CUARTA PARTE

1

Estaba lloviendo y era todavía de noche minutos antes de las seis, hora del este, cuando el Learjet 36A despegó del aeródromo de Teterboro, en Nueva Jersey, con destino a Bogotá, Colombia. A bordo iban Harry Partridge, Minh Van Canh y Ken O'Hara.

Partridge y sus dos acompañantes habían ido directamente desde la sede de la CBA-News hasta el aeródromo en un coche de la compañía. Durante aquella noche endiablada, Partridge consiguió escabullirse media hora para ir a recoger una bolsa de equipaje al hotel Intercontinental. No perdió tiempo en pagar la cuenta, ya iría alguien de la empresa esa misma mañana.

También pidió a la oficina de logística de la CBA que le facilitaran algún acomodo para dormir un poco en el Lear; y le encantó descubrir que se lo habían preparado. En la banda de estribor de la cabina de pasajeros habían abatido dos de los asientos, formando una invitadora litera con una colchoneta, sábanas y mantas. Se podía montar otra cama en el otro lado, pero Minh y O'Hara se la tendrían que rifar, aunque, en cualquier caso, no creía que hubieran pasado una noche tan movida como él.

En lo que tardaron en despegar y tomar el rumbo, Partridge ya se había quedado dormido. Durmió profundamente durante tres horas y cuando se despertó advirtió que la cabina estaba en penumbra; alguien había tenido el detalle de bajar las cortinas de las ventanillas y un sol brillante se colaba por las rendijas, permitiendo cierta visibilidad. Al otro lado de la cabina, Minh dormía en una butaca hecho un ovillo, y O'Hara hacía lo mismo en la fila posterior.

Partridge consultó su reloj: las nueve en Nueva York, por lo tanto, las ocho en Lima. Buscó el plan de vuelo que les había dejado el piloto antes de despegar y calculó que tardarían unas dos horas en aterrizar en Bogotá, para repostar. El ronroneo de los reactores era regular y no había turbulencias. Como una seda, pensó Partridge, cerrando los ojos para disfrutar de ese lujo.

Pero no volvió a conciliar el sueño. Tal vez le habían bastado esas tres horas. Tal vez habían sucedido demasiadas cosas en tan poco tiempo para permitirle descansar. En anteriores ocasiones, había advertido que le bastaban pocas horas de sueño durante los períodos de actividad y tensión, y ésa era una de esas ocasiones o lo sería en muy poco tiempo. Sí, iba a entrar en acción -incluso, probable y literalmente en combate- y notó con placer que sus sentidos se agudizaban.

Supuso que esta sensación siempre había estado latente en él, aunque Vietnam la había despertado y después otras guerras habían satisfecho esa necesidad. Por eso le llamaban el corresponsal «guerrillero», mote que le había molestado al principio, pero ya lo había asumido.

¿Por qué no le molestaba ya? Porque algunas veces hacía falta un «guerrillero» como él, igual que los soldados de Balaklava, que desempeñaban su tarea.


Cannon to right of them,

Cannon to left of them,

Cannon in front of them

Volleyed and thundered: [3]


Partridge sonrió divertido del romanticismo de Tennyson… y del suyo.

Aunque no había sido siempre así. Durante un tiempo, mientras vivió con Gemma, había evitado las guerras y los peligros, porque la vida era deliciosa, gloriosa y demasiado feliz para arriesgarse a perderla de repente. Por aquella época, la emisora había practicado una política distinta: asignar a Harry misiones seguras: se las había ganado. Y enviar a los periodistas más jóvenes a oler la pólvora.

Más adelante todo cambió, una vez más. Cuando Gemma desapareció de la circulación, terminó la protección de Partridge, que regresó a sus misiones de guerra, en parte porque era uno de los mejores y en parte porque dio a entender que no le importaba jugarse la vida. Pensó que ésa era una de las razones de que estuviera haciendo este viaje.

Era muy curioso que desde el inicio de ese proyecto hubiera revivido mentalmente su historia con Gemma. Durante el vuelo desde Toronto, justo después del secuestro, recordó el viaje del Papa en el DC-10 de Alitalia, cuando la conoció… su conversación con el pontífice y la anécdota de los «esclavos-eslavos», que él resolvió… luego, la bandeja del desayuno donde Gemma le puso una rosa.

Y al día siguiente de empezar ese trabajo -¿o eran dos?-, más reminiscencias por la noche, en su hotel, de cuando se enamoró de Gemma, su proposición de matrimonio en el mismo avión de la gira papal, y en una de las etapas, una breve visita en taxi a la ciudad vieja de Panamá, y su boda ante el juez*, en un ornamentado despacho.

Y después, hacía apenas una semana, en la oscuridad del coche que le llevaba a Manhattan, al salir de la casa de Crawford Sloane en Larchmont, le asaltó el recuerdo de sus días dorados e idílicos de Roma, donde su amor por Gemma se había afianzado; la maravillosa dádiva de la risa y la alegría de Gemma; sus problemas con la contabilidad; su endiablada conducción que le daba tanto miedo… hasta que le entregó las llaves, al enterarse de que estaba embarazada. Y después, la noticia de su destino en Londres…

Así que, sin pretenderlo, su pensamiento regresó otra vez a Gemma, durante el rato de tranquilidad que le deparaba ese nuevo viaje en avión. Pero esta vez no se resistió a los recuerdos, los dejó fluir libremente.


Su vida en Londres fue increíblemente hermosa.

Alquilaron un piso amueblado, muy agradable, en St. John's Wood, que les cedió el predecesor de Harry. Gemma no tardó en añadirle detalles personales. Tenía siempre toda la casa llena de flores. Colgó unos cuadros que se llevaron de Roma. En Kensington compraron una vajilla de porcelana y manteles, y en Cork Street compraron una escultura de bronce a un joven artista.

El trabajo de Partridge en las oficinas de la CBA-News en Londres era agradable. Cubría historias nacionales y algunas del continente -Francia, Holanda, Dinamarca y Suecia-, aunque no solía pasar demasiado tiempo fuera. En sus horas libres, Gemma y él exploraban Londres juntos, disfrutando con sus descubrimientos históricos, su esplendor, sus curiosidades y sus singularidades, perdiéndose en sus callejuelas angostas y misteriosas, algunas exactamente iguales a las de Dickens, y en sus intrincados recovecos.

La multitud de calles laberínticas desconcertaba a Gemma, que se perdía por ellas. Cuando Partridge le decía que las calles de Roma eran muy parecidas, ella negaba con la cabeza enérgicamente:

– Lo de «Ciudad Eterna» no es gratuito, Harry caro. En Roma siempre te mueves hacia delante. Es instintivo. Londres juega contigo como el gato con el ratón; te despista. Pero me encanta, es como un juego.

La circulación también la desconcertaba. Desde lo alto de la escalinata de la National Gallery, contemplando el veloz torbellino de coches, taxis y autobuses de dos pisos que rodeaban Trafalgar Square, le dijo:

– Es tan peligroso, cariño… Van todos al revés.

Afortunadamente, como no lograba adaptarse a conducir por la izquierda, Gemma no tuvo el menor deseo de conducir su coche y cuando estaba sola se desplazaba a pie, en metro o en taxi.

La National Gallery fue uno de los muchos museos que visitaron, aunque también saborearon otros espectáculos, convencionales u originales, desde el cambio de guardia del palacio de Buckingham hasta las ventanas ciegas de los edificios de principios del siglo xix, cuando se decretó un impuesto sobre las ventanas para financiar la guerra contra Napoleón.

Un día contrataron a un guía, que les mostró una estatua de la reina Ana que, según él, tuvo diecinueve embarazos y fue enterrada en un ataúd de cuatro metros cuadrados. Ante New Zealand House, el antiguo hotel Carlton, les contó que Ho Chi Minh había trabajado allí como portero, anécdotas que Gemma adoraba e iba garabateando en un cuaderno cada vez más voluminoso.

Uno de sus pasatiempos dominicales favoritos era acercarse al Speakers' Comer junto a Marble Arch donde, según explicaba Partridge, los profetas, los fanfarrones y los lunáticos gozaban de igualdad».

– Pues yo no veo qué tienen de extraordinario -le dijo Gemma un día, después de escucharles-. Algunos de los discursos que dais en la tele no son mucho mejores que éstos. Tendrías que hacer un reportaje sobre Speakers' Comer para la CBA.

Poco después, Partridge mandó dicha sugerencia a Nueva York y la Herradura la aprobó en seguida. Realizó un reportaje en tono de humor, que colaron al final del noticiario del viernes por la noche y fue muy alabado.

Otro de sus hitos fue su visita al Brown's Hotel, fundado por el mayordomo de Lord Byron, donde tomaron el té, la más británica de las experiencias, con un servicio impecable, emparedados exquisitos, tortas, mermelada de fresa y crema cuajada de Devonshire.

– Es un ritual sagrado, mio amore -declaró Gemma-. Como la comunión, pero más rico.

En resumen, todo lo que hacían juntos se convertía en una experiencia dichosa. Y entretanto, el embarazo de Gemma progresaba, prometiendo mayor felicidad para el futuro.

Durante el séptimo mes de embarazo de Gemma, Partridge se fue a París, a una misión de veinticuatro horas. La oficina parisina de la CBA-News estaba escasa de personal y necesitaba cubrir las acusaciones a una película americana que hacía un retrato crítico -y al parecer erróneo- sobre la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Partridge realizó el reportaje, que se envió a Nueva York vía satélite desde Londres, aunque él dudaba que fuera lo bastante importante para el boletín nacional de la noche. Y al final, no lo fue.

Luego, en las oficinas de París, cuando estaba a punto de irse al aeropuerto, le pasaron una llamada telefónica:

– Harry, te llaman desde Londres. Es Zeke.

Zeke era Ezekiel Thompson, el jefe de la oficina de Londres, un hombretón duro, austero y negro. Para quienes trabajaban con él, parecía insensible. Lo primero que advirtió Partridge al coger el teléfono fue la turbación y la angustia de la voz de Zeke.

– Harry, nunca había tenido que hacer una cosa como ésta… no sé cómo decírtelo… pero… -logró articular.

Luego, Zeke consiguió contarle el resto, como pudo.

Gemma había muerto. Se disponía a atravesar una calle en un cruce con mucha circulación, en Knightsbridge, y, según todos los testigos, había mirado a la izquierda en lugar de a la derecha. ¡Oh, Gemma! Mi querida, maravillosa Gemma, cabeza de chorlito, que creía que en Gran Bretaña todo el mundo conducía por la mano contraria, que todavía no había aprendido a qué lado había que mirar para cruzar la calle… Un camión, que venía por su derecha, la había atropellado. Los que lo presenciaron dijeron que no fue culpa del conductor del camión, que no pudo evitarlo…

Su hijo -un varón descubrió Partridge más adelante- no había podido salvarse.


Partridge regresó a Londres y, cuando terminó de hacer todos los trámites y se quedó solo en el piso que habían compartido, lloró. Se encerró solo durante días, negándose a ver a nadie, derramando todas las lágrimas no sólo por Gemma, sino todas las que no había derramado a lo largo de los años.

Lloró al fin por los niños galeses que murieron en Aberfan, cuyos patéticos cuerpecitos había visto rescatar de aquel mar inmundo de escoria. Lloró por los niños que morían de hambre en África mientras las cámaras filmaban y Partridge, con los ojos secos, escribía en su cuaderno. Lloró por todos los muertos de todos los lugares trágicos que había visitado, por todos los desamparados que había visto, cuyos gemidos había oído y cuyos sufrimientos había descrito, cuando no era más que un periodista realizando su trabajo.

Y en medio de todo aquello, recordó las palabras de la psiquiatra que le había dicho una vez: «Estás almacenando, guardando tus emociones en tu interior. Pero algún día estallará todo, saldrá a la superficie, y llorarás. ¡Oh, sí, llorarás, y no sabes cuánto!».

Después, sin saber cómo, recompuso su vida. La CBA-News le ayudó manteniéndole ocupado, negándole un momento de introspección, mandándole de una misión difícil a otra más difícil que la anterior. Al cabo de poco tiempo, Partridge estaba siempre en los lugares de mayor conflicto y peligro. Corrió toda clase de riesgos, de los que salía siempre ileso, tanto que se hubiera dicho -él mismo lo pensaba- que era cosa de magia. Y así fueron pasando los meses, y luego los años.

Últimamente, había épocas de su vida en que, si no conseguía olvidar a Gemma, por lo menos no pensaba tanto en ella. Y también había épocas -como durante las dos últimas semanas, desde el secuestro de los Sloane- en que la tenía siempre presente.

En cualquier caso, desde los días de desesperación siguientes a la muerte de Gemma, no había vuelto a llorar.


De nuevo en el Learjet, a una hora de Bogotá, volvía a vencerle el sueño y la mente de Harry Partridge confundía el pasado y el presente… Gemma y Jessica se fundían en una sola… Gemma-Jessica… Jessica-Gemma. Daba igual cómo se le pusieran las cosas, la encontraría y la rescataría. Tenía que salvarla. Se durmió.

Cuando despertó, el Lear estaba aterrizando en Bogotá.

2

Los contrastes de Lima, pensó Harry Partridge, eran tan absolutos y patentes como las crisis y los conflictos, políticos y económicos, que dividían amarga, a veces salvajemente, todo Perú.

La capital, una ciudad inmensa, árida y desperdigada, estaba dividida en varios segmentos, que ostentaban opulencia unos y miseria otros, con odios como flechas envenenadas entre ambos extremos. A diferencia de otras muchas ciudades que conocía, en Lima no había término medio. Caserones palaciegos rodeados por jardines primorosamente cuidados, edificados en la mejor tierra de la zona, se codeaban con barriadas infectas.

La multitud de desposeídos, los habitantes de los arrabales, la mayor parte hacinados en inmundas chabolas de cartón, eran tan desgraciados y el odio que brillaba en sus ojos tan feroz, que en sus anteriores visitas a Perú Partridge había tenido una sensación de revolución latente. En ese momento, por lo que había averiguado durante su primer día de estancia, se cocía alguna forma de insurrección a punto de estallar.

Partridge, Minh Van Canh y Ken O'Hara habían tomado tierra en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima a las 13.40. Cuando desembarcaron fue a recibirles Fernández Pabur, colaborador de la CBA en Perú y, en caso necesario, como entonces, empleado fijo.

Les ayudó a pasar los trámites de aduana ignorando la cola -parecía probable que previo pago- y luego les escoltó hasta una furgoneta Ford con chófer.

Fernández era un hombre rechoncho, cetrino y enérgico, de unos treinta y cinco años, con la boca grande y los dientes muy salidos, que mostraba a la menor ocasión en lo que él esperaba resultara una sonrisa deslumbrante. En realidad, como era indudablemente falsa, no deslumbraba en absoluto, pero a Partridge no le importaba. Lo que le gustó de Fernández, con quien ya había tratado en otras ocasiones, era que el colaborador adivinaba instintivamente lo que quería de él y lo conseguía.

Lo primero que había procurado era una suite para Partridge en un elegante hotel de cinco estrellas, el hotel César de Miraflores, y buenas habitaciones para los otros dos.

En el hotel, mientras Partridge se daba una ducha y se cambiaba de ropa, Fernández hizo unas llamadas telefónicas por encargo de Partridge para concretar su primera cita. Se trataba de un antiguo conocido suyo, Sergio Hurtado, editor de informativos de la emisora Radio Andes.

Una hora más tarde, Hurtado y Partridge se reunían en un pequeño estudio de radio habilitado a guisa de despacho.

– Harry, amigo mío, sólo puedo contarte cosas desmoralizantes -le dijo Sergio, respondiendo a su pregunta-. En nuestro país, la ley no existe. La democracia no es ni siquiera una fachada. Estamos en bancarrota en todos los sentidos. Las masacres de inspiración política están a la orden del día. El presidente tiene sus escuadrones de la muerte que hacen desaparecer a la gente impunemente. Te aseguro que estamos al borde de un baño de sangre mayor que ningún otro en toda la historia de Perú. Ojalá fuera todo mentira… Pero por desgracia no lo es.

Aun procedente de un cuerpo grotescamente obeso, la voz profunda y meliflua era tan segura y persuasiva como siempre, advirtió Partridge. No le extrañaba que Sergio controlara la mayor audiencia del país, puesto que la radio era el medio de comunicación más importante, más influyente aún que la televisión. Los telespectadores se reducían a las concentraciones de clases acomodadas de las grandes ciudades.

La butaca de Sergio crujió quejumbrosamente cuando éste movió su masa corporal. Sus papadas eran como dos salchichas gigantes. Sus ojos, que se le habían ido hundiendo en la cara con los años, eran porcinos. Su cerebro, no obstante, funcionaba de maravilla, lo mismo que su distinguida educación norteamericana, que había pasado por Harvard. Sergio apreciaba las visitas de los corresponsales norteamericanos -tenía muchas- en busca de sus bien informadas opiniones.

Después de acordar que el contenido de su conversación tendría carácter oficioso hasta el día siguiente por la tarde, Partridge le puso al corriente de la cronología del secuestro de los Sloane. Luego le preguntó:

– ¿Puedes darme algún consejo, Sergio? ¿Has oído algo que me pueda interesar?

Su interlocutor negó con la cabeza:

– No me he enterado de nada, lo cual no es sorprendente. Sendero Luminoso sabe guardar sus secretos, sobre todo porque mata a quienes cometen indiscreciones. La vida es un buen incentivo para no abrir la boca, pero intentaré ayudarte efectuando un sondeo. Tengo confidentes repartidos por muchos sitios.

– Gracias.

– En cuanto a tu crónica de mañana por la noche, te conseguiré cinta para el satélite y la adaptaré para mi propio uso. Mientras tanto, aquí no nos faltan temas desgraciados. Este país se está yendo al garete política y económicamente y en todos los demás ámbitos.

– La información que nos llega sobre Sendero Luminoso es contradictoria. ¿Están ganando fuerza realmente?

– Pues sí. Y no sólo son más fuertes cada día, sino que controlan más el país. Por eso es tan difícil la tarea que te ha traído aquí, casi diría que imposible. Suponiendo que los secuestradores estén aquí, hay miles de sitios donde esconderse. Pero me alegro de que hayas venido a hablar conmigo antes que nada porque te daré un consejo.

– ¿Cuál?

– No acudas a las instancias oficiales, o sea la policía o las fuerzas armadas peruanas. De hecho, evítalos como aliados, porque no son de fiar, si es que lo han sido alguna vez. A la hora de asesinar y mutilar, no son mejores ni menos despiadados que Sendero Luminoso, desde luego.

– ¿Hay ejemplos recientes?

– Montones. Puedo contarte algunos, si quieres.

Partridge ya había empezado a pensar en la crónica que mandaría para Últimas Noticias. Ya había hablado con Rita Abrams de realizar, cuando ésta llegara el sábado con Bob Watson, un reportaje para la edición del lunes. Partridge esperaba disponer de sabrosos bocados proporcionados por Sergio Hurtado y compañía.

– Dices que la democracia no existe -le preguntó-, ¿es una figura retórica o la pura verdad?

– No es sólo verdad. A un gran sector de la población le da exactamente igual la presencia o la ausencia de la democracia.

– Eso es muy fuerte, Sergio.

– Te lo parece, Harry, desde tu punto de vista parcial. Los americanos consideráis la democracia como el remedio para todos los males, el jarabe que hay que tomarse tres veces al día por prescripción médica. En vuestro país funciona ergo debe funcionar para todo el mundo. Pero la ingenua América olvida que, para que funcione una democracia, la mayor parte de la población ha de poseer algo personal que merezca la pena preservar. Y en general, la mayor parte de los latinoamericanos no lo tienen. Y la cuestión siguiente, naturalmente, es ¿por qué?

– Exacto, ¿por qué?

– En las áreas más deprimidas del mundo, incluida la nuestra, hay dos sectores principales de población: la gente razonablemente educada y rica por un lado; y por otro, los ignorantes y los desgraciados, generalmente condenados al paro. El primer grupo se reproduce moderadamente, el segundo como conejos, creciendo de manera inexorable… como una bomba humana dispuesta a destrozar al primer grupo, con el tiempo -explicó Sergio gesticulando-. No tienes más que salir a la calle y esperar a que ocurra.

– ¿Y hay alguna solución?

– Podría tenerla tu país. No distribuyendo armas o dinero, sino invadiendo el mundo de equipos de educadores para controlar la natalidad, igual que el Peace Corps de Kennedy. Bueno, tardarían varias generaciones, pero el control de natalidad podría salvar al mundo.

– ¿No se te olvida una cosa? -inquirió Partridge.

– Si te refieres a la Iglesia Católica, te recuerdo que yo soy católico. Y también tengo muchos amigos católicos, de categoría, educación y buena posición. Curiosamente, casi todos tienen familias poco numerosas. Y yo me pregunto: ¿es que han reprimido sus inclinaciones sexuales? Conociéndoles, estoy seguro de que no. De hecho, algunos confiesan sin rodeos su total oposición al dogmatismo de la Iglesia acerca de la contracepción, que, dicho sea de paso, es un dogma humano. Con ayuda de los Estados Unidos -añadió-, las voces de protesta contra ese dogma se harían cada vez más fuertes.

– Hablando de confesiones -intervino Partridge-, ¿accederías a repetir ante las cámaras lo que hemos estado discutiendo?

Sergio levantó las palmas de las manos.

– Bueno, querido Harry, ¿por qué no? Quizá una de las cosas que me ha inculcado tu país es el amor a la libertad de expresión. Aquí hablo con toda libertad por la radio, aunque algunas veces me pregunto cuánto tiempo más me dejarán seguir haciéndolo. Lo que digo disgusta tanto al gobierno como a Sendero Luminoso, y ambos tienen armas y municiones. Pero uno no puede vivir eternamente, así que, sí, Harry, lo haré por ti.

Bajo toda aquella grasa, reconoció para sí Partridge, había una persona valerosa y de principios.


Antes de llegar a Perú, Partridge ya había decidido que no había más que una fórmula para localizar a las víctimas del secuestro, y consistía en actuar como un corresponsal de televisión en circunstancias normales: hablando con sus contactos, buscando otros nuevos, husmeando en busca de información, viajando adonde pudiera, haciendo preguntas, muchísimas preguntas, sin dejar de esperar que, en cualquier momento, algún retazo de información emergiera y diera una clave, una pista del lugar donde se hallaban los prisioneros.

Después, naturalmente, se plantearía el problema del rescate. Pero eso ya se vería cuando llegara el momento.

A menos que hubiera suerte y sucediera algo inesperado, Partridge estaba convencido de que el proceso iba a ser agotador, lento y aburrido.

Prosiguiendo con sus rutinas de enviado especial de televisión, fue a visitar Entel-Perú, la red nacional de telecomunicaciones, cuyas oficinas estaban en el centro de Lima. Entel sería la base de la CBA para la comunicación con Nueva York, incluyendo las transmisiones vía satélite. Cuando llegaran los equipos de las otras emisoras de noticias, probablemente al cabo de un par de días, utilizarían el mismo servicio.

Víctor Velasco era el jefe de la división internacional de Entel, un hombre desbordado de trabajo, con quien Fernández Pabur ya se había puesto en contacto. De unos cuarenta años, bastantes canas y una expresión de permanente preocupación, Velasco dejó claro que tenía otros problemas que resolver cuando dijo a Partridge:

– Ha sido difícil encontrarle sitio, pero ya tenemos una cabina para su montador y su equipo, y dos líneas telefónicas. Necesitarán todos ustedes distintivos de seguridad.

Partridge sabía que en países como Perú, mientras los políticos y los jefes militares se pavoneaban y se enriquecían, los tecnócratas como Velasco -concienzudos, agobiados de trabajo y mal pagados- eran quienes realmente hacían funcionar el país. Partridge se había traído del hotel un sobre con mil dólares, que le tendió discretamente.

– Una pequeña gratificación por las molestias, señor Velasco. Volveré a verle antes de irme.

De momento, Velasco pareció turbado y Partridge se preguntó si se lo rechazaría. Luego, tras echar un vistazo al contenido del sobre y advertir los dólares, Velasco asintió y se lo metió en el bolsillo.

– Gracias. Y si necesita alguna otra cosa…

– Seguramente -contestó Partridge-. Es de lo único que estoy seguro.


– ¿Por qué has tardado tanto, Harry? -le preguntó Manuel León Seminario cuando Partridge le telefoneó desde su hotel poco antes de las cinco de la tarde, al salir de Entel-Perú-. Te estaba esperando desde el día que hablamos.

– Tenía un par de cosas que hacer en Nueva York.

Partridge recordaba su conversación telefónica con el editor de la revista Escena; habían pasado diez días, y entonces la relación del secuestro de la familia Sloane con Perú no era más que una conjetura.

– Manuel, no sé si tendrás algún compromiso para cenar esta noche.

– Pues sí. He de ir a cenar a La Pizzeria a las ocho, con un tal Harry Partridge…

A las 20.15 estaban saboreando un pisco, el popular cóctel peruano, picante y delicioso. La Pizzeria era una combinación de bar y restaurante tradicional, frecuentado por la mejor sociedad limeña.

El propietario de la publicación, menudo y apuesto, con una perilla muy bien recortada, llevaba unas gafas Cartier a la última moda y un traje de Brioni. Había traído consigo a la mesa un fino portafolios de cuero de color burdeos.

Partridge ya le había revelado el motivo de su visita a Perú.

– Por lo visto, aquí las cosas están bastante negras…

Seminario suspiró.

– Pues sí, es cierto. Pero, en fin, nosotros siempre hemos vivido entre dos aguas… ¿Cómo decía Milton…? Can make a heav'n of hell, a hell of heav'n [4]. Los limeños* somos como unos supervivientes, y eso intento reflejar en la portada de Escena.

Abrió su portafolios.

– Mira, ésta es la portada de esta semana y ésa la composición del número siguiente. Creo que juntas son muy expresivas.

Partridge miró primero la portada terminada. Era una fotografía en color de la azotea de un edificio bastante alto del centro de la ciudad. La azotea estaba sembrada de cascotes, obviamente de alguna explosión. En el centro de la foto, el cadáver de una mujer, boca arriba. Parecía joven; su rostro, intacto, era hermoso. Pero le habían volado el vientre y sus entrañas estaban desparramadas alrededor de su cuerpo. Pese a su familiaridad con escenas cruentas, Partridge se estremeció.

– Te ahorraré la lectura del artículo, Harry. Había una convención comercial al otro lado de la calle. La mujer, una activista de Sendero Luminoso, iba a reventar el local. Por fortuna para la convención, aunque no para ella, la bomba casera estalló antes de hora.

Partridge contempló la fotografía y luego desvió la mirada.

– Creo que Sendero Luminoso es cada vez más activo en Lima…

– Demasiado. Su gente se mueve por ahí libremente. El fracaso de esta bomba ha sido una excepción. La mayor parte funciona. Sin embargo, observa la portada del próximo número -le dijo el editor pasándosela.

Era todo erotismo y provocación, rozando la pornografía. Una joven esbelta, de unos diecinueve años, apenas tapada por un bañador minúsculo, tumbada sobre una almohada de seda, con la cabeza hacia atrás, el rubio cabello desparramado, los labios entreabiertos, los ojos cerrados y las piernas abandonadas.

– La vida sigue y siempre hay una cara y una cruz, hasta en Perú -dijo el editor-. Bueno, Harry, vamos a pedir la cena y luego te haré algunas sugerencias para procurar que tu vida siga también.

La cocina era italiana y excelente, el servicio impecable. A los postres, Seminario se recostó un poco en su asiento.

– Debes tener en cuenta una cosa: es posible que Sendero Luminoso ya esté al corriente de tu presencia. Tiene espías por todas partes. Pero si no lo sabe, no tardará en enterarse, probablemente mañana, en cuanto la CBA emita tu crónica, que tendrá bastante repercusión. O sea que, para empezar, busca un guardaespaldas, sobre todo si pretendes salir por la noche.

Partridge sonrió:

– Creo que ya tengo uno.

Fernández Pabur se había empeñado en recoger a Partridge en su hotel y acompañarle hasta el restaurante. Dentro de la furgoneta iba un hombre, fornido y taciturno, con aspecto de boxeador. Por el bulto de su americana, iba armado. Cuando llegaron a su destino, el hombre se apeó primero del coche, mientras Fernández y Partridge esperaban a que les hiciera una seña para salir. Partridge no había hecho preguntas, pero Fernández le dijo:

– Le esperaremos aquí.

Era de suponer que su escolta seguía allí.

– Bien -asintió Seminario-. Tu hombre sabe lo que hace. ¿Vas armado?

Partridge negó con la cabeza.

– Pues deberías. Casi todos vamos armados. Y como dicen los de American Express, «No salga de casa sin ella». Otra cosa: no vayas a Ayacucho, el feudo de Sendero Luminoso. Se enterarían y sería un suicidio.

– Es posible que tenga que ir.

– Quieres decir en caso de que yo, o quienes te ayudemos, averigüemos dónde están retenidos tus amigos. Entonces, deberás actuar amparándote en la sorpresa, haciendo un viaje relámpago. No hay otra posibilidad, y tendrás que ir en un avión alquilado. Hay pilotos dispuestos a hacerlo si les pagas lo suficiente.

Cuando terminaron se habían marchado casi todos los demás clientes y el restaurante estaba cerrando.

Fuera le estaban esperando Fernández y el guardaespaldas.

Mientras se dirigían a su hotel, Partridge preguntó a Fernández:

– ¿Puedes conseguirme una pistola?

– Claro. ¿Tienes alguna preferencia?

Partridge reflexionó. La naturaleza de su trabajo le había familiarizado con las armas y sabía manejarlas.

– Me gustaría una Browning de nueve milímetros. Con silenciador.

– Te la traeré mañana. Por cierto, ¿necesitas planificar alguna otra cosa?

– Lo mismo que hoy. Seguir viendo gente. Y Partridge añadió mentalmente: Y así días y días… hasta que surja algo.

3

El viernes fue un día muy movido en la CBA de Nueva York. Parte de la actividad estaba prevista; pero una parte mucho mayor, no.

Como todos los días, la emisión de la jornada comenzó con el diario matutino de las seis. Durante ese programa, y durante todo el resto del día, la CBA-News fue intercalando, con las cuñas publicitarias, pequeños avances de su informativo especial de esa noche. La presentación era un mensaje de Harry Partridge pregrabado.


Esta noche… en el boletín nacional de la CBA-News… un reportaje exclusivo con los asombrosos descubrimientos que hemos realizado sobre el secuestro de los familiares de Crawford Sloane.

Y a las nueve, hora del este, las siete hora centro, un informativo especial de sesenta minutos: «La emisora en peligro: el secuestro de los Sloane».

No se pierdan, esta noche en la CBA, el boletín Últimas Noticias y nuestro especial informativo.


La elección de Partridge era muy apropiada, puesto que había presentado regularmente todos los reportajes sobre el secuestro de los telediarios de la noche. También era oportuna porque su aparición sugería tácitamente que seguía en los Estados Unidos, aunque el viernes, a las seis de la mañana, llevaba ya dieciocho horas en Perú.

Les Chippingham visionó el avance de promoción mientras se tomaba un desayuno rápido, de pie, en su apartamento de la calle Ochenta y dos. El director de informativos tenía prisa, porque sabía que sería un día muy ajetreado y había visto por la ventana su coche de la CBA con chófer, esperándole a la puerta de su casa. La limusina le recordó la orden de Margot Lloyd-Mason de desplazarse en taxi, que él había ignorado. Pero no podía olvidarse de informar a Margot en cuanto llegase a su despacho, porque era muy probable que ella también hubiera visto el avance.

Pero no le hizo falta. En cuanto se metió en el coche, el chófer le tendió un teléfono y Margot le ladró al oído:

– ¿Qué es eso de los nuevos descubrimientos que no me has comunicado?

– Ha sido todo muy repentino. Pensaba telefonearte en cuanto llegara a la oficina.

– Se ha anunciado públicamente. ¿Por qué tengo yo que esperar?

– Margot, todavía no se ha dado la información. La daremos esta noche. Y tú serás informada en cuanto llegue a mi despacho, pero no por este teléfono, porque no sabemos quién pueda estar escuchándonos.

Hubo una pausa, producida por una profunda inspiración.

– Llámame inmediatamente.

– Por supuesto.

Un cuarto de hora más tarde, Chippingham se comunicó de nuevo con la directora general: -Hay muchas cosas que contar.

– ¡Pues empieza!

– En primer lugar, desde tu perspectiva, el panorama es excelente. Algunos de nuestros mejores profesionales han logrado varias informaciones exclusivas, que esta noche darán a la CBA la mayor audiencia en informativos de su historia. Con todo lo que ello significa. Por desgracia, las noticias sobre la familia Sloane son malas.

– ¿Dónde están?

– En Perú. Los tiene Sendero Luminoso.

– ¡Perú! ¿Estás absolutamente seguro?

– Como te he dicho, han trabajado en el tema algunos de nuestros profesionales más cualificados, en especial Harry Partridge, y lo que han descubierto es convincente. No tengo ninguna duda, y estoy seguro de que tú tampoco la tendrás.

De todos modos, la reacción de sorpresa de Margot al mencionarle Perú extrañó a Chippingham, que se preguntó qué habría detrás de todo ello.

– Me gustaría hablar con Partridge -dijo ella ásperamente.

– Me temo que no va a ser posible. Está en Perú, desde ayer. Esperamos recibir un reportaje suyo para las noticias del lunes.

– ¿Por qué os habéis movido tan deprisa?

– Esto es una emisora de televisión, Margot. Siempre se trabaja así.

La pregunta le dejó bastante perplejo. Y también una sombra de incertidumbre, casi de nerviosismo, en la voz de Margot, que le impulsó a decirle:

– Pareces preocupada por lo de Perú. ¿Te importaría decirme por qué?

Se produjo un silencio y una vacilación evidente antes de la respuesta.

– En este momento, Globanic Industries tiene un importante negocio en marcha allí. Nos estamos jugando mucho y es esencial que no se deterioren nuestras relaciones con el gobierno peruano.

– Pero la CBA-News no tiene relaciones, ni buenas ni malas, con el gobierno peruano, ni con ningún otro gobierno.

– La CBA es Globanic -saltó Margot con impaciencia-. Globanic ha hecho un trato con Perú. Por lo tanto, la CBA también. ¿Eres capaz de entender una cosa tan sencilla?

Chippingham tuvo ganas de contestarle: ¡Nunca!, pero se contuvo y le dijo:

– Antes que nada somos un medio de información y debemos dar las noticias como son. Y además, esto no tiene nada que ver con Perú, sino con Sendero Luminoso, que es el responsable del secuestro de la familia de nuestro presentador. En cualquier caso, en cuanto demos la noticia esta noche, todos los medios de comunicación saltarán también sobre la historia.

Por dentro, Chippingham se preguntaba: ¿Es esta conversación real? ¿Debo reírme o echarme a llorar?

– Mantenme informada -dijo Margot-. Si se produce algún cambio, sobre todo respecto a Perú, he de saberlo de inmediato, no al día siguiente.

Chippingham oyó el clic que cortó la comunicación.


En su elegante despacho de Stonehenge, Margot reflexionaba. Por extraño que pueda parecer, dudaba acerca de su siguiente paso. ¿Debía llamar a Theo Elliott, el presidente de Globanic, o no? Rememoró sus palabras en la reunión de Fordly Cay Club: «No quiero que nada empañe nuestras delicadas relaciones… porque eso podría desbaratar uno de los negocios más sonados del siglo». Al final, Margot decidió que se lo comunicaría. Mejor que se enterase por ella que por la televisión.

Cuando se lo contó a Elliott, su reacción fue asombrosamente tranquila.

– Bueno, si los secuestradores pertenecen a ese Sendero Luminoso supongo que es imposible ocultarlo. No olvidemos que el gobierno peruano no tiene nada que ver con ellos, al contrario, son enemigos mortales. Pero tus periodistas deben especificar claramente este detalle.

– Me ocuparé de que lo hagan -dijo Margot.

– Pueden hacer algo mejor -prosiguió Theo Elliott-. Lo sucedido nos da ocasión de dar una buena imagen del gobierno peruano, y la CBA tiene que aprovecharla.

Su observación la desconcertó:

– ¿Cómo quieres que la aprovechemos?

– Bueno, es evidente que el gobierno peruano hará todo lo posible por encontrar a los rehenes norteamericanos y liberarlos, a través de la policía y el ejército. Así que nosotros nos ocuparemos de hacerles honor, dándoles un buen tratamiento en nuestros noticiarios. Luego llamaré al presidente Castañeda, a quien conozco personalmente, y le diré: «¡Mira el favor que os estamos haciendo a ti y a tu gobierno!». Lo cual nos favorecerá cuando Globanic Financial y la administración peruana pongan a punto los últimos trámites de la operación.

– No sé si… -Margot vacilaba- debemos llegar tan lejos, Theo.

– ¡Pues claro que sí! Ya sé lo que estás pensando: que estamos manipulando la información. Bueno, pues en algo tan importante para nosotros ¡se hará! -El presidente de Globanic alzó la voz-: ¡Por Dios! La emisora es nuestra, ¿no? Pues, por una vez, aprovechémonos de ello. Y al mismo tiempo, recuerda a tu personal que éste es un negocio lucrativo y competitivo, se les paga unos sueldos fantásticos y, les guste o no, pertenecen a la compañía. Y si no les gusta, tienen elección: ¡que se larguen!

– Conforme, Theo -asintió Margot.

Mientras le escuchaba fue tomando notas, y determinó un modus operandi a tres niveles.

Primero, llamar a Les Chippingham e insistir en que la CBA-News indicara claramente la inocencia de la administración peruana en el tema del secuestro, exactamente como había dicho Theo. Segundo, ella, en calidad de directora general de la CBA, se pondría en contacto con el Departamento de Estado norteamericano para que éste ejerciera todas las medidas de presión sobre el gobierno peruano -incluyendo el uso del ejército y la policía- para rescatar a los tres Sloane. Tercero, la CBA comunicaría la cooperación de la administración peruana, dando informes positivos sobre los esfuerzos realizados.

