar con algunos lugareños, y por eso conservaba todavía restos de sus antiguas murallas y un par de calles empedradas. A lo largo de más de dos mil años, ejércitos y sublevaciones campesinas habían utilizado Shang-hsien para llegar hasta la gran Xi'an (a sólo cien kilómetros de distancia) por estar ubicada en el único paso existente a través de los montes Qin Ling desde el sur. La ciudad tenía, incluso, un viejo lü kuan que nos pareció el colmo del lujo después de vagar tanto tiempo por las montañas aunque, en realidad, se trataba de un miserable y sórdido albergue. Pero a mí me daba lo mismo: estaba dispuesta a matar o a morir si era necesario por un buen baño de agua caliente.

Cenamos bien. Fernanda y Biao se pusieron a jugar al Wei-ch’i bajo la mirada entusiasta de los hermanos Rojo y Negro quienes, como todas las noches, terminaron participando. Los soldados, por su parte, bebieron mucho licor y estuvieron alborotando en una esquina del amplio comedor mientras Lao Jiang y yo, también como casi todas las noches, examinábamos nuestra propia copia del mapa del jiance (elaborada con mis lápices de colores y una hoja de mi libreta), y especulábamos acerca de las pocas palabras que sobre las trampas de la tumba había querido transmitir el arquitecto Sai Wu a su hijo. Muchas veces me preguntaba por qué el hijo de Sai Wu no recibió nunca la carta. Del texto se desprendía que las tablillas debían acompañar al niño hasta la casa del amigo de su padre, el cual se haría cargo de ellas hasta que el joven Sai Shi Gu'er alcanzara la mayoría de edad. Si el jiance yel niño iban juntos yel jiance nunca llegó a su destino, estaba claro que tampoco el niño llegó a Chaoxian. Sentía una inmensa compasión por aquel recién nacido a quien su padre reservaba un destino tan ambicioso y que probablemente murió con el resto del clan de los Sai. Si eso fue así, en algún punto de la cadena apareció un eslabón débil, y sólo pudo ser el «criado de toda confianza» a quien Sai Wu entregó las tablillas y el niño. Pero ¿cómo se salvaron las tablillas? Indudablemente, jamás lo sabríamos.

Nos fuimos a dormir limpios y satisfechos, incluso diría que contentos por el hecho de saber que íbamos a descansar sobre unos maravillosos k'angs calientes colocados encima de los ladrillos que conducían el calor de las cocinas. Aquello era un placer paradisíaco, un lujo oriental, y nunca mejor dicho. Sin embargo, mi siguiente recuerdo de aquella noche es el de una voz que me susurraba extrañas y violentas palabras al oído mientras algo frío y metálico me oprimía la garganta. Abrí los ojos de golpe, completamente despierta, sólo para descubrir que la oscuridad no me permitía ver nada y que el extraño me tenía sujeta de tal forma que no podía moverme ni tampoco respirar porque me tapaba la boca y la nariz con la mano. Quise gritar pero no pude y, en cuanto empecé a forcejear, el metal presionó aún más mi cuello y el dolor me indicó que estaba muy afilado. Un hilillo de sangre caliente resbaló por mi piel hacia el hombro. Supe, por los ruidos ahogados, que mi sobrina también se encontraba en apuros. Íbamos a morir y no podía entender qué era lo que retrasaba el momento. Como en Nanking, la proximidad de la muerte, que tanto miedo me daba, me hizo sentir más viva y más fuerte. Una luz se iluminó en mi mente y recordé que, no exactamente a mis pies pero sí cerca, había una mesilla pegada a los ladrillos calientes con una gran jofaina de barro que, si caía, armaría un estruendo terrible. Pero si me estiraba para golpear la jofaina con los pies, el cuchillo se me clavaría en la garganta y una vez seccionadas las venas de esa zona, ¿quién conseguiría parar la hemorragia? Entonces oí un gemido furioso de mi sobrina y ya no lo pensé más: en un solo movimiento, intenté apartar el cuello echando la cabeza hacia la izquierda y hacia atrás, hacia el pecho del sicario, y estiré las piernas -y todo el cuerpo- con tanta fuerza que noté perfectamente cómo golpeaba la vasija con los pies y cómo ésta echaba a volar por los aires. El sicario que me sujetaba, sorprendido y enfadado a la vez, me golpeó fuertemente con la mano en la sien pero, para entonces, el estrepitoso choque de la enorme vasija contra el suelo de piedra ya se había oído por todo el lü kuan y mientras intentaba inútilmente recuperarme del golpe, que me había dejado casi inconsciente, oí una exclamación ahogada a mi espalda y sentí que los brazos del asesino se aflojaban y me soltaban. Me desplomé, inerte, sobre el k'ang y, en ese momento, escuché un agudo chillido de angustia de mi sobrina que me hizo luchar por incorporarme para ayudarla.

– No se mueva -susurró entonces la voz del maestro Rojo (o quizá fuera la del maestro Negro; nunca lo supe)-. Su sobrina está bien.

– Fernanda, Fernanda… -llamé. La niña, llorando como una Magdalena, se me abrazó hecha un flan y yo le devolví el abrazo mientras intentaba comprender lo que estaba pasando. No podía pensar. Estaba aturdida y dentro de mi propia cabeza, que me dolía horrores, sonaban unos zumbidos penetrantes que se mezclaban con los disparos, los gritos, los golpes y las exclamaciones que llegaban desde afuera, desde el gran comedor, que se había convertido en un campo de batalla. No podía ser otra cosa que un ataque de la Banda Verde. Era su habitual forma de actuar y esta vez había faltado muy poco para que mi sobrina y yo no pudiéramos contarlo. Aunque a lo peor no podíamos, pensé acobardada. Debíamos movernos y salir de allí, escondernos en alguna parte mientras la lucha continuaba por si ganaba la Banda Verde. Más mareada que una sopa, hasta el punto de vomitar todo lo que tenía en el estómago en cuanto puse el pie en tierra, hice que Fernanda se levantara conmigo y, pasándole el brazo por los hombros, caminé dificultosamente hacia la puerta. En realidad, no sabía a dónde quería ir; actuaba sin coherencia. Abandonar la habitación significaba salir al comedor del lü kuan y era de allí de donde venían los disparos.

– ¡Dios mío, que Biao esté bien! -oí decir, entre hipos, a la niña. Mi decisión de escapar había sido ridícula. Sujeté de nuevo a Fernanda o, mejor, me apoyé en ella y retrocedimos por la habitación vacía y oscura pisando, con los pies descalzos, los fragmentos afilados de la jofaina rota-. ¿Qué quiere usted hacer? -me preguntó confundida.

– Debemos escondernos -susurré-. Es la Banda Verde.

– ¡Pero no hay ningún sitio para hacerlo! -exclamó.

Una bala entró por la puerta con un silbido y se incrustó en la pared haciendo saltar esquirlas de piedra que rebotaron sobre nosotras. Mi sobrina chilló.

– ¡Cállate! -le ordené pegando la boca a su oreja para que nadie más me oyera-. ¿Es que quieres que sepan que estamos aquí y que vengan a por nosotras?

Sacudió la cabeza, negando enérgicamente, y me cogió de la mano para llevarme hasta una esquina de la habitación. Por el camino, pasamos sobre los cuerpos muertos de los dos asesinos que nos habían atacado. Sorprendida, la escuché remover las mantas y las esteras de bambú de los k'angs y dirigirse a continuación hacia mí con no sé qué extraña intención. Muy mareada todavía noté que me envolvía en una de las mantas y que me enrollaba con una de las esteras hasta dejarme convertida en un rulo que apoyó desconsideradamente contra la pared. Había que admitir que era una buena idea, la mejor de las posibles.

– ¿Y tú? -pregunté desde el interior de mi agobiante refugio.

– Yo también me estoy escondiendo -respondió.

Ya no volvimos a hablar hasta que, mucho tiempo después, la lucha en el patio terminó. Yo había pasado un rato malísimo y no sólo por el miedo. No sé cómo me había golpeado el desgraciado sicario pero el dolor de cabeza y la sensación de angustia, de mareo y, la peor de todas, la de ir a perder el conocimiento en cualquier momento, convirtieron aquel tiempo dentro del rollo de estera en una auténtica heroicidad por mi parte: debía esforzarme mucho por mantenerme despierta y en pie, y eso que tenía la espalda apoyada contra la pared. Cuando ya creía que no podría aguantar ni un segundo más me pareció escuchar la voz de Biao.

¡Tai-tai! ¡Joven Ama! -sonaba muy lejos, como si nos llamara desde el otro mundo, aunque lo más probable era que quien estuviera ya cerca del otro mundo fuera yo-. ¡Joven Ama! ¡Tai-tai!

– ¡Biao! -oí decir a mi sobrina. Yo intenté hablar, pero sólo recuerdo que vomité de nuevo dentro de mi estrecho escondite y nada más.


Abrí los ojos y vi un techo de adobe pintado de blanco. Mi primera sensación fue la de haber dormido mucho y, luego, la de que había demasiada luz. Entorné los párpados y pensé que era extraño que no nos hubiéramos despertado al amanecer para hacer los ejercicios taichi. ¿Dónde estaba Biao? ¿Por qué no me había despertado Fernanda?

– Avisa a Lao Jiang -dijo alguien-. Ha abierto los ojos.

Claro que había abierto los ojos. Qué tontería. ¿O acaso era otra persona la que había abierto los ojos? No entendía nada de lo que estaba pasando.

– ¿Tía? ¿Cómo se encuentra?

En mi pequeño campo de visión apareció la cara compungida de mi sobrina, toda hinchada y llorosa. Iba a preguntarle, de malos modos, qué narices le pasaba para tanto lagrimeo cuando me di cuenta de que me costaba muchísimo hablar, de que no podía articular la mandíbula, que se negaba a abrirse.

– ¿Tía…? ¿Me ve, tía, me ve?

Algo muy grave me estaba pasando y nopodía comprender qué era ni por qué. Empecé a asustarme. Al final, haciendo un esfuerzo increíble, conseguí despegar los labios.

– Claro que te veo -balbucí a duras penas.

– ¡Me ve! -gritó alborozada-. No se mueva, tía. Tiene un bulto en la cabeza del tamaño de una plaza de toros y media cara morada.

– ¿Cómo? -repliqué intentando incorporarme. Obviamente, era demasiado esfuerzo.

– ¿No recuerda nada de lo que pasó anoche?

¿Anoche?, ¿qué había pasado anoche? ¿No nos habíamos ido a dormir después de cenar? Y, por cierto, ¿dónde estábamos?

– La Banda Verde nos atacó -me dijo mi sobrina.

¿ La Banda Verde…? ¡Ah, sí, la Banda Verde! Sí, claro que nos había atacado. De repente recordé todo lo sucedido. El asesino que me había puesto un cuchillo en el cuello, la patada que le di a la jofaina, un golpetazo terrorífico en la sien… Y, después, retazos de sueños, una manta, una estera…

– Sí, ya lo recuerdo -murmuré.

– Bien -dijo la voz de Lao Jiang desde las proximidades-. Buena señal. ¿Cómo se encuentra, Elvira? ¿O prefiere que la llame Chang Cheng?

Oí la risa de Biao cerca y también la de mi sobrina.

– Nada de Chang Cheng -proferí, molesta.

– Aquí la tenemos de nuevo -exclamó, satisfecho.

Una de las caras idénticas de los hermanos Rojo y Negro (no podía ver aún con tanta nitidez como para distinguir si tenía la sombra en la mejilla) se puso delante de mí, me examinó con atención y tocó el lado izquierdo de mi cabeza. Me dolió tanto que grité.

– Recibió un golpe terrible -me explicó el maestro-. Seguramente «La Palma de Hierro». Algunos de los atacantes conocían técnicas secretas de lucha Shaolin. Podría haber muerto.

– Fue una dura batalla -declaró Lao Jiang.

– ¿Qué ocurrió? -pregunté.

– Nos atacaron por sorpresa. Entraron en nuestras habitaciones sin que los soldados se dieran cuenta.

– Demasiado licor de sorgo -gruñí, enfadada.

– No se preocupe -dijo él, lúgubremente-. Lo han pagado caro. Ninguno ha sobrevivido.

– ¿Cómo dice? -me alarmé, intentando incorporarme de nuevo. Me dolió todo el cuerpo y desistí.

– Los maestros Jade Rojo y Jade Negro fueron los primeros que consiguieron salir de su cuarto. Nos atacaron a todos a la vez. Eran más de veinte hombres. Creo que Biao ha contado veintitrés cadáveres, ¿no, Biao?

– Sí, Lao Jiang. Más los doce soldados.

Qué estúpida carnicería, recuerdo que pensé. ¿Por qué los hombres resuelven siempre los problemas con guerras, matanzas o asesinatos? Si los de la Banda Verde querían el jiance, o todo el dichoso contenido del «cofre de las cien joyas», con apresarnos, obligarnos a dárselo y soltarnos era suficiente, Pero no, había que atacar, matar y morir. Absurda violencia.

– Veníamos hacia aquí cuando usted tiró al suelo el lienp'en -dijo el maestro-. Sabíamos que estaban en peligro. Con el ruido, los soldados despertaron y empezó la pelea.

– Al principio -siguió contando Lao Jiang-, las balas de los rifles acabaron con muchos de los asaltantes pero los que quedaron vivos al final, cuando nuestros soldados ya estaban en las últimas, eran luchadores Shaolin como el que la atacó a usted. Los maestros Jade Rojo, Jade Negro y yo habíamos conseguido eliminar a cuatro o cinco de ellos con muchas dificultades pero aún quedaban otros tantos que, incluso heridos, liquidaron a los últimos muchachos del grupo comunista de Shao. Fue un ataque fuerte y muy bien organizado. Esta vez no querían correr riesgos. Venían dispuestos a llevarse el jiance pero, gracias a la jofaina que usted tiró, no les dimos tiempo ni a buscarlo. El maestro Jade Negro tiene varias lesiones importantes y yo muchas contusiones y un par de heridas. El maestro Jade Rojo es el queha salido mejor parado; sólo recibió cortes en las manos y en la espalda, pero ninguno de gravedad.

– ¿Y Biao? -me inquieté.

– Estoy bien, tai-tai -le oí decir-. A mí no me pasó nada.

– ¿Cómo sabían que estábamos aquí? ¿Nos habían seguido?

– Indudablemente -afirmó Lao Jiang-. El monasterio de Wudang era la última referencia que tenían de los tres fragmentos del jiance. Recuerde que habían visitado al abad. Ya no les quedaban más oportunidades antes de perdernos.

– ¿Y por qué aquí? ¿por qué en esta ciudad?

– No lo sabemos. Quizá se enteraron tarde de nuestra salida o quizá esperaron hasta tenernos en este lugar por alguna razón, la más probable de las cuales es que los expertos en artes marciales que nos atacaron procedan del templo Shaolin de Songshan, en la cercana provincia de Henan, al Oeste, el lugar más importante de lucha Shaolin de toda China. No creo que fueran monjes, pero nunca se sabe. Esta ciudad, Shang-hsien, es el mejor punto de encuentro para reunir al grupo de sicarios procedentes del sur que venían tras nosotros con el de luchadores procedentes de Henan. La Banda Verde ha debido de gastar mucho dinero organizando este ataque.

– ¿Y ahora qué?

– Ahora, debemos descansar. Usted no estará en condiciones de moverse hasta dentro de un par de días por lo menos y hay que disponer el regreso del maestro Jade Negro a Wudang. No puede acompañarnos el resto del viaje y tampoco podemos dejarle aquí.

– ¿Tan mal está?

– Tiene los dos brazos rotos y una herida muy profunda en la pierna derecha. Luchó valerosamente y se llevó la peor parte. Pero no corre peligro de muerte.

¿Los gemelos iban a separarse? Eso sí que era una novedad. Si el maestro Rojo, el gran erudito, se quedaba con nosotros, quizá consiguiéramos averiguar si tenía personalidad propia al margen de la de su hermano, el luchador.

– Ahora que no disponemos de soldados -siguió diciendo Lao Jiang- y que el maestro Jade Negro regresa a Wudang, si se produjera otro ataque como el de anoche estaríamos completamente perdidos.

– ¿Y no puede usted pedir ayuda al Kuomintang o a los comunistas de esta ciudad?

– ¿Kuomintang en esta zona de China…? No, Elvira. Ni Kuomintang ni comunistas. Estamos en las cumbres del macizo Qin Ling, ¿recuerda?, prácticamente aislados del mundo salvo por un estrecho y escarpado camino de montaña cubierto de nieve. Sin embargo, la buena noticia es que, si abandonamos ese camino y seguimos otras rutas, ya no podrán darnos alcance y, si nos pierden el rastro ahora, serán incapaces de volver a encontrarnos. No saben hacia dónde nos dirigimos.

– Hacia Xi’an -replicó Fernanda con tonillo de suficiencia, como siLao Jiang fuera tonto o algo así.

– Xi'an es una ciudad muy grande, joven Fernanda, tan grande como Shanghai y nosotros no vamos directamente hacia allí. -Lao Jiang acababa de dar al traste con mi intención de dejar a los niños en aquel lugar-. La Banda Verde no tiene ni idea de cuál es nuestro destino. ¿O para qué crees que querían el jiance?No saben dónde está el mausoleo.

– Pero, Lao Jiang -objeté sin pestañear para que no me explotara la cabeza-, ¿cómo vamos a cruzar las montañas nosotros solos? ¿Es que no recuerda todo lo que hemos pasado para llegar hasta aquí? ¿Cómo vamos a salir vivos de ésta si dejamos el camino?

– Ya no estamos muy lejos, Elvira. Con el peor de los tiempos posibles podría faltarnos, como máximo, una semana hasta Xi'an y, además, a partir de ahora todo el trayecto es de bajada. Debemos evitar a toda costa que nos sigan. Es lo único que pueden hacer, su única posibilidad de encontrar la tumba. Estoy seguro de que han dejado espías en Shang-hsien, gente dispuesta a venir tras nosotros hasta la misma entrada del mausoleo. ¿Es que quiere usted que nos ataquen allí? ¿Se lo imagina? Debemos tomar todas las precauciones posibles.

– Entonces, hay alguien ahí afuera esperando a que reanudemos el viaje. -Un sueño raro me cerraba los ojos. Me dio miedo dormirme.

– Este tramo final es el más importante para ellos. Ya no tienen otras referencias. Si ahora nos pierden de vista, se acabó y no creo que sean tan tontos. Supongo, por otro lado, que no esperaban fracasar en el asalto de anoche pero, por si acaso, debemos guardarnos muy bien las espaldas.

– ¿Y cómo lo haremos? -pregunté, notando que, sin poder evitarlo, me iba quedando rápidamente dormida.

– Pues, verá. Lo que hemos pensado es lo siguiente…

Y ya no recuerdo nada más.

Aquella tarde me desperté sin encontrarme mejor. Apenas pude beber un sorbo de agua. Mi sobrina me contó que Lao Jiang había pagado al dueño del lü kuan por nuestra estancia y por todos los daños y que había contratado a seis porteadores expertos para llevar al maestro Jade Negro de vuelta a Wudang y que, además, para no tener problemas con las autoridades chinas de Shang-hsien, también había comprado un pedazo de tierra en las afueras y había llegado a un acuerdo con algunos campesinos para que enterraran allí a los muertos en cuanto fuera posible porque, en esta época del año, el suelo estaba congelado. Mientras tanto, los cuerpos se conservarían en unas cuevas de la montaña Shangshan, en cuya ladera se encontraba la ciudad, y también por eso Lao Jiang había tenido que pagar una cierta cantidad de dinero en concepto de alquiler.

Mientras hablaba, Fernanda se empeñaba en darme la comida en la boca como a los niños pequeños pero no pude tragar absolutamente nada. Recuerdo que, por curiosidad, pasé muy suavemente la mano por el vendaje que cubría la hinchazón de mi cabeza y que, no sólo vi las estrellas, sino que, además, me asusté muchísimo al comprobar que el chichón tenía exactamente las mismas dimensiones que la parte más ancha de un huevo de gallina. Qué golpe no me habría dado aquel bestia, me dije, shaolin, mandarín o lo que fuera. Ahora, que, desde luego, lo había pagado caro. Por idiota. Peor para él. Si se hubiera dedicado a cualquier otra profesión más pacífica no estaría criando malvas.

A la mañana siguiente, en cambio, me desperté muchísimo mejor. Seguía doliéndome la cabeza pero pude levantarme del k'ang. Al lavarme la cara tuve que hacerlo con extremo cuidado porque todo el lado izquierdo me dolía y, luego, al desayunar, cada bocado me supuso un quejido de dolor. Después, tranquilamente, estuve paseando por el lü kuan, contemplando cómo los criados intentaban remediar los destrozos de la batalla, que eran muchos. Parecía que un tornado hubiera pasado por allí, o peor, un terremoto como el que había destruido Japón tres meses atrás, cuando Fernanda y yo llegamos a Shanghai. Resultaba increíble pensar que hacía ya tanto tiempo que deambulábamos por China en busca de la tumba perdida de un antiguo emperador pero, por difícil que fuera de creer, mis pies encallecidos y mis fuertes piernas podían corroborarlo. Continué dando vueltas por el lü kuan hasta que, inesperadamente, en un rincón, me encontré frente a un gran espejo octogonal con un trigrama tallado en cada lado del marco -los hexagramas del I Ching erande seis líneas y éstos sólo de tres, pero parecían primos hermanos-. No pude evitar soltar un grito de horror cuando me vi reflejada. El vendaje me daba un aspecto muy parecido al de los soldados heridos que regresaban a París durante la guerra; pero lo peor, con diferencia, era la tumefacción negro azulada que me deformaba la parte izquierda del rostro, ojo, labios y oreja incluidos. Me había convertido en un monstruo. Si en algún momento la tan llevada y traída moderación taoísta debía serme útil sin duda era en aquél, y no se trataba de estar fea, guapa o deformada; se trataba de que hubieran podido matarme con aquel golpe llamado «La Palma de Hierro» y mi cara lo decía bien a las claras. Podría estar muerta, me repetía mientras me observaba cuidadosamente y supe que, en tanto aquel enorme cardenal no desapareciera, debía echar mano de la moderación, del Wu wei y dela moderación otra vez.

Aquella tarde empezaron a llegar nuevos huéspedes al lü kuan. Primero fueron dos o tres hombres pero, al poco, ya no paraban de entrar familias completas con aire de fiesta. Por la noche, el establecimiento estaba abarrotado, y eso que no había suficientes mesas para todos y que prácticamente no quedaban sillas. Debía de tratarse de alguna inesperada avalancha de visitantes o de algún nutrido grupo de mercaderes que viajaban con sus mujeres y sus niños. En cuanto los criados nos trajeron los cuencos de la cena, Lao Jiang echó una mirada satisfecha al comedor y exclamó:

– Bien, aquí tenemos a nuestros protectores. Creo que no falta ninguno.

Fernanda y el maestro Rojo parecían saber de qué iba el asunto porque sonrieron y continuaron cenando pero yo no tenía ni la menor idea acerca de lo que hablaba Lao Jiang.

– Se quedó usted dormida cuando empecé a contarle nuestro plan -me dijo atacando con apetito la sopa de arroz-. Todas estas personas son campesinos de los alrededores a los que hemos invitado a cenar. ¿Ve usted aquel hombre de allí? -me preguntó señalando a un anciano alto y delgado-. Él se hará pasar por mí y aquella mujer de allá es usted, Elvira. La hija del hostelero le cortará el pelo para que parezca el suyo. Aquel hombre será el maestro Jade Rojo y el joven alto de su derecha, Biao. Aún no he decidido cuál de aquellas dos muchachas asumirá el papel de Fernanda, ¿quién se le parece más? No se fije en las caras, eso es lo de menos. Fíjese en el cuerpo, en la estatura. Todos ellos saldrán de Shang-hsien dentro de tres horas, en plena noche, en dirección a Xi'an. Se llevarán algunos de nuestros caballos.

Así que aquél era el plan. Unos dobles asumirían nuestra personalidad mientras nosotros permanecíamos a salvo en el lü kuan.

– No, nosotros no nos quedaremos en el lü kuan. Nosotros partiremos en cuanto Biao nos avise de que los espías se han ido tras el grupo o, en caso contrario, un par de horas después que ellos.

– Pero ¿y si esta gente ha hablado? ¿Y si esos supuestos vigilantes ya saben lo que planeamos hacer?

– ¿Cómo iban a saberlo -replicó muy divertido- si nuestros propios dobles lo desconocen todavía?

Aquel hombre no dejaba de sorprenderme. Debí de poner cara de tonta aunque, con mi deformación, no creo que se notara la diferencia.

– Todas estas personas son muy pobres -me aclaró-. El maestro Jade Rojo y yo invitamos a los más necesitados de entre los campesinos de la zona. No podrán rechazar mi oferta en cuanto les muestre el dinero que estamos dispuestos a pagarles.

Y no la rechazaron. Mientras Fernanda y yo terminábamos de cenar y Biao regresaba de las cocinas, Lao Jiang y el maestro Rojo fueron de mesa en mesa cerrando tratos y pagando acuerdos. También dieron algo de dinero al resto de los presentes para que no se produjera un tumulto o alguien tuviera la mala idea de intentar robarnos. Nuestros imitadores nos siguieron hasta las habitaciones y, en menos de media hora, estaban vestidos con nuestras ropas acolchadas y peinados como nosotros, con nuestros gorros, nuestros abrigos de piel de cordero y nuestras botas (unas magníficas botas de piel forradas de espesa lana y con una gruesa suela de cuero para la nieve que nos habían proporcionado en Wudang). Menos mal que teníamos repuesto de casi todo. Los dobles quedaron tan logrados que ni yo misma hubiera podido notar la diferencia de no mirarles la cara. Ellos parecían muy contentos y muy dispuestos a realizar su bien remunerado trabajo: caminar sin descanso toda la noche y todo el día siguiente, sin parar ni para comer. Luego, podrían regresar a sus casas. Nosotros ya nos habríamos alejado lo suficiente como para que la Banda Verde no pudiera alcanzarnos.

Hice que Biao se abrigara antes de salir del lü kuan por la leñera. Tendría que pasar un par de horas escondido junto al camino que llevaba a Xi’an, en plena noche y sobre la nieve, y no quería que muriese congelado. A continuación, se marcharon nuestros dobles. La mujer que se hacía pasar por mí había protestado mucho porque, decía, yo caminaba de una manera muy rara que le costaba imitar y no porque ella tuviese «Nenúfares dorados» (era raro que las niñas pobres sufrieran la monstruosa deformación de los pies ya que, de mayores, debían trabajar en el campo como los hombres), sino porque, al andar, yo movía mucho todo el cuerpo, especialmente las caderas, y eso ella no lo había visto nunca. Jamás se me hubiera ocurrido pensar en una cosa semejante, pero la mujer, que debía de ser muy lista, estuvo ensayando en la habitación hasta que se dio por satisfecha y lo mismo hizo la jovencita que remedaba a Fernanda, cosa que aún me sorprendió más.

No había pasado ni una hora cuando Biao reapareció, muy nervioso y muerto de frío, con la noticia de que, efectivamente, un par de hombres habían salido en pos de nuestros dobles en cuanto éstos abandonaron Shang-hsien. Los tipos se movían con cuidado para no ser descubiertos aunque la oscuridad de la noche los ocultaba bastante bien.

– ¡Es la hora! -exclamó el anticuario poniéndose precipitadamente el abrigo-. ¡Vámonos!

Montamos en los caballos que nos habían quedado y salimos de Shang-hsien. Los que no sabíamos montar, o sabíamos mal, tuvimos que aguantarnos el miedo, mantener el equilibrio y sostener las riendas lo mejor que pudimos. Las mulas con el resto de las cajas y los sacos nos seguían mansamente y nos servía de guía uno de los lugareños que había cenado y cobrado un dinero en el lü kuan. El buen hombre nos llevó por un estrecho sendero que rodeaba completamente la ciudad pasando junto al cauce del río Danjiang y ascendiendo ligeramente por la ladera de la montaña Shangshan. Al cabo de unas horas, en mitad de un espeso bosque de pinos, Lao Jiang detuvo su caballo, desmontó y estuvo hablando con él. A pesar de la hora y del frío, los niños aguantaban bien. Yo era la que estaba realmente fastidiada: el frío en el lado izquierdo de mi cara era como un cuchillo que me rebanara la carne una y otra vez en delgados filetes.

Después, el guía se marchó y Lao Jiang y el maestro Rojo estuvieron hablando un buen rato, consultando a la misérrima luz de una luna menguante algo parecido a una brújula del tamaño y la forma de un plato y, luego, reanudamos la marcha a través del bosque siguiendo un camino inexistente en una dirección desconocida. Amaneció y no nos detuvimos a desayunar. Tampoco paramos a comer; lo hicimos sin desmontar y, cuando el sol empezó a declinar y yo a creer que seguiríamos para siempre montados sobre aquellos pobres animales, el anticuario, por fin, ordenó descansar. Nada en el paisaje había cambiado durante toda la jornada. Seguíamos en mitad de la espesura con la nieve hasta los tobillos, aunque ahora, al anochecer, una bruma misteriosa se deslizaba suavemente entre los troncos. Acampamos allí aquella noche y la siguiente fue idéntica, y la siguiente también. Los días no se diferenciaban en absoluto: árboles y más árboles, matorrales saliendo a duras penas de entre la nieve en la que se hundían los cascos de los caballos con un ruidito seco y machacón; fuego nocturno para espantar a los animales salvajes -felinos y osos- y para preparar la cena y el desayuno de la mañana. Eliminábamos todos los restos de nuestro paso antes de montar y marcharnos. Algunas veces, el maestro Rojo se quedaba atrás y esperaba un rato agazapado entre los árboles para comprobar que nadie nos seguía. Los niños estaban siempre como atontados, medio dormidos por culpa del monótono vaivén de los caballos. Se espabilaban un poco mientras hacíamos taichi pero luego volvían a caer en un profundo sopor. Al cabo de los ocho días que duró el viaje habíamos cruzado cuatro o cinco ríos, algunos poco profundos pero otros tan grandes y de corrientes tan rápidas que nos vimos en la necesidad de alquilar balsas para llegar al otro lado.

La primera señal que tuvimos de que nos acercábamos a zonas más «civilizadas» fue una apocalíptica visión de aldeas arrasadas o incendiadas y las huellas indudables en la nieve del paso de tropas militares y de cuadrillas de bandidos. La cosa se complicaba. Tampoco nos quedaba ya mucha comida, apenas un poco de pan que mojábamos en el té y galletas secas. Fernanda me comunicó la alegre noticia de que mi chichón estaba disminuyendo de tamaño ostensiblemente y de que la mitad izquierda de mi cara había pasado a tener un hermoso color verde que indicaba el principio del fin del moretón. Como seguíamos huyendo de la gente y no queríamos dejarnos ver -o dejarnos ver lo menos posible-, continuábamos dando rodeos absurdos con ayuda de aquella extraña brújula llamada Luo P'an, fabricada con un ancho plato de madera en cuyo centro había una aguja magnética que señalaba al Sur. Era el artefacto chino más curioso de todos los que había visto hasta entonces y me propuse dibujar una copia en cuanto tuviera oportunidad porque el plato tenía, delicadamente tallados, entre quince y veinte estrechos círculos concéntricos en los cuales había trigramas, caracteres chinos y símbolos extraños, algunos pintados con tinta roja y otros con tinta negra. Era realmente bonita, original, y el maestro Rojo, su propietario, me explicó que se utilizaba para descubrir las energías de la Tierra, para calcular las fuerzas del Feng Shui, aunque nosotros le estábamos dando un uso mucho más vulgar: guiarnos hasta el mausoleo del Primer Emperador.

Por fin, acabando la primera semana de diciembre y habiendo dejado atrás las montañas y la nieve, llegamos a un villorrio llamado T'ieh-lu donde nos aprovisionamos de víveres en una tienducha situada dentro de una pequeña estación de ferrocarril. Cuando salimos de allí, Lao Jiang, señalando un monte que se veía a lo lejos, dijo:

– Ahí tenemos el Li Shan, el monte Li del que habla Sima Qian en su crónica sobre la tumba de Shi Huang Ti. Dentro de unas horas llegaremos al dique de contención del río Shahe.

La frase era optimista y esperanzadora. Se acercaba el final de nuestro largo viaje y, precisamente por eso, mi estómago dio un gran vuelco de miedo: sólo si habíamos conseguido engañar a la Banda Verde alcanzaríamos la presa del Shahe porque, si no era así, las próximas horas resultarían sumamente peligrosas. En cualquier caso, llegar al dique tampoco sería la panacea puesto que allí nos esperaba una muy poco deseable inmersión en aguas heladas y nada menos que las flechas de las ballestas del ejército fantasma de Shi Huang Ti. O sea, que, por donde se mirase, la tarde iba a ser terrible y mi estómago me avisaba de ello.

El maestro Rojo, que a esas alturas del camino aún no sabía hacia dónde nos dirigíamos exactamente, puso cara de interés al escuchar lo de la presa del río Shahe. Como medida de precaución (aunque yo diría más bien que como equivocado gesto de desconfianza), Lao Jiang se había obstinado en no mostrar el jiance a los hermanos Rojo y Negro y en no hablar con ellos acerca de las pistas que Sai Wu había dejado escritas para ayudar a su hijo a entrar en el mausoleo y para guiarle por el interior. El pobre maestro Rojo sólo sabía lo que decía Sima Qian en sus Anales Básicos y era, de todos nosotros, el único que desconocía lo del baño en agua helada.

Los niños, por su parte, manifestaron la mayor de las alegrías. Para ellos se acercaba el momento más emocionante y divertido de los últimos meses. Aquello era una fantástica aventura con un cuantioso tesoro como premio. ¿Qué más se podía pedir a los trece y a los diecisiete años? Mi intención había sido siempre mantenerlos a salvo, pero todo había salido mal una y otra vez. Ahora no quedaba otro remedio que llevarlos con nosotros y dejar que corrieran los riesgos y peligros que nos esperaban al resto en el interior de la tumba. Me sentí tremendamente culpable. Si algo les llegaba a ocurrir a Fernanda y a Biao… No quería ni pensarlo. Y todo por pagar unas deudas que ni siquiera eran mías; bueno, sí, eran mías por herencia pero esa ley que me había cargado con los problemas económicos de Rémy me parecía absolutamente injusta. Nada de todo aquello estaría sucediendo si él hubiera sido una persona cabal. De repente, no sé por qué, me vino a la cabeza una frase que me había dicho Lao Jiang cuando supimos en Nanking que a Paddy Tichborne le tenían que amputar una pierna: «Le voy a dar su primera lección de taoísmo, madame: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang.» ¿Qué podía haber de bueno en todo aquello…? No fui capaz de verlo, de verdad, y entre estos negros pensamientos y otros de la misma índole, fuimos avanzando por grandes extensiones de campos yermos que, en épocas más pacíficas, debieron de dar buenas cosechas de cereales a sus propietarios. Ahora estaban abandonados, los campesinos habían huido y una gran soledad reinaba en la zona.

Aún no habíamos visto el río Shahe cuando el maestro Rojo llamó nuestra atención señalándonos un frondoso montículo de unos cuarenta o cincuenta metros de altura extrañamente aislado en una inmensa campiña al fondo de la cual se destacaban las cinco cumbres siamesas del monte Li.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó Lao Jiang, incorporándose sobre su caballo para observar mejor desde la distancia. Todos sonreímos satisfechos. Fue un momento muy emocionante.

«Después -había escrito Sima Qian en su crónica-, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.» La descripción era un tanto pretenciosa ya que montaña, lo que se dice montaña, no parecía, pero impresionaba saber que la tumba del Primer Emperador de la China, perdida durante dos mil años, se encontraba allí, bajo aquel insignificante y achatado altozano. Y lo realmente increíble era que nosotros íbamos a ser los primeros en entrar en ella.

De pronto, algo pareció molestar profundamente a Lao Jiang:

– Ya deberíamos encontrarnos junto al cauce del Shahe -dijo-. Según el mapa, fluía desde el monte Li hacia el río Wei, a nuestras espaldas. Pero aquí no hay agua.

– ¿No existe el río Shahe? -me sorprendí.

– En dos mil doscientos años podría haberse secado -farfulló-. ¿Quién sabe?

Cada vez más preocupados, continuamos avanzando hacia el sur con el mausoleo a nuestra derecha. En aquellos vastos espacios no se divisaba ningún río y, lo que aún era peor, ninguna presa, ningún dique de contención, ningún lago artificial… Deberíamos estar viéndolo pero no era así aunque, si existía, tenía que estar muy cerca, casi debajo de nosotros. En cambio, lo que había hasta las laderas del monte Li sólo era tierra baldía.

Desolados, nos detuvimos un rato después sobre el punto de inmersión mencionado por Sai Wu en el jiance. Tras una prolongada observación del terreno que sólo terminó cuando se fue la luz del sol, el maestro Rojo, Lao Jiang y yo llegamos a la conclusión de que la presa había existido en algún momento del pasado porque descubrimos ligeras elevaciones en el suelo que coincidían con la gran forma oblonga del mapa y una depresión en el centro que parecía indicar que, efectivamente, en aquel lugar había habido un lago en alguna ocasión. Sin duda, el tiempo y la naturaleza erosionaron y, finalmente, destruyeron el dique y cualquier otra obra o desviación del Shahe que pudieran haber llevado a cabo los ingenieros del Primer Emperador. Sólo después de admitir a regañadientes la desconcertante situación, nos dispusimos a pasar la noche envueltos ya por la más completa oscuridad -había luna nueva-, sin encender el fuego ni para preparar la cena ni para calentarnos porque era demasiado peligroso hacer una fogata en aquella extensa llanura despejada. Comimos en silencio algo de lo que habíamos comprado por la mañana en la tiendecita de la estación de tren y, al terminar, aunque hacía un frío atroz y se suponía que debíamos irnos a dormir, ninguno de nosotros se movió.

Tantos meses de esfuerzos y peligros, tantos muertos y heridos, tanto sufrimiento para nada. Era mi único pensamiento, aunque más que un pensamiento era como una sensación, como una imagen que contenía la idea completa y que se mantenía fija en mi mente. No me daba cuenta del paso del tiempo. No me daba cuenta de nada. Por dentro, me había detenido.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

La voz de Fernanda me llegó desde muy lejos.

– Encontraremos una solución -murmuré.

– ¡No, no hay solución! -tronó Lao Jiang, terriblemente enfadado-. Le daremos el jiance a la Banda Verde para que comprueben por ellos mismos que la entrada ha desaparecido y así nos dejarán en paz y podremos recuperar nuestras vidas en Shanghai. Toda esta locura se ha terminado.

Me indigné. No había gastado tanta energía ni había sometido a mi sobrina a tantos peligros para admitir una derrota tan absurda y humillante.

– ¡No quiero volver a oír que esto se ha terminado! -vociferé; el anticuario me miró sorprendido, lo mismo que Fernanda, Biao y el maestro Rojo-. ¿Quiere darle el jiance a la Banda Verde…? ¡Usted se ha vuelto loco! Les estaríamos entregando el mausoleo en bandeja de plata. Sabiendo dónde está, sólo tienen que venir con un batallón de obreros y empezar a excavar. Les daremos la tumba del Primer Emperador y sus incalculables riquezas a cambio de nuestras pequeñas vidas en Shanghai o en París, ¿no es así? ¡Ah, y no olvidemos las soluciones de las trampas contra los ladrones! Todo, les daremos todo a cambio de que nos dejen en paz, ¿verdad? Pero usted parece olvidar que la Banda Verde sólo es la mano criminal contratada por los imperialistas y los japoneses a quienes tanto odia y teme. ¡Piense! ¡Utilice la cabeza si no desea volver a inclinarse ante un todopoderoso emperador manchú que le obligará a llevar de nuevo la coleta Qing!

– ¿Y qué quiere…? ¿Que excavemos nosotros? -se burló.

– ¡Quiero que hagamos cualquier cosa, lo que sea, para encontrar otra manera de entrar en el mausoleo! -exclamé, dejándolos a todos boquiabiertos-. ¡Si tenemos que excavar, excavaremos!

Me iba creciendo al escucharme a mí misma. Sabía que acertaba, que eso era lo que debíamos hacer aunque, claro, si me hubieran preguntado sobre la forma de resolver el problema me habría desinflado como un globo. Pero mis palabras surtieron un efecto inesperado. El maestro Rojo pareció despertar de un ensueño.

– Quizá sea posible -dijo muy bajito.

– ¿Qué ha dicho? -repliqué, sintiéndome aún dueña de la situación.

Me echó una mirada rápida, muy azorado (todavía le costaba hacerlo), y bajando los ojos hacia el suelo, repitió:

– Quizá sea posible entrar de otra manera.

– ¿Qué tontería es ésta? -se enfadó Lao Jiang.

– No se ofenda, por favor -suplicó el maestro-. Recuerdo haber leído algo, hace mucho tiempo, sobre unos pozos perforados por bandas de ladrones que quisieron saquear el mausoleo.

– ¿El mausoleo del Primer Emperador? -repuse, sorprendida-. ¿Este mausoleo?

– Sí, madame.

– Pero, vamos a ver, maestro Jade Rojo, eso es imposible -razoné-. Para empezar tenían que conocer su emplazamiento y nadie ha sabido nada de él desde hace dos mil años.

– Exacto, madame-aprobó tan tranquilo-. Hay un pasaje del Shui Jing Chu…

– ¿El «Comentario al Clásico de las Aguas» del gran Li Daoyuan? -se sorprendió el anticuario-. ¿Ha tenido usted en sus manos una copia del «Comentario al Clásico de las Aguas»?

– En efecto -admitió el monje-. Una copia tan antigua como la propia obra, ya que fue realizada durante la dinastía Wei del Norte [44].

– Algún día tendré que hablar de negocios con el abad de Wudang -musitó el anticuario, hablando consigo mismo.

– ¿Y qué decía ese pasaje del «Comentario al Clásico de las Aguas»? -atajé, antes de que aquello se convirtiera en una discusión sobre los valiosos libros existentes en las bibliotecas de la Montaña Misteriosa.

– Decía que Xiang Yu, el fundador de la dinastía Han, la siguiente a la del Primer Emperador, después de asesinar a toda la familia imperial de los Qin y de arrasar Xianyang, la capital, se dirigió al mausoleo de Shi Huang Ti y, según el texto, le prendió fuego tras apoderarse de todos los tesoros.

– Eso es imposible -comentó tranquilamente Lao Jiang-. Li Daoyuan escribió su obra setecientos años después de la desaparición de la dinastía Qin. Si eso hubiera ocurrido, Sima Qian, el gran historiador, lo habría mencionado en sus Memorias históricas, escritas sólo cien años después y perfectamente documentadas.

– Estoy de acuerdo con usted -asintió el maestro Rojo-. Y ésa es también la opinión de todos los sabios y estudiosos que escribieron sobre ese fragmento de la obra de Li Daoyuan durante los catorce siglos posteriores. Sin embargo, recuerdo que uno de ellos, un antiguo maestro de Feng Shui, contaba una historia curiosa en un viejo tratado: decía que, pese a no ser cierta la historia contada por Li Daoyuan, sí era verdad que, en los doscientos años posteriores a la muerte del Primer Emperador, hubo dos serios intentos de saquear su mausoleo organizados por algunas familias nobles de la corte Han, ansiosas de hacerse con sus inmensas riquezas. En ambos casos se perforaron pozos muy profundos con la intención de llegar al palacio subterráneo.

– ¿Y lo consiguieron? -preguntó Lao Jiang, escéptico.

– El primer intento fue un fracaso porque, a pesar de contar con los medios económicos necesarios, se desconocía la técnica para perforar a tanta profundidad.

– Los ingenieros de los Han no eran tan hábiles como los maestros de obras de los Qin -dijo mi sobrina.

– Cierto -celebré. El frío nocturno era cada vez más intenso. A pesar de mis botas forradas, tenía los pies como bloques de hielo.

– En el segundo intento hubo más suerte -siguió explicando el maestro Rojo-. Los ladrones llegaron al mausoleo pero nunca se volvió a saber de ellos. Al parecer, murieron allí dentro.

– Las ballestas automáticas -murmuré.

