PRIMERA PARTE

I

A escasos minutos de la emisión de los titulares del boletín de noticias de la noche de la CBA, llegó la primera información acerca del inminente aterrizaje forzoso de un Airbus A-300 en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth.

Eran las 18.21, hora de Nueva York, cuando el director de la oficina de Dallas de la CBA comunicó a uno de los productores de Nueva York, por el altavoz de la sala de la Herradura:

– Estamos a la espera de un aparatoso aterrizaje forzoso en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Ha habido una colisión en vuelo: una avioneta y un Airbus con el pasaje completo. El aparato pequeño ha caído. El Airbus está en llamas y va a intentar tomar tierra. Las radios de la policía y las ambulancias parecen enloquecidas.

– ¡Dios santo! -exclamó otro realizador de la Herradura-. ¿Qué posibilidades hay de obtener imágenes?

La Herradura, una mesa inmensa con cabida para doce personas, era el lugar donde se planificaban y se elaboraban todos los boletines de noticias de la cadena de televisión, desde primerísima hora de la mañana hasta el último segundo de emisión de cada día de la semana. En las emisoras rivales como la CBS, la llamaban la Pecera, en la ABC, el Corro, y en la NBC, el Despacho. Pero, comoquiera que se la llamara, su significado era el mismo.

Al parecer, en esta sala se encuentran los mejores cerebros en lo que a apreciación y toma de decisiones informativas se refiere: director, presentador, realizadores, redactores, guionistas, director gráfico y sus ayudantes de mayor categoría. También hay, como instrumentos de una orquesta, media docena de terminales de ordenador, teletipos, una centralita de teléfonos sofisticadísimos y monitores de televisión donde se puede contemplar en cualquier momento desde unas imágenes de vídeo sin montar, o un reportaje a punto de emitirse, hasta las transmisiones de la competencia.

La Herradura se encuentra en el cuarto piso del edificio de oficinas de los servicios informativos de la CBA, en el centro de la planta, con despachos a un lado: los del personal directivo del boletín nacional de Últimas Noticias, que, a diversas horas del día, huyen del habitual frenesí de la Herradura y se refugian en sus despachos individuales.

Ese día, como casi siempre, presidía la Herradura Chuck Insen, el director ejecutivo. Enjuto y mordaz, era un periodista veterano, iniciado en la prensa en sus años de juventud y todavía en la actualidad, con una preferencia pueblerina por las noticias domésticas en detrimento de las internacionales. Con cincuenta y dos años, Insen era muy viejo para los baremos corrientes de la televisión, aunque no daba muestras de debilidad, incluso después de cuatro años en un cargo que solía quemar a la gente en dos. Chuck Insen podía ser brusco, y lo era muy a menudo; nunca había podido soportar la estupidez o las charlas intrascendentes, por la sencilla razón de que las presiones de su tarea no le dejaban tiempo.

Ese día, un miércoles de mediados de septiembre, la tensión se encontraba al máximo. A lo largo de todo el día, desde primeras horas de la mañana, el esquema del boletín nacional de últimas noticias, la selección de temas y su orden de importancia habían sido revisados, debatidos, corregidos y decididos. Los corresponsales y los enviados especiales de todo el mundo habían contribuido con ideas, habían recibido instrucciones y las habían ejecutado. Durante todo ese proceso, las noticias del día habían sido reducidas a ocho crónicas de corresponsalía, a las que se adjudicaba entre un minuto y medio y dos minutos, más dos narraciones en off y cuatro tomas de estudio. La narración en off es el comentario del presentador sobre un fondo de imágenes, y la toma de estudio, el presentador en pantalla sin imágenes; ambas con una duración media de veinte segundos.

Y de repente, a menos de ocho minutos de salir en antena, la aparatosa noticia de Dallas les obligaba a remodelar todo el bloque de noticias. Aunque ninguno sabía cuánta información adicional les llegaría, ni de qué imágenes dispondrían, para incluir la historia de Dallas debían prescindir por lo menos de uno de los reportajes previstos y recortar otros. Habría que cambiar la secuencia de noticias en función del tiempo y las necesidades del ritmo de emisión, la cual se iniciaría mientras terminaban de resolver las modificaciones. Estos imprevistos sucedían con bastante frecuencia.

– Esquema nuevo, todo el mundo aquí -ordenó Insen resueltamente-. Ponemos Dallas en cabecera, con Crawf en toma de estudio. ¿Ha llegado ya algún teletipo?

– El de la Associated Press. Ya lo tengo -respondió Crawford Sloane, el presentador, leyendo el boletín que acababan de entregarle.

Unos siete millones de personas veían casi todas las noches del año la cara familiar de Sloane, sus rasgos angulosos, su pelo veteado de gris, su mandíbula prominente y sus ademanes autoritarios aunque tranquilizadores. El presentador ocupaba su asiento habitual, la privilegiada butaca a la derecha del director ejecutivo. Crawf Sloane también era un veterano periodista que había ascendido en el escalafón con paso firme, sobre todo después de su labor como corresponsal de la CBA en Vietnam. Tras ser enviado especial en la Casa Blanca y trabajar durante tres años como presentador de la cuña informativa de medianoche, Sloane se había convertido en una institución nacional, un miembro de élite de los mass media.

Dentro de pocos minutos, Sloane se dirigiría al estudio. Mientras, para redactar personalmente su texto, recurriría a la llamada de Dallas que había oído por el altavoz más algún dato adicional del informe de la Associated Press. No todos los presentadores redactaban sus textos, pero Sloane, si podía, prefería escribir él mismo lo que iba a decir. Pero tenía que darse prisa.

Volvió a oírse la sonora voz de Insen. El director ejecutivo, consultando el esquema original de esa edición, dijo a uno de los realizadores:

– Elimina a Arabia Saudí. Quítale quince segundos a Nicaragua.

Sloane se estremeció mentalmente al oír la decisión de quitar el reportaje sobre Arabia. Era una noticia importante, de dos minutos y medio, bien presentada por el corresponsal de la CBA en Oriente Medio, sobre los planes de comercialización del petróleo saudí. Al día siguiente, la historia no valdría un centavo, porque sabían que las otras emisoras la tenían y la transmitirían esa noche.

Sloane no discutía la decisión de sacar en cabecera la noticia de Dallas, pero, personalmente, él hubiera eliminado la crónica del Capitolio referente al delito de un senador. El legislador había malversado ocho millones de dólares de una asignación colosal, dinero que beneficiaba a un amigo personal suyo que había contribuido económicamente a su campaña. El escándalo había salido a la luz gracias a las diligentes indagaciones de un reportero.

Pese a ser más pintoresco, el tema de Washington era menos importante, pues la corrupción de un miembro del Congreso no era nada anormal. Pero tal decisión, pensó el presentador con amargura, era típica de Chuck Insen: una vez más, se descartaba una noticia del extranjero, cuando, según Sloane, ésas eran las que debían subrayar.

La relación entre el director ejecutivo y el presentador nunca había sido buena, pero últimamente había empeorado por desacuerdos de este tipo. Al parecer, sus opiniones se iban alejando cada vez más, no sólo en lo referente a las noticias que debían tener prioridad en cada boletín, sino también en el modo de tratarlas. Sloane, por ejemplo, prefería el tratamiento en profundidad de unos cuantos temas importantes, mientras que Insen era partidario de mencionar la mayor cantidad de noticias aun a costa de «contarlas telegráficamente», según su propia expresión.

En otras circunstancias, Sloane habría discutido la eliminación de la crónica de Arabia, tal vez con éxito, porque el presentador también era editor y tenía bastantes atribuciones, pero en esta ocasión no había tiempo.

Rápidamente, Sloane se dio impulso con los talones, para realizar una experta maniobra con su silla giratoria, que le colocó ante el teclado de un ordenador. Concentrándose e ignorando la conmoción que le rodeaba, tecleó el texto de introducción del boletín de esa noche.


En Dallas-Fort Worth se puede estar fraguando una tragedia. Hemos sabido que hace unos minutos se ha producido una colisión en vuelo entre dos aviones de pasajeros, uno de ellos, un Airbus de Muskegon Airlines, con el pasaje completo. El choque tuvo lugar cuando sobrevolaban la ciudad de Gainsville, Texas, al norte de Dallas. La agencia Associated Press ha informado que el otro aparato, al parecer de poco tonelaje, se ha estrellado. En este momento no disponemos de noticias de su suerte o de las posibles víctimas del accidente. El Airbus sigue en vuelo, incendiado, y los pilotos van a intentar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En tierra, los bomberos y las ambulancias se mantienen a la espera…


Mientras sus dedos volaban por las teclas, en un rincón de su mente Sloane pensaba que pocos espectadores apagarían su televisor antes de que concluyera el espacio informativo de esa noche. Añadió una frase a su texto invitando al espectador a permanecer en esa sintonía y luego pulsó la tecla de impresión. Después pasaría una copia al teleprompter y cuando él llegara al estudio del piso de abajo, lo tendría a punto en el panel electrónico para leerlo.

Mientras Sloane, con su fajo de papeles en la mano, se dirigía a toda prisa hacia las escaleras para bajar la tercera planta, Insen gritaba a un realizador:

– ¿Qué demonios pasa con las imágenes del aeropuerto?

– No ha habido suerte, Chuck… -el realizador, con el receptor del teléfono en el hombro, estaba hablando con el editor de nacionales de la sala de redacción-. El avión incendiado se está acercando al aeropuerto, pero nuestra unidad móvil está a cuarenta kilómetros de allí. No les dará tiempo.

– ¡Mierda! -maldijo Insen.


Si se otorgaran medallas por los trabajos peligrosos en el ámbito de la televisión, Ernie LaSalle, el editor de información nacional, tendría el pecho lleno de ellas. A sus veintinueve años se había distinguido en su trabajo, corriendo frecuentes riesgos, como realizador de exteriores de la CBA en el Líbano, Irán, Angola, las Malvinas, Nicaragua y otros lugares infernales en plena efervescencia. Aunque tales situaciones y crisis seguían existiendo, en ese momento LaSalle contemplaba el escenario nacional, que a veces también podía ser bastante infernal, desde una cómoda butaca de cuero del despacho acristalado que dominaba la sala de redacción.

LaSalle era compacto, no muy alto, dinámico; llevaba una barba cuidada y ropa de calidad… de yuppie, comentaban las malas lenguas. Su cargo como editor de información nacional suponía mucha responsabilidad, que compartía tan sólo con otro directivo del departamento de redacción, el editor de información extranjera. Ambos tenían su mesa en la sala de redacción, que ocupaban cuando se producía alguna noticia candente y ellos tenían que intervenir activamente. El asunto del aeropuerto de Dallas-Fort Worth era una de estas noticias y, por tanto, LaSalle corrió a su mesa de redacción.

La sala de redacción se hallaba en la planta inmediatamente inferior a la Herradura, lo mismo que el estudio de emisión, que utilizaba la hirviente sala de redacción como telón de fondo. La sala de control, donde el productor ejecutivo combinaba los componentes técnicos de cada emisión, estaba en el sótano del edificio.

Habían transcurrido siete minutos desde que el director de la agencia de Dallas había anunciado que el Airbus accidentado se dirigía al aeropuerto. LaSalle colgó bruscamente un teléfono y descolgó otro, mientras leía en la pantalla de su ordenador un nuevo informe de la Associated Press. Estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para conseguir cubrir esa noticia, y al mismo tiempo mantenía a la Herradura al tanto de sus progresos.

LaSalle era quien les había participado la desalentadora noticia sobre la situación de la unidad móvil de la CBA más cercana… que, aunque se dirigía hacia el aeropuerto de Dallas infringiendo todas las limitaciones de velocidad, se hallaba aún a cuarenta kilómetros de su objetivo. Ello se debía a que habían tenido un día muy ajetreado en las oficinas de Dallas, y todos los equipos de rodaje, los realizadores de exteriores y los corresponsales habían salido a alguna misión, con la mala fortuna de que todas estaban muy lejos del aeropuerto.

Por supuesto, no tardarían en llegar imágenes, pero serían diferidas y no en directo, del aterrizaje forzoso del Airbus, que evidentemente sería espectacular y acaso desastroso. Tampoco era probable que dispusieran de imágenes para la primera emisión de noticias de la noche, que llegaban vía satélite a toda la zona del litoral oriental y parte del medio oeste.

El único consuelo era que el director de la oficina de Dallas había notificado que ninguna otra emisora nacional ni local tenían equipo de rodaje en el aeropuerto, aunque, como ellos, ya los tenían en camino.

Desde su mesa de la sala de redacción, Ernie LaSalle, todavía atareadísimo con los teléfonos, podía ver los preparativos habituales del estudio brillantemente iluminado mientras entraba Crawford Sloane. Los espectadores del noticiario que veían presentar a Sloane tenían la ilusión de que éste se hallaba en la sala de redacción. Pero, en realidad, había un grueso cristal insonorizante entre ellos para que ningún ruido distorsionara las explicaciones del presentador, excepto cuando se mezclaban deliberadamente para conseguir ese efecto sonoro.

Eran las 18.28 y faltaban dos minutos para salir a antena.


Cuando Sloane ocupó su asiento en la mesa de presentador, de espaldas a la sala de redacción y frente a la cámara central, de las tres que tenía el estudio, se le acercó una maquilladora. Diez minutos antes habían maquillado a Sloane en una salita adjunta a su despacho, pero desde entonces había sudado. La chica le enjugó la frente, le aplicó unos polvos, le pasó un cepillo por el pelo y le vaporizó un poco de laca.

– Gracias, Nina -murmuró Sloane, con cierta impaciencia.

Luego echó una ojeada a sus papeles y comprobó que las primeras palabras de la noticia de cabecera correspondían a las del panel electrónico del teleprompter que tenía delante, donde iría leyendo su texto como si mirara directamente a los espectadores. Los papeles que suelen llevar los presentadores son sólo una precaución por si falla la electrónica.

– ¡Un minuto! -gritó el realizador.


En la sala de redacción, Ernie LaSalle se quedó inmóvil de repente en su silla, atento, sobresaltado.

Hacía un minuto, mientras hablaba con el director de la oficina de Dallas, éste se había disculpado para atender otra llamada telefónica. Mientras LaSalle esperaba, oía la voz de su interlocutor, pero sin entender su significado. Cuando su colega de Dallas reanudó la conversación interrumpida, su comunicado provocó en el editor de informativos una gran sonrisa de satisfacción.

LaSalle descolgó el teléfono interior rojo de su mesa que comunicaba con la megafonía de todo el departamento de informativos.

«Sección de nacionales, LaSalle. Buenas noticias. Tenemos ahora mismo cobertura inmediata en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En el edificio de la terminal están Partridge, Abrams y Van Canh, que esperaban conexión con otros vuelos. Abrams acaba de ponerse en contacto con la oficina de Dallas: tienen la historia y van a por ella. Algo más: una unidad móvil de comunicación vía satélite ha abandonado su destino y está en camino hacia el aeropuerto; no tardará en llegar allí. Tenemos reservada la transmisión vía satélite entre Dallas y Nueva York. Esperamos disponer de las imágenes para incluirlas en esta edición.»

Aunque intentó sonar lacónico, LaSalle tuvo grandes dificultades para disimular un deje de satisfacción en su voz. Como en respuesta, el sordo griterío de la Herradura ascendió por el hueco de la escalera desde la planta inferior. Crawford Sloane, en el estudio, se volvió y felicitó a LaSalle con el pulgar en alto.

Una secretaria colocó otro papel delante del editor de información nacional, que le echó una mirada y siguió anunciando:

«Y también este informe de Abrams: A bordo del Airbus accidentado hay 286 pasajeros, más los once miembros de la tripulación. El otro aparato, un Piper Cheyenne particular, se ha estrellado en Gainsville y no hay supervivientes. Hay más víctimas en tierra, pero no poseemos detalles del número ni de su gravedad. El Airbus ha perdido un motor y va a intentar aterrizar con el otro. Según el Control de Tráfico Aéreo, el fuego procede del motor arrancado. Fin del informe.»

LaSalle pensó que todo lo que acababa de llegar de Dallas en los últimos minutos era rotundamente profesional. Aunque no resultaba sorprendente, porque el equipo Abrams, Partridge y Van Canh era una combinación ganadora de la CBA. Rita Abrams, en su día corresponsal y en la actualidad realizadora de exteriores, se destacaba por su rápida valoración de las situaciones y su capacidad de recursos para conseguir una noticia, aun en las peores condiciones. Harry Partridge era uno de los mejores corresponsales del ramo. Normalmente estaba especializado en reportajes de guerra y, como Crawford Sloane, se había curtido en Vietnam, pero se podía confiar en su capacidad para realizar un trabajo excepcional sobre cualquier tema. Y el cámara Minh Van Canh, un vietnamita nacionalizado norteamericano, se distinguía por sus excelentes filmaciones, realizadas a veces en situaciones peligrosas y arriesgando su integridad física. El hecho de que estuvieran los tres en Dallas garantizaba unos resultados inmejorables en el tratamiento de aquella noticia.

Pasaba ya un minuto de la media y el boletín nacional Últimas Noticias había empezado. LaSalle pulsó un conmutador de su mesa para darle volumen a la pantalla que tenía encima de la cabeza y oyó la introducción de Crawford Sloane sobre el suceso del aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En pantalla, una mano -de un redactor- le pasó otra hoja de papel. Evidentemente, contenía la información adicional que LaSalle acababa de dictar. Sloane le echó un vistazo y la incorporó, improvisando, al texto que tenía preparado.


Mientras, en el piso de arriba, en la Herradura, el talante había cambiado a raíz del comunicado de LaSalle. A pesar de la tensión y las prisas, se respiraba optimismo y animación sabiendo que la situación de Dallas estaba en buenas manos y no tardarían en llegar imágenes y una crónica completa. Chuck Insen y los demás estaban apretujados atendiendo a las pantallas, discutiendo, tomando decisiones, arañando segundos, cortando y remodelando reportajes para ganar el espacio necesario. Parecía que tendrían que acabar por suprimir también la historia del senador corrupto. Daba la impresión de que todo el mundo aportaba lo mejor de sí mismo, solucionando en un tiempo limitado lo que les exigía la situación.

Cruzaban órdenes y contraórdenes en su jerga:

– Que no se superpongan esas imágenes.

– Más corta esa copia, hombre…

– Quita la 16: «Corrupción»… Pero tenla a mano por si no llega Dallas.

– Estos quince segundos del final sobran, vuelven a contar lo que la gente ya sabe.

– La viejecita de Omaha no lo sabe…

– Pues fuera, nunca lo sabrá.

– Fin de la primera parte. Vamos a la cuña publicitaria. Hay que recortar cuarenta segundos.

– ¿Qué tiene la competencia sobre Dallas?

– Una narración del presentador, como nosotros.

– Necesito tiempo.

– Quita esa secuencia.

– Esto es como meter doce kilos de mierda en un bolsa de diez.


Un observador no familiarizado con la escena podría preguntarse: ¿Son seres humanos? ¿Es que les da igual? ¿No tienen emociones, no se sienten partícipes, son insensibles al dolor? ¿Alguno de ellos ha dedicado el menor pensamiento a esas trescientas personas aterrorizadas, encerradas en ese avión a punto de aterrizar y que pueden morir? ¿Es que no les importa lo más mínimo?

Y cualquier profesional de la información le contestaría: Sí, son seres humanos y les importa, y lo sentirán, quizá al final de la emisión. O cuando lleguen a su casa, asumirán el horror de todo esto y dependiendo de cómo acabe, algunos de ellos incluso llorarán. Pero ahora no tienen tiempo para esas pequeñeces. Son profesionales de la información. Su tarea consiste en transmitir los acontecimientos que pasan, buenos y malos, y además, deprisa, con eficiencia y sencillez para que «se pueda leer de corrido» según la antigua leyenda periodística.

A las 18.40 pues, a los diez minutos de emisión, de la media hora con que cuenta el último boletín nacional de noticias, el interrogante clave de quienes ocupaban la Herradura y la sala de redacción, el estudio y la sala de control seguía siendo: ¿Llegarán o no a tiempo la crónica y las imágenes del aeropuerto de Dallas-Fort Worth?

2

Para el grupo de cinco periodistas del aeropuerto de Dallas-Fort Worth, la sucesión de acontecimientos había empezado un par de horas antes, y alcanzó el punto culminante alrededor de las 17.10, hora centro de los Estados Unidos.

Se trataba de Harry Partridge, Rita Abrams, Minh Van Canh, Ken O'Hara, el técnico de sonido del equipo de la CBA, y Graham Broderick, un corresponsal extranjero del New York Times. Esa misma mañana, antes de amanecer, había salido de El Salvador rumbo a Ciudad de México, y después, tras una demora y un transbordo, habían llegado al aeropuerto de Dallas. En ese momento estaban esperando conectar con otros vuelos, algunos con destinos distintos.

Los cinco estaban agotados, no sólo de viajar durante todo el día, sino de los dos meses o más que llevaban viviendo a salto de mata para cubrir las distintas guerras que se libraban en Latinoamérica.

Estaban esperando la salida de su vuelo en uno de los bares del aeropuerto, el de la terminal 2 E, abierto las veinticuatro horas del día. La decoración del bar era de estilo posmoderno: rodeado por un seto artificial con plantas, exhibía unos paneles colgantes de tela a media altura y de color azul celeste, iluminados por unos focos en tono rosa. El periodista del Times les dijo que le recordaba una casa de putas de Mandalay.

Desde su mesa, situada junto a una cristalera, se veía la rampa de la puerta de embarque número 20. Harry Partridge pensaba haber salido por ella hacía unos minutos en un vuelo de la American Airlines hacia Toronto. Pero esa tarde, el vuelo se estaba retrasando y acababan de anunciar que saldría con una hora de demora.

Partridge, alto y desgarbado, llevaba un alborotado flequillo rubio que siempre le había dado un aspecto infantil, a pesar de sus cuarenta y tantos años y sus canas. En ese momento estaba relajado y no le importaban demasiado los retrasos ni ninguna otra cosa. Tenía por delante tres semanas de vacaciones, y necesitaba de veras descansar y relajarse.

Rita Abrams tenía que embarcar con destino a Minneapolis-Saint Paul, donde pensaba pasar unos días de vacaciones en la finca de un amigo, en Minnesota. También había previsto pasar allí un fin de semana con un ejecutivo casado de la CBA, dato que se reservaba para ella. Minh Van Canh y Ken O'Hara volvían a Nueva York, a su casa. Y también Graham Broderick.

El trío Partridge, Rita y Minh solía formar una frecuente combinación profesional. En su último viaje, O'Hara les había acompañado como técnico de sonido, por primera vez. Era joven, pálido y flaco como un espárrago, y se pasaba la mayor parte de su tiempo libre absorto en revistas de electrónica, como en ese preciso instante.

Broderick era el bicho raro, a pesar de que los de la tele y él cubrían a menudo los mismos destinos y en general se llevaban bien. Sin embargo, en ese momento, el reportero del Times -ampuloso, solemne y levemente pomposo- estaba peleón.

Tres de ellos habían bebido más de la cuenta. Las excepciones eran Van Canh, que sólo bebía refrescos, y el técnico de sonido, que había hecho durar una sola cerveza y había rechazado las demás rondas.

– Escucha, especie de ricachón hijo de tu madre -decía Broderick a Partridge, que se había sacado un billete del bolsillo-, he dicho que yo invitaba a esta ronda y es lo que pienso hacer.

Dejó dos billetes, uno de veinte dólares y otro de cinco, en la bandeja del camarero que acababa de servirles tres whiskies dobles y una bebida gaseosa.

– El que ganes el doble que yo por hacer menos de la mitad de trabajo no es razón para dar limosna a los de la prensa escrita…

– Oh, por los clavos de Cristo, Brod -exclamó Rita-, ya va siendo hora de que cambies de disco.

Rita había levantado la voz, como hacía algunas veces. Dos oficiales uniformados del servicio de seguridad del aeropuerto, con las siglas DFW, que estaban recorriendo la zona del bar, volvieron la cabeza con curiosidad. Rita les vio y les saludó con la mano. Ellos observaron al grupito, rodeado de cámaras y bultos que ostentaban el logotipo de la CBA. Los agentes de seguridad le devolvieron la sonrisa y continuaron su ronda.

Harry Partridge, que les estaba observando, pensó que, en ese momento, a Rita se le notaba la edad. Aunque exhalaba una intensa sexualidad, que había atraído a muchos hombres, tenía bastantes arrugas; y la dureza que la hacía tan exigente consigo misma como con los que trabajaban con ella le había hecho adoptar pequeños ademanes autoritarios que no siempre resultaban atractivos. Pero, por supuesto, había un motivo reciente: las tensiones y la pesada responsabilidad del trabajo que había compartido con Harry y los otros dos durante los dos últimos meses.

Rita tenía cuarenta y tres años, y hacía seis todavía aparecía en pantalla como corresponsal, aunque mucho menos que cuando era más joven y atractiva. Todo el mundo pensaba que era injusto aquel podrido sistema que permitía a los hombres aparecer en pantalla aun con signos evidentes de madurez en la cara, mientras las mujeres eran relegadas como concubinas inútiles. Unas cuantas mujeres habían intentado rebelarse y luchar contra el sistema, como Christine Craft, reportera y presentadora, que llevó su caso a los tribunales, pero sin éxito.

Pero Rita, en lugar de entablar un combate que sabía perdido de antemano, se había pasado al otro lado de la cámara, y había logrado un éxito rotundo como realizadora. Había importunado a los directores de realización para que le asignaran las misiones extranjeras más duras que siempre eran concedidas a hombres. Durante un tiempo, sus jefes varones se habían resistido, pero al final habían cedido. Al poco tiempo, Rita era enviada automáticamente, con Harry, a las batallas más sangrientas y las más duras condiciones de vida.

Broderick, que había estado meditando la última observación de Rita, añadió:

– Aunque vuestro sofisticado medio tampoco hace nada importante. Todas las noches, un remedo de noticiario desgrana superficialmente todo lo que ha sucedido en el mundo. ¿Cuánto dura? ¿Diecinueve minutos?

– Ya que estás dispuesto a bombardearnos -dijo Partridge afablemente-, la prensa seria debería dar los datos correctos: son veintiuno y medio.

– Menos siete para la publicidad -añadió Rita-, la cual, entre otras cosas, sirve para pagar el jugoso salario de Harry que te pone verde de envidia.

Rita, con su franqueza habitual, había dado en el clavo con lo de la envidia, pensó Partridge. Las diferencias en la remuneración de los periodistas de la televisión y los de la prensa siempre era un foco de fricción. En contraste con los ingresos anuales de Partridge, que ascendían a 250.000 dólares, Broderick, un periodista de primera clase, muy competente, probablemente ganaría unos 85.000.

El reportero del Times continuó, como si el hilo de sus pensamientos no hubiera sido interrumpido:

– Lo que produce en un día todo el departamento de informativos de vuestra emisora no llenaría ni media página de uno de nuestros periódicos.

– Es una comparación estúpida -replicó Rita-. Porque todo el mundo sabe que una imagen vale más que mil palabras. Nosotros facilitamos cientos de imágenes, llevando a la gente a donde se encuentra la noticia, para que la vea por sí misma. Ningún periódico de la historia ha hecho nunca nada semejante.

Broderick, con el whisky doble que estaba tomando en una mano, hizo un ademán de desprecio con la otra:

– Essso no tiene nada que veddd… -articuló con ciertas dificultades.

– ¿Por qué? -preguntó Minh Van Canh, que no era demasiado aficionado a participar en tales discusiones.

– Porque estáis más pasados que Matusalén. Las grandes cadenas de informativos se están muriendo. No habéis sabido ser más que un servicio de titulares, y ahora las emisoras locales os están breando. Utilizan la alta tecnología para la difusión de noticias de fuera, arrancando las entrañas de vuestro cadáver como si fueran buitres.

– Bueno -dijo Partridge, tan fresco-, hay quien lleva años repitiendo lo mismo. Pero no tienes más que mirarnos. Seguimos en la brecha con fuerza, porque la gente sigue buscando la calidad de nuestros noticiarios.

– Tienes toda la razón, caramba -dijo Rita-. Y te equivocas en otra cosa, Brod: las emisoras pequeñas están de capa caída. Algunos de nuestros colegas que dejaron las grandes cadenas, poniendo todas sus esperanzas en las emisoras locales, han regresado desalentados.

– ¿Por qué? -preguntó Broderick.

– Porque la dirección de las emisoras locales considera los informativos como una argucia, una promoción para aumentar sus ingresos. Utilizan esa nueva tecnología que acabas de mencionar para complacer a los espectadores de gusto más vulgar. Y cuando mandan a algún periodista de su departamento de informativos a cubrir una noticia, suele ser un novato que no entiende nada y no puede competir con un reportero experto y curtido, respaldado por una gran organización.

Harry Partridge bostezó. Se sabía esa conversación de memoria; era un juego para matar el tiempo libre pero que no requería esfuerzo intelectual, y no era la primera vez que se entretenían de esa forma.

Luego advirtió indicios de actividad a su alrededor.

Los dos agentes de seguridad que habían recorrido el bar por pura rutina y seguían por allí, se pusieron a escuchar atentamente por los walkie-talkies, que transmitían un aviso. Partridge captó las palabras:

«… Situación de Alerta Dos… colisión en vuelo… acercándose a la pista uno-siete, izquierda… preséntese todo el personal de seguridad…»

Bruscamente, los agentes abandonaron el bar a toda prisa. El resto del grupo también se dio cuenta.

– Oye -exclamó Minh Van Canh-, tal vez…

Rita se levantó de un brinco.

– Voy a ver qué ha pasado -explicó antes de salir precipitadamente.

Van Canh y O'Hara empezaron a recoger sus cámaras y sus equipos de sonido. Partridge y Broderick recogieron sus bártulos.

Uno de los oficiales de seguridad seguía a la vista. Rita le alcanzó junto a un mostrador de facturación de American Airlines, advirtiendo que era joven y guapo, con la constitución física de un jugador de fútbol.

– Soy de la CBA.

Le mostró su distintivo de prensa.

– Sí, ya lo sé -dijo el chico mientras la evaluaba con los ojos.

En otras circunstancias, pensó ella brevemente, le habría iniciado a los placeres de una mujer madura. Por desgracia, no había tiempo.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

El agente vaciló.

– Debe usted recurrir al gabinete de prensa…

– Ya iré luego -replicó Rita, impaciente-. Esto es urgente, ¿no? Pues cuéntemelo.

– Un aparato de Muskegon Airlines tiene problemas. Un Airbus ha colisionado en vuelo. Se dirige hacia aquí con fuego a bordo. Estamos en Alerta Dos, o sea, que está en marcha todo el servicio de emergencia hacia la pista uno-siete izquierda. -Su voz denotaba gravedad-. Parece que se presenta mal.

– Quiero situar mi equipo ahí fuera. Ahora. ¿Por dónde salimos?

– Si lo intenta -le dijo él sacudiendo la cabeza-, no les dejarán pasar de la rampa, a menos que vayan acompañados. Les detendrán.

Rita recordó una cosa que le habían contado: que el aeropuerto de Dallas-Fort Worth presumía de cooperar con la prensa. Señaló el walkie-talkie del agente.

– ¿Puede usted llamar a la oficina de relaciones públicas por ahí?

– Poder, se puede.

– Pues llame, ¡por favor!

Su persuasión funcionó. El agente llamó y le contestaron. Tomó el carné de prensa de Rita y lo leyó, explicando sus peticiones. La respuesta no se hizo esperar:

– Diles que primero deben ir al despacho de seguridad número uno para firmar y recoger los pases.

Rita gruñó. Luego señaló el transmisor.

– Déjeme hablar a mí.

El agente pulsó el botón de emisión y le acercó la radio a la boca.

Ella habló atropelladamente por el micro:

– No tenemos tiempo, debería usted saberlo. Somos de la televisión. Tenemos toda clase de credenciales. Le firmaremos todo el papeleo después. Pero por favor, por favor, déjenos ir allí ahora…

– Un momento.

Hubo una pausa y luego se oyó otra voz, con tono resuelto y autoritario:

– De acuerdo. Vayan a la puerta diecinueve. Pídanle a alguien que les acompañe hasta la zona de embarque. Esperen allí. Les recogeré yo mismo, en una furgoneta con los intermitentes de urgencia.

Rita amagó un puñetazo amistoso al agente de seguridad:

– ¡Gracias, colega!

Luego regresó corriendo junto a Partridge y los demás, que estaban saliendo del bar. Broderick iba el último. Al salir, el periodista del New York Times echó una mirada de pena a las consumiciones que había pagado, que seguían en su mesa.

Rápidamente, Rita les relató lo que sabía y luego dijo a Partridge, Minh y O'Hara:

– Esto puede ser gordo. Salid a las pistas sin pérdida de tiempo. Yo voy a telefonear y luego me reuniré con vosotros. -Consultó su reloj: las 17.20, en Nueva York las 18.20-. Si nos damos prisa podemos salir en la primera emisión. Pero en el fondo, lo dudaba.

Partridge asintió, acatando las órdenes de Rita. En cualquier circunstancia, las relaciones entre el corresponsal y el realizador eran bastante imprecisas. Oficialmente, un realizador de exteriores como Rita Abrams era el jefe de todo un equipo, incluyendo al corresponsal, y si salía algo mal, la responsabilidad era del realizador. Si las cosas salían bien, desde luego, el corresponsal que ponía la cara y la firma recibía los aplausos, aunque el realizador participaba indudablemente en la tarea de dar forma a la historia y contribuía en el guión.

No obstante, con un corresponsal veterano de la talla de Harry Partridge, el escalafón oficial se trastocaba y el corresponsal tomaba la batuta, imponiéndose al realizador y algunas veces ignorando sus órdenes. Pero cuando Partridge y Rita trabajaban juntos, a ambos les importaba un comino el estatus. Sencillamente, querían mandar el mejor reportaje que pudieran realizar juntos y en armonía.

Mientras Rita se abalanzaba hacia una cabina de teléfonos, Partridge, Minh y O'Hara se dirigieron a toda prisa a la puerta 19, en busca de la salida al carril de tráfico interno. Graham Broderick, bastante serenado por los acontecimientos, les seguía de cerca.

Junto a la puerta de embarque había un paso con un letrero:


ÁREA RESTRINGIDA

SALIDA DE EMERGENCIA

DISPOSITIVO DE ALARMA


No había nadie a la vista y, sin vacilar un momento, Partridge se coló por ella, con los demás pegados a sus talones. Cuando bajaban por una escalera empezó a sonar una alarma potentísima. La ignoraron y emergieron al exterior.

Era una hora de gran actividad y la zona de embarque estaba abarrotada de aviones y vehículos de las líneas aéreas. De repente apareció una furgoneta a toda velocidad, con los intermitentes del techo encendidos. Frenó junto a la puerta 19 con un gran chirrido de neumáticos.

Minh, que era quien estaba más cerca, abrió la puerta y se coló dentro. Los otros se apretujaron detrás. El conductor, un empleado de color, joven y delgado, con un traje oscuro, arrancó tan bruscamente como había parado. Sin mirar hacia atrás, les dijo:

– ¡Hola, muchachos! Soy Vernon, de Relaciones Públicas.

Partridge se presentó y luego presentó a los otros.

Vernon sacó tres distintivos verdes de la guantera y se los pasó.

– Son provisionales, pero mejor que os los pongáis. Ya me he saltado bastantes normas, pero como ha dicho vuestra amiga, no tenemos mucho tiempo.