Era casi seguro que surgirían dificultades y discusiones, pero Margot tenía una cosa muy clara: sus relaciones con Theo Elliott y su lealtad a Globanic pasaban por encima de cualquier otra consideración.


Les Chippingham se estaba empezando a acostumbrar a la imprevisibilidad de Margot; por tanto, no le sorprendió que volviera a telefonearle tan pronto. El objeto de su llamada, no obstante, le molestó, porque era una intervención directa del holding en el contenido de la información, lo cual sucedía algunas veces en todas las emisoras, pero casi nunca en noticias tan importantes. Por suerte, ese caso concreto era sencillo.

– Todos sabemos que el gobierno peruano no tiene nada que ver con el secuestro -le dijo el director de los servicios informativos-. Estoy seguro de que nuestra información de esta noche lo dejará implicado de un modo evidente.

– Quiero algo más que una implicación. Quiero una afirmación clara.

Chippingham vaciló, sabiendo que tendría que ceder una buena porción de independencia de su departamento, pero consciente de la precariedad de su situación personal ante Margot, le dijo:

– Veré los guiones. Te llamo dentro de un cuarto de hora.

– Ni un minuto más.

A los diez minutos, Chippingham volvió a telefonearla: -Creo que esto te gustará. Lo escribió Harry Partridge antes de salir hacia Perú, y es para el noticiario de esta noche. «El gobierno de Perú y Sendero Luminoso son enemigos feroces desde hace muchos años, empeñados en destruirse mutuamente. El presidente Castañeda ha declarado: "La existencia de Sendero Luminoso es un peligro para el país. Esos criminales son como un cuchillo clavado en mi propio cuerpo"». Esta última declaración procede de imágenes de archivo y es una intervención personal de Castañeda.

La voz de Chippingham reflejaba una buena dosis de alivio y buen humor:

– Parece que Harry te leyó los pensamientos, Margot. Espero que te baste.

– Me basta. Vuélvemelo a leer. Quiero anotarlo. Cuando colgó, Margot llamó a su secretaria y le dictó un memorándum para Theo Elliott.


Theo:

A raíz de nuestra conversación, esta noche aparecerá lo siguiente en nuestro boletín nacional:

«El gobierno de Perú y Sendero Luminoso son enemigos feroces desde hace muchos años, empeñados en destruirse mutuamente. El presidente Castañeda ha declarado: "La existencia de Sendero Luminoso es un peligro para el país. Esos criminales son como un cuchillo clavado en mi propio cuerpo".»

Palabras del propio Castañeda en imágenes de archivo.

Gracias por tu sugerencia y tu ayuda.

Margot Lloyd-Mason


El memorándum sería entregado en mano por un mensajero en la sede de Globanic Industries.

La siguiente llamada de Margot fue a Washington, al Secretario de Estado.


Durante todo el día, hasta la primera emisión del boletín nacional de noticias de las 18.30, la CBA hubo de reforzar sus medidas de seguridad. Todo bicho viviente del exterior inició el acoso para acceder a la información exclusiva que la CBA-News había pregonado a bombo y platillo entre los espectadores y la competencia. Los profesionales de las demás emisoras de televisión, radio, agencias de prensa y otros medios de comunicación audiovisuales y escritos telefoneaban a sus amigos y sus contactos de la CBA -algunos directamente, pero otros con ingeniosas argucias- para averiguar algún indicio de la noticia. Pero en el seno de la organización se había limitado estrictamente el número de personas enteradas, se había aislado temporalmente un cuerpo de ordenadores interno y el secreto logró preservarse.

En consecuencia, cuando se dio la noticia, fue inmediatamente recogida y reproducida en el mundo entero, citando a la CBA como fuente de la información. En las otras cadenas, empezaron los interrogatorios: ¿Cómo hemos podido fallar? ¿Qué acciones debíamos haber emprendido? ¿Por qué no se comprobó esto, por qué no se investigó aquello? ¿Es que nadie pensó en acudir allí? ¿Cómo impedir que vuelva a pasarnos algo así?

Entretanto, las emisoras de televisión revisaron apresuradamente sus emisiones siguientes, utilizando cintas de vídeo facilitadas por la CBA con la leyenda «Cedido por la CBA», mientras los periódicos remodelaban su primera plana. Al mismo tiempo, los principales medios de comunicación alertaban a sus contactos regulares de Perú, mientras sus reporteros, fotógrafos, cámaras y técnicos de sonido salían a toda prisa hacia el aeropuerto, en dirección a Perú.

Y en medio de aquel torbellino, se produjo otra novedad.

Don Kettering, al mando del equipo especial de la CBA para el secuestro, se enteró poco antes de las diez de la noche, cuando estaba a punto de concluir el informativo especial. Kettering seguía aún en la butaca de presentador, donde había presidido -para los espectadores- mano a mano con Harry Partridge, aunque la contribución de Partridge estaba grabada.

Norman Jaeger le transmitió la noticia por teléfono durante una cuña publicitaria. Jaeger actuaba de director de realización desde la partida de Rita Abrams hacia Perú, hacía una hora.

– Don, debemos reunir a todo el equipo especial en cuanto termines.

– ¿Pasa algo, Norm? ¿Alguna novedad?

– ¡Un bombazo! Acabo de hablar con Les. Han llegado las exigencias de los secuestradores, con una cinta de vídeo de Jessica Sloane. Están en Stonehenge.

4

Primero pusieron el vídeo de Jessica.

Eran las 22.30 del viernes. En una salita de proyección de la CBA-News, utilizada normalmente por los altos cargos, se reunieron diez personas: Les Chippingham y Crawford Sloane; del equipo especial, Don Kettering, Norm Jaeger, Karl Owens e Iris Everly; de la cúpula de la corporación, de Stonehenge, Margot Lloyd-Mason, un vicepresidente ejecutivo, Tom Nortandra e Irwin Bracebridge, presidente del Grupo CBA; y el agente especial del FBI Otis Havelock.

El destino había jugado su papel en la congregación del grupo. A las siete y media de la tarde, un mensajero llevó un pequeño paquete al vestíbulo de entrada de Stonehenge; iba dirigido al Presidente de la emisora CBA. Tras una inspección rutinaria de seguridad, el paquete fue enviado a la planta de dirección, donde en circunstancias normales habría permanecido intacto hasta el lunes por la mañana. Pero Nortandra se había quedado trabajando hasta muy tarde con dos secretarias. Una de ellas recogió el paquete y lo abrió. Advirtiendo su importancia, informó a Nortandra, que telefoneó a Margot al Waldorf, donde se celebraba una cena de gala en honor del presidente de Francia.

Margot abandonó la recepción precipitadamente y acudió a Stonehenge. Nortandra también avisó a Bracebridge, y los tres juntos visionaron la cinta de vídeo y leyeron el documento que la acompañaba. Comprendieron de inmediato que debían informar a la división de informativos y organizaron una reunión en la sede de la CBA-News.

Minutos antes de la reunión, Bracebridge, que había desempeñado anteriormente el cargo de director de informativos, se llevó aparte a Crawford Sloane.

– Esto va a ser muy duro para ti, Crawf. He de prevenirte que hay algunos sonidos muy desagradables en la cinta. Así que, si prefieres verlo primero tú solo, nosotros esperaremos fuera.

Crawford Sloane había venido de Larchmont con el agente Havelock, que estaba en su casa cuando le telefonearon anunciándole la llegada del vídeo de Jessica.

– Gracias, Irwin -le contestó Sloane negando con la cabeza-, pero lo veré con todos vosotros.

Don Kettering asumió el mando e indicó a un operador, situado al fondo de la sala:

– Adelante.

La iluminación de la sala de visionado se atenuó. Casi al mismo tiempo se encendió una gran pantalla de televisión ligeramente sobreelevada, con la típica «nieve» que aparece cuando se pasa una cinta sin imágenes. Pero sí había grabado sonido y de repente se oyó una serie de gritos agudos. El grupo se quedó helado. Crawford Sloane se levantó y exclamó angustiado:

– ¡Es Nicky!

Luego, tan bruscamente como habían empezado, se interrumpieron los gritos. Al instante apareció una imagen de Jessica: un busto contra un fondo marrón, seguramente una pared. Jessica tenía la cara rígida y muy seria, y quienes la conocían, casi todos los presentes, la encontraron macilenta y bajo una gran tensión. Pero su voz, cuando empezó a hablar, era firme y controlada, aunque daba la impresión de que se estaba esforzando en hablar con normalidad.

– Nos han tratado bien a los tres. Ahora que nos han explicado sus razones para traernos aquí, comprendemos que era necesario. También nos han dicho que será muy fácil volver a casa. Amigos americanos, para que nos suelten, sólo debéis seguir, a la mayor brevedad posible y con toda exactitud, las instrucciones que acompañan esta grabación, pero tened bien presente una cosa:…

Tras las palabras «presente una cosa», Crawford Sloane dio un respingo y reprimió una exclamación. La grabación siguió su curso.

– …si no obedecéis estas instrucciones, no volveréis a vernos a ninguno de nosotros, nunca. Os suplicamos que no lo permitáis…

Y de nuevo, Crawford Sloane se agitó y susurró:

– ¡Pero…!

– Esperaremos, contamos con vosotros, deseamos desesperadamente que toméis la decisión acertada y nos liberéis.

Se hizo un silencio, un segundo en el que la cara de Jessica permaneció en pantalla, inexpresiva, con los ojos aparentemente extraviados, mirando al frente. Luego concluyeron las imágenes y el sonido. Se encendieron las luces de la sala de visionado.

– Ya hemos pasado la cinta entera -dijo Irwin Bracebridge-. No trae nada más. Y en cuanto a los gritos del principio, creemos que los han sacado de otra grabación. Si se observa atentamente ese fragmento a velocidad lenta, se advierte un levísimo corte, donde se ha manipulado la cinta.

– ¿Y para qué iban a hacer una cosa así? -preguntó alguien.

Bracebridge se encogió de hombros:

– Tal vez para meternos miedo, para amenazarnos. Y en tal caso, lo han conseguido, ¿verdad?

Hubo un murmullo de asentimiento.

– ¿Estás seguro de que los gritos eran de Nicky, Crawf? -preguntó Les Chippingham.

– Absolutamente -repuso Sloane, desolado-. Jessica ha colado dos señales.

– ¿Qué clase de señales? -inquirió Chippingham asombrado.

– La primera, al pasarse la lengua por los labios, que significa «Estoy haciendo esto contra mi voluntad. No creáis una palabra de lo que digo».

– ¡Bravo! -exclamó Bracebridge-. ¡Un aplauso para Jessica!

– ¡Qué astuta! -añadió alguien.

Otros asintieron mostrando su aprobación.

– Estuvimos hablando de ello la víspera del secuestro -continuó Sloane-. Yo pensaba que algún día podía hacerme falta… a mí. La vida está llena de coincidencias… Supongo que Jessica lo recordó.

– ¿Qué más te ha podido decir? -preguntó Chippingham.

– ¡No, señor! -La voz del agente del FBI, Havelock, interrumpió la conversación-. De momento no comente nada de lo que haya averiguado, señor Sloane. Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Luego me lo comunica a mí, por favor.

– A mí también me gustaría enterarme -dijo Norm Jaeger-. El equipo especial ha sabido guardar celosamente sus secretos hasta ahora. -Y añadió con intención-: Y descubrirlos también.

– No se preocupe, mis superiores pronto tendrán algo que decirles al respecto. -Havelock le miraba airadamente-. Como no se nos ha informado…

– Esto es una pérdida de tiempo -intervino Iris Everly-. La señora Sloane ha dicho algo acerca de unas instrucciones. ¿Dónde están?

Aunque era la persona más joven de la reunión, Iris no se había dejado impresionar por la presencia de los altos cargos de la compañía. Había trabajado el día entero en el especial de sesenta minutos y estaba cansada, pero su agilidad mental no había decaído.

Margot, que todavía llevaba el traje de noche que se había puesto para saludar al presidente francés, un vestido malva de gasa de Oscar de la Renta, le contestó:

– Aquí están. -Hizo un gesto a Nortandra-: Creo que será mejor que las leas en voz alta.

El vicepresidente ejecutivo cogió las hojas que le tendía Margot, se puso unas gafas en la punta de la nariz y se acercó a un punto de luz, que iluminó su mata de pelo blanco y su cara pensativa. Nortandra había sido abogado empresarial antes de acceder al puesto de la CBA; su voz transmitía seguridad y autoridad a raíz de su larga experiencia en los tribunales.

– El título del documento… o acaso debería llamarlo extraordinaria diatriba, es: «Ha llegado la hora de la Luz». Voy a leerles exactamente lo que dice aquí, sin comentarios ni interrupciones.


En la historia de las revoluciones ilustradas, ha habido épocas en que las personas que las lideraban y las inspiraban preferían guardar silencio, sufriendo, incluso muriendo miserablemente, pero sin perder las esperanzas ni dejar de planear. Y ha habido otras épocas: momentos de gloria y victoria en el levantamiento de la mayoría explotada y pisoteada, el derrocamiento del imperialismo y la tiranía, y la merecida destrucción de la clase burguesa y capitalista.

Para Sendero Luminoso ha terminado la época de silencio, paciencia y sufrimiento- ha llegado la hora de ¡a Luz de Sendero Luminoso. Estamos dispuestos a avanzar.

Las autoproclamadas superpotencias del mundo, mientras se engañan unas a otras fingiendo buscar la paz, se están preparando para una catastrófica confrontación entre las fuerzas imperialistas y las imperialistas-socialistas para lograr la hegemonía mundial. En todo ese proceso sufrirá la mayoría silenciosa, ya esclavizada. Si les dejaran explotar el mundo, unos pocos poderosos ambiciosos controlarían a la humanidad en su propio beneficio.

Pero como un volcán a punto de hacer erupción, la revolución está fermentando en todas partes. El partido Sendero Luminoso dirigirá la revolución. Posee los conocimientos y la experiencia. Su influencia está cada vez más extendida en el mundo entero.

Ha llegado el momento de damos a conocer y de explicarnos.

Durante muchos años, los medios de comunicación de masas capitalistas, que sólo difunden y publican lo que sus adinerados dueños les ordenan, han ignorado o devaluado la heroica lucha de Sendero Luminoso.

Pero todo eso cambiará. Por eso hemos cogido unos rehenes del capitalismo.

Por lo tanto, la cadena americana de televisión CBA debe hacer lo siguiente:

Uno: A partir del segundo lunes tras la recepción de este mensaje, no emitirá el programa nacional Últimas Noticias (en sus dos ediciones) durante cinco días consecutivos (toda la semana).

Dos: En sustitución del programa cancelado, emitirá otro, que enviaremos nosotros mismos a la CBA en cinco cintas de vídeo. Su título será: «La revolución mundial: Sendero Luminoso nos muestra el camino».

Tres: No se permitirán interrupciones en nuestro programa para la publicidad.

Cuatro: Ni la CBA ni cualquier otra agencia deben intentar seguir la pista de las cintas que reciban; la primera llegará a la CBA el jueves de la semana próxima. Las siguientes irán llegando diariamente. El menor intento por averiguar el origen de las cintas acarreará la inmediata ejecución de uno de los tres prisioneros retenidos en Perú. Cualquier otra acción de ese tipo acarreará la misma consecuencia.

Cinco: Estas órdenes no son negociables y deben ser acatadas al pie de la letra.

Si la CBA sigue atentamente las órdenes de este documento, los prisioneros serán liberados a los cuatro días de la emisión del quinto programa de Sendero Luminoso. Pero en caso contrario no volverán a ver con vida a los prisioneros ni recuperarán sus cuerpos.


– Hay algo más -dijo Nortandra-. Viene en una hoja aparte.


Hemos enviado varias copias de la cinta de vídeo y del texto «Ha llegado la hora de la Luz» a la prensa y a otras emisoras de televisión.


– Eso es todo -concluyó Nortandra-. Ninguno de los papeles lleva firma, pero el hecho de que llegaran con la cinta de vídeo garantiza su autenticidad, creo yo.

Un silencio general siguió a su lectura. Al parecer, nadie quería ser el primero en pronunciarse. Algunos miraron a Crawford Sloane, que estaba hundido en su asiento con la cara desencajada. Los demás compartían su sensación de desesperación. Finalmente tomó la palabra Les Chippingham: -Bueno, ahora ya estamos enterados. Queríamos saber qué querría esa gente. Pensábamos que sería dinero. Pero es algo mucho más serio.

– Mucho, muchísimo más -añadió Bracebridge-. En términos financieros, desde luego, es incalculable, pero evidentemente no se trata de eso.

– Como les indiqué al principio -observó Nortandra-, todo este asunto, y en especial esta jerigonza, no tiene sentido.

– Los revolucionarios -intervino Norm Jaeger- rara vez tienen sentido, excepto, quizá, para ellos mismos. Pero eso no es motivo para no tomarlos en serio. Ya nos lo enseñaron en Irán.

Jaeger miró el reloj de pared, que indicaba las 22.50, y se dirigió a Chippingham:

– Les, ¿vamos a interrumpir la programación para darlo? Si nos damos prisa, podemos salir a la hora en punto y difundir parte de la cinta de la señora Sloane. Si es cierto que se lo han enviado a las demás emisoras, pueden dar la noticia en cualquier momento.

– Pues que la den -declaró rotundamente el director de informativos-. Éste es un elemento nuevo de un juego en el que no podemos precipitarnos. Emitiremos un boletín a las doce, lo cual nos da una hora para considerar cómo plantear la noticia y, lo que es más importante, cuál será nuestra respuesta… si la hay.

– Ni hablar de respuesta -afirmó Margot Lloyd-Mason-. Es evidente que no podemos aceptar de ninguna manera esas ridículas exigencias. No vamos a eliminar nuestro noticiario de la noche durante una semana entera.

– Sin embargo, no hemos de decir tal cosa, al menos de momento -señaló Nortandra-. Podemos decir que estamos considerando atentamente sus peticiones y que ya anunciaremos nuestra decisión más adelante.

– Si me lo permite -le dijo Jaeger-, dudo que eso engañara a nadie, y menos a Sendero Luminoso. He pasado muchas horas investigando el tema del terrorismo, y esas personas serán lo que sean, pero no son tontos. Además, están bien informados de nuestro funcionamiento interno, por ejemplo, que hay dos ediciones de Últimas Noticias y que la audiencia disminuye los sábados y los domingos.

– Entonces, ¿qué sugiere usted?

– Que dejen la respuesta en manos del departamento de informativos. Esto requiere delicadeza y no un enfoque a la tremenda como hablar de «términos ridículos». En la CBA-News estamos mejor preparados, tenemos un conocimiento más profundo del tema…

Chippingham hizo una seña, interrumpiendo a Jaeger, que se calló.

– Básicamente, estoy de acuerdo con Norman -dijo el director de servicios informativos-, pero, puesto que es mi responsabilidad, creo que, efectivamente, el departamento de informativos debe hacerse cargo del asunto porque estamos mejor informados, conocemos el terreno, hemos establecido contactos y uno de nuestros mejores corresponsales, Harry Partridge, ya está en Perú y se le debe consultar.

– Haz todas las consultas con toda la delicadeza que quieras -soltó Margot; la referencia de Jaeger a su declaración de «términos ridículos» la había ruborizado-. Pero la cuestión que nos ocupa es materia de la compañía y requiere una decisión de la ejecutiva.

¡No! ¡Maldita sea, no! -fue un grito.

Las cabezas se volvieron hacia Crawford Sloane, que había abandonado su actitud de abatimiento y se había levantado, con los ojos furiosos y la cara arrebolada. Hablaba apasionadamente y por momentos se le quebraba la voz.

– ¡Dejemos a la compañía al margen! Norman tiene razón en cuanto al enfoque tremendista; acabamos de presenciar una reacción de ese tipo, porque los ejecutivos no tienen los conocimientos ni la experiencia para hacerse cargo de la situación. Además, la empresa ya ha tomado una decisión, ya la hemos oído: Las condiciones son inaceptables. No vamos a dejar de dar el telediario durante una semana. ¿Hacía falta que nos dijera una cosa así? ¿Es que no lo sabíamos todos, sí, todos nosotros, incluido yo? ¿Lo quiere usted por escrito, señora Lloyd-Mason? Pues bien, aquí tiene: Sé que no podemos cerrar la CBA-News y cedérsela a Sendero Luminoso durante una semana. ¡Que Dios nos asista! Lo acepto. Tiene usted testigos.

Sloane hizo una pausa, tragó saliva y continuó: -Lo que podemos hacer en el departamento es utilizar nuestro ingenio, nuestras habilidades, para ganar tiempo. En este momento, eso es lo que más necesitamos. Tiempo, y la actuación de Harry Partridge, que es la única esperanza que tenemos… mi mejor esperanza de recuperar a mi familia.

Sloane se calló, pero permaneció en pie.

Antes de dar tiempo a reaccionar a nadie, Bracebridge, el antiguo directivo de informativos que ocupaba un alto puesto ejecutivo, intentó un tono conciliatorio:

– Estos momentos son difíciles para todo el mundo. La tensión es tremenda, afloran las emociones y se pierden los estribos. Algunas de las cosas que se han dicho aquí podían, y probablemente debían, haberse expresado con mayor educación. -Se volvió hacia la directora general de la compañía-: De todas formas, Margot, creo que el punto de vista que nos acaban de proponer es digno de tenerse en consideración, sin olvidar, como ha precisado Crawford, que tu última decisión se ha comprendido y se acepta. Sobre eso no hay discusión.

Margot aprovechó la oportunidad de salir airosa que le tendía, vaciló y luego dio su aprobación:

– Muy bien. -Se dirigió a Chippingham-: Sobre esa base, puedes decidir una respuesta estratégica provisional.

– Gracias. ¿Puedo aclarar una cosa?

– Adelante.

– Que la decisión definitiva que acabamos de acatar se mantenga, de momento, en secreto.

– Me parece bien. Pero más vale que eso se lo pidas también a los demás. En cualquier caso, mantenme informada.

Todos los presentes habían estado escuchando con gran atención. Chippingham miró en torno suyo y preguntó:

– ¿Me dais vuestra palabra?

Uno por uno fueron asintiendo, mientras Margot abandonaba la sala.


Cuando Chippingham llegó a su despacho eran las 23.25. A los cinco minutos recibió un despacho de la agencia Reuters, procedente de Lima, con información sobre las exigencias de Sendero Luminoso a la CBA. Instantes más tarde, la Associated Press de Washington mandaba un informe más detallado, con el documento entero titulado «Ha llegado la hora de la Luz».

Durante los quince minutos siguientes, la ABC, la NBC y la CBS difundieron sendos boletines con fragmentos de la cinta de Jessica. Prometían más detalles en los informativos del día siguiente. La CNN, que estaba emitiendo un noticiario en ese momento, insertó la historia en primicia. Chippingham mantuvo su decisión previa de no interrumpir la programación en curso y emitir a medianoche un boletín bien elaborado, que ya estaban preparando en ese momento.

A las 23.45 se dirigió a la Herradura, que bullía de actividad. Norm Jaeger ocupaba la butaca de director de realización. Iris Everly estaba en una sala de montaje, trabajando con la cinta de Jessica y otras que servirían de telón de fondo a la historia. Don Kettering, que presentaría el boletín especial de medianoche, estaba en la sala de maquillaje, leyendo y corrigiendo su borrador.

– Lo vamos a decir escuetamente -le dijo Jaeger-, sin comentar ninguna reacción de la CBA. Creo que ya habrá tiempo de sobra para ello, sea cual sea la respuesta. Por cierto, nos han llamado todos, incluidos el Times y el Post, interesándose por nuestra respuesta. Les estamos diciendo que no hay respuesta, que se está considerando todavía.

– Bien -asintió Chippingham, aprobando su decisión.

Jaeger señaló a Karl Owens, sentado al otro extremo de la Herradura:

– Karl tiene una idea sobre cuál podría ser nuestra respuesta.

– Me gustaría oírla.

Owens, el caballo de batalla, el metódico realizador que había propuesto ya bastantes ideas y cuya labor concienzuda había llevado a la identificación del terrorista Ulises Rodríguez, consultó sus notas en sus típicas fichas de datos.

– El documento de Sendero Luminoso dice que ellos nos entregarán las cinco cintas que sustituirán nuestro boletín nacional de la noche; la primera el jueves próximo, y las otras durante los cuatro días siguientes. A diferencia de la cinta sobre la señora Sloane que hemos visto esta noche, al parecer mandarán esas otras cintas sólo a la CBA.

– Eso ya lo sabía -dijo Chippingham.

Jaeger sonrió mientras Owens seguía a su ritmo, imperturbable: -Lo que yo propongo es que sigamos ocultando la reacción de la CBA hasta el martes. No obstante, para que no decaiga el interés, el lunes podemos decir que emitiremos un comunicado al día siguiente. Luego, el martes podemos anunciar que no habrá ningún comentario mientras no recibamos la cinta prometida para el jueves, y que después ya daremos a conocer nuestra reacción. -¿Y adónde quieres llegar?

– Esto nos da seis días, hasta el jueves. Luego supongamos que llega la cinta de Sendero.

– Muy bien. Ya ha llegado. ¿Qué más?

– La guardamos en una caja fuerte, donde nadie pueda tener acceso a ella, e interrumpimos inmediatamente la programación, armando un gran alboroto, diciendo que hemos recibido la cinta, pero que está defectuosa. Debe de haberse estropeado por el camino y se ha borrado buena parte de su contenido. Hemos intentado verla, y luego fijarla, pero no hemos podido. Además de difundir la noticia por televisión, se la comunicaremos a todas las agencias y los medios de comunicación, para asegurarnos de que el mensaje llega a Perú y hasta Sendero Luminoso.

– Creo que voy siguiendo tu razonamiento -dijo Chippingham-, pero termina de todos modos.

– Los terroristas no sabrán si estamos mintiendo o no. Lo que saben, como todo el mundo, es que son cosas que pasan. Así que tal vez nos concedan el beneficio de la duda y nos manden otra cinta, que tardaría unos días…

Lo cual significaría -Chippingham concluyó la frase por él- que no podríamos empezar a emitir sus cintas el día que ellos especificaban.

– Exactamente.

– Creo que Karl acabaría diciéndolo, Les -añadió Jaeger-. Pero, si funciona, y puede funcionar, habríamos ganado varios días más. ¿Qué opinas?

– Creo que es una brillante idea -dijo Chippingham-. Me alegro de haber recuperado la capacidad de decisión.


Durante el fin de semana, la noticia de las exigencias de Sendero Luminoso y la cinta de Jessica inundaron todos los medios de comunicación y la opinión pública mundial. Los teléfonos de la CBA no paraban de recibir llamadas pidiendo algún comentario de la emisora, preferiblemente en forma de declaración oficial. Todas las llamadas fueron canalizadas hacia la CBA-News. Se aconsejó a los demás directivos y altos cargos de la compañía que no respondieran a las preguntas respecto a ese tema, ni siquiera oficiosamente.

La CBA-News destinó a tres secretarias especiales para atender todas esas llamadas. Su respuesta era siempre la misma: la CBA no tenía ningún comentario que hacer, ni se sabía cuándo lo haría.

La ausencia de reacción por parte de la CBA, sin embargo, no impidió toda clase de conjeturas externas. La opinión mayoritaria parecía ser: ¡Aguantad firme! ¡No cedáis!

Con todo, un número bastante amplio no veía inconveniente en aceptar las exigencias de los secuestradores para la liberación de sus rehenes. Lo cual provocó un iracundo comentario de Jaeger:

– ¿Es que no comprenden esos insensatos que es una cuestión de principios? ¿No se dan cuenta de que se crearía un precedente que invitaría a todos los grupos de lunáticos del mundo a secuestrar a los profesionales de la televisión?

En los debates del domingo -«Frente a la nación», «Reunión con la prensa» y «Esta semana con David Brankley»- se discutió el tema y se leyeron algunos extractos del libro de Crawford Sloane La cámara y la verdad, particularmente:


Hay que considerar la posibilidad… de prescindir de los rehenes.

La única manera de tratar a los terroristas es… no pactar con ellos ni pagar rescate alguno, directa o indirectamente, ¡en ningún caso!


En el seno de la CBA, los que prometieron a Les Chippingham guardar el secreto de la decisión definitiva de no aceptar las condiciones de Sendero Luminoso cumplieron su palabra. De hecho, la única que la incumplió fue Margot Lloyd-Mason, que el domingo comunicó a Theodore Elliott por teléfono todo lo sucedido la noche anterior.

Sin duda, Margot habría defendido acaloradamente que su decisión de poner al corriente al presidente de Globanic era la más correcta. Pero por desgracia, correcta o no, su acción abonó el terreno para una filtración devastadora.

5

La sede de Globanic Industries World se hallaba en un complejo de oficinas de estilo señorial, rodeado por un espléndido parque privado, en Pleasantville, Nueva York, a unos sesenta kilómetros de Manhattan. La intención de ese alejamiento era aislar a la cúpula ejecutiva de las presiones y la enrarecida atmósfera de las filiales industriales y financieras de Globanic. La Globanic Financial, por ejemplo, que en ese momento se encargaba del canje de la deuda externa de Perú, ocupaba tres plantas del edificio Uno del World Trade Center, en la zona de Wall Street.

Sin embargo, el cuartel general de Pleasantville albergaba en realidad muchos asuntos secundarios relativos a algunas filiales de Globanic. Ésa era la razón de que, el lunes a las diez de la mañana, Glen Dawson, un joven reportero del Baltimore Star, estuviera esperando allí para entrevistar a uno de los altos cargos sobre el tema del paladio. En ese momento, ese metal precioso estaba de actualidad y una filial de Globanic, Minas Gerais, explotaba la producción de paladio y platino en Brasil, cuyos disturbios laborales estaban amenazando el suministro.

Dawson estaba esperando en un elegante vestíbulo circular que daba acceso a los despachos de otros directivos de Globanic, entre otros el propio presidente del holding.

El periodista, sentado en un discreto rincón, seguía esperando cuando se abrió una de las puertas por la que aparecieron dos figuras. Una de ellas pertenecía a Theodore Elliott, a quien el reportero reconoció inmediatamente, por las fotografías. El rostro del otro hombre le resultó familiar, aunque Dawson no logró identificarlo. Continuando una conversación iniciada en el interior del despacho, el interlocutor de Elliott decía:

lo de la CBA. Las amenazas de esos rebeldes peruanos te van a poner en una situación delicada.

– En cierto sentido, sí… -asintió el presidente de Globanic-. Deja, te acompaño hasta el ascensor… Hemos tomado una decisión, aunque no se ha anunciado todavía. No pensamos permitir que nos maneje esa pandilla de rojos.

– ¿Entonces, la CBA no va a cancelar sus telediarios de la noche?

– ¡En absoluto! Y en cuanto a emitir esas cintas Luminosas, ¡ni hablar!

Las voces se perdieron.

Utilizando una revista que estaba hojeando para disimular su cuaderno de notas, Glen Dawson escribió apresuradamente las palabras exactas que acababa de oír. El pulso se le aceleró. Sabía que poseía en exclusiva una información que un sinnúmero de periodistas llevaba persiguiendo infructuosamente desde el sábado por la noche.

– Señor Dawson -le llamó la recepcionista-, el señor Licata le está esperando.

Al pasar junto a su mesa, se detuvo y le sonrió:

– El señor que acompañaba al señor Elliott… creo que le conozco, pero ahora mismo no caigo…

La recepcionista vaciló. Él advirtió su reprobación y renovó su sonrisa. Funcionó.

– Era el señor Alden Rhodes, el subsecretario de Estado.

– ¡Claro! ¡Qué despistado soy!

Dawson había visto una vez al subsecretario de Estado para asuntos económicos, en la televisión, ante un comité interno. Pero lo único que le importaba en ese momento era que tenía su nombre.

La entrevista con el directivo de Globanic le pareció interminable, aunque Dawson intentó concluirla lo más aprisa que pudo. De todos modos, la cuestión del paladio no le interesaba demasiado; era un joven ambicioso que quería escribir sobre temas de interés general, y acababa de tropezar con algo que podía ser un billete al futuro. No obstante, su anfitrión le describió pormenorizadamente la historia y el futuro del paladio. Restó importancia a los conflictos obreros de Brasil, que serían pasajeros y no afectarían al suministro, que era en definitiva lo que Dawson pretendía averiguar. Al final, alegando otra cita, el reportero logró escabullirse.

Tras consultar el reloj, decidió que le daba tiempo a dirigirse a la redacción del Baltimore Star de Manhattan, escribir allí los dos artículos y presentarlos para la edición vespertina. Condujo deprisa, hilvanando en mente las frases, por Saw Mili River Parkway y luego por la I-87.

Sentado ante un terminal de ordenador en las modestas oficinas de Rockefeller Plaza, Glen Dawson redactó primero rápidamente el artículo sobre el paladio. Ése había sido el propósito de su visita y tenía que cumplir con su obligación.

Después empezó la otra historia, mucho más emocionante. Su primer reportaje era para las páginas de economía, sección a la que estaba destinado, y a la que mandaría también el segundo. Aunque estaba seguro de que no permanecería allí mucho tiempo.

Sus dedos volaban sobre el teclado, redactando la introducción.

Mientras, Dawson iba rumiando una cuestión ética que no tardaría en plantearse: ¿acarrearía la publicación de la noticia que estaba escribiendo en ese momento algún peligro a las víctimas del secuestro?

Más concretamente: ¿perjudicaría a los Sloane la revelación de que la CBA había decidido rechazar las exigencias de Sendero Luminoso, decisión que, era evidente, la emisora no pensaba revocar?

O, por otro lado, ¿tenía derecho el público a conocer todo lo que un reportero emprendedor como él era capaz de averiguar, sin importar cómo obtuviera esa información?

Aunque eran preguntas muy concretas, Dawson sabía que no eran de su competencia. Las reglas del juego eran concisas y conocidas por todas las partes implicadas.

El reportero debía escribir cualquier historia digna de ser relatada. Si hacía algún descubrimiento, su tarea consistía en no modificar ni suprimir nada, sino escribir un reportaje completo y meticuloso y luego enviarlo a la empresa que le contrataba.

Su texto iría a parar a manos de un editor. Y sería el editor, o los editores, quienes considerarían el problema ético.

Y Dawson pensó que eso era seguramente lo que estaría ocurriendo en ese momento en Baltimore, donde se estaría reproduciendo su historia en otra terminal de ordenador.

Cuando terminó, pulsó una tecla para sacar una copia de su texto por la impresora, para él. No obstante, otra mano se le adelantó y se la arrebató.

Era el jefe de la oficina, Sandy Sefton, que acababa de entrar. Veterano reportero general, a Sefton le quedaban pocos años para retirarse y Dawson y él eran buenos amigos. Cuando leyó su reportaje, su superior silbó entre dientes y luego levantó la vista.

– Acabas de pillar un bombazo. Las palabras de Elliott, ¿las escribiste en cuanto las dijo?

– Inmediatamente.

Dawson le enseñó sus notas.

– ¡Dios mío! ¿Has hablado con el otro, con Alden Rhodes?

Dawson negó con la cabeza.

– Pues es posible que Baltimore quiera que lo hagas.

Sonó el teléfono.

– ¿Qué te apuestas a que es Baltimore?

Era Baltimore. Sefton cogió la llamada, escuchó unos instantes y contestó:

– Supongo que saldremos en titulares esta tarde, ¿verdad? -Pasó el receptor a Dawson con una sonrisa radiante-: Es Frazer.

J. Allardyce Frazer era el director editorial. No perdió tiempo y le espetó, con voz autoritaria:

– No has hablado directamente con Theodore Elliott, ¿verdad?

– No, señor Frazer.

– Pues hazlo. Dile lo que has oído y pregúntale si tiene algún comentario que hacer. Si niega haberlo dicho, da esa información también. Y entonces intenta que te lo confirme Alden Rhodes. ¿Sabes cómo tienes que hacerle la pregunta?

– Sí, señor.

– Pásame a Sandy.

El jefe de la oficina tomó el aparato. Guiñó un ojo a Dawson mientras escuchaba, y luego dijo:

– He visto las notas de Glen. Anotó las palabras de Elliott allí mismo. Son muy claras, no hay posibilidad de mala interpretación.

Cuando colgó, Sefton dijo a Dawson:

– Todavía no eches las campanas al vuelo: están discutiendo si es ético o no. Ponte en contacto con Elliott. Yo voy a intentar localizar a Rhodes. Es imposible que ya se haya ido a Washington.

Sefton cruzó la habitación para usar otro teléfono.

Dawson tecleó el número de Globanic. Después de pasar por la centralita, le contestó una voz femenina. El periodista se identificó y preguntó por el señor Theodore Elliott.

– El señor Elliott no se puede poner -repuso la voz amablemente-. Soy la señora Kessler. ¿Podría decirme qué desea?

– Sí.

Dawson le explicó cuidadosamente para qué llamaba.

– Espere un momento, por favor -le dijo la voz con un matiz de frialdad.

Transcurrieron varios minutos. Dawson estaba a punto de colgar y volver a telefonear cuando la línea cobró vida. Esa vez, la voz era glacial:

– El señor Elliott dice que lo que oyó usted, fuera lo que fuera, era confidencial y no le autoriza a usarlo.

– Soy periodista -dijo Dawson-. Si oigo o averiguo algo que no me han comunicado a confidencialmente, tengo derecho a utilizarlo.

– Señor Dawson, no tiene sentido prolongar esta conversación.

– Sólo un momento, por favor. ¿Niega el señor Elliott haber dicho las palabras que le he leído a usted?

– El señor Elliott no tiene nada más que decir.

Dawson anotó su pregunta y la respuesta, como había hecho por la mañana.

– Señora Kessler, ¿le importaría darme su nombre de pila?

– Eso no tiene nada que ver… En fin: Diana.

Dawson sonrió. Se imaginó que Kessler habría pensado que ya que iba a salir su nombre en la prensa, por lo menos que estuviera completo. Cuando iba a darle las gracias, el periodista advirtió que se había cortado la comunicación.

Al colgar, el jefe de la oficina le tendió una hoja de papel:

– Rhodes se dirige a La Guardia en un coche del Departamento de Estado. Éste es el número de teléfono del coche.

Dawson descolgó una vez más.