– Seguramente -admitió Lao Jiang-. Pero, salvo que el maestro Jade Rojo pueda decirnos con exactitud dónde se encuentra el pozo excavado por los ladrones del segundo intento, toda esta conversación es absurda.

– Es que sí que puedo decírselo -anunció muy sonriente el maestro-. El sabio que aludió a estos hechos era un maestro de Feng Shui del período de los Tres Reinos [45]. Él no sabía dónde se encontraba la tumba del Primer Emperador pero, como maestro de Feng Shui que era, disponía de los datos geománticos que hoy, a nosotros, estando aquí, nos pueden llevar hasta el pozo que alcanzó el mausoleo.

– ¿Y puede recordar esos datos geománticos? -se asombro Biao que, hasta entonces, no había abierto la boca.

– Claro que puedo -dijo el maestro sin dejar de sonreír-. Es muy fácil. Sólo hay que encontrar un Nido de Dragón.

Mientras Biao abría la boca y los ojos como si acabara de oír las palabras más maravillosas de la mejor y más hermosa poesía del mundo, Fernanda reaccionó:

– ¡Los dragones no existen, maestro Jade Rojo! ¿Cómo vamos a encontrar un nido?

– No estoy hablando de dragones auténticos -se rió el monje-. El Nido de Dragón es un concepto del Feng Shui. Para nosotros, los chinos, el dragón simboliza la buena suerte, la buena estrella. Un Nido de Dragón es el lugar donde la energía qi se concentra poderosamente de manera equilibrada y natural. Son muy escasos y difíciles de encontrar. En la antigüedad, los Nidos de Dragón señalaban el punto exacto en el que debía enterrarse a los emperadores. Si además se daba el caso, como aquí, de que la situación geomántica era la correcta, entonces el enterramiento resultaba especialmente afortunado y el muerto se aseguraba una buena vida en el mas allá.

– Es cierto -dijo Lao Jiang-. Aquí se da la situación geomántica correcta para un enterramiento: el fuego del Cuervo Rojo al sur, que serían las crestas del monte Li; el agua de la Tortuga Negra al norte, el río Wei; el metal del Tigre Blanco al oeste, la cordillera montañosa del Qin Ling por donde vinimos desde Wudang; y al este… ¿Qué hay al este? -se sorprendió-. No hay nada.

– No hay nada que podamos ver -repuso el maestro-. La zona este, la del Dragón Verde, estará protegida de algún modo, no lo dude [46]. Los maestros geománticos de Shi Huang Ti eran los mejores de su época.

– Eso del Tigre Blanco, el Cuervo Rojo, la Tortuga Negra y el Dragón Verde me suena mucho -comenté, sorprendida-. Creo que lo explicaron en una clase sobre los Cinco Elementos a la que asistí en el monasterio.

– Tiene razón -asintió el maestro-. La ciencia del qi, los Cinco Elementos, el Feng Shui, el I Ching, las artes marciales y el resto de los ancestrales conocimientos de nuestra cultura están todos relacionados entre sí.

– Bueno, volviendo al Nido de Dragón -dije, retomando la conversación para que no acabáramos yéndonos otra vez por los cerros de Úbeda-. ¿El pozo que llegó hasta el mausoleo estaba en un Nido de Dragón o sólo la tumba del Primer Emperador?

– Estoy seguro de que la tumba se hizo en un Nido de Dragón, pero lo que aquel gran erudito del período de los Tres Reinos destacaba, por extraordinario, era que el pozo que alcanzó el mausoleo se había perforado en un segundo Nido cercano al primero, algo realmente inusual.

– En ese caso se destruiría al cavar.

– Un Nido de Dragón no se destruye, madame-replicó pacientemente-. No es un pedazo de tierra que, si se remueve, ya no vuelve a quedar como antes. Es un punto donde la concentración del qi de la Tierra es muy fuerte y se encuentra en las mejores condiciones posibles. Esa energía altera el terreno produciendo un característico dibujo que es lo que sirve para encontrar los Nidos.

– ¿Un dibujo? -preguntó Biao.

– Un Nido de Dragón suele tener una forma más o menos circular y, dentro de él, la tierra presenta dos colores distintos, marrón oscuro y marrón claro, separados por una línea blanca. La tierra oscura es viscosa y la tierra clara está suelta como la arena. Los dos colores forman dibujos dentro del Nido que a veces pueden ser círculos concéntricos, espirales, lunas menguantes o, incluso, el remolino del t'ai-chi.

– ¿Del taichi? -me sorprendí. ¿Qué tenían que ver los ejercicios matinales con el Nido de Dragón?

– No. Del t'ai-chi. Es diferente. El t'ai-chi esun dibujo que representa al Yin y al Yang con los colores blanco y negro en un pequeño remolino circular conteniendo cada uno de ellos un punto del color contrario. Los Nidos de Dragón, a veces, presentan también esta imagen. -El maestro Rojo se levantó el cuello del abrigo-. Hace dos mil años, alguna noble y acaudalada familia Han mandó cavar un profundo pozo hasta el mausoleo. Sus maestros geománticos encontraron el mejor lugar para hacerlo: un inesperado Nido de Dragón. Eso aseguraba el éxito del proyecto. Sin embargo, todos los sirvientes que bajaron por él y llegaron hasta el fondo, murieron. Seguramente eso les asustó lo bastante como para que ordenaran cegarlo y olvidaran todo el asunto. Pero un pozo de muchos metros de profundidad no podía ser un simple agujero y menos aún si la obra estaba bien financiada. El pozo debía de ser amplio para poder sacar cómodamente los tesoros, con las paredes reforzadas para evitar derrumbamientos, algún sistema de poleas para bajar a los obreros y subir las cestas con la tierra que se iba retirando o, lo más probable, con peldaños excavados en las paredes. Al fracasar el intento, cerrarían el pozo y, con los siglos, la energía qi volvió a emerger de nuevo y redibujó en el suelo su Nido de Dragón. Sólo tenemos que encontrarlo. Ya saben cómo es.

– Mañana por la mañana, con la luz del sol -sentenció Lao Jiang-, nos repartiremos las zonas alrededor del túmulo y empezaremos a buscar.

– Y, ahora, vayamos a dormir, por favor -supliqué-. Estoy cansada y muerta de frío. Mejor será que durmamos con toda la ropa puesta. Sin fuego, podemos congelarnos.

Sin embargo, pese al cansancio, no pude pegar ojo y la noche se hizo muy larga. Todos estábamos impacientes, nerviosos. Oí removerse a los niños durante horas y escuché a Lao Jiang y al maestro Rojo conversar en susurros hasta la madrugada. Las mantas aparecieron cubiertas de escarcha cuando, por fin, una ligera claridad se abrió en el cielo y nos levantamos para hacer los ejercicios taichi (no t'ai-chi). Con ellos y con el té caliente del desayuno -pudimos encender fuego en cuanto hubo bastante luz para que pasara desapercibido- terminamos por entrar en calor.

Biao propuso tímidamente distribuirnos los cuatro puntos cardinales. Fernanda y él irían juntos, dijo, pero mi sobrina se negó en redondo; ella sola era perfectamente capaz de encontrar un Nido de Dragón sin ayuda de nadie, de modo que me quedé yo con el pobre Biao y ambos formamos el equipo del Cuervo Rojo, el del sur. Lao Jiang se quedó el Tigre Blanco del oeste, Fernanda el Dragón Verde del este y el maestro Rojo la Tortuga Negra del norte. Esta última zona era la más extensa ya que llegaba hasta el cauce del río Wei, pero el maestro contaba con sus profundos conocimientos de Feng Shui ycon el Luo P'an para estudiar el terreno, lo que era como decir que, si el Nido de Dragón estaba en su área, caminaría directo hacia él sobre las líneas del flujo del qi. Como la campiña era enorme, nos llevamos comida para el mediodía. Primero fuimos con los caballos hasta el montículo que, según Sima Qian, señalaba el lugar del mausoleo; luego, sujetamos las riendas con unas piedras para que los animales no se escaparan durante nuestra ausencia y, por fin, cada uno de nosotros se fue hacia el lado que le había correspondido de la frondosa pirámide de tierra.

– Haremos recorridos paralelos al montículo, Biao. ¿Qué te parece?

– Muy bien, tai-tai, pero, para llegar antes a la ladera del monte Li que marca el final de nuestra zona, podríamos caminar en sentidos opuestos, encontrándonos en el centro. Así haríamos el doble de trabajo en la mitad de tiempo.

– Una gran idea. Recuerda que los tramos tienen que ser más grandes conforme nos alejemos de aquí.

– Podemos contar los pasos y dar uno más en cada recorrido.

Alcé el brazo y le pasé cariñosamente la mano por su pelo hirsuto.

– Llegarás tan lejos como te propongas, Pequeño Tigre.

Las orejas se le incendiaron y sonrió con modestia. Resultaba sorprendente pensar en lo mucho que había crecido durante el viaje y recordé cómo era cuando le vi por primera vez en el jardín de la casa de Shanghai junto a Fernanda. En aquella ocasión me había parecido un golfillo resabiado y su aparente descaro no me había gustado en absoluto. Cómo yerran, a veces, las primeras impresiones, me dije.

Caminamos toda la mañana sin encontrar nada, yendo arriba y abajo de aquella parcela de tierra que nos había tocado. A mediodía, después de que el niño se quejara tres veces de tener hambre en tres encuentros sucesivos, nos detuvimos a comer y aún no habíamos dado un par de bocados a nuestras bolas de arroz cocido envueltas en hojas de morera cuando un grito que parecía proceder del otro extremo del planeta nos hizo mirarnos, sorprendidos.

– ¿Alguien llama o lo he soñado? -le pregunté a Biao, que masticaba con voracidad el arroz que tenía en la boca. Emitió un gruñido nasal que venía más o menos a decir que la respuesta no estaba clara cuando el grito volvió a escucharse-. ¡Nos llaman, Biao! ¡Alguien ha encontrado el Nido de Dragón!

Engulló de golpe el arroz y, tosiendo, se puso en pie al mismo tiempo que yo.

– ¿De dónde viene? -pregunté, intentando orientarme.

Pero, como no lo sabíamos, permanecimos atentos y callados.

– ¡De allí! -exclamó Biao cuando el grito se repitió, echando a correr hacia el este, hacia el sector de Fernanda. Entonces la vi. Me pareció distinguir un grupo de caballos al galope, pero sólo una figura -que, por las ropas, era mi sobrina- a lomos de uno de los animales. Mientras corría hacia ella campo a través, pensé que la niña era una de esas personas que carecen de habilidades porque, sencillamente, nadie la ha animado a desarrollarlas. Llegó a China gorda y vestida de luto -¡aquella horrorosa capotita!-, con un carácter desagradable y un genio de mil demonios. Eso era todo. Pero se puso a comer con palillos y, rápidamente, dominó la técnica; aprendió a jugar al Wei-ch'i y pronto estuvo a la altura de Biao, que era un genio; había empezado a practicar taichi hacía poco menos de un mes pero ya sobresalía; se había negado a aprender chino pero el día que decidió hacerlo y tomar carrerilla se puso a mi nivel en una semana; y, ahora, en mitad de aquella llanura de China, la veía acercarse a galope tendido sobre un caballo como si hubiera recibido clases y montado por los paseos del Retiro, en Madrid, durante toda su vida. Algo tendría que hacer con ella cuando regresáramos a Europa. Si es que regresábamos.

Biao y yo dejamos de correr.

– ¡Tía! -gritó ella, sofrenando a su caballo cuando llegó a nuestro lado-. ¡El maestro Jade Rojo encontró el Nido de Dragón hace más de una hora! Yo estaba cerca y me avisó. El maestro fue a buscar a Lao Jiang y yo he traído sus monturas para no perder tiempo porque está lejos.

– ¡Magnífico! -exclamé-. ¡Vamos allá!

La cuestión era cómo poner al galope un caballo sabiendo poco más que llevarlo al paso y, encima, sintiendo un cierto -digamos- respeto por un animal de tal peso y tamaño. «No es el momento de ser cobarde, Elvira», me dije montando con brío. La cosa debía de pasar por golpearle el vientre con los estribos más rápida e intensamente que cuando había que animarlo a caminar. Así lo hice, un poco asustada, y, efectivamente, salí hacia el túmulo a toda velocidad seguida a corta distancia por los niños. Menos mal que nadie conocido podía verme dando aquellos brincos e inclinándome de un lado a otro sobre la silla.

Seguimos cabalgando durante un buen rato y pasamos junto al túmulo sin detenernos. El río Wei aún quedaba lejos pero sus aguas brillantes podían divisarse en la distancia cuando vimos las diminutas figuras erguidas de Lao Jiang y del maestro Rojo, que parecían estar esperándonos. No tardamos en darles alcance. Tironeando de las riendas con firmeza detuvimos nuestros animales junto a los suyos y desmontamos. Los dos hombres exhibían unas sonrisas deslumbrantes, unas de esas pocas sonrisas chinas que parecen realmente sinceras.

– Mire el Nido de Dragón -me invitó Lao Jiang. Mi paso en tierra aún era inseguro pero avancé hacia donde su dedo señalaba con los ojos clavados en una forma ovoide de color claro con extraños zigzags en su interior hechos de barro oscuro. No era demasiado grande; quizá tuviera medio metro de diámetro en su parte más larga y jamás hubiera llamado mi atención de no saber que existía algo llamado Nido de Dragón. Pero sí, desde luego, su aspecto resultaba de lo más extraño.

– Sin duda, habrán sembrado muchas veces sobre él -dijo el maestro- y esta tierra ha debido de dar siempre buenas cosechas.

– Y, ahora, ¿qué tenemos que hacer? -pregunté-. ¿Cavar? Porque les recuerdo que no tenemos palas.

– Sí, es un contratiempo -murmuró Lao Jiang-. Ya había pensado en ello.

– Podemos volver al pueblecito de la estación de tren -propuso Biao-, pero no regresaríamos hasta mañana.

– Tengo una solución que proponerles -anunció el anticuario con un cierto aire misterioso-. Llevo en mi bolsa una pequeña cantidad de explosivos que podemos utilizar para abrir el pozo.

Como en Nanking, cuando apareció el primer batallón de soldados del Kuomintang para salvarnos de la Banda Verde y me enteré de que el anticuario era miembro de ese partido y de que nos lo había estado ocultando hasta aquel momento, noté que me enfadaba lenta pero imparablemente por haber vuelto a ser engañada. ¿Llevaba explosivos encima? ¿Con los niños allí? ¿Desde cuándo?, ¿desde Shanghai? ¿Para qué pensaba utilizarlos? Como defensa era mucho mejor cualquier arma y él tenía su abanico de acero, así pues ¿por qué transportarlos de un lado a otro durante miles de kilómetros a través de China con el inmenso peligro que eso suponía?

– Por su cara, deduzco que está usted molesta, Elvira -observó el interesado.

– ¿A usted qué le parece? -mascullé intentando controlarme-. ¿No ha pensado en los niños en ningún momento? ¿En el riesgo que corríamos todos viajando con usted?

– No veo donde está ese peligro del que habla -repuso-. La dinamita es estable y segura por mucho que se la mueva o por muchos golpes que reciba. Sólo se vuelve peligrosa cuando se conecta el detonador a la mecha y la mecha a los cartuchos. No creo haberles puesto en peligro en ningún momento.

– ¿Y para qué la ha traído, eh? ¡No nos hacía falta en este viaje!

Fernanda, Biao y el maestro Rojo nos observaban cabizbajos. Los niños, además, tenían cara de miedo.

– La traje para esto -respondió el anticuario, señalando el Nido de Dragón-. Supuse que podría hacernos falta en el mausoleo o, en el peor de los casos, para salvarnos de la Banda Verde.

– ¡Ya teníamos protección contra la Banda Verde! ¿No lo recuerda? Los soldados del Kuomintang nos siguieron desde Shanghai sin que nadie, salvo usted, lo supiera. Y, luego, se sumaron los milicianos comunistas.

– No comprendo su enfado, Elvira. ¿Qué puede haber en unos pequeños cartuchos de dinamita para que se ponga así? Tal y como supuse, nos van a resultar muy útiles para abrir la entrada. Le aseguro que no la entiendo.

Ni yo tampoco le entendía a él. Aquello me parecía el colmo del absurdo: cargar durante meses con explosivos por si llegaban a hacer falta en algún momento era ridículo. Habíamos tenido mucha suerte de no sufrir ningún accidente. Podíamos haber perdido la vida.

– Será mejor que se alejen todo lo que puedan -nos advirtió dirigiéndose hacia su bolsa que colgaba de la silla del caballo-. Váyanse ya.

Cogí a los niños por los brazos y empecé a caminar a paso ligero. El maestro Rojo me siguió en silencio. Creo que él tampoco estaba muy conforme con el asunto de los explosivos. Avanzamos sin parar hasta que se escuchó la detonación y digo detonación por llamar a aquello de alguna manera porque, aunque yo estaba esperando otra cosa, para mi sorpresa, sonó lo mismo que una bengala de fuegos artificiales. Entonces nos detuvimos y nos volvimos a mirar. Una pequeña columna de humo ascendía hacia el cielo despejado mientras los animales, muy agitados, se revolvían intentando soltarse. El anticuario, por su parte, estaba echado en el suelo a medio camino entre nosotros y el desaparecido Nido de Dragón.

Ante nuestros ojos, la columna se deshizo lentamente y se convirtió en una nube de polvo y tierra que se escampó en círculos, varios metros alrededor del agujero. Cuando Lao Jiang se puso en pie, todos iniciamos el regreso.

– ¿Se habrá escuchado la explosión en Xi'an? -preguntó Fernanda, preocupada.

– Xi'an está a setenta li -le explicó el maestro-. No se ha oído nada.

La capa de polvo que flotaba en el aire se asentó poco a poco y, por fin, pudimos asomarnos a la cavidad abierta en el suelo. Tenía forma de cono, de manera que la boca era más ancha que el fondo, situado a unos tres metros; no costaría nada dejarse caer por aquellos terraplenes. El problema era que el pozo parecía continuar cegado.

– Yo diría que el agujero todavía no es lo bastante profundo -comenté.

– ¿Debería usar más explosivos? -preguntó Lao Jiang.

– ¡Déjeme bajar antes, Lao Jiang! -pidió Biao, inquieto-. A lo mejor no hace falta.

– Baja -le autorizó éste-, pero ten cuidado.

El niño se sentó en el borde y, girándose como un gato, empezó a descender a cuatro patas. No le llamé la atención porque se veía que daba cada paso con mucho cuidado, asentando con firmeza primero un pie y luego el otro y agarrándose enérgicamente con las manos. Pronto llegó al final. Le vimos incorporarse y sacudirse la tierra de los pantalones acolchados. Se le notaba inseguro, tanteando con el pie sin atreverse a caminar.

– ¿Qué ocurre?

– Parece que debajo está hueco. El suelo tiembla.

– ¡Sube ahora mismo, Biao! -le ordené pero, en lugar de obedecerme, volvió a ponerse a cuatro patas y, con las manos, empezó a escarbar en la tierra, apartándola.

– Aquí hay monedas -se extrañó y levantó una en el aire para que la viéramos.

– ¡Tíramela! -le pidió Fernanda. El niño se puso de rodillas y cogió impulso. No bien la hubo lanzado, la cara le cambió y, en décimas de segundo, le vi arrojarse en plancha contra el terraplén y sujetarse a la tierra con los ojos apretados. Al mismo tiempo que la moneda caía en manos de mi sobrina se oyó un extraño crujido y una nubecilla de polvo se elevó desde el centro del suelo en el que instantes antes había estado hurgando Biao. No nos dio tiempo a reaccionar: el fondo del agujero se partió en dos y ambos pedazos cayeron al vacío succionando la tierra a la que el niño se agarraba desesperadamente. Todos gritamos a la vez. El agujero se había convertido en una tolva y Biao estaba perdido. Se hundió en el pozo con la cara levantada hacia nosotros. Creí morir de angustia. Entonces, en menos del tiempo que hay entre dos latidos, se escuchó un topetazo seco y un doloroso lamento.

– ¡Biao, Biao! -llamamos. El lamento se hizo más agudo.

– Hay que bajar -dijo alguien, pero yo ya lo estaba haciendo. Frenándome con las botas y con las manos, iba resbalando sobre la tierra suelta por el mismo sitio por el que había descendido Biao. En menos de un par de segundos estaría muerta o junto al niño. Cuando el terraplén terminó sentí que caía al vacío y, un momento después, noté que mis pies chocaban con tanta fuerza contra una superficie dura que, si no hubiera sido por los ejercicios taichi que me habían fortalecido los tobillos y por las caminatas que habían robustecido mis piernas, seguramente me habría roto más de un hueso. Recibí el golpe en todo el esqueleto. El niño lloriqueaba a mi derecha. Menos mal que no me había desplomado sobre él. La polvareda me hizo toser.

– Biao, ¿estás bien? -pregunté, cegada.

– ¡Me he hecho daño en un pie! -gimoteó. La imagen de Paddy Tichborne y su pierna amputada me vino a la mente. Me arrodillé a su lado y, tanteando, cogí su cabeza entre mis manos.

– Te sacaremos de aquí y te curarás -le dije. Fue en ese momento cuando me di cuenta, horrorizada, de lo que había hecho. ¿Que yo me había tirado al vacío por un agujero como una suicida…? Las manos que sujetaban la cara de Biao empezaron a temblar. ¿Es que me había vuelto loca o qué narices me había pasado? ¿Yo, Elvira Aranda, pintora, española residente en París, tía y tutora de una joven huérfana que sólo me tenía a mí en el mundo había estado a punto de matarme en un acto inconsciente e insólito que jamás hubiera llevado a cabo de encontrarme en mis cabales? El corazón se me disparó.

– ¿Se encuentran bien? -preguntó la voz de Lao Jiang. No pude contestar. Estaba tan impresionada por lo que acababa de hacer que no me salía ningún sonido de la garganta-. ¡Elvira, responda!

Petrificada. Me había quedado petrificada.

– ¡Estamos bien! -gritó al fin Biao que, por el temblor de mis manos, debió de notar que algo raro me pasaba. Se esforzó por soltarse de mí y, arrastrándose hacia atrás, se liberó. A impulsos pequeños y con ayuda de la pared logró incorporarse y, entonces, fue él quien, inclinándose y tirando hacia arriba de mi brazo, me ayudó a ponerme en pie-. Vamos, tai-tai, tenemos que movernos.

– ¿Has visto lo que he hecho? -atiné a decir.

Él sonrió con timidez.

– Gracias -susurró, pasando mi brazo derecho sobre su hombro y levantándose todo lo alto que era.

– ¡Tía! ¡Biao! -gritaba mi sobrina desde arriba. La tierra que yo había arrastrado en mi caída ya se había disipado y la luz del mediodía entraba a raudales. Miré a mi alrededor. Aquel sitio era extraordinario. El niño y yo estábamos sobre una plataforma de dos metros de larga por unos ochenta centímetros de ancha, excavada en el suelo y pavimentada con ladrillos de arcilla blanca cocida. El pozo era perfectamente cilíndrico, de unos cinco metros de diámetro, revestido de tableros y vigas de madera en bastante mal estado. Lo más sólido era la grada sobre la que nos encontrábamos, así como la rampa en la que terminaba que, a su vez, descendía hasta otra plataforma de la que salía otra rampa y así sucesivamente, girando hasta el fondo del pozo que, por cierto, no se veía.

– ¿Y tu pie? -le pregunté al niño.

– Creo que no me lo he roto -aseguró-. El dolor se me está pasando.

– Ya veremos cuando se te enfríe después de estar quieto un buen rato.

– Sí, pero ahora puedo caminar.

– ¡Tía…! ¡Biao…!

– ¡Esperad un momento! -grité-. ¿Cómo les hacemos bajar? -le pregunté al niño.

– Creo que no hay otra forma -respondió mirando a nuestro alrededor-. Tienen que dejarse caer.

– Sí, pero corremos el riesgo de que se hagan daño.

– Que tiren primero las bolsas y nosotros las colocaremos como si fueran k'angs.

– La de Lao Jiang ni en sueños -repuse, alarmada.

– No -convino él muy serio-, la de Lao Jiang no.

La voz de mi sobrina sonó atemorizada cuando aseguró que ella no se sentía capaz de dejarse caer por el terraplén. Le dije, muy seria, que me parecía estupendo que se quedara arriba para cuidar de los animales pero que tuviera muy presente que, si no salíamos en varios días, pasaría sola todo ese tiempo, noches incluidas, y que eso me asustaba. Cambió rápidamente de opinión y, cuando le llegó el turno de saltar tras el maestro Rojo, se lanzó como una valiente. Saber que caes, no al vacío como suponía yo cuando me tiré sin pensar, sino a un suelo firme y carente de peligro, hace que el descenso sea distinto, más firme y seguro. Todos llegaron bien. Después de Fernanda, vino la dichosa bolsa de Lao Jiang con los explosivos. Él no paraba de repetir desde arriba que no tuviésemos miedo, que no iba a pasar nada, pero los niños y yo nos alejamos rampa abajo hasta la siguiente plataforma por si las moscas. El maestro Rojo recibió el desagradable fardo en los brazos y, luego, lo dejó cuidadosamente a un lado para ayudar a Lao Jiang en su caída. Al poco, todos estábamos enteros y a salvo dentro de aquel pozo de la dinastía Han del que ascendía un extraño olor a podrido. Daba mucha tranquilidad -aunque no completa- saber que pisabas tierra firme reforzada con tableros y vigas que, por muy mal que estuvieran, algo harían porque nada temblaba.

No sé cuántos metros descendimos hasta que la luz se redujo a un punto blanco en lo alto que ya no iluminaba en absoluto. Desde luego, yo no había contado con aquella eventualidad pero, como siempre, Lao Jiang sí. Sacó un yesquero de plata de su bolsillo -el mismo con el que seguramente había prendido la mecha de la dinamita y que yo no le había visto hasta entonces- y, de su bolsa, extrajo también una gruesa caña de bambú en la que anduvo trasteando hasta que consiguió, al parecer, quitarle una pieza muy pequeña y, entonces, al acercarle la llama del yesquero, aquello se encendió lo mismo que una antorcha.

– Un antiguo sistema chino de iluminación para los viajes -nos explicó-, tan eficaz que, tras muchos siglos, aún se sigue utilizando.

– ¿Y qué combustible lleva? -curioseó Fernanda.

– Metano. Un magnífico texto de Chang Qu [47] del siglo iv describe la construcción de canalizaciones de bambú calafateadas con asfalto que conducían el metano hasta las ciudades para ser utilizado en el alumbrado público. Ustedes, en Occidente, no han iluminado sus grandes capitales hasta hace menos de un siglo, ¿verdad? Pues nosotros, no sólo lo conseguimos hace más de mil quinientos años sino que, además, también aprendimos a almacenar el metano en tubos de bambú como éste para usarlos como antorchas o como reservas de carburante. El metano se ha empleado en China desde antes de los tiempos del Primer Emperador.

El maestro Rojo y Pequeño Tigre sonrieron orgullosamente. La modestia china era una falacia como otra cualquiera. No había más que ver cómo se ponían en cuanto tenían algo de lo que presumir. Desde luego, sus muchos y muy valiosos y antiguos conocimientos eran dignos de asombro y admiración, pero cansaba un poco que siempre estuvieran vanagloriándose de ellos. A lo mejor es que necesitaban recordárselos a sí mismos para recuperar su orgullo nacional pero, francamente, resultaba un poco molesto. Yo había dado un salto suicida en busca de Biao y, sin embargo, no me dedicaba a mencionarlo para que me recordaran lo valiente que había sido (aunque me hubiera gustado, para qué nos vamos a engañar).

Después de aquello, con la antorcha china, el descenso por las rampas volvió a ser cómodo y seguro. Cada vez nos hundíamos más en las profundidades de la tierra y yo me preguntaba, asustada, cuándo recibiríamos el primer flechazo de ballesta. Caminaba con desconfianza, aunque ahora, después del salto, sentía un recobrado ánimo en mi interior que me volvía un poco más arrojada e intrépida. La sensación era muy dulce, como si volviera a tener veinte años y pudiera comerme el mundo.

– El camino se termina -dijo de pronto el maestro Rojo. Nos detuvimos en seco. Sólo nos quedaban dos plataformas y tres rampas para llegar al final. Curiosamente, a la profundidad en la que nos encontrábamos no hacía más frío que en el exterior; diría, incluso, que la temperatura era más agradable. Lo único difícil de soportar era el olor pero, después de llevar tres meses en China, incluso esto había dejado de ser un problema.

– ¿Qué hacemos? -pregunté-. Las ballestas pueden empezar a disparar en cualquier momento.

– Habrá que arriesgarse -murmuró el anticuario.

No di ni un solo paso.

– Recuerde el jiance -me dijo, irascible-. El maestro de obras le explicaba a su hijo que, entrando por el pozo al que llegaría tras sumergirse en la presa, saldría directamente al interior del túmulo, frente a las puertas del salón principal que conduce al palacio funerario, y que allí se dispararían sobre él cientos de ballestas. Este pozo está muy alejado del túmulo. Las ballestas no están aquí.

– Pero, en la historia que contó el maestro Jade Rojo -me obstiné-, los ladrones que bajaron por estas mismas rampas nunca volvieron a subir.

– Pero no tuvieron que morir necesariamente en este lugar, madame -me contestó el maestro-. Los chinos somos muy supersticiosos y hace dos mil años todavía más. Es lógico suponer que, tratándose de la tumba de un emperador tan poderoso, los primeros sirvientes que entraron en ella estarían aterrados. Probablemente serían presos, como los que construyeron el mausoleo y arriba, en la superficie, se habrían quedado los capataces y los nobles esperando a ver qué ocurría.

– ¿Y qué ocurrió? -preguntó Biao como si no hubiera oído nunca la historia.

– Pues que los que bajaron no volvieron a subir -sonrió el maestro-. Era todo lo que decía la crónica que leí. Pero eso asustó tanto a los que esperaban fuera que cegaron el pozo como si temieran que algo espantoso pudiera escaparse de aquí.

– Profanar una tumba en China -comenté-, donde tanto se venera y respeta a los antepasados, debe de ser algo terrible.

– Y mucho más la tumba de un emperador a quien los propios Han no habían dejado ni un solo descendiente vivo para que pudiera llevar a cabo las ceremonias funerarias en su honor que marca la tradición.

– Hagamos una cosa -propuse-. Vayamos tirando nuestras bolsas por delante de nosotros y así sabremos si el camino está despejado.

– Una idea muy buena, Elvira.

– Pero su bolsa no, Lao Jiang.

Seguimos descendiendo un poco más y empezamos a lanzar los hatos con mucho impulso para que llegaran lo más lejos posible del pozo y de los restos destrozados del suelo que se había hundido bajo el peso de Biao. Y no ocurrió nada. Ninguna flecha los atravesó.

– La trampa no está aquí -dijo el maestro Rojo.

– Pues sigamos adelante.

El último pie que pusimos en la última pendiente fue el primero de una visión desconcertante que nos dejó boquiabiertos: frente a nosotros se abría una inmensa extensión aparentemente vacía, jalonada por columnas lacadas en negro y decoradas con motivos de dragones y nubes, sin capiteles ni basas. El techo de placas de cerámica se encontraba a unos tres metros de altura y se sostenía gracias a unas traviesas fabricadas con gruesos troncos que no me inspiraron demasiada confianza. Muchas de las placas se habían desprendido y yacían hechas añicos sobre el piso de baldosas.

– ¿Dónde estamos? -preguntó mi sobrina.

– Yo diría que en el recinto exterior del palacio funerario -conjeturó Lao Jiang señalando con el dedo algo que quedaba oculto tras una de las columnas. Di unos pasos hacia adelante y me llevé un susto de muerte al descubrir a un hombre arrodillado, con el cuerpo descansando sobre los talones y las manos escondidas dentro de las «mangas que detienen el viento». Era grande e iba muy bien peinado con un moño sobre la nuca y raya en el centro.

– ¿Es una estatua? -Fue una pregunta tonta por mi parte, ya que era obvio que no podía tratarse de un ser humano auténtico, pero es que parecía terriblemente real, tan real como cualquiera de nosotros.

– ¡Claro que es una estatua, tía! -se rió mi sobrina.

– Sí, pero no una estatua cualquiera. Es magnífica -aseguró Lao Jiang, sinceramente impresionado. Se acercó aún más y llamó a Biao. El niño avanzó con paso inseguro. El anticuario le dio la antorcha y le colocó el brazo a la altura que deseaba que la sostuviera. Luego, se caló las gafas en la nariz y se inclinó para estudiarla mejor-. Es la representación de un joven siervo de la dinastía Qin. Está hecho con arcilla cocida y todavía conserva la pigmentación, lo cual resulta extraordinario. Fíjense en el color de su cara y en el pañuelo rojo que lleva anudado al cuello. Impresionante.

– Fue colocado mirando al sur -indicó el maestro Rojo-, hacia el túmulo.

– Deberíamos seguir -manifesté. Nunca me habían gustado mucho las estatuas, sobre todo las de forma humana como aquélla, tan realistas. Siempre tenía la sensación, cuando visitaba los museos de París, de que las esculturas me miraban y de que no eran falsos ojos de piedra los que me seguían. Procuraba salir corriendo de ese tipo de salas.

Pero aquel joven siervo no fue el único que encontramos. Cada cierto número de columnas había uno parecido, todos mirando hacia el sur, la misma dirección que nosotros seguíamos, y también funcionarios imperiales, en pie, vestidos con gruesas chaquetas y amplios pantalones negros, luciendo vistosos lazos al cuello y, colgando del cinto, sus instrumentos de escritura. Además hallamos esqueletos de animales que bien podían ser ciervos o cualquier otra especie salvaje, junto a pesebres de cerámica y con la argolla que les sujetaba a las columnas todavía alrededor de las vértebras del cuello. Sólo eran huesos y cráneos, pero impresionaban en medio de aquellas tinieblas. Descubrimos muchas otras cosas igualmente extrañas porque había también compartimentos con altares de piedra lujosamente adornados sobre los que aún descansaban los más variados cacharros de bronce cubiertos de cardenillo (jarras, jarrones, hervidores, calderos de tres patas…), habitaciones que debieron de albergar hermosos cojines y cortinas de seda, algunas estancias con armas, otras con miles de jiances, cocinas repletas de animales de arcilla como aves de caza, cerdos o liebres junto a los más variados utensilios de carnicero e, incluso, cuadras completas de caballos con los esqueletos en el suelo, prácticamente deshechos. Pero, lo más hermoso de todo, con diferencia, eran las cámaras repletas de lujosos vestidos ceremoniales confeccionados con sedas y piezas de jade. En éstos ni siquiera nos atrevimos a entrar por miedo a que nuestra presencia dañara las delicadas telas de dos milenios de antigüedad. Caminamos durante mucho tiempo, impresionados y también un poco sobrecogidos por las cosas que veíamos. Conforme nos acercábamos al túmulo el techo se iba haciendo más y más alto, alejándose de nuestras cabezas hasta alcanzar una altura desproporcionada. Pronto descubrimos la razón: un largo muro de tierra enlucida pintado de rojo nos impedía seguir avanzando. Era tan alto que no divisábamos el final (aunque también es verdad que la antorcha de Lao Jiang no daba para muchas alegrías y que su círculo luminoso no llegaba más allá de los tres o cuatro metros).

– ¿Y ahora, qué? -inquirí-. ¿Derecha o izquierda?

El maestro Rojo sacó su Luo P'an de la bolsa y lo consultó. No sé qué cálculos extraños haría pero pasaba la uña del índice repetidamente sobre los signos y caracteres del plato de madera y se le veía sumamente concentrado.

– Las «Venas del dragón»… -murmuró al fin, levantando la cabeza, satisfecho.

– Las líneas de energía qi -explicó Lao Jiang.

– … fluyen hacia el sur pero hay otra, mucho más débil, de este a oeste. Si los cálculos de las Nueve Estrellas son correctos -afirmó el maestro-, llegaremos antes a la puerta principal yendo por la derecha.

– No me pregunten sobre las Nueve Estrellas -nos advirtió Lao Jiang a los niños y a mí viéndonos coger aire y abrir las bocas-. Son asuntos de Feng Shui muy complicados que sólo conocen los grandes expertos.

De manera que continuamos caminando y, unos diez minutos más tarde, llegamos a la esquina de la muralla, que torcimos para seguir descendiendo. La pared presentaba grandes desconchones que dejaban al descubierto la tierra apisonada de su interior y nosotros, al caminar, aplastábamos los trozos de enlucido rojo produciendo, para mi gusto, un ruido áspero que, en aquellas oscuras soledades, sonaba preocupante.

Al cabo de bastante tiempo -no sabría puntualizar cuánto, puede que una media hora o quizá un poco más- alcanzamos el final y torcimos a la izquierda. Ya no debía de faltar mucho para la puerta. Mis sentidos se aguzaron: con un poco de suerte (o de mala suerte, según cómo se mirase), podríamos ver los restos de los sirvientes que murieron asaeteados por los disparos de las ballestas y eso nos avisaría del peligro. Pero cuando por fin llegamos, no advertimos nada que nos indicara que ninguna flecha se hubiera disparado nunca en aquel lugar aunque, sin duda, alguien había pasado por allí antes que nosotros porque las hojas de aquel inmenso portalón de casi cinco metros de altura, cada una de ellas adornada con una enorme argolla de hierro oxidado que colgaba de una aldaba con forma de cabeza de tigre, estaban abiertas de par en par. Las atravesamos con prevención, mirando en todas direcciones, pues, pasándolas, entrabas en una especie de túnel abovedado de unos diez metros de largo que parecía el lugar ideal para un ataque por sorpresa. Aquélla era una edificación monumental, de unas dimensiones colosales. Ningún rey europeo había tenido nunca un enterramiento tan grandioso. No era de extrañar que hubieran hecho falta tantísimos condenados a trabajos forzados para llevarlo a cabo. Ni las pirámides de Egipto se le podían comparar.

Al otro lado del túnel fuimos a dar a un patio o, mejor dicho, a un corredor de grandes dimensiones enlosado con planchas de cerámica blancas y grises que dibujaban motivos en espiral y geométricos. A esas alturas, echaba de menos las lámparas con grandes cantidades de aceite de ballena que, según Sima Qian en sus Anales Básicos, nunca se iban a apagar en el mausoleo del Primer Emperador. La oscuridad de los grandes espacios que nos rodeaban empezaba a cansarme y, además, no podía hacerme una idea clara de las magnitudes de la estructura.

Atravesando el inmenso patio llegamos frente a otra muralla idéntica a la anterior, pintada también de rojo e igual de alta. El mausoleo estaba guarecido, pues, por dos barreras capaces de detener a cualquier ejército del mundo por numeroso que fuera, incluso a un ejército moderno con todos sus carros de combate y sus cañones «Berta». Y, ¿todo eso para proteger a un hombre muerto? El Primer Emperador había padecido de una gran megalomanía, no cabía ninguna duda. En esta nueva muralla había una segunda puerta de proporciones gigantescas, aunque ésta era de hojas correderas y estaba erizada de peligrosas púas por toda su superficie. Permanecía entreabierta gracias a unas gruesas barras de bronce que debieron de colocar allí los siervos Han; era incomprensible cómo habían soportado durante tanto tiempo aquella presión. Pasando entre dos de ellas fuimos a dar al interior de otro túnel abovedado al fondo del cual se veían unas escaleras que ascendían hacia un vano enorme y negro. Subimos poco a poco, atentos a cualquier ruido o señal de peligro y, cuando llegamos arriba, sencillamente, no vimos nada: la luz de nuestra antorcha se perdía en el más lóbrego y silencioso de los vacíos.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó mi sobrina. Su voz se disolvió en un espacio inmenso que no podíamos ver. Callamos, atemorizados.

Lao Jiang, tras un momento de vacilación, se dirigió hacia la pared izquierda de la muralla y levantó al máximo el brazo de la antorcha. Luego, fue hacia el lado derecho y buscó algo también. Aquí pareció encontrar lo que necesitaba.

– Ven, Biao -dijo.

El niño fue a su encuentro y el anticuario se arrodilló.

– Sube a mi espalda.

Biao, desconcertado, le obedeció y Lao Jiang, antes de incorporarse, le pasó la antorcha.

– Sujétate bien a mis hombros -dijo el anticuario-. Maestro Jade Rojo, por favor, ayúdeme a ponerme en pie.

El maestro se acercó a él y, cogiéndole por un brazo, tiró hacia arriba al mismo tiempo que Lao Jiang se esforzaba por enderezarse con el niño encima, que se balanceaba peligrosamente.

– ¿Ves una vasija adosada a la pared?

– Sí, Lao Jiang.

– Mete la mano dentro y dime qué tocas.

Biao puso cara de loco al oír la orden e intentó mirarnos a Fernanda y a mí buscando nuestra ayuda pero obviamente, para él, nosotras quedábamos ocultas en la oscuridad. Horrorizada, le vi meter la mano en aquel recipiente como si la estuviera metiendo en un nido de serpientes.

– Parece… No lo sé, Lao Jiang. Hay un palito de metal clavado en algo duro. Madera seca o algo así porque tiene estrías.

– Huele esa madera.

– ¿Qué? -se espantó el niño.

– Acércate la mano a la nariz y dime a qué huele la madera. -Las piernas del anticuario temblaban imperceptiblemente. No aguantaría a Biao sobre los hombros mucho más tiempo.

Me dio un asco increíble ver al pobre niño olisquear aquello que había tocado con la punta de los dedos. A saber qué cantidad de porquería se habría acumulado allí durante dos mil años.

– No huele a nada, Lao Jiang.

– ¡Mete la mano de nuevo!

Biao le obedeció.

– No sé… -vaciló-. A rancio, quizá. Manteca rancia. Pero no estoy seguro. Está seco.

– Acerca la llama al palillo de metal [48].

– ¿Que acerque la llama adónde?

– ¡Acerca la llama a la grasa de ballena! -Lao Jiang no podía más. Estaba completamente apoyado sobre el maestro Rojo que tenía la cara contraída por el esfuerzo.

Entonces, Biao inclinó la caña de bambú sobre el receptáculo y, después de un momento que nos pareció eterno, la retiró y saltó al suelo, liberando así al pobre Lao Jiang. Fernanda y yo seguíamos la escena con mucha atención, entre otras cosas porque no había otro sitio hacia donde mirar, por eso nos quedamos pasmadas cuando vimos salir de la vasija un pequeño resplandor luminoso que se fue haciendo más intenso hasta que, con un bisbiseo, apareció una hermosa claridad que, teniendo los ojos acostumbrados a la penumbra como los teníamos, nos pareció que alumbraba con la fuerza de una potente lámpara eléctrica. Todos soltamos unos cuantos «¡Oh!» y otros tantos «¡Ah!» de admiración antes de descubrir que una hilera de fuego avanzaba por un canalillo a lo largo de la muralla prendiendo otros tantos pebeteros colocados cada diez o quince metros. Girábamos sobre nosotros mismos siguiendo con los ojos el recorrido de la llama cuando nuestra vista tropezó, súbitamente, con la silueta de un inmenso edificio, de un palacio gigantesco que ocultó el avance del resplandor. Nos separaba de él una explanada interminable y unas grandiosas escalinatas de piedra divididas en tres tramos y defendidas por dos monstruosos tigres sedentes colocados sobre pedestales. En algún momento, en un punto oculto a nuestros ojos, el camino del fuego se dividió en varios ramales porque, mientras contemplábamos lo que sólo era aún una imagen imprecisa del palacio, dos lenguas de fuego surgieron a derecha e izquierda del edificio, torcieron hacia los tigres y, cuando llegaron a ellos, avanzaron rápidamente en dirección a nosotros siguiendo las líneas marcadas por las baldosas grises que dibujaban una amplia avenida entre pilastras.