Habían dejado la zona de embarque y, tras cruzar dos carriles para vehículos de servicio, tomaron hacia el este por un acceso paralelo. Frente a ellos, un poco hacia la derecha, había dos pistas de aterrizaje. Junto a la más alejada se estaban reuniendo multitud de vehículos de emergencia.


Rita Abrams estaba dentro de la terminal, hablando con la oficina de la CBA en Dallas desde un teléfono público. El director de la agencia, descubrió Rita, ya estaba al corriente de la emergencia e intentaba hacer llegar un equipo local al aeropuerto. Acogió con deleite la noticia de la presencia de Rita y su equipo.

Ella le pidió que avisara a Nueva York y a continuación le preguntó:

– ¿En qué situación se encuentra el satélite de comunicaciones?

– Buena. Va para allá una unidad móvil de transmisión vía satélite. Ya ha salido de Arlington.

Arlington, según le dijo, estaba sólo a veinticinco kilómetros. La camioneta pertenecía a una emisora filial de la CBA, la KDLS-TV, y debía retransmitir un encuentro deportivo desde el estadio de Arlington, pero habían cambiado de planes, y la camioneta se dirigía al aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Habían avisado al conductor y al técnico por el radioteléfono para que cooperaran con Rita, Partridge y su equipo.

La noticia la animó mucho. Pensó que había grandes posibilidades de conseguir un reportaje con imágenes y mandarlas a Nueva York a tiempo para la primera edición del boletín nacional de Últimas Noticias.

La furgoneta que llevaba a los periodistas de la CBA y el Times se estaba acercando a la pista 17 I; las cifras indicaban una inclinación magnética de 170 grados, orientación sur casi perfecta; la I significaba que era la pista situada a la izquierda de las dos que transcurrían paralelas. Como en todos los campos de aviación, la designación estaba pintada en enormes caracteres blancos sobre la superficie de la pista.

Sin aminorar la velocidad, Vernon les dijo:

– Cuando un piloto se halla en una situación de emergencia, elige la pista que prefiere. Aquí suele ser la uno siete izquierda. Mide más de sesenta metros de anchura y es la más cercana a las instalaciones de urgencia.

La furgoneta se detuvo en un carril de servicio que cruzaba la 17 I, desde donde se podía ver la aproximación y el aterrizaje de los aparatos.

– Éste va a ser el puesto de observación -dijo Vernon.

Todavía seguían llegando vehículos de emergencia; algunos se situaban en torno a ellos. Había siete camiones amarillos del servicio de bomberos del aeropuerto: cuatro camiones cisterna Oshkosh M 15 de espuma, un vehículo de escalerilla aérea y dos camiones más pequeños de maniobra ligera. Los mastodónticos camiones de espuma rodaban sobre unos neumáticos gigantes de casi dos metros de diámetro y tenían dos motores, uno a cada extremo, y dos toberas de proyección a presión, como una estación de bomberos autónoma. Los camiones ligeros, rápidos y muy manejables, estaban diseñados para acercarse velozmente a un aparato en llamas.

Media docena de coches patrulla de la policía, blancos y azules, vomitaban racimos de agentes, que se embutían en unos plateados trajes de amianto que sacaban de los maleteros. La policía del aeropuerto recibía instrucción para la extinción de incendios, les explicó Vernon. Se oía un rosario de órdenes por la radio de la furgoneta del servicio de seguridad.

Los coches de bomberos, dirigidos por un teniente desde un sedán amarillo, tomaban posiciones a intervalos en el campo, a lo largo de la pista. Las ambulancias enviadas por los centros asistenciales más cercanos iban afluyendo al aeropuerto, en las proximidades de la pista, pero en segundo término.

Partridge fue el primero en apearse de la furgoneta y estaba tomando notas. Broderick hacía lo mismo, sin tantas prisas. Minh Van Canh había trepado al tejadillo de la furgoneta y enfocaba su cámara al cielo, hacia el norte. Detrás de él, Ken O'Hara desenrollaba cables y preparaba su equipo de grabación.

Casi al instante apareció el aparato accidentado, a unos diez kilómetros de distancia, con su estela de humo negro detrás. Minh levantó la cámara y la sostuvo con firmeza, mientras aplicaba un ojo al visor.

Era un hombre robusto y achaparrado, de poco más de un metro sesenta de estatura, pero ancho de espaldas y de brazos largos y musculosos. Su cara cuadrada y cetrina, picada de una viruela infantil, tenía unos grandes ojos oscuros de mirada impenetrable que ocultaba todas sus reacciones. Quienes conocían bien a Minh decían que les había costado mucho penetrar en su interior.

Sin embargo, todos estaban de acuerdo respecto a algunas cosas: en primer lugar, Minh era laborioso, de fiar, honrado, y uno de los mejores cámaras de televisión en su especialidad. Sus películas eran más que buenas; eran invariablemente fuera de lo común y en general artísticas. Había empezado a trabajar para la CBA en Vietnam, llevándole el equipo a través de las batallas por la selva al cámara americano, que le enseñó el oficio. Cuando su mentor murió tras pisar una mina, Minh, sin ayuda de nadie, rescató su cadáver, lo llevó a que le dieran sepultura y regresó a la selva con su cámara para seguir filmando. Nadie de la CBA recordaba que se le hubiera contratado; sencillamente, su puesto en la compañía era un fait accompli.

En 1975, ante la inminencia de la caída de Saigón, Minh, su mujer y sus dos hijos formaban parte del afortunado contingente de refugiados que fueron trasladados en helicópteros desde el jardín de la embajada norteamericana hasta la seguridad de la Séptima Flota, en alta mar. Minh captó todo aquello con su cámara, y gran parte de su película se dio en el boletín nacional de noticias.

En este momento estaba filmando otra historia del aire, diferente aunque dramática, cuyo desenlace estaba aún sin determinar.

A través de su objetivo, la silueta del Airbus iba cobrando nitidez, así como el halo de llamas de su costado derecho, con su estela de humo negro. Se podía distinguir que el fuego procedía de la ubicación de uno de los motores, donde solamente quedaba parte del soporte. Para Minh y los demás observadores, parecía asombroso que no estuviera ardiendo todo el aparato.

Vernon había puesto en marcha la radio de la furgoneta, sintonizando el canal del control de tráfico aéreo. Se oían las voces del controlador y el piloto del Airbus. La voz tranquila del controlador que observaba su aproximación en el radar, advirtió:

– Estáis un poco por debajo de la trayectoria de aterrizaje… desviándoos hacia la izquierda de la línea media… Bien, ya estáis en posición, justo en línea…

Pero los tripulantes del Airbus tenían graves dificultades para mantener la altitud e incluso el rumbo. El avión se acercaba de medio lado, con el ala derecha averiada más baja que la izquierda. A veces, el morro del aparato se desviaba; luego, como resultado de los apremiantes esfuerzos de la cabina de mando, volvía a enfilar en dirección de la pista. Sufrieron una violenta sacudida, al perder en un momento dado demasiada altura, que recuperaron con dificultad. Los que observaban en tierra se formulaban una ansiosa pregunta sin atreverse a exteriorizarla: ¿Conseguiría aterrizar el Airbus después de lograr llegar hasta allí? La respuesta era dudosa.

Se oyó la voz de uno de los pilotos por la radio:

– Torre, tenemos problemas con el tren de aterrizaje… Falla el hidráulico. Vamos a intentar que baje por su peso… Ahora.

Un capitán de bomberos se había parado a escuchar, junto a ellos. Partridge le preguntó:

– ¿Qué quiere decir?

– En los grandes aparatos de pasajeros, hay un sistema de emergencia para bajar el tren de aterrizaje si el hidráulico se queda sin compresión. Los pilotos desconectan totalmente el hidráulico y el tren, que es muy pesado, cae por su propio peso y se queda trabado. Pero una vez fuera, es imposible volver a replegarlo.

Mientras se lo explicaba, vieron bajar lentamente el tren de aterrizaje del Airbus.

Un instante después se oyó de nuevo la voz del controlador aéreo:

– Muskegon, tienes el tren en posición. Pero el fuego está rozando los neumáticos delanteros de estribor.

Era evidente que si las llamas consumían las cubiertas del tren delantero de estribor, al tomar tierra éste recibiría un impacto muy violento, que podía desviar al aparato hacia la derecha a gran velocidad.

Minh colocó un teleobjetivo y empezó a filmar. Él también veía las llamas que lamían los neumáticos. El Airbus flotaba cerca de los límites del aeropuerto… Se iba acercando, le faltaba medio kilómetro para llegar a la cabecera de pista… A punto de tomar tierra, las llamas habían aumentado, evidentemente, alimentadas por el queroseno, y dos de los neumáticos del tren delantero de estribor estaban ardiendo, las gomas derritiéndose… Uno de los neumáticos estalló con gran estruendo.

El Airbus se hallaba en cabeza de pista, a una velocidad de aterrizaje de 300 kilómetros por hora. Cuando el aparato sobrevoló los vehículos de emergencia que esperaban junto a la pista, éstos empezaron a seguirle, uno tras otro, a su máxima velocidad, entre chirridos de neumáticos. Dos de los camiones amarillos de espuma fueron los primeros, con los otros coches de bomberos a corta distancia.

Cuando el tren de aterrizaje entró en contacto con la pista, otro de los neumáticos de estribor explotó, y luego otro. De repente, todos los neumáticos de estribor se desintegraron… y las ruedas se quedaron en las llantas. Al mismo tiempo se oyó un escalofriante chirrido metálico, apareció una estela de chispas y una nube de polvo y briznas de cemento se elevó por los aires… Pero milagrosamente, no se sabe cómo, los pilotos consiguieron mantener el Airbus dentro de la pista. Siguió rodando durante un rato que les pareció larguísimo… Y por fin se detuvo. Y entonces las llamaradas se intensificaron.

A toda velocidad, los coches de bomberos se acercaron, y en pocos segundos empezaron a rociar espuma. Unos chorros gigantescos lo cubrieron todo a una velocidad increíble, como montañas de espuma de afeitar.

Las puertas de pasaje del avión se fueron abriendo, las salidas de emergencia reventaron. La puerta delantera de estribor se abrió, pero por ese lado las llamas bloqueaban las salidas de la mitad del fuselaje. En el costado de babor, que no estaba incendiado, se abrieron una puerta delantera y otra central. Algunos pasajeros empezaron a deslizarse por las rampas.

Pero las cuatro salidas de emergencia de la cola todavía no se habían abierto.

Por las tres puertas abiertas se colaba el humo del interior del avión. Ya habían desembarcado algunos pasajeros. Los últimos emergían tosiendo, muchos de ellos vomitando, en busca de aire.

En esos momentos empezaban a remitir las llamas del exterior bajo una masa de espuma en uno de los costados del reactor.

Los bomberos procedentes de los coches ligeros, con sus trajes aislantes y máscaras para respirar, colocaron velozmente varias escalas junto a las puertas de cola, aún cerradas. Cuando lograron abrirlas manualmente, otra nube de humo emergió del interior del aparato. Los hombres se colaron dentro precipitadamente, para apagar lo que estuviera ardiendo todavía dentro del avión. Otros bomberos penetraron por las puertas delanteras y ayudaban a salir a los pasajeros, algunos muy débiles y aturdidos.

El flujo de pasajeros que iba saliendo aminoró a ojos vistas. Harry Partridge realizó una rápida evaluación, concluyendo que habrían emergido del aparato unas doscientas personas, aunque según las informaciones que tenía, eran 297, incluyendo a la tripulación. Los bomberos empezaron a sacar a algunos heridos con terribles quemaduras, entre ellos a dos mujeres con uniforme de azafata. Seguía saliendo humo por las puertas, aunque menos que al principio.

Minh Van Canh siguió filmando la actividad que le rodeaba, pensando como un profesional y excluyendo otras reflexiones; era consciente de ser el único cámara presente y de estar filmando unas escenas especiales y únicas. Probablemente, desde el desastre aéreo del Hindeburg no se había filmado ningún accidente aéreo de tanta importancia, con tanto detalle, y en pleno desarrollo.

Las ambulancias se reunieron en el puesto de socorro improvisado; ya habían llegado doce y otras venían de camino. Los servicios de socorro se ocupaban de los heridos y los instalaban en camillas numeradas. En pocos minutos, las víctimas del accidente estarían en camino hacia los hospitales de la zona, alertados para acogerlas. Llegó un helicóptero con personal médico y el terreno que rodeaba el Airbus se convirtió en un improvisado hospital de campaña, que puso en marcha un sistema de clasificación de prioridades.

Partridge pensó que la celeridad con que se desarrollaba todo dejaba en buen lugar al servicio de emergencia del aeropuerto. Oyó al capitán de bomberos informar que unos ciento noventa pasajeros habían salido con vida del Airbus. Al mismo tiempo, aquello significaba que faltaban otras cien personas.

Uno de los bomberos, que se quitó un momento la máscara para enjugarse el sudor de la cara, exclamó:

– ¡Dios Santo! Los asientos de la cola están llenos de cadáveres. Es donde se ha acumulado la mayor densidad de humo…

Aquello explicaba también por qué no se habían abierto las salidas de emergencia traseras desde dentro.

Como en todos los accidentes de aviación, los muertos se dejarían donde estaban hasta que un forense, que ya se dirigía hacia allá, diera permiso para moverlos y pusiera en marcha el proceso de identificación.

La tripulación de mando emergió del Airbus, rechazando con insistencia toda ayuda. El comandante, un veterano entrecano, mirando a su alrededor a todos los heridos y sabiendo ya el número de muertos, lloraba abiertamente. Deduciendo que, a pesar del número de víctimas, los pilotos serían aclamados por conseguir aterrizar, Minh enfocó la cara de dolor del comandante en un primer plano. Fue su última imagen, porque una voz les gritó:

– ¡Harry! ¡Minh! ¡Ken! Basta por ahora. Aprisa, traed todo lo que tengáis y seguidme. Tenemos satélite con Nueva York.

La voz pertenecía a Rita Abrams, que acababa de llegar en un microbús de Relaciones Públicas. A cierta distancia se veía la camioneta de telecomunicaciones. Estaban desplegando la pantalla de transmisiones, que se plegaba como un abanico durante los desplazamientos, y orientándola hacia el cielo.

Obedeciendo la orden, Minh bajó su cámara. Otros dos equipos de televisión -uno de ellos de la KDLS, la cadena filial de la CBA- habían llegado en el mismo microbús que Rita, con otros reporteros y fotógrafos de prensa. Minh sabía que aquéllos, y otros más, se harían cargo de la historia. Pero sólo él tenía las verdaderas imágenes, la exclusiva del aterrizaje, y le producía un enorme orgullo el hecho de que ese día y en los días venideros, sus imágenes se verían en el mundo entero y pasarían a formar parte de la historia.


Vernon les acompañó en la furgoneta de Relaciones Públicas hasta la camioneta de telecomunicaciones. Por el camino, Partridge redactó cuatro frases esquemáticas.

– Quiero una presentación de 1.45 minutos -le dijo Rita-. En cuanto estés listo, grabad un primer plano con sonido directo. Mientras, yo voy mandando esto a Nueva York sin desbrozar.

Partridge asintió con la cabeza y Rita consultó el reloj: las 17.43, una hora más en Nueva York. Quedaban apenas quince minutos de emisión del primer boletín nacional de noticias de la tarde.

Partridge seguía escribiendo, articulando sus frases en silencio, modificando algunas palabras. Minh entregó dos cintas valiosísimas a Rita, y puso una cinta virgen en la cámara, dispuesto a filmar un primer plano de Partridge con sonido directo. Vernon les dejó junto a la camioneta de transmisiones. Broderick, que les había acompañado, se dirigía a la terminal a dictar su crónica por teléfono.

– Gracias, chicos -se despidió-. Y ya sabéis: si mañana queréis una información tratada en profundidad, comprad el Times.

O'Hara, el joven técnico enamorado de la alta tecnología, admiró arrobado el equipo de la camioneta de telecomunicaciones.

– ¡Cuánto me gustan estos juguetes…!

El disco de cinco metros de diámetro del tejadillo de la camioneta estaba totalmente desplegado, y alimentado por un generador de 20 kilowatios. El interior del vehículo era una diminuta sala de control con un equipo de montaje y de transmisión ensamblados. Desde allí, uno de los técnicos estaba graduando el transmisor abatible, para conectar con el Spacenet 2, el satélite situado a 11.500 kilómetros por encima de sus cabezas. Todo lo que transmitieran pasaría al repetidor 21 del satélite que lo enviaría instantáneamente a Nueva York, donde sería reproducido.

Dentro de la camioneta, al lado del técnico de transmisiones, Rita introdujo con destreza las cintas de Minh en el aparato de montaje, y las visionó por un monitor de televisión. No le sorprendió que las imágenes fueran soberbias.

En las misiones normales, y cuando contaban con un montador en el equipo, el realizador y el montador seleccionaban juntos los fragmentos de película y luego, con la banda sonora de los comentarios del corresponsal, formaban un paquete acabado con todos los componentes. Pero eso requería cuarenta y cinco minutos, y a veces más tiempo, y ese día no lo tenían. Así que, tomando decisiones sin vacilar, Rita eligió las escenas más dramáticas, que el técnico fue transmitiendo tal y como estaban, en la jerga televisiva, «sin desbrozar".

Sentado en unos escalones del exterior de la camioneta, Partridge concluyó su resumen y tras conferenciar brevemente con Minh y el técnico de sonido, grabó la banda sonora.

Dejando que prepararan en Nueva York la introducción del presentador con los datos destacables, Partridge empezó:


Los pilotos de una antigua guerra nuestra lo llamaban aterrizar con un ala y una oración. Era el título de una canción… Es poco probable que nadie escriba una canción sobre los sucesos de hoy.

El Airbus de Muskegon Airlines procedente de Chicago… se hallaba a sesenta millas de Dallas… con el pasaje casi completo… cuando se produjo una colisión en vuelo…


Cuando un corresponsal experimentado escribía crónicas para la televisión, como Partridge, sus palabras no coincidían exactamente con las imágenes. Era una fórmula artística especializada difícil de aprender, y algunos reporteros de televisión no lo lograban nunca. Incluso entre los escritores profesionales, ese talento no era reconocido como se merecía, porque el texto se escribía para acompañar imágenes y rara vez sonaba bien solo.

El truco, como sabían muy bien Harry Partridge y sus colegas, consistía en no describir las imágenes. Los espectadores de televisión ya veían lo que estaba sucediendo en la pantalla, y no necesitaban una descripción verbal. Pero el texto no debía estar tan alejado de los sucesos como para distraer la atención del espectador. Era un equilibrio literario, casi instintivo.

Otro hecho que reconocían los profesionales de la televisión era que las mejores crónicas no consistían en frases y párrafos bien construidos. Funcionaban mucho mejor los fragmentos de frases. Los hechos, escuetos, los verbos fuertes y activos; un guión debía chisporrotear. Y finalmente, el corresponsal debía infundir a su reportaje un cierto significado mediante su entonación y su actitud. En efecto, un buen corresponsal tenía que ser un buen reportero, pero además, un actor, actividades que Partridge dominaba a la perfección, aunque ese día sufría la limitación de no haber visionado las imágenes, como solía hacer. Pero sabía más o menos en qué consistirían.

Partridge concluyó con un primer plano, hablando directamente a la cámara. A su espalda continuaba la actividad en torno al Airbus.


El suceso traerá cola… más detalles trágicos, la cifra de muertos y heridos. Pero está claro que los riesgos de colisión se están multiplicando… en el espacio aéreo, en nuestro cielo abarrotado… Harry Partridge, Noticias de la CBA, Dallas-Fort Worth.


Pasaron a Rita la cinta con el comentario y el primer plano. Confiando en Partridge, y conociéndole demasiado bien para perder más tiempo verificando su trabajo, mandó que lo transmitieran todo a Nueva York sin verlo. Un momento después lo vio y lo escuchó admirada mientras el técnico lo transmitía. Recordando la discusión de una hora y media antes en el bar del aeropuerto, pensó que, con sus múltiples habilidades, Partridge demostraba ganarse con todo merecimiento esos honorarios mucho más elevados que los del corresponsal del New York Times.

En el exterior, Partridge estaba realizando otra de sus atribuciones como corresponsal: un reportaje radiofónico para el informativo radiado de la CBA, basándose en sus notas e improvisando a más y mejor. Cuando terminara la transmisión para la televisión, enviarían esa crónica a Nueva York, vía satélite.

3

La sede de la CBA en Nueva York se encontraba en un edificio de ladrillo, de ocho plantas, sencillo y poco impresionante, en la zona este del alto Manhattan. De la antigua fábrica de muebles sólo quedaba la carcasa de la estructura original, y su interior había sido remodelado y restaurado en multitud de ocasiones por diversos contratistas. Ese trabajo poco sistemático y hecho por partes había dado pie a un laberinto de corredores por donde se perdían los visitantes no acompañados.

Pese al lúgubre emplazamiento de la CBA-News, las oficinas contenían una fortuna en prodigios electrónicos, en su mayor parte en territorio del personal técnico, en el segundo sótano, al que a veces se referían como las catacumbas. Y allí, entre una multitud de servicios, había un departamento vital de nombre prosaico: la sala de «cintas de una pulgada».

Todos los reportajes de los equipos de la CBA del mundo entero llegaban vía satélite y, ocasionalmente, por vía terrestre, a la sala de cintas de una pulgada. Y desde allí se enviaban todas las noticias grabadas, a través de una sala de control y de nuevo vía satélite, hasta los espectadores.

Esta sala padecía varios males endémicos: enormes tensiones, nervios a flor de piel, toma de decisiones al instante, órdenes urgentes, sobre todo justo antes y durante las emisiones de Últimas Noticias.

En esos momentos, una persona no familiarizada podría considerar lo que sucedía allí dentro como una escena de un desorganizado manicomio o una pesadilla tecnológica. La impresión era más intensa debido a la semipenumbra, necesaria para observar aquel bosque de pantallas de televisión.

Sin embargo, la operación funcionaba sin tropiezos, deprisa y con precisión. Allí, cualquier error podía ser desastroso, aunque rara vez ocurría alguno.

Media docena de aparatos de montaje de vídeo, inmensos y sofisticados, con consolas y pantallas de televisión incorporadas dominaban la actividad. Tales aparatos utilizaban cintas magnéticas de una pulgada de anchura, de la más alta calidad, y las más fiables. Ante cada consola se sentaba un experto que recibía, montaba y transmitía las cintas a gran velocidad, según las instrucciones. Los montadores, de mayor edad que la media de los profesionales del edificio, formaban un grupo abigarrado que parecía alardear de vestirse descuidadamente y de un comportamiento tumultuoso. Por tales razones, un comentarista les describió como los «pilotos de combate» de la televisión.

Todas las tardes, una hora antes de la edición nacional de Últimas Noticias, un productor de informativos abandonaba su puesto en la Herradura y bajaba cinco pisos para dirigir a los montadores de la sala de cintas de una pulgada. Una vez allí, ejercía de maestro, dando instrucciones a voz en grito y gesticulando con los brazos; visionaba todo el material que llegaba para el noticiario de esa noche, y decidía modificaciones en el montaje si las consideraba necesarias, al mismo tiempo que mantenía informados a sus colegas de la Herradura de las noticias de que disponía y de lo que le parecían a primera vista.

Siempre parecía que todo llegaba a la sala de cintas de una pulgada a toda prisa y con retraso. Era tradicional que los realizadores, los corresponsales y los montadores que trabajaban en la calle pulieran y revisaran su material hasta el último momento, así que la mayor parte llegaba durante la media hora previa al inicio de la emisión, e incluso con la edición en antena. Algunas veces, la primera parte de una crónica salía del vídeo para ser emitida mientras la segunda parte todavía se estaba grabando en otro aparato paralelo. Durante esos momentos, los montadores, nerviosos y sudorosos, se esforzaban al máximo.

El productor ejecutivo que solía asumir esa tarea era Will Kazazis, nacido en Brooklyn, descendiente de emigrantes griegos, cuya excitabilidad había heredado. Ese rasgo, sin embargo, era muy adecuado para su cargo y, a pesar de ello, nunca perdía los estribos. Así pues, fue Kazazis quien recibió la transmisión vía satélite de Rita Abrams desde Dallas-Fort Worth: las primeras imágenes de Minh Van Canh «sin desbrozan› y la grabación de la crónica de Harry Partridge, con su primer plano final.

Eran las 18.48… Quedaban diez minutos de emisión. Acababa de empezar una cuña de publicidad.

Kazazis ordenó al montador que había recibido la transmisión:

– Móntalo rápido. Utiliza toda la grabación de Partridge, con las mejores imágenes. A tu criterio. ¡Venga, rápido!

Por mediación de un ayudante, Kazazis ya había avisado a la Herradura de que había llegado el reportaje de Dallas. Chuck Insen, que estaba en la sala de control, le preguntó por teléfono:

– ¿Qué tal es?

– ¡Fantástico! ¡Magnífico! -le contestó Kazazis-. Justo lo que se podría esperar de Harry y Minh.

Sabiendo que no le daba tiempo para visionar personalmente la crónica, y con absoluta confianza en Kazazis, Insen le ordenó:

– Que salga justo después de la publicidad. Preparados.

Con menos de un minuto por delante, el montador de vídeo, sudando en su cubículo climatizado, seguía montando, combinando apresuradamente imágenes, comentarios y sonido de fondo natural.


La orden de Insen fue repetida al presentador y a un redactor que se sentaba junto a él. Ya tenían preparada la entrada y el redactor le pasó una hoja a Crawford Sloane que le echó un vistazo, cambió un par de palabras y le dio las gracias con una inclinación de cabeza. Un instante después el panel electrónico del presentador, que contenía el texto de la siguiente noticia, cambió a la historia de Dallas. En el estudio, mientras estaba concluyendo el último anuncio, el realizador anunció:

– Diez segundos… cinco… cuatro… dos…

Al recibir su indicación con la mano, Sloane empezó, con expresión grave:

Hace unos minutos habíamos comunicado durante esta edición una colisión en vuelo cerca de Dallas entre un Airbus de Muskegon Airlines y un aparato particular. El avión particular se ha estrellado. No hay supervivientes. El Airbus, con fuego a bordo, ha llevado a cabo un aterrizaje forzoso en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth hace escasos minutos, con importantes daños. En el escenario de la tragedia se halla el corresponsal de esta cadena Harry Partridge, que nos acaba de enviar esta crónica.


El frenético trabajo de la sala de cintas de una pulgada acababa de terminar el montaje hacía escasos segundos tan sólo. En los monitores de todo el edificio y de millones de aparatos de televisión de toda la zona oriental y central de los Estados Unidos, e incluso de allende la frontera canadiense, la dramática imagen de un avión en llamas que se aproximaba fue creciendo progresivamente en las pantallas mientras la voz de Partridge empezaba: «Los pilotos de una antigua guerra nuestra lo llamaban aterrizar con un ala y una oración…».

El reportaje y las imágenes en exclusiva, así como el resultado del montaje, habían salido en la primera edición del informativo nacional.


Inmediatamente después de la primera emisión saldría a antena la segunda. Siempre se había hecho así: era para las cadenas filiales del este que no transmitían la primera edición, y sobre todo las emisoras del oeste y el centro-oeste del país, que grababan la segunda emisión y la retransmitían más tarde.

Desde luego, la crónica de Partridge sobre el suceso de Dallas-Fort Worth saldría en cabecera de la segunda edición. Pero mientras las cadenas de la competencia tendrían imágenes posteriores al aterrizaje para sus segundas ediciones, las imágenes de la CBA rodadas en directo constituirían una exclusiva mundial y se repetirían en muchas ocasiones en los días sucesivos.

Había dos minutos de intermedio entre el final de la primera edición y el inicio de la segunda, y Crawford Sloane los empleó para telefonear a Chuck Insen.

– Oye -le dijo Sloane-, creo que deberíamos incluir el reportaje de Arabia.

– Ya que tienes tantas influencias -repuso Insen sarcásticamente-, ¿puedes conseguir cinco minutos más de emisión?

– No estoy bromeando. Ese reportaje es importante.

– También es pesado como el petróleo. Ni hablar.

– ¿Tiene alguna importancia el que yo no esté de acuerdo?

– Desde luego. Por eso hablaremos de ello mañana. Mientras tanto, aquí tengo ciertas responsabilidades.

– Que incluyen, o deberían hacerlo, opiniones sensatas sobre la información extranjera.

– Cada cual tiene su cometido -le dijo Insen-, y a ti se te está echando el tiempo encima. Ah, por cierto, has manejado muy bien la historia de Dallas, de principio a fin.

Sin contestarle, Sloane colgó el teléfono de la mesa de presentador. Luego le dijo al redactor que tenía a su lado:

– Consigue que alguien localice a Harry Partridge en el aeropuerto de Dallas. Quiero hablar con él durante el próximo intermedio, para felicitarle a él y a todos los demás.

El realizador de estudio anunció:

– ¡Quince segundos!

Sí, decidió Sloane, mañana Insen y él tendrían una conversación y sería una confrontación. Tal vez Insen hubiera agotado su servicio activo y le hubiera llegado la hora de retirarse.


Chuck Insen estaba muy serio, con la boca tensa, cuando, al final de la segunda emisión y antes de marcharse a su casa, regresó a su despacho a recoger una docena de revistas para leerlas más tarde.

Leer, leer y leer, mantenerse informado en todos los frentes, era la ardua tarea de un director de informativos. Dondequiera que estuviese y fuera cual fuera la hora, Insen se sentía obligado a coger un periódico, una revista, un boletín, un ensayo -a veces oscuras publicaciones de cualquier categoría- igual que otra persona cogería una taza de café, un pañuelo o un cigarrillo. A menudo se despertaba en plena noche y se ponía a leer, o a escuchar algún programa de radio extranjero en onda corta. En su casa, a través de su ordenador personal, tenía acceso a las principales agencias de prensa y todas las mañanas, a las cinco, les daba un repaso. De camino a la oficina, escuchaba la radio del coche -sobre todo las noticias de la CBS, que para él, lo mismo que para muchos profesionales, ofrecía el mejor servicio informativo.

Según Insen, era esta visión de conjunto lo más amplia posible de los ingredientes de los informativos y de los temas que interesaban a la gente corriente, la que hacía su propia opinión sobre las noticias superior a la de Crawford Sloane, que pensaba con demasiada frecuencia en términos elitistas.

Insen tenía su filosofía acerca de los millones de espectadores que veían su edición nacional de noticias de la tarde. Para él, lo que quería la mayor parte del público era la respuesta a tres preguntas básicas: ¿Está a salvo el mundo? ¿Están a salvo mi casa y mi familia? ¿Ha ocurrido hoy algo interesante? Por encima de todo lo demás, Insen intentaba asegurarse de que su noticiario respondía a eso todas las noches.


Estaba cansado, harto, pensó Insen con rabia, de la actitud fanfarrona y los aires del presentador respecto a la selección de noticias. Al día siguiente ambos mantendrían un acalorado enfrentamiento, en el que Insen le diría exactamente lo que estaba pensando en ese momento, y al infierno con las consecuencias.

¿Qué consecuencias podría acarrearle? Bueno, hasta entonces, en cualquier tipo de disensión entre un presentador de informativos y su director, siempre había salido vencedor el presentador, y el director de realización había tenido que buscar trabajo en otro sitio. Pero estaban cambiando muchas cosas en los noticiarios de televisión. Ahora imperaba un clima distinto, y alguna vez habría de ser la primera en que cesara un presentador y permaneciera un director.

Con tal posibilidad en mente, Insen había mantenido hacía unos días una conferencia telefónica exploratoria, estrictamente confidencial, con Harry Partridge. El director de realización quería saber si a Harry Partridge le interesaría volver del frío, instalarse en Nueva York y ser el presentador del boletín nacional de Últimas Noticias. Cuando quería, Harry sabía irradiar autoridad y valía para ese puesto: ya lo había demostrado en varias ocasiones sustituyendo a Sloane durante sus vacaciones.

La respuesta de Partridge fue una mezcla de sorpresa e incertidumbre, pero por lo menos no le había dicho que no. Crawf Sloane, por supuesto, no sabía nada de tal conversación.

En cualquier caso, en cuanto a sus relaciones con Sloane, Insen estaba convencido de que no podían seguir enfrentándose sin tomar pronto una resolución.

4

Eran las 19.40 cuando Crawford salía del garaje del cuartel general de la CBA, al volante de un Buick Somerset. Como de costumbre, utilizaba un coche de la compañía; su contrato laboral especificaba que siempre tendría un automóvil a su disposición, e incluso con chófer si lo deseaba, aunque él no solía pedirlo. Pocos minutos más tarde, cuando abandonaba la Tercera Avenida y tomaba por la calle Cincuenta y nueve, en dirección a FDR Drive, seguía reflexionando sobre el espacio informativo que acababan de transmitir.

Al principio sus pensamientos se habían centrado en Insen, pero luego decidió olvidarse del productor ejecutivo hasta el día siguiente. Sloane no tenía la menor duda sobre su capacidad para manejar a Insen y mandarle adonde le conviniera… tal vez a la vicepresidencia de alguna emisora, lo cual, pese a su sonoro título, era una degradación después de trabajar en el principal informativo nacional. A Sloane ni se le ocurrió que pudiera darse el proceso contrario. Si se lo hubieran sugerido, se habría echado a reír, sin lugar a dudas.

En cambio, se puso a pensar en Harry Partridge.

Sloane reconocía que para Partridge, el reportaje de Dallas, apresurado pero excelente, había sido una nueva medalla en una carrera profesional ya de por sí sobresaliente. Sloane había logrado ponerse en contacto por teléfono con Partridge en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth, le había felicitado y le había pedido que transmitiera su felicitación a Rita, Minh y O'Hara.

Era normal que el presentador de informativos felicitara a los corresponsales -noblesse oblige- aunque, en el caso de Partridge, Sloane lo hacía sin gran entusiasmo. Ese sentimiento subyacente había dado un tono de incomodidad a la intervención de Sloane, como solía sucederle en casi todas sus conversaciones con Partridge. Éste parecía relajado, aunque su voz denotaba cansancio.

Haciendo acopio de honestidad, en el silencio y el aislamiento de su coche que proseguía la marcha, Sloane se preguntó: «¿Qué siento respecto a Harry Partridge?». La respuesta brotó, con idéntica sinceridad: «Hace sentirme inseguro».

La pregunta y la respuesta tenían sus raíces en un pasado reciente.


Ambos se conocían desde hacía más de veinte años, el tiempo que llevaban en la CBA, pues se habían incorporado a la emisora casi simultáneamente. Desde el principio ambos tuvieron éxito en su profesión, aunque con caracteres opuestos.

Sloane era conciso, quisquilloso, impecable en su atuendo y su discurso; le gustaba mandar y manejaba la autoridad con naturalidad. Sus subordinados debían llamarle «señor» y cederle el paso. Podía ser frío, ligeramente distante con las personas que no conocía a fondo, aunque en el trato personal, a su aguda mente no se le escapaba lo más mínimo, ya fuera explícito o implícito.

El comportamiento de Partridge, por el contrario, era informal y su aspecto, desaliñado; le encantaban las viejas chaquetas de mezclilla y rara vez se ponía un traje. Tenía un trato fácil que hacía sentirse cómodos a sus interlocutores, y algunas veces daba la impresión de que todo le importaba un pimiento, lo cual era un truco. Partridge había aprendido desde muy joven que, como periodista, se descubrían más cosas fingiendo no tener autoridad y ocultando su aguda inteligencia.

También existían diferencias de extracción social entre ellos.