Tras una sola llamada le contestó una voz masculina. Dawson preguntó por el señor Alden Rhodes.

– Al aparato -le contestó éste.

El periodista se identificó, sabiendo que Sandy Sefton le estaba escuchando por una extensión.

– Señor Rhodes, mi periódico desearía saber si tiene usted algún comentario respecto a la afirmación del señor Theodore Elliott acerca de que la emisora de televisión CBA no va a aceptar las recientes exigencias de Sendero Luminoso y, en palabras del señor Elliott: «No pensamos permitir que nos maneje esa pandilla de rojos».

– ¡Theo Elliott le ha dicho tal cosa!

– Se lo oí decir personalmente, señor Rhodes.

– Pensaba que quería mantenerlo en secreto. -Hizo una pausa-. ¡Espere un minuto! ¿Usted era el que estaba sentado en el vestíbulo cuando salimos?

– Sí, señor.

– Dawson, me ha engañado. Insisto en que toda esta conversación es extraoficial.

– Señor Rhodes, antes de empezar a hablar me he identificado y usted no ha dicho nada de que fuera extraoficial.

– ¡Váyase a la mierda, Dawson!

– Esto sí que era confidencial, señor. Ya me lo había advertido.

El jefe de Nueva York, sonriendo, levantó el pulgar.


El debate ético de Baltimore no duró demasiado.

En todos los medios de comunicación siempre ha existido predilección por las revelaciones. Sin embargo, en algunas noticias -como ésta- había algunas cuestiones que resolver. El director editorial y el editor de información nacional, que eran quienes supervisarían la historia, se las plantearon el uno al otro.

PREGUNTA: ¿Pondría en peligro a los rehenes la publicación de la decisión de la CBA? RESPUESTA: Los rehenes ya corrían peligro; no estaba claro si la publicación de la noticia cambiaría en algo la situación. PREGUNTA: ¿Se produciría alguna muerte a causa de esa publicación? RESPUESTA: Probablemente no, porque un rehén muerto no tenía valor. PREGUNTA: Si la CBA pensaba dar a conocer su decisión dentro de un día o dos, ¿qué más daba que se le adelantaran un poco? RESPUESTA: Daba igual. PREGUNTA: Si Theo Elliott había revelado la decisión de la CBA de manera informal y otras personas podían estar enteradas, ¿qué probabilidades había de que el secreto no se propagara rápidamente? RESPUESTA: Con seguridad, casi ninguna.

Al final, el director editorial expresó la conclusión de ambos:

– No hay ningún problema de ética. ¡A imprenta!

La historia salió en portada de la edición vespertina del Baltimore Star, con inmensos titulares:


LA CBA HACE FRENTE A LOS SECUESTRADORES DE LOS SLOANE


La CBA dirá un rotundo «No» a las exigencias de los secuestradores de la familia Sloane, a saber, cancelar su boletín nacional de noticias durante una semana y sustituir la emisión por unas cintas de propaganda proporcionadas por el grupo rebelde maoísta peruano Sendero Luminoso.

La banda terrorista ha reivindicado la responsabilidad de la acción y admite tener prisioneras a sus víctimas en un lugar inespecificado de Perú.

Theodore Elliott, presidente de Globanic Industries, la compañía madre de la CBA, ha declarado hoy: «No pensamos permitir que nos maneje esa pandilla de rojos».

En la sede del holding en Pleasantville, Nueva York, el empresario añadía: «Y en cuanto a emitir esas cintas Luminosas, ni hablar».

Un reportero del Star fue testigo de la afirmación de Elliott.

Alden Rhodes, subsecretario de Estado para asuntos económicos, que era el interlocutor del señor Elliott cuando pronunció esas palabras, ha declinado hacer comentarios al ser preguntado por el Star, aunque dijo: «Pensaba que quería mantenerlo en secreto».

Nuestro intento de comunicarnos con el señor Elliott más tarde en busca de información adicional ha sido infructuoso.

«El señor Elliott no se puede poner al teléfono», nos informó la señora Diana Kessler, secretaria del presidente de Globanic. En respuesta a nuestras preguntas, la señora Kessler insistió: «El señor Elliott no tiene nada más que decir».


A continuación, el artículo proseguía con generalidades acerca de la historia del secuestro.

Antes aún de que el Baltimore Star saliera a la calle, las agencias de prensa tenían la historia, confirmando la noticia del Star. Esa noche, todas las emisoras de televisión citaron al Star en sus informativos, incluida la CBA, que recibió la noticia con desaliento.

A la mañana siguiente, en Perú, donde la historia del secuestro había cobrado notoriedad, la prensa y los medios audiovisuales proclamaron la revelación poniendo un énfasis especial en la calificación de Theodore Elliott de «pandilla de rojos» para referirse a Sendero Luminoso.

6

– Vicente me cae bien -dijo Nicky-. Es amigo nuestro.

– Sí, yo opino lo mismo -dijo Angus desde su celda.

Estaba tumbado en la delgada y sucia colchoneta de su catre, contemplando dos grandes cucarachas que había en la pared para matar el tiempo.

– ¡Pues mejor que no opinéis! ¡Los dos! -exclamó Jessica-. Tenerle simpatía a esta gente es una estupidez y una ingenuidad.

Se calló, con ganas de morderse la lengua y tragarse sus palabras. No había necesidad de ser desagradable.

– Lo siento -dijo-. No quería decirlo así, se me ha escapado.

El problema era que a los quince días de estricto confinamiento en sus jaulas, los nervios empezaban a fallar y el desaliento a hacer mella. Jessica había hecho todo lo posible por ayudarles a mantener la moral, si no alta, por lo menos un poco por encima de la desesperación. También se empeñaba en que realizaran sus ejercicios todos los días, bajo su dirección. Pero a pesar de sus mejores intenciones, la restricción física, la monotonía y la soledad estaban cobrando su fruto inevitable.

Además, la comida grasienta, con sabor a rancio, era otro de los factores que minaban sus recursos físicos.

Y para agravar esas miserias, pese a sus esfuerzos por mantener una mínima higiene, estaban sucios, olían mal y cuando sudaban, que era lo habitual, se les pegaba la ropa al cuerpo.

Les hacía mucho bien, pensaba Jessica, recordar que su maestro del cursillo antiterrorista, el general Wade, había sufrido muchísimo más, y durante una temporada muy larga en su celda subterránea de Corea. Pero Cedric Wade era una persona excepcional, encarcelada mientras servía a su país en una época de guerra. Allí no había guerra que fortaleciera la mente o los nervios. Ellos eran unos simples civiles involucrados en una mezquina pelea. ¿Con qué fin? Jessica seguía sin saberlo.

De todos modos, el recuerdo del general Wade y la observación de Nicky acerca de Vicente, con la aprobación de Angus, le trajo a la memoria una cosa que le había enseñado Wade. Y le pareció buen momento para utilizarla.

En voz baja y vigilando atentamente al guarda, les preguntó:

– ¿Habíais oído hablar alguna vez del síndrome de Estocolmo, Angus? ¿Nicky…?

– Yo sí -respondió Angus-. Me parece…

– ¿Y tú, Nicky?

– Yo no, mamá. ¿Qué es eso?

El guardián de turno era uno que solía traer tebeos para pasar el tiempo; en ese momento parecía sumergido en su lectura e indiferente a su conversación. Además, Jessica sabía que no hablaba inglés.

– Os lo voy a contar -les dijo.

Podía oír en su memoria las palabras del general Wade explicando a su pequeño grupo de alumnos:

– Una de las cosas que pasan en casi todos los secuestros, de bandas terroristas o no, es que al cabo de cierto tiempo algunos de los rehenes toman simpatía a los terroristas. Algunas veces, llegan a considerar a sus secuestradores como amigos suyos, y a la policía y las fuerzas que están intentando rescatarles como enemigos. Esta reacción se ha denominado síndrome de Estocolmo.

Y era cierto, confirmaron a Jessica sus posteriores lecturas. Le había picado la curiosidad y había investigado por su cuenta el origen de la expresión.


Sucedió en Estocolmo (Suecia), el 23 de agosto de 1973.

Esa mañana, en la céntrica plaza Norrmalmstorg, un convicto huido, Jan-Erik Olsson, de treinta y dos años, penetró en el Sveriges Kreditbanken, uno de los principales bancos de Estocolmo. De debajo de una chaqueta doblada, Olsson sacó un subfusil ametrallador, que disparó al techo, creando el pánico bajo una rociada de cristales y escayola.

La dura prueba que se originó entonces duró seis días.

Durante ese tiempo, ninguno de los participantes tenía ni idea de que durante años, y tal vez siglos, la repetición de la experiencia que compartían se conocería en todo el mundo como «síndrome de Estocolmo», una expresión médica y científica destinada a ser tan familiar entre los estudiantes y los facultativos del mundo entero como la cesárea, la anorexia o la enfermedad de Alzheimer.

Tres mujeres y un hombre, los cuatro empleados del banco, fueron retenidos por Olsson y su cómplice, Clark Olofsson, de treinta y seis años. Los rehenes se llamaban: Birgitta Lundblad, de treinta y un años, rubia y guapa; Kristin Ehnmark, de veintitrés, alegre y morena; Elisabeth Oldgren, de veintiuno, menuda, rubia y amable; y Sven Säfström, un administrativo alto y delgado, de veinticinco años. Durante la mayor parte de esos seis días, el sexteto permaneció confinado en la cámara acorazada de la oficina bancada, desde donde los criminales comunicaron sus exigencias por teléfono: tres millones de coronas suecas en efectivo (unos siete millones de pesetas), dos pistolas y un coche para escapar.

Durante el secuestro, los rehenes sufrieron lo indecible. Les obligaron a permanecer en pie, con cuerdas al cuello, que les habrían estrangulado si se hubieran dejado caer al suelo. De vez en cuando les golpeaban con el fusil ametrallador en las costillas, amenazándoles de muerte. Pasaron cincuenta horas sin probar bocado. Su único aseo eran las papeleras. En la caja fuerte, la claustrofobia y el miedo les invadieron a todos.

Sin embargo, se fue desarrollando una extraña intimidad entre los rehenes y sus secuestradores. En una ocasión, Birgitta podía haber escapado, pero no lo hizo. Kristin logró pasar cierta información a la policía y después admitió: «Me sentí como una traidora». El único varón, Sven, calificó a los criminales de «amables», lo mismo que Elisabeth.

La policía de Estocolmo, que libró una batalla de desgaste para liberar a los prisioneros, tropezó con su hostilidad. Kristin dijo por teléfono que confiaba en los secuestradores y añadió: «Quiero que nos dejen marcharnos con ellos… Han sido muy buenos». Sobre Olsson, declaró: «Nos protege de la policía». Cuando le dijeron que la policía no les haría daño, Kristin replicó: «No lo creo».

Más tarde se averiguó que Kristin y el secuestrador más joven, Olofsson, se daban la mano. Ella misma confesó a uno de los investigadores: «Clark me daba ternura». Y tras la liberación de los rehenes, mientras la trasladaban en camilla a una ambulancia, Kristin gritó a Olofsson: «¡Clark, volveremos a vernos!».

Los técnicos de laboratorio que inspeccionaron la cámara acorazada encontraron restos de semen. Tras una semana de interrogatorio, una de las mujeres, después de negar que hubiera tenido relaciones sexuales, confesó que una noche, mientras los demás dormían, había ayudado a Olsson a masturbarse. Los investigadores, aun escépticos respecto a su afirmación, dejaron de lado ese tema.

Durante sus charlas con los psiquiatras, los rehenes liberados se referían a la policía como «el enemigo» y creían que debían la vida a los criminales. Elisabeth acusó a uno de los médicos de intentar «lavarle el cerebro» con respecto a su opinión de Olsson y Olofsson.

En 1974, casi un año después del drama en el banco, Birgitta fue a visitar a Olofsson a la cárcel y conversó con él durante media hora.

Los doctores de la investigación declararon finalmente que la reacción de los rehenes era la típica de cualquier persona en una «situación crítica de supervivencia». Citaron a Anna Freud, que describe tales reacciones como una «identificación con el agresor». Pero a raíz del drama del banco sueco se consolidó una expresión y memorable: el síndrome de Estocolmo.


– ¡Qué bárbaro, mamá! -exclamó Nicky.

– No lo sabía, Jessie -añadió Angus.

– ¿Sabes algo más? -preguntó Nicky.

– Sí, un poco -contestó Jessica, halagada.

Buceó de nuevo en sus recuerdos del cursillo del general Wade.

– He de daros dos consejos -les dijo un día-. Primero: si sois retenidos como rehenes contra vuestra voluntad, ¡Ojo con el síndrome de Estocolmo! Segundo, en el trato con los terroristas, tened bien presente que la expresión «amad a vuestros enemigos» es una estupidez mayúscula. Y en cuanto al otro extremo, no perdáis tiempo ni esfuerzos odiando a los terroristas, el odio es un sentimiento inútil y agotador. Simplemente, no confiéis en ellos ni un momento, ni les toméis simpatía, y nunca dejéis de considerarles enemigos.

Jessica repitió la advertencia de Wade a Nicky y Angus. Continuó describiéndoles algunos secuestros aéreos, cuyos rehenes acabaron desarrollando sentimientos amistosos hacia sus secuestradores. Tal hecho se produjo en ocasión del famoso secuestro de vuelo 847 de la TWA, en 1985, algunos de cuyos pasajeros expresaron simpatía por los atacantes chiítas y difundieron las opiniones propagandísticas de sus secuestradores.

Más recientemente, les explicó Jessica, un rehén liberado de Oriente Medio -una figura patética, evidentemente víctima del síndrome de Estocolmo- llegó incluso a entregar un mensaje de sus secuestradores al Papa y al presidente de los Estados Unidos, haciéndoles muchísima publicidad. La naturaleza del mensaje no fue revelada, aunque según fuentes oficiosas se consideró banal y sin sentido.

Mayor preocupación produjo el caso de otra víctima de secuestro: Patricia Hearst. Desgraciadamente para ella, que fue arrestada en 1975 y juzgada al año siguiente por los presuntos crímenes que cometió impulsada por sus brutales secuestradores, el suceso de Estocolmo no era aún lo suficientemente conocido para depararle simpatía o justicia. En una de las conferencias antiterroristas de Wade, un abogado americano declaró:

– En términos legales e intelectuales, el juicio de Patty Hearst podría compararse al de las brujas de Salem en 1692. Con nuestros conocimientos actuales, y recordando que el presidente Cárter le conmutó su pena de prisión reconociendo el error, sería una vergüenza para nuestro país que Patricia Hearst muriera sin ser perdonada.

– Entonces, Jessie -dijo Angus-, lo que quieres decir es que no nos dejemos engañar por la amabilidad de Vicente. Es nuestro enemigo.

– Si no lo fuera -señaló Jessica-, nos dejaría salir de aquí y escapar durante su turno de vigilancia.

– Y no nos deja, claro. -Angus se dirigió a la celda central-: ¿Has entendido; Nicky? Tu mamá tiene razón y nosotros estábamos equivocados.

Nicky asintió con tristeza, sin decir nada. Una de las calamidades de su encarcelamiento, pensó Jessica, era que Nicky debía enfrentarse -mucho antes de lo normal- con algunas de las realidades de la infamia humana.


Las noticias relativas a la evolución del secuestro de la familia Sloane recorrieron a través de las ondas las inmensas extensiones de Perú hasta sus más remotos rincones.

La primera conexión entre Perú y Sendero Luminoso con el secuestro se hizo pública el sábado, a la mañana siguiente del reportaje de la CBA-News con todo el material reunido por el equipo especial. En Perú, la noticia del secuestro se había difundido hasta entonces en segundo plano, pero la implicación local la convirtió en tema de titulares. La radio fue el medio de mayor difusión. De igual modo, a la mañana siguiente del día -lunes- en que el Baltimore Star publicó su información exclusiva, la radio llevó a la ciudad andina de Ayacucho y a la aldea de Nueva Esperanza la primera noticia de la negativa de Theodore Elliott a ceder a las exigencias de los secuestradores y su pobre opinión de Sendero Luminoso.

Los líderes de Sendero Luminoso oyeron esa noticia por la radio en Ayacucho, y el terrorista Ulises Rodríguez, alias Miguel, en Nueva Esperanza.

Poco después, Miguel habló por teléfono con un dirigente de Sendero Luminoso, aunque ninguno de los dos reveló su nombre. Ambos sabían que el servicio telefónico estaba muy anticuado y la línea pasaba por centralitas donde cualquier persona podía escucharles, incluyendo a las fuerzas del orden. Por lo tanto, hablaron con vaguedades y veladas referencias, práctica muy extendida en Perú, aunque los dos entendieron perfectamente el significado final.

A saber: había que hacer algo en seguida para demostrar a la emisora americana de televisión que no estaba tratando con imbéciles ni debiluchos. Una de las posibilidades era matar a uno de los rehenes y dejar su cuerpo en alguna parte de Lima, donde lo encontraran. Miguel, aun reconociendo que aquello sería muy efectivo, sugirió que dejaran de momento a los tres rehenes con vida, reservándolos como capital. Recordando un dato que había recabado en Hackensack, en lugar de asesinar, aconsejó otro tipo de medida que según él sería devastadora psicológicamente para sus interlocutores neoyorquinos.

La otra parte aceptó rápidamente. Como haría falta transportar determinado objeto físico, mandarían de inmediato a Nueva Esperanza un coche o un camión.

Miguel llamó a Socorro para que le ayudara a hacer los preparativos.


Jessica, Nicky y Angus contemplaron la entrada de la pequeña procesión a la choza que albergaba sus celdas. La formaban Miguel, Socorro, Gustavo, Ramón y uno de los vigilantes. Se notaba que les traía algún propósito concreto y los tres aguardaron con aprensión lo que se les podía avecinar.

Jessica se propuso firmemente cooperar, le pidieran lo que le pidieran. Hacía seis días que había rodado la cinta de vídeo y, por su desplante inicial, habían torturado a Nicky quemándole de aquella manera horrenda. Desde entonces, Socorro había ido todos los días a inspeccionarle las llagas, que habían cicatrizado bien y ya no le dolían. Jessica, que seguía sintiéndose culpable del sufrimiento de Nicky, estaba decidida a que no volvieran a hacerle daño.

Cuando los terroristas abrieron la celda de Nicky y entraron ignorando a Jessica y a Angus, ella gritó angustiada:

– ¿Qué van a hacer? Por favor, no le hagan daño. Ya ha sufrido bastante. ¡Háganmelo a mí!

Socorro, volviéndose, le gritó a través de la mampara:

– ¡Cállate! No conseguirás evitar lo que nos proponemos.

– ¿Qué le vais a hacer? -chilló Jessica frenética.

Miguel había colocado una mesita de madera en la celda de Nicky; Gustavo y el guardián estaban sujetando al niño para inmovilizarle.

– ¡Por favor…! ¡Por el amor de Dios, suéltenle!

Ignorando a Jessica, Socorro dijo a Nicky:

– Te vamos a cortar dos dedos.

Al oír sus palabras, Nicky, que ya estaba desesperado, se puso a chillar y a forcejear, pero en vano.

– Lo harán estos dos hombres y nada de lo que hagas les hará cambiar de opinión. Pero te dolerá más si te mueves, así que estate quieto.

Desestimando su advertencia, profiriendo palabras incoherentes y moviendo unos ojos enloquecidos, Nicky se debatió con más fuerza para soltarse, para liberar como fuera las manos, pero sin éxito.

– ¡Oh, no! -Jessica soltó un agudo gemido-. ¡Los dedos no! ¿Es que no lo entienden? ¡El niño toca el piano! Es su vida…

– Ya lo sé. -Miguel se volvió para dedicarle una sonrisita-. Lo dijo tu marido por televisión, en respuesta a una pregunta. Cuando reciba los dedos preferirá no haberlo dicho.

Del otro lado, Angus golpeaba los barrotes de su celda, gritando y tendiendo las manos.

– ¡Cortádmelos a mí! ¿Qué más os da? ¿Por qué queréis arruinarle la vida al pobre niño?

– ¿Qué son dos dedos de un crío burgués -le contestó Miguel, enfureciéndose- cuando en Perú mueren todos los años sesenta mil niños antes de cumplir los cinco años?

– ¡Nosotros somos americanos! -protestó Angus-. ¡No tenemos la culpa!

– ¡Claro que sí! El sistema capitalista, vuestro sistema, que explota a la gente y es depravado y destructivo, es el culpable

Las cifras de Miguel acerca de la mortalidad infantil eran una cita de Abimael Guzmán, el fundador de Sendero Luminoso. Miguel sabía que sus cifras podían estar manipuladas, pero, sin ningún género de dudas, la tasa de mortalidad infantil de Perú por malnutrición era una de las más elevadas del mundo.

Y durante el intercambio de epítetos, la operación se llevó a cabo rápidamente.

Colocaron junto a Nicky la mesita que habían traído. El niño siguió debatiéndose y chillando, rogando y suplicando lastimosamente. Gustavo le puso el índice de la mano derecha, solo, sobre el borde de la mesa, con los otros replegados hacia abajo. Ramón sacó una navaja. Sonriendo, comprobó su aguzado y brillante filo con el pulgar.

Satisfecho, Ramón se adelantó, colocó la hoja de la navaja sobre el segundo nudillo del dedo de Nicky y de un solo gesto, preciso y rápido, golpeó con el canto de la mano izquierda el mango de la navaja. Con un ruido seco, un chorro de sangre y un grito desgarrador de Nicky, le rebanó el dedo casi de cuajo. Ramón retiró la navaja y procedió a cortar el resto de carne que faltaba. Los desesperados gritos de dolor del niño eran escalofriantes.

La sangre inundó el tablero de la mesa y manchó las manos de los hombres que sujetaban a Nicky. Haciendo caso omiso de ella, éstos colocaron el dedo meñique del niño, también de la mano derecha, contra el borde de la mesa. Esta vez la acción y el resultado fueron más rápidos. De un solo tajo, Ramón le segó el dedo limpiamente, con más borbotones de sangre.

Socorro, que había recogido el primer dedo y lo había metido en una bolsa de plástico, añadió el segundo y tendió la bolsa a Miguel. Estaba muy pálida y apretaba los labios. Miró brevemente a Jessica, que se tapaba la cara con las manos, sacudida de sollozos.

Nicky -casi inconsciente y con la cara de una blancura cenicienta- se había derrumbado en su catre, profiriendo gemidos agónicos. Mientras Miguel, Ramón y el cuarto hombre salían de la celda, Socorro ordenó a Gustavo:

¡Agarra al chico y siéntalo!*

Gustavo enderezó al niño, manteniéndole sentado mientras Socorro acercaba una palangana con agua tibia y jabonosa que había traído al llegar. La mujer cogió la mano derecha de Nicky, la sostuvo en alto, con los dedos hacia arriba, y le limpió cuidadosamente los dos muñones para prevenir la infección. El agua adquirió en seguida un tono rojo brillante. Después, le taponó las heridas con unas gasas y le vendó la mano completamente. La sangre seguía calando las gasas y las vendas, aunque fue perdiendo intensidad.

Durante todo ese proceso, Nicky, claramente bajo los efectos del shock, con todo el cuerpo temblando, no parecía enterarse de lo que sucedía ni colaboraba activamente.

Miguel permaneció en la choza y Jessica, que se había acercado a la puerta de su celda, le rogó con lágrimas en los ojos:

– Por favor, déjeme ir junto a mi hijo… ¡Por favor… por favor!

Miguel negó con la cabeza y le contestó despreciativamente:

– Nada de mamá para un cobardica. ¡A ver si aprende a ser un hombre!

– Es más hombre de lo que tú serás en la vida.

Era la voz de Angus, preñada de rabia y repugnancia. Él también se había aproximado a la puerta de su celda para encararse con Miguel. Recordando los insultos en español que le había enseñado Nicky hacía una semana, le escupió:

¡Maldito hijo de puta!*

Nicky le había repetido lo que le habían contado sus amigos cubanos del colegio: mentar a la madre de un hispano era dedicarle el peor de los insultos.

Despacio, Miguel volvió la cabeza. Miró directamente a los ojos de Angus, con una mirada glacial, malvada e inolvidable. Luego, sin cambiar de expresión, se fue.

Gustavo emergió de la celda de Nicky, oyó el insulto y advirtió la reacción de Miguel. Sacudiendo la cabeza, Gustavo dijo a Angus en su inglés vacilante:

– Viejo, tú haces mal. Él no olvida.

Fueron pasando las horas y Jessica estaba cada vez más preocupada por el estado mental de Nicky. Había intentado hablarle, para consolarle o reconfortarle de alguna manera, pero no tuvo éxito, ni siquiera respuesta. A ratos, Nicky estaba tumbado, gimiendo de vez en cuando. Luego, de repente, su cuerpo se estremecía violentamente y el niño profería gritos agudos, seguidos por unos instantes de temblores. Jessica estaba convencida de que eran los nervios segados los que le producían esos movimientos y el dolor. Por lo que podía advertir ella, Nicky tenía los ojos abiertos casi todo el tiempo, pero la cara sin expresión.

La madre llegó incluso a suplicarle que le contestara: -Sólo una palabra, Nicky, cariño. ¡Una sola! Por favor… ¡dime algo, lo que sea!

Pero no se producía respuesta alguna. Jessica se preguntaba si no se volvería loca ella también. La imposibilidad de abrazar a su hijo, de acercarse a darle su consuelo físico, era una imposición frustrante.

Durante un rato, Jessica, casi histérica, intentó quitarse de la cabeza aquellos pensamientos y se tumbó a llorar amargamente, en silencio.

Después se regañó: ¡Aguanta! ¡Sé fuerte! ¡No te dejes llevar…! Y reanudó sus intentos de hablar con Nicky.

Angus se le sumó, pero el resultado fue tan estéril como los anteriores.

Les trajeron la comida. Nicky ni se enteró, como era de esperar. Diciéndose que debía reponer fuerzas, Jessica intentó comer algo, pero no tenía apetito y rechazó el alimento. No entendía cómo Angus lograba comer.

Llegó la noche. Horas más tarde cambió la guardia y apareció Vicente. Los ruidos del exterior fueron disminuyendo y cuando no se oía más que el zumbido de los insectos llegó Socorro. Llevaba la palangana de agua de la vez anterior, varias gasas, vendas y una lámpara de queroseno, que introdujo en la celda de Nicky. Con cuidado, incorporó al niño y empezó a cambiarle los apósitos.

Nicky parecía más tranquilo, con menos dolores y menos estremecimientos.

Al cabo de un momento, Jessica dijo en voz baja:

– Socorro, por favor…

Ésta se volvió inmediatamente y, poniéndose un dedo delante de los labios, indicó a Jessica que guardara silencio. Sin saber a qué atenerse, desorientada por los nervios y la angustia, Jessica obedeció.

Cuando terminó la cura, Socorro salió de la celda de Nicky, pero sin cerrarla. Se acercó a la de Jessica y abrió el candado con su llave. De nuevo, le recomendó silencio. Después le indicó por gestos que saliera de su celda y le señaló la celda del niño.

A Jessica le dio un vuelco el corazón.

– Debes salir antes de que amanezca -le susurró Socorro. Después señaló a Vicente con la cabeza-: Él te avisará.

Antes de abalanzarse sobre Nicky, Jessica se detuvo y se volvió. Impulsiva, irracionalmente, se acercó a Socorro y le dio un beso en la mejilla.

Al instante, estaba abrazando a su hijo con precaución por su mano vendada.

– ¡Oh, mamá…! -le dijo éste.

Se acurrucaron lo mejor que pudieron. Y Nicky no tardó en quedarse dormido.

7

El grupo especial de la CBA-News iba a abandonar la investigación sistemática de los anuncios inmobiliarios de la prensa local de los últimos tres meses.

Cuando empezaron su tarea, hacía algo más de dos semanas, les había parecido importante localizar la guarida de los secuestradores en los Estados Unidos. Esperaban que, aun cuando no encontraran a las víctimas del secuestro, ello les podía desvelar alguna pista respecto a dónde se los habían llevado.

Pero ahora que sabían que la familia de Sloane estaba en Perú, aunque sólo Sendero Luminoso conocía el lugar exacto, la búsqueda de su antigua base parecía menos importante.

Desde la perspectiva de los servicios informativos de televisión en particular, el descubrimiento y las imágenes del lugar todavía revestían interés. Pero en cuanto a que resultara útil para el caso, parecía menos probable cada día.

Sin embargo, el esfuerzo no fue en vano. La investigación de Jonathan Mony había desembocado en la revista Semana, que les había conducido directamente a las pompas fúnebres de Alberto Godoy. El interrogatorio de Godoy desentrañó la venta de los ataúdes y les confirmó la identificación del terrorista Ulises Rodríguez. Y las consiguientes presiones a Godoy propiciaron la pista del American-Amazonas Bank, con el aparente asesinato del diplomático ante la ONU José Antonio Salaverry y su amante, Helga Efferen, y la conexión de ambos con Perú.

Con todo aquello ya se justificaba, según coincidía todo el mundo, el proyecto de investigación de los anuncios por palabras.

¿Pero cabía aún la posibilidad de que investigaciones ulteriores dieran algún fruto?

Don Kettering, que se había hecho cargo de la dirección del equipo especial de la CBA-News en Nueva York, creía que no. Lo mismo que Norman Jaeger, su director de producción. Incluso Teddy Cooper, padre de la idea, que había supervisado de cerca todo el proceso desde el principio, no encontraba argumentos para continuar con ello.

El tema salió a relucir durante la reunión del grupo del martes por la mañana.

Habían transcurrido cuatro días desde las revelaciones del viernes de la CBA-News con todos los datos que tenían acerca del secuestro, sus perpetradores y la localización indeterminada de sus víctimas en Perú, más las últimas noticias de la noche del viernes con la grabación en vídeo de Jessica Sloane y las exigencias de Sendero Luminoso.

Entretanto se había producido la pasmosa indiscreción de Theodore Elliott, revelando al mundo entero una decisión que la CBA hubiera deseado mantener en secreto hasta el jueves siguiente, como mínimo. Hay que destacar que nadie de la CBA-News criticó al Baltimore Star, teniendo en cuenta que el reportero y los editores del Star habían hecho lo mismo que cualquier otro medio de comunicación, incluida la CBA, en tales circunstancias.

Theodore Elliott no había dado explicaciones ni había pedido disculpas por su actuación.

En Perú, Rita Abrams y el montador de vídeo Bob Watson se habían reunido el sábado con Harry Partridge, Minh Van Canh y el ingeniero de sonido, Ken O'Hara. El lunes transmitieron vía satélite su primer reportaje combinado desde Lima, que esa noche encabezó el noticiario nacional de la CBA.

El editorial de Partridge se centraba en la situación peruana, drásticamente deteriorada, en términos económicos y de orden público. Los comentarios personales de dos periodistas peruanos, uno de la radio, Sergio Hurtado, y el editor de la publicación Escena, Manuel León Seminario, apuntaron esos hechos acompañados de imágenes de una multitud enfurecida saqueando un supermercado y desafiando a la policía.

Según Hurtado: «Éste era un país democrático lleno de promesas, pero ahora nos estamos encaminando a la misma dolorosa autodestrucción que Nicaragua, El Salvador, Venezuela, Colombia y Argentina».

Y Seminario había formulado una pregunta sin respuesta: «¿Por qué padecemos los sudamericanos este mal crónico que nos hace incapaces de gobernarnos de manera estable?». Y proseguía: «Existe un contraste tan lamentable con nuestros prudentes vecinos del norte… Mientras Canadá y los Estados Unidos disfrutan de una ilustrada concordia basada en el libre comercio, haciendo a sus naciones fuertes y estables para las generaciones venideras, en el continente sur nos enfrentamos y nos degollamos».

Para contrastar el reportaje, Partridge sugirió que Rita intentara conseguir una entrevista grabada con el presidente Castañeda. Se la negaron, pero les propusieron a un ministro de segunda fila, Eduardo Loayza. Utilizando un intérprete, éste les declaró en tono aséptico que los problemas de Perú eran temporales. Superarían la bancarrota económica del país. El poder de Sendero Luminoso estaba disminuyendo. Y los rehenes norteamericanos del grupo armado serían liberados muy pronto por el ejército o la policía peruanos.

Las declaraciones de Loayza se incluyeron en el reportaje del lunes, pero, según comentó Rita, «el personaje y su mensaje eran agua de borrajas».

El contingente de la CBA en Lima se comunicaba con frecuencia con el cuartel general de Nueva York, que ponía al corriente a Partridge y Rita de todas las novedades internas, incluida la cinta de Jessica, las exigencias de Sendero Luminoso y la metedura de pata de Elliott. Esta última enfureció a Harry Partridge, pues creyó que minaría decisivamente sus intentos clandestinos de acercamiento. No obstante, resolvió continuar con la táctica ya iniciada.

Probablemente a causa de ese trasvase de iniciativa de Nueva York a Lima, la reunión del martes del grupo especial dedicó tanta atención al tema relativamente secundario de la investigación de los anuncios de la prensa.

– Lo hemos comentado -Norm Jaeger puso al corriente a Les Chippingham, que llegó más tarde- porque te preocupaban los costes, que siguen siendo sustanciales, aunque podemos darle carpetazo en cualquier momento.

Touché! -reconoció Chippingham-. Pero me habéis demostrado que teníais razón, así que tomemos una decisión conjunta.

Pero no admitió que los índices de audiencia de los informativos de la CBA eran tan extraordinarios que había dejado de alarmarle el tema del presupuesto. Si Margot Lloyd-Mason le armaba un escándalo, se limitaría a señalarle que ningún director de informativos había alcanzado tales cotas en toda la historia de la emisora. Luego preguntó a Teddy Cooper:

– ¿Tú qué opinas, Teddy, respecto a proseguir o no la investigación en los anuncios?

Desde el otro extremo de la mesa de juntas, el joven investigador inglés le dedicó una sonrisa:

– Gran idea al final, ¿eh?

– Sí. Por eso te lo pregunto.

– Todavía podríamos sacarle algo. Si no perdemos la esperanza puede salir otro as, aunque la probabilidad es menor. Si lo dejamos, quizá pueda proponer otra solución brillante…

– No me extrañaría -comentó Norm Jaeger, cuya opinión sobre Teddy Cooper había dado un giro de ciento ochenta grados desde que le conoció.

Decidieron abandonar la investigación al día siguiente.

Pero tres horas más tarde, como si el destino hubiera decidido coquetear con ellos, se produjo una novedad espectacular, la que todos estaban esperando desde el principio.

A las dos de la tarde, en la sala de juntas, Teddy Cooper recibió una llamada telefónica de Jonathan Mony.

Mony había acabado asumiendo las funciones de supervisor y llevaba los últimos días repasando datos con los investigadores eventuales. Corría el rumor de que, cuando concluyera su trabajo actual, el departamento de informativos le ofrecería un puesto fijo. Su voz sonó excitada y sin aliento a través del teléfono:

– Creo que lo hemos encontrado. ¿Puedes venir… tú y el señor Kettering, tal vez?

– ¿Qué habéis encontrado y dónde estáis?

– La guarida de los secuestradores, estoy casi seguro. En Hackensack, Nueva Jersey. Estaba en un anuncio del Record, el periódico local, y le hemos seguido la pista.

– ¡No cuelgues! -le dijo Cooper.

Don Kettering y Norman Jaeger acababan de entrar juntos. Cooper levantó el auricular, gesticulando:

– Es Jonathan. Cree que ha descubierto Villa Sendero.

En una mesa auxiliar había un altavoz. Jaeger pulsó la tecla para ponerlo en marcha:

– Bien, Jonathan -dijo Kettering-. Cuéntanoslo todo.

– Había un anuncio por palabras en el Record -dijo la voz de Mony amplificada-. Parecía encajar en lo que buscábamos. ¿Os lo leo?

– Venga.

Se oyó un crujido de papeles mientras Mony proseguía su informe.

El anuncio era del 10 de agosto, treinta y cuatro días antes del secuestro, lo cual situaba al anuncio dentro del marco delimitado para la investigación.


HACKENSACK – VENTA O ALQUILER


Finca rústica con una hectárea y media de terreno, gran casa tradicional, 6 camas, habitaciones de servicio, adecuada para residencia multifamiliar o guardería, etc. Chimeneas, calefacción central, aire acondicionado. Amplias dependencias para vehículos, talleres, establos. Ubicación aislada, tranquilidad. Precio ajustado. Necesita ciertas reparaciones.


PRANDUS & PAIGE


Agentes Colegiados


Una de las chicas había descubierto el anuncio, enterrado entre otros muchos: el Record tenía una de las secciones de anuncios más nutrida de las publicaciones de la zona. Cuando lo leyó se puso en contacto con Jonathan Mony, que estaba por esa zona y llevaba un chivato de la CBA. Éste se había reunido con ella en las oficinas del periódico, desde donde Mony había telefoneado a los agentes de la propiedad inmobiliaria Prandus & Paige.

Al principio no se había hecho muchas ilusiones. Durante los últimos quince días se habían presentado bastantes alertas semejantes. Pero tras las primeras emociones y seguimientos, incluidas las respectivas visitas a las propiedades «posibles», todas ellas se habían revelado vanas. La probabilidad de que esta última fuera distinta no parecía muy grande.

En este caso, como en muchos de los anteriores, al enterarse de que era una investigación de la CBA, los agentes habían colaborado de buen grado y les habían facilitado la dirección. Pero había unos datos suplementarios: en primer lugar, casi inmediatamente a la publicación del anuncio, les habían hecho una oferta de alquiler de la propiedad por un año, pagando la cantidad total por adelantado. Y en segundo lugar, una reciente comprobación de rutina había revelado que la casa y las dependencias estaban deshabitadas.

Un empleado de la agencia dijo a Mony:

– Los inquilinos la han ocupado durante poco más de un mes, y no hemos vuelto a tener noticias de ellos, así que no tenemos ni idea de si piensan volver. Todavía no sabemos qué hacer, y si tenéis algún contacto con ellos, te agradecería que nos lo comunicaras.

Mony, cuyo interés estaba creciendo rápidamente, le prometió tenerle informado. Después fue a visitar la finca con la chica que había encontrado el anuncio.