Nos quedamos embobados, aunque decir esto es decir muy poco. La cimas de las pilastras se incendiaron también al paso de las lenguas de fuego iluminando el centro y los lados de la plaza, en los que había dos estanques gigantescos cuyo fondo no podía verse y que alguna vez contuvieron agua y peces y que, seguramente, conectaban con las tuberías pentagonales del sistema de drenaje del recinto funerario. Nada más verlos, supe que uno de ellos era el pozo por el que hubiéramos salido de haber existido aún la presa del río Shahe, de modo que las ballestas ya no podían estar muy lejos. Al tiempo que la explanada se iluminaba como una feria, por el lado izquierdo de la muralla volvió la llama prendida por Biao después de contornear todo el recinto. Aquello se había convertido en una explosión de luz y ahora el palacio se veía perfectamente definido y hermoso frente a nosotros, con sus tres pisos de paredes amarillas y tejados hechos con cerámica de color tostado. El único problema era que el aceite de ballena, al quemarse, olía espantosamente mal, si bien había que reconocerle el mérito de no echar humo, detalle importante en un recinto subterráneo como aquél por grande que fuera.

A ambos lados del palacio se extendían muchas otras dependencias hasta casi donde la vista se perdía así que, indiscutiblemente, aquel lujoso edificio debió de ser considerado por los miembros de la corte Qin, los funcionarios, los soldados y, desde luego, los posibles saqueadores de tumbas el lugar donde reposarían para siempre los restos de Shi Huang Ti. Si el propósito del Primer Emperador había sido engañarlos a todos y que no sospechasen la verdad sobre su auténtico enterramiento, por descontado que lo había conseguido. Aquello desbordaba la imaginación de cualquiera.

Sin despegar los labios iniciamos la andadura a través de la avenida de baldosas grises en dirección al palacio. Si alguien hubiera podido observarnos desde el tejado del último piso habría pensado que éramos una fila de hormigas avanzando por el centro de un gran salón de baile y, salvando las distancias, tardamos casi lo mismo que ellas en alcanzar los horripilantes tigres dorados que custodiaban las escalinatas. Cada uno era tan grande como una casa y exhibían unas enormes uñas afiladas y unas exóticas escamas en los lomos que los volvían un tanto repulsivos. Desde aquella posición, había que levantar mucho la cabeza para descubrir el edificio detrás del último tramo de escaleras.

– ¿Vamos a subir ahora? -preguntó Fernanda. Vi dar un respingo a Biao y al maestro Rojo. Hacía tanto tiempo que permanecíamos callados que la voz de la niña sonó como un cañonazo.

– ¿Te pasa algo? -me inquieté.

Puso una cara compungida.

– Estoy cansada. Debe de ser tarde. ¿Por qué no cenamos aquí, con luz, y dormimos un rato antes de seguir?

– Nada me gustaría más, Fernanda -le dije pasándole un brazo sobre los hombros-. Pero éste no es un buen sitio para descansar, junto a estos horribles animales. Pronto encontraremos un lugar menos desagradable, te lo prometo.

Por el rabillo del ojo me pareció ver un gesto burlón en la cara de Biao. ¡Qué mala es la adolescencia!, me dije, armándome de paciencia. En fin, si teníamos que subir todos aquellos escalones más valía que empezásemos cuanto antes, así que di unos pasos y me situé delante de los demás. Para poder presumir más tarde de mi hazaña, me dio por contar cada peldaño: uno, dos, tres, cuatro… cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos… setenta y tres, setenta y cuatro… cien. Primer tramo. Hasta ese momento todo había ido perfectamente, aunque notaba un cierto dolorcillo en los músculos de las pantorrillas.

– ¿Seguimos? -nos animó Lao Jiang, emprendiendo el segundo tramo. «Venga, vamos», me alenté, y empecé a contar de nuevo. Pero cuando se acercaba el final de aquella tortura china, ya no podía con mi alma. Una cosa es caminar y otra muy distinta subir escaleras cargada con una bolsa de viaje. Yo ya no tenía edad para estas cosas. Por muy orgullosa que me sintiera de mi recobrada fuerza y de mi nueva agilidad, mis cuarenta y tantos años me pasaban factura: al llegar al descansillo me derrumbé en el suelo.

– ¿Se encuentra usted bien, tía?

– ¿Es que tú no te encuentras mal? -gemí desde mi humillante posición-. Dijiste que estabas cansada antes de empezar a subir.

– Sí, bueno -Su corazón generoso (es un decir) no deseaba herir mi orgullo.

– Está bien. Denme un minuto para recuperar el aliento y podré incorporarme.

– Pero ¿podrá acabar el último tramo? -preguntó, inquieto, Lao Jiang.

Así que yo era la única que se sentía morir, ¿no es cierto? Los demás, incluido aquel anciano de barbita blanca, estaban frescos como rosas en primavera.

– Puedo ayudarla si usted me lo permite, madame -murmuró el maestro Rojo arrodillándose en el suelo frente a mi cara.

– ¿Sí…? ¿Cómo?

– Con su permiso -dijo cogiendo uno de mis brazos y subiéndome la manga. Con los pulgares, empezó a presionar ligeramente en distintas zonas. Luego, cambió al otro brazo y repitió la operación. El dolor de mis piernas desapareció por completo. Siguió presionando en puntos cerca de los ojos, en las mejillas y, por último, ejerció una presión un poco más fuerte en las orejas usando los pulgares y los índices. Cuando se puso en pie tras una reverencia de cortesía, yo era la rosa más fresca de aquel jardín.

– ¿Qué me ha hecho? -pregunté, sorprendida, recuperando ágilmente la verticalidad. Me sentía estupendamente.

– Le he quitado el dolor -murmuró recogiendo su hato- y la he ayudado a liberar su propia energía. Sólo es medicina tradicional.

Miré a Lao Jiang en busca de una explicación pero, al ver en sus ojos esa mirada de orgullo que tan bien conocía, desistí con presteza y me dispuse a subir corriendo el último trecho de escaleras. Los chinos eran un pozo de sabiduría milenaria y poseían conocimientos extraños que los occidentales no podíamos ni siquiera imaginar, atrincherados en nuestro orgullo de colonizadores. ¡Cuánta humildad nos hacía falta para ser capaces de aprender y respetar las cosas buenas de los demás!

Llegué arriba la primera y alcé el brazo con un gesto de victoria. Ante mí, seis grandes aberturas en la pared amarilla daban acceso al interior del palacio. Seguramente, cuando aquello se construyó, esos vanos estarían cerrados por elegantes puertas de madera pero, ahora, sólo sus restos podridos y fragmentados se veían por el suelo. Pronto estuvimos todos reunidos. La luz radiante del recinto exterior se colaba suavemente por las muchas ventilaciones abiertas en las paredes del edificio y, una vez dentro, desaparecía poco a poco hasta morir sin remedio, ahogada por aquellos techos, suelos, columnas y muebles de color negro. El negro, símbolo del elemento agua, era el color de Shi Huang Ti y, como hombre de excesos que fue, lo llevó todo hasta sus últimas consecuencias. Para los chinos el color del luto es el blanco pero a mí aquel enorme salón del trono -pues eso es lo que era- me resultaba bastante fúnebre. Según nos había contado Lao Jiang en una ocasión, un cronista que conoció al Primer Emperador había dejado escrito que era un hombre de nariz ganchuda, pecho de ave de rapiña, voz de chacal y corazón de tigre. Ahí es nada. Pues bien, aquel salón principal del palacio funerario era absolutamente apropiado para alguien como él: de un lado a otro mediría más de quinientos metros y desde el fondo hasta nosotros, que estábamos al sur, no habría menos de ciento cincuenta, separados en tres niveles distintos por dos grupos de escalones. Filas de gruesas columnas lacadas en negro marcaban el camino hasta el trono que, en este caso, en lugar de un lujoso asiento desde el que presidir grandes acontecimientos era un sarcófago colocado sobre un gigantesco altar a cuyos lados permanecían, con las enormes fauces abiertas, dos imponentes esculturas de dragones dorados que llegaban hasta el techo.

– Fíjense -dijo el maestro Rojo señalando un punto frente a nosotros.

Forzando un poco la vista porque estaba cansada y porque el alto madero del umbral trazaba una sombra alargada que no permitía ver con claridad, divisé algo en el suelo a pocos metros de la entrada, unos palos, unos perfiles sin forma…

– Los sirvientes Han -murmuró el anticuario.

Me alarmé. ¿Allí? ¿Era allí dónde se disparaban las ballestas? Yo no veía ni uno solo de aquellos artefactos por ninguna parte.

– No debemos avanzar más -sentenció el maestro.

– ¿Vamos a pasar la noche aquí? -preguntó Fernanda.

Miré a Lao Jiang y éste me hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

– Aquí mismo -repuse dejando caer mi bolsa en el suelo. La verdad es que debía de ser tardísimo, posiblemente cerca de la medianoche, y estábamos agotados. La jornada había sido muy, muy larga. Cenamos huevos duros y bolas de arroz que deshicimos en té caliente. Un estómago lleno de comida siempre es el mejor de los somníferos así que, pese a la luz y a todas las cosas extraordinarias que nos rodeaban, en cuanto apoyamos la cabeza en los k'angs, nos quedamos profundamente dormidos.


No había manera de saber si ya era por la mañana o todavía no. Abrí los ojos. Aquella luz, aquel extraño alero, aquel lejano cielo de piedra… El mausoleo del Primer Emperador de la China. Estábamos dentro. Mil cosas habían pasado pero, ahora, estábamos dentro y, ¡ah, sí!, ya sabíamos dónde se disparaban las ballestas; como muy bien advertía el arquitecto Sai Wu a su hijo, al entrar en el gran salón principal del palacio funerario.

Escuché un sonido cercano y me volví a mirar: cuatro pares de ojos me contemplaron sonrientes. Todos estaban despiertos v esperándome.

– Buenos días, tía.

Sí, buenos días, tan buenos como si no fuera aquél el más peligroso de nuestras vidas. No obstante, pese a mis temores, disfruté haciendo los ejercicios taichi en aquel balcón frente al palacio, contemplando a lo lejos los muros rojos y la gran explanada con sus fuegos sobre las pilastras y sus estanques vacíos. Si era la última vez, ¿por qué no hacerlo a lo grande?

Todavía saboreaba mi té cuando Lao Jiang dio la orden de ponernos en marcha.

– ¿Adónde se supone que quiere ir? -me burlé, dando el último sorbo. Allí abajo la higiene iba a ser un problema. Teníamos agua para beber pero no para fregar los cacharros ni para lavarnos.

– No muy lejos -sonrió él-. ¿Qué le parece al salón del trono?

– ¿Quiere que muramos? -bromeé.

– No. Quiero que recojamos todas nuestras cosas y que empecemos a estudiar el terreno. Primero, probaremos con los fardos para ver si las viejas ballestas todavía funcionan y, en caso afirmativo, intentaremos descubrir por dónde salen los dardos para poder esquivarlos.

– Tome -dije haciendo un lanzamiento enérgico-. Pruebe con mi bolsa. La suya mejor la deja aquí.

Los niños se dieron prisa en recogerlo todo al ver cómo Lao Jiang, el maestro Rojo y yo nos aproximábamos al dintel de una de las puertas y nos deteníamos y arrodillábamos justo delante del madero del umbral. Aquel gran salón era imponente. Si hubiera sido un auténtico palacio administrativo, miles de personas hubieran podido reunirse en su interior sin grandes estrecheces. Se veían, cerca de nosotros, los restos del puñado de vetustos esqueletos entre cuyos huesos casi pulverizados y ropas deshechas se distinguían quince o veinte dardos de bronce tan largos como mi antebrazo.

– ¿Está segura de que podemos usar su bolsa? -inquirió Lao Jiang echándome una mirada suspicaz.

– Tengo el pálpito de que las ballestas no van a funcionar -repuse, esperanzada. En el peor de los casos, mi pasaporte y el de mi sobrina, así como mi libreta y mis lápices estaban a salvo en los numerosos bolsillos de mis calzones y mi chaqueta.

Pero, claro… ¿Para qué hablaré siempre antes de lo debido? No bien mis pobres pertenencias tocaron el suelo al otro lado del umbral, se escuchó un ruido como de cadenas y, antes de que nos diéramos cuenta, una sola flecha que venía de la pared norte, surgida de algún punto entre el féretro y los dragones dorados, se clavó en ellas como si fueran un acerico.

– Pues su pálpito estaba equivocado -murmuró el maestro Rojo, muy serio.

– Ya lo veo -repliqué.

– Ahora sabemos todo lo que necesitamos saber -dijo Lao Jiang-. Primero, las ballestas siguen funcionando y, segundo, lo hacen con mucha precisión y a gran distancia. No podemos aproximarnos al mecanismo.

– El problema está en el suelo -añadí pensativa-. Es al tocar el suelo cuando se disparan las flechas.

– Pero no podemos llegar al otro lado volando -bromeó Fernanda.

– Es hora, maestro Jade Rojo -manifestó Lao Jiang-, de que sepa usted lo que dice el tercer fragmento del jiance sobre la trampa de las ballestas. Sus grandes conocimientos ya nos han ayudado una vez. Espero que puedan hacerlo también ahora.

El maestro Rojo, que ya estaba arrodillado, hizo una reverencia tan grande frente al anticuario que casi se clava su pronunciada barbilla en el cuello.

– Será un gran honor para mí poder ayudarles de nuevo, Da Teh.

El maestro llamaba a Lao Jiang por su nombre de cortesía, Da Teh, el que se suponía que Fernanda y yo también deberíamos estar usando pero que, por culpa de oír a Paddy Tichborne llamarle por su nombre de amistad, había caído en el mayor de los olvidos.

– El arquitecto Sai Wu dejó escrito a su hijo: «En el primer nivel, cientos de ballestas se dispararán cuando entres en el palacio pero podrás evitarlo estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia.»

El maestro cruzó los brazos, hundiendo las manos hasta el fondo de sus «mangas que detienen el viento», y se sumió en una profunda meditación que más que meditación debía de ser reflexión, porque la meditación taoísta consiste en vaciar la mente y no pensar absolutamente en nada, justo lo contrario de lo que él tenía que hacer. Yo también reflexionaba. Algo en la frase de Sai Wu pronunciada por Lao Jiang me había llamado la atención:

– En realidad, no se han disparado cientos de ballestas -comenté, extrañada-. Sólo una.

¿Y por qué sólo una? Sai Wu no engañaría a su hijo, ¿verdad?, y menos para advertirle de un falso peligro muy superior al real, por lo tanto él creía sinceramente que serían cientos los dardos que saldrían disparados cuando Sai Shi Gu'er pisara el negro suelo del palacio. Si creía eso era porque, en verdad, él había ordenado colocar cientos de ballestas detrás de las paredes aunque desconociera cómo iban a funcionar.

– ¿Qué ocurriría si tirásemos la bolsa hacia otro lado? -pregunté en voz alta.

– ¿Cómo dice?

– Démela -pedí; Lao Jiang la tenía más cerca que yo. Se estiró con cuidado y la recogió. Arrancando el dardo con ímpetu, la arrojé de nuevo sobre las baldosas aunque más hacia la derecha. Una flecha surgió de la lejana pared del este y se clavó con la misma precisión y fuerza que la primera pero, sorprendentemente, en esta ocasión el disparo había sido hecho desde doscientos cincuenta metros de distancia y con otro ángulo. Tras unos segundos de vacilación, me puse en pie, le quité a mi sobrina su saco de las manos y también cogí el de Biao y, usando ambos brazos, lancé cada uno a un lado distinto y a desigual distancia de nosotros. Fue increíble: dos flechas de bronce surgieron de las paredes este y oeste respectivamente y volvieron a hacer diana justo en el centro. Aquel milenario mecanismo contra profanadores de tumbas no sólo tenía una puntería extraordinaria sino que se comportaba igual que si tuviera los ojos de un gran arquero (o, mejor dicho, de un gran ballestero).

Lao Jiang, al ver lo sucedido, se llevó las manos a la cabeza como esforzándose por recordar algo muy importante. Se peinó los cabellos blancos repetidamente hacia atrás.

– Podría ser… -dijo al fin-. Podría ser una combinación de detectores de terremotos y ballestas automáticas. No estoy completamente seguro pero sería lo más lógico. Los detectores percibirían tanto las vibraciones del suelo como su punto de origen y activarían la ballesta correspondiente.

– Lao Jiang, por favor -supliqué-, ¿de qué está hablando?, ¿qué detectores de terremotos?

– Los dragones -afirmó.

Yo no entendía nada y, por la cara que tenían los niños, ellos tampoco.

– ¿Qué dragones? ¿Aquéllos…? -y señalé los dos enormes dragones dorados que flanqueaban el altar con el féretro.

– Sí. Hace mucho tiempo que los chinos aprendimos a detectar los terremotos. Todavía pueden verse algunos viejos sismoscopios en Pekín y en la misma Shanghai. La primera referencia que se tiene del invento es del siglo II, aunque los eruditos han sospechado siempre que debía de existir algún ingenio similar desde mucho tiempo atrás y creo que aquí tenemos la prueba, en esos dragones.

– ¿Y por qué en los dragones? -quiso saber Biao.

– Porque los sismoscopios siempre se han construido con forma de dragón. Será por la superstición de la buena suerte, no lo sé. El detector de terremotos funciona con unas pequeñas bolitas de metal colocadas en la boca del animal que vibran de una determinada manera y en una cierta cantidad según la intensidad del temblor de tierra y el lugar en el que se haya producido. Dicen que el dragón del observatorio de Pekín avisaba de los terremotos ocurridos en cualquier parte de China. ¿Por qué no iba a poder detectar un mecanismo más antiguo unas simples pisadas dentro de un salón?

– ¿Quiere decir que ese… sismoscopio -pregunté- percibe nuestros pasos sobre las baldosas negras y acciona exactamente la ballesta que apunta al lugar donde se origina la vibración?

– Eso es lo que estoy diciendo.

– ¿Y cuántos dardos podrá disparar cada ballesta?

– Quizá unos veinte o treinta, no estoy seguro. Piense que las más grandes, las de guerra, debían ser transportadas por cuatro hombres. Se utilizaban para dar en el blanco a distancias enormes, sobre un ejército enemigo muy lejano que podía, incluso, estar escondido detrás de murallas o de montañas. Cada máquina iba equipada con veinte o treinta flechas colocadas en una barra horizontal bajo el arco para que los ballesteros pudieran recargar con rapidez.

– Sin embargo, detrás de estas paredes no caben cientos de esas grandes ballestas de guerra. ¿No había otras más pequeñas?

– Sí, naturalmente. Y tiene usted razón: las que se ocultan tras estas paredes no pueden ser tan grandes, sería absurdo. Probablemente se trata de las ballestas pequeñas, las que llevaba un solo arquero y, en ese caso, iban equipadas nada más que con diez dardos de bronce, que era la cantidad máxima que un hombre podía cargar.

– Pero aquí no hay hombres, Lao Jiang -objetó mi sobrina-. Sólo un mecanismo automático.

– No nos compliquemos tanto la vida -desaprobó él-. Las guerras de entonces no eran como las guerras de hoy y las máquinas de entonces tampoco eran tan sofisticadas. Lo más probable es que, para un mausoleo imperial, la cantidad de dardos por ballesta fuera limitada. ¿Cuántos intentos de saqueo podrían esperarse en un lugar como éste? ¿Cuántos ha habido en dos mil años?

– Creo que tengo la solución -exclamó el maestro Rojo en ese momento. Todos nos volvimos a mirarle. Continuaba sentado en la misma postura pero había abierto sus pequeños ojos separados y tenía la cabeza ligeramente levantada para poder vernos.

– ¿En serio? -se admiró Biao.

Mientras tanto, yo, mujer de ninguna fe, recogí del suelo la primera flecha que atravesó mi bolsa y, con toda intención, la lancé resueltamente contra los huesos de los siervos Han provocando lo que hubiera podido calificarse como un polvoriento sacrilegio. Parte de los restos y las telas saltaron por los aires, cayendo a su vez sobre otras baldosas cercanas. Lo interesante de este experimento fue que sólo dos flechas se dispararon desde la pared norte y otra más desde la pared oeste. Resultaba difícil de saber pero la intuición me decía que, seguramente, hubieran debido dispararse algunas más. Si yo tenía razón, aquello sólo podía significar que tras dos o tres disparos las ballestas quedaban descargadas. No me iba a poner a comprobarlo por si acaso pero era un dato que podía ser útil si el maestro Rojo, en contra de lo que afirmaba, no había resuelto el problema.

– ¿Se ha divertido ya lo suficiente, Elvira?

– Sí, Lao Jiang. Maestro Jade Rojo le pido mil perdones. Por favor, cuéntenos lo que ha descubierto.

– Usted me dijo, Da Teh -empezó a explicar el maestro-, que los disparos de las ballestas podían evitarse estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia. Yo he comenzado a reflexionar sobre la dinastía Xia [49] y su fundador, el emperador Yu, que realizó grandes trabajos e incontables proezas, como nacer de su padre muerto tres años atrás, hablar con los animales, conocer sus secretos, levantar montañas, convertirse en oso a voluntad o, mucho más importante todavía, descubrir en el caparazón de una tortuga gigante los signos que explican cómo se producen los cambios en el universo.

Aquello empezaba a sonarme. ¿No había sido el maestro Tzau, el viejo de la gruta en el corazón de una montaña de Wudang, el que me había hablado acerca de ese tal Yu? Sí, sí que había sido él. Me había contado lo de las rayas enteras Yang y partidas Yin que formaban los símbolos del IChing y que habían sido descubiertas por Yu en el caparazón de una tortuga.

– Nada de todo esto tiene aparentemente relación con las ballestas -seguía diciendo el maestro Rojo-. En cambio, sí la tiene una de las más importantes hazañas del emperador Yu: contener y controlar los desbordamientos de las aguas. La suya fue la época de las grandes inundaciones que asolaron la tierra. Las lluvias y las crecidas de los ríos y de los mares mataban a muchas personas y destrozaban las cosechas. Según cuenta el Shanhai Jing, el «Libro de los Montes y los Mares»…

– ¿También tienen una copia de…?

– ¡Lao Jiang, por favor!-le atajé en seco. ¿Es que no había ni un solo libro antiguo que no le interesara?

– … los emperadores del Cielo y los espíritus celestiales ordenaron a Yu librar al mundo del peligro de las aguas. Pero ¿por qué se lo ordenaron a Yu? Pues porque conocían a Yu, que viajaba al cielo con frecuencia para visitarlos.

– ¿Y cómo viajaba hasta el cielo? -preguntó Fernanda, muy interesada.

– Con una danza -dije yo, recordando lo que me había contado el maestro Tzau; el maestro Rojo sonrió y asintió con la cabeza-. Yu bailaba una danza mágica que le llevaba hasta las estrellas.

– Una danza que sólo conocemos algunos pocos practicantes de las artes internas y que se llama «El Ritmo de Yu» o «Los Pasos de Yu».

– Sigo sin ver la relación -protestó el anticuario.

– Una danza, Lao Jiang -exclamé, encarándome con él-. Danza, pasos… -Me miró como si me hubiera vuelto loca-. ¡Pasos, pisadas, baldosas, ballestas, dragones…!

Sus ojos se agrandaron demostrando que, por fin, había comprendido lo que quería decirle.

– Ya lo entiendo -murmuró-. Pero sólo usted conoce los pasos de esa danza,maestro Jade Rojo y no vamos a empezar nosotros a aprenderla ahora.

– Cierto, es un poco difícil -admitió el maestro-, pero pueden seguirme. Pueden pisar donde yo vaya pisando imitando mis gestos.

– Lo de los gestos no será necesario -comenté.

– ¿Podremos recuperar nuestras bolsas? -preguntó Fernanda.

– Eso va a ser un problema -admití con remordimientos. Como no pasáramos danzando cerca de ellas, las habíamos perdido para siempre por culpa mía, por lanzarlas alegremente para hacer pruebas.

– ¿Empezamos? -nos animó el maestro.

– Pero ¿y si la danza no es la solución correcta? -se inquietó Biao. Además de las teorías de Lao Jiang, también se le iban pegando mis manías.

– Pues ya pensaremos en otra cosa -le dije, poniéndole una mano en la espalda y empujándolo hacia las puertas-. Lo que ahora me preocupa es que no sabemos cuál es el punto de inicio, la baldosa para dar el primer paso.

Pero el maestro Rojo ya había pensado en ello. Le vi inclinarse y coger sin aprensión un largo hueso de alguno de los siervos Han que habían quedado cerca del dintel después de que yo los escampara con la flecha.

– Pónganse contra las paredes, lejos de las puertas -nos recomendó. Cualquier dardo que saliese de la pared norte y no encontrase en el salón nada contra lo que clavarse, saldría disparado hacia la explanada de abajo llevándose por delante a quien estuviese en su camino. Era mejor no jugársela. Quien sí iba a correr ese peligro era el maestro Rojo, aunque se tiró al suelo, ocultándose tras el madero del umbral, y se parapetó también detrás de su hato por si las moscas. Con el hueso en la mano derecha fue golpeando, una a una, las losetas de la primera fila, arrastrándose como una culebra desde la primera puerta de la derecha hasta la última de la izquierda, la más cercana a nosotros. El primer baquetazo nos alegró el corazón: no se disparó ningún dardo, pero es que el maestro había golpeado con demasiada suavidad porque no se fiaba de la solidez del hueso. El segundo, sin embargo, provocó el esperado disparo desde la pared norte y el dardo salió por la puerta y pasó por encima de la barandilla de piedra de la terraza. Lo mismo sucedió con la siguiente baldosa, y también con la siguiente, y con la siguiente… Las flechas volaban ahora hacia las escalinatas que tanto nos había costado subir. Pero no nos desanimábamos aunque se fueran terminando las oportunidades; sabíamos que estábamos en el buen camino y, por eso, cuando el maestro Rojo golpeó dos veces la misma baldosa sin que ninguna saeta se disparase desde el fondo, todos soltamos una exclamación de alegría.

– Es aquí-dijo muy seguro-. La siguiente tampoco debería provocar una descarga.

Y, en efecto, le asestó un golpe y no hubo dardo cruzando el aire.

– Este es el lugar donde empieza la danza -anunció poniéndose en pie.

– ¿No debería golpear también las que faltan para comprobar que no se equivoca? -insinué mientras nos colocábamos detrás de él.

– Las que faltan, madame, provocarían disparos.

– ¿Está seguro? Entonces, ¿cómo piensa avanzar?

– Tía, por favor, espérese un poco. Ya veremos qué pasa.

El maestro, demostrando un arrojo sorprendente, levantó una pierna y luego la otra y puso un pie en cada una de las dos losas contiguas que no habían hecho saltar las bolas metálicas de las bocas de los dragones. Lo había conseguido. Estaba dentro y, en apariencia, a salvo.

– Echaos al suelo, niños -ordené, tirándome yo también y viendo cómo Lao Jiang me imitaba-. Maestro Rojo, por favor, compruebe antes con el hueso la siguiente baldosa que vaya a pisar e intente alejarse del ángulo de tiro.

Como no nos atrevimos a levantar las cabezas, no pudimos ver lo que estaba ocurriendo. Sólo escuchamos los golpes que iba dando el maestro y, por el momento, no se oía el silbido de ningún dardo. Los golpes se alejaban. El maestro seguía avanzando por el salón.

– ¿Se encuentra bien, maestro Jade Rojo? -pregunté a gritos.

– Muy bien, gracias -respondió-. Estoy llegando a los primeros escalones.

– ¿Cómo le vamos a seguir nosotros? -se inquietó mi sobrina.

– Supongo que nos dirá el camino cuando llegue al final.

– Pues será muy fácil equivocarse -objetó ella-. Una losa errónea y se acabó.

Tenía razón. Había que cambiar de estrategia.

– ¡Maestro Jade Rojo! -llamé-. ¿Podría volver?

– ¿Que vuelva? -se sorprendió. Su voz sonaba muy lejana.

– Sí, por favor -le pedí. Esperamos pacientemente, sin movernos, hasta que le oímos llegar. Sólo entonces nos incorporamos con un suspiro de alivio.

– Ha ido bien, ¿verdad? -preguntó Lao Jiang, satisfecho.

– Muy bien -asintió el maestro-. «Los Pasos de Yu» funcionan.

– Tome, maestro Jade Rojo -dije yo entregándole mi caja de lápices-. Marque las baldosas seguras con cruces de colores para que nosotros sepamos dónde debemos pisar.

– Pero si pueden seguirme -objetó-. No corren ningún peligro. Vengan conmigo ahora.

No me gustaba la idea. No me gustaba nada.

– El maestro tiene razón -indicó el anticuario-. Vayamos con él.

– De todas formas, marcaré el suelo -dije, terca, sin querer admitir que me iba a resultar imposible hacerlo-, por si debemos dar la vuelta y salir corriendo.

De ese modo fue como tuvimos el gran honor de conocer y seguir «Los Pasos de Yu», una danza mágica de cuatro mil años de antigüedad que podía llevar hasta el cielo a los antiguos chamanes chinos (porque no estaba demostrado que llevase a los monjes taoístas y, desde luego, a nosotros no nos llevó).

Tras el maestro Rojo iba Lao Jiang, después yo, después Fernanda y, por último, el niño. Cuando me llegó el turno, puse los pies sobre las dos primeras baldosas temblando de arriba abajo. Lo siguiente fue dar un paso en diagonal hacia la izquierda con un solo pie y, saltando a la pata coja, avanzar dos baldosas más. A continuación, con otro desvío en diagonal hacia la derecha, tres pasos más con el pie derecho; otros tres con el izquierdo; de nuevo tres con el derecho; otros tres con el izquierdo y, por fin, parada con los dos pies apoyados uno junto a otro como al principio. El maestro Rojo nos había dicho que esta primera secuencia se llamaba «Peldaños de la Escala Celeste» y que la siguiente era la «Fanega del Norte» [50] que consistía en dar un salto en diagonal a la derecha, otro hacia adelante, otro más hacia la izquierda y tres adelante, como dibujando la silueta de un cazo.

A grandes rasgos, éstos eran «Los Pasos de Yu» y, repitiendo ambas series, llegamos hasta los primeros escalones donde comprobamos con alivio que no había ballestas apuntando hacia nosotros. A esas alturas habíamos recuperado mi bolsa y la de Biao, pero no la de Fernanda, que había quedado situada bastante lejos del camino trazado por la danza. La niña estaba enfurruñada y me miraba insistentemente de un modo que me hizo sospechar que, si no hacía algo por devolverle lo que le había quitado, tendría que aguantar sus reproches durante el resto de mi vida y, claro, eso no era conveniente para mi salud, así que me puse a pensar como una loca en cómo rescatar aquel hato abandonado. Consulté en voz baja con Lao Jiang que, tras opinar que tal esfuerzo era una tontería, me aseguró, molesto, que él se encargaría del asunto. Abrió su bolsa de las sorpresas y extrajo el «cofre de las cien joyas» y, luego, una cuerda muy fina y extremadamente larga en uno de cuyos cabos anudó uno de los varios pendientes de oro del cofre que tenía el gancho para la oreja con forma de anzuelo de pesca.

– Si lo engancha con eso -le avisé-, provocará que se disparen las ballestas de todas las baldosas por donde pase la bolsa.

– ¿Se le ocurre otra manera mejor?

– Deberíamos tumbarnos sobre los escalones -dije, volviéndome hacia los demás, que se precipitaron a obedecer mi sugerencia dado lo vulnerable de nuestra posición. Sólo había tres escalones pero, como eran tan largos, cabíamos todos en el primero, que era el más seguro. Lao Jiang se alejó de la bolsa desplazándose hacia la izquierda por el segundo peldaño, de tal manera que la cuerda, al lanzarla, quedase prácticamente horizontal y, desde allí, realizó el primer intento. Por suerte, el pendiente no pesaba lo bastante como para provocar la vibración de las bolas del sismoscopio porque la puntería del anticuario dejaba mucho que desear. Cuando, por fin, enganchó el saco de Fernanda (más por la tosquedad de la tela, que se prestaba a ello, que por su habilidad), volvieron a escucharse repetidamente los desagradables ruidos de cadenas y los agudos silbidos de los dardos pasando esta vez a poca distancia de nuestras cabezas.

No mucho después, Fernanda rebosaba de satisfacción cargando nuevamente con su bolsa a la espalda y todos habíamos reemprendido la danza de «Los Pasos de Yu» después de encontrar las dos primeras baldosas seguras de aquel nuevo tramo de salón. Saltar a la pata coja con los sacos no era fácil pero la alternativa de caer o de pisar la baldosa vecina era tan sumamente peligrosa que todos llevábamos muchísimo cuidado y avanzábamos concentrados por entero en lo que hacíamos.

Llegamos a los segundos escalones y descansamos. Allí la luz ya no era tan clara como al principio. Me preocupó que precisamente en el último recorrido, tan cerca ya del altar y de los monumentales dragones dorados, la vista pudiera fallarnos y, sin darnos cuenta, pisáramos fuera de la losa correcta. Lo comenté en voz alta para que todos lo tuvieran presente y pusieran los cinco sentidos en cada paso. Aun así, el último tramo se convirtió en una pesadilla. Recuerdo haber sudado a mares por el esfuerzo, por los nervios y por el muy fundado temor a equivocarme. Tenía yo razón al suponer que no se iba a ver bien. En realidad, las rayas entre las baldosas ya no se distinguían y avanzar era una pura labor de intuición. Pero llegamos. Llegamos enteros y a salvo y no recuerdo una sensación más agradable que la de poner el pie en el primero de los muchos escalones que subían hacia el altar con el féretro. Me sentí pletórica de alegría. Los niños estaban bien, el maestro Rojo y Lao Jiang estaban bien y yo estaba bien. Había sido la danza más larga y agotadora de mi vida. ¿No había existido en Europa, durante la Edad Media, algo llamado «Danza de la muerte» relacionada con las epidemias de peste negra? Pues no sería lo mismo pero, para mí, «Los Pasos de Yu» habían sido lo más parecido a esa «Danza de la muerte».

Los niños gritaron de entusiasmo y se lanzaron escaleras arriba para ver el féretro de cerca. Por un momento temí que les ocurriera algo, que aún quedara alguna trampa mortal en aquel primer nivel del mausoleo, pero Sai Wu no había mencionado nada de eso en el jiance así que decidí no preocuparme. Los adultos seguimos a los niños igual de satisfechos aunque con una actitud más moderada. «Actuar precipitadamente acorta la vida», me había dicho Ming T'ien. El maestro Rojo, Lao Jiang y yo éramos la viva estampa de la moderación en un momento de gran alegría.

El altar de piedra sobre el que descansaba el féretro tenía la forma de una cama de matrimonio aunque tres veces más grande de su tamaño normal. Sobre él no sólo estaba aquel cajón rectangular lacado en negro y con finos adornos de dragones, tigres y nubes de oro sino quince o veinte cofres de tamaño medio separados por mesitas como las que se ponían sobre los canapés chinos para servir el té. Alrededor del féretro, unos hermosos paños de brocado cubrían montones piramidales de algo desconocido y varias decenas de figuritas de jade con forma de soldados y de animales fantásticos se alineaban por toda la superficie. También había vasijas de cerámica, peines y peinetas de nácar, hermosos espejos de bronce bruñido, copas, cuchillos con turquesas engastadas… Todo estaba cubierto por una capa muy fina de polvo, como si hubieran hecho limpieza sólo una semana antes.

Teniendo mucho cuidado de no romper nada, Lao Jiang subió ágilmente al altar para abrir el féretro. Se acercó hasta él y soltó el cierre, pero pesaba demasiado y fue incapaz de levantar la tapa él solo. Al ver sus infructuosos esfuerzos, Biao dio un brinco y se colocó a su lado pero, aunque consiguieron alzar la plancha unos centímetros, al final tuvieron que soltarla. Así que ya no quedó otro remedio que poner todos juntos manos a la obra. El maestro, Fernanda y yo nos encaramamos también al altar y, esta vez sí, entre los cinco, logramos abrir el terco sarcófago, total para descubrir que, en su interior, sólo había una impresionante armadura hecha con pequeñas láminas de piedra unidas a modo de escamas de pez. Estaba completa, con hombreras, peto, espaldar y un largo faldón, y tenía incluso un yelmo con el agujero para la cara y la protección para el cuello. Quizá fuera una valiosísima ofrenda funeraria, un ejemplar único de armadura imperial de la dinastía Qin, como dijo Lao Jiang, pero a mí me daba la impresión de que se trataba de una humorada del Primer Emperador, una manera de decir a quien abriese su falso sarcófago que acababa de equivocarse por completo.

Soltamos la tapa antes de que se nos rompieran los brazos y bajamos del altar dispuestos a examinar el resto de los tesoros. A Lao Jiang se le veía impaciente por echar una ojeada a lo que habíamos encontrado, por eso fue el primero en retirar los paños y abrir los cofres. Los cúmulos de forma piramidal estaban formados por pilas de pequeños medallones parecidos a los pesos que se ponen en las balanzas de las tiendas de ultramarinos (aunque éstos estaban hechos de oro puro) y dentro de los cofres había montones de joyas cuajadas de piedras preciosas de un valor incalculable. Allí había una fortuna inmensa.

– Lo tenemos -murmuré.

– ¿Saben de qué están hechas estas figuras? -preguntó el anticuario cogiendo uno de los pequeños soldados que salpicaban el altar.

– De jade -respondió Fernanda.

– Sí y no. De jade sí, pero de un jade magnífico llamado Yufu que ya no existe. Este soldado puede alcanzar en el mercado un precio de entre quince y veinte mil dólares mexicanos de plata.

– ¡Qué gran noticia! -exclamé-. ¡Ya tenemos lo que necesitábamos! No hace falta que sigamos bajando hasta el fondo del mausoleo. Nos repartimos todo esto y ¡podemos irnos ahora mismo!

Se había terminado. Aquella locura había llegado a su fin. Ya tenía el dinero necesario para pagar las deudas de Rémy.

– Dividido en seis partes no es tanto, Elvira.

– ¿Seis partes? -me sorprendí.

– Usted, el monasterio de Wudang, Paddy Tichborne, el Kuomintang, el Partido Comunista y yo, pues he pensado que, después de tanto esfuerzo, bien podía quedarme con algunas cosas para mi tienda de antigüedades. Y le advierto que el Kuomintang querrá, además, recuperar los gastos de nuestro viaje.

Vaya, Lao Jiang había dejado a un lado su idealismo político para caer también en las garras de una avaricia que, hubiera jurado, se le notaba en la cara.

– Incluso dividido en seis partes, Lao Jiang -objeté-, sigue siendo mucho. Tenemos más que suficiente. Vámonos de aquí.

– Quizá sea mucho para usted, Elvira, pero es muy poco para los dos partidos políticos que luchan por construir un país nuevo y moderno con los restos de otro hambriento y destrozado, sin olvidarnos de un monasterio como Wudang con tantas bocas que alimentar y tantas obras y reparaciones pendientes. Así me lo explicó el abad Xu Benshan en la carta que me envió con los maestros Jade Rojo, aquí presente, y Jade Negro, aceptando mi oferta de entregarle una parte del tesoro a cambio de su ayuda. No piense sólo en usted, por favor. Debería preocuparse también un poco por las necesidades de los demás. Y, por otra parte, hay que arrancar estas riquezas de las garras de los imperialistas.

– ¡Pero nosotros no podemos llevarnos todo lo que hay en esta tumba!

– Cierto, pero con lo que saquemos de aquí, que será mucho más que esto, se pagarán las excavaciones necesarias para extraer el resto. Shi Huang Ti traerá riqueza de nuevo a su pueblo -exclamó. No me cupo la menor duda de que Lao Jiang se había vuelto loco. Noté que me enfadaba por momentos, sobre todo por aquella desagradable y condescendiente exhibición de espíritu generoso: «No piense sólo en usted, por favor. Debería preocuparse también un poco por las necesidades de los demás.» De modo que teníamos que seguir arriesgando nuestras vidas porque en aquel altar no había suficiente dinero para pagar el renacimiento de China. Bien, pues qué suerte tenía China, me dije, porque ella, al fin y al cabo, podría renacer pero nosotros, si moríamos, no. Así que, puesto que todas aquellas riquezas sólo eran peccata minuta y no servían para nada, lo correcto sería darles un uso adecuado.

– Pónganse a cubierto -advertí, cogiendo con ambas manos un puñado de pesos de oro.

– ¿Qué va a hacer, tía? -se asustó mi sobrina al verme la cara.

– He dicho que se pongan todos a cubierto -repetí-. Van a dispararse muchas ballestas.

Se echaron al suelo a toda velocidad y yo, acuclillándome delante del altar, lancé los medallones con toda mi alma contra las baldosas. Apenas las tocaron, una nube de flechas apareció en el cielo del salón y fue a estrellarse contra las piezas de oro con un estrépito enorme. Me incorporé rápidamente y cogí otro puñado grande.

– Pero ¿qué está haciendo? -gritó Lao Jiang-. ¿Se ha vuelto loca?

– En absoluto -respondí lanzando más lejos aún el segundo puñado-. Quiero asegurar la salida. Voy a hacer que se descarguen las ballestas para abrir un pasillo hasta las puertas por el que poder escapar y, después, si usted quiere, puede agacharse para recoger el tesoro del suelo. ¡Niños, ayudadme! ¡Tirad las joyas de los cofres en línea recta frente a nosotros!

Incluso el maestro Rojo se unió con entusiasmo al divertido juego de vaciar los cargadores de las ballestas con aquellas riquezas milenarias. Cogíamos grandes puñados de piedras preciosas, de pendientes, de dijes, de extraños colgantes para el pelo, de hebillas, collares, horquillas, pulseras… y los tirábamos sobre las baldosas como si echásemos piedras al agua. Lo mejor era ver cómo las propias flechas, al rebotar contra el suelo cercano, disparaban a su vez otras flechas que también rebotaban y, así, cada vez era mayor el pasillo seguro hasta las puertas. Al cabo de un rato, cuando ya empezábamos a estar cansados, los disparos cesaron. Había sido lo mismo que disfrutar de un hermoso espectáculo de fuegos artificiales sólo que un poco más peligroso pero ahora, si queríamos, podíamos correr hacia la salida sin que nuestras vidas peligraran.

Lao Jiang había permanecido oculto tras el altar, a salvo de los dardos, sin decir esta boca es mía. Por supuesto, no había participado en la diversión, de modo que no estaba tan exultante y sudoroso como nosotros, que reíamos a carcajadas y nos felicitábamos. El maestro Rojo y yo nos saludamos con una reverencia que fue como un afectuoso apretón de manos porque, naturalmente, no íbamos a tocarnos, pero se le veía feliz como a un niño con zapatos nuevos. Todos lo habíamos pasado estupendamente. Todos, menos Lao Jiang, claro está, que se levantó con cara de pocos amigos y se echó su peligrosa bolsa al hombro con un gesto despectivo que nos aguó un poco la fiesta.

Detrás del altar, a escasa distancia, una losa vertical de piedra negra que bajaba desde el techo y que tendría unos dos metros de largo daba empaque y solemnidad al lugar en el que debería de haber estado el sitial del trono. Magníficos escultores habían tallado en ella las figuras de dos poderosos tigres erguidos sobre las patas traseras sosteniendo con el hocico un torbellino de nubes de las que escapaban volutas de algo que podía ser tanto vapor de agua como cualquier otra cosa parecida. Lao Jiang avanzó con decisión hacia la parte trasera de la losa y desapareció. Nosotros, todavía riendo e indiferentes a su orgullo herido, recuperamos nuestros petates y, tras guardar en ellos grandes puñados de piedras preciosas (Fernanda y yo cogimos, además, un par de hermosísimos espejos de bronce), le seguimos. Una trampilla abierta en el suelo nos aguardaba detrás. El anticuario, ignorándonos, ya se había metido por ella y bajaba hacia el fondo de un pozo muy oscuro utilizando unos travesaños de hierro encastrados a la pared. Anudé y me crucé en bandolera los cordones de la bolsa y dejé que el maestro Rojo pasara delante de mí para que los niños entraran los últimos y, así, poder sujetarles si resbalaban o si se soltaba algún barrote de aquella escalera. No conseguía explicarme de ningún modo cómo pensaba Lao Jiang sacar por allí esos grandes tesoros que parecía dispuesto a llevarse para construir un país nuevo y moderno.

Fue espantoso bajar en la más completa oscuridad oyendo los jadeos y resoplidos de Fernanda y Biao sobre mi cabeza. También yo tenía la respiración fatigosa al cabo de poco tiempo por lo arduo que resultaba el descenso. Afortunadamente no duró mucho y pronto llegamos al final y nos encontramos en lo que parecía un cubículo sin salida.