Crawford Sloane, de una familia de clase media de Cleveland, había empezado su carrera en la televisión en dicha ciudad. Harry Partridge realizó su aprendizaje televisivo en Toronto, en la CBC -Canadian Broadcasting Corporation- y antes había trabajado como hombre del tiempo en pequeñas emisoras locales de radio y televisión, en el Canadá occidental. Había nacido en Alberta, cerca de Calgary, en una aldea llamada De Winton, donde su padre era granjero.

Sloane se había licenciado en la Universidad de Columbia. Partridge no había terminado sus estudios universitarios, pero había enriquecido y ampliado su educación trabajando en los medios de comunicación.

Durante mucho tiempo, sus carreras en la CBA corrieron paralelas; y como consecuencia de ello, se les llegó a considerar competidores. El mismo Sloane consideraba a Partridge un rival, incluso una amenaza para su promoción. Sin embargo, no estaba seguro de si Partridge habría pensado lo mismo alguna vez.

La competencia entre los dos parecía mayor mientras fueron corresponsales de guerra en Vietnam. Fueron enviados allí por la emisora a finales de 1967, en principio para trabajar en equipo, y en cierto sentido eso hicieron. Sloane, empero, consideraba la guerra como una oportunidad de oro para progresar en su carrera; ya entonces tenía en mente la butaca de presentador del telediario nacional de la noche.

Sloane sabía que para medrar había una cosa esencial: aparecer en los noticiarios nacionales con la máxima frecuencia posible. Por lo tanto, en cuanto llegó a Saigón decidió que lo importante era no alejarse demasiado del «Pentágono Oriental», el cuartel general del Estado Mayor del ejército de los Estados Unidos en Vietnam (MACV), que estaba en la base aérea de Tan Son Nhut, a diez kilómetros de Saigón. Y cuando tenía que desplazarse, no demoraba demasiado su regreso.

Recordaba, a pesar de los años transcurridos, una conversación entre él y Partridge, que le había comentado:

– Crawf, nunca conseguirás entender esta guerra encerrado en el Saigon Follies o remoloneando por el Caravelle.

Las primeras eran las ruedas de prensa militares en la jerga periodística; y el último, el hotel más popular para tomar una copa entre la prensa internacional, los oficiales de graduación y los funcionarios de la embajada de los Estados Unidos.

– Si lo dices por los riesgos -le respondió Sloane de mal talante-, estoy dispuesto a correr tantos como tú.

– No se trata de peligros. Todos los corremos. Me refiero al tratamiento en profundidad. Yo quiero conocer a fondo este país y comprenderlo. Quiero dedicar algún tiempo a objetivos no militares, sin limitarme a seguir las batallas e informar de los tiroteos como quiere el ejército. Eso es demasiado fácil. Y cuando escribo sobre temas bélicos, quiero estar en primera línea, para averiguar si lo que nos cuentan los portavoces del USIS es cierto.

– Para hacer todo eso -advirtió Sloane-, tienes que pasarte fuera muchos días o incluso semanas…

Partridge pareció divertido.

– Pensaba que tú lo entenderías en seguida. Estoy seguro de que también te habrás dado cuenta que mis planes de trabajo te permitirán aparecer en pantalla casi todas las tardes.

A Sloane le había producido cierto desasosiego que adivinara sus pensamientos con tal facilidad, aunque a fin de cuentas eso fue lo que ocurrió.

Nadie podría decir que Sloane no trabajó duramente mientras estuvo en Vietnam. Lo hizo, y también corrió peligros. En algunas ocasiones realizó misiones en territorio del Vietcong, a veces en la misma línea de fuego, y en aquellas situaciones tan arriesgadas se preguntaba, con lógico temor, si lograría salir vivo de allí.

Finalmente, siempre lograba salirse con la suya y rara vez permanecía fuera más de veinticuatro horas. Además, cuando regresaba, traía invariablemente dramáticas imágenes bélicas e historias de gran interés humano sobre los jóvenes americanos en combate, la clase de material que deseaba Nueva York.

Siguiendo aplicadamente sus planes, Sloane no se excedía en hazañas arriesgadas y solía estar en Saigón a punto para las ruedas de prensa militares y diplomáticas que, en aquel momento, eran noticia. Hasta mucho más adelante no se tendría conciencia de la superficialidad del tratamiento informativo de Sloane ni de que las imágenes dramáticas -para la televisión- eran la más absoluta prioridad, muy por encima de todo análisis meditado y algunas veces incluso de la propia verdad. Pero cuando eso se hizo evidente, a Crawford Sloane ya no le importaba.

La táctica de conjunto de Sloane funcionó. Siempre había sido impresionante delante de una cámara y en Vietnam aún más. Se convirtió en uno de los favoritos de los productores de la Herradura de Nueva York y aparecía con frecuencia en el boletín de la tarde, algunas semanas hasta tres y cuatro veces, que era la manera en que un corresponsal se daba a conocer, no sólo entre los espectadores, sino entre los ejecutivos que tomaban las decisiones en el cuartel general de la CBA.

Harry Partridge, por su parte, llevó a cabo sus propios planes y actuó de otra forma. Investigó pormenorizadamente otras historias que requerían más tiempo y le condujeron, en compañía de un cámara, a lugares más recónditos de Vietnam. Estudió las tácticas militares tanto norteamericanas como del Vietcong, analizando las razones de que no funcionaran en ninguno de los dos bandos. Estudió la relación de fuerzas, estuvo en las zonas conflictivas recopilando datos referentes a la eficacia de los ataques aéreos, las avanzadillas por tierra, las bajas y otros temas de logística. Algunos de sus reportajes contradecían los informes militares oficiales de Saigón, otros los confirmaban, y fue este segundo tipo de reportajes -favorables al ejército norteamericano- lo que separó a Partridge y algunos otros periodistas de la mayoría de corresponsales que cubrían la guerra de Vietnam.

En aquella época, la mayor parte de los reportajes sobre la guerra de Vietnam era negativa y adversa. Una generación de periodistas jóvenes -algunos de ellos simpatizantes de los movimientos de protesta pacifistas- desconfiaban y, a veces, despreciaban al ejército estadounidense, y gran parte del tratamiento informativo reflejaba esas convicciones. Ejemplo de ello fue la ofensiva enemiga de Tet. Los medios de comunicación proclamaron que Tet fue una victoria comunista total y aplastante, afirmación que dos décadas más tarde, después de una investigación pormenorizada, se reveló falsa.

Harry Partridge fue uno de los pocos periodistas que, en aquel entonces, dio la información de que en Tet, las tropas norteamericanas estaban haciéndolo mucho mejor de lo que se venía diciendo; también que el enemigo no estaba tan boyante como pretendían los comunicados y fracasaba en alcanzar algunos de sus objetivos. Al principio, los productores ejecutivos de la Herradura pusieron en duda sus reportajes y quisieron aplazarlos. Pero, después de discutirlo, el impecable historial de fiabilidad de Partridge logró convencerles y sus trabajos fueron emitidos.

Uno de los reportajes de Partridge que no llegó a emitirse incluía una crítica a las opiniones personales negativas presentadas dentro del contexto informativo por el venerable Walter Cronkite, a la sazón presentador del noticiario de la CBS.

Cronkite, durante un programa especial de la CBS sobre «las consecuencias de Tet», había declarado que «la sangrienta experiencia de Vietnam acabaría en un punto muerto» y que «teníamos que superarnos por todos los medios, el enemigo podía igualarnos…».

Luego continuaba: «Decir que la victoria está cerca es creer… a los optimistas que se han equivocado en el pasado». Por lo tanto, Cronkite alentaba a América a «negociar, no como vencedora, sino como un pueblo honorable que había cumplido con su compromiso de defender la democracia y lo había hecho lo mejor posible».

Estos comentarios intercalados entre las noticias escuetas tuvieron un efecto tremendo y, como expresó un comentarista, «dieron fuerza y legitimidad al movimiento pacifista». Se contaba que el presidente Lyndon Johnson dijo que si había perdido a Walter Cronkite, había perdido a la nación entera.

Partridge, a través de diversas entrevistas con una serie de personajes, logró sugerir que no sólo Cronkite podía estar equivocado sino que, consciente de su poder y de su influencia, el presentador de la CBS se había comportado, según las palabras de uno de los entrevistados, «como un presidente no elegido y contraviniendo sus cacareados principios de imparcialidad del periodismo».

Cuando llegó a Nueva York el reportaje de Partridge, fue discutido durante horas y subió a las más altas instancias de la CBA antes de que se alcanzara el consenso de que atacar a la figura nacional de «papá Walter» podía ser como jugar con fuego. No obstante, se hicieron copias extraoficiales del reportaje de Partridge, que circularon en secreto entre los profesionales de los servicios informativos.

Las excursiones de Partridge a las zonas de combate podían mantenerle alejado de Saigón durante una semana, e incluso más tiempo. Una vez que entró ilegalmente en Camboya, permaneció ilocalizable cerca de un mes.

Sin embargo, volvía siempre con alguna historia interesante y al finalizar la guerra todavía se recordaban algunas por su perspicacia. Nadie, incluyendo a Crawford Sloane, discutió nunca que Partridge fuera un periodista soberbio.

Desgraciadamente, como sus reportajes eran menos numerosos y, por lo tanto, menos frecuentes que los de Sloane, Partridge pasó mucho más inadvertido.

Hubo otra cosa en Vietnam que afectó el futuro de Partridge y Sloane: Jessica Castillo.

Jessica…


Crawford Sloane, conduciendo casi automáticamente por unas calles que recorría dos veces todos los días, había dejado la calle Cincuenta y nueve y seguía por la avenida York. Después de unos cuantos cruces torció a la derecha por el acceso norte a FDR Drive. Al poco rato, ya por la margen del East River, libre de cruces y de semáforos, se concedió un aumento de velocidad. Su casa estaba en Larchmont, al norte de la ciudad, en el estrecho de Long Island, a media hora de allí.

Tras él, un Ford Tempo azul también aceleró.

Sloane estaba relajado, como casi siempre a esa hora del día, y sus pensamientos volvieron a Jessica… que había sido, en Saigón, novia de Harry Partridge… pero al final se había casado con Crawford Sloane.


En aquella época, en Vietnam, Jessica tenía veintiséis años, era esbelta, vivaracha, tenía una espesa melena castaña y, en ocasiones, la lengua muy afilada. No toleraba la menor tontería a los periodistas con los que tenía que tratar como portavoz oficial del Servicio de Información de los Estados Unidos (conocida por USIS en el extranjero).

La agencia tenía el cuartel general en la arbolada calle Le Qui Don, en la Biblioteca Lincoln, antes teatro Rex, y el antiguo rótulo del teatro permanecía en su lugar bajo la ocupación de la USIS. Algunos miembros de la prensa acudían a la agencia más veces de las necesarias, esgrimiendo preguntas que esperaban les granjearan un poco más de dedicación de parte de Jessica.

Jessica jugueteaba con su atención porque le divertía. Pero cuando la conoció Crawford Sloane, su corazón pertenecía rotundamente a Harry Partridge.


Todavía hoy, pensaba Sloane, había cosas de aquella antigua relación entre Partridge y Jessica que él seguía desconociendo, cosas que nunca había preguntado y que ya nunca sabría. Pero el hecho de que ciertas puertas se hubieran cerrado hacía más de veinte años y hubieran permanecido cerradas desde entonces nunca le había… nunca le impediría hacerse preguntas sobre los detalles y las intimidades de aquella época.

5

Jessica Castillo y Harry Partridge se sintieron instintivamente atraídos el uno por el otro en cuanto se conocieron, en Vietnam… aunque en su primer encuentro se enfrentaron. Partridge había acudido a la USIS en busca de la confirmación de una noticia cuya existencia él conocía, pero que los militares estadounidenses le negaban. Se refería a la drogadicción de un alto número de soldados norteamericanos en Vietnam.

Partridge había visto multitud de evidencias de tal adicción en sus desplazamientos por las zonas de combate. Se consumían drogas duras, principalmente heroína, y había muchísima. Merced a ciertas indagaciones realizadas por la CBA-News a requerimiento suyo, sabía que los hospitales para veteranos de guerra estaban alarmantemente atiborrados de jóvenes drogadictos procedentes de Vietnam. El asunto se estaba convirtiendo en un problema nacional que rebasaba el ámbito puramente militar.

La Herradura de Nueva York le había dado luz verde para profundizar en esa historia, pero las fuentes oficiales se habían cerrado a cal y canto y no daban información.

Cuando Harry Partridge entró en el pequeño despacho de Jessica y sacó el tema a colación, ella reaccionó del mismo modo:

– Lo siento. No puedo hablar de ese asunto.

Su actitud ofendió a Partridge, que replicó:

– Quiere decir que no puede hablar porque ha recibido instrucciones para proteger a alguien… ¿Es el embajador quien puede sentirse molesto con la verdad?

– Tampoco puedo contestarle a eso -le dijo ella sacudiendo la cabeza.

– O sea -replicó Partridge, que estaba empezando a hartarse y a enfurecerse- que a usted, en su confortable acantonamiento, le importan un bledo los soldados que están en plena selva, cagados de miedo y sufriendo y que, para evadirse -porque no tienen otra opción- se están destruyendo con drogas, convirtiéndose en yonquis…

– Yo no he dicho eso en absoluto -replicó ella, indignada.

– Oh, sí, eso exactamente -en tono desdeñoso-. Ha dicho usted que no piensa hablar de algo podrido y apestoso que necesita ventilarse públicamente, para que la gente se entere de la existencia de un problema e intente solucionarlo. Para que los nuevos reclutas que lleguen aquí puedan ser advertidos y quizá salvados. ¿A quién se cree usted que está protegiendo, señorita? Desde luego, no a los muchachos que están luchando, que son los que cuentan verdaderamente. Y se proclama usted oficial de información. Yo llamaría oficial de ocultamiento.

Jessica se ruborizó. Poco acostumbrada a que le hablaran en ese tono, sus ojos echaban chispas. Había un pisapapeles de cristal en su escritorio y sus dedos se cerraron sobre él. Por un momento, Partridge creyó que se lo iba a tirar y se preparó para esquivarlo. Luego advirtió que su cólera se apaciguaba y Jessica le preguntaba sosegadamente:

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Estadísticas, principalmente. -Partridge suavizó el tono, para igualarlo con el suyo-. Sé que alguien las tiene, se han realizado encuestas y existen relaciones.

Ella se echó a la espalda su melena castaña con un gesto que más tarde llegaría a resultarle familiar y le encantaría.

– ¿Conoce a Rex Talbot?

– Sí.

Talbot era el joven vicecónsul norteamericano de la embajada de la calle Thong Nut, a escasas manzanas de distancia.

– Le sugiero que le pregunte por el informe MACV sobre el Proyecto Nostradamus.

A pesar de la seriedad, Partridge sonrió, preguntándose a quién se le habría ocurrido semejante título.

– No hace falta que Rex se entere -prosiguió Jessica- de que le mando yo. Puede fingir que sabe usted…

un poco más de lo que sé en realidad -concluyó él la frase-. Es un viejo truco de los periodistas.

– La clase de truco que ha utilizado conmigo.

– Más o menos -reconoció él con una sonrisa.

– Me di cuenta desde el primer momento -dijo Jessica-, pero no quería interrumpirle.

– No es usted tan desalmada como pensé -dijo Harry-. ¿Qué le parece si exploramos un poco más el tema cenando juntos esta noche?

Sorprendiéndose incluso a sí misma, Jessica aceptó.

Más adelante, descubrieron lo bien que lo pasaban juntos y aquella primera cita dio pie a una larga sucesión de otras semejantes. Sin embargo, durante una temporada sorprendentemente larga, sus encuentros no pasaron de ahí, cosa que Jessica dejó bien clara desde el principio con toda franqueza y sencillez.

– Quiero que entiendas que pase lo que pase a nuestro alrededor, yo no soy una mujer fácil. El hecho de meterme en la cama con un hombre debe representar algo especial e importante para mí, y también para él, así que luego no me vengas con que no te había avisado.

Su amistad superó también prolongadas separaciones a causa de los viajes de Partridge a otras zonas de Vietnam.

Pero inevitablemente, en un momento dado, el deseo les arrastró a los dos.

Habían cenado juntos en el Caravelle, el hotel de Partridge. Más tarde, en el jardín del hotel, un oasis de paz en el barullo de Saigón, él la había atraído hacia sí y Jessica se dejó llevar ansiosamente. Mientras se besaban, ella se apretaba estrechamente contra él, apremiante, y él sintió su excitación física a través de su fino vestido. Años más tarde, Partridge recordaría aquel momento como uno de esos raros y mágicos instantes en que todos los problemas y las preocupaciones -Vietnam, los horrores de la guerra, las incertidumbres del futuro- parecen muy lejanos y lo único que importa es el presente.

– ¿Quieres subir a mi habitación? -le preguntó en voz baja.

Sin pronunciar palabra, Jessica asintió con la cabeza.

Una vez en su habitación, sin más iluminación que la claridad del exterior y mientras seguían abrazándose, él la desnudó y ella le ayudó cuando sus dedos se mostraban torpes.

Cuando la penetró, Jessica le dijo:

– ¡Oh, te quiero tanto!

Después, Harry no lograba recordar si él le había dicho que también la quería de veras, pero sabía que la quería y siempre la querría.

Partridge también se emocionó profundamente al descubrir que Jessica era virgen. Luego, cuando fue pasando el tiempo y madurando su relación sexual, descubrieron que disfrutaban tanto la faceta física de su relación como las otras.

En cualquier otra época o lugar, se habrían casado en seguida. Jessica quería casarse y tener hijos. Pero Partridge, por razones que más tarde hubo de lamentar, se echó atrás. Había sufrido ya un fracaso matrimonial en Canadá y sabía que los matrimonios de los reporteros de televisión solían ser desastrosos. Los corresponsales de televisión llevaban una vida azarosa y podían pasarse fuera de casa doscientos días al año, o más; no se acostumbraban a las responsabilidades familiares y en su deambular tropezaban con tentaciones sexuales que pocos conseguían eludir permanentemente. En consecuencia, ambos cónyuges solían acabar distanciándose, tanto intelectual como sexualmente, y cuando se reunían tras una larga ausencia, se sentían como extraños.

Y combinado con todo eso, estaba Vietnam. Partridge sabía que se jugaba la vida cada vez que abandonaba Saigón y, aunque la suerte le había acompañado hasta el momento, había muchas posibilidades de que tal circunstancia cambiara. Por lo tanto, no era justo, razonaba él, hacer cargar a otra persona -en este caso, Jessica- con una preocupación constante y la probabilidad de un terrible disgusto.

Una mañana temprano, después de pasar la noche juntos, le confió parte de sus pensamientos a Jessica, y no podía haber elegido ocasión más desafortunada. Jessica se sintió desconcertada y dolida por lo que consideró una pueril reacción de cobardía e inmadurez por parte de un hombre a quien ella se había entregado en cuerpo y alma. Le respondió fríamente que su relación había terminado.

Hasta mucho más tarde, Jessica no comprendió que había malinterpretado lo que en realidad era un gesto de altruismo y profundo interés. Partridge dejó Saigón a las pocas horas, y permaneció un mes en Camboya.

Crawford Sloane había tratado a Jessica mientras ésta salía con Harry Partridge y la había visto de vez en cuando en el despacho de la USIS, cuando iba allí en busca de información. En todas aquellas ocasiones, Sloane se había sentido muy atraído por Jessica, y deseaba conocerla mejor. Pero, reconociendo que era la novia de Partridge y siendo él, además, muy puntilloso en estos asuntos, nunca la había invitado a salir, como otros hacían con frecuencia.

Pero cuando Sloane se enteró, por boca de la misma Jessica, de que había roto con Partridge, se apresuró a invitarla a cenar. Ella aceptó y empezaron a salir juntos. A las dos semanas, tras confesarle que llevaba mucho tiempo enamorado secretamente de ella y que después de tratarla la adoraba, Sloane le propuso matrimonio.

Jessica, cogida por sorpresa, le contestó que necesitaba algo de tiempo para meditarlo.

Su mente era un tumulto de emociones. Su amor por Harry había sido apasionado y embriagador. Ningún hombre la había hecho volar como él; y dudaba que ningún otro lo lograra alguna vez. Su instinto le decía que lo que había compartido con Harry era una experiencia irrepetible en la vida. Y seguía enamorada de él, de eso estaba segura. Aun entonces, Jessica le echaba desesperadamente de menos. Si Harry regresara y le pidiera que se casara con él, probablemente ella habría aceptado. Pero era evidente que él no se lo iba a pedir. La había rechazado. La amargura y el rencor de Jessica persistían. Una parte de ella deseaba… ¡darle un escarmiento! ¡Sí, señor!

Por otra parte, estaba Crawf. Crawford Sloane le gustaba mucho… ¡No, más que eso! Sentía un gran afecto por él. Era agradable, amable, cariñoso, inteligente, era interesante estar con él. Y Crawf era sólido. Jessica no tenía más remedio que admitirlo: Crawford transmitía una estabilidad que Harry, aun siendo una persona excitante, no tenía. Pero para una vida entera, que era como Jessica se planteaba el matrimonio, ¿cuál de esas dos clases de amor era más importante: el de las emociones o el de la estabilidad? Jessica hubiera deseado estar segura de la respuesta.

También se podía haber formulado otra pregunta, que no se planteó: ¿Por qué tomar una decisión en absoluto? ¿Por qué no esperar? Todavía era joven…

No reconocida, pero aun así, implícita en su pensamiento, estaba la presencia de todos ellos en Vietnam. El fervor de la guerra les envolvía, pervirtiéndolo todo como el aire que respiraban. Se vivía con la sensación de que el tiempo estaba comprimido y acelerado, como si el reloj y el calendario se deslizaran a mayor velocidad. Cada día de la vida parecía pasar como arrastrado por el incontenible caudal de las compuertas abiertas de una presa. ¿Quién podía saber cuántos días les quedaban? ¿Quién lograría recobrar un ritmo de vida normal?

Siempre ha sido así, en todas las guerras, a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Tras sopesarlo todo lo mejor que pudo, al día siguiente Jessica aceptó la proposición de Crawford Sloane.

Se casaron inmediatamente, en la embajada de los Estados Unidos, ante un capellán del ejército. El embajador asistió a la ceremonia y después ofreció una recepción en sus aposentos particulares.

Sloane se sentía en la gloria. Jessica se convencía a sí misma de que ella también era feliz; con gran empeño adoptó el talante de Crawf.

Partridge no se enteró de su boda hasta que regresó a Saigón, y hasta ese momento no se dio cuenta, con arrolladora tristeza, de lo que acababa de perder. Cuando fue a felicitar a Jessica y Sloane, intentó ocultar sus emociones. Pero ante Jessica, que le conocía a fondo, no lo consiguió del todo.

Pero si Jessica compartía algunos de los sentimientos de Partridge, no los exteriorizó y además se obligó a olvidarlos. Se decía que había tomado una decisión y estaba dispuesta a ser una buena esposa para Sloane. Y con los años, lo fue. Como cualquier otro matrimonio, tuvieron conflictos y roces, pero cicatrizaron. Y en ese momento -increíblemente para todos los interesados- faltaban menos de cinco años para que Jessica y Crawford Sloane celebraran sus bodas de plata.

6

Al volante del Buick Somerset, Crawford Sloane estaba a mitad de camino de su casa. Dejando a su espalda el puente Triboro, circulaba por la autovía Bruckner y no tardaría en llegar a la Interestatal 95, la autopista de Nueva Inglaterra, y tomar la salida de Larchmont.

El Ford Tempo que había empezado a seguirle en la sede de la CBA-News continuaba tras él.

No era sorprendente que Sloane no hubiera advertido el otro coche, esa tarde ni las anteriores, durante las últimas semanas en que le venían siguiendo. Una de las razones era que el conductor, un joven colombiano de mirada fría y labios muy finos, cuyo nombre de guerra era Carlos, era un experto en rastreos y persecuciones.

Carlos, que había entrado en los Estados Unidos dos meses atrás con un pasaporte falso, llevaba casi cuatro semanas entregado a esa furtiva vigilancia, con otros seis colombianos, cinco hombres y una mujer. Al igual que Carlos, los otros utilizaban nombres falsos, en general para desmarcarse de los archivos criminales. Hasta que iniciaron la tarea en curso, los miembros del grupo no se conocían entre sí. Y aun así, sólo Miguel, su jefe, que esa noche se hallaba a varios kilómetros de allí, conocía sus verdaderas identidades.

El Ford Tempo había sido repintado dos veces durante su breve período de utilización. Además, era sólo uno de los diversos vehículos de que disponían con objeto de no ser detectados.

Con los resultados de tal vigilancia habían elaborado un estudio preciso y detallado de los movimientos de Crawford Sloane y su familia.

En la rápida circulación de la autovía, Carlos dejó que otros tres coches se interpusieran entre el de Sloane y el suyo, aunque sin perder de vista al Buick que iba siguiendo. Junto a Carlos, otro hombre iba apuntando la hora, haciendo breves anotaciones en una libreta. Se trataba de Julio, un hombre moreno, agresivo y de mal carácter, con una horrible cicatriz de arma blanca en el lado izquierdo de la cara. Era el especialista en comunicaciones del grupo. En el asiento trasero llevaban un teléfono móvil, uno de los seis que comunicaban los vehículos entre sí y con el cuartel general.

Tanto Carlos como Julio eran implacables, hábiles tiradores e iban armados.


Después de aminorar la velocidad y salvar una desviación de tráfico debida a un choque en cadena en el carril izquierdo de la autovía, Sloane volvió a acelerar y reanudó sus recuerdos sobre Vietnam, Jessica, Partridge y él mismo.

A pesar de sus grandes éxitos en Vietnam y después, Partridge siempre había seguido preocupándole un poco. Por eso se sentía levemente incómodo en compañía de Partridge. Y a nivel personal, en algunas ocasiones se preguntaba si Jessica pensaría alguna vez en Partridge o recordaría los momentos íntimos, privilegiados, que habían pasado juntos.

Sloane nunca había formulado a su esposa pregunta alguna de tipo personal acerca de su antigua relación con Harry. Podía haberlo hecho en múltiples ocasiones, incluso al principio de su matrimonio, y Jessica, siendo como era, probablemente se las habría contestado con toda franqueza. Pero hacer esa clase de preguntas no entraba, sencillamente, en su estilo. Y de hecho, suponía, tampoco quería enterarse de respuestas. Y sin embargo, paradójicamente, después de tantos años, aquellos viejos pensamientos volvían a aflorar con nuevos interrogantes: ¿Seguía teniendo Jessica algún interés por Harry? ¿Se comunicaban alguna vez? ¿Guardaba Jessica todavía algún recóndito arrepentimiento?

Y en el plano profesional… La culpabilidad no era una palabra que preocupara a Sloane en cuanto a sí mismo, pero en el fondo de su corazón sabía que Partridge había sido el mejor periodista de Vietnam, a pesar de que él se había llevado los triunfos y al final se había casado con la novia de Partridge… Todo aquello era ilógico, lo sabía muy bien, una inseguridad infundada… pero su incomodidad visceral persistía.

El Ford Tempo había cambiado de táctica y en ese momento se hallaba varios vehículos por delante de Sloane. La salida de Larchmont de la autopista estaba ya a pocos kilómetros tan sólo, y Carlos y Julio, al corriente de los hábitos de Sloane, sabían que él la tomaría. Preceder de vez en cuando al individuo vigilado era una vieja estratagema. El Ford Tempo tomaría por la salida de Larchmont en primer lugar, esperaría a que Sloane le imitara y luego le dejaría adelantarle.

Unos diez minutos más tarde, cuando el presentador de la CBA rodaba por las calles de Larchmont, el Ford Tempo le seguía discretamente a cierta distancia y se detenía cerca de la casa de Sloane, situada en Park Avenue, frente al estrecho de Long Island.

La casa, muy propia de una persona con los sustanciosos ingresos de Sloane, era grande e imponente. Blanca, con el tejado de pizarra gris, se alzaba en un cuidado jardín con un paseo semicircular para la entrada de vehículos. Unos pinos gemelos señalaban la entrada y un farol de hierro forjado pendía sobre la puerta principal, de dos hojas.

Sloane abrió con el mando a distancia la puerta de su garaje de tres plazas, metió su automóvil y cerró la puerta tras de sí.

El Ford continuó un poco más y prosiguió su vigilancia desde una distancia prudencial.

7

Sloane oyó voces y risas mientras recorría el pequeño pasillo cubierto que comunicaba el garaje con la vivienda. Se hizo el silencio cuando abrió la puerta y penetró en el vestíbulo alfombrado al que daban la mayor parte de las habitaciones de la planta baja.

– ¿Eres tú, Crawf? -llamó su mujer desde el cuarto de estar.

– Si no lo fuera estarías metida en un lío -respondió él en broma.

Volvió a oírse su melodiosa carcajada.

– ¡Bienvenido, quienquiera que seas! Ahora mismo voy.

Oyó unos tintineos cristalinos y el crujido de unos cubitos de hielo en un vaso y supuso que Jessica estaba preparando un martini, su ritual vespertino de bienvenida para relajarle de todos los acontecimientos de la jornada.

– ¡Hola, papá! -gritó Nicholas, su hijo de once años, desde la escalera.

Estaba muy alto para su edad y un poco flaco. Sus inteligentes ojos se iluminaron mientras corría a abrazar a su padre.

Sloane le devolvió el abrazo y luego le pasó los dedos por el pelo, castaño y rizado. Era justo la clase de recibimiento que él deseaba, y tenía que agradecérselo a Jessica. Casi desde su mismo nacimiento, Jessica había inculcado a Nicky su convicción de que el cariño debía demostrarse mediante el contacto.

Al principio de su matrimonio, las demostraciones de cariño no le resultaban cómodas a Sloane. Él reprimía sus emociones, se callaba algunas cosas, dejaba que el otro las adivinara. Ello formaba parte de su carácter reservado, pero Jessica no lo merecía, así que se había esforzado por quebrantar esa reserva y, por ella y luego por Nicky, lo había conseguido. Sloane recordaba sus palabras:

«Cuando te casas, cariño, las barreras desaparecen. Por eso estamos "unidos"… ¿Te acuerdas? Así que durante el resto de nuestras vidas, tú y yo vamos a decirnos exactamente lo que sentimos y, algunas veces, incluso a demostrarlo también.»

Esta última frase se refería a su vida sexual, que, hasta bastante tiempo después de la boda, siguió ofreciéndole a Sloane sorpresas y aventura. Jessica había adquirido algunos libros eróticos orientales, bien ilustrados y explícitos, y le gustaba experimentar y probar nuevas posiciones. Tras escandalizarse un poco al principio y superar cierta timidez, Sloane acabó disfrutando también con aquello, aunque siempre era Jessica la que tomaba la iniciativa.

(Algunas veces se preguntaba sin poder remediarlo: ¿Tenía ya aquellos libros eróticos cuando salía con Partridge? ¿Habían puesto en práctica su contenido? Pero Sloane nunca se había atrevido a preguntárselo, tal vez porque temía que ambas respuestas fueran afirmativas.)

Con el resto de la gente, su reserva persistía. Sloane era incapaz de recordar cuándo había abrazado a su padre por última vez, aunque recientemente había sentido el impulso de hacerlo varias veces, pero al final se había reprimido, dudando de la reacción de Angus, que tenía un comportamiento muy estricto, riguroso, incluso.

– ¡Hola, cariño!

Jessica apareció con un vestido verde claro, un color que siempre le había gustado. Se abrazaron tiernamente y luego él entró en la sala de estar. Nicky se quedó un rato con ellos, como todos los días; ya había cenado y no tardaría en marcharse a la cama.

Qué tal van las cosas en el mundillo musical? -preguntó Sloane a su hijo.

– Muy bien, papá. Estoy practicando el Preludio Número Dos de Gershwin.

– Recuerdo esa pieza -siguió su padre-. Gershwin la compuso cuando era joven, ¿verdad?

– Sí, a los veintiocho años.

– Al principio me parece que hace así: «Tum-ti-ta-tum, Tiiii-ta-ta-ti-tum, ti-tum-ti-tum-ti-tum… -canturreó. Nicky y Jessica se echaron a reír.

– Ya sé a qué fragmento te refieres, papá, y también sé por qué lo recuerdas.

Nicky cruzó la sala y se dirigió al piano de cola. Luego empezó a cantar con una clara voz de tenor joven, acompañándose al piano.


In the sky the bright stars glittered

On the bank the pale moon shone

And from Aunt Dinah's quilting party

I was seeing Nellie home.


La frente de Sloane se frunció, esforzándose por hacer memoria.

– Me suena mucho… ¿No es una vieja canción de la época de la Guerra Civil?

– ¡Exactamente, papá! Nicky estaba radiante.

– Ahora lo entiendo -dijo su padre-. Lo que intentas decirme es que esa melodía es casi la misma que la del Preludio de Gershwin…

– Al revés -Nicky sacudió la cabeza-, primero fue la canción. Pero no se sabe si Gershwin conocía la canción y la usó o fue sólo por casualidad.

– Y nunca se sabrá, ¡mecachis! -exclamó Sloane, divertido e impresionado por los conocimientos de Nicky.

Ni Jessica ni él se acordaban de la edad que tendría Nicky cuando empezó a demostrar interés por la música, pero fue desde sus primeros años, y en la actualidad la música era su principal inquietud.

Nicky se había enamorado del piano y recibía lecciones de un antiguo concertista, un austríaco de bastante edad que vivía relativamente cerca de allí, en New Rochelle. Hacía unas semanas, el profesor había dicho a Jessica:

– Su hijo posee ya un dominio de la música inusual para su edad. Más adelante podrá seguir por el camino que desee: como intérprete, como compositor o quizás como estudioso… Pero lo más importante es que para Nicholas, la música habla con voz de ángel y de felicidad. Forma parte de su alma. En mi opinión, será el hilo conductor de su vida.

Jessica consultó su reloj:

– Nicky, se está haciendo tarde.

– ¡Ay, mamá, déjame un ratito más…! Mañana no hay colegio.

– Pero tendrás un montón de cosas que hacer, como todos los días. La respuesta es no.

Jessica era la encargada de imponer disciplina en la familia y, tras desearles las buenas noches, Nicky se fue. Poco después le oyeron tocando en su dormitorio, en un piano electrónico que usaba cuando no podía tocar el piano de la sala.

En la sala de estar tenuemente iluminada, Jessica se dirigió a los martinis que había preparado poco antes. Mientras la observaba escanciarlos, Sloane pensó: «¿Qué más se puede pedir?» Con frecuencia le embargaba ese sentimiento respecto a Jessica, y lo atractiva que seguía después de más de veinte años de matrimonio. Ya no llevaba el pelo largo, ni le preocupaba ocultar sus mechas plateadas. También tenía arrugas en torno a los ojos. Pero su figura era esbelta y bien formada y sus piernas todavía atraían las miradas de los hombres. En conjunto, pensó, no había cambiado y él seguía sintiéndose orgulloso cuando entraba en cualquier parte del brazo de Jessica.

Ella le ofreció una copa, comentando:

– ¿Ha sido un día duro?

– Pues sí, desde luego. ¿Has visto las noticias?

– Sí. ¡Pobre gente, la de ese avión! ¡Qué manera más horrible de morir! Sabiendo que no tenían ninguna posibilidad, y obligados a permanecer allí sentados, esperando la muerte…

Con una punzada de mala conciencia, Sloane se dio cuenta de que no había pensado en ello en absoluto. Algunas veces, un profesional de la información estaba tan preocupado recogiendo noticias que se olvidaba de los seres humanos que las constituían. Se preguntó si sería por insensibilidad tras una prolongada exposición a las noticias o una vacunación necesaria, como la de los médicos… Esperó que fuera la segunda opción y no la primera.