– Ya sé que no debimos ir directamente -dijo a Cooper y a los otros dos por teléfono-. Pero fue antes de enterarnos de que los secuestradores estaban en Perú. En cualquier caso, hemos descubierto algunas cosas que consideramos importantes y me han impulsado a llamar.

Telefoneaba desde un café, a unos dos kilómetros de la casa.

– Primero danos la dirección -le ordenó Kettering-. Regresad a la finca y esperadnos allí. Llegaremos lo antes posible.


Una hora más tarde, un vehículo de la compañía llegaba a la finca de Hackensack, con Don Kettering, Norm Jaeger, Teddy Cooper y un equipo de cámaras.

Al bajarse de la furgoneta de la CBA, Kettering contempló las decrépitas edificaciones, comentando:

– Ahora comprendo por qué decían que necesitaba reparaciones.

Cooper plegó un mapa que había estado estudiando.

– Estamos a cincuenta kilómetros de Larchmont. Más o menos lo que calculábamos.

– Lo que calculaste -dijo Jaeger.

Mony presentó a la joven investigadora, Cokie Vale, una chica menuda y pelirroja. Cooper la reconoció al instante. Cuando se presentaron el primer día los jóvenes contratados eventualmente para la investigación, la chica le había preguntado si, precisamente en las circunstancias en las que se hallaban en ese momento, se rodarían imágenes.

– Recuerdo tu pregunta -le dijo señalando al equipo que estaba preparando sus bártulos-. Como verás, la respuesta es «sí». Ella le devolvió una sonrisa radiante.

– Lo primero que hay que ver -les dijo Jonathan Mony- está en el piso de arriba de la casa.

Les abrió camino hacia el interior del destartalado caserón y por una amplia escalera curva. Junto al descansillo abrió una puerta y se hizo a un lado para cederles el paso.

La habitación marcaba un agudo contraste con todo lo que habían visto hasta entonces. Estaba limpia, pintada de blanco y tenía el suelo cubierto de linóleo verde claro. Mony encendió los fluorescentes del techo, también muy nuevos, y descubrieron dos camas de hospital, ambas con correas y barandilla. Junto a éstas contrastaba una sencilla cama metálica, también provista de correas.

Señalando la cama, Kettering observó:

– Da la impresión de una rectificación. La habitación parece un puesto de primeros auxilios.

– O una sala preparada para acoger a dos personas drogadas, donde tuvieron que improvisar para una tercera con la que no contaban -añadió Jaeger asintiendo.

Mony abrió una alacena.

– Pues quienesquiera que fueran no se molestaron en recoger todo este material antes de marcharse.

Vieron un extenso surtido de material clínico: agujas hipodérmicas, vendas, rollos de algodón, gasas y dos botiquines cerrados.

– Diprivan… Propofol… -leyó Jaeger, tras abrir uno de los maletines-, ése es el nombre genérico. -Luego se fijó en la letra pequeña de los prospectos-: Aquí dice «Para anestesia intravenosa».

Kettering y él se miraron.

– Todo encaja. No hay duda, en mi opinión.

– ¿Queréis ver la parte de abajo? -se ofreció Mony.

– Vamos -contestó Kettering-. Te habrá dado tiempo para verlo todo.

Entrando en una pequeña dependencia adyacente, Mony señaló una estufa de hierro llena de cenizas.

– Aquí han quemado un montón de cosas. Pero no del todo, sin embargo.

Rescató una revista parcialmente consumida, con la palabra Caretas visible en la portada.

– Es una revista peruana -dijo Jaeger-. La conozco.

Se dirigieron a una edificación algo mayor, cuyo interior había albergado un taller de pintura. No parecía que hubieran realizado esfuerzo alguno para disimularlo. Todavía quedaban las latas de pintura, unas medio vacías, otras sin abrir. La mayoría llevaban el rótulo: LACA PARA AUTOMÓVILES.

Teddy Cooper comprobó los colores:

– ¿Os acordáis de lo que dijeron los vecinos de los Sloane acerca de la vigilancia? Algunos recordaban un coche verde, pero ninguno de los modelos que mencionaron se fabricaba en ese color. Bueno, aquí hay pintura verde… y amarilla.

– La hemos encontrado -dijo Jaeger-. Tiene que ser esta casa.

Kettering asintió.

– Estamos de acuerdo. Empecemos a trabajar. Lo daremos en el boletín de esta noche.

– Hay una cosa más -dijo Mony-. Lo ha descubierto Cokie en el jardín.

La atractiva pelirroja le sustituyó en el liderazgo. Les condujo hasta un grupo de árboles, lejos de la casa y las dependencias, explicándoles:

– Alguien ha cavado aquí no hace mucho tiempo. Después ha intentado disimularlo, pero han quedado marcas en el suelo, y la hierba no ha vuelto a crecer.

– Se diría -dijo Cooper- que han enterrado algo y por eso sobresale un poco la tierra.

Todo el mundo esquivó la mirada. Cooper parecía vacilante, Jaeger miraba para otro lado. Si habían enterrado algo… ¿qué? ¿Un cuerpo, o varios…? Todos los presentes sabían que entraba dentro de lo posible.

– Deberíamos llamar al FBI -dijo Jaeger, indeciso-. Tal vez sea mejor esperarles y…

Su observación se debía al hecho de que, después de su informativo nacional del viernes por la noche, el director del FBI en Washington había llamado a Margot Lloyd-Mason, protestando porque la CBA no había informado inmediatamente al FBI de sus averiguaciones. Con gran sorpresa de algunos profesionales de la emisora, su directora general no se tomó demasiado en serio la queja, creyendo quizá que su organización podía soportar cualquier presión de la administración y era poco probable que la llevaran a los tribunales. Se limitó a informar de la llamada a Les Chippingham. El director de los servicios informativos, en cambio, advirtió al equipo especial que comunicara cualquier novedad a los organismos oficiales, a menos que existiera alguna imperiosa razón para no hacerlo.

Obviamente, existiendo evidencias físicas en la casa de Hackensack, debían comunicar al FBI su descubrimiento y, desde luego, antes de la emisión de noticias de esa noche.

– Claro que se lo diremos al FBI -dijo Kettering-. Pero antes me gustaría echarle un vistazo a lo que hay aquí debajo, sea lo que sea.

– Hay varias palas en el cuarto de las calderas -dijo Mony.

– Pues tráelas -le dijo Kettering-. Todos estamos fuertes y podemos cavar.

Poco después comprendieron que lo que estaban destapando no era una tumba. Era un depósito de objetos personales abandonados de los últimos ocupantes de la propiedad y presumiblemente con fines de ocultamiento. Algunos de los objetos eran inocuos: comida, objetos de aseo, ropa, periódicos. Otros eran más significativos: más material médico, mapas, varias novelas en español y herramientas de automoción.

– Sabemos que tenían toda una flotilla de automóviles -dijo Jaeger-. Quizás el FBI averigüe qué hicieron con ellos, si es que todavía tiene alguna importancia.

– No creo que nada de eso tenga importancia alguna en este momento -dictaminó Kettering-. Vámonos.

Mientras algunos miembros del equipo cavaban, los cámaras habían estado filmando a Cokie Vale, que describió su investigación entre los anuncios por palabras y cómo ésta les había conducido hasta la finca de Hackensack. Tenía personalidad ante la cámara, se expresaba con claridad y concisión. Ésa sería su primera aparición en televisión, reconoció ella misma más tarde. Los que la vieron intuyeron que no sería la última.

Jonathan Mony también se había ganado su aparición en pantalla, pensaron los demás, y le hicieron repetir la visita a la sala del piso superior, donde los secuestradores habían encerrado a sus víctimas, casi con absoluta seguridad. Él también fue muy efectivo.

– Aunque sólo sea por eso -comentó Jaeger a Don Kettering-, este trabajo nos ha servido para descubrir a varios nuevos talentos.

Mony ya había regresado de la casa y estaba cavando con los otros en el agujero, de donde se dispuso a salir cuando Kettering tomó la decisión de que debían marcharse. Al ir a saltar, Mony tropezó con algo sólido con el pie, y lo desenterró con la pala.

Al momento, blandía un objeto, exclamando:

– ¡Eh! ¡Mirad!

Era un teléfono inalámbrico dentro de una funda de lona.

Pasándoselo a Cooper, Mony dijo:

– Creo que hay otro…

No había uno solo, sino cuatro más. En seguida desenterraron los seis, uno al lado de otro.

– Esta gente no andaba escasa de dinero -observó Cokie.

– Es probable que fuese dinero del narcotráfico. En cualquier caso, lo tenían a espuertas -dijo Don Kettering, mirando pensativo los teléfonos-. Tal vez, sólo tal vez, nos lleven a algún sitio.

– ¿Existe constancia de todas las llamadas de esta clase? -preguntó Jaeger.

– Claro.

Kettering, como corresponsal económico, había realizado recientemente un reportaje sobre el floreciente mercado de teléfonos inalámbricos.

– Queda constancia de montones de datos -añadió con firmeza-. El nombre del usuario y el domicilio de cobro. Los secuestradores tuvieron que echar mano de un cómplice local. -Se volvió hacia Cooper-: Teddy, cada teléfono debe llevar inscrito un código de zona seguido por un número normal, como el de una casa o una oficina.

– ¡Marchando! -dijo Cooper-. ¿Quieres que haga una lista?

– Sí, por favor.

Mientras Cooper se ponía a trabajar, continuaron filmando la casa y sus dependencias. Kettering se dirigió a la cámara, en un plano de cuerpo entero:


Algunos pensarán que descubrir la base de los secuestradores en los Estados Unidos a estas alturas es demasiado tarde y muy poca cosa. Es posible. Pero de todos modos, el FBI y otros expertos examinarán estas pruebas y el mundo entero permanecerá a la expectativa, sin perder las esperanzas.

Don Kettering, CBA-News, Hackensack, Nueva Jersey.


Antes de marcharse llamaron a la policía municipal para que avisara al FBI.


Aun antes de que el boletín nacional de la noche saliera en antena, Kettering telefoneó a un amigo suyo de la NYNEX Corporation, una empresa de mantenimiento del servicio telefónico de Nueva York y Nueva Jersey. Con la lista de números recopilados por Teddy Cooper en la mano, Kettering le explicó lo que necesitaba: el número y la dirección de la persona o las personas que tenían registrados los seis teléfonos, más una lista de llamadas hechas o recibidas por esos teléfonos durante los últimos dos meses.

– Ya comprenderás -le informó su amigo, vicepresidente ejecutivo de la compañía- que darte esa información no sólo sería una violación de intimidad, sino una acción reprobable que podría hacerme perder mi puesto. Ahora bien, si vinieras de instancias oficiales con una orden judicial…

– Sabes perfectamente que no -replicó Kettering-. No obstante, te apuesto lo que quieras a que el FBI te pedirá la misma información mañana por la mañana y la conseguirá. Lo único que quiero es que me la des a mí primero.

– ¡Cielo santo! ¿Qué habré hecho yo para dejarme liar por un bribón como tú?

– Ya que me lo preguntas, te recordaré que cuando me has pedido algún favor de la CBA siempre he procurado ayudarte. ¡Venga! Nos conocemos desde la universidad y nunca hemos tenido que lamentar la confianza que hemos depositado el uno en el otro.

Un suspiro llegó desde el otro extremo del hilo.

– Dame esos dichosos números.

Cuando Kettering le desgranó su lista, su amigo prosiguió:

– Has dicho que mañana vendrá el FBI. Supongo que tú lo necesitas esta noche.

– Sí, pero antes de las doce. Puedes llamarme a mi casa. ¿Tienes el número?

– Por desgracia, sí.


Le llamó a las 22.45, poco después de que Don Kettering llegara a su apartamento de la calle Setenta y siete este, directamente desde la CBA.

Su mujer, Aimée, respondió al teléfono y luego se lo pasó.

– He visto tu noticiario de esta noche -le dijo su amigo de la NYNEX-. Supongo que los números que me has dado son los que usaron los secuestradores.

– Eso creemos -admitió Kettering.

– En tal caso, me gustaría poder decirte más. Tengo poca cosa. En primer lugar, los teléfonos están registrados a nombre de Helga Efferen, todos. Tengo la dirección.

– Dudo que sea auténtica. La señora ha muerto. Asesinada. Espero que no os deba dinero.

– ¡Jesús! Qué sangre fría tenéis los periodistas. -Y tras hacer una pausa, añadió-: En cuanto al dinero, en realidad todo lo contrario. Poco después de contratar los teléfonos, alguien hizo un depósito de quinientos dólares por aparato, tres mil en total. Nosotros no lo exigimos, lo mandaron por correo.

– Supongo -dijo Kettering- que los usuarios no querían que vinieran a cobrarles el recibo o a hacerles preguntas extrañas hasta que hubieran salido del país.

– Bueno, la cuestión es que el dinero sigue aquí. La facturación asciende a menos de la tercera parte. Porque, con una sola excepción, todas las llamadas se efectuaron entre esos seis teléfonos, y no a otros números. Las llamadas locales son bastante baratas.

– Todo apunta a que los secuestradores estaban muy organizados y seguían una estricta disciplina -afirmó Kettering-. Pero me has dicho que hubo una excepción…

– Sí, el 13 de septiembre hicieron una llamada internacional directa con Perú.

– Eso era la víspera del secuestro. ¿Tienes el número?

– Claro. Era el 011, que es el código internacional, el 51, prefijo de Perú, y luego el 14-28-9427. El 14 es el prefijo de Lima. Lo demás tendrás que averiguarlo tú.

– Estoy seguro de que lo encontraremos. ¡Y gracias!

– Espero que os sirva para algo. Buena suerte.

Segundos más tarde, tras consultar un cuaderno, Kettering tecleó otro número: 011-51-14-44-1212.

Una voz le contestó:

Hotel César, buenas tardes*…

– Póngame con el señor Harry Partridge, por favor -dijo Kettering.

8

Había sido un día desalentador para Harry Partridge. Estaba cansado y se había acostado, en su suite del hotel, poco antes de las diez. Pero sus ideas seguían bullendo. Rumiaba sobre la situación de Perú.

Pensaba que el país entero era una paradoja: una conflictiva mezcla de despotismo militar y libertad democrática. En muchas de las regiones más remotas de la república, el ejército y las llamadas fuerzas antiterroristas gobernaban con mano de hierro y en general con un absoluto desprecio de la ley. Podían matar a voluntad, con sólo denominar a sus víctimas «rebeldes», aunque no lo fueran, como demostraban las investigaciones independientes.

Una organización norteamericana defensora de los derechos humanos, Americas Watch, llevaba a cabo una tarea meritoria, investigando y sacando a la luz lo que llamaba «una cascada de ejecuciones extrajudiciales, arrestos arbitrarios, desapariciones y torturas», todo ello como «rasgos básicos» de la campaña gubernamental contra los insurgentes.

Por otra parte, Americas Watch no disculpaba a los rebeldes. En un informe reciente, que Partridge tenía en la mesilla de noche, se leía que Sendero Luminoso «asesina sistemáticamente a gentes indefensas, organiza atentados con explosivos que ponen en peligro las vidas de ciudadanos inocentes y ataca puestos militares sin la menor consideración por el riesgo de la población civil»; todo ello «violaciones de las reglas fundamentales de las normas humanitarias internacionales».

Y en cuanto al país, «Perú tiene el triste privilegio de ser uno de los países más violentos y peligrosos de Sudamérica».

Una conclusión ineludible, confirmada por otras fuentes, era que había poca diferencia entre los rebeldes y las fuerzas del orden en términos de matanzas indiscriminadas y demás actos de salvajismo.

No obstante, al mismo tiempo, existía un fuerte sentimiento democrático en Perú, algo más que mera fachada, palabra empleada algunas veces por los críticos. Uno de esos elementos era la libertad de prensa, tradición profundamente arraigada al parecer. Y era esa libertad la que permitía a Partridge y a otros periodistas extranjeros viajar, preguntar, investigar y luego publicar lo que quisieran, sin temor a la expulsión o las represalias. En efecto, había habido alguna excepción, pero hasta entonces, pocas y aisladas.

Partridge había planteado el tema ese día, durante su entrevista al general Raúl Ortiz, jefe de la policía antiterrorista.

– ¿No le preocupa -preguntó al rígido y severo personaje vestido de paisano- el número de informes fiables que acusan a sus hombres de brutalidad y ejecuciones ilegales?

– Me preocuparía más -replicó Ortiz con cierta chulería- que fueran mis hombres los ejecutados. Y lo serían si no se defendieran de esos terroristas que parecen importarles tanto a usted y a otras personas. Y en cuanto a las informaciones falsas, si nuestro gobierno intentara eliminarlas, las personas como usted pondrían el grito en el cielo y las repetirían una y otra vez. Así que suele ser preferible una anécdota aislada, que se olvida a las veinticuatro horas.

Partridge había solicitado la entrevista con Ortiz creyendo que podría sacarle tajada, aunque dudaba de su eficacia. El Ministerio del Interior le organizó diligentemente la cita, aunque no le autorizaron a tomar imágenes. Además, cuando fueron a buscarle para acompañarle al despacho del general de la policía, le quitaron una grabadora de bolsillo que pensaba utilizar tras solicitar autorización. Sin embargo, no le dijeron nada acerca de la oficiosidad de la conversación y el general no puso objeción a que su visitante tomara notas.

El despacho del general Ortiz, sin pretensiones, forrado de madera, se hallaba con otros muchos semejantes en una vieja y sólida edificación de cemento del centro de Lima. La construcción, que en su día había sido una prisión, estaba rodeada por una tapia. Penetrar en ella fue una procesión de etapas ante una serie de guardianes suspicaces; después, al atravesar el patio, Partridge se había cruzado con varias filas de vehículos de transporte de soldados y camiones antidisturbios provistos de cañones de agua. Mientras hablaba con el general, Partridge era consciente de que bajo ellos, en los sótanos del edificio, había celdas que encerraban a sus prisioneros durante quince días sin el menor contacto con el exterior y que en otras se llevaban a cabo regularmente interrogatorios y torturas.

Al final de la entrevista con Ortiz, Partridge formuló la pregunta que le quemaba en los labios: si las fuerzas antiterroristas tenían alguna idea de dónde estaban retenidos los tres rehenes Sloane.

– Pensaba que había venido a decírmelo usted, a juzgar por la cantidad de gente a la que ha ido a ver desde que llegó aquí -le respondió el general.

Era un reconocimiento y tal vez una advertencia no demasiado sutil, pensó Partridge, de que espiaban sus movimientos. Supuso que también sus transmisiones a la CBA de Nueva York vía satélite, así como las de las demás emisoras, serían visionadas y grabadas por la administración peruana, a pesar de la libertad de prensa.

Cuando Partridge declaró que no tenía información sobre el paradero de los cautivos norteamericanos, pese a todos sus esfuerzos, Ortiz le dijo:

– Entonces ya sabe usted lo escurridizos y discretos que pueden ser esos enemigos del Estado, Sendero Luminoso. Además, este país es muy distinto del suyo, con grandes extensiones despobladas donde es posible ocultar un ejército. Pero en fin, sí, tenemos alguna idea de las zonas donde pueden hallarse sus amigos y nuestros efectivos ya las están rastreando.

– ¿Podría usted decirme cuáles son? -preguntó Partridge.

– No creo que fuera prudente. En cualquier caso, usted no podría ir allá. ¿O tal vez había planeado hacer tal cosa?

Aunque Partridge tenía sus planes, repuso en sentido negativo.

El resto de la entrevista prosiguió más o menos en esos términos, entre la desconfianza mutua de los interlocutores, que jugaban al gato y al ratón, intentando conseguir información sin revelar la que tenían. Al final, ninguno de los dos lo logró, aunque en su resumen para las noticias de la CBA, Partridge utilizó dos frases del general Ortiz; una de ellas se refería a Perú: «grandes extensiones despobladas donde es posible ocultar un ejército»; y su cínica observación acerca de que las violaciones de los derechos humanos eran «una anécdota aislada, que se olvida a las veinticuatro horas».

Como no tenían imágenes, en Nueva York pusieron la cita en subtítulos sobre una foto fija del general.

Sin embargo, Partridge no consideró positiva su visita.

Fue más satisfactoria la entrevista que realizó más tarde, ese mismo día, a César Acevedo, otro viejo amigo de Partridge, dirigente laico de una organización católica. Se reunieron en un despacho privado de la parte trasera del palacio del Arzobispado, en la Plaza de Armas, el centro oficial de la capital.

Acevedo era un hombre de unos cincuenta años, bajito, intenso, de verbo rápido, con profundas convicciones religiosas y estudios de Teología. Se movía estrictamente en la administración eclesiástica, donde tenía una autoridad muy notable, aunque nunca se había decidido a tomar los hábitos. Si lo hubiera hecho, según sus amigos, a esas alturas sería obispo por lo menos, o incluso cardenal.

César Acevedo era soltero, aunque era un prominente personaje de la sociedad limeña.

Partridge apreciaba a Acevedo porque se comportaba siempre con naturalidad, era un hombre sencillo y honesto. En una ocasión, Partridge le había preguntado por qué no se había decidido a ejercer como sacerdote, y él le había respondido:

– Mi amor por Dios y Jesucristo es muy firme, pero nunca he querido renunciar a mi derecho intelectual al escepticismo, si es que llega a embargarme, aunque rezo por que ello no ocurra. Y si tomara el hábito habría de renunciar a ese derecho. Y tanto cuando era joven como ahora, no me atrevería a hacerlo.

Acevedo era secretario ejecutivo de la Comisión Social de Acción Católica, que trabajaba en programas a gran escala que llevaban ayuda médica a zonas remotas del país, donde no había médicos ni enfermeras fijos.

– Creo -le dijo Partridge poco después de iniciar su entrevista- que de vez en cuando tendrás que tratar con Sendero Luminoso.

– Pues en cierto modo, sí. -Acevedo sonrió-. La Iglesia no aprueba a Sendero Luminoso, por supuesto, ni sus objetivos ni sus métodos. Pero sí existe cierta relación de orden práctico, aunque muy peculiar.

Por las razones que fueran, le explicó, Sendero Luminoso no quería enfrentarse con la Iglesia y rara vez la atacaba como institución. No obstante, el grupo no confiaba en los ministros de la Iglesia a título individual, y cuando preparaba alguna acción antigubernamental o alguna insurrección de otro tipo, los rebeldes no querían que hubiera en la zona sacerdotes ni otros colaboradores de la Iglesia, para que no pudieran presenciarlo.

– Sencillamente, les dicen a los sacerdotes o a nuestros asistentes sociales: «Marchaos. No os queremos ver por aquí. Ya os diremos cuándo podéis volver».

– ¿Y ellos acatan esa clase de órdenes?

Acevedo suspiró.

– No suena demasiado bien, ¿verdad? Pero en general lo hacen, porque no tienen elección. Si es desobedecido, Sendero Luminoso no vacila en matar. Y un sacerdote vivo siempre puede volver, pero muerto, no.

Partridge tuvo un destello de inteligencia:

– ¿Hay algún sitio, en este momento, de donde hayan echado a tu gente, donde Sendero Luminoso no quiera que le vigilen?

– Pues sí, hay una zona que nos está planteando un montón de problemas. ¡Ven! Te lo mostraré en el mapa.

Se acercaron a un gran mapa plastificado de Perú, lleno de inscripciones a lápiz, colgado en una pared.

– Es toda esta zona de aquí. -Acevedo señaló un área de la provincia de San Martín, rayada en rojo-. Hasta hace unas tres semanas tuvimos aquí un equipo médico completo, a cargo de un programa de asistencia que realizamos todos los años. Se encargan sobre todo de vacunar a los niños. Es muy importante porque es una zona de selva, donde abundan las enfermedades tropicales, algunas de las cuales pueden ser mortales. En fin, hace tres semanas, Sendero Luminoso, que controla el área, insistió en que nuestra gente se marchara. Protestaron, pero tuvieron que irse. Y ahora queremos volver a llevar allí al equipo, pero Sendero Luminoso se niega.

Partridge estudió la zona delimitada. Había tenido la esperanza de que fuera pequeña. Pero era inmensa, por desgracia. Leyó los nombres de las poblaciones, muy alejadas unas de otras: Tocache, Uchiza, Sión, Nueva Esperanza, Pachiza. Los anotó, sin muchas esperanzas. En la remota probabilidad de que los prisioneros estuvieran en alguno de aquellos pueblos, no sería nada conveniente presentarse en la zona sin saber en cuál. Efectuar un rescate ya era muy difícil, en cualquier parte, y tal vez imposible. La única posibilidad era valerse de la sorpresa.

– Sospecho que he adivinado lo que estás pensando -le dijo Acevedo-. Te preguntas si tus rehenes están en esa zona.

Partridge asintió con la cabeza.

– No lo creo. En tal caso, habríamos oído algún rumor. Yo no me he enterado de nada. Pero la Iglesia tiene una extensa red de contactos. Haré correr la voz y te pondré al corriente de lo que salga.

Partridge comprendió que era lo más que podía hacer. Pero sabía que el tiempo apremiaba y él no había sacado nada en claro acerca del paradero de los Sloane en los días que llevaba allí.

Ese pensamiento le deprimió en el palacio del Arzobispado.

Luego, en su habitación del hotel, recordando todos los acontecimientos del día, le embargó una sensación de frustración y fracaso por el estancamiento de sus indagaciones.

De repente, sonó el teléfono de su mesilla de noche.

– ¡Harry! ¿Eres tú?

Partridge reconoció la voz de Don Kettering.

Después de los saludos, Kettering le dijo:

– Han ocurrido muchas cosas que debes conocer…


Rita, que también se alojaba en el hotel César, contestó al teléfono de su habitación a la segunda llamada.

– Acabo de hablar con Nueva York -le dijo Partridge, y le repitió lo que le había contado Don Kettering acerca del descubrimiento de la casa de Hackensack y los teléfonos inalámbricos-. Don me ha dado un número de Lima con el que hablaron los secuestradores. Quiero averiguar quién es su titular y a qué dirección pertenece.

– Dámelo -le instó Rita.

Él se lo repitió: 28-9427.

– Voy a intentar localizar a Víctor Velasco, de Entel, y ponerlo a trabajar. Te llamaré en cuanto sepa algo. Tardó un cuarto de hora.

– He conseguido encontrar a Velasco en su casa. Dice que no es competencia de su departamento y que le costará bastante conseguir la información, pero cree que la tendrá mañana.

– Gracias -le dijo Partridge.

Poco después se quedaba dormido.

9

Hasta el miércoles a media tarde no pudieron identificar el número de teléfono de Lima que les proporcionó Don Kettering. El director internacional de Entel-Perú se disculpó por la tardanza:

– Son datos confidenciales, por supuesto -explicó Víctor Velasco a Partridge y Rita.

Se hallaban en la cabina de montaje de la CBA en Entel, donde habían estado trabajando con Bob Watson en otro de los reportajes para Nueva York.

– Me ha costado mucho persuadir a uno de mis colegas para que me diera la información, pero al final la he conseguido -prosiguió Velasco.

– ¿Pagando? -preguntó Rita.

Cuando el otro asintió, añadió rápidamente:

– Se lo reembolsaremos.

La información venía en una hoja de agenda arrancada: Calderón, G. Calle Huancavelica 547, 10 F.

– Necesitamos a Fernández -dijo Partridge.

– Ya viene para acá -le informó Rita.

El dinámico colaborador aceitunado llegó a los pocos minutos. Había seguido trabajando con Partridge desde su llegada al aeropuerto de Lima con Minh Van Canh y asistía a Rita en multitud de asuntos. Cuando le explicaron la importancia de la dirección de la calle Huancavelica, Fernández Pabur asintió rápidamente.

– Sé dónde está. Es un antiguo edificio de apartamentos, cerca de la encrucijada con la avenida Tacna, y no puede decirse que sea un barrio -vaciló buscando la palabra apropiada- residencial.

– Sea lo que sea -intervino Partridge-, vámonos ahora mismo para allá. -Luego se dirigió a Rita-: Me gustaría que tú, Minh y Ken me acompañarais, pero primero dejad que entre yo a ver lo que encuentro.

– Pero solo no -objetó Fernández-. Podrían atacarte y robarte, o acaso algo peor. Tomás y yo te acompañaremos.

Tomás era su taciturno y fornido guardaespaldas.

La furgoneta que habían alquilado y que utilizaban regularmente les esperaba frente a la puerta de las oficinas de Entel. Se apretujaron los siete en su interior, pero el trayecto sólo duró diez minutos.

– Ya hemos llegado -dijo Fernández señalando por la ventanilla.

La avenida Tacna era ancha y estaba muy concurrida, y cortaba en ángulo recto la calle Huancavelica. El barrio, no tan siniestro como las barriadas*, había conocido tiempos mejores. El número 547 era un edificio pardusco, grande, con desconchones. Un grupito de hombres, algunos sentados en los escalones de la entrada y otros de pie ociosos a su alrededor, les observaron apearse a los tres del vehículo. Rita, Minh Van Canh y el ingeniero de sonido, Ken O'Hara, se quedaron dentro, con el conductor.

Al ver la expresión poco amistosa y calculadora de los espectadores, Partridge se alegró de que Fernández hubiera insistido en que no fuera solo.

Dentro del edificio, les asaltó un hedor a orines y a descomposición general. Había basura por el suelo. Como era previsible, el ascensor no funcionaba. Y no tuvieron más remedio que subir a pie los nueve pisos por una mugrienta escalera de cemento.

El apartamento F estaba al fondo de un sombrío corredor sin alfombrar. Partridge llamó a la sencilla puerta con los nudillos. Oyó movimiento en el interior, pero no salió nadie a abrir, así que volvió a llamar. Entonces se entreabrió unos centímetros la puerta, sujeta por una cadena. Al mismo tiempo, una aguda voz femenina soltó una parrafada en español, demasiado deprisa para que Partridge la entendiera, aunque captó las palabras animales… asesinos… diablos*.

Sintió que una mano le tocaba el brazo y la rechoncha figura de Fernández se le adelantó. Pegando la boca a la abertura, Fernández habló con idéntica velocidad, pero en un tono razonable y tranquilizador. La voz del interior de la casa perdió brío y enmudeció y por fin se abrió la puerta tras el tintineo de la cadena.

La mujer que tenían delante rondaría los sesenta años. Habría sido guapa en su juventud, pero los años y las penalidades la habían vuelto desastrada y ordinaria. Tenía la piel manchada y el pelo desaliñado, teñido de varios colores. Bajo sus pestañas pegoteadas de restos de maquillaje tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y la cara toda llena de churretes. Fernández penetró en el piso, seguido por los otros dos. Ella cerró la puerta poco después, al parecer más serena.

Partridge echó un rápido vistazo a su alrededor. La habitación era pequeña, estaba amueblada modestamente con unas sillas de madera, un sofá con la tapicería bastante gastada, una mesa sencilla cubierta de cosas y una burda estantería de obra y tablas. Curiosamente, estaba llena de libros, sobre todo de grandes volúmenes.

– Por lo visto -dijo Fernández a Partridge-, hace apenas unas horas ha muerto, asesinado, el hombre que vivía con ella. Ella no estaba en casa y al volver lo encontró muerto. La policía se ha llevado el cadáver. Ella nos ha tomado por sus asesinos, creyendo que volvíamos a por ella. La he convencido de que éramos amigos.

Volvió a dirigirse a la mujer, que miró a Partridge.

– Lamentamos profundamente la muerte de su compañero -le dijo éste para tranquilizarla-. ¿Sabe usted quién ha podido ser?

La mujer meneó la cabeza y murmuró algo.

– Casi no sabe inglés -dijo Fernández, haciéndose cargo de las tareas de traducción.

La mujer asintió efusivamente, soltando un torrente de palabras que remató con «Sendero Luminoso».

Aquello confirmó los temores de Partridge. La persona que esperaba encontrar -quienquiera que fuese- estaba relacionada con el grupo terrorista, pero esa información ya era inútil. No obstante, persistía un interrogante: ¿sabía esa mujer acerca de las víctimas del secuestro? Parecía poco probable.

Ella volvió a hablar en español, más despacio, y Partridge la entendió.

– Sí -dijo a Fernández-, dile que nos gustaría sentarnos un momento y que le agradeceríamos que nos contestara unas preguntas.

Fernández se lo repitió y la mujer le contestó.

– Dice que sí, que lo que esté en su mano. Le he explicado quién eres. Se llama Dolores. También ha preguntado si queremos tomar algo.

No, gracias* -repuso Partridge.

Dolores hizo una inclinación con la cabeza y se dirigió a la estantería, con la evidente intención de servirse una copa. Cogió una botella de ginebra, pero estaba vacía. Parecía a punto de volver a echarse a llorar, pero murmuró algo y fue a sentarse.

– Está diciendo que no sabe de qué va a vivir. No tiene un céntimo -tradujo Fernández.

Le daré dinero si usted tiene la información que estoy buscando* -le dijo directamente Partridge.

La mención del dinero ocasionó nuevas explicaciones entre Dolores y Fernández, que notificó:

– Dice que empieces a preguntar.

Partridge decidió no confiar en sus limitadas nociones de español y dejó la traducción a cargo de Fernández.

– El hombre asesinado, su compañero, ¿a qué se dedicaba?

– Era médico. Un médico especial.

– ¿Quiere decir un especialista?

– Sí, dormía a la gente.

– ¿Anestesista?

Dolores movió la cabeza, sin comprender. Luego se acercó a una alacena, revolvió en su interior y sacó un pequeño portafolios muy deteriorado. Lo abrió y extrajo una carpeta con documentos. Rebuscó entre ellos y luego tendió dos hojas a Partridge. Eran diplomas de medicina.

El primero decía que un tal Hartley Harold Gossage, graduado por la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, estaba titulado para practicar la medicina. El segundo diploma certificaba que el mismo Hartley Harold Gossage era oficialmente «anestesista colegiado».

Con un ademán, Partridge inquirió si podía hojear el resto de documentos. Dolores asintió.

Algunos papeles parecían relativos a trámites médicos rutinarios y no revestían interés. El tercero que sacó era una carta del Colegio de Médicos de Massachusetts, dirigida al doctor H. H. Gossage. Empezaba así: «Por la presente se le notifica que le ha sido revocada de por vida su licencia para ejercer la práctica de la medicina…».

Partridge dejó la carta. Estaba empezando a esbozarse una imagen. El hombre que vivía allí, que acababa de ser asesinado, era presumiblemente el tal Gossage, un anestesista norteamericano, caído en desgracia y expulsado, que tenía alguna conexión con Sendero Luminoso. Respecto a su conexión, reflexionó Partridge, las víctimas del secuestro habían sido sacadas de los Estados Unidos, presumiblemente drogadas o sedadas. De hecho, recordó que los descubrimientos de la víspera en Hackensack, según la descripción de Don Kettering, confirmaban esa conjetura. Por lo tanto, era probable que el ex doctor Gossage les hubiera practicado dicha sedación. Partridge apretó las mandíbulas. Le habría gustado poder encararse con ese hombre mientras aún estaba vivo.

Los demás le estaban mirando. Reanudó el interrogatorio de Dolores, asistido por Fernández.

– Dice usted que Sendero Luminoso ha matado a su compañero médico. ¿Por qué lo cree usted?

– Porque él trabajaba para esos bastardos*. -Hizo una pausa, recordando-: Ellos le llamaban Baudelio.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me lo dijo él.

– ¿Le dijo alguna otra cosa acerca de Sendero Luminoso?

– Algunas… -Una leve sonrisa, que huyó en seguida de su rostro-. Cuando nos emborrachábamos juntos.

– ¿Sabe usted algo sobre un secuestro? Ha salido en los periódicos.

Dolores negó con la cabeza.

– No leo el periódico. Todo lo que publican es mentira.

– ¿Ha estado Baudelio fuera de Lima recientemente?

Retahíla de enérgicos asentimientos:

– Mucho tiempo. Le echaba mucho de menos… Me telefoneó desde los Estados Unidos.

– Sí, ya lo sabíamos.

Todo empezaba a encajar. Baudelio había participado en el secuestro.

– ¿Cuándo volvió? -le preguntó a través de Fernández.

Dolores reflexionó antes de responder.

– Hace una semana. Estaba encantado de haber vuelto. Tenía miedo de que lo mataran.

– ¿Le dijo por qué? Dolores recapacitó un momento.

– Creo que había oído algo acerca de que sabía demasiado. -Se echó a llorar-. Llevábamos mucho tiempo juntos. ¿Qué va a ser de mí ahora?

Quedaba una pregunta importante. Partridge se la había reservado deliberadamente y casi temía formularla.

– Cuando Baudelio regresó de los Estados Unidos, ¿estuvo en alguna otra parte de Perú antes de venir aquí?

Dolores asintió.

– ¿Le dijo a usted dónde?

– Sí. En Nueva Esperanza.

Partridge casi no podía creer lo que acababa de averiguar de un modo tan inesperado. Le temblaban las manos mientras volvía las páginas de su cuaderno de notas, buscando las de su entrevista con César Acevedo y la lista de lugares de los que Sendero Luminoso había expulsado a los equipos médicos católicos. Un nombre le saltó a la vista: Nueva Esperanza.

¡Lo tenía! Por fin sabía dónde estaban Jessica, Nicky y Angus Sloane.


Pero antes que nada, seguía siendo periodista y corresponsal de televisión, se recordó Partridge mientras discutía con Rita, Minh y O'Hara las imágenes de vídeo que necesitaban: de Dolores en su apartamento y el exterior del edificio. Habían mandado a Tomás a la furgoneta a llamar a los otros tres y estaban todos en el apartamento.

Partridge también quería unos planos de los diplomas médicos y la expulsión de Gossage-Baudelio del Colegio de Médicos de Massachusetts. El ex médico norteamericano podría estar en la tumba, pero Partridge quería asegurarse de que la vileza que había cometido con la familia Sloane quedaba grabada para siempre.

Sin embargo, aunque el presunto papel de Baudelio en el secuestro era importante para el conjunto de la noticia, Partridge sabía que difundirla en ese momento sería un error. Su grupo de la CBA poseía la información en exclusiva, pero él deseaba preparar su reportaje sobre el ex médico y reservarlo para cuando lo considerara oportuno.