– ¿Por qué no enciende la antorcha, Lao Jiang? -pregunté.

– Porque el jiance lo prohíbe, ¿no lo recuerda? -respondió con voz enfadada.

– ¿Debemos movernos a oscuras? -se sorprendió el maestro.

– Sai Wu decía: «Del segundo nivel aún sé menos, pero no enciendas fuego allí para alumbrarte, avanza en la oscuridad o morirás.»

– Tiene que haber alguna puerta -murmuró Biao, a quien notaba moverse por el cuchitril tentando las paredes-. ¡Aquí! ¡Aquí hay algo!

Nos revolvimos chocando unos contra otros para dejar paso a Lao Jiang y le escuchamos lidiar con algún tipo de cerrojo que, por fin, tras varios forcejeos, se dejó abrir, oyéndose el desagradable sonido de unas bisagras quejumbrosas.

– Pues si no podemos encender ninguna luz, no sé cómo vamos a salir de este segundo piso. A saber dónde estará la bajada al tercero.

Este comentario tan optimista fue mío pero no encontró eco en los demás, que ya cruzaban la invisible portezuela abierta por Lao Jiang. «Así deben de vivir los ciegos totales», pensé extendiendo los brazos para no chocar contra nada. Recordé aquellos domingos por la mañana en el parque, cuando era pequeña, jugando a «La gallinita ciega» con mis amigas, y me dije que podía tomarme la situación de la misma forma, buscándole la parte divertida, como un desafío, siempre que, naturalmente, los peligros que nos esperaran al otro lado no fueran tan terribles que convirtieran aquella profunda oscuridad en una pesadilla infernal.

Al otro lado de la puerta no había nada, es decir, además de paredes, suelo y tinieblas lo único que palpábamos era el vacío absoluto. Como no convenía caminar a tontas y a locas para terminar perdidos y desorientados vaya usted a saber dónde, se me ocurrió que alguno de nosotros podía sujetarse a la cintura uno de los extremos de la larga cuerda de Lao Jiang y explorar un poco los alrededores mientras los demás permanecíamos donde estábamos, con la salida bien localizada. Se admitió la propuesta y, rápidamente, Biao se ofreció como explorador dado que tenía buenos reflejos y era muy rápido. Él podía reaccionar en un instante, dijo, si chocaba con algo o notaba que se abría un agujero bajo sus pies.

– Es verdad -comenté-. No consientas nunca que mientan diciendo que fuiste tú el que se cayó al fondo del pozo por el que entramos en el mausoleo.

– ¡Por eso me salvé! -protestó-. Salté rápidamente a la pared cuando se abrió el suelo.

– Pues por eso también, como no quiero más sustos, no vas a ser tú quien se ate la cuerda a la cintura. Yo lo haré.

– No, Elvira, usted no lo hará -dijo tajantemente la vibrante voz de Lao Jiang-. Iremos el maestro Jade Rojo o yo, pero usted no.

– ¿Por qué no? -me ofendí.

– Porque usted es una mujer.

Ya volvíamos a las andadas. Para los hombres, ser mujer te convertía, per se, en tullida o lisiada aunque lo disfrazaban de galantería masculina.

– ¿Acaso no tengo piernas y brazos como usted?

– No insista. Iré yo. -Se le oyó abrir su bolsa y volver a cerrarla-. Sujete este cabo, maestro Jade Rojo, por favor.

– ¿Qué clase de cuerda es ésta? -murmuró el maestro, extrañado-.No está hecha de cáñamo.

– Sujétela bien -le pidió Lao Jiang, alejándose-. Si caigo y tiro de ella con fuerza se le puede escapar de las manos.

– No se preocupe, me la estoy atando a la muñeca.

– ¿Hay algo, Lao Jiang? -pregunté levantando la voz.

– No, de momento.

Nos quedamos callados a la espera de novedades. Después de un rato el maestro Rojo nos dijo que el anticuario había llegado al límite de la longitud del cordón y que estaba dibujando, como si fuera un compás, una especie de semicírculo para ver quéencontraba en el camino. Y,por desgracia, me encontró a mí: de repente sentí algo que me tocaba el vientre y di un grito echándome hacia atrás. Mi grito, que había sido bastante fuerte por la impresión, regresó con un eco débil y raro, como si nos encontrásemos en una catedral de proporciones inimaginables.

– ¿Ha gritado usted, Elvira? -quiso saber el anticuario.

– Sí, he sido yo -admití un tanto avergonzada-. Me he llevado un susto de muerte.

– Siéntense todos en el suelo, por favor, y bajen las cabezas para que pueda terminar de examinar la zona.

– ¿Cuánto mide su cuerda? -pregunté dejándome caer con las piernas cruzadas al tiempo que notaba cómo Fernanda y Biao hacían lo mismo cerca de mí. La superficie, al tacto, parecía la de un espejo, fría y pulida hasta lo indecible aunque no resbaladiza.

– Unos veinticinco metros.

– ¿Nada más? Parece que esté usted mucho más lejos. De todas formas, ya que pensó en traer una cuerda podía haberla comprado un poco más larga.

– ¿Sería tan amable de guardar silencio? Me está distrayendo.

– ¡Oh, desde luego! Perdón.

Los niños, en cambio, siguieron conversando en murmullos. La oscuridad total les ponía nerviosos y hablar les quitaba un poco el miedo, miedo que yo también sentía aunque no había ninguna razón lógica para ello: el maestro de obras no hablaba de ningún peligro especial en este lugar, sólo recomendaba a su hijo no encender fuego para alumbrarse porque si prendía una antorcha o algo similar, moriría.

¿Por qué?, me pregunté de pronto. «Avanza en la oscuridad o morirás.» No tenía sentido salvo que… En las minas de carbón los trabajadores morían por explosiones de grisú, que detonaba en contacto con las llamas de las lámparas. Y, ¿qué era el grisú?, metano, el gas que los chinos llevaban milenios utilizando para alumbrar sus populosas ciudades o para fabricar antorchas como la que llevaba Lao Jiang, el cual había asegurado, muy ufano, que los celestes sabían aprovechar el metano desde antes de los tiempos del Primer Emperador. ¿Estábamos respirando metano? En Occidente, los periódicos daban cuenta casi todos los días de explosiones en las minas de carbón pues, aunque había habido grandes adelantos técnicos como las lámparas de seguridad, el grisú no olía y, a veces, al picar en una pared, se producían escapes súbitos de alguna gran bolsa de gas que explotaba incluso con la llama casi fría de la lámpara.

Olfateé el aire. No olía a nada, por supuesto. Si aquello estaba lleno de metano, no podríamos saberlo más que encendiendo el yesquero de Lao Jiang y no era la forma más conveniente. Había otra manera, desde luego, pero tampoco resultaba atractiva: el grisú, después de inhalarlo durante algún tiempo, provocaba síntomas como vértigos, náuseas, dolor de cabeza, falta de coordinación en los movimientos, pérdida de conocimiento, asfixia… Lo que ya no tenía tan claro era cuánto tiempo hacía falta para que todo eso empezara a producirse.

La oscuridad me estaba volviendo loca. Mi vieja neurastenia atacaba de nuevo. ¿Cómo iba a haber grisú en la tumba de un emperador? Aquello no era una mina de carbón. O Lao Jiang regresaba pronto con alguna noticia, por mala que fuera, o mis enfermizos delirios se apoderarían de mí por culpa de aquel ambiente oscuro. Noté que el corazón me palpitaba con fuerza y que las manos empezaban a sudarme. «Calma, Elvira, calma.» Lo que menos deseaba era sufrir allí un ataque de temor morboso.

– ¿Ya regresa, Da Teh? -oí decir al maestro Rojo.

– Sí.

– ¿Ha encontrado algo?

– Nada.

– Pues algo tiene que haber -declaró Fernanda.

– Sólo se me ocurre que avancemos pegados a la pared hasta que encontremos la salida -opinó Lao Jiang.

– Pero ¿y si es otra trampilla en el suelo y se encuentra en el centro de este lugar?

– En ese caso, joven Fernanda, la descubriremos un poco más tarde, pero la descubriremos.

Me prohibí con toda la fuerza de mi voluntad pensar en la ridícula idea de la muerte por grisú.

– Desde la puerta avanzaremos con una mano en la pared en el sentido de las agujas del reloj -dije para espantar cualquier otro tipo de pensamientos.

– ¿Y en qué sentido avanzan las agujas de los relojes? -inquirió el maestro Rojo con mucha curiosidad.

– ¿Habla usted el francés perfectamente y no ha visto nunca un reloj occidental? -El maestro me había dejado con la boca abierta (aunque daba lo mismo porque no se veía).

– En la misión donde estudiamos mi hermano y yo no había relojes.

– Pues las agujas giran dentro de un círculo digamos que de derecha a izquierda.

– Es decir, que empezamos donde estoy yo -observó, como si pudiéramos verle.

– Deberíamos dejar algo en esta puerta para reconocerla a la vuelta -sugerí, siempre preocupada por el regreso.

– Adelante, ¿qué propone?

– No sé. Dejaré uno de mis lápices. Aunque, como no veo, no sé de qué color es.

– ¿Y no le parece que da lo mismo, tía? Nadie se lo va a robar.

– Nunca se sabe -sentencié-. Estos lápices valen una fortuna en París.

Empezamos a caminar. Mi mano izquierda acariciaba la superficie de la pared que, a diferencia del suelo, era rugosa y áspera, de manera que terminé por pasar sólo la yema de los dedos para no sentir tanta dentera y, al final, sólo el dedo índice. Después de un rato, llegué a la conclusión de que aquel lugar era mucho más grande que el palacio funerario del piso superior. Debía de tener las mismas dimensiones que los muros de tierra enlucida de arriba. Tras doblar la primera esquina estaba ya completamente segura, así que me preparé para un largo y aburrido paseo que podía durar bastante tiempo. ¿Por qué no hacerlo más agradable? En realidad, podía pasear por donde yo quisiera ya que, al no ver nada, era libre de imaginar cualquier lugar del mundo y elegí la rive gauche, la ribera izquierda del Sena, en París, con sus puestos de libros viejos y sus pintores aficionados. Veía los hermosos puentes, el agua, el sol… Oía el ruido de los autos y de los ómnibus, los gritos de los vendedores de dulces… Y mi casa, veía mi casa, el portal, la escalera, la puerta… Y, dentro de ella, mi salón, mi dormitorio, mi cocina, mi estudio… ¡Ah, el olor de mi casa! Había olvidado cómo olía la madera de los muebles, las flores que siempre tenía en los jarrones, los fogones en los que cocinaba, la ropa almidonada de los cajones y, naturalmente, los lienzos nuevos aún sin imprimar, las pinturas al óleo, la trementina… ¡Había pasado un siglo desde que salí de mi casa! Sentí una nostalgia enorme y unas ganas también enormes de llorar. No tenía edad para esas tonterías, pero ¿qué iba a hacer si añoraba mi hogar?

Quizá fue la pena pero sentí que me mareaba un poco, que la pared se movía, o el suelo, como cuando íbamos a bordo del André Lebon. Ya no debía de faltar mucho para encontrarnos otra vez en el punto de partida. Habíamos doblado cuatro esquinas así que la puerta donde había dejado mi lápiz de color desconocido tenía que encontrarse cerca. Quizá fuera hambre aquella sensación de vaivén. Nunca es bueno caminar tanto con el estómago vacío. Y no estaba dispuesta a aceptar ninguna otra explicación.

Diez minutos después tenía mi lápiz abandonado entre las manos.

– Creo que no hemos adelantado mucho -dijo Fernanda enfurruñada-. Hemos vuelto al principio.

– Sí, pero también hemos eliminado una posibilidad. Ahora tenemos que probar otras.

– Es que estoy un poco mareada -protestó mi sobrina. Me alarmé.

– ¿Cómo te encuentras tú, Biao?

– Mareado también, tai-tai. Pero no mucho.

– ¿Y ustedes? -No hacía falta que dijera sus nombres, los dos se dieron por aludidos.

– Yo estoy bien -comentó Lao Jiang-. El problema es que llevamos mucho tiempo caminando a ciegas.

– Yo también estoy bien -dijo el maestro Rojo-. ¿Y usted, madame?

– Sí, bien -mentí. O encontrábamos la bajada hacia el tercer sótano inmediatamente o me llevaba a los niños corriendo al palacio funerario del piso de arriba-. ¿Alguien propone alguna solución rápida?

– Deberíamos examinar el suelo -titubeó el maestro Rojo-. Aunque si los niños se encuentran mal…

– Ya sabemos que estamos en un gran espacio rectangular -le atajó Lao Jiang-. Dividamos este espacio en franjas que marcaremos colocando los lápices de Elvira y nos echaremos al suelo para buscar la trampilla de este piso.

Tardaríamos una eternidad. No teníamos tanto tiempo.

– Les propongo que subamos al palacio para comer. Allí hay luz y necesitamos recuperarnos un poco. Después, bajaremos y revisaremos el suelo. ¿Qué les parece?

– Aún es pronto -desaprobó Lao Jiang-. Hagamos, al menos, una sección antes de subir.

– Una sección es demasiado -protesté sin saber a qué proporción se refería exactamente el anticuario. Pero éste me ignoró.

– Biao, da cinco pasos grandes hacia adelante y quédate allí mientras los demás comprobamos el terreno desde la pared hasta la línea que tú representas. Si nos perdemos, te llamaremos para que nos guíes con la voz. ¿Entendido?

– Sí, Lao Jiang, aunque me gustaría decir algo.

– No vuelvas a repetir que te encuentras mal… -le advirtió amenazadoramente.

– No, no… Lo que quería decir es que, bajo mis pies, hay una cosa extraña que no es una trampilla pero que tiene que ser importante porque parece uno de esos hexagramas del IChing.

– ¿Estás seguro? -saltó Lao Jiang como si le hubiera picado un avispón.

– Déjeme comprobarlo -pidió el maestro Rojo-. ¿Biao?

– Sí, soy yo, maestro. Agáchese. Es aquí, ¿lo ve?

– No, no lo veo -rió el maestro-, pero lo toco y, sí, desde luego es un hexagrama. Este suelo debe de ser de bronce pulido y el hexagrama está grabado en relieve.

– En bajorrelieve -constaté al tocarlo con mis propias manos y notar la tersura de las formas: seis líneas horizontales, unas enteras y otras partidas, formando un cuadrado perfecto de poco más de un metro por cada lado-. La figura apenas resalta sobre el plano. Podría confundirse con una simple irregularidad del suelo si no fuera tan grande.

– ¡Qué curioso! -dijo el maestro-. Se trata del hexagrama Ming I, «El Oscurecimiento de la Luz». Sería muy significativo si no se tratara de un simple adorno.

– ¿Qué adorno iban a poner en un sitio en el que no se ve nada? -se enfadó Fernanda-. Eso está ahí por algo.

– ¿Se sabe usted el I Ching de memoria, maestro Jade Rojo? -le pregunté.

– Sí, madame, pero no es nada extraordinario -señaló con modestia.

– El maestro Tzau, de Wudang, también se lo sabía.

– El maestro Tzau es más que un sabio, madame. Es el mayor erudito del IChing que existe en China. Vienen gentes de todas partes a consultarle. Me alegro de que tuviera ocasión de conocerle.

– ¡Dejémonos de conversaciones de salón! -nos interrumpió Lao Jiang-. Interprete el signo, maestro Jade Rojo.

– Por supuesto, Da Teh. Le pido humildemente perdón.

– ¡No pierda más tiempo! -le espetó Lao Jiang. Sorprendida, no daba crédito a la transformación radical que se había producido en el carácter del anticuario desde que habíamos entrado en el mausoleo. Era como si le molestásemos, como si cualquier cosa que hiciésemos o dijésemos le enfureciera. Desde luego, no se parecía en nada al elegante y educado anticuario que yo había conocido en las habitaciones de Paddy Tichborne en el Shanghai Club.

– El hexagrama Ming I, «El Oscurecimiento de la Luz» -estaba diciendo el maestro Rojo-, alude al sol que se ha hundido bajo la tierra provocando la oscuridad total. Un hombre tenebroso ocupa el puesto de mando y los sabios y capaces sufren por ello porque, aunque les pese, deben seguir avanzando con él. El dictamen del signo dice que la luz ha desaparecido y que, en estas condiciones, es propicio ser perseverante en la emergencia.

– No entiendo nada, tai-tai -me susurró Biao al oído. Le tapé la boca con la mano para que se callara. No quería más reprimendas de Lao Jiang.

– Supongo que, en la situación en la que nos hallamos -continuó diciendo el maestro-, la interpretación sería que hay algún riesgo que no vemos, alguna emergencia por la cual deberíamos movernos con rapidez. Creo que el hexagrama nos pide que busquemos rápidamente la luz porque corremos algún peligro.

Lo sabía. No me había vuelto loca. El aire estaba lleno de metano. Había que salir de allí cuanto antes.

– ¡Aquí hay otro hexagrama! -exclamó mi sobrina en ese momento.

– ¿Tan cerca? -se sorprendió Lao Jiang.

– Empezando desde la puerta y yendo en línea recta, primero está el que descubrió Biao y, después, a un par de metros, éste que acaba de encontrar Fernanda -le expliqué arrodillándome junto al nuevo relieve para examinarlo. En realidad, sólo lo toqué para comprobar que la niña no se había equivocado. Fue el maestro Rojo quien lo tanteó cuidadosamente para averiguar de qué hexagrama se trataba.

Sheng -dictaminó tras estudiarlo con las manos-, «La Subida». Se refiere al árbol creciendo con esfuerzo desde la tierra. En realidad, habla de cualquier éxito conseguido desde una situación inferior gracias al tesón y al empeño personal. El dictamen dice que hay que poner manos a la obra y empezar a actuar sin miedo porque la partida hacia el sur trae ventura.

– ¿La partida hacia el sur? -coreó Lao Jiang-. ¿Debemos ir hacia el sur desde aquí?

– Yo diría que sí.

– ¿Y cómo vamos a saber dónde está el sur? -pregunté mientras intentaba dibujar un mapa mental del mausoleo en mi cabeza. La puerta por la que habíamos entrado en aquel recinto venenoso estaba al norte ya que se encontraba enfrente de los travesaños de hierro por los que habíamos bajado desde el fondo del palacio funerario. Ir hacia el sur, pues, significaba adentrarse en las sombras hacia adelante, desandar el camino que habíamos hecho arriba, caminar hacia las profundidades del monte Li.

– Con el Luo P'an, madame, puedo localizar los ocho puntos cardinales porque están tallados en la madera y, tocando la aguja levemente con los dedos, puedo averiguar hacia dónde señala.

¿Qué hubiéramos hecho sin el genial maestro Rojo? Me felicité por haber sido yo quien tuvo la maravillosa idea de pedirle al abad que nos proporcionara algún monje experto en ciencias chinas. Ahora estábamos en disposición de empezar a movernos. El problema era cómo podría yo señalizar el camino para el regreso. Igual que había despejado de dardos el salón del trono, me habría gustado marcar el suelo con algo para que, a la vuelta, sólo hubiera que seguir aquel rastro hasta la puerta. Pero no podía pensar con claridad, estaba muy mareada y, además, empezaba a notar un pequeño dolor de cabeza que me asustaba un poco.

– Encuentre el sur de una vez, maestro Jade Rojo -ordenó el anticuario.

¿Qué tenía yo en mi bolsa que pudiera utilizar…? ¡Las piedras preciosas! Ese hermoso puñado de turquesas verdes que había cogido del altar antes de seguir a Lao Jiang. Apenas eran del tamaño de un garbanzo y resultarían difíciles de localizar en la oscuridad pero no había otra cosa, así que tendrían que servir. Mientras el maestro Rojo continuaba con sus cálculos, rebusqué en el fondo de mi bolsa y recuperé las piedras, guardándomelas en un par de bolsillos de la chaqueta. Como no me atreví a tirar la primera porque se iba a escuchar el ruido, me agaché discretamente y la dejé en el suelo con toda delicadeza. De algo tenían que servir los cuentos infantiles. ¿Acaso no había sido el pequeño Pulgarcito quien había dejado en el bosque un rastro de piedrecitas blancas para poder encontrar el camino de regreso a casa? Pues, mira por donde, aquel viejo cuento de Charles Perrault me iba a resultar muy útil.

Por fin, al cabo de un momento, el maestro dijo:

– Cójanse a mi túnica y formen una fila. Yo iré delante.

Era muy tonto caminar así, todos de la mano (menos cuando yo me soltaba unos segundos para dejar una turquesa en el suelo), pero estábamos tan mareados y con tanta angustia que nadie gastó una broma o hizo un comentario gracioso ni siquiera cuando el maestro Rojo se detuvo y chocamos unos contra otros. Ésa fue otra prueba más de que los efectos del gas iban en aumento. ¿Por qué no habría insistido para que volviéramos al salón del palacio funerario? Ahora me sentía culpable pero es que no había querido causar una alarma general porque, al principio, no había estado segura de que hubiera realmente metano, no hasta que el maestro Rojo había interpretado el primer hexagrama y, luego, Lao Jiang había empezado a meternos prisa y a enfadarse y todo se había vuelto confuso.

– Tres rayas Yin, una Yang, otra Yin y otra Yang -estaba diciendo el maestro Rojo-. Por lo tanto, es el hexagrama Chin, «El Progreso».

– Eso quiere decir que vamos bien -comenté, intentando parecer optimista.

– El sol se eleva sobre la tierra de manera rápida -explicó el erudito-. El dictamen de «El Progreso» dice que el príncipe fuerte es favorecido con caballos en gran número. Yo diría que este signo lo que indica es que debemos correr, avanzar rápidamente como caballos al galope hacia el siguiente hexagrama.

– Pero ¿debemos seguir hacia el sur? -pregunté. El dolor de cabeza se iba agudizando por momentos y cada vez que me inclinaba para dejar una turquesa me parecía que dejaba también una parte de mi cerebro pegada al suelo.

– Sí, madame, puesto que el hexagrama no menciona otra dirección, debemos seguir hacia el sur. Cójanse otra vez y síganme lo más rápido que puedan, por favor.

– ¿Seguro que usted se encuentra bien, maestro Jade Rojo? -pregunté mientras sujetaba las manos heladas de los niños. Si él se desorientaba o perdía el conocimiento, los demás estábamos muertos.

– Sí, madame. Me encuentro perfectamente.

– Yo tengo angustia, tía -lloriqueó la niña-. Y me duele la cabeza.

– Eso son tonterías -exclamó Lao Jiang con voz dura-. En cuanto salgamos de aquí se te pasará todo. Es por la oscuridad.

– Yo también me encuentro mal, tai-tai-murmuró Biao.

– ¡Silencio! -ordenó el anticuario.

Él lo sabía. Lao Jiang sabía que estábamos en una trampa de grisú. Lo había comprendido al mismo tiempo que yo y había decidido, en nombre de todos, que había que correr el riesgo. Supongo que pensaba que nadie más se había dado cuenta.

– Caminad más rápido, niños -les pedí, empujando con el hombro a Biao y tironeando de la mano fría de Fernanda.

¿Qué pasaba por la mente del anticuario? Algo le ocurría y necesitaba saber qué era. Dejé una nueva turquesa en el suelo y, cuando me incorporé, además de luchar por mantener el equilibrio, tropecé con la cara de mi sobrina que se había inclinado para hablar conmigo sin que los demás se enteraran.

– ¡Ay! -exclamé, llevándome una mano a la cabeza. El mentón de Fernanda casi me había agujereado el cráneo.

– ¡Uf! -dijo ella al mismo tiempo.

– ¿Qué les pasa? -gruñó Lao Jiang.

– Nada, siga caminando -le respondí desabridamente.

– ¿Por qué me suelta la mano y se agacha de vez en cuando, tía? -me susurró la niña al oído.

– Porque estoy dejando un rastro de piedrecitas blancas como Pulgarcito.

No sé si me creyó o si pensó que su tía se había vuelto loca de remate, pero no dijo nada. Me sujetó la mano con fuerza y seguimos avanzando. A partir de ese momento, noté que, cada vez que la soltaba y la volvía a coger, sus dedos apretaban los míos afectuosamente, como aprobando lo que hacía. Aquella niña era un tesoro. En bruto, desde luego, pero un tesoro.

– Otro hexagrama -anunció el maestro-. Permítanme comprobar cuál es.

Nos quedamos quietos, a la espera.

K'un, «Lo Receptivo». Este signo es complicado y suele interpretarse en conjunción con el anterior, Ch'ien, «Lo Creativo». Ambos son como el yin y el yang.

– Al grano, maestro Jade Rojo -le ordenó el anticuario.

– Ciñéndonos al dictamen -abrevió éste, un tanto apurado-, «Lo Receptivo» implica que si el noble quiere avanzar solo, puede extraviarse mientras que si se deja conducir por otros con la perseverancia de una yegua, animal que combina la fuerza y la velocidad del caballo con la suavidad y docilidad de lo femenino, alcanzará el éxito.

– ¿Eso es todo? -se enfadó Lao Jiang-. ¿Hemos de cambiar la anterior velocidad del caballo por la de la yegua de ahora? O sea, que este hexagrama es otro recordatorio de que debemos continuar hacia el sur a toda velocidad.

– No, hacia el sur ya no -denegó el maestro-. «Es propicio encontrar amigos al Oeste y al Sur y evitar los amigos al Este y al Norte», declara el dictamen.

– ¿Por qué no hablan más claro estos hexagramas? -se quejó mi sobrina.

– Porque su función no es ésta, Fernanda -le expliqué-. Se trata de un libro milenario que se utiliza como texto oracular.

– Muy bien, entonces hay que evitar el este y el norte, que es de donde venimos -resumió Lao Jiang-, y dirigirnos hacia el sur y el oeste. ¿No es así? Pues vayamos hacia el sudoeste.

– No, Da Teh, no es así como hay que interpretarlo. El I Ching, cuando quiere proponer una dirección, la indica correctamente. Si tuviéramos que ir hacia el sudoeste, lo diría. En cambio, habla de sur y de oeste por separado. Como ya veníamos del sur, la dirección que nos señala es el oeste y lo hace así porque, de los sesenta y cuatro hexagramas del IChing, K'un, «Lo Receptivo», es el único que menciona el oeste. Quien seleccionó los hexagramas de este lugar sólo tenía K'un para señalarnos esta dirección.

– Si usted lo dice, maestro Jade Rojo, así será. Llévenos hacia el oeste. No perdamos más tiempo.

– Sí, Da Teh.

El siguiente hexagrama que encontramos fue Pi, «La Solidaridad», que hablaba de que debíamos permanecer unidos y correr porque «Los inseguros avanzan poco a poco y el que llega tarde tiene desventura». Otra advertencia de que el tiempo era vital. Sin embargo, no hacía falta que nos lo dijeran porque, entre Lao Jiang y yo, que sabíamos lo que nos estábamos jugando, obligábamos al grupo a caminar con pasos acelerados. Mi trabajo de dejar las turquesas en el suelo se había vuelto sumamente complicado e incómodo pero, en cierto momento, me di cuenta de que, yendo a la velocidad que íbamos, podía dejar caer las piedras sin preocuparme por el ruido ya que las pisadas rápidas y los resoplidos lo disimulaban.

Siguiendo en línea recta hacia el oeste, dimos con el sexto hexagrama, Chien, «El Impedimento» que quizá nos indicaba la presencia de algo que entorpecía nuestro camino aunque no tropezamos contra nada. Allí fue donde Biao vomitó. Y, luego, instantes después, Fernanda. Y poco faltó para que yo fuera la tercera porque el dolor de cabeza me estaba matando. No podía creer que a Lao Jiang y al maestro Rojo no les afectara el metano. Era imposible que no manifestaran síntomas de envenenamiento. Por eso no me sorprendió cuando el anticuario, de pronto, se cayó al suelo.

Oímos un golpe tremendo y Biao, que iba de su mano, soltó una exclamación.

– ¡Lao Jiang se ha caído! -gritó.

– Estoy bien, estoy bien… -murmuró el afectado. Todos nos habíamos acercado y el maestro Rojo, a oscuras, le estaba reconociendo.

– El peligro del que hablan los hexagramas… -empezó a decir el maestro.

Saltándome las normas de cortesía, me acerqué a su oído y le dije:

– Este sitio está lleno de metano, maestro Jade Rojo. Los niños no deben saberlo. Hay que salir rápidamente de aquí. No nos queda mucho tiempo.

Él afirmó con la cabeza, sin decir nada, y lo noté por el roce de su pelo contra mi cara. Olía mal. Atufaba a grasa rancia y recordé las quejas de Biao cuando tuvo que meter la mano en los recipientes con la grasa seca de ballena que ahora ardía iluminando el piso superior.

Lao Jiang se puso en pie con la ayuda de todos, aseguró repetidamente que se encontraba bien y nos pidió que le soltáramos.

– Interprete el signo, maestro jade Rojo -pidió.

– Por supuesto, Da Teh. Se trata de Chien, «El Impedimento», cuyo dictamen asegura que es propicio ir hacia el sudoeste.

– Otro cambio de dirección.

– Ya no puede faltar mucho -aseguré-. Juraría que avanzamos en diagonal.

– Con algún molinete por en medio -admitió elanticuario-. Rápido, maestro, no nos queda tiempo.

Se encontraba mal, no cabía duda. Lo había ocultado pero, de todos nosotros, era el que peor estaba y, si quedaba alguna duda, Biao me la despejó tirando de mi mano y susurrándome:

– Lao Jiang camina como si estuviera bebido. ¿Qué hago?

– Nada -repuse-. Intenta que no se caiga.

– Yo sigo teniendo mucha angustia.

– Ya lo sé Biao. Recuerda lo que significa tu nombre. Piensa que eres un pequeño tigre, fuerte y poderoso. Puedes vencer la angustia.

– Debería cambiar de nombre, tai-tai, porque ya soy bastante mayor.

Él aún podía pensar en cosas como ésa. Yo no. Mi angustia se redoblaba al hablar.

– Después, Biao. Cuando salgamos de aquí -murmuré conteniendo una arcada.

Por fortuna, el maestro Rojo no tardó en encontrar el séptimo hexagrama, uno que tenía un nombre precioso y esperanzador: Lin, «El Acercamiento», cuyo dictamen decía literalmente: «El acercamiento tiene elevado éxito.»

– Tía -me llamó Fernanda con voz débil-. Tía, no puedo más. Creo que voy a caerme como Lao Jiang.

– ¡No, Fernandina, ahora no! -le supliqué utilizando el nombre que a ella le gustaba-. Aguanta un poco más, venga.

– No creo que pueda, de verdad.

– ¡Eres una Aranda y una mujer! ¿Quieres que Lao Jiang, Biao y el maestro Rojo piensen que nosotras no valemos para esto porque somos débiles? ¡Te ordeno que camines y te prohíbo que te desmayes!

– Lo intentaré -lloriqueó.

Una eternidad después, casi una vida entera después, el maestro Rojo anunció el octavo hexagrama. Ya no corríamos; nos arrastrábamos. Biao, no sé cómo, sujetaba a Lao Jiang por los hombros para que no trastabillase y cayese y yo, que no podía dar un solo paso, llevaba a Fernandina por la cintura y tiraba del brazo que ella me pasaba por el cuello. No íbamos a aguantar. Apenas nos quedaban unos minutos antes de perder el conocimiento. Habíamos respirado mucho gas durante demasiado tiempo y el veneno ya había hecho su trabajo. Supongo que sólo nos quedaba el instinto de supervivencia para no morir allí.

– ¡Anímense! -exclamó el resistente maestro Rojo cuya voz llena de vida era como un faro en la oscuridad-. Hemos encontrado el hexagrama Hsieh, «La Liberación».

Sonaba muy bien. La liberación.

– ¿Saben qué dice el dictamen? «La Liberación. Es propicio el sudoeste. Si todavía hay algún lugar a donde uno debiera ir, entonces es venturosa la prontitud.» ¡Vamos, dense prisa! Estamos a punto de llegar a la salida.

Pero no nos movimos. Oí alejarse al maestro y pensé que la niña y yo deberíamos dejarnos caer al suelo para descansar y dormir. Yo tenía mucho sueño, un sueño terrible.

– ¡Aquí, aquí está la trampilla! -gritó el maestro Rojo-. ¡La he encontrado! ¡Vengan, por favor! ¡Tenemos que salir!

Sí, claro que teníamos que salir, pero no podíamos. Ya me hubiera gustado a mí seguirle y abandonar aquel lugar, pero era incapaz de moverme y mucho menos de arrastrar a mi sobrina conmigo.

Tai-tai, ¿vamos a morir?

– No, Biao. Saldremos. Camina hacia el maestro Jade Rojo.

– No puedo con Lao Jiang.

– ¿Podrías con Fernanda?

– A lo mejor… No lo sé.

– Venga, inténtalo.

– ¿Y usted, tai-tai?

– Ve donde está el maestro y dile que recoja él a Lao Jiang. Tú, márchate con la niña. Es el aire, Biao. Hay gas venenoso en el aire. Salid los dos de aquí rápidamente.

Sentí cómo me quitaba a Fernanda de los brazos y noté que se alejaba con paso torpe. No hizo falta que le dijera nada al maestro. Sé que se cruzaron en el camino y que éste le indicó cómo llegar a la trampilla: todo recto en la misma dirección en la que avanzábamos.

– Vamos, madame -oí decir al maestro Rojo junto a mí.

– ¿Y Lao Jiang?

– Ha perdido el conocimiento.

– Cójale a él y sáquelo de aquí. Yo sólo necesito que me permita sujetarme a su túnica para no perderme. No creo que pueda seguir yo sola una línea recta.

¿De dónde saqué la fuerza para caminar, para apretar entre los dedos helados la tela de la túnica del maestro y para acompañarle dificultosamente hasta la trampilla arrastrando los pies, sin ser consciente de mis movimientos y, en realidad, profundamente dormida? No lo sé. Pero, cuando pude volver a pensar, descubrí que era mucho más fuerte de lo que creía y que, como decía la frase del Tao te king que me había regalado el abad de Wudang, cuando todo se puede superar, no hay nadie que conozca los límites de su fuerza.

Aunque suene paradójico, abrí los ojos porque me cegó la claridad. Parpadeé y me froté con las manos hasta que conseguí acostumbrarme de nuevo a la luz. Era la llama de la antorcha de Lao Jiang, radiante como un sol de mediodía. Estaba tumbada en el suelo pero no tenía ni idea de dónde me encontraba y mi primer pensamiento consciente fue para Fernanda.

– ¿Y mi sobrina? -pregunté en voz alta-. ¿Y Biao?

– Aún no se han despertado, madame -me contestó el maestro Rojo inclinándose sobre mí para que le viera la cara. Era él quien sostenía la antorcha. Me apoyé en los codos y levanté la cabeza para observar el lugar en el que estábamos: una plataforma amplia parecida a las del pozo Han por el que habíamos bajado al mausoleo aunque cubierta de baldosas negras y bastante más grande que aquéllas, pues, además de las cuatro personas que estábamos allí tumbadas, aún hubieran cabido cuatro o cinco más. El lugar era también un pozo profundo, circular y amplio como aquél, sólo que en éste las paredes eran de piedra y parecían más sólidas y recias.

Fernanda, Lao Jiang y Biao dormían, completamente inmóviles, sobre el suelo de baldosas.

– ¿Ha intentado despertarles, maestro?

– Sí, madame, y no tardarán en hacerlo. Como a usted, les he aplicado en la nariz unas hierbas de efectos estimulantes que pronto les harán recuperar el sentido. Respirar metano es muy peligroso.

– ¿Y por qué usted no se envenenó? -le pregunté mientras me incorporaba con ayuda de las manos y me quedaba sentada en el suelo.

El maestro Rojo sonrió.

– Eso es un secreto, madame, un secreto de las artes marciales internas.

– No irá a decirme que usted no respira… -bromeé, pero algo vi en su cara que me hizo palidecer-. Porque usted respira, ¿verdad, maestro jade Rojo?

– Quizás un poco menos que ustedes -admitió de mala gana-. O quizá de otra manera. Nosotros aprendemos a respirar con el abdomen. El control de la respiración y de los músculos que la gobiernan es una de nuestras prácticas habituales de meditación. Forma parte del aprendizaje de las técnicas de salud y longevidad. Mientras ustedes inhalan y exhalan unas quince o veinte veces, y los niños algo más, nosotros lo hacemos sólo cuatro, como las tortugas, que viven más de cien años. Por eso no me afectó el metano, porque inhalé mucha menos cantidad.

Los celestes y, en particular, los taoístas no dejaban nunca de sorprenderme, pero no tenía fuerzas para asimilar más cosas raras. Sentía dolor por todo el cuerpo. Echando el resto conseguí ponerme en pie y, al girarme, justo a mi espalda, vi unos barrotes de hierro en la pared que componían, sin duda, la escalinata por la que habíamos bajado -aunque yo no recordara cómo- desde el nivel del metano. Arriba, a unos tres metros, estaba el techo y se distinguía, afortunadamente muy bien cerrada, la trampilla que daba paso a la gran catedral de suelo de bronce saturada de gas. Todavía no podía comprender cómo habíamos salido vivos de allí. Al menos, había sido capaz de seguir dejando caer las turquesas hasta el último momento (el último que recordaba, que no sabía muy bien cuál era). Ya veríamos si servían para algo.

Mi sobrina abrió los ojos y gimió. Me arrodillé a su lado y le pasé la mano por el pelo.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté con afecto.

– ¿Podría alguien apagar la luz, por favor? -protestó, exasperada. La mano que tenía en su cabeza tentada estuvo de bajar y largarle un bofetón como Dios manda, pero yo no era partidaria de esas cosas y, además, no hubiera sabido hacerlo. Ahora que, desde luego, ganas de aprender no me faltaron.

Biao se despertó también quejándose por la luz de la antorcha aunque, como sirviente que era, se comportó con más educación.

– ¿Dónde estamos?

– No podría decirte, Biao. Hemos salido del segundo piso del mausoleo pero todavía no hemos bajado hasta el tercero. Hay rampas como en el pozo en el que te caíste, aunque más grandes y firmes. Mira -dije señalándole la pared de enfrente en la que se veían dos niveles de bajadas. Si nos asomábamos al pozo seguramente podríamos divisar más, pero no tenía ganas de moverme tanto para eso.

Ayudé a los niños a levantarse y entontes fue Lao Jiang el que dio señales de vida.

– ¿Qué tal se encuentra, Da Teh? -le preguntó el maestro acercándole la antorcha.

– ¡Apártela, por favor! -exclamó cubriéndose los ojos con el brazo.

– Bien, estamos todos vivos -dejé escapar con satisfacción, más que nada por disimular mi profundo enfado con Lao Jiang. No tenía intención de decirle nada, pero pensaba vigilarle muy de cerca y leer sus pensamientos si era necesario para evitar que volviera a ponernos a todos en peligro por decisión propia. No sucedería de nuevo.

– ¿Comemos antes de empezar a bajar? -preguntó tímidamente el maestro Rojo.

Los niños pusieron cara de asco y tanto Lao Jiang como yo denegamos con la cabeza. Ni siquiera podía pensar en la comida sin sentir angustia de nuevo.

– ¿Sabe lo que nos vendría bien, tía? -comentó Fernanda cogiendo su hato-. Una infusión de jengibre contra los mareos como las que tomaba usted en el barco.

– Coma algo mientras bajamos, maestro Jade Rojo -dijo Lao Jiang, echando a andar por la plataforma en dirección a la primera rampa. Los demás le seguimos a toda prisa y el maestro no hizo siquiera intención de sacar la comida de su bolsa.

Empezamos a descender aquella fosa por la espiral que, pegada a la pared, formaban las plataformas y las rampas. No resultó muy pesada y lo mejor de todo fue que del fondo ascendía una suave corriente de aire fresco que nos limpiaba el cerebro de brumas y la sangre de veneno. Al cabo de muy poco tiempo, el aire se volvió frío y algo después pasó a ser gélido. Nos arropamos bien y escondimos las manos en las grandes mangas de las chaquetas acolchadas. Pero ya habíamos llegado al final del pozo. La última rampa terminaba súbitamente y, enfrente, la boca de un túnel era el único camino posible a seguir.

– ¿Dónde están los diez mil puentes? -murmuró Lao Jiang.

– El arquitecto Sai Wu le escribió a su hijo que encontraría diez mil puentes en el tercer subterráneo que, en apariencia, no le conducirían a ninguna parte -le dije al maestro Rojo para que entendiera de lo que estaba hablando Lao Jiang-. Sin embargo, existía un camino entre ellos que le llevaría hasta la única salida.

– ¿Diez mil puentes? -repitió él-. Bueno, diez mil es un número simbólico para nosotros. Sólo quiere decir «muchos».

– Lo sabemos -repliqué, observando cómo el anticuario se dirigía con paso firme hacia una vasija situada en la boca del túnel, similar a las de los muros del palacio funerario. Cuando le acercó la llama de la antorcha, quizá por el frío, tardó un poco más que las otras en prenderse pero, una vez que el resplandor adquirió cuerpo y fuerza, vimos la repetición del fenómeno del fuego avanzando por un canalillo a lo largo de la pared. El túnel quedó iluminado.

Avanzamos por él unos quince metros, con mucha cautela y los cinco sentidos alerta. Al fondo, se veía una extraña estructura de hierro y, detrás, la oscuridad. Nos dirigimos hacia allí para examinar aquel armazón que, además de estar completamente oxidado, parecía brotar misteriosamente del suelo. Tres gruesos pilotes de escasa altura (dos a los lados y uno en el centro del pasillo) brotaban de la piedra y sujetaban firmemente unas impresionantes cadenas del mismo material. La cadena del centro avanzaba en línea recta hacia la oscuridad del fondo; las dos de los lados subían en diagonal hacia la parte superior de otros dos robustos postes de algo más de un metro de altura y, desde allí, se lanzaban también al vacío en línea recta.

– ¿Un puente? -preguntó Fernanda, atemorizada.

– Me temo que sí -confirmó Lao Jiang.

Tres cadenas, me dije, sólo tres cadenas de hierro. Una para caminar y otras dos, a un metro y pico de altura, para sujetarse. Desde luego eran enormes, de eslabones tan gruesos como mi puño pero, con todo, no parecía la manera más segura de cruzar un río o una sima.

El fuego del canalillo inflamaba cada vez más y más vasijas y las tinieblas se volvían claridad. Apostados en el límite del túnel contemplábamos boquiabiertos cómo la luz nos iba desvelando poco a poco el tercer subterráneo del mausoleo. Nuestro puente de hierro terminaba a unos treinta metros de distancia, en un pedestal de tres metros cuadrados del que nacían otros dos puentes más que seguían avanzando hacia el fondo y hacia un lado. El problema era que había muchos pedestales como ése y que todos estaban conectados por puentes de hierro y que esos pedestales eran, en realidad, unas gigantescas pilastras que se hundían en la tierra tan profundamente que no podíamos ver el final y que, hasta donde la vista alcanzaba mirando hacia abajo, cientos, miles de puentes formaban un laberinto tejido con hierro en horizontal y diagonal, a distintas alturas y con diferentes inclinaciones, naciendo y muriendo en la superficie de pilastras de elevaciones desiguales. Sai Wu no había mentido ni exagerado cuando le escribió a su hijo: «Hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte.»

Abrumados, contemplábamos el laberinto sin hablar, conteniendo la respiración mientras el fuego avanzaba hacia abajo, ampliaba nuestro campo de visión y confirmaba lo que temíamos. En algún momento, las llamas llegaron al fondo e iniciaron un recorrido ascendente por las pilastras. No mucho después, todo el lugar estaba perfectamente iluminado y se olía de nuevo ese desagradable aroma que producía la combustión del aceite de ballena.

– Este sitio es muy peligroso -observó Lao Jiang como si los demás no nos hubiéramos dado cuenta-. Podemos estar de regreso aquí mismo después de caminar horas y horas por esas inestables cadenas de hierro.

Muy alentador. Daban ganas de empezar cuanto antes.

– Debe de existir alguna lógica aunque no la veamos -dije yo, adoptando el modo de pensar chino.

El maestro Rojo contemplaba los puentes y las pilastras girando la cabeza a derecha e izquierda y bajándola de vez en cuando.

– ¿Qué mira, maestro Jade Rojo? -le preguntó Fernanda con curiosidad.