– Si has visto la historia del avión, habrás visto a Harry. ¿Qué te ha parecido? -le preguntó.

– Ha estado bien.

La respuesta de Jessica parecía indiferente. Sloane la miró, esperando que se extendiera, preguntándose si Harry era el pasado, completamente superado, en el corazón de su mujer.

– Harry ha estado mejor que bien. Lo ha hecho así -dijo Sloane chasqueando los dedos-. Sin preparación. Casi sin tiempo.

Luego le contó la suerte que había tenido la CBA de contar con un equipo en la terminal del aeropuerto de Dallas-Fort Worth.

– Harry, Rita y Minh lo han conseguido… Hemos metido un gol a las otras emisoras.

– Parece que Harry y Rita trabajan mucho juntos. ¿Hay algo más?

– No. Forman un buen equipo de trabajo, nada más.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Rita se ha enrollado con Les Chippingham. Creen que nadie lo sabe. Pero claro, lo sabe todo el mundo…

– ¡Dios mío! -Jessica se echó a reír-. Sois un grupito de lo más incestuoso.

Leslie Chippingham era el director de informativos de la CBA. Sloane pretendía hablar precisamente con Chippingham al día siguiente respecto al cese de Chuck Insen como productor ejecutivo.

– A mí no me incluyas -le dijo a Jessica-. Yo estoy encantado con lo que tengo en casa.

El martini le había relajado, como siempre, aunque ni Jessica ni él eran aficionados a beber. Un martini y una copa de vino con la cena era su límite, y durante el día, Sloane no bebía una gota de alcohol.

– Esta noche estás de buen humor -dijo Jessica-, y además tienes otro motivo…

Se levantó y cruzó la sala hasta un pequeño escritorio, de donde cogió un sobre abierto, lo cual no era excepcional, puesto que Jessica llevaba la mayor parte de sus asuntos privados.

– Es una carta de tu editor con una liquidación de derechos.

Él cogió los papeles y los leyó con la cara iluminada por una sonrisa.

Crawford Sloane había publicado un libro, La cámara y la verdad, hacía unos meses, escrito en colaboración. Era éste su tercer libro.

Al principio, la obra tardó un poco en venderse. Los críticos de Nueva York le crucificaron, aprovechando la oportunidad de humillar a un personaje de la talla de Crawford Sloane. Pero en ciudades como Chicago, Cleveland, San Francisco y Miami, gustó a la crítica. Y, lo que es más importante, al cabo de varias semanas, algunos de sus comentarios fueron citados o destacados en las columnas de información general: la mejor publicidad que puede hacérsele a una obra.

En el capítulo dedicado al terrorismo y los rehenes, Sloane había escrito sin rodeos: «Muchos americanos sentimos una gran vergüenza en 1986-1987, tras la revelación de que el gobierno norteamericano había comprado la libertad de un grupo de rehenes en Oriente Medio a expensas de miles de muertes y mutilaciones de ciudadanos iraquíes, no sólo en el campo de batalla irano-iraquí, sino entre civiles».

Las bajas de guerra, señalaba Sloane, se debían al armamento suministrado por los Estados Unidos a Irán a cambio de la liberación de los rehenes. Sloane denominaba ese canje «las treinta asquerosas monedas de plata del siglo xx» y lo ilustraba con una cita de Dane-geld, de Kipling:


We never pay any-one Dane-geld,

No matter how triffling the cost;

For the end of that game is oppression and shame,

And the nation that plays it is lost! [1]


Otras de sus observaciones más aplaudidas eran:


– Ningún político del mundo tiene agallas para proclamarlo bien alto, pero habría que considerar la posibilidad de prescindir de los rehenes, aun norteamericanos. Las peticiones de las familias de los rehenes deben escucharse con compasión, pero no deben influir en la política del gobierno.

– El único medio de combatir el terrorismo es el antiterrorismo, lo cual significa desenmascarar y destruir furtivamente a los terroristas: es el único lenguaje que entienden. Ello incluye no pactar con ellos, ni pagar rescates, directa o indirectamente, ¡nunca!

– Los terroristas, que no observan ningún código civilizado, no van a pretender, cuando se les coja con sangre en las manos, acogerse a las leyes y los principios que ellos mismos están despreciando. El pueblo británico, que lleva hondamente inculcado el respeto por la legalidad, se ha visto obligado algunas veces a bordear los límites del derecho para defenderse del depravado e implacable IRA.

– Hagamos lo que hagamos, el terrorismo no desaparecerá, porque los gobiernos y las organizaciones que lo respaldan no desean realmente la resolución de ese problema. Son unos fanáticos que utilizan a otros fanáticos y sus pervertidas religiones como armas.

– Los ciudadanos de los Estados Unidos no nos veremos libres del terrorismo en nuestro propio territorio durante mucho tiempo más. Pero no estamos preparados, ni en el aspecto mental ni en ningún otro, para esta clase de guerra despiadada que todo lo impregna.

Cuando apareció el libro, parte del alto mando de la CBA se puso nervioso con sus afirmaciones sobre «rehenes prescindibles» y «destrucción furtiva», temiendo que crearan resentimientos políticos y públicos hacia la cadena. Finalmente, no hubo motivos de preocupación y los altos cargos se sumaron al coro de aprobación.

Sloane resplandecía cuando vio la impresionante cuenta de derechos.

– Te lo mereces y estoy muy orgullosa de ti -le dijo Jessica-. Sobre todo porque nunca has sido aficionado a crear controversias. -Hizo una pausa-. ¡Ah!, por cierto… tu padre ha telefoneado. Llega mañana por la mañana y le gustaría quedarse toda la semana.

Sloane hizo una mueca.

– Ha pasado muy poco tiempo desde la última vez…

– Está solo y se hace viejo. Algún día, cuando te llegue el momento, tal vez tengas una nuera favorita con la que compartir el tiempo.

Se echaron a reír, porque Angus Sloane y Jessica se llevaban estupendamente, y en ciertos aspectos, mejor incluso que padre e hijo.

Angus llevaba varios años viviendo solo en Florida, desde la muerte de su esposa.

– Me gusta tenerle en casa -dijo Jessica-. Y a Nicky también.

– Bueno, bueno, entonces perfecto. Pero mientras papá esté aquí, utiliza toda tu influencia para que no hable tanto del honor, el patriotismo y todo lo demás.

– Ya sé a qué te refieres. Haré lo que pueda.

Tras su conversación se perfilaba el hecho de que el abuelo Sloane no acababa de apearse de su estatus de héroe de la Segunda Guerra Mundial, al mando de un bombardero de las Fuerzas Aéreas, que ganó la Estrella de Plata y la Cruz del Mérito Aéreo. Después de la guerra había sido funcionario público, una carrera poco espectacular, pero que le había permitido retirarse con una pensión razonable e independencia. Pero los años en el ejército seguían dominando los pensamientos de Angus.

Crawford respetaba el historial bélico de su padre, pero sabía que éste podía ser tedioso cuando emprendía uno de sus discursos favoritos: «La desaparición de la integridad y los valores morales de esta época», como decía él. Jessica, sin embargo, se las arreglaba para inhibirse de las parrafadas de su suegro.

Sloane y Jessica siguieron charlando durante la cena, que era siempre uno de sus momentos más apreciados. Aunque durante el día tenían servicio, Jessica preparaba personalmente la cena, organizándose para permanecer el menor tiempo posible en la cocina una vez llegaba su marido a casa por la noche.

– Ya sé a qué te referías hace un rato -dijo Sloane, pensativo-, respecto a que no soy aficionado a aventurarme por terreno resbaladizo. Supongo que, en mi vida, me he arriesgado lo menos posible. Pero estaba completamente convencido de algunas de las aseveraciones que he manifestado en el libro. Y todavía lo estoy.

– ¿En cuanto al terrorismo?

Él asintió.

– Después de escribir todo eso he estado pensando si el terrorismo podría afectarnos a ti y a mí, y cómo. Por eso he tomado unas precauciones especiales. No te lo había dicho hasta ahora, pero debes saberlo.

Mientras Jessica le miraba con curiosidad, él prosiguió: -¿Has pensado alguna vez que una persona como yo podría ser secuestrada, retenida como rehén?

– Sí, cuando has viajado al extranjero. Él sacudió la cabeza.

– Puede suceder aquí. Siempre hay una primera vez, y mi trabajo en la televisión me coloca en el centro de la diana, como a otros colegas. Si los terroristas empiezan a actuar en los Estados Unidos, y ya sabes que yo lo creo así, y dentro de poco tiempo, las personas como yo seremos un señuelo atractivo, porque todo lo que hacemos, o lo que se nos hace, es ampliamente difundido.

– ¿Y los familiares? ¿También pueden ser un objetivo?

– Me parece muy improbable. Los terroristas buscan nombres famosos, personas a las que todo el mundo conoce.

– Has hablado de precauciones -dijo Jessica, incómoda-. ¿De qué tipo?

– De las que puedan ser eficaces después de ser secuestrado, si se da el caso. Lo he solucionado con un abogado que conozco, Sy Dreeland. Tiene todos los detalles, y está autorizado a darles publicidad si ello fuera necesario.

– No me gusta esta conversación -dijo Jessica-. Me estás poniendo nerviosa. Además, ¿de qué sirven las precauciones una vez que ha sucedido algo realmente grave?

– Antes de que eso ocurra, he de confiar en que la compañía se encargue de darme cierta protección, que es lo que está haciendo ahora, más o menos. Pero después, como he dicho en el libro, no quiero que se pague ninguna clase de rescate, ni siquiera de nuestro propio dinero. Así que he efectuado una declaración jurada, dentro de las normas vigentes, a tal efecto.

– ¿Estás diciendo que todo nuestro dinero se quedaría inmovilizado, congelado?

– No -Sloane negó con la cabeza-. No podría hacer eso, aunque quisiera. Casi todos nuestros bienes, la casa, las cuentas bancarias, las acciones, el oro y las divisas, los poseemos conjuntamente, y podrías disponer de ellos a tu antojo, igual que ahora. Pero después de hacer pública mi declaración jurada, cuando todo el mundo supiera mi modo de pensar, me gustaría que no tomaras otra clase de medidas.

– ¡Me niegas mi legítimo derecho a tomar una decisión! -protestó Jessica.

– No, querida -le dijo él con dulzura-. Te he relevado de una terrible responsabilidad y un dilema.

– ¿Y si la emisora desea pagar tu rescate?

– Lo dudo, pero desde luego, sería imposible en contra de mis deseos, que están expuestos en el libro y confirmados en mi declaración.

– Dices que la compañía te ha puesto protección. No tenía la menor idea. ¿En qué consiste?

– Cuando hay llamadas telefónicas con amenazas, o cartas de chiflados con ciertas connotaciones, o algún rumor sobre la posibilidad de un atentado, cosa que sucede en todas las cadenas, y sobre todo a sus presentadores, llaman al servicio de seguridad. Están repartidos por todo el edificio de la CBA, dondequiera que yo me encuentre trabajando, y hacen lo que se supone que hace ese tipo de personal. Ya me ha pasado varias veces.

– No me lo habías dicho.

– No. Supongo que no -admitió él.

– ¿Qué otras cosas me has ocultado?

Había un tono de mordacidad en la voz de Jessica, aunque se notaba que no sabía si enfadarse por el engaño o mostrar su preocupación.

– En la emisora nada más, pero he dispuesto otras cuantas cosas con Dreeland.

– ¿Y sería excesivo pedirte que me las contaras?

– Es importante que sepas -Sloane ignoró el sarcasmo que demostraba algunas veces su esposa cuando se emocionaba- que cuando hay un secuestro, dondequiera que se produzca, hoy día se da casi por hecho que los secuestradores enviarán una película de vídeo, rodada por las buenas o por las malas. Luego esas cintas se pasan, a veces incluso por televisión, pero nadie sabe con certeza si se han hecho voluntariamente o a la fuerza, y en tal caso, hasta qué extremo. Pero si existe alguna clase de código preestablecido, el secuestrado tiene ciertas posibilidades de pasar un mensaje comprensible. A este respecto, un número cada vez más alto de personas con probabilidades de ser secuestradas están dando instrucciones a sus abogados y estableciendo un código de señales.

– Si esto no fuera tan serio, sonaría a novela de espionaje -comentó Jessica-. ¿Y qué clase de señales te has inventado?

– Pasarse la lengua por los labios, que es un gesto que puede hacerse sin provocar recelos, significa: Estoy haciendo esto contra mi voluntad. Todo lo que digo es mentira. Rascarse o tocarse la oreja izquierda significa: Mis secuestradores están bien organizados y profusamente armados. Lo mismo en la oreja derecha significa: La vigilancia está un poco descuidada. Un ataque desde el exterior tiene ciertas probabilidades de éxito. Hay algunas más, pero dejémoslo por el momento. No quiero alarmarte.

– Bueno, pues me preocupa -le contestó ella.

Jessica se preguntaba si aquello sería realmente posible. ¿Era posible que Crawf fuera secuestrado y desapareciera? Le parecía increíble, pero casi todos los días ocurrían cosas increíbles.

– Aparte del miedo -dijo pensativa-, debo admitir que todo esto me fascina, porque es una faceta tuya que no conocía, creo. Pero me pregunto por qué no asististe a aquel curso de defensa personal del que me hablaste.

Se trataba de un cursillo de defensa antiterrorista organizado por una compañía británica, Paladin Security, tema de comentario en varios programas informativos. El curso duraba una semana y en parte pretendía preparar a la gente precisamente para la posibilidad que Sloane había apuntado, cómo comportarse en caso de ser víctima de una situación semejante. También impartían técnicas de defensa personal sin armas, que Jessica había instado a su marido a aprender después de que el presentador de la CBS Dan Rather sufriera una brutal agresión en una calle de Nueva York en 1986. El ataque no provocado de dos desconocidos había mandado a Rather al hospital y sus agresores nunca fueron descubiertos.

– El problema es encontrar tiempo para tal curso -dijo Sloane-. Por cierto, ¿sigues con tus clases de cuerpo a cuerpo?

Se trataba de una versión especializada de lucha sin armas practicada por la SAS, las fuerzas de élite del ejército británico. Las impartía un general de brigada británico retirado, afincado en Nueva York, y era otra de las cosas que Jessica había intentado que su marido aprendiese. Pero como él no tenía tiempo, se apuntó ella.

– Ya no acudo con regularidad -le respondió Jessica-. Pero voy por allí una vez al mes o así a refrescarme, y también a algunas de las conferencias del general Wade.

– Muy bien -asintió Sloane.

Esa noche, inquieta por todo lo que habían hablado, Jessica tuvo dificultades para conciliar el sueño.

Fuera, los ocupantes del Ford Tempo vieron cómo se iban apagando una a una las luces de la casa. Luego dieron su informe por el radioteléfono y, una vez concluida su tarea, abandonaron su puesto de observación.

8

Poco después de las 6.30 se reanudó la vigilancia de la casa de Sloane en Larchmont. Esa mañana, los colombianos Carlos y Julio iban en un Chevrolet Celebrity, muy hundidos en los asientos delanteros del automóvil, técnica habitual de observación para que los vehículos que pasaban no advirtieran la vigilancia. El coche estaba aparcado a cierta distancia de la casa de Sloane, en una calle transversal, muy apropiada, y la observación se hacía a través de los retrovisores exterior e interior.

Los dos ocupantes del coche estaban tensos, sabiendo que aquel iba a ser un día de acción, la culminación de un plan elaborado larga y minuciosamente.

A las 7.30 sucedió un acontecimiento imprevisto: un taxi se detuvo frente a la casa de Sloane. De él emergió un hombre mayor con una maleta. Entró en la casa y permaneció en ella. La inesperada presencia del recién llegado significaba una complicación y ocasionó una llamada por el teléfono del coche al cuartel general de la banda, a unos cuarenta kilómetros de allí.

Su sofisticado sistema de comunicaciones y su extensa red de vehículos de transporte tipificaba una operación donde no se había reparado en gastos. Los conspiradores que habían ideado y organizado la vigilancia y el resto del plan eran expertos, tenían buenos recursos y acceso a grandes cantidades de dinero.

Estaban vinculados al cártel colombiano de Medellín, una coalición de barones de la droga sin escrúpulos, criminales y fabulosamente ricos. El cártel, que actuaba con un salvajismo bestial, era responsable de incontables asesinatos sangrientos, incluido el del candidato a la presidencia de Colombia, el senador Luis Carlos Galán, en 1989. Desde 1981, más de 220 jueces y funcionarios de justicia habían sido asesinados, aparte de policías y periodistas entre otros. En 1986, una alianza de Medellín con la facción de guerrilla socialista M-19 acabó en una orgía mortal que se llevó noventa vidas, incluyendo a la mitad de los miembros del Tribunal Supremo de Colombia. A pesar del repulsivo saldo del cártel de Medellín, disfrutaba de muy buenas relaciones con la Iglesia católica. Varios jefazos del cártel presumían de sus capillas privadas. Un cardenal había hablado favorablemente de los miembros de Medellín y un obispo había admitido sin remordimiento haber aceptado dinero de los narcotraficantes.

El asesinato no era el único sistema de actuación del cártel. La corrupción y el soborno a gran escala financiados por los barones de la droga se extendían como un inmenso cáncer por el gobierno colombiano, el estamento judicial, policial y militar, empezando por los niveles más altos y filtrándose hasta los más modestos. Una cínica descripción del trato habitual que dispensaban a los funcionarios era el de plata o plomo [2].

En una temporada, entre 1989 y 1990, durante la oleada de horror que siguió al asesinato de Galán, los líderes del cártel fueron incomodados por el reforzamiento de medidas legales contra ellos, que incluían una modesta intervención de los Estados Unidos. Las represalias, que la organización denominó con acierto «guerra total», consistieron en violencia en masa, bombas y todavía más asesinatos, en un proceso que parecía no tener fin. Pero la supervivencia del cártel y su ubicuo tráfico de drogas -quizá con nuevos líderes y nuevas bases- nunca se puso en duda.

Concretamente, en esta operación clandestina en los Estados Unidos, el cártel no actuaba con fines propios, sino para la organización terrorista peruana Sendero Luminoso, de ideología maoísta. Ésta estaba adquiriendo cada vez más poder en Perú, sobre todo recientemente, mientras el gobierno oficial daba muestras crecientes de ineptitud y debilidad. Al principio, los dos dominios de Sendero se habían limitado a la cordillera de los Andes, y ciudades como Ayacucho y Cuzco, pero, actualmente, sus cuadrillas de asesinos y de artificieros rondaban a sus anchas por Lima, la capital.

Existían dos poderosas razones para la vinculación de Sendero Luminoso y el cártel de Medellín. En primer lugar, Sendero Luminoso solía emplear habitualmente a criminales externos a la organización para llevar a cabo los secuestros, que eran frecuentes en Perú, a pesar de no tener demasiada publicidad en los medios de comunicación norteamericanos. Y en segundo lugar, controlaba la mayor parte del valle de Huallaga del Perú, donde se cultiva el sesenta por ciento de la producción mundial de coca. Las hojas de coca se transforman en pasta de coca -la base de la cocaína- que se traslada en avión desde lugares remotos hasta los centros del cártel.

A través del proceso completo, el dinero de la droga contribuye en gran medida a la financiación de Sendero Luminoso; la organización exige un tributo tanto a los cultivadores de coca como a los traficantes, y el cártel de Medellín actúa de intermediario.

En el Chevrolet de vigilancia, los dos matones colombianos estaban repasando una colección de fotos que Carlos, el experto en fotografía, había tomado con una máquina Polaroid de todas las personas que habían pasado por la casa de Sloane en las últimas cuatro semanas. El viejo que acababa de llegar no aparecía en ninguna.

Julio se comunicó en clave por el teléfono del coche:

– Ha llegado un paquete azul. Entrega número dos. El paquete está en el almacén. No podemos cursar la orden.

Traducción: Ha llegado un hombre. En taxi. Ha entrado en la casa. No sabemos quién es. Su foto no está.

– ¿Cuál es el número del albarán? -preguntó la áspera voz de Miguel, el jefe del plan, por teléfono.

Julio, incómodo con las claves, maldijo por lo bajo mientras pasaba las páginas de la libreta de códigos para descifrar la pregunta. Significaba: ¿Qué edad tiene ese hombre?

Julio miró a Carlos, pidiendo ayuda.

– Un viejo*… ¿De qué edad?

Carlos cogió el cuaderno y encontró la clave.

– Contéstale albarán setenta y cinco.

La respuesta de Julio provocó una nueva pregunta:

– ¿Hay algo de particular respecto al paquete?

Abandonando los códigos, Julio se pasó al lenguaje ordinario:

– Ha traído una maleta. Como si fuera a quedarse.


En una destartalada casa de las afueras de Hackensack, Nueva Jersey, el hombre que se hacía llamar Miguel maldijo entre dientes el descuido de Julio. ¡Menudos pendejos* tenía a sus órdenes! En el cuaderno de claves había una frase perfecta para responder a su pregunta. Y él les había advertido a todos, una y mil veces, que cualquiera podía escuchar una conversación por otro radioteléfono. En todos los grandes almacenes vendían receptores capaces de sintonizar cualquier conversación por radio. Miguel había oído comentar que una emisora de radio se jactaba de haber desbaratado varias tramas criminales gracias a sus aparatos de rastreo.

¡Estúpidos!* Sencillamente, no podía soportar a los idiotas que le habían asignado; cuando el éxito de su misión, más la vida y la libertad de todos ellos estaban en juego… era importantísimo tener precaución, y estar en guardia, no sólo la mayor parte del tiempo, sino siempre.

El mismo Miguel había sido obsesivamente prudente desde hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba. Por eso no le habían arrestado nunca, a pesar de figurar en las listas de «más buscados» de la policía de todo el continente americano y de algunos países europeos, incluyendo a la Interpol. Era casi tan buscado en el mundo occidental como su colega terrorista Abu Nidal en la otra orilla del Atlántico. Miguel se permitía un cierto orgullo al respecto, aunque sin olvidar nunca que el orgullo podía degenerar en un exceso de confianza, y aquélla era otra de las cosas que había que evitar.

A pesar de todas sus experiencias delictivas, Miguel era todavía joven, rondando los treinta y tantos. Siempre había tenido una apariencia anodina, de aspecto normal; cualquiera que se cruzara con él por la calle le consideraría un empleado de banca o, como máximo, gerente de un pequeño comercio. Ello se debía en parte a sus propios esfuerzos por no llamar la atención. También tenía gran cuidado en ser educado con los extranjeros, pero no hasta el punto de crear una impresión capaz de dejar huella; la mayor parte de la gente que se encontraba con él para cosas intrascendentes tendía a olvidar que le conocía.

En el pasado, esa vulgaridad había sido muy beneficiosa para Miguel, lo mismo que su habilidad para no irradiar autoridad. Disimulaba perfectamente sus dotes de mando, excepto cuando las ejercía sobre sus subordinados, y entonces eran inconfundibles.

Una de las ventajas de Miguel en esa empresa concreta era que, a pesar de ser colombiano, parecía un auténtico norteamericano y se expresaba como tal. A finales de los años sesenta y principios de los setenta había asistido a la universidad de Berkeley, en California, como estudiante extranjero, donde se diplomó en lengua inglesa, que aprendió pacientemente a hablar sin asomo de acento.

En aquella época utilizaba su nombre real: Ulises Rodríguez.

Sus padres, en situación acomodada, le habían pagado los estudios en Berkeley. El padre de Miguel, neurocirujano de Bogotá, deseaba que su único hijo estudiara la carrera de medicina, perspectiva que nunca había interesado lo más mínimo a Miguel. En cambio, con el inicio de la década, el joven había previsto algunos cambios básicos en Colombia: la transformación de un país próspero y democrático donde imperaba la legalidad, en una guarida sin ley para mafiosos increíblemente ricos, regida por la dictadura, el terror y el salvajismo. El oro de la nueva Colombia era la marihuana; más adelante sería la cocaína.

La naturaleza de Miguel era tan extraordinaria que la transición en ciernes no le desconcertó. Él codiciaba formar parte de la acción.

Entretanto, cedió a sus inclinaciones en Berkeley, donde descubrió que estaba totalmente desprovisto de conciencia y era capaz de matar a sus congéneres con rapidez y decisión, sin remordimientos ni mal sabor de boca.

La primera vez fue después de tener relaciones sexuales con una joven a la que acababa de conocer en una calle de Berkeley, al bajarse ambos del mismo autobús. Mientras se alejaban de la parada del autobús, trabaron conversación, y descubrieron que ambos eran estudiantes de primer curso. Miguel cayó bien a la chica, que le invitó a su apartamento, al final de la desastrada avenida Telegraph, en Oakland. En aquella época, mucho antes de la era de las angustias del SIDA, tales encuentros eran normales.

Después de una enérgica sesión de sexo, él se quedó dormido y al despertarse descubrió a la muchacha registrándole tranquilamente la cartera. Contenía varios carnés de identidad con nombres ficticios, pues ya entonces se estaba entrenando para su futuro al margen de la ley. La chica se interesaba demasiado por sus papeles para su propio bien; acaso fuera una especie de soplona, aunque él nunca llegó a averiguarlo.

Lo que hizo fue saltar de la cama, agarrarla y estrangularla. Miguel todavía recordaba su expresión de incredulidad mientras se retorcía, intentando desasirse. Después le miró a los ojos, en una súplica muda y desesperada, justo antes de perder el conocimiento. Fue interesante desde el punto de vista científico descubrir que el hecho de matarla no le preocupó en absoluto.

Al contrario, calculó con una calma glacial las posibilidades de que le cogieran, que le parecieron nulas. En el autobús nadie les había visto juntos; de hecho, todavía no se conocían. Era poco probable que alguien les hubiera visto alejándose de la parada del autobús. Al entrar en el edificio no habían tropezado con nadie, ni tampoco en el ascensor que les dejó en la cuarta planta.

Tomándose el tiempo necesario, limpió con un trapo todas las superficies donde pudiera haber dejado sus huellas dactilares. Luego, envolviéndose la mano en el pañuelo, apagó las luces y abandonó el apartamento, cerrando la puerta al salir.

Evitó el ascensor y bajó por las escaleras de emergencia, cerciorándose de que el vestíbulo estuviera vacío antes de atravesarlo para ganar la calle.

Al día siguiente y durante varios más, compró los periódicos locales en busca de alguna noticia sobre la chica muerta. Pero pasó casi una semana antes de que se descubriera el cuerpo medio en descomposición; luego, tras dos o tres días sin novedades y, al parecer, ninguna pista, la prensa perdió interés y la historia se olvidó.

Las investigaciones que se llevaron a cabo no le habían relacionado con el asesinato de la joven.

Durante su estancia en Berkeley, Miguel había matado en otras dos ocasiones. Lo hizo del otro lado de la bahía de San Francisco: lo que él suponía que se llamarían «asesinatos a sangre fría» de individuos totalmente desconocidos para él, aunque los consideró necesarios para perfeccionar sus incipientes habilidades mercenarias. Debió de llevarlos a cabo atinadamente, porque en ninguno de ambos casos fue considerado sospechoso, ni siquiera fue interrogado por la policía.

Al terminar sus estudios universitarios y regresar a Colombia, Miguel coqueteó con la floreciente organización de los barones de la hierba. Tenía el título de piloto y realizó varios vuelos con cargamentos de pasta de coca peruana para su elaboración en Colombia. Pronto, su amistad con la familia Ochoa, de gran influencia, le ayudó a meterse en asuntos de mayor envergadura. Después empezaron las orgías de muerte de la M-19 y la «guerra total» del cártel de Medellín, a finales de 1989. Miguel participó en los asesinatos más importantes y en la mayoría de los menores; a estas alturas ya había perdido la cuenta de los cadáveres que tenía en su haber. Inevitablemente, su nombre alcanzó fama internacional, pero gracias a sus meticulosas precauciones, había poca cosa más en su expediente.

Las conexiones de Miguel -o Ulises Rodríguez- con el cártel de Medellín, la M-19 y, más recientemente, Sendero Luminoso fueron estrechándose con el paso de los años. A pesar de todo, él mantenía su independencia, era un delincuente internacional, un terrorista a sueldo muy solicitado por su eficiencia.

Por supuesto, se entendía que la política también tenía algo que ver. Miguel era un socialista visceral, odiaba apasionadamente al capitalismo y despreciaba a los Estados Unidos, considerándolos hipócritas y decadentes. Pero también era escéptico en lo relativo a la política de cualquier signo y sencillamente disfrutaba, como si de un afrodisíaco se tratara, con el peligro, el riesgo y la acción de la vida que llevaba.

Esa clase de vida le había conducido a los Estados Unidos hacía mes y medio para una misión clandestina, la preparación de lo que iba a suceder hoy, y que el mundo entero no tardaría en conocer.

El camino que había planeado originariamente para entrar en los Estados Unidos era tortuoso pero seguro: desde Bogotá, en Colombia, a Río de Janeiro y luego a Miami. En Río cambiaría de pasaporte y de identidad, aterrizando en Miami como un editor brasileño de viaje a Nueva York para asistir a una feria de libros. Pero un contacto clandestino del Departamento de Estado norteamericano había advertido al cártel de Medellín que la oficina de Inmigración de Miami había pedido urgentemente toda la información que se pudiera reunir sobre Miguel, en especial acerca de las identidades que había utilizado anteriormente.

Miguel había empleado efectivamente la identidad del editor brasileño con anterioridad, y pese a su convencimiento de que no había sido desenmascarada, le pareció más sensato evitar la escala en Miami. Por tanto, aunque ello supusiera un relativo retraso, de Río se dirigió a Londres, donde consiguió una nueva identidad y un flamante pasaporte oficial británico sin estrenar.

El proceso no fue difícil.

¡Ay de las inocentes democracias! ¡Qué estúpidas e ingenuas eran! ¡Qué sencillo era pervertir sus encomiadas libertades y sus benévolos sistemas en beneficio de los propósitos de quienes, como Miguel, no creían en ellos!

Antes de llegar a Londres, se había puesto al corriente del modo de conseguirlo.


En primer lugar se dirigió a St. Catherine House, en la encrucijada de Kingsway y Aldwych, al registro de nacimientos, matrimonios y defunciones de Inglaterra y Gales. Allí solicitó tres certificados de nacimiento.

¿De quién? De tres hombres cuyas fechas de nacimiento coincidieran, o fueran muy cercanas, a la suya.

Sin hablar con nadie, sin que nadie le preguntara nada, cogió cinco impresos en blanco de solicitud de certificado de nacimiento. A continuación se dirigió a unas estanterías donde se guardaban unos libros, identificados por años, y escogió el de 1951. Los volúmenes estaban divididos alfabéticamente y por trimestres. Cogió el correspondiente al último trimestre, de la M a la R.

Su fecha de nacimiento era el 14 de noviembre de ese año. Fue pasando las páginas hasta que encontró a un tal Dudley Martin, nacido en Keighley, Yorkshire, el 13 de noviembre. El nombre le pareció adecuado; no era demasiado llamativo ni tan trillado y común como Smith. ¡Perfecto!* Miguel copió todos sus datos en uno de los impresos en tinta roja.

Ahora necesitaba dos nombres más. Tenía la intención de solicitar tres pasaportes; recurriría a uno de estos dos en caso de que algo saliera mal con el primero. Siempre cabía la posibilidad de que el tal Dudley Martin acabara de solicitar el pasaporte. En tal caso, se le negaría este otro.

Copió los datos de los otros individuos en sus correspondientes impresos. Eligió adrede sus apellidos en una inicial suficientemente alejada de la M de Martin; uno de ellos empezaba por B y el otro por Y, porque los funcionarios del departamento de pasaportes se dividían el trabajo por secciones alfabéticas. Su precaución garantizaba que sus tres solicitudes serían atendidas por tres empleados distintos, y nadie advertiría su posible similitud.

Miguel puso gran cuidado en no dejar sus huellas dactilares en los impresos que rellenó. Por eso había cogido cinco: los dos impresos de los extremos eran para aislarle de los demás y pensaba destruirlos posteriormente. Se había enterado de que nada borraba completamente las huellas digitales, ni siquiera una meticulosa limpieza; las nuevas técnicas de detección de huellas dactilares, la ninhidrina y el láser ion-argón, las revelaban.

Su siguiente paso fue acercarse a la ventanilla de caja.

Allí presentó las tres solicitudes, arreglándoselas para no tocar los impresos. El cajero le pidió cinco libras por cada certificado, que él pagó en efectivo. Le dijeron que los certificados de nacimiento estarían listos a los dos días.

Durante ese tiempo se agenció tres direcciones distintas.

Encontró en el Kelly's London Business Directory varias agencias administrativas situadas en calles de poca categoría, que se encargaban, entre otras funciones, de recibir y almacenar el correo de sus clientes. Acudió a la primera de ellas y dejó una fianza de cincuenta libras, al contado una vez más. Llevaba preparada una historia: que estaba iniciando un modesto negocio y todavía no podía permitirse montar un despacho ni pagar a una secretaria. Allí tampoco le hicieron preguntas. Repitió la operación en otras dos agencias, sin despertar en ellas la más mínima curiosidad. Ya disponía de tres direcciones distintas para sus solicitudes de pasaporte, que no conducían hasta él.

Después se hizo tres series de fotografías para el pasaporte en un fotomatón automático, cambiando levemente su apariencia en cada ocasión. Para una se puso un bigote y una barba postizos, para la segunda iba afeitado y con un peinado distinto y para la tercera se colocó unas gafas de gruesos cristales, bastante distintivas.

Al día siguiente fue a St. Catherine House a recoger los tres certificados de nacimiento. Como la vez anterior, nadie demostró el menor interés por averiguar para qué los quería.

Ya había conseguido los impresos de solicitud de pasaporte en una oficina de correos, procurando no dejar en ellos sus huellas dactilares, una vez más. Se puso unos guantes de goma para rellenarlos. En el recuadro del domicilio del solicitante escribió las direcciones de las tres agencias previamente contratadas.

Cada solicitud debía ir acompañada por dos fotos. Una de ellas, firmada por una «persona profesionalmente cualificada» como un médico, un ingeniero o un abogado, que identificara al solicitante, y declarando que le conocía desde hacía dos años por lo menos. Basándose en los consejos que le habían dado, Miguel falsificó las firmas y las declaraciones, distorsionando su caligrafía y con nombres y direcciones elegidos al azar en el listín de teléfonos de Londres. También se compró un juego de sellos de goma para dar mayor convicción a sus avalistas.

Pese a la advertencia del impreso respecto a que se verificaban las firmas, en realidad era algo que se hacía rara vez, y la probabilidad de que se descubriera una declaración falsa era remotísima. Había demasiadas solicitudes y faltaba personal, sencillamente.

Por último, Miguel manipuló las tres fotos de «identificación», las que llevaban la declaración firmada y, por lo tanto, no figurarían en los pasaportes que iba a solicitar, sino que permanecerían en los archivos del despacho de pasaportes. Con una esponja suave, les aplicó una solución muy rebajada de Domestos, una lejía de uso doméstico. Aquello le garantizaba que a los dos o tres meses, las fotografías del archivo se difuminarían y no quedaría foto alguna de Miguel, alias Dudley Martin o los otros dos nombres.

Después, Miguel echó al correo sus solicitudes, cada una con su giro postal de quince libras. Sabía que tardarían unas cuatro semanas, como mínimo, en tramitar los pasaportes y mandárselos. Era una tediosa espera, pero valía la pena en aras de la seguridad.