Tomaron un primer plano de Dolores, grabando sus palabras en español, a las que luego superpondrían una traducción. Cuando terminaron de filmar, Fernández indicó a Partridge:

– Te recuerdo que le prometiste dinero.

Partridge conferenció con Rita, que sacó mil dólares USA en billetes de cincuenta. Era una jugosa propina, pero Dolores les había proporcionado una pista sólida. Además, ambos se compadecían de ella, y creían su declaración de que no sabía nada del secuestro, pese a su convivencia con Baudelio.

Rita instruyó a Fernández:

– Por favor, explícale que va contra la política de la CBA pagar por la aparición en sus informativos. Por lo tanto, que quede claro que el dinero es por la utilización de su piso y la información que nos ha dado.

Era una distinción semántica que solían emplear las emisoras para hacer exactamente lo contrario de lo que afirmaban, pero a los realizadores de Nueva York les gustaba respetar las formas.

A juzgar por el agradecimiento de Dolores, ésta no entendió o no dio importancia a la explicación. Partridge estaba seguro de que, en cuanto se fueran, la botella de ginebra vacía sería sustituida por otra llena.

Su mente quedó en libertad para dedicarse a lo esencial: planear una expedición de rescate a Nueva Esperanza cuanto antes. La idea le entusiasmó; su vieja adicción al riesgo, las armas y las batallas se reavivó.

10

Durante todos esos días de espera, Crawford Sloane tenía el impulso de telefonear a Harry Partridge a Perú y preguntarle si había alguna novedad. Pero se reprimía, sabiendo que le comunicarían en seguida cualquier descubrimiento. Se hacía cargo, además, de que era importante dejar a Partridge en paz, con libertad para trabajar a su aire. Sloane seguía teniéndole más confianza a Partridge que a cualquier otro que hubiera sido destinado a esa misión en Perú.

Otro de sus motivos para no insistir era que Harry Partridge había hecho gala de consideración, llamando a Sloane a su casa a cualquier hora, por la noche o por la mañana, para ponerle al corriente de sus progresos.

Sin embargo, llevaba varios días sin noticias y, pese a su decepción, Crawford Sloane suponía que no tendría nada que comunicarle.

Estaba equivocado.

Lo que Sloane no sabía, no podía saber de ninguna manera, era que Partridge había decidido que las comunicaciones entre Lima y Nueva York -por teléfono, vía satélite o por correo- no eran seguras. Después de su entrevista con el general Ortiz, el jefe de las fuerzas antiterroristas, tenía muy claro que estaban espiando todos sus movimientos, y le parecía posible que los teléfonos estuvieran intervenidos y tal vez incluso que violaran su correspondencia. Las transmisiones vía satélite estaban al alcance de cualquiera que dispusiera del equipo apropiado y la utilización de una línea telefónica distinta de la habitual no suponía ninguna garantía.

Otro motivo de precaución era que Lima estaba atestada de periodistas, incluidos los equipos de televisión de otras emisoras, que competían en la obtención de noticias sobre el secuestro de la familia Sloane y en la búsqueda de nuevas pistas. Hasta el momento, Partridge había conseguido eludir a la masa de reporteros. Pero, debido a los éxitos de la investigación de la CBA, sabía que despertaban interés tanto sus movimientos como las personas que se entrevistaban con él.

Por todas esas razones, Partridge decidió no comentar, sobre todo por teléfono, su visita al piso de la calle Huancavelica y todo lo que había averiguado allí. Ordenó a sus compañeros de la CBA que observaran la misma norma, previniéndoles que mantuvieran en el más absoluto secreto la expedición a Nueva Esperanza que estaban preparando. Ni siquiera se lo comunicarían a Nueva York, de momento.

Por tanto, el jueves por la mañana, en Nueva York, Crawford Sloane, sin saber una palabra de los descubrimientos de la víspera en Lima, se dirigió a las oficinas de la CBA, adonde llegó poco después de las 10.55.

Le acompañaba un joven agente del FBI, llamado Ivan Ungar, que había dormido en la casa de Larchmont esa noche. El FBI seguía en guardia contra un posible intento de secuestro de Sloane y corría el rumor de que también estaba protegiendo a los presentadores de otras cadenas de televisión. Sin embargo, desde que tuvieron noticias de los secuestradores, la vigilancia de la casa, el despacho y los teléfonos de Crawford Sloane no era tan exhaustiva.

El agente especial Otis Havelock seguía a cargo del caso. Tras el descubrimiento del cuartel general de los secuestradores en Hackensack, acaecido el martes, el FBI había centrado sus esfuerzos allí. Otro de los lugares objeto de investigación, averiguó Sloane, era el aeródromo de Teterboro, a causa de su proximidad con Hackensack. Estaban llevando a cabo un estudio de las hojas de vuelo, durante un período que abarcaba desde el momento del secuestro hasta el día en que se supo que los rehenes estaban en Perú. Pero la progresión era lenta debido al gran número de vuelos realizados en esos trece días.

Cuando Sloane penetró en el vestíbulo de la planta baja de la CBA-News, un guardia de seguridad de uniforme le saludó informalmente, pero no había rastro de agente alguno de la policía neoyorquina, que había permanecido apostada allí durante más de una semana desde el secuestro.

Ese día entraba y salía del edificio el habitual río de gente, y aunque los que entraban eran filtrados en el mostrador de recepción, Sloane se preguntó si la seguridad de la CBA no se estaba relajando un poco, como en los viejos tiempos.

Escoltado por el agente Ungar, tomó el ascensor hasta el cuarto piso y luego se dirigió a su despacho adjunto a la Herradura, donde estaban trabajando varios colegas suyos, que levantaron la cabeza y le saludaron. Sloane dejó abierta la puerta de su despacho y Ungar se sentó fuera, cerca de la puerta.

Mientras colgaba su gabardina en el perchero, Sloane advirtió sobre su mesa un paquetito de polietileno, parecido a los de reparto de comida preparada. Había varios establecimientos de esa clase en el vecindario, que hacían buen negocio con la CBA, sirviendo desayunos o almuerzos que les encargaban por teléfono. Como Sloane no había encargado nada y solía almorzar en la cafetería, pensó que se lo habrían llevado por error.

Le sorprendió, pues, que el paquete, cuidadosamente atado con un cordelito blanco, luciera la inscripción «C. Sloane». Sin prestarle demasiado interés, cogió las tijeras del cajón, cortó el cordel y abrió la cajita. Hubo de sacar unas cuanta hojitas de papel blanco antes de descubrir su contenido.

Tras contemplarlo con incredulidad durante unos segundos, petrificado, Sloane profirió un alarido angustioso y ensordecedor. Sus compañeros de trabajo levantaron la cabeza. El agente Ungar se levantó de un brinco y penetró en el despacho a todo correr, empuñando su pistola. Pero encontró a Sloane solo, gritando a más y mejor, mirando el paquete con los ojos desorbitados y enloquecidos y la cara cenicienta.

Los demás se levantaron y acudieron también a su despacho. Algunos llegaron a entrar y una docena o más se quedó bloqueando la puerta. Una realizadora se inclinó sobre la mesa de Sloane y vio el contenido de la cajita blanca.

– ¡Dios mío! -murmuró, sintiendo que se mareaba y retrocediendo.

El agente Ungar examinó la cajita, vio dos dedos humanos salpicados de sangre negra y, superando su revulsión, se hizo cargo rápidamente de la situación. Ordenó a los que se atropellaban en el despacho y ante la puerta:

– ¡Todo el mundo fuera, por favor!

Luego descolgó el teléfono, pulsó el botón de la centralita y dijo: -Póngame con Seguridad, ¡rápido! -Cuando le contestaron, recitó de un tirón-: Soy el agente Ungar del FBI y esto es una orden. Avise a todos los guardias que no dejen salir a nadie del edificio desde este momento. Sin excepción. Si alguien se resiste, que utilicen la fuerza. Después de dar esta orden, llame a la policía municipal. Voy a bajar al vestíbulo. Quiero que algún encargado de Seguridad se reúna allí conmigo.

Mientras Ungar hablaba por teléfono, Sloane se derrumbó en su butaca. Como comentaría alguien más tarde, «como muerto».

El director de realización, Chuck Insen, se abrió paso a codazos hasta la mesa, preguntando:

– ¿Qué pasa aquí?

Al reconocerle, Ungar le señaló la cajita blanca y le instruyó:

– No toquen absolutamente nada. Le sugiero que se lleve al señor Sloane a otra parte y cierre esta puerta con llave hasta que yo vuelva.

Insen asintió. Ya había visto el contenido del paquete y había advertido, como los demás, que los dedos eran pequeños y delicados, evidentemente de un niño. Miró a Sloane a los ojos, con un interrogante.

– Sí -logró articular Sloane.

– ¡Jesús! -murmuró Insen.

Sloane estaba a punto de desmayarse. Insen le pasó un brazo por la cintura y, sujetándole, le sacó de su despacho. La multitud se apartó para dejarles pasar.

Insen y Sloane se dirigieron al despacho del director de realización. Por el camino, Insen iba dando órdenes:

– Cierre con llave la puerta del despacho del señor Sloane -dijo a su secretaria- y no deje entrar a nadie más que al agente federal. Llame a la centralita para que avisen a un médico. Dígales que el señor Sloane ha sufrido una gran impresión y tal vez necesite un sedante.

– Avisa a Don Kettering -ordenó a uno de los editores-. Cuéntale lo sucedido y dile que venga en seguida. Habrá que informar de esto en el boletín de esta noche. -Y luego, dirigiéndose al resto-: Y todos los demás, a trabajar.

El despacho de Insen tenía un panel acristalado que daba a la Herradura, con un estor veneciano que podía bajarse cuando necesitaba intimidad. Tras instalar a Sloane en un sillón, Insen bajó el estor.

Sloane iba recobrando el control, aunque se inclinó hacia delante, con la cabeza entre las manos. Hablando consigo mismo más que con Insen, se torturaba:

– Esos bestias sabían que Nicky tocaba el piano. ¿Y cómo se han enterado? ¡Por mi culpa! ¡Se lo dije yo! En la rueda de prensa que concedí después del secuestro.

– Sí, Crawf, me acuerdo -le dijo Insen con afecto-. Pero fue en respuesta a una pregunta; no lo sacaste adrede a relucir. En cualquier caso, ¿quién se iba a figurar…?

Se calló, pensando que no era buen momento para las reflexiones.

Más tarde, Insen comentó:

– Hay que reconocer que Crawf tiene cojones. Después de una experiencia semejante, cualquiera se habría puesto a suplicar que cediéramos a las exigencias de los secuestradores. Pero desde el primer momento, Crawf sabía que no lo haríamos, que no podíamos, y no ha flaqueado una sola vez.

Hubo una leve llamada a la puerta y entró su secretaria:

– El médico viene para acá.


La prohibición temporal de salir del edificio fue levantada cuando todos sus ocupantes y quienes se disponían a salir fueron identificados y explicaron su presencia. Se resolvió que la cajita debía de llevar allí bastante tiempo, y como los repartidores de los restaurantes entraban y salían constantemente, nadie había advertido nada anormal.

El FBI inició una inmediata investigación entre los establecimientos de comida de los alrededores, para determinar quién podía haber entregado el paquete, pero no sacó nada en claro. Y aunque el Servicio de Seguridad debía controlar la identidad de todos los repartidores, era evidente que lo hacía de forma irregular y mecánica.

Cualquier duda acerca de la pertenencia de los dedos amputados fue disipada rápidamente por el FBI tras una comprobación de las huellas dactilares del dormitorio de Nicky en la casa de sus padres. Éstas coincidían exactamente con las de los dedos de la cajita.

En medio de todo ese torbellino llegó otro paquete significativo a la CBA, esta vez a Stonehenge. A primeras horas de la tarde del jueves, Margot Lloyd-Mason recibió un pequeño paquete. Contenía una cinta de vídeo de Sendero Luminoso.

Como las exigencias de Sendero Luminoso advertían ya seis días antes en su panfleto «Ha llegado la hora de la Luz», la estaban esperando para el jueves. Les Chippingham y Margot ya habían convenido que se enviara la cinta de inmediato por mensajero al director de informativos. En cuanto Chippingham tuvo noticia de su recepción, llamó a Don Kettering y Norman Jaeger y la visionaron los tres en el despacho de Chippingham.

Al instante advirtieron la calidad de la grabación, tanto a nivel técnico como de presentación. Los títulos, «La Revolución Mundial. Sendero Luminoso nos muestra el camino», venían en sobreimpresión sobre un fondo de los escenarios más impresionantes de Perú: la solemne majestad de los picos y los glaciares de los Andes, Machu Picchu en todo su esplendor, las inmensas extensiones verdísimas de la selva, el árido desierto costero y el bravío océano Pacífico. Fue Jaeger quien reconoció la música que ambientaba el principio de la cinta: la tercera sinfonía de Beethoven, la «Heroica».

– Es obra de profesionales -murmuró Kettering-. Esperaba un trabajo más burdo.

– No me sorprende, realmente -dijo Chippingham-. Perú no es un país tan atrasado y tiene gente de talento y buenos equipamientos.

– Que Sendero Luminoso puede pagar -añadió Jaeger-. Aparte de su ladina infiltración en todos los ámbitos.

La propaganda extremista que venía a continuación también se basaba en escenas espectaculares: disturbios en Lima, huelgas obreras, batallas campales entre la policía y los manifestantes, las sangrientas secuelas de los ataques gubernamentales a los pueblos de los Andes. «Somos el mundo -decía la voz de un comentarista- y el mundo está dispuesto a provocar un estallido revolucionario.»

Había una entrevista con el presunto fundador y dirigente de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán. Pero su autenticidad era dudosa, porque la cámara enfocaba a una persona sentada, de espaldas. El narrador explicaba: «Nuestro líder tiene muchos enemigos que desean su muerte. Revelar su rostro sería favorecer sus malvados objetivos».

La presunta voz de Guzmán empezó, en español: «Compañeros revolucionarios, nuestro trabajo y objetivo es unir a los creyentes en la filosofía de Marx, Lenin y Mao…». Su voz se difuminaba y luego continuaba otra en inglés: «Camaradas, debemos destruir el orden social mundial que no merece ser preservado…».

– ¿Es que Guzmán no sabe inglés? -inquirió Kettering.

– Curiosamente -le respondió Jaeger-, es uno de los pocos peruanos cultos que no sabe inglés.

La continuación era previsible, pues Guzmán la había repetido en múltiples ocasiones: «La revolución está justificada por la explotación imperialista de todos los pobres del mundo… La información manipulada acusa a Sendero Luminoso de inhumanidad. Sendero Luminoso es más humano que las superpotencias que pretenden destruir a la humanidad con sus arsenales nucleares, que nuestra revolución proletaria eliminará para siempre… El movimiento obrero de los Estados Unidos, una clase burguesa y elitista, ha engañado y vendido a los trabajadores americanos… Los comunistas de la Unión Soviética son casi peores que los imperialistas. Los soviéticos han traicionado la revolución leninista… La Cuba de Castro es una payasada, un lacayo del imperialismo».

Las declaraciones de Guzmán eran invariablemente generales. Los investigadores desmenuzaban sus escritos y sus discursos en busca de datos específicos, pero en vano.

– Si emitimos esto en lugar del noticiario -comentó Chippingham-, nos quedamos sin audiencia y nos hundimos.

La grabación de media hora concluyó con más Beethoven, nuevas bellezas naturales y un viva del narrador: «¡Viva el marxismo-leninismo-maoísmo, la doctrina que nos guía!».

– Muy bien -dijo Chippingham al final-, como convinimos, meteré la cinta en mi caja fuerte. Sólo la hemos visto nosotros tres. Sugiero que no comentemos con nadie su contenido.

– ¿Piensas llevar adelante la idea de Karl Owens? ¿El cuento de que la cinta está defectuosa? -preguntó Jaeger.

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer, por los clavos de Cristo? No pienso ponerla en lugar de las noticias del lunes, desde luego.

– Supongo que no tenemos alternativa -reconoció Jaeger.

– Sin olvidar -dijo Kettering- que ahora no tenemos tantas posibilidades de que se lo traguen, después de la pifia de Theo Elliott en el Baltimore Star.

– ¡Ya lo sé, maldita sea! -La voz del director de informativos reflejaba el nerviosismo de los últimos días. Consultó su reloj: las 15.53-. Don, a las cuatro interrumpimos la programación con un avance especial. Decimos que hemos recibido una cinta de los secuestradores, pero que está defectuosa y no hemos logrado pasarla. Sendero Luminoso deberá mandarnos otra.

– Bien.

– Mientras -prosiguió Chippingham-, se lo comunicamos a la prensa y redactamos una declaración para las agencias, instándolas a que la manden cuanto antes a Perú. ¡En marcha!

La bola generada por la CBA-News circuló rápida y ampliamente. Como en Perú hay una hora de retraso con respecto a la de Nueva York, el anuncio de la CBA llegó a Lima a tiempo para las emisiones de noticias de la noche y antes del cierre de las redacciones de los periódicos del día siguiente.

También apareció un reportaje acerca del paquete con los dos dedos amputados de Nicholas Sloane.

En Ayacucho, los dirigentes de Sendero Luminoso recibieron ambas noticias. La primera, respecto a la cinta estropeada, no la creyeron. Comprendieron que tenían que tomar alguna medida más drástica que la amputación de los dedos de un niño.

11

Más tarde, Jessica recordó que tuvo como un presentimiento desde que se despertó esa mañana en la luz crepuscular del amanecer.

Había pasado casi toda la noche en blanco, atormentada mentalmente, dudando que llegaran a rescatarles. Durante los últimos días su confianza inicial en su liberación se había desmoronado, aunque ella intentó ocultar a Nicky y Angus su desaliento creciente. Pero, se preguntaba, ¿era realmente posible que llegara a aquella oscura zona de esa tierra extranjera y lejana alguien capaz de encontrarles y llevárselos a casa? A medida que iban pasando los días, le parecía cada vez más difícil.

Lo que derrumbó más la moral de Jessica fue la brutal amputación de los dedos de la mano derecha de Nicky. Aunque lograran salir de allí, la vida del niño nunca volvería a ser como antes. Su sueño más acariciado de convertirse en profesor de piano se había truncado tan repentina, irrevocable… ¡tan gratuitamente! ¿Qué peligros les esperaban, incluso el de la muerte, tal vez, en los días venideros?

El martes habían cortado los dedos a Nicky. Y estaban a viernes. El día anterior, Nicky ya sufría un poco menos, gracias a Socorro, que le había cambiado los vendajes todos los días, pero el niño estaba taciturno y triste y no respondía a los intentos de Jessica de sacarle de su profunda melancolía. Y seguía existiendo su separación física, la mampara de cañas de bambú y tela metálica. Desde la noche en que Socorro había permitido a Jessica penetrar en la celda de Nicky, el favor no se había repetido pese a los ruegos insistentes de Jessica.

Por lo tanto, la jornada se les presentaba muy negra, con escasas esperanzas y muchos temores. Cuando se despertó del todo, Jessica recordó los versos de un poema de Thomas Hood que había aprendido cuando era niña, confiriéndoles todo su sentido, como nunca hasta entonces:


But now, I often wish the night

Had borne my breath away! [5]


Pero sabía que aplicárselos a ella misma sería un acto egoísta y derrotista. Debía aferrarse a la vida a pesar de todas sus desgracias y permanecer fuerte para sostener a Nicky y a Angus.

Con esos pensamientos llegó el día y Jessica empezó a oír ruidos de actividad en el exterior, y unos pasos se aproximaron a la choza de los prisioneros. El primero que entró fue Gustavo, el jefe de los guardias, que se fue derecho a la celda de Angus y la abrió.

Detrás de Gustavo apareció Miguel. Tenía un aspecto amenazador mientras se dirigía hacia Angus portando un objeto que Jessica nunca había visto en sus manos: un rifle automático.

Sus intenciones eran inconfundibles. Al ver aquella arma horrenda, a Jessica le dio un vuelco el corazón y se quedó sin aliento. ¡Oh, no…! ¡Angus!

Gustavo penetró en la celda del anciano y lo levantó con malos modos. Luego le ató las manos a la espalda.

– ¡Oiga! -exclamó Jessica-. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Por qué…?

Angus se volvió hacia ella:

– Jessie, querida, no sufras por mí. No puedes hacer nada. Estos tipos son unos salvajes que no saben lo que es la decencia ni el honor.

Jessica advirtió que Miguel incrementaba la presión de las manos sobre el rifle hasta que se le pusieron blancos los nudillos.

¡Date prisa! -ordenó a Gustavo con impaciencia-. ¡No pierdas tiempo!*

Nicky se levantó. Él también había intuido el significado del rifle automático, y preguntó a su madre:

– Mamá, ¿qué van a hacerle al abuelo?

– No lo sé -mintió Jessica.

Angus, con las manos atadas, se enderezó, echó los hombros para atrás y miró al frente.

– No nos queda mucho tiempo. Debéis ser fuertes. No perdáis la confianza. Recordad: Crawford estará haciendo todo lo que pueda. ¡Os mandará ayuda!

A Jessica le corrían las lágrimas por las mejillas. Con voz entrecortada, logró articular:

– ¡Angus, querido Angus! ¡Te queremos tanto…!

– Yo también os quiero, Jessie… ¡Nicky!

Gustavo sacó a Angus de la celda de un empellón. Todos sabían que le llevaba a la muerte.

Tropezando, Angus les dijo:

– Nicky, cantemos una canción…

Y alzando la voz:


I'll be seeing you

in all the familiar places…


Jessica advirtió que Nicky abría la boca, pero les atragantaron a ambos las lágrimas y ninguno de los dos pudo proferir una sola nota.

Angus ya había desaparecido de su vista, fuera de la choza. Pero seguían oyendo su voz, alejándose poco a poco:


That this heart of mine embraces all day through

In that small cafe…


La voz enmudeció totalmente. Esperaron en un tenso silencio.

Transcurrieron unos segundos. La espera les pareció larguísima, y después los disparos rompieron el silencio; cuatro tiros seguidos. Hubo otro breve y luego una ráfaga, tan rápida que no pudieron contar los disparos.


Fuera, en la linde de la selva, Miguel contemplaba el cuerpo sin vida de Angus Sloane.

Los primeros cuatro tiros le habían matado instantáneamente. Luego, al recordar su insulto -¡Maldito hijo de puta!- y su despectiva referencia a los «salvajes» momentos antes, se le había acercado con rabia y le había rociado de balas con el AK-47 soviético.

Acababa de cumplir las órdenes que le había mandado Ayacucho la noche anterior. También había informado a Gustavo de la desagradable tarea que le esperaba y que debería realizar en seguida, asistido por unos cuantos hombres.

Una avioneta ligera contratada por Sendero Luminoso estaba en camino hacia una angosta pista de aterrizaje cercana, a la que se llegaba por río desde Nueva Esperanza. Poco después zarparía una barca hacia allá, y la avioneta transportaría a Lima el resultado del trabajo de Gustavo.


Esa misma mañana, en Lima, un coche frenó junto a la embajada estadounidense, en la avenida Garcilaso de la Vega. De él se bajó un hombre con una caja grande de cartón. La depositó ante la verja de la embajada y regresó al automóvil, que se alejó a toda velocidad.

El guardia de paisano que presenció la escena dio la alarma y todas las puertas de la embajada, que era como una fortaleza, quedaron cerradas temporalmente. Después llamaron a un equipo desactivador de explosivos de la policía peruana.

Cuando las pruebas revelaron que la caja no contenía explosivos, la abrieron con muchas precauciones. En su interior manchado de sangre descubrieron la cabeza decapitada de un hombre mayor, de unos setenta años. Junto a la cabeza había una cartera con una tarjeta de la Seguridad Social, un permiso de conducir de Florida con su foto, y otros documentos que identificaban los restos de Angus McMullen Sloane.

En el momento del incidente, un periodista del Chicago Tribune se hallaba en la embajada norteamericana en Lima. Siguió de cerca toda su evolución y fue el primero en cubrir la historia, que incluía el nombre de la víctima. El reportaje del Tribune fue recogido en seguida por las agencias, la televisión, la radio y toda la prensa, llegó en primer lugar a los Estados Unidos y de allí se difundió al mundo entero.

12

El plan de rescate de Nueva Esperanza ya estaba listo.

El viernes por la tarde resolvieron los últimos detalles y terminaron de reunir el equipo que les faltaba. El sábado, al alba, Partridge y su equipo embarcarían en una avioneta, rumbo a la provincia de San Martín, junto al río Huallaga.

Desde que averiguó la localización de los rehenes, el miércoles de esa misma semana, Partridge se debatía de impaciencia. Tuvo el impulso de partir de inmediato, pero los argumentos de Fernández Pabur, más su propia experiencia, le convencieron para esperar.

– La selva puede ser una aliada, pero también una enemiga -le señaló Fernández-. Por ella no se puede ir de paseo, como por una ciudad. Tendremos que pasar una noche en la jungla, como mínimo, tal vez dos, y debemos llevar algunas cosas imprescindibles para la supervivencia. También hemos de elegir cuidadosamente algún medio de transporte, con una persona digna de confianza. Que nos lleve y luego regrese a recogernos, todo bien coordinado, en los plazos acordados. Nos harán falta dos días para los preparativos, y aún así, es muy justo.

El «nosotros» indicó desde el principio que el eficaz colaborador estaba dispuesto a formar parte de la expedición.

– Me necesitaréis -declaró simplemente-. He ido muchas veces a la selva. La conozco bien.

Como Partridge se sintió obligado a señalar que correrían muchos riesgos, Pabur se encogió de hombros.

– La vida en sí misma es un riesgo. Hoy día, en mi país, levantarse cada mañana es uno de ellos.

La cuestión más delicada era encontrar una avioneta. Fernández desapareció durante parte de la mañana del jueves y a la vuelta condujo a Partridge y Rita a una edificación de ladrillo de una sola planta, no muy lejos del aeropuerto de Lima. La construcción albergaba varias oficinas pequeñas. Se dirigieron a una de ellas, que ostentaba el rótulo «ALSA-AEROLIBERTAD S.A.». Fernández les precedió y presentó a sus acompañantes al dueño del servicio de aerochárter, también piloto, Oswaldo Zileri.

Zileri, con la treintena bien cumplida, tenía buen aspecto y una constitución física atlética. Su actitud era reservada, aunque formal y directa.

– Si no he entendido mal, pretende usted hacer una visita sorpresa a Nueva Esperanza y eso es todo lo que debo y deseo saber -dijo el piloto a Partridge.

– Exactamente -repuso Partridge-. Pero hay una cosa más: esperamos embarcar a otros tres pasajeros en el viaje de vuelta.

– Iremos en un Cheyenne II. El aparato lleva dos tripulantes y tiene plazas para siete pasajeros. Es asunto suyo cómo los distribuya. Bien. Ahora podemos hablar de dinero, si le parece.

– Eso conmigo -intervino Rita-. ¿Cuál es el precio?

– ¿Me pagará en dólares USA? -inquirió Zileri.

Rita asintió.

– Bueno, por cada trayecto serán mil cuatrocientos dólares. Si hay que esperar en destino, volando en círculo o lo que sea, se paga un recargo. Además, por cada aterrizaje en la zona de Nueva Esperanza, que es territorio de droga controlado por Sendero Luminoso, se carga un suplemento de peligrosidad de cinco mil dólares. Necesito un depósito de seis mil dólares en efectivo antes del sábado.

– De acuerdo -respondió Rita-. Lo necesito todo por escrito, original y copia. Se lo firmaré y me quedaré una copia.

– Se lo daré antes de que se vayan. ¿Quieren algún detalle técnico sobre mi compañía?

– Pues, sí -dijo Partridge por cortesía.

Con tono de orgullo, Zileri les recitó de memoria la lección: -El Cheyenne II, tenemos tres, es un bimotor de hélice. Es un aparato muy seguro, capaz de aterrizar en un espacio muy reducido, detalle importante en la selva. Todos nuestro pilotos, incluido yo, hemos sido adiestrados en los Estados Unidos. Conocemos todas las regiones de Perú y las balizas aéreas, civiles y militares. Los controladores también nos conocen a nosotros. Por cierto, en este viaje les llevaré yo personalmente.

– Estupendo -reconoció Partridge-. También nos convendría algún consejo.

– Fernández me lo ha dicho -dijo Zileri, dirigiéndose a una mesa cartográfica donde había desenrollado un mapa a gran escala de la parte meridional de la provincia de San Martín.

Los otros le siguieron.

– Supongo que quieren aterrizar a cierta distancia de Nueva Esperanza para no despertar sospechas.

– Supone usted bien -asintió Partridge.

– Entonces, en el viaje de ida, propongo que aterricemos aquí -dijo Zileri señalando un punto del mapa con un lápiz.

– ¿Eso no es una carretera?

– Sí, es la pista principal de la selva, pero tiene muy poca circulación. Además, los narcotraficantes la han ensanchado, asfaltándola en algunos puntos para que aterricen sus avionetas. Ya he aterrizado allí otras veces.

Partridge se preguntó con qué propósito. ¿Transportando droga o traficantes? Sabía que en Perú había pocos servicios aéreos que no estuvieran implicados en el tráfico de drogas, aunque fuera a nivel muy secundario.

– Antes de tomar tierra -continuó Zileri- comprobaremos que no haya nadie circulando por la carretera. Desde allí sale un camino hacia Nueva Esperanza.

– Tengo un mapa de ese camino -intervino Fernández.

– Bueno. Y en cuanto a la vuelta con sus nuevos pasajeros… -dijo Zileri- ya lo hemos discutido Fernández y yo, y les sugiero lo siguiente…

– Adelante -le alentó Partridge.

Siguieron hablando y discutiendo, confirmando algunos puntos e ideando otros.

Había tres sitios posibles de recogida. En primer lugar, la misma carretera donde habían previsto aterrizar. Segundo, la pista de aterrizaje de Sión, adonde se podía llegar por el río desde Nueva Esperanza y recorriendo luego seis kilómetros a pie por la selva. Y tercero, una pequeña pista de aterrizaje que utilizaban los narcotraficantes, casi desconocida, a mitad de camino entre las otras dos y a la que también se llegaba por el río.

Fernández explicó el motivo de la diversidad de opciones:

– No sabemos qué pasará en Nueva Esperanza. Ni cuál será el camino menos peligroso o más fácil para escapar.

La avioneta que fuera a recogerles podía sobrevolar los tres puntos en busca de alguna señal desde tierra. El grupo expedicionario llevaría un lanzabengalas con bengalas rojas y verdes. El verde significaría: Puede aterrizar tranquilamente, no hay problema. Y el rojo: Aterrice rápido. Peligro.

Convinieron en que si el piloto advertía tiroteos o ametralladoras en tierra en las inmediaciones, no aterrizaría y regresaría a Lima.

Como no sabían exactamente el momento en que necesitarían que les recogieran, iría una avioneta el domingo por la mañana, a las ocho, y si no recibía ninguna señal volvería otra el lunes a la misma hora. A partir de ahí, todo quedaría en manos de Rita, que permanecería en Lima durante la expedición, en contacto con Nueva York, cuestión que Partridge consideraba esencial.

Cuando terminaron de coordinar los planes, firmaron el contrato Rita, en nombre de la CBA-News, y Oswaldo Zileri. Mirando a los ojos a Partridge, el piloto le dijo:

– Cumpliremos con nuestra parte del plan y haremos todo lo posible por usted.

Partridge tuvo la sensación que así sería.


Tras ultimar los detalles del vuelo, todo el grupo de la CBA se reunió con Harry Partridge en el hotel César, para determinar quiénes irían a Nueva Esperanza. Había ya tres candidatos definitivos: Partridge, Minh Van Canh, puesto que era esencial la presencia de un buen cámara, y Fernández Pabur. Como debían prever espacio para tres pasajeros más a la vuelta, sólo otra persona podía acompañarles.

La elección era entre Bob Watson, el montador de vídeo, el ingeniero de sonido, Ken O'Hara, o Tomás, su silencioso guardaespaldas.

Fernández abogaba por Tomás, argumentando:

– Es fuerte y sabe pelear.

– ¡Lléveme a mí, Harry! -decía Bob Watson, fumando uno de sus puros apestosos-. Si hay follón, sé valerme solito. Lo demostré en los disturbios de Miami.

– Yo tengo verdaderas ganas de ir -se limitó a decir O'Hara.

Al final, Partridge eligió a O'Hara, porque le conocía bien, le había demostrado que sabía reaccionar en situaciones de tensión y era un hombre de recursos. Además, aunque no se llevarían el equipo de sonido -Minh usaría una Betacam con la grabadora de sonido incorporada-, Ken O'Hara era muy hábil con cualquier artilugio mecánico, cualidad siempre muy útil.

Partridge dejó a Fernández la tarea de organizar la cuestión del material, que fueron acumulando en el hotel, bajo su dirección: hamacas ligeras, mosquiteras y repelente para insectos, alimentos deshidratados para dos días, botellas de agua, tabletas para esterilizar el agua, machetes, brújulas, binoculares, bolsas de plástico. Como cada cual llevaría su propio equipo en una mochila, hubo que ajustar las necesidades al peso.

Fernández insistió en que cada cual portara un arma y Partridge aceptó. En realidad, algunas veces, los equipos de televisión iban armados en ciertas misiones en el extranjero, aunque no exhibían sus armas. Las emisoras no alentaban ni condenaban tal práctica, y dejaban la elección al buen criterio del equipo. En ese caso, la necesidad parecía ineludible, con la particularidad de que los cuatro habían tenido experiencia con armas de fuego en algunas ocasiones de su carrera.

Partridge decidió llevar su Browning de nueve milímetros con silenciador. También llevaba un cuchillo Fairburn Commando, que le había regalado un comandante de las SAS británicas.

Minh, que había de llevar la cámara además de un arma, pidió una potente pero muy ligera. Fernández le comunicó que podía conseguir un subfusil ametrallador israelí UZI. O'Hara dijo que le daba igual; le tocó un fusil automático norteamericano, un M-16. Por lo visto, en Lima se podía comprar toda clase de armas sin tener que dar explicaciones.


Desde el miércoles en que supo que su destino era Nueva Esperanza, Partridge se preguntaba si debía informar a las autoridades peruanas, en concreto a las fuerzas antiterroristas. El jueves acudió incluso a consultárselo a Sergio Hurtado, su colega de la radio que le había aconsejado que no buscara apoyo en las fuerzas armadas ni la policía. Durante su primera entrevista en Lima, Sergio le había dicho: «Evita su colaboración, porque no son de fiar, si es que lo fueron alguna vez. A la hora de asesinar y torturar, no son mejores ni menos despiadados que Sendero Luminoso».

A título confidencial, Partridge informó a Sergio de las últimas novedades y le preguntó si seguía aconsejándole lo mismo.

– Por supuesto, y más, si cabe -le respondió Sergio-. En este tipo de situaciones, las fuerzas gubernamentales emplean siempre un gran despliegue armamentístico. No quieren arriesgarse. Se cargan a todo el mundo, inocentes y culpables, y después hacen las preguntas. Luego, si se les acusa de haber matado sin discriminación, dicen: «¿Cómo íbamos a advertir la diferencia? Era su vida o la nuestra».

Partridge recordó que el general Raúl Ortiz le había dicho poco más o menos lo mismo.

– Y además -prosiguió Sergio-, te estás jugando la vida en esa expedición.

– Ya lo sé -admitió Partridge-. Pero no tengo otra alternativa.

Era a primera hora de la tarde. Durante los últimos minutos, Sergio jugueteaba con un papel de su mesa. Al final le preguntó:

– ¿Te había llegado alguna noticia antes de venir a verme, Harry? Quiero decir hoy.

Partridge negó con la cabeza.

– Entonces, lamento mucho tener que comunicarte ésta. -Le tendió la hoja-. Ha llegado poco antes que tú.

Era un despacho de la agencia Reuters que describía la recepción de los dedos de Nicholas Sloane en las oficinas de la CBA de Nueva York, y la pena desconsolada de su padre.

– ¡Oh, Dios mío…!

Partridge sintió que le invadía una oleada de angustia y reproche. Se lamentaba de no haber emprendido antes su acción.

– Me imagino lo que estarás pensando -le dijo Sergio-. Pero no había medio de evitarlo, con la limitación de tiempo y la escasa información de que disponías.

Partridge le dio la razón mentalmente. Pero sabía que durante mucho tiempo le atormentarían las cavilaciones acerca de la lentitud de sus progresos.

– Ya que estás aquí, Harry, una cosa más. ¿Verdad que tu compañía, la CBA, pertenece a Globanic Industries?

– Sí.

El periodista abrió un cajón del que sacó varias hojas prendidas con un clip.

– Tengo muy diversas fuentes de información y una de ellas, acaso te sorprenda, es Sendero Luminoso. Me odian, pero me utilizan. Sendero Luminoso tiene simpatizantes e informadores en muchos sitios y uno de ellos me ha mandado esto hace poco, esperando que lo difunda.

Partridge cogió los papeles y empezó a leer.

– Como verás -le dijo Sergio-, afirma que existe un acuerdo entre Globanic Financial Services -otra de las filiales de Globanic Industries- y el gobierno peruano. Se trata de una operación financiera de canje.

Partridge sacudió la cabeza:

– La verdad es que no es mi especialidad.

– Pues tampoco es tan complicado. Como parte del trato, Globanic recibirá una inmensa extensión de territorio, incluyendo dos importantes zonas turísticas, por un precio irrisorio. A cambio, Globanic condonará parte de la deuda externa de Perú, que ha adquirido por una miseria.

– ¿Y la operación es legal?

Sergio se encogió de hombros:

– Digamos que bordea el límite, pero sí, es probable que sea legal. Lo más significativo es que para Globanic es un negocio redondo y para el pueblo peruano, un expolio.

– Si lo crees así -le preguntó Partridge-, ¿por qué no lo has publicado?

– Pues por dos motivos. En primer lugar, nunca acepto nada procedente de Sendero Luminoso sin confirmar, y quería asegurarme de que la información es cierta. Ya lo he hecho y lo es. Y en segundo lugar, para que Globanic obtenga una perita en dulce como ésta, tiene que haber sobornado a algún miembro de la administración. Estoy investigándolo y tengo intención de revelarlo la semana próxima.

Partridge señaló los papeles:

– ¿Podrías darme una copia?