– Como madame ha dicho, tiene que existir alguna lógica. Si hay una salida no puede tratarse de un esquema al azar. ¿Cuántas columnas cuadradas cuentan ustedes?

¡Uf!, no se me había ocurrido pensar en eso. En el nivel en el que nosotros estábamos, se veían tres filas consecutivas de tres gigantescas pilastras cada una. Más abajo, resultaba imposible de calcular.

– Nueve columnas -declaró el maestro Rojo en voz alta-. ¿Y cuántos puentes nacen y mueren en cada una de ellas?

– Es difícil de saber, maestro. Se cruzan en distintos puntos.

– Pues voy a la columna de ahí delante -indicó dirigiéndose hacia el puente mientras se ajustaba y aseguraba la bolsa en la espalda-. Desde allí podré verlo más claro.

La sangre se me heló en las venas y no precisamente por el frío.

El maestro, sujetándose firmemente con las manos a las cadenas, puso un pie en ese vacilante andamiaje oxidado que rechinó y osciló como si fuera a venirse abajo. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. No quería verlo morir. No quería verlo caer al vacío ni tampoco oír cómo se estrellaba contra alguna de las pilastras de abajo o contra el suelo del fondo. Pero lo único que escuchaba eran los chirridos y crujidos del hierro mientras él seguía adelante. Los niños no podrían pasar por allí. Y, aunque pudieran, me iba a negar en redondo. Después de unos largos, muy largos minutos de tensión insoportable el maestro, por fin, llegó al final. Se oyó salir de golpe el aire retenido en nuestros pulmones y Lao Jiang y los niños lanzaron exclamaciones de alegría. Yo estaba demasiado aterrorizada para moverme o, incluso, para regocijarme tan abiertamente como ellos. Sólo suspiré y relajé todos los músculos del cuerpo que tenía contraídos por el miedo. El maestro nos saludó con la mano desde el otro lado.

– Es firme -anunció-. Pero no pasen todavía.

De nuevo, le vimos examinar el laberinto girando la cabeza en todas direcciones y asomándose peligrosamente por los bordes de la pilastra. Luego, inesperadamente, se sentó en el suelo y sacó el Luo P'an de su bolsa.

– ¿Qué está haciendo? -quiso saber Biao.

– Utiliza el Feng Shui para estudiar la disposición de las energías y la distribución de los puentes -le explicó Lao Jiang.

– ¿Y de qué nos puede servir eso? -insistió el niño.

– Recuerda que esta tumba fue diseñada por maestros geománticos.

El maestro Rojo se puso en pie y guardó la brújula.

– Voy a seguir hasta la siguiente columna -anunció.

– ¿Por qué, maestro Jade Rojo? -le preguntó Lao Jiang.

– Porque necesito confirmar unos datos.

– Por favor, tenga cuidado -le supliqué-. Estas pasarelas son muy antiguas.

– Tan antiguas como este mausoleo, madame, y, como puede ver, sigue en pie.

Se oyeron rechinar de nuevo los eslabones de hierro y le vimos avanzar poniendo un pie tras otro y agarrándose a las cadenas que servían de flexibles barandales. Sólo con que sus piernas bailaran un poco de un lado a otro, se mataría. El equilibrio era fundamental en aquellos caminos de hierro y tomé buena nota de ello para cuando llegara el momento de jugarme la vida como lo estaba haciendo él.

A pesar de que los postes que sujetaban los puentes se interponían entre nosotros, le vimos llegar sano y salvo a la segunda pilastra y, por sus movimientos, adivinamos que sacaba de nuevo el Luo P'an para realizar sus cálculos de energías. Otra vez se asomó peligrosamente a los márgenes para examinar los puentes de abajo y, por fin, se incorporó y nos hizo un gesto con el brazo para que fuéramos hacia él.

– Vosotros dos os quedáis aquí -les dije a Fernanda y Biao. El niño miró a Lao Jiang en busca de ayuda pero el anticuario ya había empezado a caminar por las cadenas; mi sobrina frunció el ceño como no se lo había visto fruncir en todos los meses que la conocía.

– Yo voy -declaró, terca y desafiante.

– No, tú te quedas.

– Yo también quiero ir, tai-tai.

– Pues lo siento. Nos esperaréis los dos aquí hasta que volvamos.

– ¿Y si no vuelven? -Fernanda seguía con ese peligroso ceño fruncido.

– Pues salís y buscáis ayuda en Xi’an.

– Iremos detrás de ustedes en cuanto se hayan marchado -me advirtió con aires de suficiencia dejando caer su bolsa al suelo.

– No te atreverás.

– Sí nos atreveremos, ¿verdad Biao? Ya nos escapamos de Wudang para seguirles, ¿lo recuerda?

– Biao -le dije al niño-, te prohíbo que vengas detrás de Lao Jiang y de mí por mucho que Fernanda te lo ordene, ¿me has comprendido?

El niño bajó la cabeza, compungido.

– Sí, tai-tai.

– Y tú, Fernanda, te quedarás con Biao. Y, si no me obedeces, cuando volvamos a París te meteré interna en el colegio de monjas más estricto que haya. ¿Te queda claro? Y ya sabes la fama que tienen las monjas francesas. Te aseguro que no saldrás ni en vacaciones.

Su gesto se transformó de rabia en sorpresa y, luego, en ira contenida pero había captado la idea. Pegó una patada en el suelo y se dejó caer sobre su bolsa con los brazos cruzados y mirando hacia el lado contrario del túnel.

El maestro Rojo seguía haciéndonos gestos con el brazo.

– Toma, Biao. -Abrí mi petate, saqué la caja de lápices y la libreta de dibujo y se la di al niño-. Para que no os aburráis mucho. Tened cuidado, por favor. No hagáis tonterías. Volveremos pronto.

– Gracias, tai-tai.

Aseguré la bolsa con fuerza para que no me desequilibrara, adelanté un pie temblón y puse las manos heladas y sudorosas sobre las barandillas, Lao Jiang ya estaba llegando al final.

– ¿Le sigo o me espero? -pregunté.

– ¡Los puentes son muy firmes, madame! -gritó el maestro Rojo desde la lejanía-. ¡No tenga miedo! ¡Aguantarán el peso de los dos!

Así que, aterrorizada, empecé a caminar. Aquélla era la prueba más dura de todas cuantas había pasado. La muerte estaba sólo a un mal paso. No debía mirar hacia abajo pero tampoco quería poner los pies de manera incorrecta y perder el equilibrio. Si continuaba sudando de miedo como lo estaba haciendo, las manos me resbalarían por mucho óxido que tuvieran aquellos anillos de hierro. Lao Jiang alcanzó la pilastra y se volvió.

– Siga adelante -me dijo-. Le aseguro que no hay ningún peligro.

¡No, ninguno, desde luego que no! Sólo una caída de yo qué sé cuántos cientos de metros. Pero daba igual, ya estaba allí y tenía que seguir avanzando. Retroceder y quedarme con los niños no era factible porque no tenía ni idea de cómo dar la vuelta sin matarme. Era mejor continuar y no pensarlo. ¿No decían que los valientes no eran los que no tenían miedo sino los que, teniéndolo, se enfrentaban a él y lo superaban? Pues a esa idea tenía que agarrarme con la misma fuerza con que me agarraba a las dichosas cadenas. Yo era valiente, muy valiente. Y, aunque me temblaran las piernas, aquella situación lo demostraba.

Aún continuaba en estado de atontamiento cuando puse el pie, por fin, en la pilastra. ¿Había llegado al final…? ¿De verdad?

– ¡Muy bien, Elvira! -me felicitó Lao Jiang tendiéndome una mano para ayudarme a dar el último paso. ¿Estaba en la pilastra? ¿Había cruzado todo el puente?

– Fíjese qué vista hay desde aquí -dijo extendiendo un brazo hacia abajo.

– No, muchas gracias. Si no le importa, preferiría no mirar.

Él sonrió.

– Pues vamos a por el siguiente -me animó-. Pase usted delante y así la vigilaré.

¡Oh, no! ¡Otra vez no!

Tomé aire profundamente y, con paso inseguro, me dirigí hacia la segunda pasarela, la que continuaba en línea recta. Qué locura. Resultaba imposible saber qué dirección nos acercaría más a la salida. De nuevo, un sudor frío me resbaló por todo el cuerpo. No, al miedo no te acostumbras; tampoco desaparece. Aprendes a convivir con él sin dejarle ganar, nada más.

Por no ofender al sonriente maestro Rojo, reprimí el impulso de abrazarle cuando llegamos a la pilastra en la que nos esperaba, pero me alegré muchísimo de estar viva para volver a verle.

– ¿Ya sabe cómo salir de aquí? -le preguntó Lao Jiang con impaciencia mal disimulada.

– Desde luego -contestó él, exhibiendo su Luo P’an con orgullo-. Siguiendo la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior.

Me quedé muda de asombro y albergué la secreta esperanza de seguir siendo ignorante respecto a ciertos asuntos de los celestes porque, por ejemplo, el día que entendiera a la primera y me pareciera normal algo como «la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior» significaría que yo habría dejado de ser yo y me habría transformado en alguna clase de monstruo como en la obra El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde del escocés Robert Stevenson.

– ¡Increíble! -dejó escapar Lao Jiang.

– Sí, increíble -convine discretamente.

– No sabe de lo que hablamos, ¿verdad, Elvira?

– Pues no, Lao Jiang. Pero tampoco sé si quiero saberlo.

El anticuario puso cara de haber pillado la broma y se rió.

– ¿Recuerda a Yu, el primer emperador de la dinastía Xia, cuya danza seguimos en el palacio funerario?

– Por supuesto.

– Pues Yu fue quien descubrió el dibujo de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior en el caparazón de una tortuga gigante que salió del mar cuando él consiguió detener las inundaciones y secar la tierra.

No, un momento, no fue así. El maestro Tzau me había contado que unos antiguos reyes llamados Fu Hsi y Yu habían descubierto los signos formados por las líneas enteras y las líneas partidas que, luego, formaron los hexagramas del IChing. El rey Fu Hsi había descubierto unos cuantos en el lomo de un caballo que surgió de un río y el rey Yu, o emperador Yu de la dinastía Xia, otros tantos en el caparazón de esa tortuga que surgió del mar. Más tarde, algún rey de una dinastía posterior los había reunido para componer los sesenta y cuatro hexagramas del IChing propiamente dicho. El maestro Tzau no había mencionado en absoluto ninguna estrella de ningún cielo y mucho menos posterior.

El maestro Rojo me miró con admiración cuando expliqué mis objeciones.

– No hay muchas mujeres que tengan tantos conocimientos como usted sobre estas materias.

Me negué a admitir su presunto homenaje. Si no había muchas mujeres era porque nadie las animaba o las dejaba estudiar las cosas consideradas exclusivas de los hombres. Era triste que yo, una extranjera, supiera más que doscientos millones de mujeres chinas sobre su propia cultura.

– Verá, madame, cuando el emperador Yu, por orden de los espíritus celestiales a los que visitaba en el cielo gracias a «Los Pasos de Yu», consiguió por fin librar al mundo de las inundaciones vio salir una tortuga gigante del mar con unos extraños signos en el caparazón. Pero esos signos no eran las líneas Yin y Yang de los hexagramas. Digamos que el maestro Tzau le contó la versión simplificada de la historia para que usted comprendiese la idea fundamental. El emperador Yu lo que vio en el caparazón fue el Pa-k'ua del Cielo Posterior. Pa-k'ua significa, literalmente, «Ocho Signos» y Cielo Posterior quiere decir el cielo después del cambio, el universo en constante movimiento y no estático como el Cielo Anterior. Pero no quisiera confundirla. Baste decir que esos Ocho Signos representaban, más bien, un patrón de las variaciones del flujo de la energía en el universo. De ellos salieron tanto los ocho trigramas que sirvieron de base para los Sesenta y Cuatro Hexagramas del IChing como las ocho direcciones a las que apuntaban, los ocho puntos cardinales (sur, oestesur, oeste, oestenorte, norte, estenorte, este y estesur) además del centro, es decir, las Nueve Estrellas, que es el nombre por el que se les ha conocido en el Feng Shui desde hace miles de años. Gracias a las Nueve Estrellas y al Luo P'an, la brújula, podemos conocer cómo circula la energía qi en un determinado lugar, sea un edificio, una tumba o un espacio cualquiera.

Sí, bueno, no lo comprendía del todo pero la idea fundamental la tenía clara: las Nueve Estrellas eran los puntos cardinales más el centro. Las nueve direcciones espaciales.

– ¿Ve usted este laberinto de puentes de hierro? -me preguntó echando una mirada alrededor-. Pues, si no estoy equivocado, y mis cálculos dicen que no lo estoy, este laberinto oculta el patrón, la ruta de la energía qi a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior.

– ¡Pues es complicadísimo! -se me escapó después de echar un vistazo rápido a la tupida red de puentes que llenaban aquel gigantesco lugar.

– No, no, madame. Le he dicho que el laberinto ocultaba el patrón. La cantidad impide ver la sencillez del camino.

– Déjeme su libreta y sus lápices, Elvira -me pidió Lao Jiang.

Hice un sincero gesto de pesar.

– No los tengo. Se los dejé a los niños para que tuvieran algo en lo que entretenerse.

– Bien, pues imagine una cuadrícula de tres por tres. Un cuadrado con nueve casillas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Las ocho casillas exteriores serían las ocho direcciones. La casilla central superior representaría el sur, a su derecha, en el sentido de las agujas del reloj, la casilla suroeste, debajo de ésta, la casilla oeste, y así hasta volver arriba. ¿Lo comprende?

– No es difícil. Me estoy imaginando un tablero de «Tres en raya».

– ¿De qué?

– Da igual. Siga.

– Bien, pues la energía qi circularía entre esas casillas siempre trazando un mismo camino. Localizando el sur, podemos seguir ese camino. Lo que el maestro Jade Rojo intentaba decirle es que la ruta de la energía qi está aquí, trazada por algunos de esos puentes.

– ¿Recuerda que hay nueve columnas cuadradas? -me preguntó el maestro-. Pues son las nueve casillas de las que le hablaba Da Teh. Cada una de estas columnas es una casilla y sólo uno de los puentes que hay entre ellas es el correcto. Lo que hicieron los maestros geománticos del Primer Emperador fue copiar el esquema de las Nueve Estrellas. Como verá, no podía ser más sencillo.

Refrené un gesto de sarcástico escepticismo que me salía del alma.

– De hecho, ahora mismo -me explicó Lao Jiang- estamos en la casilla central de la cuadrícula de las Nueve Estrellas. La plataforma anterior, de la que venimos, sería el norte.

– Y, además, también sería el punto de origen de la energía, aunque no me pregunte por qué ya que la explicación resultaría muy complicada para ofrecérsela en unos pocos minutos.

– No se preocupe, maestro Jade Rojo, le aseguro que no iba a preguntárselo. La cuestión es adónde debemos ir ahora.

– Bueno… -balbuceó-. En realidad, debemos retroceder. La energía qi parte del norte para encaminarse directamente al oestesur y no podemos llegar al oestesur desde aquí.

– ¿Por ese puente larguísimo? -dije mirando horrorizada una pasarela que iba, sin interrupciones, desde la primera pilastra por la que habíamos entrado hasta la que quedaba frente a nosotros, a la derecha. Es decir, que medía lo mismo que dos puentes más un pedestal.

Aquello iba a terminar conmigo, pero no porque me cayera al vacío, cosa que podía suceder, sino por agotamiento nervioso.

Retrocedimos hasta la pilastra que quedaba frente a la boca del túnel donde estaban los niños. Los saludé con la mano pero sólo Biao respondió. Las cadenas de hierro, después de tantos siglos sin utilizarse, habían aguantado perfectamente el peso de una persona, luego de dos y ahora de tres al mismo tiempo. ¿Aguantaría también el dichoso puente de más de sesenta metros? Mejor no darle vueltas. Estaba claro: si tenía que morir, moriría. Era tarde para echarse atrás.

Poniendo un pie delante de otro avanzamos hacia el suroeste. Primero el maestro Jade Rojo, luego yo y, por último, Lao Jiang. Aquella escena era digna de retratarse: dos chinos y una europea caminando por un viejo puente colgante de hierro a la luz de linternas de grasa de ballena, a muchos metros de profundidad bajo tierra y a otros tantos por encima del suelo. Hubiera sido divertido de no resultar patético. Me reía yo de los tesoros que quería sacar de allí Lao Jiang. Quizá los sacaran otros después de que abriéramos el camino pero nosotros no íbamos a llevarnos más de lo que pudiéramos transportar en los bolsillos. Menos mal que las ropas chinas tenían muchos y muy grandes.

Alcanzamos la pilastra suroeste y, desde ella, fuimos hacia la que estaba situada al este, pasando muy cerca de la pilastra central en la que habíamos estado y cruzándonos por arriba y por abajo con dos puentes que iban y venían de otras tantas superficies a las que aún teníamos que llegar.

Del este al sureste en línea recta y, de allí al centro que ya conocíamos, y del centro a la pilastra situada en el oestenorte, como decían ellos, aunque yo prefería un más sencillo noroeste. Lo que no entendía era por qué habíamos tenido que volver a pasar por el centro si ya habíamos estado allí. ¿No hubiera sido más sencillo (y seguro) ir directamente al noroeste sin hacer todo el camino desde el principio, retroceso incluido?

– Tenía que comprobar la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior, madame -se justificó el maestro cuando se lo pregunté, poniendo una cara rara.

– ¡Oh, venga, maestro jade Rojo! -protesté-. Hubiera bastado con echar un vistazo a los puentes. Por enrevesado que sea el laberinto, ha sido una tontería ir otra vez hasta el inicio para terminar volviendo al centro. ¿Sabe cuántas pasarelas de éstas podríamos habernos ahorrado?

– Déjelo, Elvira -me ordenó Lao Jiang.

– ¿Que lo deje? -me sulfuré.

– Usted no entiende nuestra forma de pensar. Usted es extranjera. Nosotros creemos que las cosas hay que hacerlas bien, completas, para que tengan un final tan bueno como su principio, para que todo tenga armonía.

– ¿Armonía? -Aquello me superaba. Habíamos puesto nuestras vidas innecesariamente en peligro en unos tramos superfluos por la armonía universal.

– Como dice Sun Tzu, Elvira: «Haz tus cálculos antes de la batalla, porque vencerá quien los haga más completos. Los cálculos abundantes vencen a los escasos.» Un pequeño error puede conducir a un enorme fracaso, así pues ¿por qué no hacer el camino en su orden correcto si sólo representa un esfuerzo menor?

No pensaba contestar a eso.

– Había que comprobar los cálculos del Luo P'an, madame. Había que cerciorarse de que mi teoría era correcta antes de perdernos en los puentes y no poder encontrar la salida.

Del noroeste al oeste y del oeste al estenorte (o noreste). Aquella ruta era endiabladamente retorcida y, si era la que seguía la energía qi en el universo o en una casa o donde fuera, más valía no pensar en cómo llegaría la pobre energía al final del camino.

Por fin, desde el noreste fuimos, por otro de esos largos puentes de sesenta metros, hasta el sur, pero no el sur de nuestro nivel sino el del nivel inferior, ya que el puente descendía abruptamente hasta la superficie de una pilastra situada a unos veinte metros por debajo de la otra, a la que estaba pegada. Yo había memorizado la secuencia de direcciones que habíamos seguido porque no se me había ocurrido ninguna manera de marcar el camino para la salida. Aquí no podía provocar una lluvia de flechas ni dejar caer turquesas al suelo como Pulgarcito dejaba caer sus piedrecitas blancas, de modo que sólo contaba con mi memoria por si algo pasaba y lo que hice fue, usando la musiquita popular y facilona de la seguidilla Por ser la Virgen de la Paloma, canturrear en voz baja una y otra vez: «Norte-sur-este-este-sureste-centro-noroeste-oeste-noreste-sur.» El «sur» se me quedaba un poco descolgado de la tonadilla en la primera estrofa, pero repetía «noreste» un par de veces y, al final, terminaba encajando. Digo yo que algo tendría que ver en mi elección musical lo del mantón de la China del segundo verso.

– Bien -declaró el maestro Rojo-, me parece que ahora se trata de seguir la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas en sentido descendente.

Adiós a mi truco memorístico. Con lo bien que sonaba.

– ¿Es que hasta ahora lo habíamos hecho en sentido ascendente?

En effet, madame.

Bueno, pues nada. Allí estábamos de nuevo, caminando por otro puente larguísimo que regresaba hacia el noreste. Y del noreste al oeste y… Un momento, la secuencia era la misma pero al revés. Descendente significaba que la energía viajaba en sentido contrario pero, como no tenía ganas de más explicaciones sobre por qué la energía decidía darse la vuelta de repente y viajar al revés por el universo estelar, me abstuve de comentarlo y me hice la tonta, aparentando seguir al maestro Rojo sin preocuparme de nada más. Lo malo era que ahora ya no me servía la música de Por ser la Virgen de la Paloma, aunque daba lo mismo porque sólo debía recordar que, en el segundo nivel de puentes, la dirección correcta era la inversa a la registrada en mi serie musical. A partir de aquí todo fue como la seda: llegué a cogerle el tranquillo a esos pasos tan cursis que nos obligaban a dar las cadenas, y esa seguridad, que también habían adquirido el maestro y Lao Jiang, nos hacía avanzar más ligeros; por otra parte, la pauta de la energía era siempre la misma ya que iba en sentido ascendente en los niveles impares y descendente en los pares. Lo único que no se repetía era aquel primer puente colocado para despistar en el primer nivel entre el norte y el centro y que el maestro Rojo nos había obligado a retroceder para iniciar la serie completa desde el principio. Estaba todo meticulosamente pensado, desde luego, aunque, una vez comprendido el esquema general con un lenguaje sencillo en lugar de con esos rimbombantes nombres chinos, me sentía capaz de volver a subir sin perderme hasta donde nos esperaban Fernanda y Biao. Resultaría un tanto confuso pero no imposible.

Por fin, tras descender ocho alturas, llegamos al suelo y, con mis resistentes botas chinas, zapateé -un poco- de alegría sólo por la satisfacción de no estar ya colgada en el aire caminando como una maniquí de Haute Couture. Lao Jiang y el maestro Rojo me miraron desconcertados pero no les hice ni caso. Habíamos bajado desde una altitud de vértigo, seguramente más de ciento cincuenta metros, y habíamos llegado al final sanos y salvos gracias a nuestra prudencia y, sobre todo, gracias a esos sólidos puentes de hierro por los que no parecían haber pasado los milenios. Agradecí a Sai Wu su buen hacer desde lo más profundo de mi corazón.

Allí abajo todo se veía de otra manera. Eché la cabeza hacia atrás hasta donde pude, puse las manos en bocina alrededor de la boca y grité llamando a los niños por sus nombres. No podía verles a través de la malla de hierros pero les oí vociferar desde muy lejos sin entender lo que decían. Bueno, lo importante era que estaban bien y que se habían quedado donde yo les había dicho. No estaba muy segura después de haberles visto hacer de las suyas durante el viaje. Ahora ya podía enfrentarme a esos misteriosos Bian Zhong del cuarto subterráneo.

– Lao Jiang, ¿por qué no le explica al maestro Jade Rojo lo que decía Sai Wu en el jiance sobre los Bian Zhong?

– Maestro, ¿sabe usted lo que son los Bian Zhong?-preguntó el anticuario-. Sai Wu le decía a su hijo que en el cuarto nivel se encontraba la cámara de los Bian Zhong y que tenían algo que ver con los Cinco Elementos.

– Los Bian Zhong soncampanas, Da Teh.

– ¿Campanas?

– Sí, Da Teh, campanas, campanas mágicas de bronce capaces de emitir dos tonos diferentes: un tono bajo cuando son golpeadas en el centro y otro agudo cuando se las golpea en los lados. Hoy en día ya no se usan por la complejidad de su ejecución pero son uno de los instrumentos musicales más antiguos de China.

– ¿Cómo es posible que yo no hubiera oído nunca hablar de esas campanas? -se extrañó Lao Jiang.

– Quizá porque apenas quedan unas cuantas en algunos monasterios y porque nada sabríamos de su existencia si no fuera por las partituras conservadas en las bibliotecas con anotaciones acerca de su gran antigüedad. Además, no son campanas normales como las que usted haya podido ver habitualmente. Son campanas planas. Da la sensación, al verlas, de que les ha caído una piedra encima.

– ¿Y qué tienen que ver esas campanas planas con los Cinco Elementos? -rezongué.

– Bueno, si se trata de los Cinco Elementos no creo que la solución sea muy complicada.

No quería ser agorera, pero el maestro Rojo se parecía un poco a mí en cuanto a la capacidad de predecir el futuro. Había sido él quien había dicho, muy tranquilo, que «diez mil» puentes sólo serían «muchos» puentes, dándole el sentido de «unos cuantos». Así que más valía no hacerse falsas ilusiones. Y, encima, todas mis notas sobre los Cinco Elementos tomadas de aquella clase a la que asistimos Biao y yo en Wudang se habían quedado en la libreta que les había dejado a los niños.

– Muy bien -exclamó Lao Jiang-, pues vamos a buscar esas campanas.

Caminamos un rato cerca de las paredes y, finalmente, encontramos, a unos cien metros detrás del último puente por el que habíamos bajado, una trampilla en el suelo.

– ¿Más descensos? -bromeé.

– Eso parece -repuso Lao Jiang sujetando la argolla y tirando de ella con fuerza. Como en los niveles anteriores, se abrió sin ninguna dificultad y otra vez descubrimos los consabidos barrotes de hierro sujetos a la pared a modo de escalera. Descendimos por ellos sumergiéndonos en la oscuridad aunque, por fortuna, el tramo fue muy corto. En seguida Lao Jiang, que iba el primero, nos avisó de que había llegado al final y, antes de que el maestro Rojo, que iba el último, pusiera un pie en el suelo, él ya había encendido la antorcha de metano (palabra que ahora me producía una enorme desazón) con su hermoso yesquero de plata. Y sí, allí estaban los Bian Zhong, imponentes, impresionantes, colgando frente a nosotros de un hermoso armazón de bronce que ocupaba por completo la pared del fondo, desde el techo hasta el suelo y de un lado al otro. Diría, sin temor a exagerar, que aquel monstruoso instrumento musical debía de medir unos ocho metros de largo por cuatro o cinco de alto. Había muchísimas de aquellas extrañas campanas aplastadas, una barbaridad, seis filas para ser exacta y, en cada una de ellas, conté once, que iban aumentando de tamaño de izquierda a derecha. A la izquierda estaban las pequeñas -del tamaño de un vaso de agua- y a la derecha las gigantescas, que hubieran podido utilizarse, dándoles la vuelta, como cubos para la basura o para el agua de limpiar.

A la luz de la antorcha de Lao Jiang, el oro de sus ondulados adornos todavía brillaba. Después descubrimos que también llevaban dibujos hechos con plata, pero la plata se había oscurecido y no destacaba tanto. Parecían bolsos expuestos en un escaparate y sus dos lados inferiores, terminados en graciosos picos, aún los hacía estar más a la moda. Las asas colgaban de unos ganchos dispuestos a distancias regulares en las seis gruesas barras que cruzaban de lado a lado el descomunal bastidor cubierto de verdín. Delante de este hermoso Bian Zhong, que también se llamaba así el carillón completo, sobre una pequeña mesa de té, había dos mazos del mismo metal, ambos de un metro de largo como poco, y que, sin duda, servían para golpear con ellos las campanas aplastadas.

– ¿Tenemos que interpretar alguna música en concreto? -pregunté por incordiar.

El maestro Rojo, con su habitual capacidad de análisis y concentración, ya se estaba acercando al Bian Zhong para examinarlo con cuidado y, como necesitaba luz, le hizo un gesto a Lao Jiang para que fuera tras él, pero el anticuario había descubierto vasijas de grasa de ballena en las paredes y se disponía a prenderlas para apagar la antorcha. En realidad, ya me estaba acostumbrando al olor que desprendían esas lámparas y cada vez me molestaba menos. Acabaría por no advertirlo aunque, por descontado, tampoco lo echaría de menos cuando saliéramos al puro, limpio y abundante aire fresco del exterior. En aquel momento recuerdo que sentí un poco de hambre. No tenía ni idea de la hora que era, puede que media tarde, pero no habíamos comido nada en todo el día y los efectos del metano ya hacía un buen rato que habían desaparecido.

En cuanto la habitación se iluminó con la luz de las lámparas, el maestro Rojo se concentró en las campanas. También Lao Jiang y yo nos acercamos al armazón para curiosear aunque, al menos yo, no podría servir de mucha ayuda. Eran unas campanas realmente bonitas, con pequeños botones en relieve en su parte superior y dibujos de nubes en movimiento -hechos de oro- en la inferior. Tanto el borde de arriba como el extremo picudo de abajo lucían un ribete de plata con un adorno similar a una greca pero hecha con las volutas y sinuosidades propias del diseño chino.

– Aquí están los Cinco Elementos -anunció el maestro Rojo poniendo un dedo ganchudo sobre el centro de la campana que tenía frente a la nariz. Me acerqué a mirar y vi que su índice señalaba, dentro de un óvalo situado entre los botones y las nubes, un ideograma chino parecido a un hombrecito con los brazos abiertos-. Este es el carácter Fuego y aquí -y puso el mismo dedo sobre la campana de al lado-, Metal. En esta otra pueden ver el elemento Tierra, la Madera aquí y, aquí, el Agua.

Eché un vistazo general al Bian Zhong ydije:

– Maestro Jade Rojo, no quisiera desanimarle pero cada una de las campanas tiene alguno de esos cinco ideogramas.

El carácter Agua era muy parecido al del Fuego salvo por el hecho de que el hombrecito tenía tres brazos, dos de ellos derechos. La Tierra parecía una letra T invertida, la Madera era una cruz con tres patas y el ideograma Metal hubiera pasado, sin confusión, por el dibujo de una casita monísima con un tejadillo a dos aguas. Definitivamente, el carácter que más me gustaba era éste, el del Metal.

– Me temo que va a ser muy complicado resolver este enigma -dijo pesaroso el maestro, mirando de reojo los largos mazos que descansaban sobre la mesita de té-. En primer lugar, hay que averiguar lo que tenemos que hacer: ¿descubrir una serie musical escrita con los ideogramas de los Cinco Elementos?

– ¿Por qué no empezamos golpeando esas cinco campanas del centro a ver qué pasa? Luego, probamos con todas las que lleven el mismo carácter y seguimos buscando combinaciones hasta que alguna funcione.

Ambos hombres me miraron como si me hubiera vuelto loca.

– ¿Sabe el ruido que hacen estos Bian Zhong, Elvira? -se enfadó Lao Jiang.

– ¿Y qué tendrá que ver el ruido que hagan? -objeté-. ¿No están aquí esos mazos para eso? ¿Cómo quiere que bajemos al quinto subterráneo si no resolvemos esta partitura musical?

– Debemos pensar -opinó el maestro Rojo, recogiéndose la túnica y sentándose en el suelo en postura de meditación.

– ¿Puedo intentarlo, al menos? -insistí desafiante, cogiendo los mazos.

– Haga lo que quiera -me respondió Lao Jiang tapándose los oídos con las manos y acercándose a las campanas para seguir examinándolas.

Era lo que estaba deseando escuchar. Sin pensarlo dos veces me lancé a la apasionante experiencia interpretativa de golpear (con cuidado, eso sí) sesenta y seis antiguas campanas aplastadas en todas las series y formas que se me iban ocurriendo. Tenían un sonido hermoso, como apagado, como si después de tañerlas pusieras una mano encima para ahogar la vibración y, con todo, de alguna manera, siguieran palpitando. Era, sin duda, un sonido muy chino, muy diferente a lo que estaba acostumbrada a oír e indiscutiblemente bello de no ser por mi terrible interpretación que no atinaba a dar, ni por casualidad, con la escala de ocho notas occidentales. No se parecía en absoluto al sonido de las campanas eclesiásticas aunque quizá su antigüedad y su capa de cardenillo modificaban en algo la resonancia original. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro.

– ¿Sí? -pregunté sorprendida, volviéndome y viendo a Lao Jiang.

– Por favor, se lo suplico, ¿podría parar?

– ¿Les molesta el sonido?

El maestro Rojo, que seguía sentado en el suelo, dejó escapar una espontánea y por completo insólita carcajada.

– Es insoportable, Elvira. Por favor, déjelo.

Hay cosas que no cambian en esta vida. Cuando era muy pequeña, antes de empezar a estudiar el odioso solfeo, me gustaba aporrear el piano de casa hasta que me arrancaban del asiento entre rabietas y me castigaban. Ahora, más de treinta años después, y en China, se volvía a producir la misma situación. Era mi aciago destino.

Dejé los mazos sobre la mesilla y me dispuse a pasar un rato de aburrimiento hasta que al maestro Rojo se le ocurriera alguna brillante idea que nos permitiera averiguar qué debíamos hacer con aquellas hermosas campanas. Por no malhumorarme saqué una bola de arroz de mi bolsa y empecé a mordisquearla. Estaba seca. Un té caliente me hubiera venido bien, pero con el arroz, al menos, se me calmaba el estómago. Para entretenerme mientras comía, me dio por contar campanas. Con el ideograma Metal, el de la casita, sólo había cinco Bian Zhong, con el de Tierra, nueve, con el de Fuego, trece, con el de Madera, diecisiete y con el de Agua, veintidós. Si Biao hubiera estado allí, seguramente ya habría encontrado alguna relación numérica entre esas cifras. De todos modos, no era difícil: la serie se cumplía casi a la perfección sumando cuatro al número anterior, es decir, si había cinco casitas, cinco más cuatro, nueve campanas con el ideograma Tierra. Si a las nueve Tierras le sumábamos cuatro, teníamos los trece Fuegos. Trece Fuegos más cuatro, diecisiete Maderas. La cosa no terminaba de encajar con el Agua, porque, según la serie, debería haber veintiuna campanas con el carácter Agua, pero había veintidós. Sobraba una, y de Agua precisamente, el elemento regente del reinado de Shi Huang Ti, además de que había más campanas de Agua que de ningún otro elemento. El Agua era lo más abundante en aquel Bian Zhong. Y, después, en orden decreciente, la Madera, el Fuego, la Tierra y el Metal. ¿Qué había dicho el maestro de Wudang sobre los Cinco Elementos? Recordaba vagamente algo sobre que eran distintas manifestaciones de la energía qi, que todos estaban relacionados entre sí y con otras cosas como el calor y el frío, los colores, las formas… Vaya, ¿por qué había tenido que dejarles a los niños mi libreta con las anotaciones? Hice un esfuerzo de memoria visual, intentando recordar no lo que había dicho el maestro de Wudang sino lo que yo había dibujado. ¿Qué apunte había tomado usando unos animales? Ah, sí, ya me acordaba: había pintado los cuatro puntos cardinales con una tortuga negra al norte representando el elemento Agua, un cuervo rojo al sur que era el Fuego, un dragón verde al este para la Madera, un tigre blanco al oeste simbolizando al Metal y una serpiente amarilla en el centro que era el elemento Tierra.

Bueno, pero todo eso no me servía de nada. Continuaba sobrándome Agua en aquel carillón gigantesco que debía de pesar varias toneladas. Me alejé para tomar asiento en el suelo junto al maestro Rojo. Lao Jiang me siguió.

– ¿Y bien, maestro? -le preguntó.

– Podría tratarse de algún tipo de composición musical basada en cualquiera de los dos ciclos de los Elementos, el creativo y el destructivo.

Lao Jiang asintió con la cabeza. Yo no recordaba haber escuchado nada sobre esos dos ciclos aunque a lo peor sí y lo había olvidado.

– ¿Qué ciclos son esos, maestro Jade Rojo?

– Los Cinco Elementos están estrechamente relacionados entre sí, madame -me explicó-. Sus vínculos pueden ser creativos o destructivos. Si son creativos, el Metal se nutre de la Tierra, la Tierra se nutre del Fuego, el Fuego se nutre de la Madera, la Madera se nutre del Agua y el Agua se nutre del Metal, cerrando el ciclo. Si, por el contrario, sus vínculos son destructivos, el Metal se destruye por el Fuego, el Fuego se destruye por el Agua, el Agua se destruye por la Tierra, la Tierra se destruye por la Madera y la Madera se destruye por el Metal.

Algún Bian Zhong resonó dentro de mi cabeza al oír aquella retahíla de elementos nutriéndose y destruyéndose mutuamente.

– ¿Podría repetirme el primer ciclo, por favor, el creativo? -le pedí al maestro Rojo.

Me miró extrañado pero hizo un gesto afirmativo.

– El Metal se nutre de la Tierra, la Tierra se nutre del Fuego, el Fuego se nutre de la Madera, la Madera se nutre del Agua y el Agua se nutre del Metal.

– ¿Empieza por el Metal debido a alguna razón o podría hacerlo por cualquiera de los otros Elementos?

– Bueno, así los aprendí y así suelen venir en los libros más antiguos pero, si usted lo desea, puedo decirle el ciclo empezando por el Elemento que me pida.

– No, no es necesario, gracias. ¿Podría repetirlo completo otra vez?

– ¿Otra vez? -se alarmó Lao Jiang.

– Por supuesto, madame -consintió amablemente el maestro-. El Metal se nutre de la Tierra…

Cinco campanas con el ideograma Metal; cinco más cuatro, nueve campanas con el ideograma Tierra.

– … la Tierra se nutre del Fuego…

Nueve campanas con el ideograma Tierra; nueve más cuatro, trece campanas con el ideograma Fuego.

– … el Fuego se nutre de la Madera…

Trece campanas con el ideograma Fuego; trece más cuatro, diecisiete campanas con el ideograma Madera.

– … la Madera se nutre del Agua…

Diecisiete campanas con el ideograma Madera; aquí me fallaban las cuentas porque diecisiete más cuatro eran veintiuno y tenía veintidós campanas con el ideograma Agua.

– … y el Agua se nutre del Metal, cerrándose así el círculo para volver a empezar. ¿Por qué le interesa tanto el ciclo creativo de los Cinco Elementos?

Les conté lo del número creciente de campanas según el ciclo creativo y lo de esa campana de Agua que me sobraba aunque no sabía por qué.

El maestro se quedó muy pensativo.

– El ciclo creativo… -repitió, al fin, en susurros.

– Sí, el ciclo creativo -le confirmé-. ¿Qué pasa con él?

– La nutrición, madame, el sustento que vigoriza y robustece, un elemento alimentando al siguiente para que sea más fuerte y poderoso y pueda, a su vez, alimentar al siguiente y ése a otro y así hasta volver al punto de origen. Hay algo en lo que usted no se ha fijado. Supongamos que esa campana del Elemento Agua que le sobra, en realidad no le sobrase sino que fuera el principio, el origen de esa cadena de elementos reforzándose unos a otros. Empezaríamos, pues, por una campana del elemento Agua a la que sumaríamos cuatro para seguir con ese incremento que usted ha descubierto y, ¿qué tendríamos? Cinco campanas del Elemento Metal, las que usted situaba en primer lugar, y de este modo, incluso, encajarían perfectamente las veintiuna Bian Zhong que antes tanto le estorbaban cuando eran veintidós. Así pues, ¿qué tenemos? Un diseño de nutrición entre los Cinco Elementos que empieza y termina con el Agua, fundamento y emblema del Primer Emperador.

– Pero ¿qué tiene que ver todo eso con las campanas? -preguntó desconcertado Lao Jiang.

– Aún no lo sé, Da Teh -repuso el maestro poniéndose ágilmente de pie y caminando hacia el Bian Zhong-, pero no es rara casualidad numérica. Probablemente hayamos dado con la partitura musical aunque no sepamos interpretarla.

El anticuario y yo le seguimos hasta colocarnos a su lado, frente al gran bastidor de bronce, pero no vi nada que no hubiera visto antes y tampoco se me ocurrió cómo llevar aquel ciclo creativo hasta las sesenta y seis campanas con adornos de oro y plata que colgaban, tranquilas, de sus elegantes asas.

– ¿Empezamos golpeando la campana de Agua más grande? -aventuré.

– Probemos -admitió esta vez Lao Jiang, adelantándose para coger los mazos antes que yo. Con paso decidido se dirigió a la derecha del mueble, donde estaban las Bian Zhong más grandes, buscó el ideograma del Elemento Agua y golpeó. El sonido, grave y hueco, reverberó ahogadamente durante un buen rato, pero no ocurrió nada.

– ¿Debería golpear ahora las cinco campanas del Elemento Metal? -preguntó Lao Jiang.

– Adelante -dijo el maestro-. Hágalo por tamaño, de mayor a menor. Si no funciona, lo haremos al revés.

Pero tampoco sucedió nada. Ni tampoco cuando, después, tañó las nueve campañas de Tierra, las trece de Fuego, las diecisiete de Madera y las veintiuna de Agua. Un rato antes, Lao Jiang se había quejado del ruido que hacía yo golpeando las campanas pero ahora se le veía muy a gusto divirtiéndose con los mazos. Ver para creer. Cuando tocaba él, el sonido no le molestaba. La repetición de la serie al revés tampoco produjo resultados así que terminamos regresando al suelo, absolutamente desanimados y con los oídos medio sordos.

– ¿Qué se nos está escapando? -pregunté desolada-. ¿Por qué no damos con la dichosa partitura?

– Porque no es una partitura, tai-tai, es una combinación de pesos -dijo una voz tímida a nuestra espalda.

¿Tai-tai…?¿Biao…? ¡Fernanda!

– ¡Fernanda! -grité, poniéndome en pie de un brinco y dirigiéndome hacia los travesaños de hierro a toda velocidad para mirar hacia arriba, hacia la trampilla-. ¡Fernanda! ¡Biao! ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?

Sus miserables cabezas se divisaban muy pequeñas, apenas asomadas a los bordes del agujero. El silencio fue mi única respuesta.

– ¡Biao! ¿Qué te dije, eh? ¿Qué te dije, Biao?

– Que no fuera detrás de Lao Jiang y de usted por mucho que la Joven Ama me lo ordenara.

– ¿Y qué has hecho tú, eh, qué has hecho? -Me había puesto como una fiera. Sólo de imaginarlos bajando por los puentes de hierro me hervía la sangre.

– Seguir al maestro Jade Rojo -contestó humildemente.

– ¿Cómo? -chillé.

– No se enfade tanto, tía -me pidió Fernanda usando un chapucero tonillo condescendiente-. Usted le ordenó que no siguiera ni a Lao Jiang ni a usted y él lo ha cumplido. Ha seguido al maestro Jade Rojo.

– ¡Pero ¿y tú, desvergonzada?! Te prohibí terminantemente que te movieras de allá arriba.

– No, tía. Usted me ordenó que me quedara con Biao. Me dijo textualmente: «Si no te quedas con Biao te meteré interna en un colegio de monjas francesas.» Yo sólo he hecho lo que usted me dijo. Me he quedado con Biao todo el tiempo, se lo prometo.

¡Por el amor del cielo! Pero ¿qué les pasaba a aquellos dos niños? ¿Es que no tenían conciencia del peligro? ¿Es que no sabían lo que era obedecer una orden? Y ahora que ya estaban aquí no podía ordenarles que volvieran a subir. Además, ¿cómo habían bajado los puentes? ¿Cómo habían sabido qué camino tenían que seguir?

– Les estuvimos viendo bajar -me explicó mi sobrina- y Biao dibujó la ruta en su libreta.

– ¡Devuélveme mi libreta y mis lápices ahora mismo, Biao!

El niño desapareció de mi vista para reaparecer por los pies, descendiendo lentamente travesaño a travesaño. Cuando llegó a mi lado le tendí una mano imperiosa y él, acobardado, me entregó mis cosas. Cogí el cuaderno, busqué la última hoja utilizada y descubrí el dibujo. El esquema era correcto, estaba bien trazado y presentaba marcas de flechas que indicaban el cambio de sentido de la energía en los niveles impares. Eran muy listos aquellos dos pero, sobre todo, eran desobedientes y la más desobediente de ambos era mi sobrina, la cabecilla del equipo. Aquél no era el momento para hablar sobre lo sucedido ni tampoco para pensar en un castigo magistral e inolvidable, pero ese momento llegaría, antes o después llegaría y Fernanda Olaso Aranda se iba a acordar de su tía durante el resto de su vida.