Durante su inactividad forzosa se envió a sí mismo varias cartas a las agencias que había contratado. Después, a los dos o tres días telefoneaba, preguntando si había correo para él. En caso afirmativo, decía que mandaría a un mensajero a recogerlo. Entonces reclutaba a algún joven desconocido por la calle, le daba unas libras por el recado y cuando éste regresaba, observaba cuidadosamente si le seguía alguien antes de acudir a su encuentro. Miguel pretendía recoger los pasaportes, cuando se los enviaran, por el mismo procedimiento.

Los tres pasaportes fueron llegando con pocos días de diferencia durante la quinta semana, y todos fueron recogidos sin tropiezos. Cuando tuvo el tercero en sus manos, Miguel sonrió: ¡Excelente! Utilizaría primero el pasaporte a nombre de Dudley Martin, reservándose los otros dos para más adelante.

Faltaba dar el último paso: comprar el billete de avión a los Estados Unidos. Miguel lo hizo ese mismo día.

Hasta 1988, los ciudadanos británicos necesitaban un visado para entrar en los Estados Unidos. En ese momento ya no hacía falta visado, siempre y cuando la visita no excediera de noventa días y el viajero tuviera billete de vuelta. Aunque Miguel no tenía la menor intención de utilizar su billete de vuelta y pensaba destruirlo posteriormente, su coste era una fruslería en comparación con los riesgos de otra escaramuza con la burocracia. Y en cuanto al límite de noventa días, le tenía completamente sin cuidado. Aunque no pensaba permanecer tanto tiempo en los Estados Unidos, cuando se fuera lo haría clandestinamente o con otra identidad, pero no con el pasaporte de Dudley Martin.

Las nuevas normas americanas sobre los visados habían encantado a Miguel. Una vez más, esos sistemas tolerantes eran una ventaja para sus fines.

A la mañana siguiente embarcó rumbo a Nueva York, aterrizó en el aeropuerto John F. Kennedy y pasó el control de pasaportes sin ninguna dificultad.


Una vez en Nueva York, Miguel se dirigió inmediatamente al distrito de Queens, donde residía una nutrida comunidad colombiana y un agente del cártel de Medellín le había preparado un piso franco.

«Little Colombia» se extendía entre las calles Sesenta y nueve y Ochenta y nueve, en Jackson Heights. Próspero centro de narcóticos, era una de las zonas más peligrosas y de mayor criminalidad de Nueva York, donde la violencia era endémica y el asesinato algo corriente. Los oficiales de policía uniformados rara vez se aventuraban por allí a solas, y ni siquiera en parejas osaban recorrerlo a pie cuando caía la noche.

La reputación del distrito no molestaba a Miguel en absoluto; de hecho la consideraba una protección mientras esbozaba sus planes, conseguía fondos por métodos ilícitos y reunía al pequeño equipo que iba a liderar. Los siete miembros del comando, incluido el propio Miguel, habían sido seleccionados en Bogotá.

Julio, en ese momento en misión de vigilancia, y Socorro, la única mujer del grupo, eran colombianos, agentes del cártel de Medellín infiltrados en el país en situación de reserva. Varios años atrás habían sido enviados a los Estados Unidos, en calidad de inmigrantes, con la sola instrucción de establecerse y esperar a que se requirieran sus servicios para alguna actividad relacionada con la droga o cualquier otro propósito criminal. Había llegado ese momento.

Julio era un especialista en comunicaciones. Durante su compás de espera, Socorro se había graduado como enfermera.

Socorro tenía una afiliación adicional. A través de unos amigos peruanos se había hecho simpatizante de la organización revolucionaria Sendero Luminoso, a la cual servía como agente en los Estados Unidos, a tiempo parcial. Tales implicaciones entre causas políticas y crimen organizado con fines crematísticos eran bastante frecuentes entre los latinoamericanos. En este caso y debido a su doble conexión, Socorro ejercía el papel de observadora para Sendero Luminoso.

Tres de los cuatro restantes eran colombianos y se hacían llamar Rafael, Luis y Carlos. Rafael era mecánico y muy habilidoso para todas las tareas manuales. Luis había sido elegido por su habilidad al volante; era un experto despistando persecuciones, sobre todo en la huida de los escenarios de los crímenes. Carlos era joven, listo y había organizado la vigilancia de las últimas cuatro semanas. Los tres hablaban inglés con soltura, y ya habían estado con anterioridad en los Estados Unidos varias veces. En esta ocasión habían llegado por separado, con pasaporte falso y nombre ficticio, y no se conocían entre sí. Tenían instrucciones de presentarse al mismo agente de Medellín que había recibido a Miguel, y luego de ponerse a las órdenes de éste.

El último miembro del equipo era un norteamericano llamado Baudelio. Miguel desconfiaba de Baudelio, aunque sus conocimientos y su experiencia eran esenciales para el éxito de su operación.


Miguel, en el centro provisional de operaciones del grupo colombiano, en Hackensack, tuvo un arranque de rabia al pensar en Baudelio, el americano renegado. Aquello aumentaba su irritación contra Julio por haber descuidado el uso del lenguaje cifrado durante su comunicación por radioteléfono desde el puesto de observación del domicilio de Sloane, en Larchmont. Sin soltar el receptor telefónico y dominando sus sentimientos personales, Miguel meditó su respuesta.

El informe de vigilancia se refería a un hombre de unos setenta y cinco años, que acababa de entrar en casa de Sloane hacía unos minutos, con una maleta y, según las imprudentes palabras de Julio, «como si fuera a quedarse».

Antes de salir de Bogotá, Miguel había recibido un amplio dosier, que no había difundido entre los demás miembros del grupo. Uno de los datos de su documentación era que Sloane tenía padre, y su descripción coincidía con la del recién llegado. Miguel reflexionó: el hecho de que el viejo fuera a visitar a su hijo y pensara quedarse una temporada representaba una contrariedad, pero nada más. Probablemente tendrían que matarle ese mismo día, pero ello tampoco constituía el menor problema.

Pulsando la tecla de transmisión, Miguel ordenó:

– No hay instrucciones respecto al paquete azul. Informadme sólo de los nuevos encargos.

Los «nuevos encargos» eran los posibles cambios en dicha situación.

– Bien -dijo Julio acusando brevemente recibo.

Después de cortar, Miguel consultó su reloj: casi las 7.45. Dentro de dos horas, los siete miembros de su comando estarían en sus puestos, listos para la acción. Todos sus movimientos habían sido meticulosamente planeados, adelantándose a cualquier eventualidad y con toda clase de precauciones. Cuando se iniciara la operación haría falta improvisar algunas cosas sobre la marcha, pero no muchas.

Y era imposible retrasarla. Otros movimientos, que debían coordinarse con los suyos, ya estaban en marcha del otro lado de la frontera.

9

Angus Sloane exhaló un suspiro de satisfacción, dejó la taza de café y se secó los labios y su bigote plateado con la servilleta.

– Afirmo rotundamente -declaró- que no se ha servido desayuno mejor que éste en todo el estado de Nueva York.

– Ni mejor ni con más colesterol -añadió su hijo, parapetado tras el New York Times al otro extremo de la mesa-. ¿No sabes que tantos huevos fritos son fatales para el corazón? ¿Cuántos te has tomado…? ¿Tres?

– ¿Qué más te da? -dijo Jessica-. Además, por unos cuantos huevos no te vas a arruinar, Crawf. Angus, ¿quieres otro?

– No, muchas gracias, Jessica -le contestó éste con una sonrisa bondadosa.

Angus, vivaz y angelical, acababa de cumplir setenta y tres años hacía una semana.

– Tres huevos no son demasiados -dijo Nicky-. En una película que he visto hace poco sobre una prisión del Sur, un preso se comía cincuenta huevos.

Crawford Sloane bajó el periódico para decir:

– Debe de ser la película que protagonizaba Paul Newman, titulada Dos hombres y un destino, que se estrenó en 1967. De todos modos, estoy seguro de que Newman no se comió todos esos huevos… Es un buen actor, y lo fingió de manera convincente.

– Una vez vino un vendedor de enciclopedias a domicilio -dijo Jessica-. Pretendía vendernos la Enciclopedia Británica. Yo le dije que ya teníamos una, de carne y hueso.

– ¿Y qué le voy a hacer yo -respondió su marido-, si algunas de las noticias con las que me paso la vida se me quedan en la cabeza? Aunque es una lotería. Nunca sabes qué cosas se te quedarán en la memoria y cuáles se perderán en el olvido…

Estaba toda la familia sentada en torno a la mesa del desayuno, en una habitación soleada y alegre, contigua a la cocina. Angus había llegado hacía media hora; había abrazado calurosamente a su nuera y su nieto y había estrechado la mano más formalmente a su hijo.

La tirantez que existía entre padre e hijo no era nada nuevo; a veces se convertía en algo irritante para Crawford. Se debía principalmente a sus divergencias de opinión y de valores. Angus nunca había acabado de conformarse con la relajación de las normas morales personales y generales que había aceptado la mayoría de los americanos a partir de los años sesenta. Angus creía fervientemente en «el honor, el deber y la patria»; más aún, sus compatriotas deberían seguir demostrando el patriotismo intransigente de la Segunda Guerra Mundial, el hito de la historia de Angus, que recordaba ad infinitum. Al mismo tiempo criticaba muchos de los fundamentos que su propio hijo aceptaba como algo normal y progresista en el desarrollo de su actividad periodística.

Por su lado, Crawford era intolerante con las ideas de su padre, que, según él, permanecía anclado en el pasado y se negaba a asumir el auge de conocimientos en todos los ámbitos -sobre todo el científico y el filosófico- de las cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Había otro factor más: la presunción de Crawford (aunque él no habría empleado esa palabra) de que el haber alcanzado la cumbre de su carrera hacía que sus opiniones sobre los asuntos del mundo y la condición humana fueran superiores a las de los demás.

Esa mañana volvía a surgir la evidencia de que el abismo que separaba a Crawford de su padre no había disminuido.

Como Angus había explicado en incontables ocasiones, y no dejaba de repetir, durante toda su vida le había gustado llegar a los sitios a primera hora de la mañana. Por eso había cogido el avión en Florida el día anterior, había pasado la noche en casa de un antiguo compañero del ejército que vivía cerca del aeropuerto de La Guardia y esa mañana, casi al amanecer, había tomado un autobús y luego un taxi hasta Larchmont.

Mientras su padre desarrollaba su discurso, Crawford había levantado los ojos al techo. Jessica, sonriente y asintiendo con la cabeza como si fuera la primera vez que oía tal explicación, había preparado a Angus su desayuno favorito -huevos con bacon- y para ellos tres, algo más ligero, copos de avena y cereales caseros.

– En cuanto a mi corazón y los huevos -dijo Angus, que algunas veces tardaba unos minutos en asimilar una observación y luego regresaba al tema-, me figuro que si sigue funcionando como hasta ahora, no tengo por qué preocuparme de ese rollo del colesterol. Además, mi corazón y yo hemos superado juntos bastantes crisis. Os podría contar unas cuantas.

Crawford Sloane bajó el periódico lo justo para que Jessica le viera los ojos y le lanzó una mirada de socorro: Cambia en seguida de tema, antes de que coja carrerilla y nos suelte otra batallita. Jessica se encogió de hombros casi imperceptiblemente, devolviéndole la pelota: Eso es problema tuyo.

Doblando el Times, Crawford Sloane intervino: -Ya tienen la cifra de víctimas del accidente de ayer en Dallas. Qué horror… Me imagino que seguiremos dando detalles durante toda la semana.

– Lo vi anoche por vuestra emisora -dijo Angus-. Lo dio ese compañero tuyo, Partridge. Me gusta ese tipo. Cuando manda esos reportajes del extranjero, sobre todo cuando se refieren a nuestros soldados, hace que me sienta orgulloso de ser norteamericano. Eso no lo consiguen todos tus colegas, Crawf.

– Siento decirte que has metido la pata, papá. Partridge no es estadounidense, es canadiense. Y además, tendrás que pasar una temporada sin verle. Se ha ido de vacaciones. -Luego le preguntó, con curiosidad-: ¿Quiénes son los que no te hacen sentirte orgulloso?

– Pues más o menos todos los demás. Es que vosotros, los informadores de televisión, tenéis una forma de denigrarlo todo, especialmente al gobierno, de discutir la autoridad, de intentar constantemente dejar en mal lugar al presidente… Es como si nadie pudiera volver a sentirse orgulloso de nada. ¿Nunca te ha preocupado?

Como Sloane no le contestaba, Jessica le dijo sotto voce:

– Tu padre te ha hecho una pregunta. Tienes que contestarle.

– Papá -dijo Sloane-, tú y yo hemos hablado de ello muchas veces, y creo que no hay manera de que nos pongamos de acuerdo. Lo que tú llamas «denigrarlo todo», en los servicios informativos lo consideramos una duda legítima, el derecho del público a estar informado. Desafiar a los políticos y los burócratas, poner en tela de juicio todo lo que dicen, se ha convertido en una función de los medios de comunicación… y, además, es positivo. De hecho, los gobernantes mienten y engañan; demócratas, republicanos, liberales, socialistas, conservadores… da igual. Una vez en la poltrona, todos lo hacen.

»Desde luego, los que investigamos las noticias algunas veces somos demasiado duros, nos pasamos de la raya… lo admito. Pero gracias a lo que hacemos sale a la luz mucha porquería, mucha hipocresía, y eso antes no se sabía. Así que gracias a ese ácido estilo informativo, del que ha sido pionera la televisión, nuestra sociedad es un poco mejor, está algo más limpia y los principios de esta nación más cerca de lo que deberían ser.

»Y en cuanto a los presidentes, papá, si algunos han quedado en mal lugar, cosa que ha sucedido en su gran mayoría, ha sido culpa de ellos… Oh, claro, nosotros hemos intervenido en el proceso de vez en cuando, porque somos escépticos, a veces cínicos y en general no nos creemos las pamplinas que sueltan los presidentes. Pero el engaño de los dirigentes, de todos los dirigentes, nos dan toda la razón para hacer lo que hacemos.

– A mí me gustaría que el presidente fuera de todos, no de un solo partido -intervino Nicky-. ¿No habría sido mejor que los autores de la constitución hubieran nombrado rey a Washington, y a Franklin o a Jefferson, presidente…? Así, los hijos de Washington y luego sus nietos y bisnietos habrían sido reyes y reinas, y ahora tendríamos un jefe de Estado de quien nos sentiríamos orgullosos, y un presidente a quien criticar, como los ingleses a su primer ministro…

– Ha sido una lástima para Norteamérica, Nicky -le dijo su padre-, que no asistieras tú a la convención constitucional para promover esa idea. A pesar de que los hijos de Washington eran adoptados, es más sensata que muchas de las cosas que han sucedido desde entonces.

Todos se echaron a reír; luego, recobrando la seriedad, Angus dijo:

– La crónica de mi guerra, la Segunda Guerra Mundial para ti, Nicky, fue muy distinta de las de hoy. Entonces teníamos la sensación de que quienes escribían sobre ella, o hablaban por la radio, estaban siempre de nuestro lado. Ahora ya no sucede siempre así.

– Era una guerra muy distinta -le dijo Crawford-, y una época muy distinta. Lo mismo que existen diferentes medios de comunicación, los conceptos también han cambiado. Muchos de nosotros hemos dejado de creer en «mi país, con razón o sin ella».

– Nunca pensé -se lamentó Angus- que un hijo mío llegara a decir una cosa así.

– Pues ya lo he dicho. -Sloane se encogió de hombros-. Los periodistas que deseamos una información veraz queremos estar seguros de que nuestro país tiene razón, que no nos está estafando quienquiera que nos dirija. La única manera de averiguar una cosa así es hacer preguntas directas y comprometedoras.

– ¿Crees que no se hacían preguntas directas en mi guerra?

– No lo suficiente -respondió Crawford.

Se calló un momento, preguntándose si debía seguir por ese camino, y decidió que sí.

– ¿No participaste tú en el primer bombardeo de B-17 sobre Schweinfurt?

– Sí. -Y volviéndose hacia Nicholas-: Eso estaba en el corazón de Alemania, Nicky. En aquella época un sitio muy poco apetecible.

– Me habías dicho -prosiguió Crawford, sin compasión- que vuestro objetivo era destruir las fábricas de cojinetes de Schweinfurt, que los encargados del ataque aéreo creíais que la falta de rodamientos paralizaría la maquinaria de guerra alemana.

– Eso fue lo que nos dijeron.

Angus asintió, sabiendo lo que se le avecinaba.

– Entonces, también sabrás que al terminar la guerra se descubrió que aquello no sirvió para nada. A pesar de aquel ataque y otros muchos, que costaron tantas vidas americanas, Alemania nunca se quedó sin rodamientos. La táctica y los planes fueron erróneos. Bueno, no quiero decir que la prensa de la época hubiera logrado detener aquel espantoso derroche. Pero en nuestros días, se harían preguntas; y no a posteriori, sino sobre la marcha, para que las indagaciones y la opinión pública frenaran y tal vez restringieran la pérdida de vidas humanas.

Mientras su hijo iba hablando, la cara del anciano se contraía con los recuerdos y el dolor. Ante la mirada de los demás, pareció encogerse, hundirse en su interior, envejecer de repente.

– En Schweinfurt -dijo con voz temblorosa- perdimos cincuenta B-17. Cada aparato llevaba a diez hombres. Eso suma quinientos aviadores en un solo día. Y aquella semana de octubre del 43, perdimos otros ochenta y ocho B-17… casi novecientas almas -su voz se redujo a un murmullo-: Yo estuve allí. Lo peor de todo, a la vuelta, era acostarse entre todas aquellas camas vacías… de los chicos que no regresaron. Durante aquella semana y las siguientes, me despertaba por la noche y al mirar a mi alrededor, me preguntaba: ¿Por qué yo? ¿Por qué he vuelto yo y tantísimos no?

Sus palabras tuvieron un efecto saludable y conmovedor, y Sloane deseó no haber hablado, no haber intentado medirse con su padre en ese debate.

– Lo siento, papá -le dijo-. No me daba cuenta de que estaba abriendo una vieja y dolorosa herida.

– Eran unos tíos fantásticos. Tantos hombres… Tantos amigos míos… -continuó Angus como si no le hubiera oído.

– Dejémoslo -dijo Sloane, meneando la cabeza-. Repito que lo lamento…

– Abuelo -dijo Nicky, que lo había escuchado todo con atención-, cuando estuviste en la guerra haciendo todas esas cosas, ¿no pasabas miedo?

– ¡Dios mío, Nicky! ¿Miedo? Estaba aterrorizado. Cuando los antiaéreos estallaban a tu alrededor, y te lanzaban aquellos trozos de metralla como cuchillos que te podían cortar a rebanadas… cuando se te acercaba el enjambre de bombarderos alemanes, disparando toda su artillería, ametrallándonos, siempre pensabas que te apuntaban justo a ti… cuando otros B-17 caían, a veces en llamas, en terribles picados, sabías que sus tripulantes no tendrían tiempo de abrir los paracaídas… y todo a 27.000 pies, con un aire tan frío y cortante que, si sudabas de miedo, se te congelaba el sudor, y apenas podías respirar, ni siquiera con las mascarillas de oxígeno. Bueno, se me salía el corazón por la boca y, algunas veces, los huevos.

Angus hizo una pausa. Se hizo el silencio en el pequeño comedor; aquello era distinto de sus recuerdos habituales. Después continuó, hablando sólo para Nicky, que estaba prendido de sus palabras, como si existiera una comunión entre ellos dos, el anciano y el niño.

– Voy a confesarte una cosa, Nicky… No se lo había dicho a nadie… Jamás en la vida. Una vez pasé tanto miedo que… -paseó la mirada en torno, como en busca de comprensión-… pasé tanto miedo que me ensucié los pantalones.

– ¿Y entonces qué hiciste? -le preguntó el niño.

Jessica, sintiendo embarazo por Angus, estuvo a punto de intervenir, pero Crawford la detuvo con un gesto.

La voz del anciano recobró firmeza. Visiblemente, recuperó parte de su orgullo.

– ¿Qué iba a hacer? No me gustaba, pero estaba allí, así que llevé a cabo mi tarea. Yo era el artillero del grupo. Cuando el comandante del escuadrón, que era nuestro piloto, puso el aparato a la velocidad y el rumbo de fuego, me dijo por el intercomunicador: «Es todo tuyo, Angus. Cómetelo». Bueno, yo estaba acostado sobre el visor de bombardeo, y me preparé con toda calma. Durante esos minutos, Nicky, el artillero pilotaba el avión. Apunté el objetivo exactamente en el retículo, y solté las bombas. Era la señal para que todo el escuadrón soltara las suyas.

»Así que, Nicky -prosiguió Angus-, no es ningún pecado morirse de miedo. Puede pasarle al más pintado. Lo importante es aguantar, no perder el control y hacer lo que uno considera su deber.

– Sí, abuelo -dijo Nicky muy serio.

Crawford se preguntó qué habría llegado a comprender su hijo. Probablemente, casi todo. Nicky era despierto y sensible. Crawford se preguntó también si él se había tomado la molestia alguna vez, en el pasado, de comprender a su padre tanto como debía.

Consultó el reloj. Tenía que marcharse. Normalmente llegaba a la CBA a las 10.30, pero ese día quería llegar más temprano: pensaba hablar con el jefe del departamento acerca del cese de Chuck Insen como director de realización de la última edición nacional de noticias. El recuerdo de su roce con Insen de la víspera todavía le escocía, y Sloane estaba más decidido que nunca a conseguir que cambiara el proceso de selección de noticias.

Se levantó de la mesa, se disculpó y subió a terminar de vestirse.

Escogió una corbata -la que llevaría esa noche ante las cámaras- y se hizo cuidadosamente el nudo, pensando en su padre e imaginando las escenas que éste había descrito cuando volaba sobre Schweinfurt o cualquier otra parte. Angus tendría entonces veinte y pocos años, la mitad de la edad actual de Crawford, sólo un muchacho que apenas había vivido, aterrorizado ante la perspectiva de la muerte, una muerte probablemente horrible. Desde luego, Crawford nunca había vivido nada comparable, ni siquiera durante sus años de reportero en Vietnam.

De repente tuvo una aguda conciencia de todo lo que no había entendido hasta entonces, a nivel afectivo o profundo.

Crawford pensó que el problema radicaba en que estaba tan inmerso profesionalmente en las noticias recientes de cada día, que tendía a despreciar las noticias de otras épocas, como la historia, considerándolas intrascendentes para el presente acuciante y bullente. Esa forma de pensar era fruto de su profesión; la había advertido en algunos compañeros suyos. Pero las noticias del pasado no eran intrascendentes, ni lo serían nunca, para su padre.

Crawford estaba bien informado. Había leído un libro acerca del ataque aéreo de Schweinfurt, Black Thursday. Su autor, Martin Caidin, comparaba ese ataque con las «batallas inmortales de Gettysburg, St. Mihiel y Argonne, Midway, Bulge y Pork Chop Hill».

Crawford recordó que su padre había formado parte de aquella larga saga. Nunca lo había considerado desde esa perspectiva.

Se puso la americana, se inspeccionó ante el espejo y luego, satisfecho de su aspecto, bajó a la planta baja.

Se despidió de Jessica y de Nicky y después se acercó a su padre y le dijo en voz baja:

– Levántate.

Angus se quedó desconcertado. Crawford se lo repitió:

– Levántate.

Angus se levantó despacio, apartando su silla. Instintivamente, como le ocurría tantas veces, adoptó la posición de «firmes».

Crawford se aproximó a su padre, le rodeó con sus brazos, estrechó la presión y luego le besó en las dos mejillas.

El anciano pareció sorprendido y nervioso:

– ¡Oye! ¡Oye! ¿Qué es esto?

– Que te queremos mucho, viejo gruñón -le dijo Crawford mirándole a los ojos.

Al llegar a la puerta, antes de salir, se volvió. En la cara de Angus brillaba una sonrisita seráfica. Jessica tenía los ojos húmedos. Y Nicky resplandecía.

La pareja de vigilancia -Carlos y Julio- se sorprendió al ver a Crawford Sloane salir de su casa en el coche antes de lo habitual. Informaron inmediatamente del hecho a su líder, Miguel, en clave.

En ese momento, Miguel había abandonado el centro de operaciones de Hackensack con los otros, en una furgoneta Nissan de pasajeros equipada con radioteléfono, y estaba cruzando el puente George Washington que comunica Nueva Jersey con Nueva York.

Miguel no se inmutó. Les dio la orden, siempre en clave, de que los planes previstos seguían en marcha y que adelantarían la hora de su ejecución si era necesario. Reflexionaba, seguro de sí mismo: lo que iban a hacer era algo totalmente inesperado; demolía toda lógica. Y poco después levantaría una frenética pregunta: ¿Por qué?

10

Aproximadamente a la misma hora en que Crawford Sloane salía de su casa de Larchmont en dirección a las oficinas de la CBA, Harry Partridge se despertaba en Canadá, en Port Credit, cerca de Toronto. Había dormido profundamente y de momento se preguntó dónde estaba. Era una experiencia frecuente, porque estaba acostumbrado a despertarse en lugares muy diversos.

Mientras sus pensamientos se organizaban, advirtió el entorno familiar de un dormitorio y supo que si se sentaba en la cama -cosa que no le apetecía todavía- vería por la ventana la inmensa extensión del lago Ontario.

Estaba en el apartamento que utilizaba como base, como retiro, y la naturaleza nómada de su trabajo significaba que sólo pasaba allí breves temporadas cada año. Y aunque guardaba en él sus escasas pertenencias -ropa, libros, fotografías enmarcadas y un puñado de recuerdos de otras épocas y lugares-, el apartamento no estaba inscrito a su nombre. Según la tarjeta que había junto al timbre del vestíbulo, seis pisos más abajo, la inquilina oficial era V. Williams (la V era de Vivien), que residía allí permanentemente.

Cada mes, desde donde estuviera, Partridge enviaba a Vivien un cheque suficiente para pagar el alquiler del apartamento y, a cambio, ella vivía en él y le cuidaba su guarida. El arreglo, que tenía otras disposiciones que incluían relaciones sexuales fortuitas, convenía a ambos.

Vivien era enfermera y trabajaba en el hospital de Queensway, no muy lejos de allí, y en ese momento Partridge la oía trajinar por la cocina. Según todas las probabilidades, estaba preparando té, pues sabía que le gustaba el té por la mañana y no tardaría en traérselo. Mientras tanto, él dejó vagar sus pensamientos hasta los sucesos de la víspera y su viaje desde Dallas hasta el aeropuerto internacional de Pearson, en Toronto…

La experiencia del aeropuerto de Dallas-Fort Worth había sido una tarea profesional cogida al vuelo. Lo que Partridge había hecho formaba parte de su trabajo, trabajo que la CBA le pagaba generosamente. Sin embargo, al pensar en ello la noche anterior y luego de nuevo esa mañana, Partridge era consciente de la tragedia que subyacía bajo la superficie de la noticia. Según los últimos informes que había oído, más de setenta pasajeros del aparato de Muskegon Airlines habían perdido la vida, además de los heridos graves, y habían muerto los seis pasajeros de la avioneta que chocó en el aire con el Airbus. Sabía que, en ese momento, muchas familias afectadas y sus amigos estaban luchando, entre lágrimas, por asumir su brusca pérdida.

Ese pensamiento le recordó que algunas veces le habría gustado llorar a él también, compartir el llanto de los demás, por las cosas que había presenciado durante su carrera profesional, incluyendo quizás la tragedia de la víspera. Pero nunca había podido… excepto en una ocasión, la única, que Harry ahuyentaba de su mente en cuanto su memoria la sacaba a la superficie. Lo que sí recordaba era la primera vez que se planteó su aparente incapacidad para llorar.


En los primeros años de su carrera periodística, Harry Partridge se hallaba en Gran Bretaña cuando se produjo una tragedia en Gales. Sucedió en Aberfan, un pueblo minero, donde un desprendimiento de escoria sepultó una escuela. Murieron ciento dieciséis niños.

Partridge llegó al escenario de la tragedia poco después del desastre, a tiempo para ver el rescate de los cadáveres. Debían limpiar con mangueras cada patético cuerpecito, cubierto de lodo negro y apestoso, antes de colocarlos en unos carros para su identificación.

A su alrededor, contemplando la misma escena, los otros reporteros, los fotógrafos, la policía, los espectadores, lloraban a lágrima viva. Partridge había deseado llorar también, pero no lo consiguió. Horrorizado, pero con los ojos secos, había realizado su reportaje y se había marchado.

Desde entonces había presenciado innumerables escenas merecedoras de llanto, pero nunca había derramado una sola lágrima.

¿Tendría alguna deficiencia, alguna frialdad interior? Una vez le formuló esa pregunta a una amiga suya, psiquiatra, después de irse de copas y pasar la noche juntos.

– No te pasa nada malo -le contestó ella-, si no, no te preocuparía lo suficiente como para hacerme la pregunta. Lo que tienes es un mecanismo de defensa que despersonaliza lo que sientes. Lo almacenas todo y sepultas tus emociones en tu interior… Algún día aflorarán, estallará todo hacia fuera y llorarás. ¡Llorarás a mares…!


Pues bien, su erudita compañera de cama había tenido razón, y ese día llegó… Pero no quería pensar en ello, y ahuyentó esa imagen justo cuando Vivien entraba en su habitación con la bandeja del desayuno.

Era una mujer en la cuarentena, de rasgos angulares y fuertes y pelo negro y liso, entreverado de gris. No era una belleza, ni siquiera guapa, pero era cariñosa, generosa y tenía muy buen carácter. Vivien se había quedado viuda antes de conocer a Partridge y, según había ido advirtiendo, su matrimonio no había sido feliz, aunque ella apenas hablaba de ello. Tenía una hija en Vancouver, que iba a verla algunas veces, pero nunca cuando esperaba a Partridge.

Harry apreciaba mucho a Vivien, aunque no estaba enamorado de ella y ya la conocía lo suficiente como para saber que nunca se enamoraría. Él sospechaba que Vivien sí estaba enamorada de él y le querría más aún si él le daba pie. Pero ella aceptaba la relación tal y como estaba.

Mientras Harry se tomaba el té, Vivien le observaba con curiosidad, notando que su larguirucha figura estaba más flaca de lo que debería; además, a pesar del aspecto juvenil que seguía teniendo, su cara mostraba signos de cansancio y tensión. Su rebelde flequillo rubio, mucho más gris, necesitaba un repaso de tijeras.

– Bien, ¿cuál es el veredicto? -le preguntó Partridge, consciente de su inspección.

– ¡Pero si no hay más que verte! -dijo ella meneando la cabeza con fingida desesperación-. Te despido sano y en forma. Dos meses y medio después vuelves cansado, pálido y subalimentado.

– Ya lo sé, Viv. -Hizo una mueca-. Es la vida que llevo. Demasiadas tensiones, horarios fatales, comida asquerosa y alcohol. -Y tras una sonrisa-: Así que aquí estoy, hecho un desastre, como siempre. ¿Qué puedes hacer por mí?

– En primer lugar -dijo ella con una mezcla de afecto y firmeza-, te voy a dar un buen desayuno como Dios manda. No hace falta que te levantes, te lo traeré a la cama. En cuanto a las otras comidas, te daré cosas nutritivas como pescado y aves, verduras, fruta fresca. En cuanto desayunes, te pienso arreglar el pelo. Después te voy a llevar a la sauna y a que te den un masaje: ya tengo hora.

– ¡Me encanta! -exclamó Partridge tumbándose en la cama y desperezándose.

– Mañana -siguió Vivien-, supongo que te apetecerá ir a ver a tus viejos colegas de la CBC… como siempre. Pero para la noche tengo entradas para un concierto de Mozart en el Roy Thompson Hall de Toronto. La música te dejará como nuevo, sé que te encanta. Y por lo demás, puedes descansar o hacer lo que te apetezca. -Se encogió de hombros-. Tal vez, entre otras cosas, te den ganas de hacer el amor. Anoche lo intentaste, pero estabas demasiado cansado, te quedaste dormido.

Por un momento, Partridge sintió más gratitud por Vivien que nunca en su vida. Era como una roca, un refugio sólido. La víspera, cuando llegó por fin su vuelo al aeropuerto de Toronto, a altas horas de la noche, ella le estaba esperando y le había traído a casa.

– ¿No tienes que trabajar? -le preguntó él.

– Tenía pendientes varios días de vacaciones. He conseguido que me los den a partir de hoy. Otra de las enfermeras me sustituye.

– Viv -le dijo-, vales tu peso en oro.


Cuando Vivien se fue a prepararle el desayuno, los pensamientos de Partridge volvieron al día anterior.

Crawford Sloane le había telefoneado para felicitarle… Habían tenido que buscarle por todo el aeropuerto de Dallas-Fort Worth.

La voz de Crawf sonaba tensa, como casi siempre que hablaba con él. Algunas veces, Partridge tenía ganas de decirle: «Mira, Crawf, si crees que te guardo algún rencor por lo de Jessica, tu puesto en la compañía o lo que sea, ¡olvídalo! Nunca te lo he echado en cara, y menos ahora». Pero sabía que un comentario de esa índole daría todavía más tirantez a su relación, y Crawf probablemente no le creería, de todos modos.

Partridge sabía que en Vietnam Sloane nunca se alejaba mucho de Saigón para aparecer todo lo posible en los informativos de la CBA. Pero entonces no le había importado, y seguía sin importarle. Él tenía sus propias prioridades. Una de ellas podría incluso denominarse adicción… la adicción a las imágenes y los sonidos de la guerra.

La guerra… la sangrienta confusión de la batalla… el estruendo y los fogonazos de la artillería pesada, el penetrante silbido y el horripilante estallido de las bombas que caían… el tableteo estentóreo de las ametralladoras, sin saber quién disparaba, a quién ni desde dónde… la emoción casi sensual de saberse atacado, a pesar de estar temblando de miedo… todo aquello fascinaba a Partridge, descargaba su adrenalina, hacía latir su sangre en las venas.

Descubrió esa sensación en Vietnam, su experiencia de iniciación a la guerra. Y la llevaba dentro desde entonces. Se había dicho más de una vez: Te gusta, admítelo. Y luego lo había reconocido: Sí, me gusta, y hay que ser un estúpido hijo de puta.

Estúpido o no, nunca había puesto objeciones cuando la CBA le mandaba al frente. Partridge sabía que sus colegas le llamaban «el guerrillero», el nombre levemente despectivo de los corresponsales de televisión adictos a la guerra. Una adicción, se decía, peor que la de la heroína o la cocaína, y con un desenlace previsiblemente casi tan fatal.

Pero en el cuartel general de informativos de la CBA también se sabía -y eso era lo más importante- que para esa clase de reportajes, Harry Partridge era el mejor.

Por lo tanto, a él no le había inquietado en exceso que Sloane ganara la butaca de presentador de Últimas Noticias. Como todo corresponsal, Partridge había hecho sus cábalas respecto a ocupar ese cargo cumbre, pero cuando se lo dieron a Sloane, Partridge estaba disfrutando tanto que no le importó.

Sin embargo, curiosamente, el tema del puesto de presentador había salido a discusión no hacía mucho tiempo, cuando menos lo esperaba. Hacía dos semanas, Chuck Insen, el director de realización, tras avisarle de que aquélla era «una conversación confidencial muy delicada», había confiado a Partridge que cabía la posibilidad de que se produjeran cambios de importancia en el telediario nacional.