– Quédate esos mismos, tengo otra copia.


Al día siguiente, viernes, Partridge pensó que necesitaba comprobar otra cosa antes de ponerse en marcha el sábado. Cabía la posibilidad de que alguien más hubiera averiguado el número de teléfono que había conducido al grupo de la CBA al piso de la calle Huancavelica, domicilio del ex médico llamado Baudelio, y en el presente, de Dolores. En tal caso, era probable que alguien más conociera la importancia de Nueva Esperanza.

Como le había explicado Don Kettering por teléfono el miércoles por la noche, el FBI tuvo acceso a los teléfonos portátiles descubiertos en Hackensack poco después que el grupo de la CBA-News. Por tanto, parecía probable que el FBI investigara las llamadas realizadas desde esos aparatos y hubiera averiguado el número de Lima que le había dado Kettering. A partir de ahí, el FBI podía haber pasado la información a la CIA, aunque tampoco era seguro, porque la rivalidad entre las dos agencias era notoria. Por otra parte, el FBI podía haber pedido a algún organismo de la administración peruana que investigara ese número de teléfono.

A petición de Partridge, Fernández efectuó otra visita a Dolores el viernes por la tarde. La encontró ebria, pero lo bastante serena para asegurarle que no había ido nadie a su piso a hacerle preguntas. Así pues, por el motivo que fuera, nadie aparte de la CBA había seguido la pista del número telefónico.

Por último, esa misma tarde se enteraron por la radio limeña de la trágica noticia del asesinato de Angus Sloane y el envío de su cabeza a la embajada norteamericana en Lima.

En cuanto se enteraron, Partridge se presentó allí con Minh Van Canh y envió un reportaje vía satélite para el boletín nacional de noticias de la noche. Para entonces ya habían llegado muchos compañeros suyos de otros medios, pero Partridge logró eludir toda conversación con ellos.

El hecho era que la horrible muerte del padre de Crawf pesaba como una losa sobre la conciencia de Partridge, tanto como la amputación de los dedos del niño. Se decía que su viaje a Perú para rescatar a los tres rehenes ya era un fracaso en ese momento.

Más tarde, al acabar su cometido, Partridge regresó al hotel César y se pasó la noche tumbado en la cama, despierto, solo y desanimado.

A la mañana siguiente, se levantó una hora antes de que amaneciera con intención de ultimar dos detalles. El primero era redactar un sencillo testamento de su puño y letra y el otro mandar un telegrama. Poco después, durante el trayecto al aeropuerto en la furgoneta de alquiler, pidió a Rita que firmara como testigo de su testamento y se lo confió. También le pidió que mandara el telegrama a Oakland, California.

Hablaron también de la operación de canje entre la Globanic y el gobierno peruano que Sergio Hurtado había comentado con Partridge.

– Creo que cuando lo hayas leído, habría que mandarle una copia a Les Chippingham. Pero como no tiene nada que ver con nuestra misión actual, no tengo previsto utilizar esa información, aunque la difunda Sergio la próxima semana. -Sonrió-: Supongo que es lo menos que podemos hacer por la Globanic, puesto que es quien nos da de comer.

La avioneta Cheyenne II despegó en el sereno aire crepuscular de Lima sin incidente. Setenta minutos más tarde, el aparato llegaba a la región en que debían desembarcar Partridge, Minh, O'Hara y Fernández.

Había ya luz suficiente y distinguieron la carretera a sus pies. Estaba desierta: sin coches, camiones, ni ningún otro signo de actividad humana. A ambos lados, la selva lo cubría todo como un inmenso manto verde. Apartando brevemente la cabeza de los controles, el piloto Oswaldo Zileri comunicó a sus pasajeros:

– Vamos a aterrizar. Prepárense para desembarcar rápidamente. No quiero permanecer en tierra ni un segundo más de lo imprescindible.

Luego inició un giro pronunciado, se alineó con la carretera, tomó tierra en la parte más ancha y se detuvo tras rodar por ella una distancia asombrosamente corta. Lo más aprisa que pudieron, los cuatro pasajeros descendieron, cargados con sus mochilas y su equipo, y un momento después la Cheyenne II se preparaba para el despegue.

– ¡Vayamos a cubierto! -apremió Partridge a los otros tres, y se encaminaron hacia el sendero de la jungla.

13

El viernes, durante la ajetreada jornada de Harry Partridge, en Nueva York estallaba una crisis.

Mientras estaba desayunando esa mañana en su casa, Margot Lloyd-Mason recibió una llamada telefónica, con el recado de que Theodore Elliott deseaba verla «inmediatamente» en la sede de Globanic Industries en Pleasantville. Le puntualizaron que «inmediatamente» significaba una cita para las diez. Sería la primera visita del presidente de la compañía esa mañana, informó a Margot una secretaria de Pleasantville.

Ésta llamó entonces a una de sus dos secretarias personales a su casa y le dio instrucciones para que cancelara o cambiara de hora sus compromisos. No tenía ni idea de lo que querría Theo Elliott.

Una vez en la central de Globanic, Margot tuvo que esperar unos minutos en el elegante vestíbulo de la planta de directivos, sin saber que ocupaba el mismo sillón que el reportero del Baltimore Star, Glen Dawson, cuatro días antes.

Cuando Margot penetró en el despacho de su presidente, Elliott no se anduvo con preámbulos.

– ¿Por qué demonios no controlas un poco mejor a tus malditos periodistas de Perú? -le espetó.

– ¿Qué clase de control? -preguntó Margot, sorprendida-. No hemos recibido más que felicitaciones por nuestros éxitos allá. Y los índices de audiencia…

– Me refiero a sus reportajes despectivos, negativos y peyorativos -exclamó Elliott dando un puñetazo encima de la mesa-. Anoche recibí una llamada personal del presidente Castañeda desde Lima. Dice que todo lo que está difundiendo la CBA sobre su país es muy negativo y le perjudica. Está furioso con tu emisora, ¡y yo también!

– Las otras emisoras y el New York Times han estado diciendo lo mismo que nosotros, Theo -repuso ella con calma.

– ¡No quiero saber nada de los demás! ¡Hablo de la CBA! Además, el presidente Castañeda opina que la culpa de todo la tenemos nosotros, que hemos desbrozado el camino a los demás. Eso es lo que me ha dicho.

Ambos estaban de pie. Elliott, furioso, no había ofrecido asiento a Margot.

– ¿Hay algo concreto? -preguntó ella.

– ¡Claro que sí, maldita sea! -El presidente del holding señaló media docena de cintas de vídeo que tenía en la mesa-: Después de hablar con Castañeda anoche, pedí que me mandaran las cintas de vuestros informativos de toda la semana. Los he visto todos, y comprendo lo que quería decir Castañeda: están llenos de miserias y desgracias. ¡Sólo cosas malas! ¡Nada positivo! Nada acerca de que Perú tiene un gran futuro por delante, o de que es un lugar maravilloso para unas vacaciones, o que esos miserables de Sendero Luminoso serán derrotados muy pronto.

– Hay grandes evidencias de que no es así, Theo.

Elliott estalló de nuevo, como si no la hubiera oído.

– Comprendo perfectamente que el presidente Castañeda esté furioso. Y eso es algo que Globanic no puede permitirse, y tú sabes muy bien por qué. Te lo advertí, pero es evidente que no me has hecho ni caso. Otra cosa: Fossie Xenos está que trina. Cree que estás minando deliberadamente su negocio.

– Eso es una estupidez, y estoy segura de que tú opinas lo mismo. Pero tal vez se pueda enmendar.

Margot estaba pensando con rapidez, comprendía que la situación era mucho más seria de lo que creyó al principio. Era consciente de que estaba en juego su propio futuro en la empresa.

– Voy a decirte exactamente lo que vas a hacer. -La voz de Elliott era glacial-. Quiero que ese entrometido corresponsal, Partridge, creo que se llama, tome el primer avión de vuelta y sea despedido de inmediato.

– Podemos traerle, desde luego. Lo que no está tan claro es que podamos despedirle.

– ¡He dicho despedirle! ¿Es que te has quedado sorda esta mañana, Margot? Quiero a ese bastardo fuera de la CBA para llamar el lunes por la mañana al presidente Castañeda y decirle: «Mira, hemos echado a ese liante. Lamento haberlo mandado a tu país. Ha sido un error, pero no volverá a suceder".

Intuyendo sus dificultades al frente de la CBA, Margot argumentó:

– Theo, debo señalarte que Partridge lleva mucho tiempo en la emisora, cerca de veinticinco años, y tiene un curriculum extraordinario.

– Entonces regálale un reloj de oro a ese hijo de puta. No tengo inconveniente. Quítatelo de encima, sencillamente. Yo sólo quiero hacer esa llamada el lunes por la mañana. Y voy a darte un consejo, Margot.

– ¿Sí, Theo?

Elliott se dirigió a su mesa y se sentó en su butaca. Ofreció asiento a Margot, diciéndole:

– Es peligroso considerar a los escritores y los periodistas como personas especiales. No lo son, aunque ellos se lo creen y tienen una imagen exagerada de sí mismos. El hecho es que nunca en el mundo han faltado escritores. Son como la mala hierba: arrancas una y salen dos.

Elliott se serenó un poco y prosiguió:

– En este mundo, Margot, quienes realmente cuentan son las personas como nosotros. ¡Somos los agentes! Los que hacemos que sucedan las cosas todos los días. Por eso podemos comprar a los escritores cuando y como queramos. ¡No lo olvides! Dan trece en una docena, como vulgarmente se dice. Así que, cuando te hartes de algún resabiado como ese Partridge, busca otro nuevo, recién salido de la universidad, como si fuera una col.

Margot sonrió; era evidente que lo peor de la rabieta de su jefe había remitido.

– Es un punto de vista interesante.

– Pues aplícalo. Y otra cosa.

– Dime.

– No te creas que los consejeros de Globanic, incluido yo, no estamos al tanto de los manejos de León Ironwood, Fossie Xenos y tú misma por ocupar este sillón en el futuro. Bueno, pues la verdad, Margot, te diré que esta mañana Fossie te lleva varias cabezas de ventaja.

El presidente hizo un ademán de despedida.

– Eso es todo. Llámame en cuanto hayas arreglado todo el asunto de Perú.


Había transcurrido buena parte de la mañana cuando Margot, ya en su despacho de Stonehenge, mandó recado a Leslie Chippingham de que acudiera «inmediatamente» a verla.

No le había gustado nada que la citaran esa mañana, y le agradó invertir la situación.

La referencia de Elliott a que Fossie Xenos le llevaba «varias cabezas de ventaja» no le había hecho la más mínima gracia. Si eso era cierto, pensó, debía ponerle remedio cuanto antes. Margot no estaba dispuesta a que su carrera se truncara por lo que consideraba ya una cuestión secundaria de organización, que podía resolverse rápida y decisivamente.

Por tanto, cuando Chippingham se presentó poco después de las doce del mediodía, le trató tan expeditivamente como la había tratado a ella Theo Elliott.

– Voy a darte una orden que no admite discusión- declaró-. El contrato de Harry Partridge en la CBA debe ser rescindido en este mismo momento. Mañana tiene que estar fuera de la compañía. Ocúpate de las gestiones legales necesarias. Haz lo que haga falta. Además, ha de salir de Perú cuanto antes, a ser posible mañana, y en ningún caso después del domingo. Si eso significa fletar un avión especial, lo fletas.

Chippingham se la quedó mirando con la boca abierta de incredulidad.

Al final, sin saber qué decir, logró pronunciar:

– ¡No lo dirás en serio!

Absolutamente en serio -repuso Margot con firmeza-. Y he dicho que no admite discusión.

– ¡Y una mierda! -Chippingham levantó la voz, irritadísimo-. No pienso contemplar cruzado de brazos cómo echáis tranquilamente a la calle a uno de nuestros mejores corresponsales, que lleva veintitantos años en la CBA, sin una explicación.

– La explicación no es de tu incumbencia.

– Soy el director de informativos, ¿no? ¡Margot, por favor…! ¿Qué ha hecho Harry, por los clavos de Cristo? ¿Algo malo? Tengo derecho a saberlo.

– Si quieres saberlo, se trata del estilo de sus crónicas.

– ¡Que es fantástico! Honesto. Sin prejuicios. Fiable. ¡Pregúntaselo a quien te dé la gana!

– No me hace falta. En cualquier caso, no todo el mundo está de acuerdo con eso.

Chippingham le dedicó una mirada suspicaz:

– Esto es cosa de la Globanic, ¿verdad? ¡Tu amiguito, el tiránico Theodore Elliott! -exclamó impulsivamente.

– ¡Cuidado con lo que dices! -le advirtió ella.

Decidió que la conversación ya había durado bastante.

– No pienso dar más explicaciones -concluyó Margot fríamente-, pero oye bien lo que te digo: si hoy, cuando acabe la jornada, no ha sido cumplida mi orden, considérate en la calle tú mismo. Mañana designaré a un nuevo director de informativos que me dé satisfacción.

– Serías capaz, ¿no es cierto?

Él la miraba con una mezcla de asombro y odio.

– Sí, no lo dudes. Y si decides conservar tu empleo, notifícame a última hora de la tarde que ya está hecho lo que te he pedido. Y ahora, puedes irte.

Cuando Chippingham salió, Margot pensó satisfecha que, cuando era necesario, sabía ser tan dura como Theo Elliott.

De vuelta en su despacho de la CBA-News y sabiendo que era una dilación, Les Chippingham atendió a otros asuntos de rutina antes de ordenar a su secretaria, poco antes de las tres de la tarde, que no quería que le molestara nadie y no le pasara ninguna llamada telefónica hasta nuevo aviso. Necesitaba tiempo para pensar.

Se encerró en su despacho, se sentó en la zona de reunión, lejos de la mesa, frente a una de sus pinturas favoritas: un desolador paisaje de Andrew Wyeth. Aunque Chippingham no estaba para cuadros; lo único que le preocupaba era la decisión crucial que debía tomar.

Sabía que era una situación crítica.

Si hacía lo que Margot le había exigido y despedía a Harry Partridge sin causa aparente, se sentiría despreciable. Sería una acción vergonzosa e injusta con un ser humano decente, respetado y digno, amigo y colega suyo, sólo para satisfacer el capricho de otra persona. Quién sería esa otra persona y cuál sería su capricho era algo que Chippingham desconocía, aunque estaba seguro de que los demás acabarían averiguándolo. De momento, lo único que suponía era que tenía que ver con Theodore Elliott, por la reacción de Margot ante su insinuación.

¿Cómo podría vivir Chippingham con esa losa sobre él? Con los valores que habían dirigido su vida hasta entonces, no sería capaz.

Por otra parte -todo tenía sus pros y sus contras-, si él, Les Chippingham, no despedía a Partridge, lo haría otro. Margot se lo había dejado muy claro. Y no tendría dificultad en encontrarle sustituto. Había demasiados ambiciosos en ese mundo, incluso en la propia CBA, para ello.

Así que Harry Partridge estaba en la calle de todos modos… por lo menos para la CBA.

Ésa era una cuestión importante: para la CBA.

Cuando corriera la voz, y no tardaría en correr, de que Harry Partridge se iba de la CBA y estaba disponible, no estaría parado ni quince minutos. Las demás emisoras se lo rifarían. Harry era una estrella, un «veterano», con una reputación magnífica a nivel profesional y humano.

Nada había, absolutamente nada, que pudiera perjudicar seriamente a Harry Partridge. De hecho, con un contrato nuevo en una compañía distinta probablemente mejoraría su situación.

¿Pero qué pasaría con un director de departamento despedido y hundido? Ésa era una historia completamente distinta, y Chippingham sabía lo que se le avecinaba si Margot mantenía su palabra -y sabía que lo haría si él no cumplía sus deseos.

Como director de los servicios informativos, Chippingham también tenía su contrato, que le garantizaba cerca de un millón de dólares de indemnización, lo cual parecía mucho dinero, pero en realidad no era tanto. Una suma sustancial se esfumaría en impuestos. Y después, sus acreedores se abalanzarían sobre el resto, porque estaba endeudado hasta las orejas. Y los abogados de Stasia que estaban tramitando su divorcio le apretarían las clavijas. Así que, al final, si le quedaba lo suficiente para salir a cenar al Four Seasons, podía darse con un canto en los dientes.

Y quedaba el tema de conseguir trabajo. A diferencia de Partridge, las otras emisoras no lo irían a buscar. Una de las razones era que sólo podía haber un director de informativos en cada cadena y él no tenía noticia de cambio en ninguna. Aparte de eso, las emisoras de televisión buscaban directores de informativos que estuvieran en la cresta de la ola, no directivos despedidos en extrañas circunstancias; había bastantes antecesores suyos caídos para dar fe de ese punto.

Todo ello significaba que tendría que conformarse con un puesto peor, seguramente peor pagado, y Stasia le echaría los perros. La perspectiva era espantosa.

A menos… a menos que hiciera lo que Margot le exigía.

Si tuviera que expresar en términos dramáticos lo que estaba haciendo, pensó Chippingham, estaba despellejando su alma a tiras, y la visión de su interior le espeluznaba.

Pero había una conclusión ineludible: había momentos en la vida en que la autodefensa primaba sobre cualquier otra cosa.

Harry, detesto hacerte esto, pero no tengo elección, reconoció para sus adentros.


Al cabo de un cuarto de hora, Chippingham releyó la carta que acababa de escribir personalmente, en la vieja Underwood que conservaba, en honor de los viejos tiempos, en su despacho.


Querido Harry:

Lamento muchísimo tener que comunicarte que tu empleo en la CBA-News ha concluido, desde este mismo momento. Según los términos de tu contrato con la CBA…


Chippingham sabía, porque había tenido ocasión de revisarlo recientemente, que el contrato de Partridge tenía una cláusula que especificaba que, si la emisora rescindía su contrato, estaba obligada a pagarle hasta el último céntimo de lo estipulado hasta el vencimiento del contrato. En el caso de Partridge, faltaba todavía un año entero.

El contrato incluía otra cláusula por la que Partridge se comprometía, al aceptar lo anterior, a no trabajar para otra emisora durante los siguientes seis meses por lo menos.

En su carta, Chippingham anulaba la segunda condición, dejando libertad a Harry Partridge para aceptar cualquier puesto de trabajo sin perder sus derechos retributivos. Chippingham pensó que, en tales circunstancias, era lo menos que podía hacer por él.

Pensaba mandar la carta a Lima por fax. Había uno junto a su despacho y decidió ponerlo personalmente. No se atrevía a decírselo por teléfono.

Cuando estaba a punto de firmar lo que había escrito, Chippingham oyó unos golpecitos a la puerta de su despacho, que se abrió. Instintivamente, volvió la carta boca abajo.

Era Crawford Sloane. Traía un despacho de prensa en la mano. Le temblaba la voz y tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

– Les -dijo Sloane-, tenía que verte. Mira lo que acaba de llegar…

Le tendió el papel y Chippingham lo leyó. Contenía el reportaje del Chicago Tribune con el descubrimiento de la cabeza desmembrada de Angus Sloane en Lima.

– Dios mío, Crawf, yo…

Incapaz de terminar, Chippingham sacudió la cabeza, le tendió los brazos y los dos hombres se abrazaron, en un gesto espontáneo. Al desasirse, el presentador le dijo:

– No digas nada. No sé si podría resistirlo. Esta noche no puedo presentar las noticias. Les he dicho que avisen a Teresa Toy.

– ¡No te preocupes, Crawf! -le interrumpió Chippingham-. Ya lo resolveremos todo nosotros.

– No -exclamó Sloane, moviendo la cabeza-. Tengo que pedirte una cosa: quiero alquilar un Learjet para ir a Lima. Mientras siga existiendo alguna posibilidad para Jessica y Nicky… Debo estar allí.

Sloane enmudeció, luchando por dominarse, y después añadió:

– Me voy a casa y de allí directamente a Teterboro.

– ¿Estás seguro, Crawf? -le preguntó Chippingham, indeciso-. No sé si es muy sensato…

– Me voy, Les -dijo Sloane-. No intentes disuadirme. Si no me lo paga la CBA, lo pagaré de mi bolsillo.

– No, hombre, no. Te lo autorizaré personalmente -dijo Les Chippingham.

Y esa misma noche salió su avión de Teterboro con destino a Perú, donde llegaría a la mañana siguiente.


Por culpa de la trágica noticia acerca de Angus Sloane, la carta dirigida a Partridge no partió hacia Lima hasta última hora de la tarde. Cuando su secretaria se fue, Chippingham la envió personalmente al número de fax de Entel Perú, que la depositaría en el buzón de la CBA en esa entidad. Añadió una nota a la transmisión, pidiendo que metieran la carta en un sobre dirigido al señor Harry Partridge, con la inscripción «Personal».

Chippingham consideró la idea de comunicar a Crawford Sloane el contenido de su carta, pero después pensó que Crawf ya había tenido bastantes emociones esa semana. Sabía que el despido ofendería mucho a Crawf, lo mismo que a Partridge, y ya esperaba sus llamadas indignadas por teléfono, pidiéndole explicaciones. Pero eso sería al día siguiente, y ya se las apañaría como pudiera.

Por último, Chippingham telefoneó a Margot Lloyd-Mason, que seguía en su oficina, pasadas las 18.15.

– Ya está hecho lo que me has pedido -fue lo primero que le dijo.

Después le comunicó la noticia del padre de Sloane.

– Ya me he enterado -le dijo ella-. Lo siento. En cuanto a lo otro, te felicito, lo has solucionado bien. Estaba empezando a sospechar que no llamarías. Gracias.

14

Lejos ya de la carretera en la que había aterrizado el Cheyenne II, el camino que tomaron Partridge y sus tres acompañantes hacia el interior de la jungla era lento y espinoso.

El sendero -si podía llamársele así- estaba cubierto de vegetación en muchos puntos, y a menudo desaparecía casi por completo. La densa y enmarañada vegetación hacía necesario abrirse paso con ayuda de machetes. Los grandes árboles formaban una marquesina sobre sus cabezas, bajo un cielo encapotado que presagiaba lluvia. Algunos árboles tenían el tronco retorcido grotescamente, con una gruesa corteza y las hojas correosas. Partridge recordaba haber leído en alguna parte que existían ocho mil especies de árboles conocidas en Perú. En el sotobosque, bambúes, helechos, lianas y plantas parásitas se entrelazaban, formando un «infierno verde», según la misma fuente.

La palabra «infierno» resultaba muy apropiada ese día a causa del calor bochornoso que los cuatro hombres estaban soportando. Sudaban por todos los poros, con el agravante de los enjambres de insectos. Al principio se habían rociado con un repelente para mosquitos, y se habían ido poniendo más a lo largo de la mañana, pero, como decía Ken O'Hara:

– A los malditos bichitos parece que les gusta.

Afortunadamente, cuando volvieron a encarrilarse en el camino, encontraron zonas en que la sombra de los tupidos árboles impedía la proliferación del sotobosque y podían avanzar con menos dificultades. Era evidente que, sin el sendero, hubieran sido incapaces de progresar.

– No es una ruta muy usada -señaló Fernández-. Pero eso nos beneficia.

Su objetivo era acercarse a Nueva Esperanza pero no demasiado, hasta que localizaran una posición en un lugar elevado. Desde allí, ocultos en la jungla, observarían la aldea, sobre todo durante las horas diurnas. Luego, según lo que vieran, prepararían un plan.

Toda la zona, alrededor de unos doscientos kilómetros cuadrados, era una selva cerrada sobre una llanura ondulada, quebrada sólo por el río Huallaga. Pero el mapa a gran escala que compró Fernández mostraba varias colinas en torno a su objetivo, que podían servir como punto de observación. Se hallaban a dieciocho kilómetros de Nueva Esperanza… una distancia considerable para cubrirla en esas condiciones.

Una de las cosas que Partridge había memorizado era el segundo mensaje clandestino de Jessica en la cinta de vídeo. Crawford Sloane se lo había explicado en una carta, que Rita le había entregado en mano: Jessica se había rascado la oreja izquierda, para indicar: Las medidas de segundad están un poco relajadas. Un ataque desde el exterior tendría posibilidades de éxito. Pronto tendrían ocasión de comprobar su información.

Entretanto, avanzaban penosamente por la selva.

Bien entrada la tarde, cuando todos estaban casi exhaustos, Fernández les anunció que debían de estar cerca de Nueva Esperanza.

– Creo que hemos recorrido unos catorce kilómetros. Pero no debemos delatarnos -les previno-. Al menor ruido hemos de escondernos entre la vegetación.

Mirando los espesos arbustos espinosos que les rodeaban, Minh Van Canh comentó:

– Ya, ya… pero esperemos que no haya que hacerlo.

Poco después de que Fernández le advirtiera, se aclaró un poco el camino y se cruzaron con otras sendas. Fernández les explicó que todas aquellas colinas estaban sembradas de campos de coca, y que en otras épocas del año la selva era un hervidero de gente. Durante la estación de crecimiento de la coca, que duraba de cuatro a seis meses, el cultivo requería pocos cuidados, así que muchos de los cultivadores vivían en sus pueblos y se instalaban en las chozas de la jungla durante la cosecha.

Con ayuda del mapa y la brújula, Fernández siguió guiándoles; el camino ascendía suavemente, exigiéndoles un esfuerzo adicional. Al cabo de una hora llegaron a un claro desde donde divisaron una choza entre los árboles, un poco más abajo.

Partridge comprendió que Fernández conocía la zona mucho mejor de lo que había admitido. Cuando se lo comentó, el colaborador peruano reconoció:

– La verdad es que he estado aquí varias veces.

Partridge suspiró para sus adentros. Se preguntó si Fernández sería otra más de las personas seudodecentes que se beneficiaban bajo mano del tráfico ilegal de cocaína. Los latinoamericanos, y en especial los caribeños, eran muy dados a tales engaños, muchos de ellos desde puestos importantes.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Fernández añadió:

– Estuve una vez en un «montaje teatral» que organizó el gobierno para vuestro Departamento de Estado. Fue en honor de un ilustre visitante, el Fiscal General, creo. Y se trajeron a toda la panoplia de periodistas. Yo era uno de ellos.

Pese a su anterior reacción, Partridge sonrió por la expresión «montaje teatral». La prensa se la aplicaba en son de mofa a las recreaciones de las operaciones antidroga que montaban ciertos países para impresionar a las delegaciones norteamericanas. Partridge se imaginaba la escena: una invasión de helicópteros, un puñado de soldados prendiendo fuego a cuatro plantaciones de coca o volando un laboratorio clandestino. Los visitantes elogiarían los esfuerzos oficiales, ignorando que les rodeaban miles de sembrados de coca y docenas de laboratorios semejantes, que permanecían intactos.

Al día siguiente, los periódicos norteamericanos publicaban las fotos de los visitantes, recalcando sus declaraciones de aprobación, y el proceso se repetía en la televisión. Los reporteros, conscientes de que habían participado en una charada pero incapaces de eludir la información, porque los demás la utilizaban, tenían que tragarse su indignación.

Y eso ocurría en Perú, que no era una dictadura ni un país comunista, pero pronto podría ser cualquiera de las dos cosas, se dijo Partridge.

Fernández inspeccionó el claro y la choza, comprobando que no había nadie en las inmediaciones. Luego se dirigió hacia su izquierda por la jungla, pero sólo unos cuantos metros, deteniendo a los otros de un ademán. Después, apartando unas matas de helechos, les indicó que se acercaran. Fueron a asomarse uno tras otro, descubriendo un racimo de desastradas edificaciones a un kilómetro de distancia y unos sesenta metros monte abajo. Junto a la orilla del río había una docena de chozas. Un camino embarrado conducía desde las casas a un destartalado embarcadero de madera donde estaba amarrada una abigarrada colección de embarcaciones.

– ¡Fenómeno, chicos! -murmuró Partridge, añadiendo aliviado-: Creo que hemos encontrado Nueva Esperanza.

Después de habérselo cedido a Fernández durante el camino, Harry Partridge asumió el mando.

– No nos queda mucha luz -dijo a los otros. El sol estaba bastante bajo y el viaje había durado más de lo previsto-. Quiero observar todo lo posible antes de que anochezca. Minh, trae los otros binoculares y acompáñame. Fernández y Ken, elegid un puesto de centinela y que uno de los dos vigile si se acerca alguien por la espalda. Decididlo vosotros mismos y, si aparece alguien, avisadme en seguida.

Aproximándose a la franja de jungla que impedía que les vieran desde abajo, Partridge y Minh se tiraron al suelo y avanzaron a rastras con los prismáticos en la mano. Ambos se detuvieron cuando tuvieron buena visibilidad, pero amparados por el escudo de vegetación.

Haciendo un lento barrido con los binoculares, Partridge estudió el panorama que se extendía a sus pies. Casi no se detectaba actividad. Había dos hombres trajinando en una barca del malecón, arreglando un motor fueraborda. Una mujer salió de una choza, vació un cubo de agua sucia casi a la puerta y volvió adentro. Un hombre emergió de la selva y se metió en una de las casas. Dos perros flacos escarbaban en un montón de basura. Toda la zona estaba sembrada de basuras. En conjunto, Nueva Esperanza parecía un tugurio de la selva.

Partridge empezó a estudiar las edificaciones una a una, rezagando los prismáticos varios minutos en cada una de ellas. Presumiblemente, los prisioneros estaban encerrados en una de ellas, pero no había ningún detalle que lo revelara. Estaba claro, pensó, que necesitarían por lo menos veinticuatro horas de observación; debían descartar toda idea de intentar el rescate esa noche para salir al día siguiente por la mañana en la avioneta. Se dispuso pues a esperar y vigilar mientras la luz iba disminuyendo.

Como ocurre en el trópico, cuando cae el sol, la oscuridad lo invade todo casi de repente. Se encendieron algunas luces en las casas y los últimos vestigios del día se consumieron. Partridge dejó los binoculares y se frotó los ojos, agotado de concentrarse durante más de una hora en el escenario de la aldea. Creía que poco más podría averiguar esa tarde.

En ese momento, Minh le tocó el brazo, señalando las chozas del valle. Partridge cogió los prismáticos y volvió a espiar. En seguida advirtió un movimiento a la mortecina luz: la silueta de un hombre bajando por el sendero entre dos grupos de casas. En contraste con otros movimientos que había observado, el paso de aquel hombre parecía decidido. Había algo distinto; Partridge aguzó la vista; ¡ya lo tenía! El hombre llevaba un rifle colgado del hombro. Partridge y Minh siguieron el recorrido del hombre con los prismáticos.

Un poco apartada de las demás construcciones se alzaba una choza aislada. Partridge ya la había visto antes, pero nada en ella le había llamado la atención. El hombre se dirigió allí y desapareció en su interior. Se colaba un poco de luz por la puerta de la fachada.

Siguieron al acecho sin que ocurriera nada durante unos minutos. Luego salió otra silueta de esa misma choza y se alejó. A pesar de la escasa luz, lograron distinguir dos cosas: se trataba de otro hombre y también llevaba un rifle.

Partridge se preguntó, nervioso, si lo que acababan de presenciar sería el cambio de guardia de los prisioneros. Debían confirmarlo y, para ello, seguir observándoles. Pero había muchas probabilidades de que en la choza apartada estuvieran encerrados Jessica y Nicky Sloane.

Procuró no pensar en que, hasta hacía un día o dos, también era probable que Angus Sloane compartiera su encierro.


Transcurrieron las horas.

– Tenemos que averiguar -había advertido Partridge a los otros- qué actividad hay en Nueva Esperanza por la noche, cuántas horas dura, a qué hora se paraliza todo y se apagan las luces. Hay que reseñarlo por escrito, anotando exactamente todas las horas.

Minh se quedó otra hora más solo en el puesto de observación, a instancias de Partridge, y más tarde le relevó Ken O'Hara.

– Hemos de descansar lo máximo posible -declaró Partridge-. Pero debe haber alguien permanentemente en el puesto de observación y en el de vigilancia del claro. Lo cual significa que sólo podremos dormir de dos en dos.

Después de discutirlo, decidieron alternar dos horas de sueño con dos de vigilancia.

Fernández ya había colgado las hamacas con sus mosquiteras en la cabaña que encontraron. Las hamacas eran incomodísimas, pero ellos estaban demasiado exhaustos por los ajetreos de la jornada para advertirlo y no tardaron en quedarse dormidos. La idea de llevar los plásticos quedó justificada por la noche, porque se puso a 11over a cántaros y el agua se filtraba por el tejado de la cabaña. Fernández cubrió hábilmente las hamacas con él y pudieron dormir secos. Los de fuera se resguardaron también lo mejor que pudieron hasta que dejó de llover media hora más tarde.

No tomaron medidas especiales respecto a la comida. Cada cual llevaba su comida y su agua, aunque todos sabían que no debían desperdiciar la comida deshidratada. Habían consumido hacía varias horas la provisión de agua que llevaban de Lima y Fernández había llenado los recipientes en un arroyo de la selva, añadiendo las tabletas para esterilizarla. Les advirtió que la mayor parte del agua de la zona estaba contaminada por los productos químicos utilizados para procesar la coca. El agua de sus cantimploras sabía a rayos y todos bebían lo menos posible.

Al amanecer, Partridge tuvo la respuesta a sus preguntas de la víspera acerca de Nueva Esperanza. Había escasa actividad, aparte del rasgueo de una guitarra y, muy ocasionalmente, unas voces y unas risas estridentes de beodo en el interior de alguna casa. Tales actividades duraron hasta tres horas y media después del anochecer. A la una y media de la madrugada la aldea entera enmudeció y se apagó.

Todavía les quedaba por averiguar el horario de los turnos y los cambios de guardia, suponiendo que la hipótesis respecto a la localización de los rehenes fuera correcta. Por la mañana todavía no tenían detalles precisos. Si se había producido otro cambio de guardia durante la noche, no lo habían advertido.

Su rutina continuó a lo largo del día.

Mantuvieron la vigilancia del puesto de observación y los otros siguieron utilizando las hamacas para descansar durante todo el día. Sabían que más tarde les harían falta todas sus reservas de energía.

Por la tarde, durante su turno de descanso en la cabaña, Harry Partridge consideró lo que estaban haciendo los cuatro y se preguntó con cierta sensación de irrealidad: ¿Es verdad lo que está ocurriendo? ¿Intentarían un rescate con unas fuerzas tan limitadas? Dentro de pocas horas, no más, probablemente tendrían que matar y podían morir. ¿Sería una locura…? Como el verso de Macbeth: «…la vida es una fiebre caprichosa…».

Él era un profesional del periodismo, un corresponsal de televisión, un observador de las guerras y los conflictos, no un participante. Y de pronto, por decisión propia, se había convertido en un aventurero, en un mercenario, en un aspirante a soldado. ¿Tenía algún sentido esta transformación?

Pero había otra pregunta, independiente de ésta: Si él, Harry Partridge, fracasaba, ¿quién haría lo necesario, allí y en ese momento?

Y una idea más: un corresponsal de guerra, sobre todo de televisión, siempre estaba rozando la violencia, la mutilación, las heridas o la muerte, y a veces las padecía. Luego las llevaba todas las noches a las casas limpias y cómodas de Norteamérica, donde no eran más que imágenes en una pantalla y, por tanto, no representaban ningún peligro para quienes las veían.

Y no obstante, esas imágenes se estaban volviendo peligrosas, se iban acercando en el tiempo y el espacio, y pronto dejarían de ser unas imágenes para hacerse realidad en las ciudades y las calles americanas, donde el crimen ya se estaba abriendo paso. La violencia y el terrorismo de los países deprimidos, divididos y azotados por la guerra amenazaban cada vez más al territorio norteamericano. Era inevitable y los expertos internacionales llevaban mucho tiempo vaticinándolo.

La Doctrina Monroe, considerada en su día la protección de América, no servía; pocos se tomaban la molestia de mencionarla siquiera. El secuestro de la familia Sloane por agentes extranjeros demostraba que el terrorismo les estaba invadiendo. Podía extenderse mucho, mucho más: bombas, secuestros, tiroteos por las calles. Y no había forma de impedirlo, por desgracia. Igualmente trágico sería que muchos seres humanos ajenos al problema pronto dejarían de serlo, les gustara o no.

Así que, pensó Partridge, su implicación y la de sus tres acompañantes no era irreal. Sospechaba que Minh Van Canh sobre todo, no veía ninguna contradicción en su situación actual. Para Minh, que había vivido y sobrevivido a una terrible guerra civil en su patria, sería más fácil que para la mayoría aceptar su misión.

Y para él, a título personal, por encima de cualquier otro pensamiento y dominándolos todos, el de Jessica. Jessica, que probablemente estaba al alcance de la mano, dentro de aquella choza. Jessica-Gemma, cuyo recuerdo y cuya personalidad se entretejían en la mente de Partridge.

Luego le embargó el cansancio de pronto y se quedó dormido. Al despertarse, minutos antes de su turno de observación, se bajó de su hamaca y salió a analizar la situación general.

En el puesto de centinela, como hasta entonces, no se había producido el menor signo de alarma o movimiento. Sin embargo, el puesto de observación había logrado informaciones y deducciones específicas.


Se había producido el cambio regular de un hombre armado -presumiblemente un guardia- en el mismo lugar que la noche anterior, lo cual sugería que los rehenes estaban efectivamente en la choza apartada de las demás. Parecía probable que hubiera un cambio de guardia cada cuatro horas, pero el horario no era muy exacto. A veces se producía hasta con veinte minutos de retraso, y la imprecisión, pensó Partridge, demostraba la informalidad de la vigilancia, confirmándoles el mensaje de Jessica: La seguridad está un poco relajada.

Desde esa mañana, una mujer había hecho dos viajes portando unas cajas con algo que parecía comida a la construcción donde ellos suponían que estaban encerrados los prisioneros. La misma mujer había sacado dos cubos, que había vaciado en la maleza.

En toda la aldea sólo habían distinguido vigilancia en esa choza.

Aunque los guardias iban armados con rifles automáticos, no tenían aspecto de soldados ni operaban como una unidad entrenada.