Terriblemente enojada, me di la vuelta, dejándolos tiesos y cabizbajos, para guardar mis útiles de dibujo en la bolsa.

– ¿Ya se le ha pasado el enfado, Elvira? -me preguntó de manera desagradable Lao Jiang. Era lo último que me faltaba.

– ¿Tiene usted algún problema con la forma en que trato a mi sobrina y a mi criado?

– No. Me da exactamente igual. Lo que quiero es que Biao nos explique lo que ha dicho sobre la combinación de pesos.

Ya no me acordaba de aquello. Con el disgusto se me había olvidado. El niño se adelantó y caminó muy despacito (supongo que por llevar encima el peso de la culpabilidad) hacia el Bian Zhong. Apenas se le entendió cuando dijo algo entre murmullos.

– ¡Habla más alto! -le ordenó Lao Jiang. ¿Qué demonios le pasaba a aquel hombre? Estaba insoportable y, entre los niños y él, el viaje se estaba volviendo una pesadilla.

– Que si me pueden ayudar a coger la campana grande con el carácter de Agua.

El anticuario se precipitó hacia él y, entre los dos, la alzaron un poco y la sacaron. Se oyó el chirrido de un resorte y el gancho del que había estado colgando subió unos centímetros en la barra como si tuviera un muelle debajo. La dejaron con mucho cuidado en el suelo.

– ¿Qué más? -preguntó Lao Jiang.

– Hay que quitar esa campana -afirmó el niño señalando, en la fila inferior, el Bian Zhong de tamaño mediano que ocupaba el puesto central, el sexto contando desde cualquier lado. Lao Jiang la sacó con cierto esfuerzo y la dejó también en el suelo-. Ahora hay que poner la grande en el lugar de la mediana -indicó agachándose para ayudar al anticuario a coger el gigantesco Bian Zhong conel ideograma de Agua. El rechinar de muelles y las leves subidas y bajadas de los ganchos al ser liberados o cargados revelaba que algo estaba sucediendo en el interior de aquel bastidor y que, por lo tanto, la idea de Biao era acertada. Con la ayuda del maestro Rojo, siguieron quitando y poniendo campanas. Al cabo de poco tiempo, se empezó a ver la imagen del puzle que el niño tenía en su cabeza. De vez en cuando se oía un lejano gruñido metálico como el de una barra de cerrojo al ser retirada. Los hombres sudaban por el esfuerzo. Fernanda y yo echábamos una mano cuando se trataba de los bronces más pequeños, los que parecían vasos de agua, aunque también pesaban lo suyo. Biao no daba abasto para indicarnos a unos y a otros qué campanas debíamos retirar y dónde debíamos colocar las otras.

Finalmente, sólo quedó una campana por poner, una muy pequeña del Elemento Agua que había que colocar en la esquina inferior izquierda del bastidor y que estaba en mis manos, en mis más que sucias manos. El Bian Zhong tenía ahora todas sus piezas situadas de forma no diría que desordenada -porque iban de menor a mayor en sentido izquierda-derecha- pero sí completamente diferente a su disposición primaria como instrumento musical de percusión. La campana gigante con el carácter Agua que colocamos en el centro de la barra inferior estaba ahora rodeada por las cinco del elemento Metal, las de las casitas, ya que el Metal nutría poderosamente al Agua. Las cinco campanas de Metal estaban rodeadas a su vez por las nueve de Tierra, que nutrían al Metal que, a su vez, nutría al Agua. Las nueve campanas de Tierra estaban rodeadas por las trece de Fuego, las trece de Fuego por las diecisiete de Madera y éstas, finalmente, por las veintiuna de Agua (faltaba por poner la que yo tenía en las manos). Un ciclo perfecto, una ordenación magistral de fuerza y energía. Si Biao tenía razón, los maestros geománticos de Shi Huang Ti habían hecho del Elemento regente del emperador el principio y el fin de aquella combinación, disponiendo que el ciclo creativo de los Cinco Elementos reforzara al Agua con todo su poder y que ésta, a su vez, acabara envolviéndolo todo.

Hubo una cierta expectación en el aire cuando me dirigí hacia el último gancho vacío del armazón. Sintiéndome una diva ante su público, coloqué la campana con un gesto barroco y divertido que hizo reír a los niños y al maestro Rojo. Lao Jiang estaba tan desesperado porque aquella tentativa funcionara que cualquier otra cosa le resultaba indiferente.

Se oyó un chasquido metálico, un quejido de muelles, un largo crujido de piedra contra piedra y, por fin, el chirrido de un resorte. La pared en la que se apoyaba el Bian Zhong sedeslizó hacia atrás lentamente provocando una suave vibración de las sesenta y seis campanas y se detuvo en seco tras recorrer un par de metros. Tanto en el borde de las dos paredes perpendiculares como en los pedazos de suelo y techo donde antes había estado encajado aquel muro de quita y pon se veían anchos orificios separados por treinta o cuarenta centímetros de distancia. Los dos huecos que habían quedado libres para pasar estaban, cómo no, en absoluta penumbra.

– Biao, dime -oí susurrar al maestro Rojo detrás de mí-. ¿Cómo supiste quese trataba de la disposición y el peso de las campanas y no de una partitura musical?

– Por dos razones, maestro -le contestó el niño también en voz baja-. La primera, porque me resultaba muy raro que el arquitecto Sai Wu, al decirle a su hijo en el jiance que la cámara de los Bian Zhong estaba relacionada con los Cinco Elementos, no mencionara en absoluto la música, y eso que hablaba de campanas. La segunda razón fue que ustedes las golpearon de todas las formas posibles sin ningún resultado. Pensé que no podía tratarse de una canción. Lo único cierto era que el problema tenía que ver con los Cinco Elementos, con la energía qi. Entonces, la Joven Ama Fernandina me hizo un comentario sobre lo mucho que debía de pesar aquel enorme instrumento musical, sobre lo difícil que sería moverlo para ver si había alguna puerta detrás. La idea se me ocurrió de pronto, mientras les oía hablar sobre el número de campanas que había y el ciclo creativo de los Cinco Elementos. Además, era lógico suponer que en alguna parte había un mecanismo escondido que abriría esa puerta de la que hablaba la Joven Ama pero la habitación estaba completamente vacía salvo por el Bian Zhong de modo que, si no era la música, ¿qué otra cosa podía poner en marcha el mecanismo? Las campanas colgaban de ganchos, luego podían quitarse y ponerse. Pensé también que si el Agua era el elemento principal y había una campana de Agua que sobraba o que, como usted dijo, era la primera de la serie, debía ser la más grande e ir colocada en su punto cardinal, el norte. Si imaginábamos un mapa chino sobre el Bian Zhong, el sur quedaba arriba, el oeste y el este a los lados y el norte abajo. La campana grande debía ir en el centro de la fila inferior. Esto y lo que ustedes decían sobre el número de campanas de cada Elemento y el orden del ciclo creativo fue lo que me dio la idea, maestro Jade Rojo.

Me había quedado boquiabierta. No podía creer lo que acababa de oír. Biao tenía una inteligencia extraordinaria y una maravillosa capacidad de análisis y deducción. Ese niño no podía volver al orfanato del padre Castrillo para terminar aprendiendo el oficio de carpintero, zapatero o sastre. Debía estudiar y aprovechar esas cualidades excepcionales para labrarse un buen futuro. De repente, tuve una idea magnífica: ¿por qué no le adoptaba Lao Jiang? El anticuario no tenía hijos que heredaran su negocio ni que pudieran cumplir con los ritos funerarios en su honor el día que él muriese. Era un tema muy delicado y, tal y como estaba de irritable últimamente, mejor no decirle nada por el momento pero, en cuanto saliésemos del mausoleo con los bolsillos llenos de dinero, hablaría con él para ver si la idea le parecía tan buena como a mí o si, por el contrario, la juzgaba ofensiva y me mandaba a ocuparme de mis asuntos. En cualquier caso, lo que estaba claro como el agua era que de ninguna de las maneras volvería Biao al orfanato.

Tras recoger nuestras bolsas nos dispusimos a cruzar el umbral abierto por la pared del Bian Zhong. Lao Jiang sacó de nuevo su yesquero y prendió la antorcha, colocándose en primer lugar. Yo iba detrás de él, protegiendo con el cuerpo a la tonta de mi sobrina y al niño, que caminaba junto al maestro. No sabía con qué podíamos encontrarnos detrás del muro aunque hasta entonces no habíamos tenido más sorpresas desagradables de las esperadas. Sin embargo, y por una vez, acerté con mis temores: oí una exclamación del anticuario y vi que se echaba hacia atrás y que iba a caer sobre mí. Por instinto, retrocedí apresuradamente chocando con Fernanda, que chocó a su vez con Biao y éste con el maestro Rojo.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Cuando Lao Jiang, que había mantenido el equilibrio de milagro, se giró para mirarnos, descubrí unas cosas negras que se movían por la orilla de su túnica y que subían a toda velocidad entre sus pliegues. ¿Cucarachas…? Sentí un asco de morirme.

– Escarabajos -aclaró el maestro Rojo.

– Hay de todo -precisó Lao Jiang sacudiéndose la ropa. Aquellas cosas negras con patitas cayeron al suelo y se movieron-. No he podido fijarme bien porque me he alarmado al ver las paredes y el suelo cubiertos de insectos pero hay miles de ellos, millones; escarabajos, hormigas, cucarachas… No se distingue la trampilla.

Mi sobrina soltó una exclamación de terror.

– ¿Pican? -preguntó muerta de miedo, tapándose la boca con la mano.

– No lo sé, no creo -respondió Lao Jiang girándose de nuevo hacia la habitación y alargando el brazo con la antorcha para iluminar el interior. No podía pensar siquiera en asomarme. Es más, no podría entrar allí aunque fuera el último lugar del mundo tras una catástrofe universal.

– Pues vamos -dijo Biao caminando hacia donde estaba Lao Jiang.

Los tres hombres se asomaron y les vimos poner cara de sorpresa.

– ¡Está infestado! -exclamó el maestro-. La luz les hace moverse. ¡Miren cómo vuelan y cómo caen del techo!

– No podremos encontrar la trampilla -afirmó el niño sacudiéndose los bichos de los brazos de la chaqueta. Lao Jiang y el maestro se pasaban las manos por la cara.

– Yo la buscaré. Cuando la encuentre les llamaré.

– Lo siento, Lao Jiang, yo no puedo entrar ahí -le dije.

– Pues quédese. Haga lo que le plazca -repuso groseramente desapareciendo tras el muro. Me quedé de una pieza.

– Tía, ¿qué vamos a hacer nosotras? -Mi sobrina me miraba con ojos de angustia.

Me sentí tentada a darle una respuesta parecida a la que me acababa de soltar a mí el anticuario (aún estaba muy enfadada con ella por haberme desobedecido) pero me dio pena y no pude hacerlo. El miedo nos hermanaba y, además, comprendía su agobio. Pero si de miedo se trataba había que superarlo, me dije, había que enfrentarse a él. No quería que mi sobrina heredara mi neurastenia.

– Haremos de tripas corazón y pasaremos, Fernanda.

– Pero ¿qué está usted diciendo? -se horrorizó.

– ¿Quieres que nos quedemos tú y yo aquí como dos tontas mientras ellos siguen hacia el tesoro?

– ¡Pero hay millones de bichos! -aulló.

– ¿Y qué? Pasaremos. Cerraremos los ojos y pasaremos. Le diremos a Biao que nos lleve de la mano a toda velocidad, ¿de acuerdo?

Los ojos se le llenaron de lágrimas pero asintió. Yo sentía terror y picores por todo el cuerpo sólo de pensar en entrar en aquella habitación pero tenía que dar una lección de valor a mi sobrina y tenía que demostrarme a mí misma que mi recuperación era cierta, que podría enfrentarme al miedo siempre que quisiera (o que no tuviera más remedio, como era el caso).

Le explicamos a Biao la situación y él mismo se ofreció a guiarnos antes de que se lo pidiéramos. Apenas tuvimos tiempo de prepararnos: la llamada de Lao Jiang sonó como un mazazo en la cabeza de Fernanda y en la mía. No debíamos pensar más. Biao cogió mi mano, yo cogí la de la niña y entramos en la misteriosa estancia infestada de sabandijas. Inmediatamente noté que quedaba cubierta por pequeñas cosas vivas que, además de posarse sobre mí, se movían. Casi me vuelvo loca de repugnancia y pánico pero no podía soltar a los niños para frotarme. Debía controlar mis nervios y, sobre todo, la mano de Fernanda, que hizo varios fuertes amagos por zafarse de la mía para quitarse de encima los repelentes animalejos. No abrí los ojos hasta que Biao me dijo que la trampilla estaba a mis pies. Entonces miré y ojalá no lo hubiera hecho: suelo, techo, paredes… todo estaba negro y en movimiento, en el aire volaban mil insectos con élitros negros. Empujé a la niña para que bajara la primera y saliera de allí y, mientras lo hacía, me fijé en Lao Jiang, que permanecía inmóvil sujetando la antorcha para iluminarnos: estaba cubierto de los pies a la cabeza por la misma capa de bichos que ocultaba las paredes. También Biao empezaba a tener un aspecto semejante y yo, aunque no quería ser consciente, debía de andar muy cerca de parecerme a ellos.

– ¡No te entretengas, Fernanda! -le grité a mi sobrina, empezando a meterme en la trampilla. Fue un milagro que no nos matásemos. La niña y yo, aún cubiertas de pequeñas cosas vivas, bajábamos sacudiendo nuestras ropas. Al poco, escuché el sonido del escotillón al cerrarse sobre nuestras cabezas con un golpe seco y una lluvia de cucarachas y escarabajos me rozó las manos y la cara. Lao Jiang había apagado la antorcha de bambú, así que no veíamos nada. Y mejor así, la verdad. No tenía ganas de conocer el equipaje que llevaba encima.

Tampoco este tramo de descenso fue muy largo, unos diez metros quizá. Pronto estuvimos en el suelo y escuché cómo Fernanda pataleaba con fuerza aplastando todo lo que pillaba bajo sus suelas y cada uno de sus pisoteos iba acompañado de varios crujidos crepitantes. Mientras los demás llegaban abajo, la imité, y pronto fuimos cuatro los que matábamos insectos a ciegas. Lao Jiang, por suerte, volvió a encender la antorcha en cuanto puso el pie en tierra. Estábamos invadidos, los teníamos por todas partes: en el pelo, en la cara, en la ropa… Mi sobrina y yo nos sacudimos mutuamente mientras los hombres hacían lo propio. El suelo se llenó de cadáveres reventados flotando en un charco amarillento y pastoso pero, al fin, pudimos dejar de rascarnos y de golpearnos como si tuviéramos la sarna o nos hubiéramos vuelto locos. Caminamos unos pasos para alejarnos de la repugnante mancha, dándole la espalda para no verla.

– ¿Se ha terminado? -preguntó Lao Jiang, examinándonos. Fernanda hipaba a mi lado, secándose las lágrimas provocadas por los nervios; Biao tenía la cara contraída en una mueca de asco que se le había quedado congelada y yo me pasaba las manos compulsivamente por los brazos, eliminando unos insectos que ya no estaban allí-. Inspeccionemos este nuevo subterráneo.

No podía ver con claridad porque aquel lugar era muy grande y teníamos poca luz pero me pareció divisar unas mesas dispuestas como para un banquete.

– Busque vasijas con grasa de ballena, Lao Jiang -le sugerí al anticuario.

– Ayúdame, Biao -le pidió él al niño y ambos se dirigieron hacia las paredes. Al desplazarse Lao Jiang, Fernanda, el maestro Rojo y yo nos quedamos a oscuras pero, al mismo tiempo, pudimos ver un poco más de aquella sala que era bastante amplia y tenía, en efecto, tres mesas dispuestas en forma de U con el lado abierto en dirección a nosotros. Cuando el anticuario y Biao dieron al fin con las vasijas y las encendieron, el recinto adquirió una nueva dimensión y el aspecto de una impresionante y fastuosa sala de banquetes. Las paredes estaban decoradas con motivos de dragones dorados y torbellinos de nubes de jade, el suelo volvía a ser de baldosas negras como en el palacio funerario y, también como en el palacio, detrás de la mesa colocada en sentido horizontal, una gran losa de piedra negra de unos dos metros de largo caía en picado desde el techo hasta el suelo exhibiendo esta vez la talla de una especie de cuadrado gigante dividido en casillas, con incrustaciones de oro resaltando las líneas. Cerca de las vasijas luminosas había impresionantes esculturas de arcilla cocida como las que habíamos visto en el recinto exterior, pero éstas no encarnaban a humildes siervos ni a elegantes funcionarios; parecían, más bien, artistas preparados para dar inicio a algún tipo de actuación. Todos llevaban el pelo recogido en un moño, iban descalzos y estaban desnudos salvo por un faldellín corto que les dejaba lucir la gran musculatura del pecho, los brazos y las piernas, dándoles aspecto de acróbatas o luchadores. Sus caras, tan serias e inmutables, asustaban, así que les ignoré y no dejé de repetirme durante un buen rato que únicamente eran un puñado de barro con forma humana, barro y no personas, arcilla sin vida.

Pero lo que realmente llamaba la atención eran las mesas, las tres mesas aún cubiertas por lujosos manteles de brocado sobre las que se veía una infinidad de bandejas, platos, cuencos con y sin tapa, botellas de cuerpo panzudo, tazones, tarros, jarras, recipientes para frutas, cucharas, palillos… Todo de oro y piedras preciosas. Era una verdadera maravilla. Nos fuimos acercando muy despacio, intimidados, sobrecogidos como si fuéramos una banda de pordioseros que intenta colarse en el gran banquete funerario del emperador. De todas formas, la impresión que transmitía aquel supuesto festín era el de una celebración de fantasmas, un convite de difuntos condenados por toda la eternidad a participar de aquel macabro festejo. Recorrió mi espalda un estremecimiento glacial que me erizó toda la piel del cuerpo. Al acercarnos más, cuando ya estábamos a unos cinco o seis metros, descubrimos que los platos no estaban vacíos. No es que hubiera comida, por supuesto, pero sí un extraño cilindro de piedra preparado a modo de servilleta para cada comensal. Quizá fueran las tarjetas con los nombres de los invitados, aunque eran tan gruesos como mi brazo y estaban hechos con una tosca piedra gris que resaltaba sobre las finas superficies de oro. Conté veintisiete sillas por mesa lo que, multiplicado por tres, daba un total de ochenta y uno de aquellos cilindros. El maestro Rojo se fue directo a coger el que teníamos más cerca.

– ¡Cuidado! -le advirtió Lao Jiang.

– ¿Cuidado por qué? -pregunté, intimidada. El maestro, que ya tenía la pieza en la mano, le miró también con curiosidad.

– Sólo digo que vayamos con cuidado. Nos encontramos justo encima del auténtico mausoleo del Primer Emperador y creo que deberíamos extremar las precauciones. Sólo eso.

– Pero en el jiance no se habla de peligros inesperados -le recordé-. Lo único que dice sobre este quinto subterráneo es que hay un candado especial que sólo se abre con magia.

– ¿Un candado especial que sólo se abre con magia? -repitió, curioso, el maestro Rojo.

– Exactamente -afirmé, caminando a paso ligero para coger otro de aquellos rodillos de piedra.

– Pues debe de ser esto -anunció Fernanda señalando el suelo. Se encontraba justo en el centro de la sala, en medio de las tres mesas. Dando un pequeño rodeo, fui hacia ella y los demás me siguieron.

Aquel dibujo ya lo había visto. Era el mismo que estaba en la losa negra situada detrás del asiento principal. Levanté la mirada y comparé ambos cuadrados: eran idénticos salvo por el hecho de que el del suelo era bastante más grande y que en sus casillas había agujeros, unos agujeros en los que hubiera jurado que encajaban a la perfección los cilindros grises. Examiné con curiosidad el que tenía en la mano y, entonces, descubrí que en una de sus bases había un ideograma chino tallado en relieve.

– Es un tablero de nueve por nueve -comentó Lao Jiang-, así que hay ochenta y un huecos en el suelo y ochenta y un rollos de piedra en las mesas. Ya hemos encontrado el candado. Ahora tenemos que buscar la magia.

Yo, a esas horas, ya no podía buscar nada. Tenía hambre, estaba cansada y seguía picándome el cuerpo como si aún tuviera bichos encima. Llevábamos todo el día superando pruebas para descender de un sótano a otro. Debía de ser muy tarde, seguramente la hora de la cena, y necesitaba parar. Además, ¿no disponíamos de unas mesas preparadas con muy buen gusto y de una magnífica vajilla que podíamos aprovechar para sentirnos como reyes saboreando nuestras humildes viandas? Aquel lugar era perfecto para hacer un descanso.

Ni Lao Jiang pudo negarse y eso que se le dibujó en la cara un gesto de contrariedad. Calentamos agua con la antorcha y pudimos tomar, al fin, un té caliente que me supo a gloria y unas bolas de arroz con especias que fueron manjar de los dioses. En París habría rechazado ambas cosas con asco y repugnancia tan sólo por su aspecto y por la suciedad de nuestras manos. Hubiera pensado en gérmenes y en enfermedades digestivas. Aquí, me daba lo mismo. Sólo quería comer y, además, utilizando aquella hermosa vajilla cuya capa de polvo milenario añadiría un buen aporte alimenticio. A veces, ya no podía reconocerme.

Los niños empezaron a cabecear y a bostezar en cuanto terminaron la cena, pero Lao Jiang fue inflexible. Estábamos sólo a un nivel del mausoleo del Primer Emperador y no íbamos a dormir ahora. Si los niños tenían sueño que bebieran más té y se echaran un poco de agua en la cara para espabilarse. Nada de dormir. A pensar. A buscar la magia del cerrojo para poder acceder esa misma noche al auténtico lugar de enterramiento de Shi Huang Ti.

– ¿Y sabe qué pasará cuando lleguemos, Lao Jiang? -repuse, desafiante-. Que nos dormiremos allí, justo al lado del cuerpo seco del viejo emperador. Estamos cansados y no tiene sentido continuar esta noche con la búsqueda. Desde que nos despertamos esta mañana hemos escapado de los disparos de las ballestas bailando los «Pasos de Yu», descubrimos los hexagramas del I Ching que marcaban el camino de salida del segundo nivel mientras nos envenenábamos con metano, seguimos la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior arriesgando nuestras vidas en aquellos dichosos diez mil puentes, cambiamos de lugar las sesenta y seis pesadas campanas de bronce del Bian Zhong según la teoría de los Cinco Elementos y hemos llegado hasta aquí después de pasar por un cuarto plagado de insectos que han estado a punto de devorarnos. Acabamos de tomar la primera comida decente del día y ¿quiere usted que sigamos y que resolvamos un nuevo enigma sin dormir unas horas para tener la cabeza despejada?

Sentí una oleada de solidaridad de los niños y del maestro Rojo, que me miraban y asentían con la cabeza mientras disimulaban los bostezos.

– Lo que no puedo entender -objetó fríamente Lao Jiang- es por qué quiere parar ahora, Elvira. Estamos tan cerca de conseguir nuestro objetivo que casi podemos tocarlo con las manos. Dormir estando frente a la puerta del tesoro me parece lo más absurdo que he oído en mi vida. No es momento de descansar; es momento de resolver la combinación de este maldito cerrojo para obtener aquello por lo que abandonamos Shanghai y hemos puesto mil veces nuestras vidas en peligro durante los últimos meses. ¿Es que no lo entiende?

Se volvió a mirar al maestro Rojo y le dijo:

– ¿Está usted conmigo?

El maestro cerró los ojos y no se movió pero, tras unos segundos de vacilación, le vi ponerse en pie lentamente. Lao Jiang era el demonio. No tenía piedad con nadie. Volviéndose hacia los niños les preguntó:

– ¿Y vosotros dos?

Fernanda y Biao me miraron en busca de la respuesta. Hubiera querido matar al viejo anticuario, en serio, pero no era el momento de mancharme las manos de sangre ni de dividir al grupo ni tampoco de provocar discusiones. Podíamos aguantar un rato más. Cuando cayésemos lo haríamos como plomos y estaríamos en coma durante varias horas.

– Prepararé más té -dije levantándome de mi asiento y haciendo con la cabeza un gesto a los niños para que fueran con Lao Jiang y el maestro Rojo.

Mientras calentaba el agua, les oía conversar. Fernanda y Biao habían recogido los cilindros de las mesas y, ahora, los dos hombres, sentados en el suelo, los examinaban.

– Están numerados en sus bases desde el número uno hasta el ochenta y uno -dijo Lao Jiang.

– Cierto, cierto… -murmuró, adormilado, el maestro.

– ¿Por qué no estudian el diseño del suelo y de la losa? -pregunté echando las hojas de té en el agua caliente-. Quizá deberían hacerlo antes de seguir con los números.

– El diseño no tiene ningún problema, Elvira -me dijo Lao Jiang-. Se trata de un cuadrado de nueve casillas por nueve casillas, todas iguales y todas con un agujero en el centro para encajar estos ochenta y un cilindros. El problema es la disposición, el orden en el que deben ser colocados.

– Pregunten a Biao -les aconsejé, sacando las hojas de té de las tazas.

Los dos hombres se miraron y, muy despacio aunque con fría decisión, Lao Jiang se levantó y cogió al niño por el cogote, acercándole al gran cuadrado y los cilindros. Biao estaba agotado, se le cerraban los ojos de sueño y supe que no iba a servir de mucha ayuda.

– Hay que empezar por el principio -musitó, arrastrando las palabras-. Por el jiance, como en el Bian Zhong. ¿Qué dice exactamente el arquitecto?

– ¿Otra vez? -se enfadó Lao Jiang.

– Dice que, en el quinto nivel -recordé mientras le alargaba una taza de té al pobre niño-, hay un candado especial que sólo se abre con magia.

– Con magia -repitió él-. Esa es la clave. Magia.

– ¡Este niño es tonto! -exclamó Lao Jiang, soltándole de golpe.

– ¡No vuelva a insultarle! -me enojé-. Biao no es tonto. Es mucho más inteligente que usted, que yo y que todos los demás juntos. Como vuelva a hacerlo se quedará solo para resolver el problema. Los niños y yo tenemos bastante con las joyas del palacio funerario.

Un rayo de ira salió disparado de los ojos del anticuario, traspasándome de parte a parte, pero no me asustó. De ningún modo le iba a consentir que humillara a Biao porque él estuviera impaciente por llegar al tesoro.

– Verá, Da Teh -intervino en ese momento el maestro Rojo, que seguía estudiando el tablero del suelo como si a su alrededor no ocurriera nada-, quizá Biao tenga razón, quizá la clave de este enigma sea la magia.

El anticuario permaneció en silencio. Al maestro no se atrevía a insultarlo pero se le veía en la cara que estaba pensando de él lo mismo que de Biao.

– ¿Se acuerda de los «Cuadrados Mágicos»? -le preguntó el monje y, entonces, la cara de Lao Jiang cambió. Una luz le recorrió el rostro.

– ¿Es un «Cuadrado Mágico»? -preguntó incrédulo.

– Es posible. No estoy seguro.

– ¿Qué es un «Cuadrado Mágico»? -quise saber, inclinándome a mirar con curiosidad.

– Uno en el que los números colocados en su interior suman lo mismo tanto en vertical como en horizontal y en diagonal. Es un ejercicio simbólico chino de miles de años de antigüedad -me explicó el maestro Rojo-. En China existe una tradición muy antigua que relaciona la magia con los números y los «Cuadrados Mágicos» son una expresión milenaria de esa relación. La leyenda más antigua dice que el primer «Cuadrado Mágico» lo descubrió… -el maestro Rojo se echó a reír-. Nunca lo adivinaría.

– Dígamelo -pedí impaciente.

– El emperador Yu, el de los «Pasos de Yu». La leyenda cuenta que lo que Yu vio en el caparazón de la tortuga gigante que salió del mar fue, en realidad, un «Cuadrado Mágico».

Pero ¿cuántas versiones había de lo que Yu había visto en la dichosa tortuga? El maestro Tzau me había dicho que se trataba de los signos que dieron origen a los hexagramas del I Ching, el maestro Jade Rojo que si la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior y, ahora, de nuevo el maestro Jade Rojo me explicaba que, en realidad, lo que había en el caparazón del animal era un «Cuadrado Mágico».

– Oiga, maestro Jade Rojo -protesté-, ¿no le parece que esa pobre tortuga llevaba demasiadas cosas en su concha como para poder salir del mar? Ya he escuchado tres versiones distintas de la misma historia.

– No, no, madame. En realidad, todas dicen lo mismo. Es complicado de explicar pero, créame, no hay diferencias entre las tres. Verá, ¿recuerda la ruta de la energía qi que seguimos a través de los puentes colgantes?

La música de la seguidilla Por ser La Virgen de la Paloma empezó a sonar en mi cabeza.

– Claro que la recuerdo -repliqué, ufana-. Norte-suroeste-este-sureste-centro-noroeste-oeste-noreste-sur.

Todos me miraron con cara de sorpresa.

– ¿Qué ocurre? -proferí muy digna-. ¿Es que no puedo tener buena memoria?

– Por supuesto que sí, madame. En fin, bueno… Sí, ésa es exactamente la ruta de la energía. -Se detuvo un momento, aún bajo los efectos de la sorpresa-. El caso es que no recuerdo lo que iba a decir… ¡Ah, sí! Verá, si tomamos la ruta y vamos numerando del uno al nueve las columnas cuadradas por las que pasamos, el norte sería el uno, el oestesur el dos, el este el tres… y así hasta llegar al sur que sería el nueve (y recuerde que el sur está arriba y el norte abajo, según el orden chino). Si ahora considera esas columnas como casillas dentro de un cuadrado de tres por tres, tendrá el primer «Cuadrado Mágico» de la historia, con más de cinco mil años de antigüedad. Y ese «Cuadrado Mágico» fue el que encontró el emperador Yu en el caparazón de la tortuga. Lo curioso es que, si hace lo mismo siguiendo la ruta de la energía en sentido descendente, se forma otro «Cuadrado Mágico» distinto.

Intenté imaginar lo que decía el maestro y vi, con alguna dificultad por el sueño y el cansancio, tres líneas de números: la de arriba formada por el cuatro, el nueve y el dos; la del centro, por el tres, el cinco y el siete; y la de abajo por el ocho, el uno y el seis. Todas esas filas sumaban quince. Si también sumaba las columnas el resultado seguía siendo quince y lo mismo pasaba con las diagonales. Así que eso era un «Cuadrado Mágico». Me pareció un poco tonto perder el tiempo en esos entretenimientos matemáticos. ¿Quién podía dedicarse a inventar cosas así?

– Emocionante -mentí-. Y supongo, por lo que dice, que ese gigantesco tablero de ochenta y una casillas debe de ser uno de esos «Cuadrados Mágicos».

– Es la única solución que se me ocurre -repuso el monje con pesar-. En tiempos del Primer Emperador era un ejercicio de matemática elevada cuyo secreto sólo conocían algunos maestros geománticos por su relación con el Feng Shui. Recuerde que el Feng Shui era una ciencia secreta, sólo disponible para los emperadores y sus familias.

– ¿Y entonces se supone que tenemos que colocar esos ochenta y un cilindros de manera que sumando todas las filas, todas las columnas y también todas las diagonales el resultado sea siempre el mismo? -pregunté espantada. Aquello era una locura.

– Si se tratara de eso, madame, podríamos darnos por perdidos. No hay nada más complicado en este mundo que concebir un «Cuadrado Mágico» y no digamos si, además, es tan grande como éste, de nueve por nueve. Si fuera de tres por tres, como el de la ruta de la energía, o de cuatro por cuatro, a lo mejor tendríamos alguna esperanza, pero me temo que hemos topado con un problema imposible. Creo que estamos ante el candado más seguro del mundo.

– No es de extrañar, considerando lo que protege -rezongó Lao Jiang.

– ¿Y qué podemos hacer?

– Nada, madame. Desde luego, vamos a intentarlo pero, ¿qué posibilidad existe de dar con la alineación correcta de los ochenta y un rollos de piedra por puro azar? Creo que hemos llegado al final del camino.

– ¡No sea tan pesimista, maestro! -explotó Lao Jiang caminando de un lado a otro como un tigre enjaulado-. ¡Le aseguro que no vamos a salir de aquí hasta que lo logremos!

– ¡Pues déjenos dormir! -me enfadé-. Todos pensaremos mejor después de unas horas de sueño.

El anticuario me miró como si no me conociera y continuó con su desesperado paseo de una esquina a otra del tablero.

– Durmamos -concedió, al fin-. Mañana resolveremos esto.

Y así fue como pudimos extender los k'angs y descansar después de aquel día tan raro y extenuante. Recuerdo que tuve muchos sueños extraños en los que mezclaba todo tipo de cosas: los Bian Zhong con las brillantes carpas de los jardines Yuyuan, la anciana monja Ming T'ien con el camino de turquesas que había dejado en el segundo nivel del mausoleo, las flechas de las ballestas con el abogado de Rémy, Monsieur Julliard… Fernanda caía por un pozo enorme y no podía sacarla, Lao Jiang rompía con el bastón que usaba en Shanghai las estatuas de los siervos del Primer Emperador, el maestro Rojo y Biao se arrastraban por el suelo sobre el tablero de las ochenta y una casillas… Cuando abrí los ojos no sabía dónde me encontraba. Como siempre, los demás ya estaban en pie, desayunando, así que me había perdido los ejercicios taichi.

– Buenos días, tía -me saludó mi sobrina al verme con los ojos abiertos-. ¿Ha descansado bien? Dormía usted profundamente. No quisimos despertarla.

– Gracias -dije, saliendo de mi k’ang-. ¿Podría tomar un té?

Fernanda me extendió mi taza y un poco de pan.

– Es todo lo que hay -dijo a modo de disculpa. Sacudí la cabeza para indicarle que me daba igual, que tenía suficiente. Bebí el té con ansia. Me dolía un poco la cabeza.

Fue entonces cuando vi a Biao y al maestro Rojo inclinados sobre mi libreta Moleskine en la que el niño estaba dibujando con uno de mis lápices. Fernanda, que se dio cuenta, le propinó un codazo en las costillas. Él levantó la cara, aturdido, y miró en todas direcciones hasta que se quedó atrapado en mi mirada.

– ¿Qué estás haciendo, Biao? -Si mi voz hubiera sido un cuchillo, Biao habría quedado partido por la mitad. Boqueó, bizqueó, puso caras raras y, por fin, masculló una serie de palabras incoherentes-. ¿Qué has dicho?

– Que necesitaba su libreta, tai-tai, y como usted estaba durmiendo…

– ¿Y para qué necesitabas mi libreta?

– Porque esta noche he tenido un sueño y quería comprobar…

Todos habíamos tenido sueños y no nos dedicábamos a echar el guante a las cosas de los demás.

– ¿Y has cogido mi carísima libreta de dibujo porque has soñado algo que querías comprobar?

– Sí, tai-tai, pero era un sueño importante. He soñado que descubría cómo hacer el «Cuadrado Mágico».

Me miró con la esperanza de verme mudar el gesto pero yo no moví ni un solo músculo de la cara.

– No el «Cuadrado Mágico» grande, por supuesto -aclaró atropelladamente-. El pequeño, el de la ruta de la energía, el que apareció en el caparazón de la tortuga.

– ¿Y al despertar sabías cómo hacerlo? -pregunté fríamente.

– No, tai-tai. Sólo había sido un sueño. Pero me dio la idea: si descubrimos el truco matemático para hacer el «Cuadrado Mágico» pequeño, el de tres por tres que ya conocemos, podemos utilizarlo para resolver el grande, el de nueve por nueve.

– ¿Y cuántas páginas de mi libreta has estropeado ya para descifrar ese truco? -le pregunté con toda intención porque había visto un puñado de hojas arrugadas en el suelo.

Biao miró con desesperación al maestro Rojo y a Lao Jiang, pero los dos hombres olían el peligro.

– No sea tan dura, tía -me reprendió Fernanda-. No tenemos otra cosa para escribir. Ya se comprará más libretas en Shanghai.

– Pero ésa era de París -objeté- y tiene mis dibujos del viaje.

– ¡No he tocado sus dibujos, tai-tai! Sólo he usado las hojas nuevas.

Esas preciosas hojas limpias, tersas, uniformes, con ese olor a papel bueno y ese color crema tan suave que servía de fondo perfecto a la sanguina…

Me levanté del k'ang, enfadada conmigo misma. ¿Qué importaba una dichosa libreta? ¡A paseo con mi ridículo sentido de la propiedad! Sólo quería otro té.

– Sigue usándola -le dije a Biao sin mirarle-. He dormido mal.

– Debería hacer taichi -me recomendó el anticuario.

– Pues espero que usted haya hecho el suficiente como para cambiarle el humor -repuse airada-, porque está insoportable desde que llegamos al mausoleo. ¿No era tan moderado y taoísta? Nadie lo diría ahora, Lao Jiang, créame.

Él apretó los labios y bajó la mirada. Mi sobrina puso cara de espanto y los otros dos aparentaron sumirse en sus operaciones matemáticas con absoluto interés. ¡Qué terrible es pasar una mala noche y qué cobarde se vuelve todo el mundo cuando alguien saca el mal genio! Me dolía la cabeza.

– Sí, podría ser… -oí decir al maestro Rojo-, pero no veo cómo vas a colocar los números que sobran.

– Es que no sobran, maestro -le explicaba Biao-. Como ya tenemos el resultado, sabemos dónde van. Lo que debemos hacer es fijarnos si existe alguna regla que determine esa colocación en todos los casos.

– Muy bien, pues baja el primer número.

– Sí, pero lo haré con otro color, para ver si aparece alguna figura -dijo el niño cogiendo el lápiz rojo de la caja abierta.

– Ahora sube el número nueve.

– Sí, está claro -murmuró Biao-. Ahora el tres me lo llevo a la izquierda y el siete lo pongo en la casilla vacía de la derecha.

Sentí curiosidad y, con la taza de té caliente entre las manos, me acerqué a él por la espalda y miré por encima de su hombro. Había dibujado un rombo con los nueve números que formaban el «Cuadrado Mágico», es decir, que había puesto el número uno arriba; debajo, el cuatro y el dos; en la siguiente fila, que era la central y más larga, el siete, el cinco y el tres; en la cuarta fila, el ocho y el seis; y, por último, abajo, el nueve.

– ¿Por qué has distribuido así los números, Biao? -pregunté. No aspiraba a comprenderlo pero, a lo mejor, atrapaba al vuelo alguna idea.

– Pues me fijé en que, dentro del «Cuadrado Mágico», la diagonal que va desde el sureste hasta el noroeste estaba formada por el cuatro, el cinco y el seis. Entonces, siguiendo esa pauta, puse también en diagonal el uno sobre el dos de la esquina suroeste y el tres debajo. Ya tenía dos filas diagonales de números consecutivos y, después, hice lo mismo con el siete y el nueve, colocándolos arriba y debajo del ocho de la esquina noreste. Tres diagonales de números del uno al nueve. Después de quitar los números repetidos del interior del «Cuadrado Mágico», me quedó este dibujo…

– Es un rombo.

– … este rombo que el maestro Jade Rojo y yo hemos estudiado y del que hemos sacado algunas conclusiones. Lo que estábamos haciendo ahora, cuando usted ha preguntado, era volver a meter los números en el «Cuadrado Mágico», para ver desde dónde vienen y si hay alguna regla común en ese movimiento.

– ¿Y la hay? -pregunté, dando un sorbo a mi té.

– Pues parece que sí, madame -añadió, sorprendido, el maestro Rojo-, y lo más admirable de todo es su sencillez. Si se cumple también en el «Cuadrado Mágico» del sentido inverso de la energía, creo que Biao ha dado con la fórmula para crear «Cuadrados Mágicos», uno de los ejercicios matemáticos más complicados que existen.

Biao, con falsa humildad desvelada por el rojo de sus orejas, dibujó el rombo de nuevo para que yo viera todo el proceso. Miré a Lao Jiang con una sonrisa, pensando que, al menos, se le vería tranquilo porque las cosas iban bien, y le descubrí con un severo gesto de disgusto, la mirada perdida y las manos ocupadas haciendo girar el yesquero de plata entre los dedos. Sentí un miedo extraño e indefinido. Aquella imagen de Lao Jiang despertaba una parte de mi antigua neurastenia y noté que el pulso se me atropellaba. Pero el pobre anticuario no hacía nada raro, sólo permanecía inmóvil y concentrado, ajeno a todo, de modo que no tenía sentido que yo estuviera tan asustada. Nunca me curaría de mis aprensiones enfermizas, me dije, siempre tendría que estar luchando contra los fantasmas provocados por el miedo irracional.

Haciendo uso de toda mi fuerza de voluntad, me centré en el rombo de números que Biao acababa de dibujar.

– ¿Lo ve bien, tai-tai?-me preguntó.

– Sí, perfectamente.

– Pues ahora trazo encima del rombo los bordes del «Cuadrado Mágico». ¿Lo ve también? -repitió.

Y, efectivamente, encerró en un cuadrado los cinco números centrales dándole la apariencia de la cara de un dado: el cuatro y el dos arriba, el cinco solo en el centro y, debajo, el ocho y el seis. Después añadió las dos rayas verticales y las dos horizontales que faltaban para obtener la cuadrícula de nueve casillas.

– ¿Se ha dado cuenta? -preguntó, nervioso.

– Sí, sí. Por supuesto -repuse amablemente.

– Pues ahora, tenemos que coger los números que han quedado fuera del cuadrado y meterlos en las casillas vacías.

Con el lápiz rojo tachó el uno que se había quedado solo arriba y lo escribió en el compartimento que había debajo del cinco. Luego, tachó el nueve de abajo y lo garabateó en el compartimento de arriba. El tres que había a la derecha lo colocó a la izquierda y el siete de la izquierda a la derecha. Ahí estaba el «Cuadrado Mágico» completo: absolutamente recuperado y perfecto.

– ¿Lo ha visto?

– Naturalmente, Biao. Es fascinante.

– La regla es llevar los números que sobran a las casillas situadas en su misma línea pero en el lado opuesto del cinco, que es el centro.

– Repítelo todo de nuevo con el «Cuadrado Mágico» de la ruta de la energía en sentido descendente -le pidió el maestro Rojo.

Biao se fijó rápidamente en que, la diagonal que iba desde el sureste hasta el noroeste y que antes contenía el cuatro, el cinco y el seis, ahora estaba formada por el seis, el cinco y el cuatro. Esa pequeña pista le llevó a invertir la disposición de los números del rombo y, después de eso, el resto del proceso fue exactamente igual. Al acabar, tenía el «Cuadrado Mágico» perfectamente conseguido.

– ¿Servirá para aplicarlo a un cuadrado tan grande como el del suelo, Biao?-le pregunté.

– No lo sé, tai-tai -dijo, nervioso-. Supongo que sí debería servir pero, claro, hasta que lo hagamos en el papel no podremos saberlo. Seguramente quedarán muchos más números del rombo fuera de los bordes del cuadrado y habrá que descubrir cómo meterlos dentro sin tener la referencia del «Cuadrado Mágico» terminado para comprobar si lo estamos haciendo bien.

– Pues empieza ya -le ordenó Lao Jiang, que seguía jugueteando con el yesquero.

El niño empezó a poner números muy pequeñitos en la hoja de papel para que le cupiesen todos.

– En el «Cuadrado Mágico» de tres por tres las filas diagonales del rombo estaban formadas por tres números. Como éste será de ochenta y una casillas, las estoy haciendo de nueve -explicó mientras seguía escribiendo cifras sin parar en líneas inclinadas.

Por fin, escribió el número ochenta y uno en el vértice inferior.

– Aquí, el número del centro no es el cinco, claro -murmuró, hablando consigo mismo-. Es el cuarenta y uno. Entonces…, si éste es el centro, los bordes del «Cuadrado Mágico» pasarán por aquí, por aquí -canturreó mientras dibujaba líneas de nueve casillas-, por aquí y también por aquí. ¡Ya está!