– En tal caso -le preguntó Insen-, ¿te interesaría volver del frente y sentarte ante las cámaras? Serías un presentador cojonudo.

Partridge se había quedado tan sorprendido que no había sabido qué responderle.

– No tienes que contestarme ahora mismo -le había dicho Insen-. Sólo quiero que lo pienses por si te lo planteo más adelante.

Posteriormente, y a través de sus contactos internos, Partridge se había enterado de la lucha por el poder en curso entre Chuck Insen y Crawford Sloane. Pero aun en caso de que venciera Insen, lo cual le parecía improbable, Partridge dudaba que el trabajo de presentador permanente le gustara, o que fuera capaz de soportarlo siquiera. Sobre todo, se decía irónicamente, mientras siguieran llamándole los tiroteos desde tantas partes del globo.

Inevitablemente, cuando pensaba en Crawford Sloane por cosas personales, siempre emergía el recuerdo de Jessica, aunque no era más que un recuerdo, porque ya no había nada entre ellos dos, ni siquiera una relación esporádica, y apenas coincidían… tal vez una o dos veces al año, en reuniones sociales. Partridge nunca había culpado a Sloane de la pérdida de Jessica, y reconocía que su propia convicción, equivocada, había sido la causa. Cuando podía haberse casado con ella, Partridge decidió que no y Sloane simplemente se presentó, demostrando ser el más listo de los dos, con mejor sentido de los valores en aquella época…

Vivien reapareció en su dormitorio con un desayuno pantagruélico. Como había prometido, era una alimentación muy sana: zumo de naranja natural, un porridge caliente muy espeso con azúcar moreno y leche, seguido por unos huevos escalfados sobre una tostada de pan integral, café bien cargado recién molido y más tostadas con miel de Alberta.

El detalle de la miel emocionó especialmente a Partridge. Le recordó -y tal era su propósito- su lugar de nacimiento, donde había dado los primeros pasos como periodista en la emisora de radio local. Recordó que le había contado a Vivien su trabajo en las famosas cadenas 20 por 20: es decir, veinte minutos de rock-and-roll, la programación principal, intercalados con cuatro o cinco noticias telegráficas sacadas del teletipo de la Associated Press. El joven Harry Partridge se encargaba de recitar estas últimas. Sonrió con los recuerdos: parecía todo tan lejano…

Después de desayunar, vagó un poco por el apartamento y observó:

– Esto se está poniendo muy desastrado. Necesita una mano de pintura y algunos muebles nuevos.

– Ya lo sé -reconoció Vivien-. He hablado con los dueños del edificio sobre lo de la pintura. Pero dicen que el apartamento no les da para gastar ni un céntimo.

– ¡Joder! Hazlo por tu cuenta. Busca un pintor y encárgale lo que haga falta. Te dejaré dinero antes de irme.

– Tú siempre tan generoso… Por cierto, ¿sigues con ese chanchullo maravilloso para no pagar el impuesto sobre la renta?

– Pues claro -sonrió Partridge.

– ¿Y eso vale para todo el mundo y en cualquier parte?

– No, no para todo el mundo, pero es perfectamente legal y honrado. Yo no hago declaración de renta, no tengo que hacerla. Me ahorro un montón de tiempo y de dinero.

– Nunca he entendido cómo te las apañas.

– No me importa explicártelo -le dijo él-, aunque normalmente no hablo de ello. La gente que tiene que pagar ese impuesto se muere de envidia, porque a la desgracia no le gusta estar sola.

El factor crucial, le explicó, era ser ciudadano canadiense, utilizar pasaporte canadiense y trabajar en el extranjero.

– Lo que no entiende mucha gente es que los Estados Unidos son la única nación desarrollada del mundo que grava a sus ciudadanos vivan donde vivan. Los americanos residentes en el extranjero pagan también sus impuestos al Tío Sam. En Canadá se funciona de otra manera. Los canadienses que salen del país no están sujetos a los impuestos canadienses, y una vez le demuestras a Hacienda que vives fuera, dejan de tener interés en ti. Y a los británicos les pasa lo mismo.

»En cuanto a mí -prosiguió-, la CBA me ingresa todos los meses el salario en mi cuenta corriente del Chase Manhattan de Nueva York. Yo lo transfiero desde allí a otros países: las Bahamas, Singapur, las islas Anglonormandas, donde mis ahorros producen intereses totalmente libres de impuestos.

– ¿Y qué pasa con los impuestos de los países en los que trabajas?

– Como corresponsal de televisión nunca me quedo en un sitio el tiempo suficiente para tener que contribuir. Eso incluye también a los Estados Unidos, siempre y cuando no pase allí más de ciento veinte días al año, y puedes estar segura de que nunca me quedo tanto tiempo. Y en cuanto a Canadá, aquí no tengo domicilio propio, ni siquiera éste. Ésta es tu casa, Viv, como ambos sabemos.

»Lo importante -añadió Partridge- es no hacer trampas. Defraudar al fisco no es sólo ilegal, es una estupidez, y no merece la pena correr ese riesgo. Eludirlo es otra cosa… -Se interrumpió-. ¡Espera! Te voy a enseñar una cosa.

Partridge sacó de una cartera un recorte de prensa muy sobado.

– Es de una decisión de 1934, de uno de los más importantes juristas americanos. Ha sido utilizada por otros jueces en muchas ocasiones. -Y leyó en voz alta-: Cualquiera puede arreglar sus asuntos de forma que sus impuestos resulten lo más bajos posible: nadie está obligado a elegir la fórmula que otorgue más dinero al Tesoro público; ni siquiera es un deber patriótico incrementar los impuestos personales.

– Comprendo por qué te envidia la gente -dijo Vivien-. ¿Hay muchos compañeros tuyos de la televisión que hacen lo mismo?

– Te sorprendería su número. Las ventajas fiscales son una de las razones por las que los canadienses deciden trabajar en el extranjero para las cadenas estadounidenses.

Aunque no las mencionó, había otras razones, que incluían los sueldos de las emisoras de televisión norteamericanas, que eran sustancialmente más altos. Pero había algo más importante aún: trabajar para una de ellas era el colmo del prestigio y significaba moverse por los entresijos de los asuntos del mundo.

Por su parte, las cadenas de televisión norteamericanas estaban encantadas con sus corresponsales canadienses, que llegaban bien entrenados desde la CBC y la CTV. También sabían que a los espectadores americanos les gustaba el acento canadiense; era una de las razones de la popularidad de muchas de las nuevas figuras: Peter Jennings, Robert MacNeil, Morley Safer, Allen Pizzery, Barrie Dunsmore, Peter Kent, John Blackstone, Hilary Bowker, Harry Partridge y otros.

Continuando su vagabundeo por el apartamento, Partridge vio sobre un aparador las entradas para el concierto de Mozart del día siguiente. Sabía que le gustaría y le agradeció una vez más a Vivien que recordara sus preferencias.

Partridge estaba encantado con las tres semanas de vacaciones, de descanso y ocio que tenía por delante… o eso creía él.

11

Jessica iba a la compra todos los jueves por la mañana y no pensaba alterar su rutina ese día. Al enterarse, Angus se ofreció a acompañarla. Nicky, que estaba en casa porque no había clase ese día, quiso ir también para estar con su abuelo.

– ¿No tienes que practicar un poco el piano? -le preguntó su madre, vacilando en darle permiso.

– Sí, mamá. Pero puedo hacerlo más tarde, me sobra tiempo.

Sabiendo que Nicky era muy concienzudo con sus ejercicios y algunas veces practicaba hasta seis horas diarias, Jessica no opuso objeción.

Salieron los tres de la casa de Park Avenue en el Volvo familiar de Jessica cerca de las once, una hora y cuarto después que Crawford. Hacía una mañana preciosa y los árboles lucían sus colores otoñales mientras el sol reverberaba en el estrecho de Long Island.

La asistenta de los Sloane, Florence, ya había llegado a trabajar y contempló cómo se marchaban por una ventana. También vio que un coche aparcado en una calle adyacente arrancaba y tomaba la misma dirección que el Volvo. En ese momento no concedió mayor atención al segundo vehículo.

La primera escala de Jessica fue, como siempre, el supermercado Grand Union, de Chatsworth Avenue. Metió el coche en el aparcamiento del supermercado y luego entraron los tres.

Los colombianos Julio y Carlos observaron sus movimientos desde el Chevrolet Celebrity que había seguido al Volvo a discreta distancia. Carlos, que ya había notificado su partida de la casa, hizo otra llamada por el radioteléfono, anunciando que «los tres paquetes estaban en el contenedor número uno».

En esa ocasión, Julio llevaba el volante y no penetró en el aparcamiento del supermercado, sino que se quedó observando desde la misma calle. Siguiendo las instrucciones que Miguel le había dado previamente, Carlos se apeó del Chevrolet y se dirigió a pie a una posición más próxima al supermercado. A diferencia de los otros días, en que llevaba un atuendo más informal, se había puesto un traje marrón y corbata. Cuando Carlos ocupó su puesto, Julio se llevó el Chevrolet, por si había sido advertido, al refugio del centro de operaciones de Hackensack.


Cuando recibió el primero de los dos mensajes telefónicos, Miguel se hallaba en la furgoneta Nissan de pasajeros, aparcada cerca de la estación de ferrocarril de New Haven de Larchmont. La furgoneta no llamaba la atención en el aparcamiento, rodeada por los vehículos de quienes preferían desplazarse a Nueva York en tren. Con Miguel estaban Luis, Rafael y Baudelio, aunque los cuatro resultaban muy poco visibles, porque las ventanillas traseras estaban cubiertas por una fina lámina de plástico oscuro. Luis ocupaba el asiento del conductor, por su habilidad al volante.

Cuando supieron que eran tres los que habían abandonado la casa, Rafael exclamó:

¡Ay! Eso significa que les acompaña el viejo*. Eso nos fastidia los planes.

– Bueno, entonces nos cepillamos al pedorro -dijo Luis, tocándose un bulto en su chaqueta de ante-. Con una bala bastará.

– Tú sigue las órdenes que tienes -le espetó Miguel-. Y no hagas nada sin mi permiso.

Era consciente de que Rafael y Luis estaban permanentemente dispuestos a estallar, como un rescoldo a punto de lanzar furiosas llamaradas. Rafael, de constitución fornida, había sido boxeador profesional durante una temporada y exhibía unas cuantas cicatrices. Luis había estado en el ejército colombiano, una escuela de duros. Acaso llegara el momento en que la agresividad de esos dos hombres resultara útil, pero entretanto había que tenerla a raya.

Miguel ya estaba considerando la complicación del tercer implicado. Hasta ese momento, su elaborado plan incluía sólo a la esposa y el hijo de Sloane. Ellos, y no Crawford Sloane, habían sido desde el principio el objetivo de Sendero Luminoso y el cártel de Medellín. Debían secuestrarlos y retenerlos como rehenes para lograr unas exigencias sin especificar.

Pero la cuestión inmediata era qué hacer con el viejo. Matarle, como había sugerido Luis, sería fácil, pero eso podría acarrearles otros problemas. Probablemente, Miguel no determinaría nada hasta el momento crucial, que no tardaría en producirse.

– Conforme. ¡Vamos!

Luis puso en marcha la furgoneta Nissan. Su siguiente parada, a media docena de manzanas de allí, sería el aparcamiento del supermercado.

Mientras se encaminaban hacia allá, Miguel volvió la cabeza para observar a Baudelio, el norteamericano del grupo, que seguía siendo su fuente de preocupación.

Baudelio era un nombre supuesto, elegido por sus superiores. El hombre tenía bien cumplida la cincuentena, pero aparentaba tener veinte años más. Demacrado, con la cara chupada, la piel cetrina y un ralo bigote gris bastante desaliñado, parecía un espectro. Era médico, había ejercido en Boston como especialista en anestesiología, y también alcohólico. Seguía siendo alcohólico, pero ya no ejercía como médico, al menos oficialmente. Diez años atrás le habían revocado para siempre su licencia para el ejercicio de la medicina, porque, bajo los efectos del alcohol, se había excedido con la anestesia de un paciente que iba a sufrir una intervención quirúrgica. Había tenido fallos similares con anterioridad y sus colegas siempre le habían protegido, pero, en aquella ocasión, había costado la vida del paciente y no se podía pasar por alto.

Este hecho cortó su futuro en los Estados Unidos; tampoco tenía vínculos familiares ni hijos. Su esposa le había abandonado hacía unos años. Él había visitado Colombia varias veces y decidió instalarse allí. Al cabo de un tiempo descubrió que podía utilizar su experiencia profesional con propósitos turbios, e incluso criminales, si no formulaba preguntas. No estaba en situación de hacer remilgos y aceptaba cualquier tarea que le propusieran. A pesar de todo, logró mantenerse al día en su especialidad leyendo publicaciones médicas. Precisamente por eso había sido elegido para ese trabajo por el cártel de Medellín, que ya le había requerido en otras ocasiones.

Miguel fue informado de todos esos antecedentes, con la advertencia de que, mientras durara la misión, había que privar a Baudelio de toda clase de alcohol. Para reforzar la prohibición le darían píldoras de Antabuse, a razón de una diaria. Después de ingerir esa droga, cualquiera que probara una gota de alcohol se sentiría muy mal, y Baudelio estaba al tanto de dicho efecto.

Como era bastante frecuente que los alcohólicos hicieran trampa y escupieran la píldora en secreto, Miguel debía asegurarse de que Baudelio ingería todos los días su dosis. Miguel llevaba a cabo esas instrucciones de mala gana. En el escaso tiempo de que disponían, tenía multitud de responsabilidades y preferiría haber evitado la de «ama de cría».

Además, una vez al corriente de las debilidades de Baudelio, Miguel decidió no confiarle un arma de fuego. Era el único miembro del grupo que no iba armado.

– ¿Estás preparado? -preguntó Miguel a Baudelio, mirándole con recelo-. ¿Has entendido todo lo que tienes que hacer?

El ex médico asintió. Recobró brevemente un vestigio de orgullo profesional.

– Sé con exactitud lo que hay que hacer -le contestó éste, mirándole directamente a los ojos-. Cuando llegue el momento puedes confiar en mí y concentrarte en tu propio cometido.

No del todo convencido, Miguel se volvió. Tenían el supermercado Grand Union justo delante.

Carlos vio llegar la furgoneta Nissan de pasajeros. El aparcamiento no estaba demasiado lleno y la Nissan aparcó en una plaza libre justo al lado del Volvo familiar de Jessica. Cuando Carlos les vio aparcar se dirigió al interior del supermercado.


Jessica dijo a Angus, señalando el carrito del supermercado a medio llenar:

– Si te apetece alguna cosa en especial, no tienes más que cogerla.

– Al abuelo le gusta el caviar -dijo Nicky.

– Debería haberme acordado -dijo Jessica-. Vamos a coger un tarro.

Se dirigieron a la sección gastronómica, donde descubrieron una oferta especial con surtidos de caviar. Angus fue inspeccionando los precios y dijo:

– Es carísimo.

– ¿Tienes idea del dinero que gana tu hijo? -le preguntó Jessica en voz baja.

– Bueno -sonrió el anciano, bajando también la voz-, he leído en alguna parte que cerca de tres millones de dólares al año.

– El cerca es correcto -rió Jessica, encantada con la compañía de Angus-. Vamos a coger un poco.

Señaló una lata de caviar Beluga de doscientos gramos en una vitrina cerrada, que ostentaba el precio de 199,95 dólares.

– Esta noche nos lo tomaremos de aperitivo antes de la cena.

Justo en ese momento, Jessica advirtió a un hombre joven, delgado y bien vestido, acercándose a otra dienta, no muy lejos de ella. Parecía que le hacía una pregunta. La mujer meneó la cabeza. El joven se dirigió a otra señora. De nuevo, como si le hiciera una pregunta y una respuesta negativa. Con una pizca de curiosidad, Jessica contempló al hombre acercarse a ella.

– Disculpe, señora -dijo Carlos-. Estoy intentando localizar a una persona.

No había perdido a Jessica de vista, pero no se había dirigido hacia ella en primer lugar deliberadamente; en cambio, había dejado que ésta le viera hablando con los otros clientes.

Jessica advirtió su acento español, pero eso no era raro en Nueva York. También pensó que su interlocutor tenía una mirada dura y fría, pero no era asunto suyo.

– ¿Sí? -fue todo lo que le contestó.

– La señora Sloane.

– Yo soy la señora Sloane. -Jessica se quedó sorprendida.

– Señora, lamento tener que darle una mala noticia. -Carlos, con una expresión de gravedad en la cara, estaba representando muy bien su papel-. Su marido ha tenido un accidente. Está gravemente herido. La ambulancia le ha llevado al hospital Doctors. Yo he venido a buscarla para acompañarla allí. En su casa me han dicho que usted estaría aquí.

Jessica se quedó sin aliento y se puso pálida como la cera. Instintivamente, se llevó una mano a la garganta. Nicky, que había oído las últimas palabras, se quedó petrificado.

Angus, después de su asombro inicial, fue el primero en recuperarse y se hizo cargo de todo. Señaló el carrito:

– Jessie, déjalo todo ahí y vámonos.

– Se trata de papá, ¿verdad? -exclamó Nicky.

– Me temo que sí -dijo Carlos muy serio.

Jessica cogió al niño por los hombros.

– Sí, cariño. Ahora mismo vamos a verle.

– Venga conmigo, señora Sloane -dijo Carlos.

Jessica y Nicky, todavía aturdidos por la estremecedora noticia, siguieron rápidamente al joven del traje marrón hacia la puerta principal del supermercado. Angus iba detrás. Había algo que no encajaba, pero no sabía qué.

En el aparcamiento, Carlos les precedió en dirección a la furgoneta Nissan. Las dos portezuelas del lado del Volvo estaban abiertas. Carlos advirtió que la furgoneta tenía el motor en marcha y Luis estaba al volante. La silueta confusa de la parte trasera debía de ser Baudelio.

No había rastro de Rafael ni Miguel.

Cuando llegó a la altura del vehículo, Carlos dijo:

– Vayamos en la furgoneta, señora. Será…

– ¡No! ¡No! -Jessica, nerviosa y angustiada, revolvía en su bolso en busca de las llaves del coche-. Cogeré mi coche. Ya sé dónde está el hospital Doctors…

Carlos se interpuso entre el Volvo y Jessica y la agarró del brazo.

– Señora, es mejor que…

Jessica intentó desasirse, pero Carlos la apretó con más fuerza, empujándola hacia delante.

– ¿Pero qué hace? -gritó ella, indignada-. ¡Suélteme!

Por primera vez, Jessica empezó a pensar después del impacto de la terrible noticia que acababa de recibir.

Unos metros detrás, Angus comprendió de repente lo que había estado cavilando. El joven les había dicho en el supermercado: «Está gravemente herido. La ambulancia le ha llevado al hospital Doctors».

Pero ese hospital no aceptaba urgencias. Angus lo sabía por casualidad, porque el año anterior había visitado durante varios meses a un antiguo compañero suyo del ejército del aire que estaba ingresado allí, y acabó conociendo bastante bien el hospital. El hospital Doctors era grande y famoso, estaba cerca de Gracie Mansión, la residencia del alcalde, y en el trayecto que recorría Crawford para ir a trabajar. Pero las urgencias iban al hospital de Nueva York, varias manzanas hacia el sur… Y todos los conductores de ambulancias lo sabían.

¡Así pues, aquel joven mentía! Lo del supermercado había sido un montaje! Y lo que estaba pasando también era sospechoso. Dos hombres, cuyo aspecto desagradó profundamente a Angus, acababan de aparecer por detrás de la furgoneta. Uno de los dos, un matón enorme, se había reunido con el primer joven… ¡y estaban metiendo a Jessica a la fuerza en la furgoneta! Nicholas, un poco más rezagado, no se había dado cuenta.

– ¡Jessica, no entres! -gritó Angus-. ¡Nicky, corre! Huye…

No pudo concluir la frase. Un culatazo se abatió sobre la cabeza de Angus. Sintió un dolor agudo y abrasador; todo empezó a dar vueltas a su alrededor y luego se derrumbó, inconsciente. Luis se había bajado de la furgoneta rápidamente y le había atacado por la espalda. Casi de la misma embestida, Luis cogió a Nicholas.

– ¡Socorro! -empezó a chillar Jessica-. Por favor… auxilio… ¡Que alguien nos ayude!

El fornido Rafael, que estaba ayudando a Carlos a sujetar a Jessica, le tapó la boca con una mano inmensa, y con la otra la empujó al interior de la furgoneta. Él subió detrás de ella, sin dejar de sujetarla mientras ella chillaba y forcejeaba, con los ojos desorbitados.

– ¡Apúrate!* -gruñó Rafael a Baudelio.

De un maletín abierto en el asiento contiguo el doctor sacó una compresa de gasa que momentos antes había empapado en cloruro de etilo. Apretó la compresa contra la boca y la nariz de Jessica, y la mantuvo un momento. Los ojos de Jessica se cerraron al instante, su cuerpo se aflojó y perdió el conocimiento. Baudelio profirió un gruñido de satisfacción, aun a sabiendas de que los efectos del fármaco durarían apenas cinco minutos.

Entretanto, acababan de meter a Nicholas, que también se debatía, en el vehículo. Carlos le sujetó mientras recibía el mismo tratamiento.

Baudelio, sin perder un momento, cortó con unas tijeras la manga del vestido de Jessica y luego le inyectó el contenido de una jeringuilla hipodérmica en el brazo. Era Midazolam, un fuerte sedante que la mantendría inconsciente durante una hora por lo menos. Luego puso al niño una inyección similar.

Mientras tanto, Miguel había arrastrado a Angus, inconsciente, hasta la portezuela de la furgoneta. Rafael, libre ya de Jessica, se bajó de un salto y sacó su pistola, una automática Browning. Le quitó el seguro, apremiando a Miguel:

– ¡Déjame que lo liquide!

– ¡No, aquí no!

Toda la operación de coger a la mujer y al niño se había desarrollado con increíble celeridad, en menos de un minuto. Sorprendentemente, parecía que nadie había presenciado el suceso; ello se debía a que estaban protegidos por el escudo de los dos vehículos y por fortuna no había pasado nadie. Miguel, Carlos, Rafael y Luis iban armados y había un subfusil ametrallador Beretta en la furgoneta por si tenían que escapar del aparcamiento a tiros. Tal y como iba todo, podían largarse sin disparar un tiro y coger una buena delantera antes de que se emprendiera una persecución. Pero si dejaban allí al viejo -cuya cabeza sangraba profusamente, dejando trazas de sangre en el suelo- darían en seguida la alarma. Tomando una decisión, Miguel ordenó:

– Ayúdame a subirlo.

Lo realizaron en cuestión de segundos. Luego, al meterse en la furgoneta y cerrar la portezuela lateral, Miguel vio que se equivocaba respecto a la ausencia de testigos. Entre dos coches a unos veinte metros, una anciana con el pelo blanco y un bastón les estaba observando. Parecía extrañada y desconcertada.

Mientras Luis arrancaba la Nissan, Rafael también descubrió a la anciana. En un solo movimiento, cogió el fusil ametrallador, lo empuñó y empezó a apuntar por la ventanilla trasera.

– ¡No! -le gritó Miguel.

No es que le diera pena la viejecita, pero parecían tener muchas probabilidades de salir de allí sin sembrar la alarma. Dio un empellón a Rafael y adoptó una expresión despreocupada:

– No se alarme -gritó Miguel por la ventanilla-. Estamos rodando una película…

Advirtió el alivio y una sonrisa incipiente en el rostro de la mujer. Después abandonaron el aparcamiento y no tardaron en salir de Larchmont. Luis conducía con pericia, sin perder tiempo. A los cinco minutos estaban en la autopista de Nueva Inglaterra, la interestatal 95, en dirección hacia el sur, a gran velocidad.

12

En su día, Priscilla Rhea había poseído una de las mentes más agudas de Larchmont. Fue la maestra de escuela que machacó a varias generaciones de jóvenes de la zona los fundamentos de la raíz cuadrada, la ecuación de segundo grado y el modo de descubrir -ella siempre hacía que sonara como la búsqueda del Santo Grial- los valores algebraicos de x e y. Priscilla también les inculcaba que nunca eludieran sus responsabilidades cívicas y sus deberes.

Pero todo aquello fue antes de que Priscilla se jubilara, hacía catorce años, y antes de que el peso de los años y la inactividad le agarrotaran el cuerpo y luego el cerebro. Actualmente, frágil, con el pelo blanco, caminaba despacio apoyándose en un bastón, y recientemente había calificado con disgusto la velocidad de sus procesos mentales como «la de un burro de tres patas caminando cuesta arriba».

No obstante, Priscilla estaba ejercitando sus procesos mentales lo mejor que podía.

Había visto meter a dos personas -una mujer y un niño-, al parecer contra su voluntad, en lo que parecía un microbús. Desde luego, ellos se debatían y Priscilla pensó que había oído gritar a la mujer, aunque no estaba demasiado segura de esto, porque había disminuido su audición, al mismo tiempo que todo lo demás. Luego, otra persona, un hombre que parecía inconsciente y herido, fue izado al mismo microbús, antes de que éste emprendiera la marcha.

Su natural ansiedad al ver todo eso fue inmediatamente aliviada cuando le informaron a voces de que aquello formaba parte de una película. Aquello tenía sentido. Hoy en día, aparecían equipos de televisión y de rodaje por todas partes, filmando sus historias en escenarios naturales y entrevistando a la gente en la calle para los noticiarios televisados.

Pero después, cuando el microbús se fue, Priscilla buscó a su alrededor las cámaras y toda la gente que debiera haber rodado el suceso que ella había presenciado, pero no encontró a nadie. Razonó que si hubiera habido un equipo de rodaje, era imposible que hubiera desaparecido con tanta rapidez.

Todo aquello era muy confuso, y Priscilla habría preferido no verlo, en parte porque sabía que tal vez se había hecho un lío, como le pasaba algunas veces. Lo más sensato que podía hacer, se dijo, era entrar en el supermercado, hacer su compra y ocuparse de sus asuntos. Pero daba igual, su credo de toda la vida de no eludir responsabilidades le impedía actuar así en ese momento. Deseaba tener a alguien a mano para pedirle consejo, por lo menos, y justo en ese instante vio a Erica McLean, una antigua alumna suya, encaminándose al supermercado.

Erica, a la sazón una atareada madre de familia, tenía mucha prisa, pero se detuvo a saludarla cortésmente:

– ¿Como está usted, señorita Rhea?

(Ninguno de los alumnos de la señorita Rhea se habría atrevido nunca a saludarla por su nombre de pila.)

– Un poco desconcertada, querida -contestó Priscilla.

– ¿Por qué, señorita Rhea?

– Es que acabo de ver algo… Pero no estoy segura de lo que he visto. Me gustaría que me dieras tu opinión. Entonces Priscilla le describió la escena.

– ¿Y está usted segura de que no había nadie rodando?

– Yo no he visto a nadie. Y tú, ¿has visto a alguien al llegar?

– No.

Erica McLean suspiró para sus adentros. No tenía la menor duda de que su vieja y querida profesora había sufrido alguna clase de alucinación, y también era mala suerte llegar justo en ese momento y que la involucrara. Bueno, no podía dejar en la estacada a la anciana, por quien sentía auténtico cariño, así que decidió olvidarse de las prisas y echarle una mano.

– ¿Dónde ha sucedido todo? -preguntó Erica.

– Allí.

Priscilla señaló la plaza vacía junto al Volvo familiar de Jessica. Ambas se dirigieron hacia allá.

– ¡Aquí! -dijo Priscilla-. Aquí era.

Erica miró a su alrededor. No esperaba encontrar nada de particular, y no lo encontró. Pero cuando estaba a punto de dar media vuelta, advirtió una serie de gotitas de líquido en el suelo. Contra la superficie asfaltada del aparcamiento, el líquido parecía marrón oscuro. Probablemente sería aceite. ¿Lo era? Con curiosidad, Erica se agachó a tocarlo. Un segundo después se contemplaba horrorizada las yemas de los dedos. Sin lugar a dudas, era sangre, todavía tibia.


Aquélla era una mañana tranquila en la comisaría de policía de Larchmont, que tenía una dotación pequeña pero eficiente. Un oficial de uniforme estaba tomando café en su despacho acristalado, hojeando el Sound View News, el periódico local, cuando recibió una llamada desde la cabina telefónica de la esquina de Boston Post Road, casi frente al supermercado.

Primero se puso Erica McLean. Después de identificarse dijo:

– Está conmigo una señora, la señorita Priscilla Rhea…

– Conozco a la señorita Rhea -dijo el oficial.

– Bueno, pues ella cree haber presenciado un hecho criminal, tal vez alguna clase de secuestro… Me gustaría que hablara usted con ella.

– No, haremos otra cosa mejor -dijo el oficial-. Voy a mandar a un oficial en un coche patrulla para que hable con ustedes. ¿Dónde están exactamente?

– Enfrente del Grand Union.

– Quédense ahí, por favor. En unos minutos llegará mi compañero.

El oficial cogió el micrófono de la radio:

– Central al coche 423. Diríjase al supermercado Grand Union. Entreviste a la señora McLean y a la señorita Rhea que estarán esperando fuera. Código uno.

– Cuatro veintitrés a central -llegó la respuesta-, recibido. Corto.

Habían transcurrido once minutos desde que el microbús con Jessica, Nicholas y Angus había salido del aparcamiento del supermercado.


El joven oficial de policía, llamado Jensen, escuchó atentamente a Priscilla Rhea, que ya estaba más segura al contar por segunda vez lo que había visto. Incluso recordó dos detalles más: el color de lo que seguía llamando «microbús», marrón claro, y sus cristales ahumados. Pero no, no se había fijado en la matrícula, ni siquiera si era de Nueva York o de otro estado.

La primera reacción del oficial, aunque no la exteriorizó, fue de escepticismo. El cuerpo de Policía estaba acostumbrado a que los ciudadanos se alarmaran por cosas que luego resultaban inofensivas; tales incidentes ocurrían todos los días, hasta en comunidades tan pequeñas como Larchmont. Pero el oficial era concienzudo y escuchó con atención todo lo que le dijeron, tomando notas.

Su interés empezó a crecer cuando Erica McLean, que parecía una mujer responsable y sensata, le contó lo de las gotas que parecían de sangre, en el suelo. Ambos se dirigieron a comprobarlo. Por entonces, la mayor parte del líquido se había secado, aunque quedaba húmeda la cantidad suficiente para revelar su color rojo al tocarlo. No había pruebas de que fuera sangre humana, por supuesto. Pero, razonó el oficial Jensen, daba mayor credibilidad a la historia, y también mayor urgencia.

Al regresar a donde había dejado a Priscilla, la encontraron hablando con otras personas, que sentían curiosidad por lo que pasaba.

– Oficial -intervino un hombre-, yo estaba dentro del supermercado y vi salir a toda prisa a cuatro personas: dos hombres, una mujer y un niño. Tenían tanta prisa que la mujer abandonó el carrito del supermercado en medio del pasillo, con sus compras dentro.

– Yo también les vi -dijo una mujer-. Era la señora Sloane, la esposa del presentador de telediarios. Compra muchas veces aquí. Al marcharse parecía preocupada… como si ocurriera algo malo.

– Es curioso -dijo otra mujer-. A mí se me acercó un hombre y me preguntó si yo era la señora Sloane. También se lo preguntó a otras señoras…

Se pusieron a hablar todos a la vez. El oficial de policía levantó la voz:

– ¿Ha visto alguien lo que esta señora -señaló a Priscilla- llama un «microbús», marrón claro?

– Sí, yo -dijo el hombre que había hablado al principio-. Entró en el aparcamiento cuando yo me encaminaba a la entrada del supermercado. Era una furgoneta Nissan de pasajeros.

– ¿Se fijó usted en la matrícula?

– Era una matrícula de Nueva Jersey, pero no recuerdo nada más. Ah, otra cosa… tenía los cristales ahumados, de esos que no dejan ver el interior del coche.

– ¡Un momento! -exclamó el oficial. Luego se dirigió a la gente que se iba congregando-: Aquellos que tengan más información y los que han podido decirme algo, que se queden, por favor. Vuelvo en seguida.

Se introdujo en el coche patrulla blanco que había estacionado junto al supermercado y cogió el micro:

– Coche 423 a central. Posible secuestro en el aparcamiento del Grand Union. Solicito ayuda. Descripción del vehículo sospechoso: furgoneta Nissan de pasajeros, marrón claro. Matrícula de Nueva Jersey, numeración desconocida. Cristales ahumados. Tres personas pueden haber sido raptadas por los ocupantes del vehículo.

La transmisión del oficial llegaría a todos los coches de policía de Larchmont, así como a los de Mamaroneck Town y Mamaroneck Village. El oficial de retén en la comisaría alertaría automáticamente por línea directa a todas las fuerzas de seguridad de los alrededores: la de Westchester County y la del estado de Nueva York. La Policía del Estado de Nueva Jersey no sería informada de momento.

En el supermercado se oyeron las sirenas de dos coches patrulla que se acercaban para atender la llamada de ayuda.

Habían pasado casi veinte minutos desde la partida de la furgoneta Nissan.


A unos quince kilómetros de allí, la furgoneta Nissan estaba a punto de dejar la autopista I-95 para penetrar en el dédalo de calles del Bronx.

Desde Larchmont, Luis se había dirigido a buena marcha hacia el sur. Había mantenido la velocidad diez kilómetros por encima del límite permitido, cosa que hacían la mayor parte de los conductores: una buena velocidad, pero sin llamar la atención de la policía de tráfico. Ahora tenía delante su objetivo más inmediato, la salida 13 de la autopista. Luis se situó en el carril derecho. Tanto él como Miguel habían estado atentos a cualquier signo de persecución, pero no lo hubo.

De todos modos, en cuanto dejaron la autopista I-95, Miguel ordenó a Luis:

– ¡Vamos, rápido!

Desde que salieron de Larchmont, Miguel se había estado preguntando si no habría sido un error impedir a Rafael que matara a la vieja en el aparcamiento. Era posible que no se hubiera creído el cuento de la película. A esas horas habría dado la voz de alarma. Podía estar circulando alguna descripción.

Luis apretó el acelerador, a toda la velocidad que le permitían los baches de las calles del Bronx.

Baudelio, en todo ese rato, había revisado varias veces las constantes vitales de sus dos cautivos sedados y todo le pareció correcto. Calculaba que el Midazolam que había administrado a la mujer y al niño les mantendría inconscientes durante una hora más. Si no, les inyectaría más, aunque prefería no hacerlo, porque ello retrasaría mucho la compleja tarea médica que le esperaba al final del trayecto.

También había curado la herida del hombre mayor y le había vendado la cabeza. Ahora el viejo se removía, soltando leves gemidos mientras iba recobrando el conocimiento. Anticipándose a cualquier contrariedad, Baudelio preparó otra jeringuilla hipodérmica de Midazolam y le inyectó la droga. La agitación y los gemidos remitieron. Baudelio no tenía ni idea de lo que sería del viejo. Lo más probable era que Miguel le matara y ocultara su cadáver en lugar seguro; durante su relación con el cártel de Medellín, Baudelio había presenciado muchas veces esa clase de operación. No es que le importara lo más mínimo. Los seres humanos habían dejado de importarle desde hacía mucho tiempo.

Rafael sacó unas mantas bastas y, entre Carlos y él, bajo la mirada de Baudelio, envolvieron en ellas a la mujer, el niño y el viejo, dejándoles sólo la cabeza fuera. Dejaron un buen trozo de manta doblado en la parte superior para taparles la cara cuando los sacaran de la furgoneta. Carlos ató cada bulto por la mitad con una cuerda para que no llamaran la atención al trasladarlos.