Durante el día, todas las entradas y salidas de Nueva Esperanza se produjeron por el río. No vieron ningún vehículo rodado. Los motores de las embarcaciones no parecían requerir una llave. Por tanto, sería fácil robar una barca si debían huir por ese medio. Por otra parte, había muchas otras barcas con las que perseguirles. Ken O'Hara, que tenía buenas nociones de náutica, identificó las mejores.

La opinión general de los observadores, aunque no era más que un punto de vista, era que los habitantes de la aldea estaban muy tranquilos, lo cual parecía indicar que no esperaban una incursión violenta desde el exterior.


– Si se la temieran -señaló Fernández-, habrían organizado patrullas, incluso hasta aquí arriba, en busca de posibles intrusos como nosotros.

Al atardecer, Partridge reunió a todo el grupo y les comunicó:

– Ya les hemos vigilado bastante. Esta noche bajamos. Tú nos guiarás -indicó a Fernández-. Quiero llegar a esa choza a las dos en punto. Que nadie haga el menor ruido en todo el camino. Si tenéis que decir algo, que sea en voz baja.

– ¿Hay alguna orden de combate, Harry? -preguntó Minh.

– Sí. Yo me adelantaré primero, echaré un vistazo y me colaré dentro. Tú, Minh, te vienes justo detrás a cubrirme. Fernández se quedará rezagado a vigilar las otras casas por si aparece alguien, pero acudirá en nuestra ayuda si le necesitamos.

Fernández asintió.

Partridge se volvió hacia O'Hara:

– Ken, tú irás directamente al espigón. He decidido que escaparemos por el río. No sabemos en qué condiciones están Jessica y Nicholas, y es posible que no aguantaran la caminata que hicimos para llegar hasta aquí.

– ¡Entiendo! -exclamó O'Hara-. Supongo que quieres que robe una barca.

– Sí, y además inutiliza todas las que puedas. Pero recuerda: ¡sin hacer ruido!

– Tendré que hacer ruido para poner el motor en marcha.

– No -dijo Partridge-. Saldremos a remo y cuando lleguemos al centro del río dejaremos que nos arrastre la corriente. Por suerte vamos en esa dirección. Ya pondremos en marcha el motor cuando no puedan oírlo.

Mientras hablaba, Partridge se dio cuenta de que sus instrucciones implicaban que todo saldría bien. Si no, improvisarían lo mejor posible, lo cual incluía el empleo de las armas.

Recordando su cita a las ocho con el Cheyenne II de AeroLibertad, Fernández inquirió:

– ¿Has pensado a qué pista iremos… a Sión o la otra?

– Lo decidiremos en la barca, según salgan las cosas y el tiempo que tengamos.

Lo más importante en ese momento, concluyó Partridge, era comprobar sus armas, desembarazarse de todo lo superfluo y asegurarse de viajar lo más ligeros y deprisa posible.

Una mezcla de excitación y aprensión les embargó a todos.

15

El sábado por la mañana, cuando regresó a Lima tras ir a despedir al Cheyenne II de AeroLibertad, Rita Abrams se encontró con dos sorpresas. Primera, no esperaba la aparición en escena de Crawford Sloane. Tenía un mensaje en su casillero de la CBA en Entel-Perú anunciándole que Sloane llegaría a Lima a primeras horas de esa mañana, y de hecho podía haber llegado ya. Rita llamó en seguida al hotel César, donde éste pensaba alojarse, según la nota. Crawf no se había presentado todavía y ella le dejó recado de dónde estaba para que se pusiera en contacto por teléfono.

La segunda, más asombrosa, era el fax de Les Chippingham, con una carta dirigida a Harry Partridge. Sus instrucciones de meter la carta en un sobre cerrado con la anotación «Personal» no se habían llevado a cabo, probablemente por distracción, y llegó con la otra correspondencia, abierta a la curiosidad de todo el mundo. Rita la leyó y se quedó anonadada.

¡Harry despedido de la CBA! «Desde este momento», decía la carta, y debía abandonar Perú «preferiblemente» el sábado -o sea ese mismo día- y «en ningún caso» más tarde del domingo. Si no podía coger un avión de línea comercial, estaba autorizado para contratar un vuelo particular. ¡Fantástico!

Cuanto más lo pensaba, más ridículo y ultrajante le parecía, sobre todo en esas circunstancias. ¿Era posible que tuviera algo que ver con ello el viaje de Crawf a Lima? Rita estaba segura de que sí y empezó a impacientarse por saber de él, mientras se intensificaba su furia por aquel abominable gesto contra Harry. Entretanto, no había forma de comunicar el contenido de la carta a Partridge puesto que ya estaba en la selva, camino de Nueva Esperanza.


Sloane no la telefoneó. Cuando llegó al hotel y encontró el mensaje de Rita, tomó un taxi inmediatamente hacia Entel. Ya había trabajado en Lima antes y conocía la ciudad.

– ¿Dónde está Harry? -fue lo primero que preguntó a Rita.

– En la selva -le respondió ella escuetamente-, arriesgando su vida para rescatar a tu mujer y tu hijo. -Luego le tendió la carta de Chippingham-: ¿Qué demonios es esto?

– ¿El qué?

Crawford Sloane cogió la carta y la leyó, bajo la atenta mirada de la realizadora. La leyó dos veces y luego sacudió la cabeza.

– Debe de ser un error. No puede ser.

– ¿Me estás diciendo -preguntó Rita con cierta aspereza en la voz- que no sabías nada?

– Desde luego que no. -Sloane negó con la cabeza con impaciencia-. Harry es amigo mío. En este momento le necesito más que a nadie en el mundo. Por favor, cuéntame qué está haciendo en la jungla. ¿No era eso lo que me has dicho?

Sloane estaba despreciando la carta, como una cosa absurda con la que no quería perder el tiempo.

Rita tragó saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas; se reprochó su equivocación y su injusticia.

– Oh, Dios mío, Crawf. Lo siento.

Por primera vez advirtió las marcas de tensión en la cara del presentador, la angustia de sus ojos. Parecía mucho más abatido que la última vez que le había visto, hacía apenas ocho días.

– Pensé que tú… ¡Oh, dejémoslo!

Rita recobró su ánimo habitual.

– En este momento, así es como están las cosas: Harry y los otros están intentando…

Le describió la expedición a Nueva Esperanza y los planes de Partridge. Le puso al corriente de todo lo demás y de su desconfianza respecto de las comunicaciones telefónicas, razón por la que no habían informado a Nueva York de sus propósitos.

– Me gustaría hablar con el piloto -dijo Sloane al final-, para enterarme de cómo estaban las cosas cuando dejó a Harry y a los demás. ¿Cómo se llama?

– Zileri. -Rita consultó su reloj-. Probablemente no haya vuelto todavía, pero telefonearé dentro de un rato y podemos ir. ¿Has desayunado?

Sloane negó con la cabeza.

– Hay una cafetería en el edificio. Vamos.

Mientras se tomaban el café con croissants, Rita le dijo afectuosamente:

– Crawf, hemos sentido mucho lo de tu padre, todos estamos indignados. Sobre todo Harry. Se reprocha no haber intervenido antes, pero no teníamos la información…

Sloane la interrumpió con la mano:

– Nunca le echaré a Harry la culpa de nada, pase lo que pase, ni siquiera ahora. Es imposible hacer más.

– Opino lo mismo -dijo Rita-, por eso me parece esto tan increíble. -Volvió a sacar la carta de Les Chippingham-. No es un error, Crawf. La gente no comete errores como éste. Esto va en serio.

Él la leyó de nuevo.

– Cuando subamos telefonearé a Les a Nueva York.

– Primero debemos pensar una cosa: aquí hay gato encerrado, algo que tú y yo desconocemos. ¿Sucedió algo ayer en Nueva York… algo fuera de lo corriente?

– ¿En la CBA, quieres decir?

– Sí.

Sloane reflexionó.

– Pues no creo… Bueno, oí que Margot Lloyd-Mason había convocado a Les, hecha una fiera, por lo visto. Él estuvo en Stonehenge. Pero no tengo ni idea de qué se trataba.

Rita tuvo un presentimiento:

– ¿Podría tener algo que ver con Globanic? Esto, quizá.

Abrió su bolso y sacó unas hojas sujetas con un clip que le había entregado Harry esa misma mañana. Sloane las leyó.

– ¡Qué interesante! Un negocio de canje de deuda. ¡De muchísimo dinero! ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo ha dado Harry.

Le repitió lo que le había dicho Partridge mientras se dirigían al aeropuerto: se lo había dado un comentarista de la radio, Sergio Hurtado, que pretendía difundir la información la semana siguiente.

– Harry me dijo que no pensaba utilizar la historia. Dijo que era lo menos que podíamos hacer por Globanic, puesto que nos daba de comer -añadió.

– Es posible que esto guarde alguna relación con el despido de Harry -dijo Sloane pensativo-. Veamos, veamos… Vamos a telefonear a Les ahora mismo.

– Antes quiero hacer otra cosa -dijo Rita.

Esa «otra cosa» era avisar a Víctor Velasco.

Cuando el director internacional de Entel apareció a los pocos minutos, Rita le dijo:

– Quiero una línea fiable con Nueva York, sin escuchas.

Velasco parecía confuso:

– ¿Tiene alguna razón para suponer…?

– Pues sí.

– Vengan los dos a mi despacho. Utilizarán mi teléfono.

Rita y Crawford Sloane siguieron al directivo a un despacho muy bonito, enmoquetado, de la misma planta.

– Les ruego que utilicen mi mesa. -Y señalando un teléfono rojo añadió-: Esa línea es segura, se lo garantizo. Pueden marcar directamente.

– Gracias.

Con Partridge en camino hacia Nueva Esperanza, Rita no tenía intención de desvelar su paradero, que tal vez mencionaran durante la conversación, a las autoridades peruanas.

Tras una cortés inclinación de cabeza, Velasco salió de su despacho y cerró la puerta.

Sloane se sentó ante la mesa y probó en primer lugar con la línea directa de Les Chippingham en la CBA-News. No obtuvo respuesta… cosa bastante natural un sábado por la mañana. Lo raro era que el director de los servicios informativos no dejara en la centralita de la CBA un número donde ser localizado. Consultando una agenda de bolsillo, Sloane marcó un tercer número: el del apartamento de Chippingham en Manhattan. Tampoco obtuvo respuesta. Tenía el teléfono de Scarsdale, donde Chippingham pasaba algunos fines de semana. Pero tampoco estaba allí.

– Se diría -comentó Sloane- que se está escondiendo a propósito esta mañana.

Se sentó encima de la mesa, pensativo, sopesando una decisión.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Rita.

– En llamar a Margot Lloyd-Mason.

Y descolgando el teléfono rojo añadió:

– Y la voy a llamar.

Sloane tecleó el código internacional de los Estados Unidos y el número de Stonehenge.

– La señora Lloyd-Mason no está -le contestó la voz de una telefonista.

– Soy Crawford Sloane. ¿Quiere darme su teléfono particular, por favor?

– Lo siento, señor Sloane, no estoy autorizada a darlo.

– ¿Pero lo tiene?

La telefonista vaciló:

– …Sí, señor.

– ¿Cómo se llama, señorita?

– Noreen.

– Bien, Noreen, un nombre muy bonito; siempre me ha gustado. Ahora, escúcheme bien, Noreen. ¿Reconoce usted mi voz?

– Oh, sí, señor. Le veo en las noticias todas las noches. Y he de decirle que lamento mucho…

– Gracias, Noreen. Mire, llamo desde Lima, Perú, y es imprescindible que hable con la señora Lloyd-Mason. Si me da usted su número, le prometo no decir nunca una palabra de quién me lo ha proporcionado. Pero la próxima vez que vaya a Stonehenge me comprometo a pasar a darle las gracias personalmente.

– ¡Oh! ¿En serio, señor Sloane? ¡Nos encantaría…!

– Siempre mantengo mis promesas. ¿El número, Noreen…?

Lo anotó mientras ella se lo leía.

Esa vez contestaron al teléfono a la segunda llamada; una voz masculina que parecía de un mayordomo. Sloane se identificó y preguntó por la señora Lloyd-Mason. Esperó unos minutos y luego la voz de Margot, que era inconfundible, preguntó:

– ¿Diga?

– Soy Crawf. Estoy en Lima.

– Eso me habían dicho, señor Sloane. Me gustaría saber por qué me llama usted, y más a mi casa. Aunque primero, quiero presentarle mis condolencias por la muerte de su padre.

– Gracias.

Extrañamente para un profesional de su talla, Sloane se trataba de usted con la directora general de la CBA, y ella tenía evidentemente interés en que aquello permaneciera así. Sloane dedujo, por su tono y su distanciamiento, que no llegaría a ninguna parte con preguntas directas. Decidió probar suerte con el gastado truco periodístico que funcionaba tan bien, aun con personas de mundo.

– Señora Lloyd-Mason, ayer, cuando decidió usted despedir a Harry Partridge de la CBA, me pregunto si se daba usted cuenta de todo lo que él había conseguido en sus esfuerzos por encontrar y liberar a mi esposa, mi hijo y mi padre.

– ¿Quién le ha dicho que lo he decidido yo? -fue la respuesta, fulminante.

Él tuvo la tentación de decirle ¡Tú misma lo acabas de reconocer! Pero se contuvo y le contestó:

– En la televisión casi no existen secretos. Por eso la he llamado.

– No pienso discutir eso con usted -replicó ella.

– Pues es una lástima -dijo Sloane precipitadamente, antes de que le diera tiempo a colgar-, porque pensaba que le gustaría hablar de la relación del despido de Harry con ese gran negocio de canje de la Globanic con Perú. ¿Es que los honestos reportajes de Harry han ofendido a algún pez gordo implicado en el negocio?

Al otro extremo del hilo se produjo un largo silencio, en el que Sloane oyó la inspiración de Margot. Luego ésta le preguntó, suavizando un poco la voz:

– ¿Cómo se ha enterado?

¡Así que había alguna relación, a fin de cuentas!

– Bueno -repuso Sloane-, la cuestión es que Harry Partridge lo ha averiguado. Es un periodista de primera fila, ¿sabe? Uno de los mejores, y en este momento se está jugando la vida por la CBA. De todos modos, Harry ha decidido no utilizar la información. Si no recuerdo mal, sus palabras han sido: «Es lo menos que puedo hacer por Globanic, que es quien nos da de comen›.

Hubo otra pausa.

– ¿Entonces, no se va a publicar…? -preguntó Margot.

– ¡Ah! ¡Ésa es otra historia!

En otras circunstancias, Sloane hubiera disfrutado con la conversación. Pero en ésas, se sintió lamentablemente hundido.

– Un periodista de una emisora de radio de Lima ha descubierto la historia, tiene una copia del contrato y piensa difundir la noticia la semana que viene. Espero que la recojan los medios de comunicación extranjeros. ¿Usted no?

Ella no le contestó. Y él preguntó, dudando si habría colgado:

– ¿Está usted ahí?

– Sí.

– ¿Se arrepiente usted, por casualidad, de lo que le ha hecho a Harry Partridge?

– No -la respuesta parecía proceder de ultratumba-. No -repitió-, estaba pensando en otra cosa.

– Señora Lloyd-Mason -Crawford Sloane empleó el tono cortante que empleaba para las noticias repugnantes-, ¿le ha dicho alguien últimamente que es usted una zorra sin corazón?

Y colgó el teléfono rojo.

Margot también colgó al oírle. Cualquier día, decidió, le arreglaría las cuentas a ese presuntuoso Crawford Sloane. Pero no era el momento. Tenía cosas mucho más importantes que hacer.

La noticia que le acababa de dar sobre Globanic y Perú la había dejado sin habla. Pero le habían ocurrido cosas peores en el pasado y nunca duraban demasiado tiempo. Margot no había llegado hasta la cima del mundo de los negocios sin atravesar serios reveses, y casi siempre lograba sacar provecho de ellos. Y eso tenía que hacer en ese momento. Se detuvo a meditar las iniciativas que podía tomar.

Sin ningún género de dudas, debía telefonear a Theo Elliott ese mismo día. Nunca le importaba que le molestaran con cuestiones de negocios, ni siquiera durante los fines de semana.

Le diría que tenía una información: en Perú corría el rumor del trato de Globanic; un periodista peruano había conseguido de algún modo una copia del contrato y estaba a punto de publicarlo. No tenía nada que ver con la CBA ni con cualquier otra emisora o periódico norteamericanos; era una filtración peruana, aunque mala.

Le diría a Theo que era todo muy lamentable y que ella no quería emitir juicios, pero no podía evitar preguntarse: ¿habría cometido Fossie Xenos algún desliz en sus conversaciones, particularmente en Perú? Era posible, basándose en sus informaciones, que el notable entusiasmo de Fossie le hubiera hecho cometer una indiscreción.

También diría a Theo que la actividad de la prensa peruana había llamado la atención de la CBA-News. Pero Margot ya había dado órdenes concretas a la CBA de que no mencionara el asunto.

Con un poco de suerte, pensó, a principios de la semana siguiente la atención adversa habría recaído sobre Fossie. ¡Bien!

Durante sus cavilaciones, Margot dedicó un breve pensamiento a Harry Partridge. ¿Debía readmitirlo? Después determinó que no. Eso sólo confundiría más las cosas y Partridge no era importante, así que mantendría su decisión. Theo seguiría queriendo llamar al presidente Castañeda el lunes por la mañana para comunicarle que el follonero -según la expresión de Theo- había sido despedido y ya estaba fuera de Perú.

Sonriendo y confiando en que su estrategia funcionaría, descolgó el teléfono y marcó el número particular de Theo Elliott.


El piloto empresario de AeroLibertad, Oswaldo Zileri, había oído hablar de Crawford Sloane y le trató con la debida deferencia.

– Cuando sus compañeros contrataron mi aparato, señor Sloane, le dije que no quería conocer sus propósitos. Ahora, al verle aquí, me los imagino, y les deseo, a usted y a ellos, mucha suerte.

– Gracias -contestó Sloane.

Rita y él se hallaban en la modesta oficina de Zileri en el aeropuerto de Lima.

– Cuando dejó usted esta mañana al señor Partridge y los demás, ¿qué aspecto tenía la zona?

Zileri se encogió de hombros.

– El de siempre: la selva verde, impenetrable, infinita. No había movimiento, aparte del nuestro.

– Cuando hablamos con usted pensábamos que a la vuelta habría tres pasajeros más… -dijo Rita-. Pero serán sólo dos.

– Ya me he enterado de la triste noticia sobre el padre del señor Sloane. Son tiempos difíciles -dijo el piloto, sacudiendo la cabeza.

– Yo me estaba preguntando si… -empezó Sloane.

– …Si caben usted -terminó Zileri- y la señorita Abrams en el aparato, mañana o pasado, para ir a recogerles.

– Sí.

– Por mí de acuerdo. Como uno de los pasajeros es un niño y no llevarán carga ni equipaje, el peso no es problema. Deben estar aquí mañana antes del amanecer… y pasado mañana, si volvemos.

– Aquí estaremos -dijo Rita, y luego, volviéndose hacia Sloane-: Harry no era optimista en cuanto a acudir a la cita el primer día. El vuelo es más una precaución por si lo necesitan. Él cree que el segundo día habrá más probabilidades.


Rita quería hacer otra cosa. Sin decírselo a Crawf, redactó un mensaje para Les Chippingham; pensaba mandárselo por fax a la sede de la CBA-News para que se lo encontrara al llegar el lunes por la mañana. Deliberadamente, no se lo envió a la terminal contigua a su despacho, sino a la que había en la Herradura. Allí quedaría expuesto a las miradas de todo el mundo, como la carta de Chippingham despidiendo a Harry Partridge cuando llegó a Entel-Perú. Rita dirigió su comunicación a:


L. W. Chippingham

Director de informativos, CBA-News

Copias para todos los departamentos


No se hacía ilusiones de que su carta llegara a todos los departamentos. Era imposible. Pero era una señal que entenderían sus colegas los realizadores de la Herradura: quería la más amplia difusión. Alguien sacaría una o varias copias, las pasaría, las leerían y probablemente volverían a copiarla. Su mensaje decía:


¡Eres un hijo de puta asqueroso, cobarde y egoísta!

Despedir a Harry Partridge de ese modo -sin motivo, ni previo aviso o siquiera una explicación- sólo para contentar a tu dulce amiguita, la Lloyd-Mason, la mujer de hielo, es una traición a todo lo que era bonito y decente en la CBA.

Harry saldrá de ésta oliendo a Chanel N° 5. Tú ya apestas a lo que eres: una rata de alcantarilla.

Nunca llegaré a comprender cómo pude meterme regularmente en la cama contigo. ¡Pero nunca más! Aunque tuvieras la última polla erecta del planeta, no la querría.

Y en cuanto a seguir trabajando para ti… ¡agh!

Con la más profunda tristeza por lo que fuiste, comparado con lo que eres ahora,

Tu ex amiga, ex admiradora, ex amante y ex realizadora,

Rita Abrams


Naturalmente, pensó Rita, una vez recibido y digerido el mensaje, Harry no sería el único que empezaría a buscar trabajo. Pero no le importaba. Se sintió mucho mejor mientras veía salir el fax de Entel, sabiendo que un momento después llegaría a Nueva York.

16

Eran la 2.10 en Nueva Esperanza.

Jessica había pasado inquieta las últimas horas, durmiendo y despertándose, a veces soñando, sueños que acababan en pesadillas que se fundían con la realidad.

Hacía un momento, segura de estar despierta, Jessica había mirado por la burda ventana que había frente a la celda y creyó ver, iluminada por la tenue claridad del interior, la cara de Harry Partridge. Luego la cara desapareció tan de repente como había aparecido. ¿Estaba realmente despierta? ¿O estaría soñando? ¿Era una alucinación, acaso?

Jessica sacudió la cabeza, intentando despejarse, cuando la cara volvió a asomar, subiendo lentamente desde la parte baja de la ventana, y esa vez se paró allí. Una mano le hizo una seña que ella no entendió, pero volvió a escrutar aquella cara. ¿Sería posible? Le dio un vuelco el corazón. ¡Sí! Era Harry Partridge.

La cara articulaba algo sin voz, haciendo con los labios movimientos muy exagerados, intentando comunicarle algo. Ella se concentró, intentando comprender, hasta que logró captar la palabra «guardián». Eso era: ¿Dónde estaba el guardián?

En ese momento estaba Vicente de guardia. Había empezado el turno hacía una hora -al parecer muy tarde- y se había producido una acalorada discusión entre él y Ramón, a quien venía a relevar. Ramón le había echado una buena bronca. Vicente, al contestarle, parecía borracho, por lo menos tenía la voz pastosa. A Jessica le importaba bien poco su discusión y, como siempre, se alegró de la partida de Ramón. Era un hombre malvado, impredecible y seguía insistiendo en que los prisioneros acataran la regla de silencio que ninguno de los otros guardianes les obligaba ya a mantener.

Volviendo la cabeza, Jessica podía ver a Vicente. Estaba sentado en la silla que usaban todos los vigilantes, separado de las celdas y fuera del campo visual de la ventana. No estaba segura, pero le pareció que el hombre tenía los ojos cerrados. Había dejado su rifle automático apoyado contra la pared, a su lado. Había una lámpara de queroseno encendida, colgada de una viga por encima de su cabeza, cuya luz había iluminado el rostro del exterior de la choza.

Con precaución, por si Vicente se ponía a observarla de repente, Jessica contestó a la muda pregunta señalando con la cabeza en dirección a Vicente.

De nuevo, la boca del rostro de la ventana -Jessica casi seguía sin poder aceptar que fuera de Harry Partridge- se puso a formar palabras. Ella se concentró. A la tercera entendió el mensaje: «¡Llámale!».

Jessica asintió levemente, comunicándole que lo había comprendido. El corazón le latía con fuerza. La presencia de Harry sólo podía significar que el rescate que llevaban tanto tiempo esperando estaba aconteciendo por fin. Al mismo tiempo, era consciente de que llevarlo a buen término no sería tarea fácil.

– ¡Vicente! -llamó en el tono que le pareció apropiado, no muy fuerte, pero no logró penetrar su sopor. Volvió a probar, algo más alto-: ¡Vicente!

Esa vez el hombre dio un respingo. Abrió los ojos y miró a Jessica. Ella le hizo una seña.

Vicente se enderezó en la silla. Hizo ademán de levantarse y, al verle, Jessica tuvo la impresión de que se estaba organizando mentalmente, intentando serenarse. Se levantó, se encaminó hacia ella pero luego regresó rápidamente a recoger su rifle. Lo asió de modo profesional, advirtió ella, dispuesto a usarlo si era necesario.

Ya podía inventarse una buena excusa para su llamada, pensó Jessica, y decidió que le pediría por gestos que la dejara entrar en la celda de Nicky. Vicente se negaría, pero eso era lo de menos.

Jessica no tenía ni idea de lo que Harry tenía en mente. Sólo sabía, con una angustia y una tensión crecientes, que había llegado la hora con la que tanto había soñado, temiendo que nunca se hiciera realidad.


Agazapado junto a la ventana, Partridge empuñó la Browning de nueve milímetros, con el silenciador. Hasta el momento, todo se había desarrollado exactamente según lo planeado, pero sabía que todavía faltaba la parte más difícil y crucial de la acción.

Los segundos siguientes le ofrecerían escasas alternativas, y una de ellas debía decidirla en un instante. Tal y como se lo planteaba, podría encañonar al guardián con la pistola y luego atarle, amordazarle y dejarle allí, o bien llevárselo con ellos como rehén. La segunda opción le gustaba menos. Había una tercera posibilidad: matarle, pero eso preferiría no tener que hacerlo.

Había una cosa a su favor: Jessica era una mujer de recursos, de rápida comprensión… tal y como la recordaba él.

La oyó llamar dos veces al guardián, luego unos ruiditos procedentes de una zona que no alcanzaba a ver y después los pasos del hombre que se acercaba. Partridge contuvo la respiración, dispuesto a agacharse si el guardián miraba hacia la ventana.

Pero no lo hizo. El hombre dio la espalda a Partridge, lo cual le dio un segundo más para evaluar la escena.

Lo primero que reconoció fue el rifle automático Kalashnikov que llevaba el guardián, un arma que Partridge conocía bien, y por el modo en que lo asía dedujo que el hombre sabía manejarlo. Comparada con el Kalashnikov, la Browning de Partridge era un juguete casi inofensivo.

La conclusión era inevitable e ineludible: Partridge tendría que matarle a la primera, lo cual significaba cogerlo por sorpresa.

Pero tenía un obstáculo: Jessica. Se hallaba exactamente en su ángulo de tiro. Si disparaba al vigilante, Partridge podía herir a Jessica.

El corresponsal habría de jugársela. No tendría otra oportunidad, no tenía alternativa. Y la apuesta dependía de la rápida comprensión de Jessica y sus reflejos.

Respirando hondo, Partridge gritó claramente:

– ¡Jessica, al suelo! ¡Ahora!

El guardián se volvió, preparando el rifle y quitándole el seguro. Pero Partridge ya le estaba apuntando con la Browning. Acababa de recordar los consejos del instructor de tiro que le había enseñado a disparar: «Si quieres matar a una persona, no le apuntes a la cabeza. Por más cuidado que pongas al apretar el gatillo, es muy probable que el arma se te levante y la bala le pase por encima. Así que apunta al corazón o un poco por debajo. Aunque el disparo se desvíe hacia arriba, darás en el blanco, un golpe incluso mortal, y si no, te dará tiempo a disparar por segunda vez».

Partridge apretó el gatillo y la pistola automática disparó produciendo un leve silbido casi inaudible. Aunque ya tenía experiencia con los silenciadores, su sigilo siempre le sorprendía. Volvió a apuntar, dispuesto a disparar por segunda vez, pero no hizo falta. La primera bala le había dado en el pecho a la altura del corazón y la herida ya estaba sangrando. Durante un instante, el hombre pareció sorprendido y luego se derrumbó soltando su rifle, que fue el único ruido que se oyó.

Antes de disparar, Partridge había visto a Jessica tirarse al suelo, obedeciendo al instante su orden. En un rincón de su mente, se sintió aliviado y agradecido. La mujer se levantó.

Partridge se volvió hacia la puerta de la choza y una sombra veloz se dirigió hacia allí. Era Minh Van Canh, que había permanecido a la espalda de Partridge, como convinieron, y ahora le cubría la entrada. Minh se aproximó a Vicente, dispuesto a disparar su UZI, y después confirmó a Partridge, con una inclinación de cabeza, que el hombre estaba muerto. Luego Minh se dirigió a la puerta de la celda de Jessica e inspeccionó el candado.

– ¿Dónde está la llave? -preguntó.

– Mira por donde estaba sentado el guardián -respondió ella-. Y la de Nicky también.

En la celda contigua, Nicky se despertó. Se sentó bruscamente.

– ¿Qué pasa, mamá?

– Nada malo, Nicky. Nada malo.

El niño consideró a los recién llegados: Partridge se les acercaba, después de recoger el rifle Kalashnikov, y Minh estaba cogiendo las llaves que estaban colgadas de un clavo.

– ¿Quiénes son, mamá?

– Son amigos, querido. Muy buenos amigos.

El rostro de Nicky, medio dormido, se iluminó. Después vio la figura caída en un charco de sangre y exclamó:

– ¡Es Vicente! ¡Le han matado! ¿Por qué?

– ¡Calla, Nicky! -le advirtió su madre.

– No ha sido nada agradable, Nicky -le dijo Partridge, en voz baja-. Pero él iba a pegarme un tiro. Si llega a matarme, no habría podido sacaros de aquí, que es lo que hemos venido a hacer.

Con un destello de inteligencia, el niño dijo.

– Usted es el señor Partridge, ¿verdad?

– Sí.

– Oh, Harry, bendito seas… ¡Querido Harry! -exclamó emocionada Jessica.

Cuidando de no levantar la voz, Partridge les advirtió:

– Todavía no hemos salido de ésta. Hay que escapar de aquí. Vamos, rápido.

Minh había vuelto con las llaves y las estaba probando, una por una, en el candado de la celda de Jessica. Por fin logró abrirla. Al momento Jessica salió por la puerta. Minh se dirigió a la celda de Nicky y volvió a probar con las llaves. A los pocos segundos, el niño estaba fuera también, abrazando a su madre.

– ¡Échame una mano! -dijo Partridge a Minh.

Arrastraron el cuerpo del guardián hasta la celda de Nicky y le pusieron entre los dos sobre el catre de madera. Aquello no impediría el descubrimiento de la huida de los rehenes, pensó Partridge, pero tal vez lo retrasara un poco. A tal objeto, bajó levemente la luz de la lámpara de queroseno hasta dejar un tenue resplandor que sumió el interior de la cabaña en la penumbra.

Nicky abandonó el abrazo de Jessica y se aproximó a Partridge, a quien dijo en tono resuelto:

– Ha hecho bien en matar a Vicente, señor Partridge. A veces nos ayudaba, pero era uno de ellos. Han matado a mi abuelo y me han cortado dos dedos y ahora ya no podré volver a tocar el piano… -dijo enseñándole la mano vendada.

– Llámame Harry -le contestó éste-. Sí, ya sabía lo de tu abuelo y lo de tus dedos. Lo siento mucho.

– ¿Sabes lo que es el síndrome de Estocolmo, Harry? -inquirió el niño con la misma severidad en la voz-. Mi madre sí. Y si quieres te lo explicará.

Sin contestar, Partridge miró atentamente a Nicky. Ya se había encontrado con algunos casos de shock -en individuos expuestos a un peligro o un desastre mayor de lo que su mente podía tolerar- y el tono de voz del niño y sus palabras de los últimos minutos tenían síntomas de shock. No tardaría en necesitar ayuda. Pero mientras, haciendo lo único que se le ocurrió, Partridge le pasó un brazo por los hombros. Sintió la respuesta del niño, que se apretó contra él.

Partridge vio que Jessica le miraba con la misma preocupación. Ella también habría deseado que el guardián no fuera Vicente. Si hubiese sido Ramón, no se habría disgustado lo más mínimo. De todos modos, las palabras y el comportamiento del niño la devolvieron a la realidad.

Partridge sacudió la cabeza, intentando infundir confianza a Jessica, y luego ordenó:

– Vámonos.

En la mano libre llevaba el Kalashnikov; era un arma muy buena y podía serles de utilidad. También se metió en el bolsillo dos cargadores que llevaba Vicente.

Minh se les adelantó hasta la puerta. Recuperó su cámara que estaba fuera y filmó su salida de la choza con las celdas al fondo. Partridge advirtió que Minh usaba un objetivo especial -los infrarrojos no servían para el vídeo- para conseguir unas imágenes aceptables, aun de noche.

Desde la víspera, Minh había ido filmando cosas sueltas, aunque de forma selectiva, racionando la cinta, porque llevaba un número restringido de ellas.

En ese momento apareció Fernández, que estaba vigilando las otras construcciones.

– Viene… -les advirtió sin aliento- ¡una mujer! Sola. Creo que va armada.

En ese momento oyeron unos pasos que se acercaban.

No les dio tiempo a prepararse. Se quedaron todos petrificados donde estaban. Jessica estaba junto a la puerta y se apartó hacia un lado. Minh se hallaba justo ante el hueco y los otros un poco más separados, en la penumbra. Partridge alzó el Kalashnikov. Aunque sabía que si disparaba despertaría a toda la aldea, para sacar la Browning con el silenciador tenía que dejar el rifle y cambiárselo de mano. Y no tenía tiempo.

Socorro entró con decisión. Iba en bata y empuñaba un revólver Smith & Wesson, con el martillo montado. Jessica ya había visto a Socorro con un arma, pero enfundada, nunca en la mano.

A pesar del arma, por lo visto Socorro no esperaba encontrar nada extraordinario, y al principio confundió a Minh con Vicente, a causa de la oscuridad:

Pensé que escuché*…

Y entonces se dio cuenta de que no era el guardián.

Miró a su izquierda y vio a Jessica. Sorprendida, exclamó:

¿Qué haces?*

Pero no pudo terminar.

Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que, más tarde, ninguno logró describir exactamente la secuencia de acontecimientos. Socorro levantó el revólver, con el dedo en el gatillo, y se acercó a Jessica. Después comprendieron que intentaba agarrar a Jessica y usarla como escudo, tal vez apuntándole a la cabeza.

Jessica la vio acercarse y, con idéntica celeridad, recordó su adiestramiento en la lucha cuerpo a cuerpo, que no había puesto en práctica desde su captura. Aunque estuvo tentada de hacerlo antes, comprendió que a largo plazo no le depararía nada bueno y se reservó para el momento realmente imprescindible.

«Cuando se acerca un agresor -insistía el general Wade en sus clases- la primera reacción es retroceder. Y el agresor lo sabe. ¡No lo hagas! Sorpréndele en cambio adelantándote tú.»

Como un rayo, Jessica brincó hacia Socorro levantando el brazo izquierdo y golpeando con fuerza el brazo derecho de la mujer. Con una sacudida por el encontronazo, Socorro levantó la mano hacia atrás hasta que se le abrieron los dedos instintivamente, soltando el arma. La maniobra duró menos de un segundo y Socorro casi no se dio ni cuenta.

Sin pausa, Jessica colocó dos dedos en el cuello de Socorro, apretándole la tráquea e impidiéndole respirar. Al mismo tiempo, Jessica puso una pierna por detrás de la mujer y la empujó hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio. Con una sola maniobra, Jessica le dio la vuelta y la sujetó con firmeza en una postura que le impedía todo movimiento. Si aquello hubiera sido la guerra -que era a lo que iba dirigido el cursillo-, el siguiente paso habría sido romperle el cuello para matarla.

Jessica, que nunca había matado a nadie, ni se lo había planteado, vaciló. Notó que Socorro se debatía para decir algo y aflojó un poco la presión de sus dedos.

Jadeante, Socorro suplicó en un susurro:

– Suéltame… Os ayudaré… Me escaparé con vosotros… Conozco el camino.

Partridge se les había acercado y la oyó.

– ¿Podemos confiar en ella? -preguntó.

Jessica dudó de nuevo. Tuvo un momento de compasión. Socorro había tenido algunos detalles buenos. Jessica siempre había pensado instintivamente que los años de estudio en los Estados Unidos habían reconducido a Socorro por el buen camino. Había cuidado las quemaduras de Nicky y, después, sus heridas cuando le habían amputado los dedos. Recordó el incidente del chocolate que les dio en la barca, cuando estaban hambrientos. Socorro había mejorado sus condiciones de vida mandando abrir aquellas ventanas. Había desobedecido las órdenes de Miguel, permitiéndole entrar en la celda de Nicky…

Pero Socorro había intervenido en el secuestro desde el principio; cuando iban a cortar los dedos de Nicky, había exclamado duramente: «¡Calla! No conseguirás evitar lo que nos proponemos».

Jessica recuperó las palabras de Nicky, de hacía tan sólo unos minutos: «Has hecho bien en matar a Vicente, Harry… Nos ayudaba algunas veces, pero era uno de ellos… ¿Sabes lo que es el síndrome de Estocolmo?… Mi madre sí…».

¡Cuidado con el síndrome de Estocolmo!

Jessica respondió a la pregunta de Partridge, negando con la cabeza.

– ¡No!

Se miraron a los ojos. Harry se había quedado aturdido por la demostración de Jessica de sus habilidades en el combate cuerpo a cuerpo. Se preguntaba dónde las habría aprendido y para qué. Aunque de momento eso no tenía importancia. Lo que sí importaba era que había tomado una decisión y le estaba haciendo una muda pregunta con la mirada. Él asintió en silencio. Luego, para no presenciar lo que vendría a continuación, volvió la cabeza.

Con un escalofrío, Jessica aumentó la presión para romperle el cuello a Socorro. Se lo retorció con fuerza para partirle la médula espinal. Se oyó un sonido sordo, sorprendentemente débil, y el cuerpo que Jessica estaba sujetando se aflojó poco a poco. Ella lo dejó caer.

Con Partridge en cabeza, el pequeño grupo compuesto por Jessica, Nicky, Minh y Fernández en retaguardia cruzó sigilosamente la aldea sin tropezar con nadie.

En el embarcadero encontraron a Ken O'Hara, que les dijo:

– Pensaba que ya no ibais a venir.

– Hemos tenido problemas -dijo Partridge-. ¡Hay que darse prisa! ¿En qué barca?