Exhibió con orgullo la libreta en el aire y todos sonreímos. Había encerrado las ochenta y una casillas en un cuadrado de nueve por nueve con un montón de huecos vacíos. La absurda idea de que Biao fuera adoptado por Lao Jiang ya no entraba en mis planes. El anticuario nunca sería un buen padre aunque supiera transmitirle al niño los profundos valores de su cultura. Pese a ello, seguía teniendo muy claro que Biao no debía regresar al orfanato. ¿Sería el monasterio de Wudang un buen lugar para él cuando todo esto terminase? ¿Le darían allí lo que necesitaba para desarrollar ese don que, como la pintura, requería de tantos años de estudio y de un duro y largo aprendizaje? Tenía que pensarlo. No podía devolvérselo al padre Castrillo y olvidarle, pero tampoco podía llevármelo a París, lejos de sus raíces, para convertirlo en ciudadano de segunda clase en un país que siempre lo miraría como si fuera una chinería exótica y no una persona. ¿Era Wudang la mejor opción para él?

– Ahora debes meter todos los números que se han quedado fuera en el interior del «Cuadrado Mágico» -le dijo el maestro Rojo a Biao.

El niño se agitó, inquieto.

– Sí, ésa va a ser la parte complicada. Volveré a coger el lápiz rojo.

Por encima del cuadrado le había sobrado una pirámide de cuatro filas de números y lo mismo ocurría por debajo, por la derecha y por la izquierda. En teoría, esos números debían volver al interior del cuadrado siguiendo la regla encontrada anteriormente por Biao: colocarlos en las casillas situadas en su misma línea o columna pero en el lado opuesto del centro, que ahora venía dado por el número cuarenta y uno.

Cada una de esas pirámides sobrantes estaba formada por diez números, lo que significaba que eran cuarenta en total los que había que recolocar. Empezó con el uno, situado en el vértice de la pirámide de arriba: lo tachó y volvió a escribirlo debajo del cuarenta y uno; repitió la misma operación con el vértice de la pirámide de abajo: tachó el ochenta y uno y lo escribió encima del centro. Lo mismo hizo con el nueve situado en el vértice de la derecha, poniéndolo a la izquierda del cuarenta y uno, y con el setenta y tres del vértice de la izquierda, que colocó a la derecha de dicho número. El pequeño cuadrado formado por las nueve casillas centrales estaba completo. Ahora había que seguir.

– Voy a ir colocando esos cilindros en sus agujeros -dijo impaciente Lao Jiang, poniéndose en pie.

– No, Da Teh, por favor -le rogó el maestro Rojo, un tanto apurado por tener que detenerlo-. Espere a que terminemos y, cuando hayamos sumado las líneas, las columnas y las diagonales, y hayamos comprobado que dan el mismo resultado, pondremos los rollos de piedra en sus sitios. Si nos equivocamos con un solo número, con uno solo, el candado no funcionará. Lo que está haciendo Biao no es fácil. Podría cometer cualquier pequeño error sin darse cuenta.

El anticuario, de mala gana, volvió a sentarse y a enfrascarse en la contemplación de su yesquero.

Biao, por su parte, seguía trasladando números desde el exterior del «Cuadrado Mágico» al interior. Lo hacía con una testarudez y una meticulosidad sorprendentes, siguiendo su propia regla con mucho cuidado.

– ¡No, no no! -gritó de pronto, dándonos un susto de muerte-. ¡Me he equivocado y no tengo nada para borrar! He puesto el seis de la derecha en la casilla contigua en lugar de ponerlo en el extremo opuesto, a la izquierda. ¿Ahora qué hago?

Me miraba con los ojos llenos de agonía. No iba a ser fácil resolver su problema: lo que tenía en aquella hoja era un baile de hormigas rojas y negras, a cual más pequeña y más difícil de diferenciar.

– Espera -le dije-. Te traeré uno de esos palillos de oro de la mesa para que raspes el error y, luego, podrás escribir encima con el color naranja. Apenas se notará la diferencia.

Dio un profundo suspiro de alivio y se quedó conforme pero fui yo quien tuvo que rascar el número incorrecto porque a él le temblaban las manos y corría el riesgo de acabar rompiendo el papel. Sus nervios no eran tanto por haberse equivocado como por haber tenido que parar aquello tan sumamente emocionante que estaba haciendo, aquello que desafiaba a su cerebro y que le tentaba como un pastel a un glotón.

– ¡Ya! -exclamo cuando colocó el último número en su sitio.

– Vamos a sumar -propuso el maestro Rojo-. Tú encárgate de las líneas y yo me ocuparé de las columnas. ¡Cómo me gustaría tener un ábaco! -suspiró.

Los dos, el niño y el maestro, cerraron los ojos y apretaron fuertemente los párpados al mismo tiempo. Los abrían de vez en cuando, miraban las cifras y volvían a cerrarlos. Parecían autómatas de feria, aunque mucho más rápidos. Biao fue el primero en terminar:

– Todas las líneas suman trescientos sesenta y nueve menos la tercera -se lamentó.

– Repítela -le recomendé.

Miró los números y volvió a cerrar los ojos. El maestro Rojo acabó en ese momento.

– Todas las columnas suman trescientos sesenta y nueve -anunció.

– Pues sume usted las diagonales mientras Biao repasa un pequeño fallo.

– No puede haber fallos, madame -se sorprendió el maestro Rojo-. Si las columnas están bien, las líneas tienen que estar bien. Si hubiera un error en una línea yo habría tenido también un error en alguna columna.

Como se había puesto a hablar, Biao terminó su repaso sonriendo de oreja a oreja.

– Me había equivocado yo -explicó, aliviado-.No había leído bien los números. Ahora me ha dado también trescientos sesenta y nueve.

– Pues a las diagonales -les animé.

Lao Jiang ya no pudo esperar más. Viendo que teníamos la solución en la mano, se puso rápidamente en pie y se dirigió hacia el montón de cilindros de piedra.

– Maestro Jade Rojo -llamó-. Usted me dará los cilindros para que yo los ponga en su sitio porque, además de mí, es el único que sabe leer los números chinos. Usted, Elvira, con la ayuda de Fernanda, los pondrá en posición vertical para que el maestro pueda encontrarlos con rapidez, y Biao que coja la libreta y dicte los números en voz alta.

– ¿Le importaría esperar un poco? -le espeté-. Aún no hemos terminado.

– Sí que hemos terminado -me atajó-. El «Cuadrado Mágico» de ochenta y una casillas está completo. Como dice un viejo refrán chino: «Una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.» Debemos bajar ya al mausoleo del Primer Emperador.

¡Ni que nos estuviera siguiendo la Banda Verde, por favor! ¿Qué prisas tenía? Y, sin embargo, allá que fuimos todos, haciéndole caso como tontos. Biao y el maestro se pusieron en pie y se dirigieron hacia el centro de las mesas. El niño se colocó frente al tablero del suelo con el cuaderno abierto entre las manos como si fuera un monaguillo listo para empezar a cantar salmos en una iglesia mientras Fernanda y yo nos dedicamos a enderezar los tubos de piedra dejando a la vista los caracteres chinos.

– Lee los números por líneas desde arriba -le ordenó el anticuario.

Biao comenzó a leer:

– Treinta y siete.

El maestro Rojo buscó y encontró el cilindro marcado con ese número y se lo entregó al anticuario, pero éste no se movió.

– ¿Y ahora qué pasa? -pregunté.

– ¿Dónde debo colocarlo?

– ¿Cómo que dónde debe colocarlo? -No le entendía-. En la primera casilla de la primera línea de la cuadrícula.

– Sí, pero ¿cuál es la primera línea? -repuso, incómodo-. Tiene cuatro lados y en ninguno hay una marca que diga «Ésta es la parte de arriba» o «Se empieza por aquí».

Vaya, pues era un dilema. Pero, como en todo, tenía que existir alguna lógica. Sin salir del espacio marcado por las mesas, caminé hasta situarme frente al asiento principal detrás del cual estaba la losa de piedra que tenía tallado un tablero idéntico al del suelo. Allí, en vertical, se veía muy claramente cuál era la línea superior y la primera casilla de esa línea. Empecé a caminar hacia atrás, con cuidado de no tropezar con los cilindros, y seguí retrocediendo hasta que el cuadrado del suelo quedó delante de mí. Con el dedo señalé la línea superior:

– Ahí. Póngase mirando hacia el asiento principal. Ésa es la orientación correcta.

Lao Jiang, haciéndome caso, introdujo el cilindro marcado con el número treinta y siete en el orificio del extremo superior derecho.

– Setenta y ocho -entonó Biao, recordándome a los niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid que llevaban dos siglos cantando la Lotería Nacional.

Fernanda y yo enderezábamos los cilindros a toda velocidad para que el maestro Rojo pudiera encontrar el que Lao Jiang necesitaba pero, por desgracia, el setenta y ocho apareció entre los últimos. El anticuario se impacientaba. Después, cuando ya todos estuvieron derechos, el problema fue que el maestro iba muy lento y que tampoco Biao hablaba con claridad y que nosotras, que no hacíamos nada, estorbábamos. No había manera de contentarle. Todo le parecía mal.

Al cabo de mucho tiempo, llegamos al número cuarenta y uno, el que estaba situado en el centro del cuadrado. Tanto esfuerzo y sólo habíamos completado cuatro líneas y media. Me consolé pensando que, a partir de entonces, la cosa iría más rápida porque el maestro cada vez tendría menos cilindros entre los que buscar.

Y, en efecto, la lentitud de la primera parte se resolvió en un periquete en la segunda. Mi sobrina y yo hicimos una cadena para transportar el cilindro cantado desde el maestro Rojo hasta Lao Jiang, acelerando de este modo el proceso. Antes de que nos diéramos cuenta, el último rodillo de piedra pasó de mis manos a las del anticuario.

– Adelante -le dije con una sonrisa de triunfo-. Lo hemos conseguido.

Sonrió. Parecía increíble pero había sonreído. Era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo y, por eso, le devolví la sonrisa, contenta, pero él, decidido a terminar el trabajo, se giró indiferente y dejó caer el cilindro en el último agujero.

De nuevo, como en la sala del Bian Zhong, se escuchó un chasquido metálico seguido de un prolongado deslizamiento de piedras. El suelo tembló y nos miramos un poco asustados. Sabíamos de dónde procedía el ruido pero no lográbamos ver ningún acceso hacia el nivel inferior. En esta ocasión, no fue una pared la que retrocedió ante nuestros ojos, sino que un parpadeo en las lámparas, un temblor de los objetos de oro sobre las mesas, nos hizo desviar la mirada hacia la losa de piedra y sólo entonces descubrimos que el suelo que había detrás se inclinaba lenta y suavemente convertido en una rampa que, al llegar al final de su recorrido, golpeó el piso de abajo haciendo temblar toda la sala de banquetes.

Despacio, expectantes, tras recoger nuestras bolsas en silencio, caminamos juntos hacia allí. Algún misterioso mecanismo había prendido ya las lámparas del subterráneo inferior porque salía luz por el inmenso agujero sin que nosotros hubiésemos hecho nada.

Empezamos a descender cautelosamente, pendientes de cualquier cosa que pudiera suceder. Pero no ocurrió nada. Terminamos la rampa y nos encontramos en una inmensa y gélida explanada, más grande aún que la que habíamos visto arriba, cuya mejor definición la daría la palabra reluciente, pues toda ella brillaba como si los siervos la hubieran terminado de limpiar dos minutos antes o, más aún, como si el polvo no hubiera entrado allí jamás. El suelo era de bronce fundido y pulimentado como el de los espejos que Fernanda y yo llevábamos en nuestros equipajes. Gruesas columnas lacadas en negro sostenían, además de vasijas inexplicablemente encendidas, un techo, también de bronce, que se iba alejando de nuestras cabezas a medida que seguíamos caminando ya que el piso presentaba una ligera inclinación apenas perceptible que dilataba el espacio hasta convertirlo en colosal, en realmente grandioso. Caminábamos sin rumbo, siguiendo una imaginaria línea recta que no sabíamos hacia dónde nos conducía. Hacía mucho frío. En un momento dado, me volví para mirar la rampa y ya no la divisé, sin embargo descubrí, a nuestra derecha, un pueblo, o algo parecido a un pueblo, con sus muros, sus torres vigías, sus mástiles y los tejados de sus casas y palacios. Era como los de verdad sólo que más pequeño, como si lo habitaran enanos o niños. Algo más lejos, a la izquierda, vi otro similar, y después muchos más. Al cabo de poco tiempo atravesamos uno de esos puentes chinos con forma de giba de camello que cruzaba sobre un riachuelo cuyas aguas -que no eran tales sino mercurio líquido, blanco y brillante- fluían suavemente dentro de su cauce. Los niños se lanzaron a meter las manos en la corriente para jugar con el extraño y fascinante metal que se escurría entre sus dedos formando pequeñas esferas de plata en las palmas de sus manos, pero no les permití entretenerse y, a regañadientes, volvieron al grupo.

Lao Jiang se inclinó sobre una pequeña estela de piedra que había en el suelo para leer la inscripción:

– Acabamos de salir de la provincia de Nanyang y estamos entrando en la de Xianyang -dijo soltando una carcajada-. Así pues, no falta mucho para alcanzar la prefectura de Han-zhong.

– ¿Tan rápidamente hemos atravesado «Todo bajo el Cielo»? -preguntó el maestro Rojo utilizando la expresión común entre los chinos para llamar a su país.

– Bueno -comentó Lao Jiang muy divertido-, seguramente pusieron la rampa cerca de la capital, del centro de poder tanto del imperio real de arriba como de este pequeño Zhongguo, Tianxia o «Todo bajo el Cielo». Lo sorprendente es que se trata de una réplica bastante exacta. Es como un mapa gigantesco hecho con magníficas maquetas y asombrosos ríos de mercurio.

– Le faltan las montañas -replicó mi sobrina.

– Quizá pensaron que no eran necesarias -comentó el anticuario, cruzando las murallas del pueblo que teníamos delante y a las que se accedía por el puente. De pronto, volvió a reírse con muchas ganas-. ¡Tanto viajar para nada! ¿Saben dónde nos encontramos? ¡Hemos vuelto a Shang-hsien!

No pude evitar una gran sonrisa.

– ¿Nos asaltarán aquí unos sicarios chiquititos de la Banda Verde? -bromeó mi sobrina.

– Pues le ruego, Lao Jiang -le pedí yo- que no nos haga llegar hasta el mausoleo cruzando de nuevo la cordillera Qin Ling. ¿Podríamos tomar la carretera principal que lleva hasta Xi'an?

– Por supuesto.

Atravesamos la pequeña Shang-hsien que, pese a su reducido tamaño, parecía mucho más suntuosa y elegante que su versión actual, y salimos por la puerta oeste para seguir la ruta hasta Hongmenhe que, en realidad, se encontraba a unos escasos cincuenta metros. Marchábamos entusiasmados, fijándonos en todos los detalles de aquella maravillosa reconstrucción. En los brillantes caminos de bronce encontramos estatuas a escala representando carreteros tirando de sus bueyes, campesinos levantando la azada en el aire en un eterno gesto de cultivar la tierra, carromatos llenos de frutas y verduras que se dirigían a la capital, solitarios caballeros sobre sus monturas, animales de corral como gallinas o cerdos… Era un país en miniatura, laborioso y lleno de vida, una vida que aumentaba de intensidad conforme nos acercábamos al corazón de aquel mundo: la imperial Xianyang. No dábamos crédito a lo que veíamos. Ni la imaginación más desbordante hubiera podido inventar un lugar así.

– ¿No deberíamos ir hacia el monte Li y buscar de nuevo la colina que señala el mausoleo? -preguntó de pronto Biao.

– No creo que el emperador hiciera reproducir el palacio funerario dentro de su propio túmulo -dijo Lao Jiang-. Lo lógico es que quisiera ser enterrado en su palacio imperial de Xianyang. Si no está allí, lo buscaremos donde tú has dicho.

Pasamos por hermosas ciudades, cruzamos puentes sobre riachuelos que brillaban como la plata a la luz de las lámparas de grasa de ballena, sorteamos las cada vez más numerosas estatuas que representaban de manera increíble la vida cotidiana de aquel imperio desaparecido y, por fin, cuando empezábamos a tener la sensación de formar parte de un extraño mundo donde todos los seres y todos los edificios habían sido congelados en el tiempo, nos encontramos frente a unas inmensas murallas de tamaño real que protegían lo que Lao Jiang dijo que era el Parque Shanglin, un lugar excepcional construido al sur del río Wei para el esparcimiento de los reyes de Qin y, luego, ampliado por el Primer Emperador.

– De hecho -contó Lao Jiang-, poco antes de morir, Shi Huang Ti decidió que estaba harto del ruido, la suciedad y la acumulación de gente de Xianyang, situada al norte del Wei, y ordenó la construcción de un nuevo palacio imperial dentro de este parque, entre los preciosos jardines que en él había. Sima Qian relata que el nuevo palacio de Afang, que nunca se terminó, hubiera sido el más grande de todos los palacios jamás construidos y, con todo, sólo era la entrada a un monumental complejo palatino que, según el proyecto, hubiera tenido cientos de kilómetros de extensión. Pero al morir Shi Huang Ti, las obras se paralizaron y sólo quedó terminada la gran sala de audiencias, en la que podían sentarse diez mil hombres y plantarse estandartes de dieciocho metros de altura. Si no recuerdo mal, Sima Qian decía que de la parte baja de esta gran sala partía un camino que iba en línea recta hasta la cima de una montaña cercana, y otro camino, éste elevado y cubierto, llevaba desde Afang hasta Xianyang, pasando por encima del río Wei. Pero el Primer Emperador tenía muchos palacios en la capital, tantos que no se sabe el número con certeza. Por lo visto no quería que nadie supiera nunca dónde se encontraba y todas sus residencias estaban conectadas por túneles y corredores elevados que le permitían moverse de un sitio a otro sin ser visto. Afang era su palacio definitivo, su gran sueño, en el que puso a trabajar a cientos de miles de presos. Por eso pienso que mandó construir una réplica de Afang aquí abajo para que fuera también su morada final.

– Pero si el de arriba no pudo terminarse… -comenté.

– El de aquí abajo tampoco -convino Lao Jiang-. Ambas obras se construyeron a la vez, Afang y el mausoleo, así que supongo que las dos se paralizarían en el mismo punto. Si estoy en lo cierto, el verdadero sepulcro del Primer Emperador tiene que encontrarse en el duplicado subterráneo de esa magnífica sala de audiencias.

Cruzamos las murallas por una gran puerta de bronce ricamente labrada y decorada con lo que no me atreví a pensar que fueran enormes piedras preciosas y nos encontramos, de repente, en un espléndido jardín donde los árboles eran de tamaño natural así como los senderos y los riachuelos por los que corría el azogue. El cielo de bronce se tornó repentinamente azul -pintado, sin duda- y dejó de reflejar el brillo de las lámparas que ahora eran faroles colgados de las ramas o colocados sobre pilones de piedra a los lados del camino.

– ¿Cómo puede ser que el mercurio se siga moviendo después de dos mil años? -preguntó Biao, que parecía sinceramente preocupado por el asunto.

Ninguno supimos responder a su pregunta. Lao Jiang y el maestro Rojo se enzarzaron en mil y una explicaciones, a cual más rocambolesca, sobre los posibles tipos de mecanismos automáticos capaces de accionar aquellos ríos desde alguna parte invisible del mausoleo. Mientras, seguíamos caminando por aquellos jardines increíblemente hermosos a los que los de Yuyuan, en Shanghai, incluso en sus mejores épocas Ming, no hubieran podido aproximarse ni por casualidad. No cabía duda de que tanto los árboles como el resto del mundo vegetal allí representado estaba hecho de arcilla cocida como las estatuas que habíamos ido encontrando por todo el mausoleo, pero sus colores permanecían brillantes, fuertes y yo no conseguía entender cómo ciertas obras artísticas muy posteriores en el tiempo (ciertos frescos del Renacimiento, por ejemplo) se encontraban en un estado lamentable mientras aquellos pigmentos sobre arcilla aparecían tan flamantes como el mismísimo día en que los elaboraron. Quizá fuera por el hecho de estar encerrados allá abajo sin que cambiase la humedad del aire, ni les diese el viento ni la gente pasara constantemente por allí. Con toda seguridad, si alguna de aquellas estatuas fuera sacada al exterior, sus colores se perderían para siempre. El bronce del suelo estaba cincelado de manera que aparentaba la textura de la tierra, la arena o la hierba, y las piedras que servían de decoración en recodos y rincones, y que eran naturales, tenían las formas más curiosas y elegantes que se pueda imaginar. Fue mi sobrina la que descubrió que en los riachuelos de mercurio había alguna otra cosa:

– ¡Oh, Dios mío, miren esto! -exclamó inclinada sobre la barandilla de un puente, señalando hacia abajo con el brazo extendido.

Todos nos precipitamos para examinar aquella superficie líquida y plateada que, en su fluir, arrastraba unos extraños peces flotantes que parecían hechos de hierro. En realidad, la forma de peces hacía tiempo que la habían perdido y eran como los restos del casco de un barco naufragado: deformes, comidos por el óxido y arruinados.

– Debían de ser hermosos animales acuáticos de buen acero cuando los soltaron en el mercurio -comentó el anticuario.

Muy bien, primer desajuste histórico. Por ahí sí que no estaba dispuesta a pasar.

– El acero, Lao Jiang, creo que lo inventó un americano el siglo pasado.

– Lo siento, Elvira, pero el acero se inventó en China durante el Período de los Reinos Combatientes, previamente a la unificación del Primer Emperador. El hierro fundido lo descubrimos en el siglo iv antes de la era actual aunque ustedes los occidentales se empeñen en adjudicarse estos avances muchos siglos más tarde. En China siempre hemos tenido buenas arcillas para la construcción de hornos y fundiciones.

– Es cierto, madame.

– ¿Y por qué hicieron estos peces de acero y no de oro o de plata? -preguntó Fernanda, viendo cómo se alejaban aquellos tristes restos río abajo.

– El oro y la plata se hubieran aleado con el mercurio y habrían desaparecido, mientras que el hierro es resistente y el acero no es otra cosa que hierro templado.

Continuamos nuestro camino a través de los jardines descubriendo cosas aún más asombrosas, como hermosos pájaros alineados en las ramas de los árboles, ocas, gansos y grullas picoteando en el suelo entre macizos de flores y cañas de bambú, ciervos, perros, extraños leones alados, corderos y, significativamente, un abundante número de esos feos animales llamados tianlus, monstruos míticos con poderes mágicos que, al igual que los leones alados, tienen por misión proteger el alma del fallecido defendiéndola de los espíritus malignos y de los demonios. También había pabellones colocados en medio de los riachuelos, con sus tejados cornudos, sus mesas para tomar un refrigerio y sus orquestas de músicos con antiguos instrumentos; había, además, unas oxidadas barquichuelas de acero graciosamente colocadas en un pequeño muelle cercano; un ejército de siervos de tamaño natural a lo largo de las veredas (de repente, te encontrabas con alguien a la vuelta de una esquina y te llevabas un susto de muerte hasta que descubrías que era una estatua y, entonces, te lo llevabas también); templetes en los que actuaban grupos de acróbatas o atletas como los que habíamos visto en la sala de banquetes; bandejas con jarras y vasos de finísimo jade dispuestos para saciar la supuesta sed del emperador; cestas de frutas hechas de perlas, rubíes, esmeraldas, turquesas, topacios… Mis ojos no podían despegarse de aquella inmensa riqueza, de aquella opulencia exagerada. Cierto, todo eso pagaría mis deudas y me devolvería la libertad, pero ¿por qué y para qué quiso acumular tanto aquel Primer Emperador? Debía de tratarse de algún tipo de enfermedad porque, una vez que tienes todo lo que necesitas y quieres, ¿de qué te sirve acumular, por ejemplo, cestas de frutas hechas con piedras preciosas o un sinfín de palacios en los que acabas viviendo a escondidas del mundo?

Todos menos Lao Jiang cogíamos lo que nos gustaba y lo íbamos echando en las bolsas. El anticuario decía que eso eran menudencias y que el gran tesoro se encontraba en el auténtico palacio funerario del emperador, pero aún tardamos un buen rato en salir de los jardines y toparnos, al fin, con la edificación más enorme que habíamos visto en nuestras vidas: una especie de pabellón inmenso de paredes rojas con varios tejados negros superpuestos y numerosas escaleras se levantaba en mitad de una nueva explanada de la que no se divisaban los confines. También allí las pilastras ardían incansablemente haciendo refulgir tanto las gigantescas estatuas de bronce de unos guerreros que vigilaban el camino de acceso como el brillante suelo y un techo increíble cuajado de constelaciones celestes de tamaño descomunal que desprendían destellos luminosos de todos los colores imaginables. Claramente se divisaba, allá arriba, la figura de un grandioso cuervo rojo al sur, que no podía estar hecho más que de rubíes o de ágatas; una tortuga negra al norte realizada con ópalos o cuarzos; al oeste, un tigre blanco de jade; al este, un impresionante y hermoso dragón verde elaborado sin duda con turquesas o esmeraldas; y, en el centro, sobre la gigantesca sala de audiencias del palacio subterráneo de Afang, una exquisita serpiente amarilla de topacios.

¡Qué belleza y qué desmesura! Nos quedamos embobados mirando aquella imagen que se abría ante nuestros asombrados ojos como si no fuera real, como si fuera un lugar de fantasía imposible de concebir. Pero era cierto, era auténtico, y nosotros estábamos allí para observarlo.

– Creo que tenemos un problema -me pareció que decía el maestro Rojo.

– ¿Qué pasa ahora? -La voz de Lao Jiang también sonaba irreal.

– No podemos llegar hasta allí -repuso el maestro y, entonces, a la fuerza, tuve que despegar los ojos de aquel maravilloso techo para mirarle a él y vi que señalaba con el brazo el grupo de escaleras centrales de la inmensa sala de audiencias y que lo hacía porque un gran río de mercurio de unos cinco metros de ancho, que rodeaba la interminable explanada como un foso medieval, nos cortaba el paso.

– ¿No hay ningún puente a la vista? -pregunté innecesariamente porque yo misma podía comprobar que no había ninguno.

– «Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio -recitó de memoria Lao Jiang-, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» ¿Cómo hemos podido olvidarlo? -se lamentó.

– ¿Por qué no usamos las barcas de hierro que había cerca de los pabellones del jardín? -propuso Fernanda.

– Pesan demasiado -arguyó el maestro Rojo, sacudiendo la cabeza-. Ni siquiera entre los cinco podríamos acarrear una de ellas. Además, tendríamos que romper muchos de esos bonitos árboles de arcilla para traerlas hasta aquí.

– Pues no hay otra solución -objetó Lao Jiang, enfadado. Se le veía congestionado, sudoroso. Su paciencia estaba llegando al límite.

– Pues usemos los árboles -propuse sin pensar-. Podemos talar… es decir, romper algunos de ellos por su base y, con la cuerda que usted tiene, fabricar una balsa.

– No, con mi cuerda no -rechazó de plano cortando el aire con la mano de manera tajante.

– ¿Por qué? -me extrañé.

– Podemos necesitarla a la salida.

– ¡Eso no es verdad! -me enfadé-. Tenemos los seis niveles abiertos. Lo más difícil es volver a pasar por los puentes y atravesar el metano. No vamos a necesitar su cuerda para nada.

– ¡Un momento, por favor! -nos interrumpió el maestro Rojo-. No discutan. Si Da Teh no quiere estropear su cuerda con la plata líquida, no la usaremos. Tengo otra idea. ¿Recuerdan los peces de acero que vimos flotando en la corriente de aquel riachuelo?

Todos asentimos.

– Pues ¿por qué no intentamos cruzar a nado?

– ¿Nadar en el mercurio? -me sorprendí.

– Es un líquido muy denso, maestro Jade Rojo -objetó Lao Jiang-. No creo que sea posible. Nos agotaríamos antes de llegar a la mitad, si es que llegamos.

– Sí, tiene usted razón -admitió el monje-, pero los peces flotaban así que nosotros también. Si utilizamos pértigas para desplazarnos, podremos llegar fácilmente al otro lado.

– ¿Y de dónde sacamos las pértigas? -pregunté.

– ¡Las cañas de bambú del jardín! -exclamó Fernanda-. Podemos coger algunas y nos empujamos con ellas. ¡Seremos como gondoleros de Venecia!

El maestro Rojo y Biao la miraron sin comprender. Los gondoleros de Venecia debían de ser para ellos lo mismo que los tianlus para nosotros.

Tonterías al margen, yo no veía nada claro eso de que nos metiéramos en el mercurio. Al fin y al cabo no dejaba de ser un metal y sumergirse en un metal parecía algo peligroso, sin contar con el frío terrible que hacía en aquel subterráneo. ¿Y si tragábamos involuntariamente una cierta cantidad y nos envenenábamos? Sabía que era un componente común de muchos medicamentos, sobre todo de los purgantes, de los antilombrices y de algunos antisépticos [51], pero me daba miedo que, en cantidades superiores a las prescritas por los médicos, tuviera efectos perjudiciales para la salud.

Los niños ya corrían hacia el jardín en busca de las cañas de falso bambú. Aunque no había vuelto a quejarse, Biao cojeaba ligeramente del pie que se había lastimado al caer por el pozo, pero no parecía molestarle en absoluto. Les oí golpear algo con fuerza y, luego, el sonido de una cazuela de barro estrellándose contra el suelo.

– ¡Cógelo, Biao! -gritó mi sobrina.

Yo fui con el maestro Rojo y Lao Jiang a recolectar nuestras propias pértigas. El maestro cogió por las patas una grulla de largo pico y la utilizó para golpear las cañas. No tardamos mucho en parecer nazarenos penitentes marcando el paso con las varas de sus hachotes. Estábamos listos para meternos en aquella corriente de azogue.

El primero en hacerlo fue Lao Jiang. Antes, había comprobado que la profundidad del río era de unos dos metros y que, por lo tanto, podía impulsarse perfectamente. En cuanto se dejó caer, sonrió satisfecho.

– Estoy flotando sin ningún esfuerzo -dijo y, a continuación, apoyando su bambú en el fondo empezó a desplazarse hacia la otra ribera.

– Fernanda, Biao -les llamé-. Venid aquí. Quiero que me prometáis que no vais a abrir la boca cuando estéis en el mercurio y que no vais a sumergir la cabeza de ninguna de las maneras. ¿Me habéis entendido?

– ¿No puedo bucear? -se lamentó Biao que, por lo visto, ya lo había planeado.

– No, Biao, no puedes bucear, no puedes dar un trago de ese azogue, no puedes mojarte la cara y, a ser posible, no metas tampoco las manos.

– ¡Pero, tía, esto es ridículo!

– Me da igual. Ambos lo tenéis prohibido y como mis amenazas y mis órdenes parecen entraros por un oído y saliros por el otro, al primero que vea desobedecerme en esta ocasión le voy a dar, directamente, una buena tanda de azotes en cuanto estemos en el otro lado. Y os juro que lo pienso cumplir. ¿Está claro?

Asintieron no muy conformes. Seguramente se habían imaginado un divertido baño en el mercurio lleno de emocionantes experiencias.

Lao Jiang ya había llegado al otro lado y, tras pelear con la pértiga para sacarla del foso y dejarla en el suelo sin que se rompiera, intentaba escapar trabajosamente del río impulsándose con las manos. Debía de llevar la ropa, en apariencia seca, llena de mercurio y el peso no le dejaba moverse. Por fin, con un esfuerzo considerable, consiguió poner una pierna sobre el margen y salir. Resopló y se sacudió como un perro de lanas, desprendiendo a su alrededor una nube de azogue que cayó al suelo.

– Lánceme mi bolsa, maestro Jade Rojo -pidió, y a mí se me encogió el estómago. Ya estaba informada de que la dinamita era la mercancía más segura del mundo pero saberlo no significaba que me lo creyera. La bolsa explosiva voló por los aires y atravesó limpiamente el río gracias a la fuerza del maestro.

– Ahora usted, madame.

– No, prefiero que crucen los niños primero.

Fernanda y Biao no lo dudaron. Les estuve vigilando con ojos de águila durante todo el trayecto pero, además de temblar por el frío y de tontear y reírse, cumplieron mis órdenes a rajatabla y pude respirar tranquila cuando les vi llegar junto a Lao Jiang sanos y salvos. Entonces, me dispuse a sumergirme yo mientras el maestro lanzaba las bolsas de los niños, mucho menos pesadas que la del anticuario.

Al principio, el mercurio helado me cortó la respiración pero, pasado ese primer momento, resultaba muy cómodo flotar de aquella manera, meciéndose en el líquido espeso sin tener que agitar las piernas ni bracear. Bastaba con apoyar el bambú contra el fondo y, siguiendo con el ejemplo puesto por Fernanda, la inercia te llevaba como una góndola veneciana en la dirección deseada. Podía entender las risas tontas de los niños porque era realmente divertido.

Pronto estuve en la otra orilla y Lao Jiang y Biao tuvieron que ayudarme a salir; la ropa, efectivamente, pesaba como si fuera de plomo. El maestro lanzó primero mi bolsa y luego la suya y, a continuación, se sumergió mientras yo me giraba para examinar aquella impresionante explanada y sus gigantes de bronce. Había doce en total, seis a cada lado de la avenida principal y medirían más de diez metros de alto cada uno. Todos eran distintos y parecían representar seres humanos auténticos de mirada fiera y postura marcial. Desde luego, imponían. Si su objetivo era amedrentar a los visitantes del Primer Emperador, lo conseguían de largo.

Caminamos hacia ellos y tomamos la avenida con la exaltación y el nerviosismo que nos producía la proximidad, ahora ya indiscutible, de la auténtica sepultura del Primer Emperador de la China. Llegamos a las escalinatas y comenzamos a subir. Afortunadamente, sólo era un tramo de cincuenta escalones que no provocó ninguna pérdida irreparable en el grupo y, antes de que nos diéramos cuenta, estábamos plantados frente a los huecos de las puertas de la gran sala de audiencias de Afang. Sin embargo, la imagen espeluznante que apareció ante nuestros ojos no era algo para lo que hubiéramos podido estar preparados de ninguna manera: millones de huesos humanos esparcidos por el suelo de la sala, esqueletos amontonados en incontables pilas que se perdían en la distancia, cuerpos descarnados que se acumulaban contra las paredes luciendo aún viejos trozos de vestidos, joyas o adornos para el cabello. Mujeres, había muchas mujeres. Las concubinas de Shi Huang Ti que no llegaron a darle hijos y, los demás, los desgraciados trabajadores forzados que habían construido aquel mausoleo. Entre los restos de aquel infinito camposanto estarían los de Sai Wu, nuestro guía en aquel largo viaje. Se me hizo un nudo en la garganta al tiempo que notaba cómo los niños se pegaban, despavoridos, a mis costados. Nadie hubiera podido contemplar aquella lamentable escena sin sentir lástima ni sin imaginar con pavor la horrible muerte que sufrieron aquellos miles y miles de personas para satisfacer la megalomanía de un solo hombre, de un rey que se creyó todopoderoso. ¡Cuántas vidas desperdiciadas por nada, cuánto sufrimiento y angustia para castigar la supuesta infertilidad de unas muchachas casadas con un viejo ególatra y para mantener el secreto de aquella tumba! Podía entender a Sai Wu, su rabia, su deseo de venganza. Por muy admirable que hubiera sido la obra del Primer Emperador, no tenía derecho a llevarse con él las vidas de tanta gente inocente. Sabía que mi juicio no era justo, que aquellos tiempos no eran los míos y que no se podía censurar el pasado desde una perspectiva tan lejana pero, con todo, seguía pareciéndome horrible y odioso que un simple hombre hubiera tenido tanto poder sobre los demás.

– Entremos -dijo con firmeza Lao Jiang, levantando un pie para atravesar el umbral y poniéndolo entre los restos humanos.

No recuerdo otro paseo más espantoso que ése de aquel día a través de los miles de cadáveres. Los niños estaban aterrorizados, no se apartaban de mí y les notaba dar respingos y soltar exclamaciones ahogadas cuando, sin querer, pisaban huesos o se les venía encima alguna pequeña pila de restos. No cabía duda de que los últimos en morir fueron retirando y amontonando los cuerpos de los que iban falleciendo. Sentí un escalofrío cuando me pasó por la mente la idea supersticiosa de que todo aquel viejo dolor se había quedado pegado en las paredes de aquella grandiosa y solemne sala de recepciones.

Por fin, tras una eternidad, nos acercamos a una larga pared negra con una pequeña puerta de dos hojas correderas en el centro.

– ¿La cámara funeraria? -preguntó el maestro Rojo.

– El sarcófago exterior -puntualizó Lao Jiang-. Según la costumbre de la época, el féretro de los emperadores era colocado en un recinto rodeado por compartimentos en los que se guardaba el ajuar funerario, es decir, el tesoro que nosotros buscamos.

– ¿Estará cerrada? -pregunté yo al tiempo que intentaba abrir la puerta. Y no sólo se abrió sino que, además, se hizo pedazos entre mis manos dándome un susto de muerte. Otra pared negra se veía enfrente, dejando un estrecho pasillo por el que circular, pero allí dentro no había luz, estaba completamente oscuro, así que Lao Jiang tuvo que volver a encender la antorcha. Él entró el primero y luego fuimos los demás. Aunque el pasadizo era bastante largo, en cuanto torcimos en la primera esquina, ya vimos muy cerca el vano que daba acceso a uno de esos compartimentos de los que había hablado Lao Jiang.

La luz de la antorcha resultó muy pobre para iluminar las fabulosas riquezas que se acumulaban en aquella inmensa habitación del tamaño de un almacén portuario: miles de cofres rebosantes de piezas de oro que alfombraban el suelo como si fueran desperdicios se mezclaban con cientos de elegantes trajes bordados en oro y plata llenos de piedras preciosas. Había, además, un número incontable de hermosas cajas que contenían especias y hierbas medicinales cuyo uso ya no podía ser muy recomendable, bellísimos objetos de jade de todas clases y formas y grandes cilindros profusamente adornados que, según pudimos comprobar, contenían maravillosos mapas de «Todo bajo el Cielo» pintados sobre una delicada y exquisita seda. El siguiente compartimento parecía estar destinado al arte de la guerra. Allí todas las piezas, las quince o veinte mil piezas que podía haber, eran de oro puro: millares de espadas, escudos, lanzas, ballestas, flechas y multitud de armas absolutamente desconocidas parecían hacer guardia alrededor de una caja enorme colocada en el centro -también de oro con adornos en plata y bronce de espirales de nubes, rayos, tigres y dragones- en la que estaba colocada la prodigiosa armadura del Primer Emperador, idéntica a la que habíamos visto arriba salvo por el hecho de que, en esta ocasión, las pequeñas láminas unidas a modo de escamas de pez eran de oro. Unos ribetes de piedras preciosas separaban cada una de sus partes: el peto, del espaldar, éstos, de los faldares, los brazales, de las hombreras y la gola, de la cubrenuca. El tamaño era el de un hombre normal, ni más grande ni más pequeño, y sólo el yelmo indicaba que había tenido, sin duda, una cabeza bastante grande. Otro dato valioso que se podía extraer de aquella armadura era la enorme fuerza que debió de tener el Primer Emperador, porque vestir aquello -que no pesaría menos de veinte o veinticinco kilos- durante el transcurso de una batalla tenía muchísimo mérito.

Ni que decir tiene que de este compartimento no nos llevamos nada porque el tamaño de los objetos era demasiado grande para nuestras bolsas, ya bastante llenas de por sí. El tercero tampoco sirvió de mucho a nuestro propósito saqueador. Sin duda era una maravilla pues albergaba millones de piezas de uso cotidiano como vasijas, cucharones, incensarios, espejos de bronce, cubos, hoces, jarrones, cuchillos, recipientes de medidas, cuencos, cocinas -algunas, incluso, con salida para humos-, frascos de esencias para el baño, calentadores de agua, retretes de cerámica para uso del muerto en la otra vida… Todo muy lujoso, por supuesto, y de una factura magnífica. Según dijo Lao Jiang, cualquiera de aquellos objetos hubiera alcanzado precios astronómicos en el mercado de antigüedades. Pero, curiosamente, él no cogió ninguno. Y no sólo no cogió ninguno allí sino que tampoco había metido nada en su bolsa en los compartimentos anteriores. Al darme cuenta de este detalle, volví a sentir esa extraña desazón, morbosa y absurda, que me quité a la fuerza de la cabeza porque no estaba dispuesta a volverme loca por culpa de raras extravagantes sospechas. No tenía tiempo para disgustos tontos.

El cuarto compartimento estaba dedicado a la literatura y a la música. Había innumerables y gigantescos arcones, del tamaño de una casa, que albergaban decenas de miles de valiosos jiances; delicados pinceles de pelo de distintos tamaños, un tanto ajados, colgaban de las paredes junto a montones de tabletas de tinta roja y negra con el sello imperial grabado encima; hermosos soportes de jade, refinadas jarras para el agua y, sobre una mesa larga y baja, pequeños cuchillos con el filo curvo que, según nos explicó Lao Jiang, servían para alisar el bambú o para borrar los caracteres mal escritos. También había piedras de afilar, tablillas y pliegos de seda en cantidades increíbles listos para ser utilizados. En materia de música, la variedad de instrumentos era interminable: largas cítaras, flautas, tambores, un pequeño Bian Zhong, siringas, extraños laúdes, los típicos violines para tocar en posición vertical, un curioso litófono, gongs… En fin, una orquesta completa para amenizar la aburrida eternidad de un hombre poderoso y muerto.

Y el quinto y último compartimento, el más pequeño de todos, sólo contenía un hermoso carro de paseo de tamaño descomunal, hecho a partes iguales por piezas de bronce, plata y oro. El vehículo tenía un enorme toldo redondo, como un quitasol gigante, bajo el que se refugiaba un auriga de arcilla cocida que sujetaba firmemente las riendas de seis inmensos caballos hechos enteramente de plata, cubiertos con gualdrapas y con largos penachos negros en las testuces, listos para llevar el alma del Primer Emperador a cualquier parte de su finca privada conocida como «Todo bajo el Cielo». El auriga, que no impresionaba tanto como los terroríficos caballos, iba elegantemente vestido y llevaba en la cabeza uno de esos gorritos de tela lacada que caen hacia atrás.

No le faltaba de nada a Shi Huang Ti para afrontar la muerte. Parecía mentira que se hubiera preocupado tanto de su riqueza en el más allá cuando se había pasado la vida, por lo visto, buscando la inmortalidad. Lao Jiang nos contó, mientras recorríamos el camino hacia la cámara central, que, durante los muchos años de su largo reinado, cientos de alquimistas habían buscado para él una píldora mágica o un elixir que le arrancara de las garras de la muerte y que, incluso, había mandado expediciones en barco en busca de una isla llamada Penglai donde vivían los inmortales, para que éstos le entregaran el secreto de la vida eterna. Se decía, por otra parte, que esas expediciones, en las que el emperador enviaba cientos de jóvenes de ambos sexos como regalo, habían sido las que habían poblado Japón, pues se mandaron bastantes y ninguna de ellas regresó jamás.

Un simple vano de pequeño tamaño nos separaba ya de la cámara funeraria donde debía de encontrarse el auténtico féretro del Primer Emperador. Los niños estaban nerviosos. Todos estábamos nerviosos. ¡Lo habíamos conseguido! Parecía imposible después de todo lo que nos había pasado. Mi bolsa estaba tan llena que ya no podía meter en ella ni una sola aguja más, así que esperaba no encontrar más cosas de ésas que no se pueden dejar sin llorar amargamente. En cualquier caso, lo importante era estar frente a esa entrada, hallarnos a sólo unos metros de Shi Huang Ti, el Primer Emperador.

Dentro, estaba completamente oscuro. Lao Jiang introdujo poco a poco el brazo con la antorcha y entonces pudimos ver que era un recinto grande, aparentemente vacío, de paredes de piedra y techos increíblemente altos.

– ¿Dónde está? -exclamó nervioso el anticuario.

Nos introdujimos por el vano y miramos, desconcertados, a nuestro alrededor. Allí no había nada: suelo y paredes de piedra maciza gris en las que no se veía ni una sola grieta ni una juntura.

– ¿Podría dejarme la antorcha un momento? -le pidió el maestro Rojo.

Lao Jiang se volvió, furioso.