Llegaron a la calle Conner del Bronx, que era gris, desoladora y lúgubre. Luis sabía adónde se dirigía: había recorrido dos veces ese camino cuando preparaban el golpe. En una esquina con una gasolinera de la Texaco, tomó a la derecha, hacia una zona industrial semidesierta. Había algunos camiones aparcados a intervalos, algunos con aspecto de llevar allí mucho tiempo, y muy poca gente a la vista.

Luis arrimó la furgoneta a la pared sin ventanas de un gran almacén vacío. Un camión que estaba estacionado en la otra acera se le acercó y se detuvo un poco por delante de la Nissan. Era un camión blanco GMC, que ostentaba el rótulo «Superpan» a ambos lados.

Una pequeña investigación podría demostrar que no existía el tal «Superpan». El camión era uno de los seis vehículos que consiguió Miguel poco después de su llegada, empleando la tapadera de una agencia de alquiler ficticia. Habían empleado alguna vez el camión GMC para la vigilancia de Sloane y también para otros usos. Como los demás vehículos de la flotilla, habían pintado el camión varias veces, cambiándole también la leyenda de los costados. Todo ello gracias a la habilidad de Rafael. Ese día conducía el camión el miembro del grupo que faltaba, la mujer, Socorro, que se bajó de un salto de la cabina y fue a abrir las puertas posteriores.

Al mismo tiempo se abrió la portezuela trasera de la furgoneta Nissan y Carlos y Rafael cargaron rápidamente los tres bultos, con la cara cubierta, en el camión. Baudelio les siguió, tras recoger todo su equipo médico.

Miguel y Luis se quedaron trajinando en la furgoneta. Miguel despegó las láminas de plástico negro de los cristales; habían sido útiles para ocultarles, pero ahora eran un signo identificativo que había que destruir. Luis sacó un par de placas de matrícula de Nueva York que había escondido detrás del asiento del conductor.

Tras asegurarse de que nadie les observaba, Luis se bajó de la furgoneta y sustituyó las matrículas de Nueva Jersey por las de Nueva York. Tardó apenas unos segundos, ya que todos los vehículos del grupo estaban provistos de unas charnelas especiales que permitían cambiar la placa de la matrícula en un instante: la parte superior se levantaba y bastaba con hacer correr la placa hacia arriba y colocar la otra en su lugar. Luego se cerraba con un resorte.

Miguel, poco después de llegar a Nueva York, había comprado a través de un contacto del hampa varias matrículas de Nueva York y de Nueva Jersey, de vehículos que ya no estaban en circulación pero cuyos impuestos de circulación se tenían al día.

El sistema de matriculación de Nueva York, Nueva Jersey y otros muchos estados permitía la vigencia de las matrículas de cualquier vehículo aun después de ser desmantelado. Lo único que exigía la oficina de matriculación era el pago de las tasas y la presentación de la póliza de seguros -bastante fácil de conseguir también- del vehículo inexistente. Ni la oficina estatal ni la compañía de seguros, que renovaba las viejas pólizas por correo siempre y cuando se pagara la prima correspondiente, exigían la presentación del vehículo.

En consecuencia, existía un negocio boyante en los círculos criminales con esas matrículas que, aun ilegales, no constaban en ninguna lista negra y por lo tanto valían su peso en oro.

Miguel salió de la furgoneta Nissan con las láminas de plástico y las tiró a un rebosante contenedor de basura. Luis hizo lo mismo con las placas de matrícula de Nueva Jersey.

Después, Luis se sentó al volante del camión GMC que llevaba a Jessica, Nicholas y Angus inconscientes, y además a Miguel, Rafael, Baudelio y Socorro. Dieron un giro de 180 grados en dirección a la autopista, y a los diez minutos de salir de ella, ya estaban circulando por la I-95 en otro vehículo, siempre hacia el sur.


Carlos, al volante de la furgoneta Nissan, también dio media vuelta y se encaminó a la I-95, pero en dirección opuesta. Con la nueva apariencia que tenía la furgoneta después de quitarle los cristales oscuros y cambiarle las placas de matrícula de Nueva Jersey por unas del estado de Nueva York, era como miles de furgonetas corrientes y distinta de la descripción que habría hecho circular la policía de Larchmont.

Carlos tenía la misión de desembarazarse de la furgoneta Nissan, operación que también había sido planeada meticulosamente. A los seis kilómetros dejó la autopista y luego recorrió veinticuatro kilómetros más hacia el norte por carreteras de segundo orden, hasta White Plains. Allí se dirigió a un garaje público, un edificio de cuatro plantas contiguo a un centro comercial, el Center City Mall.

Carlos aparcó en la tercera planta y se entregó con aparente tranquilidad a su siguiente operación. Los clientes que aparcaban en las inmediaciones y entraban o salían de sus automóviles no parecían ni remotamente interesados por él o su furgoneta.

En primer lugar, Carlos limpió todas las superficies para dificultar la detección de huellas dactilares, por si las fuerzas de seguridad recuperaban la furgoneta incluso después de su cambio de aspecto. Su siguiente paso fue asegurarse de que no lo hicieran.

Sacó de la guantera de la furgoneta un estuche de espuma de polietileno. Dentro había una formidable cantidad de explosivo plástico, un pequeño detonador con un interruptor, cable eléctrico y un rollo de cinta aislante. Con la cinta sujetó el explosivo y el detonador debajo del asiento delantero, por la parte posterior y en un lugar no visible. Luego conectó con los cables la clavija del detonador a las manecillas interiores de las dos puertas delanteras. Después de tensar los dos cables con la portezuela apenas entornada, las cerró con llave. A partir de ese momento, abriendo cualquiera de las dos puertas se activaría la bomba.

Carlos examinó con atención el interior de la furgoneta para asegurarse de que no se veían el explosivo plástico ni los cables desde fuera.

Miguel había razonado que tardarían varios días en fijarse en la furgoneta, y para entonces los secuestradores y sus víctimas estarían muy lejos. Pero cuando se descubriera la furgoneta, una típica sorpresa terrorista pondría de relieve que había que tomarse en serio a los secuestradores.

Carlos abandonó el garaje por el acceso a la zona comercial y se dirigió en un transporte público a Hackensack, a reunirse con los demás.


El camión GMC recorrió otros diez kilómetros hacia el sur, hasta el desvío del Cross Bronx Expressway. Unos doce minutos más tarde cruzaba el río Harlem y, poco después, el puente George Washington sobre el río Hudson.

En mitad del puente, el camión y sus ocupantes salieron del estado de Nueva York y entraron en el de Nueva Jersey. Miguel y su banda de Medellín se hallaban ya muy cerca de su guarida de Hackensack.

13

Bert Fisher vivía y trabajaba en un minúsculo apartamento, en Larchmont. Tenía sesenta y ocho años y era viudo desde hacía diez. En sus tarjetas de visita decía que era reportero de prensa, aunque en la jerga periodística era más bien un colaborador free-lance.

Bert era el corresponsal local de varios medios de comunicación de alcance nacional, algunos de los cuales le pagaban una pequeña comisión fija. Él les procuraba información o les enviaba artículos, y las agencias le pagaban el material que decidían publicar. Como las noticias locales de las ciudades pequeñas tenían escasa o nula repercusión a escala nacional, era difícil publicar algo en un periódico importante o salir por antena de las principales emisoras de radio o de televisión. Por eso nadie amasaba fortunas como colaborador, y la mayor parte de ellos -como Bert Fisher- apenas ganaban para ir tirando.

Sin embargo, a Bert le gustaba su actividad. Durante la Segunda Guerra Mundial había servido en Europa, y trabajó para el periódico de las Fuerzas Armadas, Stars and Stripes. Aquello le metió el periodismo en las venas y desde entonces había sido un modesto trabajador de esa profesión. Aun entonces, pese a las pequeñas dificultades impuestas por la edad, seguía telefoneando todos los días a las fuentes locales y tenía en marcha varios receptores de radio para oír las comunicaciones de la Policía, los bomberos, las ambulancias y demás servicios públicos. No perdía la esperanza de que surgiera algún asunto de interés y que condujera a alguna noticia importante.

Así fue cómo oyó Bert la transmisión de la Policía de Larchmont que mandaba al coche patrulla 423 al supermercado Grand Union. Le pareció una llamada de rutina hasta que, poco después, el oficial alertó a la comisaría acerca de un posible secuestro. Cuando oyó la palabra «secuestro», Bert se enderezó, sintonizó la radio en la frecuencia de la Policía de Larchmont y comenzó a tomar notas.

Cuando terminó la transmisión, Bert sabía que debía dirigirse inmediatamente al lugar de los hechos. Pero primero debía telefonear a la emisora de televisión neoyorquina WCBA.

Un redactor de la WCBA-TV recibió la llamada de Bert Fisher.

La WCBA, filial de la CBA, era una prestigiosa cadena local de televisión que cubría el área de la ciudad de Nueva York. Tenía su sede en tres plantas de un bloque de oficinas de Manhattan, a unos dos kilómetros de la oficina principal. Aunque era una emisora local, tenía una enorme audiencia; y además, debido a la cantidad de noticias que generaba Nueva York, los informativos de la WCBA eran en muchos aspectos un microcosmos dentro de la emisora.

En una sala de redacción ajetreadísima, donde trabajaban treinta personas codo con codo en mesas muy apiñadas, el redactor buscó el nombre de Bert Fisher en un fichero con separadores.

– Vale -dijo-, ¿qué hay?

Escuchó las explicaciones del colaborador acerca del mensaje por radio de la policía y su intención de indagar sobre el terreno.

– Sólo un «posible» secuestro… ¿eh?

– Sí, señor.

Aunque Bert Fisher casi le triplicaba la edad a su joven interlocutor, mantenía cierta deferencia a su rango, heredada de otras épocas.

– De acuerdo, Fisher, ¡adelante! Llama inmediatamente si sale algo serio.

– Claro, señor, descuide.

Cuando colgó, el redactor pensó que la llamada podía ser tan sólo una falsa alarma. Por otro lado, a veces un notición se colaba inadvertidamente por canales inesperados. Estuvo considerando si mandar un equipo de rodaje a Larchmont, pero decidió que no. Por el momento, la información del colaborador era confusa. Además, los equipos disponibles ya estaban trabajando, así que ello supondría retirar a un equipo de una historia concreta. Y sin más información, tampoco se podía dar una noticia así.

Sin embargo, el redactor se dirigió a la mesa sobreelevada de la sala de redacción, desde donde presidía la directora de informativos, a quien puso al corriente de la llamada.

Después de escucharle, ésta confirmó su decisión. Pero después se le ocurrió una cosa y descolgó el teléfono que la conectaba directamente con la central de la CBA-News. Preguntó por Ernie LaSalle, el editor de información nacional, con quien a veces intercambiaba información.

– Mira -le dijo-, puede que en definitiva no sea nada. Y le repitió lo que le habían contado.

– Pero es en Larchmont -añadió-, y sé que Crawford Sloane vive 116 allí. Es una población pequeña, cabe la posibilidad de que se trate de algún conocido suyo, así que he pensado que tal vez quisieras decírselo.

– Gracias -le dijo LaSalle-. Si te enteras de algo más, comunícamelo, por favor.


Después de colgar el teléfono, Ernie LaSalle sopesó por un momento la importancia de la información. Lo más probable era que no fuera nada. Pero de todos modos…

Por instinto, descolgó el teléfono interior.

– Departamento de nacionales. LaSalle. Tenemos noticias de que en Larchmont, repito: Larchmont, Nueva York, la radio de la policía local ha informado de un posible secuestro. No hay más detalles. Nuestros colegas de la WCBA lo están siguiendo y nos tendrán informados.

Como siempre, las palabras del editor llegaron hasta el último confín de la central de la CBA-News. Algunos de los oyentes se preguntaron por qué habría difundido LaSalle algo tan insustancial por el sistema de megafonía. Otros, sin darse por aludidos, siguieron atendiendo sus tareas. En el piso inferior a la sala de redacción, los ejecutivos de la Herradura se pararon a escuchar. Uno de ellos comentó, señalando a Crawford Sloane a través de los cristales de su despacho privado:

– Si ha habido un secuestro, es una suerte que sea otro vecino de Larchmont y no Crawf. A menos que ése sea su doble.

Los otros se rieron.

Crawford Sloane oyó el anuncio de LaSalle por el altavoz de su despacho. Había cerrado la puerta para mantener una conversación privada con el director de la CBA-News, Leslie Chippingham. Sloane, al pedirle que le recibiera, supuso que se reunirían en el despacho de Chippingham, pero éste había decidido venir al despacho de Sloane.

Los dos escucharon las palabras del editor de nacionales, y la mención de Larchmont avivó el interés del presentador. En cualquier otro momento, habría acudido a la sala de redacción a por más información. Pero ahora no quiso interrumpir lo que se había convertido en un enfrentamiento sin cuartel que, para sorpresa de Sloane, no se estaba desarrollando en absoluto tal y como él se había figurado.

14

– Mi instinto me dice, Crawf, que tienes un problema -dijo el director de la CBA-News, iniciando la conversación.

– Tu instinto se equivoca -respondió Crawford Sloane-. Eres tú quien lo tiene. Tiene fácil solución, pero tienes que hacer varios cambios estructurales. Cuanto antes.

Leslie Chippingham suspiró. Era un veterano de los informativos de la televisión, con treinta años de profesión a la espalda. Había empezado su carrera a los diecinueve años como ordenanza en la NBC, para el Huntley-Brinkley Report, el primer programa informativo de la época. Desde entonces había aprendido que a los presentadores había que manejarlos con tanta delicadeza como un jarrón Ming y otorgarles la misma deferencia que a un jefe de Estado. La habilidad de Chippingham en ambas actividades, además de sus otros talentos, le había izado primero al puesto de director de realización y posteriormente le había permitido sobrevivir como directivo veterano, mientras otros trepadores -incluyendo a toda una manada de directores de informativos- eran relegados a puestos de segundo orden en la emisora o exiliados al olvido de la jubilación anticipada.

Chippingham tenía la ventaja de sentirse a gusto con todo el mundo y el don de conseguir que los demás se sintieran igual. Se decía de él que era capaz de despedirte haciendo que te pareciera bien.

– A ver… ¿Qué cambios? -preguntó a Sloane.

– No puedo seguir trabajando con Chuck Insen. Tiene que marcharse. Y cuando se elija al nuevo productor ejecutivo, quiero un voto de calidad.

– Bueno, bueno. Tienes razón en cuanto a que hay un problema -Chippingham eligió cuidadosamente las palabras-, aunque tal vez sea un problema distinto al que tú crees, Crawf.

Crawford Sloane miró a su jefe. Tenía una figura imponente, incluso sentado: Chippingham medía dos metros de estatura y pesaba unos cien kilos, bien proporcionados. Tenía una cara de rasgos irregulares, los ojos azules y su pelo era una maraña de rizos apretados, la mayoría grises. A lo largo de los años, una sucesión de mujeres habían tenido el particular placer de pasar los dedos entre los rizos de Chippingham, placer invariablemente seguido por otros. De hecho, las mujeres habían sido la debilidad de Les Chippingham durante toda su vida, y su conquista una afición irresistible. En ese momento, su vicio le tenía metido en un conflicto conyugal y económico, situación que Sloane desconocía, aunque sí sabía, como todo el mundo, que Chippingham era un mujeriego.

Sin embargo, Chippingham sabía que debía olvidar sus propias preocupaciones para lidiar con Crawford Sloane. Sería como caminar por la cuerda floja, como lo era siempre cualquier conversación con un presentador.

– Bueno, dejemos de irnos por las ramas -dijo Sloane- y vayamos al grano.

– A eso iba -asintió Chippingham-. Ambos sabemos que están cambiando muchas cosas en los departamentos de informativos de televisión.

– ¡Oh, Les, por el amor de Dios! ¡Pues claro! -le interrumpió Sloane, impaciente-. Por esto tengo problemas con Insen. Hemos de modificar el modelo de nuestro noticiario… disminuir el número de titulares breves y desarrollar con mayor detenimiento las noticias realmente importantes.

– Sé a qué te refieres. No es la primera vez que se plantea. También sé lo que piensa Chuck… Y por cierto, ha venido a hablar conmigo esta mañana temprano, con quejas sobre ti.

Sloane abrió mucho los ojos. No esperaba que el productor ejecutivo tomara la iniciativa en su disputa; no era su forma habitual de proceder.

– ¿Y qué cree él que puedes hacer tú? -preguntó.

– Demonio… -Chippingham vaciló-. Bueno, supongo que no tengo por qué ocultártelo. Cree que tú y él sois incompatibles, que vuestras diferencias son irreconciliables. Chuck quiere que te vayas.

El presentador echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada:

– ¿Y quedarse él? ¡Es ridículo!

– ¿Ah, sí? -dijo el director mirándole a los ojos.

– Pues claro. Y tú lo sabes muy bien.

– Lo sabía antes. Ahora ya no estoy tan seguro.

Frente a ellos se extendía un terreno sin explorar. Chippingham se deslizó precavidamente por él.

– Lo que intento meterte en la cabeza, Crawf, es que ahora nada es como antes. Desde que se ha vendido la emisora todo está cambiando. Sabes tan bien como yo que los nuevos propietarios -de esta emisora y de las otras- están muy preocupados por el poder de los presentadores de las noticias de la noche. Los goliats que dirigen las empresas que se nos han tragado quieren que disminuya ese poder. También están en contra de algunos salarios elevados, que consideran desproporcionados con el rendimiento. Recientemente se ha estado hablando de pactos en la sombra.

– ¿Qué clase de pactos? -preguntó Sloane con aspereza.

– Según las noticias que tengo, son acuerdos pactados en los clubes y las residencias particulares de los grandes empresarios. Por ejemplo: Nuestra emisora no intentará robaros a los profesionales de la vuestra, a condición de que vosotros aceptéis no quitarnos a los nuestros. Así detendremos la escalada de salarios y podremos ir reduciendo los más altos.

– Eso es colusión, restricción del comercio. ¡Es absolutamente ilegal, maldita sea!

– Sólo si consigues demostrarlo -señaló Chippingham-. ¿Y cómo vas a hacerlo, si lo han arreglado todo de palabra, tomándose una copa en el Links Club o el Metropolitan, sin papeles ni nada parecido…?

Sloane guardó silencio y Chippingham dio otra vuelta de tuerca.

– Lo cual significa, Crawf, que éste no es el mejor momento para apretar las clavijas.

– Has dicho -terció Sloane bruscamente- que Insen se proponía sustituirme. ¿Por quién?

– Mencionó a Harry Partridge.

¡Partridge! Una vez más, pensó Sloane, se perfilaba como competidor. Se preguntó si habría sido Partridge el padre de la idea. Como si adivinara sus pensamientos, Chippingham añadió:

– Por lo visto, Chuck se lo comentó a Harry, que se sorprendió mucho con la idea, pero al parecer no le interesa. ¡Ah!, otra cosa que me ha dicho Insen: si se da el caso de que haya que elegir entre tú y él, no piensa abandonar sin luchar. Amenaza con llevarlo personalmente a la cúpula.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Hablar con Margot Lloyd-Mason.

– ¡Hablar con esa bruja! -estalló Sloane-. ¡No se atreverá!

– Creo que sí. Y tal vez sea una bruja, pero Margot es la que manda.

Como Les Chippingham sabía perfectamente.


La CBA había sido la última de las grandes cadenas de televisión que cayó en manos de lo que en la jerga del ramo se llamaba secretamente «La invasión de los filisteos». La expresión se refería a la adquisición de las emisoras por grandes empresas industriales cuya insistencia en aumentar constantemente los beneficios superaba todo sentido del honor y de los deberes públicos. Ello formaba un enorme contraste con el pasado, en que unos directivos como Paley de la CBS, Sarnoff de la NBC y Goldenson de la ABC, aun siendo acérrimos capitalistas, demostraban absoluta fidelidad a sus obligaciones públicas.

Hacía nueve meses, tras fracasar los intentos de la CBA por mantener su independencia, la Globanic Industries Inc., una multinacional con empresas en el mundo entero, se había hecho con la emisora de televisión. Como la General Electric, que había comprado recientemente la NBC, la Globanic era una importante contratista de defensa. Y también, igual que la General Electric, la Globanic tenía conexiones con el crimen organizado. En una ocasión, tras una investigación del tribunal supremo, la compañía fue multada y sus directivos condenados a cumplir penas de prisión por amañar ofertas y fijación de precios. En otra, la compañía fue declarada culpable de fraude al gobierno de los Estados Unidos por falsificar documentos contables de sus contratos con el ministerio de defensa. Se le impuso una multa de un millón de dólares, la máxima permitida, aunque era una suma ínfima comparada con el valor total de un solo contrato. Un comentarista escribió con motivo de la adquisición de la CBA: «La Globanic tiene demasiados intereses especiales para que la CBA no pierda parte de su independencia editorial. ¿Puede concebirse a partir de ahora a la CBA investigando a fondo un asunto en el que esté involucrada su poderosa propietaria…?».

Desde la adquisición de la CBA, los nuevos propietarios de la emisora habían proclamado públicamente que se respetaría la tradicional independencia de los servicios informativos de la CBA. Pero desde dentro se consideraba que tales promesas se revelaban falsas.

Las transformaciones de la CBA empezaron con la toma de posesión de Margot Lloyd-Mason como directora general de la emisora.

Mujer de conocida eficiencia, implacable y tremendamente ambiciosa, era ya consejera delegada de Globanic Industries. Se rumoreaba que su destino en la CBA era una prueba para ver si demostraba suficiente dureza para cualificarse como futura presidenta de la empresa multinacional.

Leslie Chippingham conoció a su jefe cuando ésta le mandó llamar a los pocos días de su incorporación. En lugar de la habitual llamada telefónica personal -cortesía instaurada por el predecesor de la señora Lloyd-Mason hacia los jefes de departamento-, recibió un perentorio mensaje de una secretaria indicándole que se presentara de inmediato en el cuartel general de la CBA de la Tercera Avenida. Se dirigió allí en una limusina con chófer.

Margot Lloyd-Mason era alta, rubia, con el pelo cardado, los pómulos altos, la tez levemente bronceada y unos ojos calculadores e inquisitivos. Llevaba un elegante traje de Chanel gris oscuro con una blusa de seda del mismo tono, más claro. Más tarde, Chippingham la describiría como «atractiva, pero despiadada».

La directora general exhibía un talante amigable pero frío.

– Puedes tutearme -dijo al director de la CBA-News como si fuera una orden. Luego, sin perder más tiempo, entró en materia-: Hoy llegará una comunicación acerca de un problema de Theo Elliott.

Theodore Elliott era el presidente de Globanic Industries.

– Ya ha llegado -dijo Chippingham-, un aviso de Washington, esta mañana. Proclama que nuestro rey de reyes ha defraudado unos cuatro millones de dólares en sus impuestos personales.

Chippingham había leído la noticia por casualidad en el teletipo de la Associated Press. Las circunstancias eran que Elliott había hecho unas inversiones que ahora eran declaradas ilegales desde el punto de vista fiscal. El creador del apaño iba a ser procesado judicialmente. Elliott no, pero debía compensar las cantidades defraudadas más una ingente suma en concepto de recargos.

– Theo me ha telefoneado -dijo Margot-, asegurándome que no tenía ni idea de que esas inversiones fueran ilegales.

– Supongo que algunos lo creerán -dijo Chippingham, consciente de la legión de abogados, asesores financieros y consejeros fiscales que tendría a su disposición alguien como el presidente de Globanic Industries.

– No seas impertinente -le espetó Margot glacialmente-. Te he hecho venir porque no quiero que nuestros noticiarios comenten nada respecto a los impuestos de Theo, y además me gustaría que pidieras a las demás emisoras que tampoco lo mencionen.

Chippingham, escandalizado y casi sin poder creer lo que estaba oyendo, procuró proseguir con voz calmada:

– Margot, si yo llamara a las demás emisoras con semejante petición, no sólo la rechazarían, sino que proclamarían a los cuatro vientos que la CBA-News había intentado encubrir un delito. Y francamente, si pretendieran algo similar desde la competencia, en la CBA haríamos lo mismo.

Mientras hablaba se daba cuenta de que la nueva directora de la emisora acababa de demostrar en una breve conversación no sólo su desconocimiento del mundo de los servicios informativos, sino una total insensibilidad a la ética del periodismo. Pero en fin, recordó, era del dominio público que ella no había llegado a ese puesto por ninguna de esas dos cosas, sino por su perspicacia financiera y su capacidad para crear beneficios.

– Bueno -dijo ella a regañadientes-, supongo que tengo que aceptar lo que dices acerca de las otras emisoras. Pero en la nuestra, ni una palabra.

Chippingham suspiró para sus adentros al darse cuenta de que, en adelante, su trabajo como director de la CBA-News sería bastante más complicado.

– Por favor, Margot, créeme. Esta noche, con absoluta certeza, las demás emisoras darán la noticia de la defraudación del señor Elliott. Y si nosotros no lo hacemos, llamaremos la atención todavía más que si la damos. Y eso es porque todo el mundo estará al acecho, para ver si somos decentes e imparciales, sobre todo después de las afirmaciones de Globanic de no interferir en la libertad de nuestra sección de informativos.

La directora general frunció el ceño y apretó los labios, pero su silencio demostraba que había entendido el argumento de Chippingham.

– Bueno -dijo al fin-, pero que sea breve.

– Por supuesto, sería así en cualquier caso. No es noticia para un reportaje largo.

– Y no quiero que ningún reportero listillo insinúe que Theo conocía la ilegalidad del asunto cuando él ha declarado lo contrario.

– Lo único que puedo prometer -dijo Chippingham- es que cualquier cosa que hagamos será justa. Yo me encargaré personalmente de ello.

Margot no hizo comentario alguno, y cogió un folio de su mesa.

– Has venido hasta aquí en una limusina con chófer.

– Pues sí -repuso Chippingham, desconcertado.

El coche con chófer era uno de los privilegios de su cargo, pero el hecho de que le espiaran -cosa que había sucedido, evidentemente- era una experiencia nueva e inquietante.

– En el futuro, coges un taxi. Es lo que hago yo. Tú puedes hacer lo mismo. Y otra cosa más. -Le dedicó una mirada de acero-: El presupuesto de la sección de informativos debe recortarse en un veinte por ciento inmediatamente. Mañana recibirás notificación oficial al respecto. E «inmediatamente» significa exactamente eso. Dentro de una semana quiero un informe detallado de las partidas que se van a recortar.

Chippingham se quedó tan aturdido que apenas logró articular una despedida de compromiso.

La noticia sobre Theodore Elliott y su declaración de renta se dio en el boletín nacional de últimas noticias de la CBA, sin poner en tela de juicio la declaración de inocencia del presidente de Globanic Industries. Una semana más tarde, un realizador de la Herradura observaba:

– Si hubiera sido un político, habríamos descargado nuestro escepticismo sobre él y luego le habríamos arrancado la piel a tiras. Y en cambio, ni siquiera hemos realizado una investigación complementaria.

De hecho, se consideró la posibilidad de hacer un seguimiento; había suficiente material. Pero durante una discusión en la Herradura en la que participó el propio director de la CBA-News se decidió que ese día había otras noticias más importantes, así que el proyecto no se llevó adelante. Fue una determinación muy sutil: pocos reconocieron que se trataba de una manipulación.

La cuestión de recortar el presupuesto ya era otra cosa. Era un tema en que todas las emisoras eran vulnerables respecto a sus conquistadores y todo el mundo lo sabía, incluso Leslie Chippingham. Las divisiones de informativos, en particular, habían engordado mucho, estaban sobrecargadas de personal y a punto para la poda.

Cuando le tocó el turno a la CBA-News -como consecuencia del recorte presupuestario-, el proceso fue doloroso, sobre todo porque más de doscientos empleados perdieron su puesto de trabajo.

Los despidos produjeron reacciones airadas por parte de los perjudicados y sus amigos. La prensa encontró un filón: los periódicos describieron las historias de interés humano, dando un enfoque parcial de las víctimas de la campaña de ahorro. Aunque los editores de prensa también realizaban ese tipo de recortes con relativa frecuencia.

Un grupo de profesionales de la CBA-News que poseía contratos indefinidos con la empresa envió una carta de protesta al New York Times. Lo firmaban, entre otros, Crawford Sloane, cuatro corresponsales veteranos y varios realizadores. El texto lamentaba que entre los despidos se encontraran corresponsales veteranos que habían trabajado para la CBA-News durante la mayor parte de su carrera. También señalaba que a nivel global, la CBA no tenía dificultades económicas y que los beneficios de la emisora no tenían nada que envidiar a los de cualquier empresa importante. La carta se publicó y fue discutida y citada en toda la nación.

La carta y la atención que se le prestó enfurecieron a Margot Lloyd-Mason. Una vez más, llamó a Leslie Chippingham.

Con el Times abierto encima de la mesa, estalló:

– Esos miserables engreídos y sobrevalorados forman parte del equipo directivo. Deberían apoyar las decisiones de la dirección en vez de minarnos publicando sus quejas.

– Dudo que ellos se consideren directivos -aventuró el director del departamento de informativos-. Primero son periodistas y lamentan la suerte de sus colegas. Y si me lo permites, Margot, yo también.

La directora general le traspasó con la mirada.

– Ya tengo bastantes problemas para que tú me vengas con esto, así que olvídate de ese rebaño de desgraciados. Ocúpate de apretar las clavijas a todos los firmantes de esa carta y de comunicarles que no toleraré más deslealtades. También puedes anunciarles que sus manejos se tendrán en cuenta a la hora de renovar el contrato. Lo cual me recuerda que los sueldos que están cobrando algunos periodistas son exorbitantes, sobre todo el de ese cabrón arrogante de Crawford Sloane.

Más tarde, Leslie Chippingham difundió una versión más suave de los comentarios de Margot, razonando que era él quien tenía que mantener la cohesión de la división de informativos, tarea que se estaba volviendo cada vez más difícil.

Las dificultades se agravaron varias semanas más tarde, cuando la señora Lloyd-Mason difundió por toda la CBA una circular interna con una nueva proposición. Pretendía crear un fondo de acción política para intervenir en Washington en nombre de la CBA. El dinero para esa fundación sería cedido «voluntariamente» por los ejecutivos de la emisora, es decir, deducido de sus salarios. Ello abarcaba al personal directivo de la división de informativos. El comunicado señalaba que la disposición era paralela a otra similar de la oficina central, Globanic Industries.

El día que se recibió dicho comunicado, Chippingham se hallaba en las inmediaciones de la Herradura cuando un realizador le comentó:

– Les, supongo que vas a discutir en nombre nuestro toda esa guarrada del fondo de acción política, ¿no?

– Pues claro -exclamó Crawford Sloane desde el otro extremo de la sala-. Les nunca aceptaría que la división de informativos recibiera favores políticos en vez de denunciarlos. Podemos confiar en él.

Chippingham no alcanzó a discernir si había ironía o no en las palabras del presentador. En cualquier caso, reconocía que tenía otro problema muy serio originado por la ignorancia de Margot -¿o era pura despreocupación?- de la integridad periodística. ¿Debía presentarse a discutir el tema del fondo de acción política? De todos modos, dudaba que sirviera para nada, puesto que el objetivo primordial de Margot era congraciarse con sus superiores de Globanic y ascender en su propia carrera.

Al final resolvió el problema haciendo que se filtrara la historia, acompañada por el comunicado interno, en el Washington Post. Chippingham tenía un contacto en ese diario a quien ya había utilizado en otras ocasiones y digno de confianza en cuanto a no revelar sus fuentes. El artículo del Post, recogido por otros periódicos, ridiculizaba la idea de involucrar a un medio de comunicación en actividades de presión política. A los pocos días se abandonaba oficialmente el proyecto -según los rumores- por órdenes personales del presidente de Globanic, Theodore Elliott.

La directora general de la CBA volvió a convocar a Chippingham.

– ¿Quién ha sido -le preguntó fríamente, antes de darle los buenos días y sin más preliminares- el que ha mandado mi comunicado al Post?

– No tengo ni idea -mintió él.

– ¡Y una mierda! Aunque no tengas absoluta certeza, seguro que sospecharás de alguien…

Chippingham decidió guardar silencio, aun advirtiendo con alivio que a Margot no se le había ocurrido que pudiera ser él mismo el responsable de la filtración.

Ella rompió el silencio:

– Te has negado a cooperar desde que estoy aquí.

– Lamento que pienses eso porque no es verdad. De hecho, he intentado ser honrado contigo.

– Tu persistente actitud -prosiguió ella ignorando su rectificación- me ha obligado a pedir informes sobre ti y he averiguado varias cosas. Una, que tu trabajo es muy importante para ti en este momento porque económicamente no puedes permitirte perderlo.

– Mi trabajo siempre ha sido muy importante para mí. Y en cuanto al tema económico, creo que eso vale para todo el mundo. Incluso hasta para ti.

Chippingham se preguntó con desasosiego qué le caería a continuación.

– Yo no estoy metida en los follones de un divorcio -dijo ella con una sonrisita de superioridad-. Tú sí. Tu esposa exige una compensación muy elevada que incluye la mayor parte de vuestras propiedades conjuntas y si no la consigue presentará ante los tribunales las pruebas de media docena de relaciones adúlteras, que tú no te has molestado en disimular. También tienes deudas, como un crédito bancario personal, así que necesitas desesperadamente unos ingresos regulares. Si no, te declararás insolvente y te verás en la indigencia.

– ¡Esto es insultante! -objetó Chippingham, levantando la voz-. ¡Es una intromisión en mi vida privada!

– Tal vez -dijo Margot con calma-, pero es la verdad.

A pesar de su protesta, le sobresaltó la amplitud de su información. Estaba en un lío económico casi desesperado, en parte porque nunca había sido capaz de administrar su dinero y a lo largo de los años no sólo había gastado su jugoso salario a medida que lo iba ganando, sino que había contraído muchas deudas. Tampoco había sido capaz en toda su vida de resistirse a la tentación de las mujeres, y Stasia, su esposa desde hacía veinte años, parecía haber aceptado esa debilidad suya… hasta hacía tres meses. Y entonces, sin previo aviso, la rabia contenida y las evidencias acumuladas de Stasia estallaron en un feroz trámite de divorcio. E incluso en una situación tan complicada, él había iniciado insensatamente otra aventura, esta vez con Rita Abrams, una realizadora de la CBA-News. Él no lo había buscado, pero había sucedido. Y luego le había parecido excitante y quiso seguir adelante. Pero la idea de perder su trabajo le asustaba.

– Ahora escúchame con atención -dijo Margot-. No es tan difícil sustituir a un director de informativos, y si es necesario, lo haré. Antes de que te des cuenta de lo que está pasando, estarás de patitas en la calle y habrá otro en tu puesto. Hay montones de candidatos para tu cargo, en esta emisora y en las demás. ¿Está claro?

– Sí, muy claro -respondió Chippingham con resignación.

– No obstante, si juegas en mi bando, te quedarás. Pero la política de la división de informativos la marcaré yo. Recuérdalo. Y otra cosa: cuando yo te ordene algo que no te guste, no me hagas perder el tiempo con esas bobadas de la ética periodística y la honradez. Tú dejaste de ser honrado, si lo fuiste alguna vez, el día que impediste la investigación de la historia de los impuestos de Theo Elliott. -Margot le dedicó una sonrisita-. Oh, sí, también me he enterado de eso. Así que ya estás pringado y unas cuantas veces más no cambiarán nada. Eso es todo. Puedes marcharte.

Esa conversación se había desarrollado dos días antes de que Chuck Insen, y luego Crawford Sloane, recurrieran al director del departamento de informativos con sus problemas personales acerca del boletín nacional de la tarde. Chippingham sabía que sus diferencias debían resolverse cuanto antes. Quería retrasar todo lo posible las visitas a Margot y los enfrentamientos.


– Te estoy diciendo, Crawf, lo mismo que le he dicho a Chuck -explicó Chippingham-. En este momento vais a ocasionar un grave perjuicio a todo el departamento si proseguís públicamente vuestra pugna personal. En las altas instancias, la sección de informativos ha caído en desgracia. Y en cuanto a los planes de Chuck de involucrar a Margot Lloyd-Mason, ella no tomará partido por ninguno de los dos. Probablemente, lo que hará sea ordenar más recortes sobre la base de que, si nos sobra tiempo para luchas internas, es que no trabajamos lo suficiente, y por lo tanto sobra personal.

– Eso puedo discutírselo -dijo Sloane.

– Y yo te garantizo que te ignorará.

Chippingham se estaba empezando a enfadar. Algunas veces, un director de informativos tenía la función de proteger al personal de su departamento, incluso a los presentadores, frente a las altas instancias de la compañía. Pero aquello tenía sus límites; por una vez, decidió ponerse duro.

– Tal vez deberías saber una cosa: nuestra nueva jefa no te tiene demasiado cariño. Por culpa de la maldita carta que tú y los otros mandasteis al Times, te tilda de arrogante y de demasiado caro.

– La carta dio en el clavo -protestó Sloane-. Tengo derecho a expresar libremente mi opinión y eso hice.

– ¡Cojones! No tenías por qué firmar aquello. En eso estoy de acuerdo con Margot. ¡Por el amor del cielo, Crawf, eres un hombre hecho y derecho! No puedes cobrar esas cantidades en la emisora y seguir siendo «uno de los chicos» que se le tiran a la garganta cuando les da la gana.

No había ninguna razón, pensó Chippingham, para que encajara él solo toda la artillería de los nuevos dueños de la emisora. ¡Que los otros directivos, incluidos Sloane e Insen, también aguantaran su vela! El director de la sección de informativos también tenía otro motivo personal de irritación. Era jueves y esa noche había planeado iniciar un largo fin de semana de amor con Rita Abrams en Minnesota. Ella ya estaba allí desde la noche anterior. Y Chippingham no quería que esa estúpida pelea fermentara durante su ausencia.

– Volvamos a lo que importa -dijo Sloane-. Hay que introducir algunos cambios en el esquema del telediario.

– Es posible -contestó Chippingham-. Yo también tengo algunas ideas. Lo resolveremos entre todos.

– ¿Cómo?

– La semana próxima nos reuniremos los tres: Chuck Insen, tú y yo… tantas veces como haga falta hasta llegar a un acuerdo. Aunque tenga que daros de cabeza contra la pared, llegaremos a un compromiso aceptable.

– Podemos intentarlo -dijo Sloane con expresión dubitativa-. Pero no es completamente satisfactorio.

– ¿Hay algo que lo sea? -preguntó Chippingham encogiéndose de hombros.


Cuando salió su director, Sloane permaneció en su despacho, rumiando sobre la discusión. Luego recordó la comunicación interna acerca de Larchmont. Curioso por averiguar si había llegado más información, salió de su despacho y se encaminó a la sala de redacción.

15

Bert Fisher, el colaborador de Larchmont, seguía en pos de la potencial noticia de un «posible secuestro» a raíz de la transmisión de radio de la policía. Después de hablar por teléfono con la WCBA-TV, Bert salió a toda prisa de su apartamento, esperando que su abollado «escarabajo» Volkswagen de veinte años se pusiera en marcha. Tras un angustioso minuto de abortadas quejas y gruñidos, arrancó. Tenía un aparato de radio en el coche y sintonizó la frecuencia de la policía de Larchmont. Luego se encaminó hacia el centro, al supermercado Grand Union.

Por el camino captó nuevos mensajes por la radio que le hicieron cambiar de rumbo.

«Coche 423 a central. Nos dirigimos al domicilio de las posibles víctimas del incidente: Park Avenue 66. Manden a un detective.»

«Central a 423. Entendido.»

Tras una breve pausa:

«Central al coche 426. Diríjase urgentemente a Park Avenue 66. Reúnase con el oficial al mando del coche 423. Investigue su informe.»

En la jerga de la policía local, recordó Bert, «dirigirse urgentemente» significaba: con las luces intermitentes y la sirena puestas. Era evidente que el asunto estaba al rojo y Bert pisó el acelerador hasta donde le permitió su vetusto Volkswagen. De camino a Park Avenue 66, se empezó a poner nervioso: no estaba seguro, pero si la dirección pertenecía a quien él creía, aquello iba a ser un notición.

El oficial Jensen, que había atendido la primera llamada desde el supermercado Grand Union y había interrogado a la anciana señorita Priscilla Rhea, intuía que se había metido en algo serio. Repasó mentalmente toda la situación.

Durante la encuesta en los aledaños del supermercado, varios testigos confirmaron haber visto a una clienta -identificada por dos de ellos como la señora Sloane- salir del supermercado a toda prisa, al parecer muy angustiada. La acompañaban su hijo adolescente y otros dos hombres, uno de ellos de unos treinta años y el otro bastante mayor. Según ellos, el más joven había llegado al supermercado por su cuenta. Primero había preguntado a varias señoras si eran la señora Sloane. Luego, cuando encontró a la verdadera señora Sloane, se originó el precipitado éxodo.

A partir de ahí, la única persona que afirmaba haber visto algo era la señorita Rhea. Su historia acerca de una agresión cuyas víctimas habían sido cargadas en un «microbús» era cada vez más creíble. Contribuía a su credibilidad la presencia del Volvo de la señora Sloane en el aparcamiento del supermercado -señalada por una persona que la conocía-, sin rastro de ella ni sus acompañantes en las inmediaciones. También había aquellas manchas en el suelo, posiblemente de sangre. Jensen había pedido a otro de los oficiales que protegiera la zona, para proceder más tarde a examinar las pruebas.

Otro testigo, vecino de los Sloane, le había dado su dirección. Y eso, sumado al hecho de que ya no podía hacer nada más en el supermercado, le impulsó a pedir por radio que mandaran a un detective a reunirse con él en el número 66 de Park Avenue. En otras circunstancias habría añadido el nombre de Sloane a la dirección, ya que, comparadas con las de otras fuerzas de seguridad más importantes, las transmisiones de radio de la policía de Larchmont eran bastante despreocupadas, pero sabiendo que uno de los vecinos más famosos de Larchmont estaba involucrado, y consciente de que podían escucharle oídos indiscretos, eludió nombrarlo de momento.

Se encaminó a Park Avenue, un trayecto de escasos minutos.

Cuando acababa de llegar a la entrada del número 66 se detuvo tras él otro coche de policía sin distintivo, pero con sirena e intermitentes portátiles. El detective Ed York, un veterano del Cuerpo a quien Jensen conocía bien, se apeó del vehículo. York y Jensen sostuvieron una breve conversación y luego se dirigieron juntos hacia la casa. Los policías se identificaron a Florence, la mujer de la limpieza, que salió a la puerta al oír la sirena. Les hizo pasar, con una expresión de sorpresa y alarma en la cara.

– Existe una posibilidad, sólo una posibilidad -le informó el detective York-, de que le haya ocurrido algo a la señora Sloane.

Empezó a hacerle preguntas, que Florence iba respondiendo, cada vez más inquieta.

Sí, ella estaba en la casa cuando la señora Sloane, Nicky y el padre del señor Sloane se fueron a la compra. Serían las once. El señor Sloane se había ido a trabajar justo cuando llegó ella, sobre las 9.30. No, ella no había tenido noticias de ellos desde que habían salido, aunque tampoco esperaba tenerlas. De hecho, no había recibido ninguna llamada telefónica. No, no había sucedido nada extraño cuando la señora Sloane y los otros se fueron. Excepto… bueno…

Florence se calló y luego preguntó angustiada:

– ¿Qué significa todo esto? ¿Qué le ha pasado a la señora Sloane?

– Ahora mismo no tenemos tiempo para explicárselo -le dijo el detective-. ¿Qué ha querido usted decir con «excepto… bueno»?

– Cuando la señora Sloane, su suegro y Nicky se fueron yo estaba ahí -Florence señaló la galería de la parte delantera de la casa-, y les vi alejarse…

– ¿Y…?

– Había un coche aparcado en esa calle, puede usted verla desde aquí. Cuando la señora Sloane salió, el otro coche arrancó de repente y tomó en la misma dirección. En ese momento no le di importancia.

– No tenía motivos -dijo Jensen-. ¿Puede describir el coche?

– Era marrón oscuro, creo. Mediano.

– ¿Se fijó en la matrícula?

– No.

– ¿Reconocería el modelo o la marca?

– Me parecen todos iguales -dijo Florence meneando la cabeza.

– Dejemos eso de momento -dijo el detective York a Jensen. Y luego a Florence-: Piense en ese coche. Intente recordar alguna cosa más. Volveremos a hablar con usted.

El detective y Jensen salieron a la calle. Llegaron otros dos coches patrulla, uno con un sargento de uniforme y el otro con el comisario de policía de Larchmont. El jefe iba de uniforme, era alto y cuadrado e infundía una impresión de serenidad. Los cuatro iniciaron una apresurada conferencia en la acera.

Al final, el comisario preguntó al detective York:

– ¿Cree usted que va en serio… que es un auténtico secuestro?

– De momento -respondió York-, todos los indicios lo sugieren.

– ¿Jensen?

– Sí, señor. Así es.

– Ha dicho que la furgoneta Nissan estaba matriculada en Nueva Jersey…

– Según uno de los testigos, sí, señor.

El comisario de policía meditó.

– Si ha sido un secuestro y han cruzado la frontera del estado, el caso entra en la jurisdicción del FBI. Ley Lindbergh. -Y añadió-: Aunque esa clase de detalles al FBI le tienen sin cuidado.

Sus últimas palabras tenían un deje de amargura y reflejaban la convicción de muchos funcionarios de que el FBI intervenía en los casos importantes que le gustaban y siempre encontraba razones para declinar los demás.

– Voy a llamar al FBI ahora mismo -dijo categóricamente el comisario.

Volvió a su coche y descolgó el micro. A los dos minutos regresó junto a los demás y ordenó al detective York que volviera a la casa y se quedara allí.

– Primero pídale a la empleada que llame al señor Sloane y hable usted personalmente con él. Dígale lo que sabemos y que vamos a hacer todo lo que podamos. Después, responda a las llamadas de teléfono. Tome nota de todo. Recibirá ayuda en seguida.

El sargento y Jensen recibieron instrucciones de quedarse fuera protegiendo la casa.

– No tardará en llegar la gente como moscas a la miel. No dejen que pase nadie más que el FBI. Cuando llegue la prensa haciendo preguntas, envíenlos a la comisaría.

En ese momento oyeron acercarse un coche con gran estrépito. Volvieron la cabeza. Era un Volkswagen «escarabajo» blanco, y el jefe de policía comentó sombríamente:

– Aquí está el primero.


Bert Fisher no tuvo necesidad de comprobar cuál era el número 66 de Park Avenue. El grupo de coches de la policía era suficientemente revelador.

Cuando detuvo su coche junto al bordillo y se bajó, el comisario de policía ya estaba en el suyo, a punto de marcharse. Bert se le acercó a toda prisa:

– ¿Puede hacer alguna declaración, comisario?

– ¡Ah, es usted! -El jefe bajó el cristal de su ventanilla; conocía al viejo colaborador de prensa desde hacía muchos años-. ¿Una declaración sobre qué?

– Oh, venga, jefe… Lo he oído todo por la radio, incluidas sus instrucciones de llamar al FBI. -Bert echó un vistazo a su alrededor, comprendiendo que su presentimiento era acertado-. Ésta es la casa de Crawford Sloane, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y ha sido secuestrada la señora Sloane?

Como el comisario vacilaba, Bert suplicó:

– Mire, soy el primero que ha llegado. ¿Por qué no le da una oportunidad a un vecino?

El comisario, que era un hombre sensato, pensó: ¿Y por qué no? Fisher le caía bien, a veces era una lata como un mosquito insistente, pero nunca resabiado como algunos periodistas.

– Si ha oído todas las comunicaciones -dijo el jefe-, sabrá ya que todavía no tenemos certeza absoluta de nada. Pero creemos que la señora Sloane puede haber sido secuestrada, con su hijo Nicholas y su suegro.

Bert, tomando nota de lo que le decía el comisario, sabía que aquélla era la historia más importante de su vida y no quería estropearla.

– O sea que me está usted diciendo que la policía de Larchmont está actuando sobre la suposición de que tres personas han sido secuestradas.

– Correcto -asintió el comisario.

– ¿Tiene alguna idea de quién puede haberlo hecho?

– No. Ah, una cosa. Todavía no se ha informado al señor Sloane, y estamos intentando ponernos en contacto con él. Así que, antes de dar tres cuartos al pregonero, denos tiempo para decírselo, por favor.

Con aquello, el comisario concluyó las confidencias y Bert se precipitó hacia su Volkswagen. Pese a la advertencia del comisario, no tenía intención de esperar ni un segundo. Lo único que le preocupaba era dónde estaba la cabina telefónica más cercana.

Poco después, mientras se alejaba de Park Avenue, Bert vio un coche que se acercaba en dirección contraria, y reconoció a su ocupante: era el colaborador local de la WNBC-TV. Así que la competencia estaba en el ajo. Pues si quería mantenerse en cabeza, Bert tenía que moverse a toda prisa.

Un poco más adelante, en Boston Road, encontró una cabina de teléfonos. Mientras marcaba el número de la WCBA-TV le temblaban las manos.

16

A las 11.20, en la sala de redacción de la WCBA-TV, la tensión, ya a punto de estallar, seguía aumentando, como era habitual durante la hora que precedía a la emisión del noticiario de mediodía. Ese día en especial había un denso programa de noticias, con varios reportajes compitiendo por la primera posición.

Un famoso pastor evangelista, de visita en Nueva York para recoger un premio religioso, había aparecido muerto en su suite del Waldorf, al parecer por una sobredosis de cocaína, y la prostituta que había pasado la noche con él estaba siendo interrogada por la policía. En el centro de Manhattan estaba ardiendo un bloque de oficinas; la gente, atrapada en los pisos altos, era rescatada por un helicóptero. Un millonario de Wall Street, enfermo terminal de cáncer, recorría las calles del Bronx en una silla de ruedas repartiendo a puñados billetes de cien dólares. Desde un coche blindado que le seguía, le iban aprovisionando de tanto en tanto.

En aquel escenario casi de manicomio, pasaron la llamada telefónica de Bert Fisher al mismo redactor que, al enterarse de quién le llamaba, le espetó:

– Oye, estamos al borde del colapso. ¡Suéltalo todo rápido!

Bert obedeció y el joven periodista exclamó, incrédulo:

– ¿Estás seguro? ¿Absolutamente seguro? ¿Tienes la confirmación?

– Del jefe de policía -añadió Bert muy ufano-. Me ha hecho la declaración en exclusiva y se la hice repetir para asegurarme.

El redactor se había puesto en pie y gesticulaba, gritando a la directora de informativos:

– ¡Coge la línea cuatro! ¡La línea cuatro!

Apremió a un jefe de logística que estaba en la mesa de al lado:

– Necesitamos un equipo de rodaje en Larchmont, en seguida. No me preguntes de dónde lo sacas, cógelo de otro sitio, de donde sea, y mándalo inmediatamente para allá.

La directora de informativos estaba hablando con Bert Fisher. Cuando hubo tomado nota de lo esencial, le preguntó:

– ¿Quién más tiene la historia?

– Yo he sido el primero, soy el primero. Pero cuando me iba estaba llegando alguien de la WNBC.

– ¿Le acompañaba un equipo de rodaje?

– No.

El redactor se acercó a ella y le comunicó:

– Tengo las cámaras en camino. Son las que cubrían lo del Bronx.

La directora instruyó a Bert Fisher por teléfono:

– No cuelgues.

Después ordenó al redactor que tenía más cerca:

– Coge la línea cuatro. Es Fisher, desde Larchmont. Anótalo todo y luego lo redactas como noticia de cabecera.

Al mismo tiempo, la directora de informativos descolgó un teléfono que conectaba directamente con la emisora de televisión. Lo cogió Ernie LaSalle, el editor de nacionales de la CBA.

– El secuestro de Larchmont se ha confirmado -le dijo-. Hace media hora, un grupo de desconocidos ha raptado a la esposa de Crawford Sloane, su hijo y su padre.

– ¡Dios santo! -La incredulidad y el asombro de LaSalle recorrieron la línea-. ¿Lo sabe ya Crawf?

– No creo.

– ¿Y la policía?

– Desde luego, y han avisado ya al FBI. Nuestro colaborador, Fisher, tiene una declaración del jefe de policía de Larchmont -repasó sus notas y le leyó en voz alta las palabras del comisario, la pregunta de Fisher y la confirmación-: «correcto».

– Repítemelo -le dijo LaSalle escribiendo frenéticamente.

La directora de informativos de la WCBA se lo repitió, y después añadió:

– Sabemos que la WNBC está en ello, aunque detrás de nosotros. Mira, vamos a darlo a mediodía como sea, e incluso estoy considerando si debemos interrumpir ahora mismo la programación. Pero he pensado que como se trata de la familia…

– Déjate de pamplinas -saltó LaSalle sin dejarla terminar-. Aquí hay algo gordo por medio. Y si se va a dar la noticia, la daremos nosotros.

En apenas unos segundos, Ernie LaSalle meditó sus opciones. Eran varias.

La primera consistía en tardar todo el tiempo que hiciera falta para localizar a Crawford Sloane, que tal vez no se hallara en la casa y luego comunicarle personalmente con toda la delicadeza del mundo la espantosa noticia. La segunda era coger el teléfono interior que tenía delante y anunciar a todo el departamento el secuestro de la familia de Sloane, a raíz de lo cual se iniciaría indudablemente un torbellino de actividad para emitir un comunicado especial. La tercera era cursar orden a un jefe de control de que la CBA-News saldría al aire al cabo de unos tres minutos, interrumpiendo la programación habitual con un boletín especial. LaSalle era uno de los pocos directivos con autoridad para decidir una intrusión de ese tipo y, a su juicio, la noticia que acababa de recibir era no sólo notable, sino que revestía un inmenso interés público.

Se decidió por la segunda opción. Influyó en ello su conocimiento de que otra emisora de Nueva York, la WNBC-TV -filial de la NBC-, les pisaba los talones. Indudablemente, la NBC-News recibiría en breve un informe de su filial, igual que la CBA. Por lo tanto, no quedaba tiempo para amabilidades. Y en cuanto a salir al aire inmediatamente, había otras personas, como el director del departamento de informativos, Les Chippingham, capacitadas para tomar esa decisión.

«Lamento mucho hacerte esto, Crawf», pensó LaSalle mientras descolgaba el teléfono interior.

– División de nacionales. LaSalle. El secuestro de Larchmont comunicado anteriormente ha sido confirmado por el jefe de policía local, que ha llamado al FBI. Según la policía, las víctimas son la señora Sloane, el joven Nicholas Sloane y… -pese a su determinación y su profesionalidad, a LaSalle se le quebró la voz. Se endureció y prosiguió-:… y el padre de Crawford, que han sido reducidos violentamente y raptados por unos desconocidos. La WCBA está cubriendo el incidente, tenemos más detalles. Creemos que la NBC está en ello, aunque les llevamos una pequeña delantera. La redacción recomienda salir a antena inmediatamente.


El horror y la consternación barrieron toda la división de informativos como una ola. Todo el mundo dejó de trabajar. Muchos se miraron unos a otros, como preguntándose: ¿Es cierto lo que acabo de oír?

Cuando llegó la confirmación, se atropellaban en boca de todos preguntas sin contestación: ¿Cómo era posible una cosa así? ¿Quién lo habría hecho? ¿Era un secuestro por dinero? ¿Qué querrían los secuestradores? ¿Qué posibilidades hay de que la policía les encuentre rápidamente? Oh, Dios mío, ¿cómo estará Crawford?

Un piso por encima de la sala de redacción, los ejecutivos de la Herradura también se quedaron horrorizados, aunque su pasmo duró sólo unos segundos. En seguida, por rutina y pura disciplina, empezaron a funcionar, como galvanizados.

Chuck Insen, el director de realización, salió de su despacho a la carrera. Todos sus instintos periodísticos le decían que debían seguir el consejo de la redacción nacional de salir a antena inmediatamente. En esos casos, el puesto de Insen estaba en la sala de control, cuatro plantas más abajo. Se dirigió a los ascensores y apretó un botón de bajada con el pulgar.

Mientras esperaba impaciente el ascensor, Insen rebosaba de compasión por Sloane, olvidando totalmente por el momento sus diferencias. Se preguntó dónde estaría Crawf. Insen le había visto de lejos un rato antes, y sabía que él y Les Chippingham habían estado hablando en el despacho de Sloane por razones que Insen no ignoraba en absoluto. Presumiblemente, Crawf estaba en la casa y habría oído el comunicado interior. Lo cual planteaba una cuestión crucial.

Cuando se consideraba que una noticia era lo bastante significativa y urgente para interrumpir la programación, solía ser el presentador de la noche -en la CBA, Crawford Sloane- quien se sentaba ante las cámaras. Cuando el presentador no se hallaba en las inmediaciones, le sustituía otro comentarista hasta que aquél aparecía. Pero Insen comprendía que era absolutamente impensable que Sloane diera esa brutal y desgarradora noticia sobre su propia familia.

En ese momento se abrió la puerta del ascensor y el comentarista de temas económicos de la CBA-News, Don Kettering, se dispuso a salir de él. Kettering, de mediana edad, con un espeso bigote y todo el aspecto de un próspero hombre de negocios, abrió la boca para decir algo pero no pudo: Insen le metió de nuevo a empellones dentro del ascensor y pulsó el botón del sótano. Las puertas del ascensor se cerraron.

– ¿Pero qué…? -farfulló Kettering.

– Espera -dijo Insen-. ¿Has oído la noticia por megafonía?

– Sí, lo siento horrores. Iba a decírselo a Crawf…

– Vas a decírselo -le interrumpió Insen- a los espectadores. Vete al estudio de avances y siéntate a la mesa. Crawf no puede hacerlo. Tú sí. Me pondré en contacto contigo desde la sala de control.

Kettering, de mente ágil y experto reportero general antes de especializarse en economía, asintió. Incluso parecía alegrarse un poco.

– ¿Me vas a adelantar algo?

– Te pasaremos todo lo que tenemos hasta ahora. Tienes un minuto para echarle un vistazo y luego improvisas. Te iremos comunicando todo lo que vaya llegando sobre la marcha.

– Bien.

Insen salió del ascensor y Kettering se dirigió a la planta de emisión.

El edificio bullía de actividad, en algunos casos de forma automática.

En la sala de redacción, el jefe de logística del sector nordeste estaba reuniendo dos equipos de rodaje con sus respectivos corresponsales. Tenían instrucciones de dirigirse a toda prisa a Larchmont y conseguir imágenes del lugar del secuestro y entrevistar a la policía y a algún testigo. Una unidad móvil de transmisión llegaría poco después.

En un pequeño departamento de investigación adjunto a la Herradura, una dependencia de los archivos principales situados en otro edificio, media docena de personas estaban reuniendo precipitadamente por ordenador una biografía de Crawford Sloane y los escasos datos conocidos sobre su familia (pocos, porque Jessica Sloane había insistido siempre en proteger su intimidad y la de Nicholas).

Sin embargo, los documentalistas consiguieron en alguna parte una foto de Jessica, que llegó por fax; un técnico en fotografía estaba esperando a que saliera, inclinado sobre la máquina, para convertirla en una diapositiva. Por la impresora de otro ordenador estaba saliendo un informe sobre la intervención bélica del padre de Crawford, Angus Sloane. También tenían una foto suya. De momento no habían conseguido ninguna foto de Nicky.

Un ayudante de investigación cogió todo el material disponible y bajó corriendo un tramo de escalera hasta el pequeño estudio de avances, adonde acababa de llegar Don Kettering. Justo detrás del ayudante de investigación llegó un ordenanza con el texto del informe de Bert Fisher transmitido por la WCBA-TV. Kettering se sentó ante la mesa central del estudio y, desconectándose de todo lo demás, se sumió en la lectura. A su alrededor iban llegando los técnicos, se encendían los focos. Alguien prendió un micrófono en la americana de Kettering. Un cámara enmarcó a Kettering en su objetivo.

El estudio de avances era el más pequeño del edificio, poco más grande que un modesto cuarto de estar. Tenía una sola cámara y se usaba para las ocasiones como aquélla, porque se podía preparar y empezar a utilizarlo en cuestión de segundos.

Entretanto, en la oscura sala de control donde se instaló Chuck Insen, una realizadora se deslizó hacia el asiento central frente a un panel de monitores, algunos iluminados y otros desconectados. A su derecha tenía a una ayudante con un cuaderno abierto. Los operadores y los técnicos iban ocupando sus puestos y sus órdenes se entrecruzaban.

– Cámara uno. Comprueba el micro.

– Bill, es un comunicado en directo. Rótulo «Interrumpimos la programación» al principio, y al final: «Reanudamos la programación». ¿Entendido?

– Sí.

– ¿Tenemos el guión?

– No. Hay que improvisarlo.

– Acerca el vídeo diez unidades.

– Cámara uno, quiero ver a Kettering.

Otros monitores iban cobrando vida, y entre ellos el del estudio de avances. La cara de Don Kettering ocupó la pantalla.

La secretaria de realización hablaba con el jefe de control de la emisora.

– Informativos. Estamos a punto de interrumpir la programación con un boletín. No cuelgue, por favor.

– ¿Está lista la transparencia? -preguntó la realizadora.

– Está aquí -contestó una voz.

En otro monitor, unas letras rojas aparecieron en pantalla:


CBA NEWS BOLETÍN ESPECIAL


– Un momento. -La realizadora se volvió en su asiento para hablar con Insen-: Chuck, estamos listos. ¿Empezamos?

El productor ejecutivo, con un teléfono sujeto en el hombro, contestó:

– Es lo que estoy averiguando.

Hablaba con el director de la sección de informativos, que se encontraba en la sala de redacción, donde Crawford Sloane le estaba rogando que esperaran un poco.

Eran las 11.52.


Cuando llegó el apabullante comunicado de la oficina de nacionales, Crawford Sloane estaba junto a la escalera del cuarto piso, a punto de bajar a la sala de redacción. Su intención era averiguar algo más, si se podía, sobre la información de Larchmont.

Cuando los altavoces se pusieron en marcha, se detuvo a escuchar. Luego, sin poder creer lo que oía, se quedó inmóvil, aturdido y en estado de shock. Su momentáneo trance fue interrumpido por una de las secretarias de la Herradura, que le había visto pasar y se le acercó corriendo, llamándole, sin aliento:

– ¡Oh, señor Sloane! Le llama la policía de Larchmont. Quieren hablar con usted urgentemente.

Él siguió a la chica y contestó desde su despacho.

– Señor Sloane, soy el detective York. Estoy en su domicilio y tengo que comunicarle una desgraciada…

– Acabo de enterarme. Cuénteme todo lo que sepa.

– En realidad, señor, muy poca cosa. Sabemos que su esposa, su hijo y su padre salieron hacia el supermercado Grand Union hace unos cincuenta minutos. Dentro del supermercado, según los testigos, se les acercó…

El detective continuó su relato de los hechos, incluyendo la supuesta partida a la fuerza del trío en la furgoneta Nissan.

– Acabo de oír que están en camino varios agentes especiales del FBI y otro va a reunirse con usted. Me han encargado que le diga que existe cierta preocupación en torno a su propia seguridad. Va a recibir protección, pero, por el momento, no debe usted salir del edificio.

La mente de Sloane era un torbellino. Consumido de ansiedad, preguntó:

– ¿Tienen alguna idea de quién puede haberlo hecho?

– No, señor. Ha sucedido todo de repente. Estamos absolutamente a oscuras.

– ¿Lo sabe mucha gente… lo que ha pasado?

– Que yo sepa, no mucha -y el detective añadió-: y cuanto más tiempo se mantenga así, mucho mejor.

– ¿Por qué?

– En los casos de secuestro, señor Sloane, la publicidad puede ser perjudicial. Ya tendremos noticias de los secuestradores… Probablemente intenten primero ponerse en contacto con usted. Luego, posiblemente el FBI quiera pactar con ellos, iniciar las negociaciones. No deseamos que medio mundo se meta por medio. Ni ellos tampoco porque…

– Detective -le interrumpió Sloane-, seguiré hablando con usted un poco más tarde. Ahora mismo tengo que hacer muchas cosas.

Consciente de la actividad de la Herradura, y sabiendo lo que ello significaba, Sloane quería retrasar cualquier acción precipitada. Salió en tromba de su despacho gritando:

– ¿Dónde está Les Chippingham?

– En la sala de redacción -le dijo un editor. Y luego, con amabilidad-: Crawf, lo siento en el alma, pero me parece que va a salir en antena…

Sloane casi no le oyó. Se precipitó escalera abajo. En la sala de nacionales, el director de informativos discutía apresuradamente con otros ejecutivos.

– ¿Qué fiabilidad tiene nuestro colaborador de Larchmont? -estaba preguntando Chippingham.

– La WCBA dice que es un antiguo colaborador, desde hace años, honrado, cabal y fiable -dijo Ernie LaSalle.

– Entonces creo que debemos emitir la noticia.

– ¡No! ¡No! -Sloane irrumpió en el corro-. Les, por favor, no lo hagas. Necesitamos más tiempo. La policía acaba de decirme que ya llegarán noticias de los secuestradores. La publicidad puede perjudicar a mi familia.

– Crawf -dijo LaSalle-, sabemos lo mal que lo estás pasando. Pero es una historia de campeonato, y los otros la tienen. Y no van a callársela. La WNBC…

– ¡Sigo diciendo que no! -exclamó Sloane meneando la cabeza. Luego se enfrentó con el director de la sección-: ¡Les, por favor… esperad!

Se produjo un embarazoso silencio. Todos sabían que, en otras circunstancias, Sloane sería el primero en apremiar la salida a antena. Pero ninguno tuvo el valor de decirle: «Crawf, no puedes pensar con coherencia».

Chippingham miró el reloj de la sala de redacción: las 11.54.

LaSalle tenía a Insen al otro extremo del hilo, y anunció:

– Chuck dice que están listos. Quiere saber si vamos a interrumpir la programación o no.

– Dile que lo estoy decidiendo -contestó Chippingham.

Estaba planteándose si debía esperar hasta las doce. En los monitores podían ver las programaciones nacionales de todas las emisoras. La CBA estaba dando un popular folletón; cuando concluyera entraría la publicidad. Cortar entonces significaba una interrupción muy cara. ¿Serían tan esenciales esos seis minutos?

En ese instante, varias computadoras de la sala de redacción emitieron simultáneamente un pitido. En las pantallas apareció una «B»: la señal de un despacho urgente de prensa. Alguien leyó una pantalla y anunció en voz alta:

– La Associated Press tiene la noticia del secuestro de los Sloane.

Sonó otro teléfono en la mesa del editor. LaSalle descolgó, escuchó un momento y luego dijo muy serio:

– Gracias por comunicárnoslo. -Colgó e informó a los directivos-: Era la NBC. Nos han llamado por cortesía, para decirnos que tienen la historia. La van a dar a las doce.

Faltaban unos segundos para las 11.55.

Chippingham tomó una decisión:

– ¡Adelante! LaSalle, dile a Chuck que interrumpa la programación.

17

En el edificio principal de la CBA-News, en un cuartito situado dos plantas por debajo del nivel de la calle, dos operadores trabajaban ante un complejo sistema de transmisiones, una galaxia de lucecitas y diales, terminales de ordenador y monitores de televisión. Dos de las paredes de la habitación eran paneles de cristal y daban a dos pasillos en penumbra. Cualquiera que pasara por allí podía curiosear lo que quisiera. Era la sala de control principal de la emisora, el puesto de mando técnico de la CBA a nivel nacional.

Por allí discurría toda la programación de la emisora: concursos, noticiarios, retransmisiones deportivas, documentales, discursos del presidente, debates parlamentarios, reportajes en directo y en diferido y cuñas publicitarias. Sorprendentemente, pese a su importancia como centro electrónico vital, su ubicación y su aspecto eran anodinos.

En el centro de control, cada jornada transcurría generalmente según una rutina prevista, siguiendo un meticuloso plan que codificaba las veinticuatro horas de emisión en función de minutos, o de segundos incluso. Principalmente, la ejecución del plan se realizaba por ordenador, bajo la supervisión de los dos operadores, que intervenían a veces cuando algún suceso extraordinario exigía la interrupción de la programación regular.

Y eso era lo que iba a ocurrir en ese momento.

Hacía un instante, Chuck Insen les había advertido por la línea directa de la sala de control con el departamento de informativos:

– Tenemos un boletín especial. A nivel nacional. Vamos a emitir… ¡Ahora!

Mientras Insen hablaba, la transparencia «CBA-News Boletín especial» introducida en la sala de control de informativos apareció en uno de los monitores del centro de control general.

El experimentado técnico del centro de control que recibió la llamada sabía perfectamente que la orden «Ahora» significaba exactamente eso. En ausencia de esa orden, si al programa en curso le faltaba menos de un minuto y medio de emisión, esperaría hasta su conclusión antes de salir a antena. En situaciones similares, si se estaba emitiendo un anuncio publicitario, lo dejaría terminar.

Pero «Ahora» era una orden muy estricta, que no admitía esperas. Estaba en antena una cuña publicitaria de un minuto, y le quedaban treinta segundos. Pero el operador conmutó un interruptor, en un gesto que le costaría a la CBA 25.000 dólares. Otro conmutador introdujo la transparencia de «Boletín especial» en la transmisión de imagen. Instantáneamente, la brillante leyenda roja apareció en las pantallas de más de doce millones de aparatos de televisión.

Durante cinco segundos, contados en el reloj digital que tenía delante, el técnico del centro de control mantuvo muda la transmisión de sonido. Era para permitir a las salas de control de las emisoras filiales que no estaban emitiendo la programación nacional que interrumpieran su programación local para introducir el boletín especial. La mayoría lo hizo.

A los cinco segundos se abrió el paso de sonido y se oyó la voz de un locutor:

– Interrumpimos nuestra programación para transmitir un boletín especial de la CBA-News. Desde Nueva York, el corresponsal Don Kettering.

La realizadora ordenó desde la sala de control de informativos:

– ¡Don, entrada!

En las pantallas de televisión de todo el país apareció la cara del comentarista económico de la CBA, con una expresión muy seria.

– La policía de Larchmont -empezó con voz grave-, Nueva York, ha informado del presunto secuestro de la esposa, el hijo y el padre del presentador de informativos de la CBA, Crawford Sloane.

Mientras Kettering proseguía apareció en pantalla una foto fija de la conocida cara de Sloane.

El secuestro, perpetrado por unos desconocidos, ha ocurrido hace unos cuarenta minutos. Según la policía y los testigos, fue precedido por un violento asalto…

Eran las 11.56. La CBA había desbancado a sus competidores dando la noticia antes que ellos.

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