– ¿Para qué la quiere? -preguntó.

– Me ha parecido ver algo…, no sé, no estoy seguro.

El anticuario extendió el brazo para dársela pero el maestro le hizo un gesto a Biao para que la cogiera él.

– Súbete a mis hombros-le pidió después al niño.

Apenas habíamos dado unos diez pasos dentro de la cámara pero, hasta donde llegaba la luz, sólo había vacío. No imaginaba qué habría podido atisbar el maestro Rojo para pedirle a Biao una cosa tan extraña.

Con la ayuda de todos, el maestro se puso en pie con el niño encaramado a su espalda.

– Levanta el brazo todo lo que puedas e ilumina el techo.

Cuando Biao lo hizo e iluminó la bóveda no di crédito a lo que veían mis ojos: un gran cajón de hierro, de tres metros de largo, dos de ancho y uno de alto flotaba impasible en el aire sin que se apreciara, a simple vista, ninguna cadena o andamio que lo sostuviera.

– ¿Qué hace el sarcófago ahí? -bramó Lao Jiang, incrédulo-. ¿Cómo puede permanecer de ese modo en el aire?

Era imposible responderle. ¿Cómo íbamos a saber nosotros qué clase de magia antigua mantenía aquel ataúd de hierro flotando como si fuera un zepelín? Biao saltó de los hombros del maestro y se quedó inmóvil, sosteniendo la antorcha.

El anticuario soltó un rugido y empezó a caminar de un lado a otro.

– Alcanzar el sarcófago no es importante, Lao Jiang -le dije, a sabiendas de que iba a recibir un exabrupto por respuesta-.Ya tenemos lo que queríamos. Vámonos de aquí.

Se detuvo en seco y me miró con ojos de loco.

– ¡Váyanse! ¡Márchense! -gritó-. ¡Yo tengo que quedarme! ¡Tengo cosas que hacer!

¿De qué estaba hablando? ¿Qué le pasaba? Por el rabillo del ojo vi que el maestro Rojo, que estaba buscando alguna cosa en su bolsa, levantaba la cabeza, asustado, y se quedaba mirando fijamente a Lao Jiang.

– ¿No me han oído? -continuó gritando el anticuario-. ¡Fuera, vuelvan a la superficie!

Ya me había cansado de su mala educación y de la insoportable actitud que había adoptado desde hacía un par de días. No estaba dispuesta a permitirle que nos gritara de aquella forma, como si se hubiera vuelto loco y quisiera matarnos.

– ¡Basta! -chillé con toda la potencia de mis pulmones-. ¡Cállese! ¡Estoy harta de usted!

Durante unos segundos, se quedó perplejo, mirándome.

– Escúcheme -le pedí sin cambiar el gesto hosco y seco que tenía en la cara-. No hay necesidad de comportarse así ¿Por qué quiere quedarse solo? ¿No hemos sido un equipo desde que salimos de Shanghai? Si tiene que hacer alguna cosa en este lugar, como usted ha dicho, ¿por qué no la hace y nos vamos? ¿Acaso quiere bajar el sarcófago? ¡Nosotros le ayudaremos! ¿No lo hemos hecho hasta ahora? Usted solo no habría conseguido llegar hasta aquí, Lao Jiang. Tranquilícese y díganos en qué podemos ayudarle.

En sus labios apretados se fue dibujando una extraña sonrisa.

– «Tres simples zapateros hacen un sabio Zhuge Liang» -contestó.

– Como no se explique, no sé lo que quiere decir -le espeté de malos modos.

– Es un refrán chino, madame -susurró el maestro Rojo desde el suelo, en el que continuaba agachado con las manos paralizadas dentro de su bolsa-. Significa que cuantas más personas haya, más posibilidades de éxito.

– «Cuatro ojos ven más que dos», ¿no dicen ustedes algo así? -nos aclaró el propio anticuario, ahora ya con la cara seria-. Por eso les traje conmigo. Por eso y porque eran un buen disfraz para mí.

Yo no entendía nada. Estaba disgustada y desconcertada. Me parecía absurdo mantener una conversación semejante en una situación y un lugar como aquéllos. Durante el viaje, me había conmovido en muchas ocasiones pensando en que aquellas personas a las que no conocía de nada pocos meses atrás (incluida mi propia sobrina), ocupaban ahora un lugar muy importante en mi vida. Todo lo que habíamos sufrido nos había unido y había llegado a sentir una fuerte confianza en Fernanda, Biao, Lao Jiang, el maestro Rojo e incluso en Paddy Tichborne. Es más, por alguna razón absurda, hubiera incluido también en aquel grupo a la anciana Ming T'ien, de la que no me había olvidado. Por eso, el cambio experimentado por Lao Jiang me confundía y echaba por tierra la buena imagen que me había formado de él.

– ¿Recuerda usted lo que le conté en Shanghai sobre la importancia de este lugar para mi país? -me preguntó el anticuario con una voz oscura-. Esto -e hizo un gesto con los brazos intentando abarcar la estancia completa, féretro incluido- es tan importante para el futuro como lo fue para el pasado. China es un país colonizado por los Estados imperialistas extranjeros, que nos sangran y nos someten con sus robos y exigencias y, allá donde la colonización no llega porque no interesa, perviven los restos feudales de un país moribundo dominado por los señores de la guerra. ¿Sabe usted que la Unión Soviética ha sido la única potencia que nos ha devuelto, sin pedir nada a cambio, todas las concesiones y privilegios que nos robó su anterior régimen zarista? Ninguna otra potencia lo ha hecho y los soviéticos nos han prometido, además, su apoyo en la lucha para recuperar la libertad. El verano del año pasado, doce personas nos reunimos en un lugar secreto de Shanghai para celebrar el segundo Congreso del Partido Comunista Chino.

¿Lao Jiang en el Partido Comunista? ¿Pues no era del Kuomintang?

– En aquella reunión decidimos hacer de China una república democrática y acabar con la opresión imperialista extranjera; expulsarles a ustedes, los Yang-kwei, a sus países, a sus misioneros, a sus comerciantes y a sus compañías mercantiles. Pero ante todo, formar un frente unido contra los que quieren la restauración de la vieja monarquía, contra todos aquellos que quieren que China vuelva al antiguo sistema feudal. ¿Y sabe por qué los comunistas hemos tenido que hacernos fuertes, aceptar la ayuda de la Unión Soviética y tomar la bandera de la libertad? Porque el doctor Sun Yatsen ha fracasado. En los doce años transcurridos desde su revolución, no ha conseguido devolver la dignidad al pueblo chino, ni reunificar este país fragmentado, ni hacer desaparecer a los señores feudales con ejércitos privados pagados por los Enanos Pardos, ni obligarles a ustedes a marcharse de nuestra tierra, ni eliminar los tratados económicos abusivos y vejatorios. El doctor Sun Yatsen es débil y está permitiendo, por miedo, que el pueblo chino siga muriendo de hambre y que ustedes, con sus democracias y su paternalismo colonial, nos sigan hundiendo más y más en la ignorancia y la desesperación.

Sin darme cuenta, su arrebatado discurso me había sacado del mausoleo del Primer Emperador y me había devuelto a las habitaciones de Paddy Tichborne en el Shanghai Club. En realidad, sus palabras no habían cambiado; era su desprecio por el doctor Sun Yatsen y su recién descubierta filiación comunista lo único nuevo de aquella inesperada situación.

– Mi oculta condición de comunista me ha permitido informar a Moscú durante los últimos dos años de los movimientos del Kuomintang y de la actividad política y comercial extranjera en Shanghai. Cuando los Eunucos Imperiales y, más tarde, la Banda Verde y los diplomáticos japoneses visitaron mi tienda de la calle Nanking, adiviné la importancia del «cofre de las cien joyas» que le había vendido a Rémy y puse sobre aviso al partido. Pero como su difunto marido, y viejo amigo mío, se negó a devolverme el cofre, tras su muerte a manos de la Banda Verde estábamos tan pendientes de su llegada y de lo que usted pudiese encontrar en la casa como lo estaban los imperialistas, sólo que nosotros contábamos con mi vieja amistad con Rémy para averiguar qué estaba agitando los cimientos de la corte imperial de Pekín. Cuando usted me prestó el cofre y pude examinar su contenido, descubrí asombrado la versión original de la leyenda del Príncipe de Gui, con las pistas necesarias para encontrar el jiance que podía traernos hasta este mausoleo de Shi Huang Ti. Advertí inmediatamente al Comité Central del partido el cual, mientras decidía qué tipo de acciones íbamos a emprender, me ordenó informar a Sun Yatsen con el resultado que usted ya conoce. El doctor Sun me considera un gran amigo y un fiel partidario, por lo que siempre dispongo de abundante información. Nadie sabe en el Kuomintang que soy miembro del Partido Comunista porque, tal y como le expliqué cierto día, estas dos formaciones trabajan unidas en la actualidad, aunque sólo en apariencia. Antes o después terminaremos enfrentándonos. El doctor Sun, como usted sabe, se ofreció a costear nuestro viaje con el objetivo que ya le comenté: financiar al Kuomintang e impedir la restauración imperial. El Comité Central de mi partido, por el contrario, me dio una orden muy clara y terminante: bajo la tapadera de la misión del doctor Sun, mi verdadera tarea sería destruir este mausoleo.

– ¡Destruir el mausoleo! -exclamé horrorizada.

– No se sorprenda -me advirtió y, luego, miró a los demás-. Usted tampoco, maestro Jade Rojo. Mucha gente conoce ya la existencia de este lugar perdido durante dos mil años. No sólo los manchúes de la última dinastía y los japoneses del Mikado sino también la Banda Verde y el Kuomintang. ¿Cuánto tiempo creen que va a tardar cualquiera de ellos en hacer uso de lo que hay aquí y, sobre todo, de ese extraño féretro flotante que tenemos sobre nuestras cabezas? ¿Sabe lo que significaría todo esto para el pueblo de China? A nosotros, los comunistas, nos dan igual las riquezas que contiene este lugar. No nos interesan. Sin embargo, los otros, además de lucrarse con todos los tesoros que hemos visto, utilizarán este descubrimiento para hacerse con una China cansada de las luchas por el poder, hambrienta y enferma. Cientos de millones de campesinos pobres serán manipulados para volver a la anterior situación de esclavitud en lugar de convertirse, como nosotros deseamos, en luchadores por la libertad y la igualdad. No sólo es ese despreciable Puyi quien desea convertirse en emperador. ¿Qué cree que haría el doctor Sun Yatsen? ¿Y qué harían las potencias extranjeras si cayera en manos de Sun Yatsen? ¿Cuánta sangre se derramaría si los señores de la guerra decidieran venir hasta aquí para hacerse con los tesoros? ¿Cuántos de ellos querrían ser emperadores de una nueva dinastía ya no manchú sino auténticamente china? Quien consiguiera apoderarse de esto -afirmó señalando hacia arriba- sería bendecido por el fundador de esta nación para apoderarse, en su nombre, de «Todo bajo el Cielo» y, créanme, no lo vamos a consentir. China no está preparada para asimilar este lugar sin graves consecuencias para su futuro. Algún día lo estará, se lo aseguro, pero ahora todavía no.

– ¿Y tiene que destruir el mausoleo? -pregunté incrédula.

– Por supuesto, no lo dude. Así me lo han ordenado. Voy a permitir que ustedes se lleven todo lo que han cogido. Es mi manera de agradecerles lo que han hecho, que ha sido mucho. He tenido que utilizarles para llegar hasta aquí y mantener en el engaño tanto al Kuomintang como a la Banda Verde.

– ¿Y qué me dice de Paddy Tichborne? -le pregunté-. ¿También es comunista como usted? ¿Estaba al tanto de todo esto?

– En absoluto, Elvira. Paddy es sólo un buen amigo, muy útil para recabar información en Shanghai, al que tuve que recurrir para llegar hasta usted.

– ¿Y qué dirá cuando sepa todo esto?

El anticuario se rió a carcajadas.

– ¡Espero que algún día escriba un buen libro de aventuras sobre esta historia, como ya le comenté! Nos ayudará mucho a convertir todo esto en una leyenda inverosímil. Yo, por supuesto, negaré haber estado aquí y, si alguien quiere venir a comprobar si hay algo de verdad en lo que ustedes puedan contar a partir de hoy, ya no encontrará nada porque voy a destruir este lugar.

Se agachó a recoger su bolsa y se la echó al hombro.

– Y no se le ocurra atacarme, maestro Jade Rojo, o haré explotar este lugar con todos ustedes dentro. Ayude a Elvira y a los niños a salir rápidamente.

– ¿Usted va a morir, Lao Jiang? -le preguntó un Biao asustado y al borde de las lágrimas.

– No, no voy a morir -le aseguró fríamente el anticuario, ofendido al parecer por la pregunta-, pero no quiero que estén aquí mientras preparo los explosivos. No dispongo de todo el material que sería necesario para volar completamente este lugar, así que debo colocar las cargas de manera que la estructura se venga abajo y se hunda todo el complejo. La cuerda que utilizamos en el segundo nivel y queno quise estropear con el mercurio, Elvira, es una de las mechas que he traído para esta misión y, como comprenderá, necesito cada centímetro de ellas porque yo también tengo que salir de aquí. Son mechas lentas pero, aun así, la complejidad del mausoleo y la dificultad de los seis subterráneos van a ponerme las cosas muy difíciles para llegar a la superficie. Supongo que tardaré una hora u hora y media en preparar la detonación y dispondré de otra hora más, aproximadamente, para salir de aquí. Por eso les ruego que se marchen ya. Ustedes tienen dos horas y media para llegar arriba, salir por el pozo y alejarse, así que ¡váyanse! ¡Váyanse ya!

– ¡Dos horas y media! -exclamé, desesperada-. ¡No nos haga esto, Lao Jiang! ¿Qué prisa tiene? ¡Dénos más tiempo! ¡No lo vamos a conseguir!

Él sonrió con pesar.

– No puedo, Elvira. Ustedes han estado convencidos todo el tiempo de que nos habíamos librado definitivamente de la Banda Verde cuando salimos de Shang-hsien, pero la Banda Verde es muy lista y tiene sicarios y recursos por todas partes. Hágase usted misma esta reflexión: al día siguiente de nuestra partida de aquel pueblo, cuando nuestros dobles se detuvieron y se dieron la vuelta, la Banda descubrió que les habíamos engañado. O bien abandonaron la búsqueda, cosa harto improbable, o bien regresaron a Shang-hsien e interrogaron a todo el mundo hasta descubrir lo que había pasado y por dónde nos habíamos ido. Puede que, en ese momento, aún llevásemos dos días de ventaja, pero sin duda consiguieron toda la información que necesitaban tanto del guía que nos sacó del pueblo y nos acompañó hasta el bosque de pinos como de los balseros que nos ayudaron a cruzar los ríos entre Shang-hsien y T'ieh-lu, el villorrio con el apeadero del tren donde compramos la comida y, aunque cada día limpiábamos todo antes de volver a montar, no es difícil suponer que encontraron algún indicio, por pequeño que fuera, de nuestras hogueras nocturnas y nuestros desperdicios. De todos modos, tampoco les era necesario. Entre Shang-hsien y T'ieh-lu hay una línea recta muy fácil de seguir. ¿Y qué creen que les dirían en la tiendecilla de la estación? Que sí, que efectivamente estuvimos allí hace tres días y que vinimos en esta dirección. Nuestros animales, que siguen arriba, serán la última referencia que necesiten para encontrar la boca del pozo. En caso de que siguiéramos manteniendo los dos días de ventaja, o incluso si añadimos un día más por el tiempo que perdieron interrogando a la gente de Shang-hsien y siguiendo nuestras huellas, los sicarios de la Banda Verde ya están aquí, dentro del mausoleo.

Es decir, pensé, que huíamos de la sartén para caer en el fuego.

– No pierdan más tiempo y no me lo hagan perder a mí -nos urgió-. Márchense. Tengo mucho trabajo que hacer. Nos veremos fuera dentro de unas horas.

Hacía tantos meses que no usaba un reloj que, en cierta manera, había aprendido a calcular el paso del tiempo intuitivamente, por eso sabía que, si nosotros a duras penas lograríamos abandonar el mausoleo aun contando con toda la ayuda posible de la buena fortuna, Lao Jiang, salvo que dispusiera de algún recurso desconocido e improbable, no lo iba a conseguir. Y él también lo sabía, estaba segura.

– Adiós, Lao Jiang -le dije.

– Adiós, Elvira -me respondió con una ceremoniosa reverencia-. Adiós a todos.

Fernanda y Biao permanecieron inmóviles; mi sobrina con un gesto de indignación y disgusto en la cara; Biao, con los ojos enrojecidos y la cabeza gacha.

– Vámonos -ordené. El tiempo había empezado a correr y nosotros, por la cuenta que nos traía, teníamos que procurar adelantarle. Como nadie se movía, cogí por los brazos a los niños y los arrastré fuera de la cámara-. ¡Vamos, maestro!

Aquel desgraciado de Lao Jiang se había quedado con la única antorcha que teníamos así que la huida iba a ser en la oscuridad, por lo menos dentro de aquel sarcófago exterior. Menos mal que recordábamos el camino y pronto estuvimos en la sala de ceremonias, con el mar de esqueletos frente a nosotros. Allí me detuve.

– Maestro -dije apresuradamente-, creo que sería mejor abandonar las bolsas. Cojamos lo más valioso y echemos a correr.

El maestro Rojo asintió y los niños sacaron grandes puñados de piedras preciosas, monedas de oro y figuritas de jade que guardaron en sus amplios bolsillos. Conseguimos cargar con todo lo que no tenía un tamaño desmesurado.

– Fernanda, no te dejes el espejo. Mételo dentro de la chaqueta.

– ¿El espejo? -se sorprendió-. Precisamente el espejo era lo último que pensaba llevarme. Es grande e incómodo -dijo despectivamente. Estaba enfadada, pero no conmigo sino con Lao Jiang.

El maestro Rojo, además de llenarse los bolsillos de joyas, se guardó su querido Luo P'an entre las ropas. Biao hizo lo mismo con mi libreta de dibujo y mis lápices, de los que se había apropiado.

– No miréis al pisar -les advertí-. Y no os detengáis por nada. ¡A correr!

Me lancé entre los montones de huesos a toda velocidad, intentando no perder el equilibrio si pisaba alguno. Corría como si me fuera la vida en ello porque, en verdad, me iba la vida, así que no había lugar para otra cosa que no fuera huir y conservar al máximo el aliento. ¡Cómo me alegraba ahora de haber adquirido una forma física tan buena con el taichi y los meses de largas caminatas por las montañas! Había sido una bendición.

Dejamos atrás las escalinatas de Afang y los gigantes de bronce y llegamos al río de mercurio donde recogimos los bambúes abandonados. Lo cruzamos todos a la vez, impulsándonos con fuerza para movernos deprisa en aquel líquido que, ahora, parecía querer frenarnos e impedirnos el paso. Una vez en la otra orilla, seguimos corriendo por el jardín como alma que lleva el diablo. Supongo que la angustia te agudiza los sentidos porque no nos perdimos ni una sola vez; ciertos animales, algunas piedras, los pabellones de los riachuelos nos llevaron directos a la gran puerta de bronce de las murallas que cerraban el Parque Shanglin. Esquivamos las numerosas estatuas que ocupaban el camino que partía desde allí hacia la subida al quinto nivel y ya no recuerdo los puentes que salvamos ni las ciudades que atravesamos salvo las calles empedradas de la pequeña y elegante de Shang-hsien. Después, empezó la inmensa y reluciente explanada de gruesas columnas lacadas en negro. En alguna parte, al otro extremo, estaba la rampa de salida. No debíamos perdernos. Corríamos sin descansar, a un ritmo fuerte y rápido y, cuando notamos que el techo se iba acercando a nuestras cabezas, supimos que, aunque nos hubiéramos desviado unos cuantos metros, íbamos bien.

– ¡Allí! -gritó mi sobrina dando un pequeño giro hacia la izquierda. Poco después, estábamos ascendiendo a toda velocidad hacia la gran losa de piedra negra de la sala de banquetes. No nos detuvimos. Pasamos como una exhalación junto a las mesas con sus manteles de brocado y sus objetos de oro y nos dirigimos hacia los travesaños de hierro de la pared delante de los cuales continuaba el enorme charco espeso lleno de insectos aplastados. Fernanda se detuvo.

– ¡No te pares! -le grité sin aliento. Empezaba a notar el cansancio. ¿Cuánto tiempo llevábamos corriendo sin parar? Puede que veinte o veinticinco minutos.

El maestro Rojo nos adelantó y fue un detalle que le agradecí. Él se enfrentaría a los millones de repugnantes bichos que infestaban el cuartucho de arriba permitiéndonos, de ese modo, atravesarlo más rápidamente. La idea de volver a llenarme el pelo, la cara y la ropa de aquellas cosas vivas y negras me superaba, pero no había tiempo que perder. A ellas les quedaba muy poco de vida y, si el precio de mis próximos cincuenta años (siempre hay que ser optimista en estos cálculos) era pasar de nuevo por aquel pedazo de infierno, lo pagaría.

Tras el maestro subió Biao, tras Biao, Fernanda y, por último, yo, que fui la que menos insectos recibió en la cabeza. El maestro dejó la trampilla abierta y, desde la sala del Bian Zhong, nos fue llamando a gritos incansablemente para guiar a Biao que, a su vez, guiaba a Fernanda y también a mí. Daba lo mismo cerrar los ojos que dejarlos abiertos. Ahora ya sabía que eran cucarachas, escarabajos y hormigas lo que llevaba encima y lo que me corría por la cara. Sólo esperaba que no me taparan la nariz ni me entraran en la boca o los oídos.

Perdimos más tiempo del debido por culpa de aquellos bichos. Lamentablemente, habían invadido también la sala del Bian Zhong porque la luz que atravesaba las aberturas dejadas por la pared móvil era un reclamo irresistible, de modo que ahora se habían apoderado de las hermosas campanas y de los barrotes de hierro que conducían al piso superior. Y no sólo eso. Como el día anterior, mientras bajábamos, no tomamos la precaución de cerrar la trampilla (fue por los niños, que aparecieron por sorpresa), los insectos voladores más atrevidos habían decidido explorar el espacio misterioso que había más allá del extraño agujero del techo y habían cruzado la frontera hacia el inmenso territorio de los diez mil puentes.

Allí estábamos otra vez, en aquel increíble lugar. Levanté la mirada hacia arriba y me asusté. No podíamos correr por aquellas cadenas de hierro suspendidas en el aire sin caernos.

– Por favor, maestro Rojo -le supliqué-. No se equivoque. Un simple error nos llevaría a perdernos en este laberinto.

– Le aseguro, madame -repuso empezando a subir la primera pasarela- que voy a poner toda la atención y todo el cuidado del mundo.

– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó mi sobrina, siguiéndole.

– Calculo que una hora y cuarenta y cinco minutos -le dije.

– ¡No lo vamos a conseguir! -gimió.

– Escúchenme todos -pidió el maestro-. Quiero que se concentren y que presten atención a mis palabras. A partir de ahora, olvidarán que caminan sobre una cadena de hierro e imaginarán que lo hacen sobre una ancha raya blanca pintada en el suelo de una gran habitación. La cadena es una raya segura y estable, una raya que no presenta ningún peligro, ¿de acuerdo?

– ¿Qué dice? -me preguntó Biao con el volumen de voz suficiente para que sólo yo, que iba detrás de él, le escuchara.

– Mira, Biao, no tengo la menor idea de lo que pretende el maestro -le contesté en tono fuerte- pero si él dice que esta cadena bailona es una raya pintada en el suelo, tú te lo crees y punto.

– Sí, tai-tai.

– Y tú también, Fernanda, ¿me has oído?

– Sí, tía.

– Y sujetaos bien.

– Repetid varias veces dentro de vosotros que camináis sobre una línea muy ancha pintada en el suelo de una habitación grande -insistió el maestro.

Yo, por supuesto, lo intenté con todas mis fuerzas en varios momentos de aquel eterno recorrido por los dichosos puentes pero cada vez que un insecto volador se me cruzaba por delante perdía toda la concentración y notaba que mis pasos se volvían inestables y que, con las manos, zarandeaba sin querer la pasarela por la que avanzábamos. En esos momentos sentía terror de que alguno de los niños se cayera por mi culpa y no había maestro taoísta en el mundo ni mago de feria que pudiera convencerme entonces de que caminaba sobre una raya o sobre las aguas del mar. Fue un error dejarme arrastrar por el pánico a partir de una cierta altura. Perdí toda noción del tiempo y ya no pude calcular cuánto estábamos invirtiendo en aquella ascensión que, por cuidadosa que fuera, seguía resultando enormemente peligrosa.

Sin embargo, la práctica adquirida el día anterior y el jueguecito mental del maestro Rojo parecían poner alas en nuestros pies y, cuando llegamos arriba, cuando pisamos suelo firme, el maestro y los niños convinieron que sólo habíamos empleado una hora en realizar el ascenso. No quise hacer mención de ello mientras corríamos por el túnel hacia las rampas del segundo nivel, pero eso significaba que, como mucho, disponíamos sólo de cuarenta y cinco minutos para salir del mausoleo.

Antes de empezar a subir, di la orden de alto.

– ¿Qué pasa? -preguntó el maestro, confundido.

– Saca tu espejo, Fernanda y dáselo a Biao.

– ¿Para qué lo quiero? -se extrañó el niño.

– ¿Ves esa vasija, la que está en la boca del túnel?

– Sí.

– Pues quédate aquí y dirige la luz hacia arriba para iluminarnos la subida.

Biao se quedó pensativo.

– ¿Puedo subir yo también un poco mientras sigo iluminando las rampas?

– Naturalmente -repuse mientras los demás echábamos a correr.

– ¡Tía! ¿No pretenderá abandonarle, verdad? -me recriminó mi sobrina.

– Deja de decir sandeces y corre.

El frío gélido fue desapareciendo a medida que ascendíamos a toda velocidad por aquel pozo amplio hacia la trampilla que nos conduciría a la gran sala de suelo de bronce llena de metano. Llegamos sin resuello a la última plataforma y nos detuvimos frente a los barrotes de hierro bajo la trampilla del techo.

– ¿Estás bien, Biao? -pregunté a voz en grito.

– ¡Sí, tai-tai!-El foco de luz que el niño dirigía hacia nosotros con el espejo se elevaba brillante muy cerca del maestro Rojo.

– Maestro -le dije-. Quiero que abra usted la trampilla, por favor, y que entre.

Él me obedeció y, mientras, saqué mi propio espejo y le pedí a Fernanda que subiera por los hierros tras el maestro.

– ¿Qué va usted a hacer? -inquirió, suspicaz.

– Voy a iluminarte el camino para que puedas correr.

Subí detrás de ella y me quedé con medio cuerpo dentro y medio fuera de la sala del metano.

– ¡Biao! -grité-. ¡Mueve el espejo hacia la derecha!

El niño lo movió.

– Ahora, un poco hacia la pared.

Lo hizo y, no mucho después, el resplandor de su luz se reflejaba en mi espejo, que apuntaba directamente al suelo de aquella inmensa cámara arrancando chispas de luz verdosa a un pequeño reguero de turquesas que alguien muy inteligente había ido dejando caer con toda la intención.

– Corra, maestro. Llévese a Fernanda y avíseme cuando hayan abierto la trampilla del otro lado.

– Muy bien, madame.

Vi sus pies alejarse a la carrera siguiendo el camino marcado por la luz que el suelo de bronce bruñido ampliaba. A semejante velocidad, no tardarían más de unos pocos minutos en llegar al otro lado. ¡Qué bueno hubiera sido poder correr así el día anterior! No hubiéramos sufrido tanto caminando a ciegas y envenenándonos lentamente con el gas hasta perder el conocimiento. Poco después, oí la voz del maestro Rojo avisándome de que Fernanda y él habían llegado a la portezuela. Le pedí al maestro que hiciera subir a Fernanda al salón del trono del palacio funerario y él me contestó que ya lo estaba haciendo. Sentí un gran alivio. Ahora había que ocuparse del niño.

– Biao, escúchame -le dije descendiendo unos cuantos travesaños para volver a meter la cabeza en el pozo-. ¿Has subido algún tramo de rampa?

– Sí, tai-tai.

– Muy bien. Ahora quiero que apoyes la espalda contra la pared y vengas hasta aquí lo más rápido que puedas.

– Sí, tai-tai -repuso, dejándome de pronto en la más completa oscuridad. Mi espejo ya no servía para nada así que lo volví a guardar en el interior de mi chaqueta y me dispuse a esperar a Biao, que aún podía tardar un rato. Sin embargo, me pareció que escuchaba muy cerca ya su agitada respiración y, enseguida, algo me tocó en un pie.

– ¿Cómo has llegado tan pronto? -me sorprendí.

– Porque con la espalda en la pared no podía correr pero apoyando el codo no había peligro de caerme por el pozo.

¡Qué chico tan listo! Y valiente. Yo no me hubiera atrevido. Ahora que, desde luego, el codo de su chaqueta debía de haber quedado hecho una pena.

– Subamos, Biao.

Pronto los dos estuvimos arriba y volví a llamar a gritos al maestro. Le pedí que no dejara de hablar para que su voz nos guiara a Biao y a mí hasta él. Me preguntó si me importaba que recitara versos taoístas y le dije que me daba igual lo que hiciera mientras no dejara de hablar con toda la potencia de sus pulmones.

¡Qué sensación más extraña es la de correr en la oscuridad! Al principio temes caer, tus pasos son inseguros porque, al perder el sentido de la vista parece que pierdes también el del equilibrio, pero la conciencia del peligro, del poco tiempo que nos quedaba antes de que aquel lugar explotara por culpa de ese viejo loco de Lao Jiang, hizo que nos adaptáramos a la situación y, siguiendo la voz del maestro, que berreaba en chino una melopea espantosa, atravesáramos como un rayo la inmensidad de aquella gigantesca basílica y alcanzáramos la portezuela.

– No cante más, maestro -le supliqué-. Estamos a su lado.

– Como usted diga, madame.

Entramos en el pequeño cubículo de la escalinata y subimos guiados nuevamente por un resplandor difuso que llegaba desde arriba. Fernanda nos estaba esperando junto a la trampilla, detrás de la gran losa de piedra negra. ¡Qué alegría sentí al volver a la luz! Pasamos junto al gigantesco altar de piedra sobre el que descansaba el falso féretro del Primer Emperador y echamos a correr hacia la salida por el camino libre de flechas de ballesta que tanto nos habíamos divertido abriendo con los puñados de joyas y, aunque temía que aún quedara algún dardo que pudiera darnos un susto, lo cierto es que llegamos perfectamente a las grandes escaleras del exterior.

Bajamos los peldaños de dos en dos, de tres en tres, corriendo el peligro de caernos y rompernos la cabeza, pero supongo que, a esas alturas, estábamos hechos a todo y conseguimos salir indemnes de aquel descenso suicida por la magna escalera imperial. No quería preguntar cuánto tiempo nos quedaba para no preocupar a los niños pero no serían más de veinte o veinticinco minutos y estábamos aún tan lejos de la salida que ni con el doble llegaríamos. Apreté el paso e, inconscientemente, los demás me imitaron. Cruzamos la explanada, atravesamos el túnel de la primera muralla, saltamos las gruesas barras de bronce que mantenían abierta la gigantesca puerta erizada de púas, superamos el corredor intermedio, pasamos también el segundo túnel de la otra muralla y, por fin, dejamos atrás el inmenso portalón de las aldabas con forma de cabeza de tigre. Habíamos salido del palacio sepulcral. Ahora sólo teníamos que correr como locos hasta el pozo.

Por desgracia, un nutrido grupo de sicarios de la Banda Verde con antorchas en una mano y cuchillos en la otra no estaba de acuerdo con la idea.

– ¡Oh, no, no! -gemí con toda el alma. Estábamos perdidos. Nos acercamos unos a otros como si eso pudiera salvarnos las vidas. Pasé un brazo sobre el hombro de mi sobrina y la atraje hacia mí. Aquellos estúpidos asesinos nos contemplaban desafiantes. El que parecía el jefe, un tipo alto, de frente rasurada y rasgos mongoles más que chinos, dijo algo con tono desagradable. El maestro Rojo le contestó y vi que la cara del líder cambiaba de expresión. El maestro Rojo siguió hablando, repitiendo muchas veces las palabras cha tan y bao cha. Yo no sabía lo que querían decir pero parecían surtir efecto. El grupo se miraba, desconcertado. El maestro seguía repitiendo, cada vez más alterado, aquellas cha tan y bao cha mezcladas con el nombre del anticuario en su versión completa, Jiang Longyan, y en su versión de cortesía, Da Teh, y también le escuché mencionar repetidamente la palabra Kungchantang, el nombre del Partido Comunista Chino. Deduje que les estaba contando que aquel lugar iba a explotar en unos pocos minutos, que el anticuario era un comunista a quien habían ordenado destruir el mausoleo del Primer Emperador, que, si nos quedábamos allí, moriríamos todos sin remedio y que ya no quedaba mucho tiempo para eso. El jefe de los matones dudaba pero algunos miembros del grupo parecían nerviosos. El maestro Rojo seguía hablando. Ahora parecía que suplicaba, luego que explicaba, después que volvía a suplicar y, por fin, supongo que por agotamiento, el líder de los sicarios hizo un gesto brusco con el brazo indicando que podíamos irnos. Algunos de sus hombres empezaron a vociferar, muy alterados. Nosotros aún no nos habíamos movido. El jefe gritó, chilló y, de pronto, dijo algo con voz tajante y caminó hacia la puerta de las aldabas. Lo único que a él le interesaba era el mausoleo y a nosotros, afortunadamente, no nos quería para nada.

– ¡Vámonos! -exclamó el maestro Rojo echando a correr.

Sin decir ni media palabra, salimos lanzados tras él a toda velocidad. Lo extraño fue que un pequeño grupo de sicarios empezó a seguirnos. Yo estaba aterrorizada. ¿Iban a matarnos? Entonces, ¿por qué algunos de ellos nos adelantaban y hasta nos dejaban atrás?

Llegamos al final del muro pintado de rojo y torcimos a la derecha. Corríamos y corríamos. Ahora éramos muchos huyendo en dirección al pozo. Seis o siete sicarios, al parecer, habían dado crédito a la explicación del maestro y habían optado por salvar sus vidas. No es que lo sintiera por los que se quedaban, pero siempre le agradecería al jefe que hubiera tenido el detalle de no matarnos. La caza que se inició en Shanghai y que, por lo visto, acababa de terminar, sólo había sido para conseguir la información sobre el mausoleo, verdadero objetivo de la familia imperial de Pekín y de los japoneses, los dos patronos de la Banda Verde. Así que ahora sólo debíamos preocuparnos por salir rápidamente de allí y dejar de pensar en todo lo demás. Hasta cierto punto, había sido una gran suerte que aquellos tipejos hubieran decidido acompañarnos en la huida porque con sus antorchas iluminaban el camino y podíamos movernos con más seguridad y, aunque el maestro Rojo llevaba su Luo P'an y hubiera conseguido llevarnos hasta el pozo, yo, que sabía lo que era correr a oscuras, agradecía ver el suelo que tenía delante y no andar chocando contra las gruesas columnas negras que estaban por todas partes.

Nos separamos definitivamente de las murallas que rodeaban el palacio en el preciso momento en el que hubiera jurado que se cumplía el plazo de dos horas y media que nos había dado el anticuario antes de hacer explotar aquel lugar. Cuando me di cuenta, noté que me debilitaba y supe que se debía al miedo. Ahora escapábamos con tiempo prestado y deseé que la dinamita y las mechas del anticuario hubieran fallado y que su plan se hubiera ido al garete. Resoplaba como un fuelle y empecé a sentir una punzada de dolor en el costado derecho. No iba a aguantar mucho más. O aparecía pronto el pozo o me dejaba caer allí mismo. Ya ni siquiera me entraba aire en los pulmones y esa sensación siempre había sido la pesadilla de mis neurastenias, el horrible final de mis crisis de nervios.

– ¡Vamos, tía, siga! -me dijo mi sobrina, cogiéndome por un brazo y tirando de mí.

Fernanda. Tenía que seguir por Fernanda. Si yo me quedaba allí, ¿quién cuidaría de ella? Y, además, estaba Biao. Tenía que ocuparme de Biao. No podía rendirme. Si tenía que morir, que fuera porque ese loco de Lao Jiang hacía explotar el mausoleo y no porque yo me resignara a esperar sentada a que lo hiciera.

Y así, llegamos a la rampa. Aquella hermosa rampa hecha con ladrillos de arcilla blanca me hizo soñar con seguir viva al día siguiente y al otro y al otro… No cabía ninguna duda de que algo había salido mal en el sexto nivel. Algo había fallado y los sicarios de la Banda Verde terminarían encontrando a Lao Jiang y a sus explosivos. No sabía si lo sentía o no. Sólo podía pensar en aquella preciosa, preciosa rampa en la que ya estaba poniendo el pie. ¡Qué cansada me sentía y qué optimista, qué feliz!

Ascendimos atropelladamente. Los matones que habían huido con nosotros no tenían el menor reparo en propinarnos empujones y codazos para obligarnos a dejarles pasar incluso en mitad de aquellas estrechas plataformas. Estaba claro que nuestra manera de correr les había confirmado la veracidad de la historia del maestro Rojo y, ahora que veían la salida, se mostraban desesperados por llegar a la superficie. Lo único que nosotros pedíamos era que, en una de ésas, no nos tiraran al pozo, de modo que, cuando alguien te golpeaba en la espalda con la intención de hacerte caer, lo mejor era apartarse, pegarse a la pared y cederle el paso. Así fue como consiguieron llegar los primeros a una robusta escala de cuerdas de cáñamo que colgaba desde el exterior hasta la plataforma en la que Biao y yo habíamos caído. Los sicarios empezaron a subir por ella dándose puñetazos unos a otros, tironeándose de las ropas, empujándose… Observando en lo alto el pedazo de cielo y la luz dorada de media tarde que se colaba a través de aquel círculo que significaba la salvación, caí en la cuenta de que, en cuanto llegásemos arriba y aquellos brutos descubrieran que el mausoleo no explotaba, vendrían sin piedad a por nosotros. Que el plan del anticuario hubiera fallado -como parecía haber sucedido-, significaba que volvíamos a estar en peligro. Debíamos encontrar alguna manera de defendernos y así se lo dije al maestro Rojo en voz baja. Él asintió. Sin embargo, quiso tranquilizarme:

– Sólo son siete, madame -susurró, confiado-, y no llevan armas de fuego. Podré con ellos. No se preocupe.

Le creí sólo a medias, pero bastó para hacerme sentir un poco mejor. Por fin, pudimos ascender nosotros por la escala. Fernanda y Biao fueron los primeros. Mientras esperaba, recordé la explosión de dinamita que había abierto aquella tolva en el lugar donde antes se encontraba un Nido de Dragón. Sonreí con amargura. En aquel momento no había podido entender por qué Lao Jiang, un viejo y respetable anticuario de Shanghai, llevaba explosivos en su bolsa. ¡Qué ciegos habíamos estado!

Cuando llegué arriba, los niños estaban tirados en el suelo, agotados.

– ¡Arriba! -les grité-. Esto aún no se ha terminado. Hay que alejarse de aquí.

Los animales continuaban en el mismo lugar donde les habíamos dejado. Parecían nerviosos pero en buenas condiciones. Los sicarios de la Banda Verde pasaron junto a ellos, corriendo hacia sus propias monturas que pacían tranquilamente cerca del montículo.

Y entonces fue cuando ocurrió. Primero sentimos un ligero temblor en el suelo, algo casi inapreciable que fue subiendo de intensidad hasta convertirse en un terremoto que nos hizo trastabillar y caer. Los caballos se encabritaron y relincharon angustiados mientras las mulas rebuznaban enloquecidas y daban patadas al aire y saltos como yo no había visto dar nunca a un cuadrúpedo. Una de ellas rompió las riendas y, soltando el bocado, se alejó al galope para ir a caer de mala manera poco después. El suelo se agitaba como un mar embravecido; varias olas, y digo bien, se alzaron en la campiña y nos sacudieron como si fuéramos barquichuelas a la deriva, haciéndonos rodar de un lado a otro mientras gritábamos desesperados. Se escuchó, de pronto, un rugido sordo, un fragor que procedía del fondo de la Tierra. Así debían de sonar los volcanes cuando entraban en erupción pero, por suerte para nosotros, no se abrió ningún cráter; al contrario, el suelo, que parecía de goma, se hundió como si fuera a formarse una tolva gigante; luego, ascendió otra vez formando una suave colina y, después, recuperó su nivel. Todo cesó. Los sicarios y nosotros dejamos de gritar al mismo tiempo. Sólo los animales continuaban armando jaleo pero se fueron tranquilizando hasta quedar inmóviles y silenciosos. Una calma terrible se apoderó del lugar. Era como si la muerte hubiera pasado por allí y nos hubiera rozado a todos con su manto para, luego, alejarse y desaparecer. El mundo entero se había quedado callado.

Miré a mi alrededor buscando a mi sobrina y la encontré junto a mí, boca abajo, con los brazos extendidos hacia arriba, sacudida por pequeñas y silenciosas convulsiones quebien podían ser llanto contenido como espasmos de dolor. Me acerqué más a ella y le di la vuelta. Tenía la cara llena de tierra y pringosa de lágrimas que formaban un barrillo blanco en tomo a sus ojos. La abracé con fuerza.

– ¿Están bien? -preguntó el maestro Rojo.

– Nosotras estamos bien -fueron mis últimas palabras antes de echarme a llorar desesperadamente-. ¿Y Biao? -balbucí al cabo de poco, soltando a Fernanda y buscando al niño con la mirada.

Allí estaba, levantándose del suelo, sucio, mugriento e irreconocible.

– Estoy bien, tai-tai -susurró con un hilillo de voz.

Los de la Banda Verde, a cierta distancia de nosotros, también se iban incorporando poco a poco. Parecían asustados.

– Maestro -gimoteé, intentando hablar con coherencia-. Dígales a aquellos tipos que el mausoleo del Primer Emperador ha sido destruido. Pídales que transmitan a su jefe de Shanghai, a ese maldito Surcos Huang o como demonios se llame, que esta historia se ha terminado, que Lao Jiang ha muerto y que el jiance yel «cofre de las cien joyas» han desaparecido. Dígaselo.

El maestro, levantando la voz en mitad de aquel pesado silencio, les soltó un largo discurso que escucharon con indiferencia. Hubieran podido demostrar un poco de gratitud por haberles salvado la vida prestando algo de atención, pero se limitaron a montar en sus caballos.

– Dígales también -le pedí de nuevo- que nos dejen en paz, que ya no tenemos nada que puedan querer.

El maestro repitió a gritos mis palabras pero los sicarios ya cabalgaban en dirección a Xi'an y ninguno volvió la cabeza para mirarnos cuando pasaron a nuestro lado. Querían largarse de allí y eso fue exactamente lo que hicieron.

– ¿Nos hemos librado de ellos? -preguntó entre hipos y lágrimas mi sobrina.

– Creo que sí -repuse pasándome las manos por la cara para limpiarme los ojos y contemplar, no sin alegría, cómo se alejaban dejando en el aire una nubecilla de tierra.

– Y, ahora, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Biao-. ¿A dónde vamos?

El maestro Jade Rojo y yo nos miramos y, luego, contemplamos el solitario y frondoso montículo que, en mitad de aquella gran campiña encerrada entre el río Wei y las cinco cumbres del monte Li, continuaba señalando, como había hecho durante los últimos dos mil doscientos años, el lugar donde había estado el impresionante mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador de la China. Nada parecía haber cambiado en el paisaje. Allí arriba todo seguía igual.

– Maestro -dije-, ¿le apetecería pasar unos días en Pekín?

– ¿En Pekín? -se sorprendió.

Metí las manos en los bolsillos exteriores de mi chaqueta y las saqué llenas de piedras preciosas y de pequeños objetos de jade que brillaron bajo la luz crepuscular.

– Tengo entendido -le expliqué- que existe un gran mercado de antigüedades en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida y como, además, es la gran capital de este inmenso país, seguro que encontraremos muchos compradores dispuestos a pagar un buen precio por estas hermosas joyas.

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