– Ésta.

Era una barca de madera de unos diez metros de eslora con dos motores fueraborda. Estaba abarloada al muelle.

– He cogido gasolina de las otras -dijo O'Hara señalando varios bidones de plástico a popa.

– ¡Todo el mundo a bordo! -ordenó Partridge.

Poco antes, la luna menguante había desaparecido detrás de una nube, pero volvió a asomar, iluminándolo todo, particularmente la superficie del agua.

Fernández ayudó a Jessica y a Nicky a embarcar. Jessica estaba temblando descontroladamente y se sentía enferma, afectada por el acto que había cometido minutos antes. Minh tomó unas imágenes desde el embarcadero y saltó en el último momento, mientras O'Hara soltaba amarras y cogía un remo para alejarse de la orilla. Fernández empuñó otro remo y remaron los dos hacia el centro del río.

Partridge miró en torno y comprobó que O'Hara no había perdido el tiempo. Varias barcas estaban medio hundidas junto a la orilla, y otras se iban corriente abajo.

– Les he quitado el tapón -dijo O'Hara señalando a las más cercanas-. Podrán sacarlas a flote, pero eso los retrasará. Y he tirado un par de motores al fondo del río.

– ¡Buen trabajo, Ken! -dijo Partridge.

Su decisión de traer a O'Hara se había visto recompensada varias veces.

La barca que habían elegido no tenía asientos. Igual que aquella en la que habían viajado la otra vez Jessica, Nicky y Angus, los pasajeros se sentaban en el fondo del bote, sobre unos tablones que iban de proa a popa, por encima de la quilla. Los dos remeros se habían colocado a los dos costados y bogaban con fuerza para ganar el centro del río Huallaga. Cuando empezaban a perder de vista Nueva Esperanza, la poderosa corriente empezó a arrastrarles río abajo.

Cuando soltaron amarras, Partridge había mirado el reloj: las 2.35. A las 2.50 ya navegaban a buena marcha en dirección al noroeste, y le dijo a Ken O'Hara que pusiera en marcha los motores.

O'Hara abrió el paso de combustible del costado de babor, ajustó el estrangulador, bombeó la gasolina con la pera de goma y tiró con fuerza de la cuerda de arranque. El motor se puso en marcha en seguida. O'Hara lo dejó acelerado en punto muerto y después repitió el procedimiento con el otro motor. Cuando dio avante a fondo, la barca brincó hacia delante.

El cielo seguía despejado. La luz de la luna, reflejada en el agua, hacía la navegación relativamente fácil por el sinuoso curso del río.

– ¿Ya has decidido a qué pista de aterrizaje vamos a ir? -preguntó Fernández.

Partridge empezó a calcularlo sobre el mapa a gran escala de Fernández, que casi se conocía de memoria.

En primer lugar, su huida por el río eliminaba la opción de la pista que habían usado para llegar hasta allí. Les quedaba la pista de los traficantes de drogas, a la que podían llegar en una hora y media; o la de Sión, más alejada, que les exigiría una travesía de tres horas por el río, más una caminata de seis kilómetros por la selva; ardua tarea, como sabían muy bien.

Llegar a Sión a las ocho de la mañana, que era la hora convenida con el piloto del Cheyenne II de AeroLibertad, era demasiado justo. Por otro lado, acudir a la pista más cercana significaba tener que esperar varias horas y, si les perseguían hasta allá, cabía la posibilidad de que acabaran a tiros, lo cual, con su inferioridad numérica y de armas, podía resultar en una carnicería.

Por lo tanto, le pareció más sensato alejarse lo más que pudieran de Nueva Esperanza.

– Iremos a Sión -les dijo Partridge-. Cuando dejemos el río tendremos que caminar a buen paso por la jungla, así que aprovechad ahora para descansar.


A medida que pasaba el tiempo, Jessica se fue serenando; sus temblores cesaron y desapareció el mareo. Sin embargo, dudaba que llegara algún día a recobrar totalmente la paz de espíritu después de lo que había hecho. Desde luego, el recuerdo del susurro desesperado y suplicante de Socorro la atormentaría durante mucho tiempo.

Pero Nicky estaba a salvo -al menos de momento- y eso era lo más importante.

Había estado observando al niño, consciente de que, desde que dejaron su prisión en la choza, no se había despegado un momento de Harry Partridge. Como si Harry fuera un imán al que Nicky se viera atraído. En ese momento, Nicky se había instalado junto a él en la barca, buscando claramente algún tipo de contacto físico, acurrucándose a su lado, pero ello no parecía molestar a Harry. De hecho, Harry había vuelto a pasarle un brazo por los hombros, y parecían muy unidos los dos.

A Jessica le encantó. Pensó que, inevitablemente, su hijo consideraba a Harry, con su repentina aparición, el extremo opuesto de la banda asesina que había organizado todos los horrores que acababan de vivir: Miguel, Baudelio, Gustavo, Ramón y todos los demás, con y sin nombre… sí, y también Vicente y Socorro.

Pero había otra cosa más: Nicky siempre había tenido un instinto especial para la gente. Jessica había amado a Harry… y todavía le quería, sobre todo en ese momento, con una mezcla de afecto y gratitud. Por tanto, no le extrañó en absoluto que su hijo compartiera instintivamente sus sentimientos.

Le pareció que Nicky se había dormido. Soltándose con cuidado, Partridge se abrió paso en la barca hasta sentarse junto a Jessica. Fernández, al advertir su movimiento, se colocó al otro lado, para equilibrar la embarcación.

Partridge también había estado pensando en el pasado, en lo que habían significado en su día el uno para el otro, Jessica y él. Y aun en esas pocas horas, vio que ella no había cambiado sustancialmente. Poseía todavía todas las cosas que más había admirado en ella -su inteligencia, su ánimo, su capacidad de recursos-. Partridge comprendió que, si permanecía cierto tiempo al lado de Jessica, su antiguo amor reviviría. Era un pensamiento provocador… aunque no ocurriría.

– ¿Llegaste a perder la esperanza, en aquella choza? -le preguntó.

– Algunas veces, casi, pero nunca la perdí del todo -repuso Jessica. Luego sonrió-. Claro que, si llego a saber que estabas tú a cargo del rescate, habría sido muy distinto.

– Formamos un equipo -le dijo él-. Crawf también participó. Para él ha sido un infierno… claro que no se puede comparar con el tuyo. Cuando hayas vuelto, os vais a necesitar los dos.

Creyó que ella intuiría lo que le quería decir entre líneas: que, aunque había vuelto a pasar brevemente por su vida, no tardaría en desaparecer.

– Ésa es una idea muy agradable, Harry. Y tú, ¿qué harás?

Él se encogió de hombros:

– Seguir trabajando. Habrá alguna guerra en alguna parte. Siempre la hay.

– ¿Y entre guerra y guerra?

Algunas preguntas no tenían respuesta. Partridge cambió de tema.

– Tu hijo es estupendo. Es justo el niño que me habría gustado tener.

Podía haber sido así -pensó Jessica-. Tuyo y mío, durante todos estos años…

Sin pretenderlo, Harry se puso a pensar en Gemma y el hijo que no llegó a nacer. Oyó suspirar a Jessica:

– ¡Oh, Harry…!

Se callaron. Los motores de la barca rugían y el agua chapoteaba contra sus costados. Entonces Jessica buscó su mano y se la estrechó tiernamente.

– Gracias, Harry -le dijo-. Gracias por todo… por el pasado, por el presente… mi amor.

17

Miguel rompió el silencio disparando tres tiros al aire.

Sabía que era la forma más rápida de dar la alarma.

Hacía menos de un minuto había descubierto los cadáveres de Socorro y Vicente y la huida de los prisioneros.

Eran las 3.15 y, aunque Miguel lo ignoraba, hacía justo cuarenta y cinco minutos que la embarcación que llevaba a Partridge, Jessica, Nicky, Minh, O'Hara y Fernández había zarpado del embarcadero de Nueva Esperanza.

La cólera de Miguel fue instantánea, salvaje y explosiva. Agarró la silla de los guardianes de la choza y la arrojó contra la pared, destrozándola. Y tenía ganas de descuartizar al responsable de la escapatoria de los rehenes.

Pero, por desgracia, dos de ellos ya estaban muertos. Y Miguel era perfectamente consciente de que él también tenía su buena parte de culpa.

Sin ningún género de dudas, había dejado que se fuera relajando la disciplina. Ahora era ya demasiado tarde, lo comprendía muy bien. Desde que había llegado a la aldea, había aflojado las riendas en lugar de tensarlas. Por la noche, había dejado en manos ajenas las precauciones que debía haber supervisado personalmente.

Fue por una debilidad suya: su obsesión por Socorro.

La deseaba en la casa de Hackensack, tanto antes del secuestro como después. Recordaba, aun en ese momento, su desafiante atractivo sexual del día de su partida, cuando se había referido con una sonrisa burlona a las sondas que habían insertado a los prisioneros para el viaje: «Son unos tubos metidos por la polla de los hombres y el coño de la tía. ¿Entiendes?».

Sí, lo había entendido. También había entendido que ella le estaba provocando, lo mismo que había provocado a los otros en Hackensack; por ejemplo, la noche de su ruidosa fornicación con Carlos, poniendo a Rafael, a quien había rechazado, enfermo de celos.

Pero entonces Miguel tenía otras cosas en que pensar, responsabilidades que le mantenían ocupado y había reprimido severamente sus deseos de ella.

Pero había sido distinto en Nueva Esperanza.

Miguel odiaba la jungla; recordó sus impresiones del día en que llegaron. Además, había poco que hacer. Por ejemplo, nunca había llegado a considerar en serio la posibilidad de que intentaran rescatar a los rehenes. Nueva Esperanza estaba en pleno territorio de Sendero Luminoso, y le pareció un lugar remoto y seguro… hasta que Socorro, atendiendo a sus ruegos, le había abierto la puerta de su paraíso sexual.

Desde entonces se acostaban juntos todas las noches y algunos días, y ella había resultado la amante más experta y más gratificante que había tenido nunca. Al final, él se había convertido voluntariamente en vasallo suyo, y como un adicto en espera de la dosis siguiente había desatendido todo lo demás.

Y ahora lo estaba pagando caro.

Esa noche, tras una orgía excepcionalmente satisfactoria, se había quedado profundamente dormido. Después, hacía unos veinte minutos, se había despertado con una erección y había descubierto, con desaliento, que Socorro no estaba en la cama. Había esperado un rato a que regresara. Y como no volvía, había salido a buscarla, llevándose la pistola Makarov que siempre le acompañaba.

Su descubrimiento le devolvió a la realidad de un golpe salvaje y cruel. Miguel pensó con amargura que pagaría por ello, seguramente con la vida, cuando Sendero Luminoso se enterara, sobre todo si no recuperaba a sus prisioneros. Por tanto, la prioridad más acuciante era capturarlos de nuevo, al precio que fuera.

Alertados por sus disparos, los hombres, encabezados por Gustavo, salieron de las casas y corrieron hacia allá.

Maldita escoria -les escupió-, ¡imbéciles… inútiles! Por vuestra estupidez… ¡Nunca vigiláis! ¡Sólo queréis dormir y emborracharos!… Los presos de mierda se han escapado!*

Luego la emprendió con Gustavo:

– ¡Eres un jodido subnormal! Un perro sarnoso lo haría mejor que tú. ¡Menudo jefe! Han venido unos forasteros mientras dormíais y ni os habéis enterado… Averiguad por dónde han venido y cómo han escapado. ¡Tienen que haber dejado rastro!

Gustavo regresó poco después, anunciando:

– Se han ido por el río. Han desamarrado algunas barcas y otras están hundidas.

Rabioso, Miguel se dirigió al muelle. Lo que encontró allí -un marasmo de amarras cortadas, barcas hundidas, motores desaparecidos- era suficiente para hacerle enloquecer. Pero sabía que si no se dominaba y recobraba el control, sería imposible salvar nada de la quema. Con un esfuerzo de voluntad, intentó reflexionar objetivamente.

Ordenó a Gustavo:

– Quiero las dos mejores barcas que hayan quedado, con dos motores cada una. ¡Ahora mismo! ¡Pon en marcha a todo el mundo! ¡Deprisa! Después, reúnelos a todos en el embarcadero, con armas y municiones, dispuestos para la persecución.

Sopesando todas las posibilidades, decidió que quien hubiera organizado el rescate debía de haber llegado en avión; era el medio de transporte más rápido y más práctico. Por lo tanto, pretendería huir por el mismo sistema, aunque Miguel no creía que lo hubieran hecho ya.

Ramón acababa de informar que Vicente le había relevado poco después de la una de la madrugada, y que a esa hora todo estaba en orden y los prisioneros en sus celdas. Así que, suponiendo que hubieran escapado justo después, la ventaja que les llevaban no pasaba de dos horas. Miguel intuyó -basándose en que los cuerpos de Socorro y Vicente aún estaban calientes- que era bastante menor.

Siguió razonando: desde Nueva Esperanza, un trayecto por el río con destino a una pista de aterrizaje sólo dejaba dos opciones. La pista de aterrizaje más próxima no tenía nombre; era la que utilizaban los traficantes de drogas. La otra era la de Sión: se hallaba aproximadamente al doble de distancia y era donde había aterrizado su Learjet, hacía tres semanas, con ellos y sus rehenes a bordo.

Las dos pistas tenían sus ventajas y Miguel determinó mandar una embarcación llena de hombres a cada una de ellas. Y él embarcó en la que se dirigiría a Sión.

Mientras estuvo haciendo planes, el muelle bullía de actividad. Habían sacado a flote dos de las barcas parcialmente hundidas, que estaban vaciando de agua en la orilla. Los habitantes de la aldea ayudaban a los hombres de Sendero Luminoso. Todos sabían perfectamente que si la organización se enfurecía con Nueva Esperanza, arrasaría toda la población sin contemplaciones. No era la primera vez que pasaba.

Pese a las prisas, los preparativos tardaron más de lo que Miguel habría deseado. Pero minutos antes de las cuatro, las dos barcas estaban en camino, en dirección al noroeste a favor de la corriente, a todo gas. La embarcación de Miguel, con rumbo a Sión, era más veloz y se adelantó a la otra en pocos minutos. Gustavo llevaba el timón.

Miguel, acariciando un subfusil ametrallador Beretta que complementaba la pistola Makarov, sintió que volvía a embargarle la cólera. Todavía no tenía idea de quién había liberado a sus prisioneros. Pero cuando los cogiera -vivos, pretendía- les haría padecer lentas y terribles torturas.

18

Cuando el Cheyenne II de AeroLibertad despegó del aeropuerto de Lima con los primeros fulgores del alba, Crawford Sloane recordó unas palabras de su juventud: If l take the wings of the morning, and dwell in the uttermost parts of the sea…

La víspera, domingo, habían volado entre las alas de la mañana, pero no sobre el mar, sino tierra adentro, sobre la selva, aunque sin resultado. Y volvían a intentarlo.

Rita estaba sentada a su lado, en la segunda fila de asientos de la avioneta. En el puesto de mando iban el piloto Oswaldo Zileri y un joven copiloto, Felipe Guerra.

El día anterior habían sobrevolado durante tres horas los tres puntos prefijados. Aunque Sloane fue informado de la localización de cada uno de ellos, tuvo dificultades para distinguirlos a causa del aspecto impenetrable de la selva que se extendía a sus pies.

– Se parece a la de Vietnam -comentó a Rita-, aunque ésta es más cerrada.

Mientras sobrevolaban en círculos la zona, los cuatro escrutaron en busca de alguna señal o algún signo de movimiento. Pero no advirtieron actividad de ninguna clase.

Sloane deseaba desesperadamente que ese día fuera distinto.

Cuando el amanecer estaba cediendo paso al día, el Cheyenne II sobrevolaba las cumbres de la cordillera central de los Andes. Después, cuando llegó a la otra vertiente, inició un suave descenso hacia la selva y el valle del río Huallaga.

19

Partridge comprendió que había calculado mal. Se estaban retrasando mucho. Cuando había elegido la pista de aterrizaje de Sión no había previsto que podían tener problemas con la embarcación. Les sucedió a las dos horas de zarpar de Nueva Esperanza, cuando todavía les quedaba una hora de navegación por el río para alcanzar el punto en que deberían emprender el trayecto a pie.

Los dos motores fueraborda habían funcionado bien hasta el momento, pero entonces se disparó una estridente alarma del motor de babor. Ken O'Hara se precipitó hacia ella, desembragó y detuvo el motor. Simultáneamente enmudeció el pitido. El motor de estribor siguió funcionando, pero la barca avanzaba mucho más despacio.

Partridge se dirigió a popa y preguntó a O'Hara:

– ¿Crees que tiene arreglo?

– Me temo que no.

O'Hara había levantado la tapa del motor y estaba examinando su interior.

– Se ha recalentado el motor, por eso sonaba la alarma. El filtro del agua de la refrigeración está limpio, así que debe de ser de la bomba. Aunque tuviera las herramientas necesarias para desmontarla, probablemente me harían falta piezas de repuesto, y como no disponemos de ninguna de las dos cosas…

– Por lo tanto, no podemos arreglarlo, ¿verdad?

– Lo lamento, Harry -dijo O'Hara negando con la cabeza.

– ¿Y si lo hacemos funcionar igual?

– Andará un rato, se recalentará y luego se le fundirán los pistones con el cilindro. Después lo podemos tirar a la basura.

– Bien, ponlo en marcha -dijo Partridge-. Si no se puede hacer nada mejor, por lo menos que colabore un poquito más.

– Tú mandas -contestó O'Hara, aunque detestaba cargarse un motor que, en otras circunstancias, tenía fácil arreglo.

Tal y como había previsto, el motor funcionó unos minutos más, con la alarma pitando y un fuerte olor a quemado. Luego se paró y ya no volvió a arrancar. La barca aminoró de velocidad y Partridge consultó ansiosamente su reloj.

Comprobó que su velocidad se había reducido a la mitad. En vez de una hora, por tanto, tardarían dos en cubrir el recorrido previsto por el río.

En realidad, tardaron dos horas y cuarto; a las 6.50 divisaron su punto de desembarco. Partridge y Fernández lo habían identificado en el mapa, y además se lo confirmaron los desperdicios humanos -latas de refresco y otros residuos- que alfombraban la orilla. Les quedaba apenas una hora para recorrer los seis kilómetros de espesa selva que les separaban de la pista de Sión. Era mucho menos tiempo del que habían previsto. ¿Lo conseguirían?

– Hemos de hacerlo -dijo Partridge, explicando el problema a Jessica y Nicky-. Será agotador, pero no tendremos tiempo para descansar y, si hace falta, nos apoyaremos unos en otros. Fernández abrirá la marcha, y yo la cerraré.

Minutos más tarde vararon la barca en la arena y ganaron la orilla. Frente a ellos se abría un claro en la densa vegetación.

Si hubieran tenido tiempo, Partridge habría intentado ocultar la embarcación o empujarla hasta el centro del río para que se la llevara la corriente. Pero no tuvieron más remedio que dejarla allí mismo.

Después, cuando iban a penetrar en la jungla, Fernández les detuvo, indicándoles que guardaran silencio. Volviendo la cabeza hacia un lado, estuvo escuchando en el aire plácido de la mañana. Él estaba más familiarizado con la selva, y su oído más acostumbrado a sus ruidos.

– ¿No lo oyes? -preguntó a Partridge.

Partridge creyó distinguir un zumbido distante río arriba, aunque no estaba seguro.

– ¿Qué es? -preguntó.

– Otra barca -respondió Fernández-. Está bastante lejos, pero se acerca deprisa.

Sin más dilaciones penetraron en la selva.


El sendero no era tan malo como el que habían utilizado desde su punto de aterrizaje hasta Nueva Esperanza tres días atrás. Era evidente que ese camino estaba más transitado, porque la vegetación se mantenía despejada y no tuvieron que abrirse paso a machetazos.

De todas formas, el terreno era traicionero. El suelo era irregular, había raíces protuberantes y zonas húmedas donde se hundían los pies en el barro o en charcos.

– Tened sumo cuidado en dónde ponéis los pies -les avisó Fernández desde la rápida vanguardia que marcaba.

Partridge le hizo eco, procurando ser gracioso y mantener animado al grupo.

– No nos apetece llevar a nadie en brazos. Yo ya estoy sudando.

Todos sudaban. Como a la ida, el calor era bochornoso y aplastante, y todavía aumentaba más a medida que avanzaba el día. Los insectos también se mostraban activos.

La cuestión que más inquietaba a Partridge era: ¿Cuánto tiempo más aguantarían Jessica y Nicky aquella presión extenuante? Al cabo de un rato, decidió que Jessica resistiría: tenía determinación y también, por lo visto, energía. En cambio Nicky daba muestras de decaimiento.

Al principio, el niño se había quedado con él, buscando su compañía. Pero Partridge insistió en que él y Jessica fueran delante, justo detrás de Fernández.

– Luego estaremos juntos, Nicky -le dijo-. Ahora debes ayudar a tu madre.

De mala gana, Nicky le había obedecido.

Si la embarcación que habían oído transportaba a sus perseguidores, Partridge sabía que el ataque les llegaría por la espalda. En tal caso, él haría lo posible por repeler la agresión mientras los demás se adelantaban. Ya había comprobado el fusil Kalashnikov que llevaba al hombro y tenía los dos cargadores a mano.

Volvió a consultar su reloj: las 7.35. Llevaban casi cuarenta minutos por el sendero. Recordando su cita a las ocho con el piloto de AeroLibertad, esperó haber recorrido las tres cuartas partes del camino.

Poco después se vieron obligados a detenerse.

Considerándolo retrospectivamente, parecía una ironía que Fernández, que tanto les había precavido de que anduvieran con cuidado, diera un traspiés y se cayera, con un tobillo aprisionado en un amasijo de raíces. Mientras Partridge se precipitaba a asistirle, Minh ya le estaba sujetando y O'Hara intentaba liberarle el pie. Fernández hacía muecas de dolor.

– Creo que me he hecho daño -les dijo-. Lo siento. Os he fallado.

Cuando lograron desasirle el pie, Fernández no podía caminar. Estaba claro que se había roto el tobillo o algo parecido.

– No es cierto, no nos has fallado -protestó Partridge-. Nos has guiado y has sido un compañero estupendo, y te vamos a llevar a cuestas. Necesitamos fabricar una camilla.

Fernández meneó la cabeza:

– Aunque pudierais, no hay tiempo. No te lo he dicho, Harry, pero he oído ruido. Nos están siguiendo de cerca. Debéis iros y dejarme aquí.

Jessica se les había acercado y exclamó:

– No podemos dejarle aquí.

– Hay que cogerle a hombros. Yo le llevaré.

– ¿Con este calor? -Fernández se impacientó-. No aguantarías ni cien metros y encima os retrasaría.

Antes de sumarse a las protestas, Partridge comprendió que sería un esfuerzo en vano. Fernández estaba en lo cierto: no tenían más remedio que abandonarle allí.

– Si conseguimos ayuda en la pista de aterrizaje volveremos a recogerte.

– No perdáis más tiempo, Harry. Tengo que decirte unas cosas…

Fernández estaba sentado junto al sendero, con la espalda apoyada en un tronco. La vegetación era demasiado espesa para apartarse más. Partridge se arrodilló a su lado, con Jessica.

– Tengo mujer y cuatro hijos -dijo Fernández-. Me gustaría que alguien se ocupara de ellos.

– Trabajas para la CBA -le dijo Partridge-. No te preocupes. Te doy mi palabra de honor, es una promesa solemne. La educación de los niños y todo…

Fernández asintió y luego señaló el fusil M-16 que llevaba.

– Lleváoslo. Os hará más falta a vosotros… Pero no quiero que me cojan vivo. ¿Quién me da una pistola…?

Partridge le entregó su Browning de nueve milímetros después de quitarle el silenciador.

– ¡Oh, Fernández! -dijo Jessica con voz insegura y lágrimas en los ojos-. Nicky y yo le debemos tanto…

Se inclinó y le dio un beso en la frente.

– Venga, venga -les apremió él-. No perdáis más tiempo, se está agotando nuestra pequeña ventaja.

Cuando Jessica se puso en pie, Partridge se agachó, abrazó a Fernández y le dio un beso en cada mejilla. A su espalda, Minh y O'Hara esperaban para despedirse.

Partridge se levantó y echó a andar, sin mirar atrás.


En cuanto Miguel reconoció la barca varada a la entrada del camino, se alegró de haber tomado la decisión de ir a la pista de Sión.

Todavía se alegró más cuando Ramón, tras saltar de su embarcación y acercarse a la otra, le anunció.

Un motor está caliente, el otro frío… fundido*

Si uno de los dos estaba caliente, era que sus ocupantes no llevaban en la selva demasiado tiempo. El motor frío, quemado, significaba que no habían podido adelantárseles mucho.

El grupo de Sendero Luminoso que acompañaba a Miguel constaba de siete hombres armados.

– La escoria burguesa no puede estar muy lejos -les dijo-. Les alcanzaremos y les castigaremos. ¡A por ellos!

Corearon un «viva» y penetraron rápidamente en la selva.


– Es un poco pronto -dijo Rita al piloto del Cheyenne II, Oswaldo Zileri, mientras se aproximaban a la pista de Sión, el primer punto de su itinerario aéreo.

Acababa de consultar su reloj y eran las 7.55.

– Describiremos un círculo y estaremos al acecho -contestó éste-. De todos modos, es el sitio menos probable en mi opinión.

Como el día anterior, los cuatro -Rita, Crawford Sloane, Zileri y el copiloto, Felipe- escrutaron atentamente el verde manto que se extendía a sus pies. Buscaban algún signo de movimiento, particularmente alrededor de la pista, flanqueada de árboles, que apenas se distinguía excepto desde la misma vertical. Y de nuevo, como el día anterior, no descubrieron ningún tipo de actividad.

En el camino por la jungla, Nicky tenía cada vez mayor dificultad para seguir el ritmo de la marcha. Jessica y Minh le ayudaban, sujetándole cada uno por un brazo, arrastrándole y llevándole casi en volandas por los puntos más conflictivos. Al final tendrían que cogerle a cuestas, pero, de momento, los otros ahorraban las fuerzas que les quedaban.

Hacía diez minutos que habían abandonado a Fernández. Ken O'Hara abría la marcha. Partridge había regresado a su posición de cola, desde donde iba mirando atrás. Hasta el momento no había descubierto el menor signo de movimiento.

Sobre sus cabezas, parecía que los árboles clareaban, dejando pasar más luz entre el follaje. El sendero también se había ensanchado. Era una señal, pensó Partridge, de que se estaban acercando a su destino. En un momento dado, creyó oír el zumbido de un avión a lo lejos, pero no estaba seguro. Volvió a consultar la hora en su reloj: casi las 7.55.

En ese momento, oyó a su espalda una breve detonación: el ruido inconfundible de un disparo. Partridge dedujo que se trataba de Fernández. Al disparar la pistola, a la que Partridge había quitado deliberadamente el silenciador, el servicial colaborador les estaba haciendo un último favor: advertirles de la proximidad de sus perseguidores. Como para confirmárselo, se oyeron varias detonaciones más.

Tal vez los terroristas, al descubrir a Fernández -presumiblemente muerto-, habían pensado que los demás estaban en las inmediaciones y habían disparado al azar. Luego, por el motivo que fuera, el tiroteo cesó.

El propio Partridge estaba exhausto. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, pasadas casi en vela, se había esforzado al límite. En ese momento tenía dificultades para concentrar la atención.

En una de esas ocasiones de ensimismamiento, decidió que lo que más le apetecía era un descanso. Cuando terminara aquella aventura, reanudaría las vacaciones que tenía pendientes y sencillamente desaparecería de la circulación… Y podía llevarse a Vivien, el único amor con el que podía contar… Jessica y Gemma formaban parte del pasado; Vivien podía ser su futuro. Tal vez la había tratado injustamente hasta entonces; podía reconsiderar la idea del matrimonio, al fin y al cabo… Todavía no era demasiado tarde… Sabía que a Vivien la haría feliz…

Hizo un esfuerzo por regresar al presente.

De repente desembocaron en un claro. ¡Allí estaba la pista de aterrizaje! Sobre sus cabezas volaba una avioneta: ¡era el Cheyenne! Ken O'Hara -imprescindible hasta el último momento- estaba cargando un cartucho de fogueo en la pistola de señales que había transportado todo el camino. El verde significaba: Puede aterrizar tranquilamente: no hay problemas.

Y no menos súbitamente, oyeron a sus espaldas dos tiros, esa vez mucho más cerca.

– ¡Dispara la bengala roja, no la verde! -gritó Partridge-. ¡Rápido!

La roja significaba: Aterrice rápido. Peligro.


Pasaban unos minutos de las ocho. En el Cheyenne II, Zileri se volvió hacia Rita y Sloane:

– Aquí no se ve nada… Probaremos en los otros dos sitios.

E inició un giro. En ese instante Crawford Sloane exclamó:

– ¡Espera! Creo que he visto algo…

Zileri abortó la maniobra y dio media vuelta.

– ¿Dónde? -preguntó.

– Ahí abajo… -Sloane señaló vagamente-. No estoy seguro del lugar exacto. Ha sido un segundo… Pensé… Su voz fue perdiendo convicción.

Zileri inició otro círculo. Volvieron a escudriñar el suelo. Cuando completaron la circunferencia, el piloto les dijo:

– No veo nada. Creo que debemos irnos. En ese momento surgió de tierra una bengala roja.


O'Hara lanzó otra bengala roja.

– Creo que bastará. Ya nos han visto -dijo Partridge.

La avioneta regresaba hacia ellos. Le habría gustado saber en qué dirección pensaba tomar tierra. Entonces buscaría una posición para repeler a sus perseguidores y entretenerlos mientras los otros embarcaban.

No tardó en obtener la respuesta. El Cheyenne II estaba descendiendo abruptamente, perdiendo altura deprisa, y pasaría sobre sus cabezas. Luego aterrizaría dándoles la cola, en la misma dirección en que ellos habían llegado por la selva, alejándose del sendero por el que habían oído los disparos.

Mirando atrás, Partridge seguía sin ver nada, a pesar de los tiros. Sólo se le ocurría una razón para esos disparos: alguien estaba disparando a ciegas mientras avanzaba, por si tenía suerte.

– Corre, llévate a Jessica y Nicky hasta el otro extremo de la pista -apremió a O'Hara- y espera allí con ellos. Cuando la avioneta llegue al final, dará la vuelta. ¿Me has oído, Minh?

– Sí -contestó éste con un ojo pegado a la cámara, rodando imperturbable, como había hecho en varias ocasiones durante la expedición.

Partridge decidió no preocuparse más por Minh. Ya se las arreglaría solo.

– ¿Y tú, Harry? -le preguntó Jessica, angustiada.

– Yo me quedaré a cubriros desde la salida del sendero. En cuanto estéis a bordo me reuniré con vosotros. ¡Venga!

O'Hara cogió a Jessica por el brazo, que agarraba a Nicky por la mano sana, y les metió prisa.

Mientras ellos se alejaban, al volver la vista hacia la selva, Partridge vio varias siluetas armadas avanzando hacia la pista de aterrizaje.

Partridge se agazapó tras un pequeño montículo cercano. Tumbado de bruces, se encaró el Kalashnikov, apuntando a los hombres que se acercaban. Apretó el gatillo y vio derrumbarse a uno de ellos entre los impactos, mientras los otros corrían a ponerse a cubierto. En ese instante, oyó pasar el Cheyenne II por encima de su cabeza. Aunque no se volvió a mirar, sabía que estaría aterrizando.


– ¡Están ahí! -gritó Crawford Sloane, casi histérico de emoción-. ¡Los he visto! ¡Son Jessica y Nicky!

La avioneta acababa de tomar tierra y rodaba a toda velocidad por la accidentada pista de tierra.

Zileri frenaba a tope mientras se acercaban al otro extremo. Cuando se iba a quedar sin pista, Zileri bloqueó uno de los dos motores, dando un giro de ciento ochenta grados. Luego aceleró de nuevo con los dos y desanduvo la pista en sentido contrario.

La avioneta se paró donde Jessica, Nicky y O'Hara estaban esperando. El copiloto, Felipe, ya había abandonado su asiento y estaba a popa. Abrió una escotilla en el fuselaje y bajó la escalerilla.

Primero Nicky y luego Jessica y O'Hara treparon a bordo, casi izados por las manos que les tendían desde el interior, incluidas las de Sloane. Minh apareció y embarcó tras ellos.

Mientras Sloane, Jessica y Nicky se abrazaban emocionados, O'Hara gritó sin aliento.

– ¡Harry está allá abajo! Hemos de recogerle. Está entreteniendo a los terroristas.

– Ya le veo -dijo Zileri-. ¡Agarraos!

Dio gas y la avioneta salió brincando hacia adelante.

Cuando llegó a la cabecera de la pista, el piloto revolvió el aparato como la otra vez. Estaba situado en posición de despegue, con la escotilla abierta. Se oía el tiroteo del exterior.

– Su amigo tendrá que darse prisa -apremió Zileri-. Hay que salir de aquí ya.

– Ya viene -dijo Minh-. Nos ha visto y viene para acá.


Partridge había visto y oído la avioneta. Echando un vistazo por encima del hombro, advirtió que no podía acercarse más. La tenía a unos cien metros. Sería una buena carrera. Pero primero tenía que lanzar una buena andanada hacia la selva para detener el avance de los hombres de Sendero Luminoso. Durante los últimos minutos había visto aparecer más sombras, había disparado y había abatido a otro. Los demás se mantenían al abrigo de los árboles. Una nueva ráfaga les detendría allí el tiempo suficiente para que él llegara a la avioneta.

Acababa de ponerle otro cargador al Kalashnikov. Apretó el gatillo y mandó una mortífera rociada de balas a ambos lados del sendero. Desde que había empezado el tiroteo, había notado el espolonazo de su amor visceral a la batalla… aquella sensación sensual que le producía descargas de adrenalina y hacía correr la sangre por sus venas… una adicción ilógica e insensata por el espectáculo y la música de la guerra.

Cuando hubo vaciado el cargador, tiró el fusil ametrallador, se levantó y salió corriendo, ligeramente agachado. La avioneta estaba allí mismo, ¡sabía que lo conseguiría!

Cuando Partridge había recorrido las dos terceras partes del camino, recibió un balazo en la pierna y cayó. Pasó todo tan deprisa que tardó varios segundos en comprender lo sucedido.

La bala le había alcanzado en la parte superior de la rodilla, partiéndole la articulación. No podía andar. Un dolor terrible, mayor de lo que nunca habría imaginado, le invadió. En ese momento comprendió que no llegaría nunca a la avioneta. También sabía que no les quedaba tiempo. Debían despegar. Y él tenía que hacer lo mismo que Fernández, hacía apenas media hora.

Reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, se incorporó y gesticuló con las manos indicando que se fueran sin él. Lo más importante era que entendieran claramente sus intenciones.

Minh estaba en la escotilla del aparato, filmando. Estaba enfocando a Partridge -en primer plano, con el zoom- y había captado el momento en que le alcanzó la bala. El copiloto, Felipe, estaba junto a él.

– ¡Le han dado! -gritó Felipe-. Está herido… Nos hace señas para que despeguemos.

En el interior de la avioneta, Sloane se abalanzó a la escotilla.

– ¡Tenemos que traerle! -exclamó.

– ¡Ay, sí, sí…! -gritó Jessica.

– Por favor, no podemos dejar a Harry -les coreó Nicky.

Minh, más acostumbrado a la guerra, dijo:

– No podemos recogerle. No nos daría tiempo.

Minh había observado a través del objetivo el avance de los hombres de Sendero Luminoso. Algunos habían llegado ya al perímetro de la pista de aterrizaje y se acercaban corriendo y disparando. Varias balas rebotaron en el fuselaje.

– Nos vamos -dijo Zileri.

Ya había bajado los alerones para el despegue y dio gas a fondo. Minh y su cámara cayeron hacia dentro. Felipe cerró la escotilla y afianzó la escalerilla.

Mientras aumentaba la aceleración, Zileri se acomodó en su asiento. El Cheyenne II hendió el aire y se levantó del suelo.

Jessica y Nicky se abrazaron, llorando. Sloane, con los ojos medio cerrados, movía lentamente la cabeza, como si no creyera lo que acababa de ver.

Minh acercó su cámara a la ventanilla, tomando las últimas imágenes de tierra.


Desde allí, Partridge contempló el ascenso de la avioneta. Y, con una punzada de dolor, vio otra cosa: desde la escotilla, agitando una mano, una azafata de Alitalia, sonriente.

Partridge no logró contener más las lágrimas, tanto tiempo reprimidas. Luego le alcanzaron más balas y murió.

20

Contemplando el cadáver de Harry Partridge, Miguel se juró que nunca permitiría que volviera a suceder un fiasco como aquél.

En la primera parte de la empresa del secuestro, que era compleja y delicada, había logrado un éxito fabuloso. En esa segunda parte, que debía ser fácil y sin complicaciones, había fracasado estrepitosamente.

La lección estaba muy clara: Nada era fácil y sin complicaciones. Debía haberla aprendido hacía mucho tiempo. Pero no se le volvería a olvidar. ¿Cuál sería su siguiente paso?

Primero, debía salir de Perú. Su vida no valdría un pimiento si se quedaba; Sendero Luminoso se encargaría de ello.

Ni siquiera podía regresar a Nueva Esperanza.

Por suerte, no le hacía falta. Antes de salir de allí, en previsión de cualquier eventualidad, había recogido todo el dinero -incluyendo la mayor parte de los cincuenta mil dólares que le había entregado José Antonio Salaverry durante su última visita a las Naciones Unidas- y lo llevaba encima en una faltriquera. En ese momento podía sentir su presencia. Incómoda, pero tranquilizadora.

Había dinero de sobra para salir de Perú y regresar a Colombia.

Pretendía escabullirse por la jungla. A veinticinco kilómetros había otra pista de aterrizaje que usaban con frecuencia los pilotos colombianos del tráfico de estupefacientes. Sabía que podría comprar un pasaje a Colombia y que, una vez allí, estaría a salvo.

Si cualquiera de los hombres de Nueva Esperanza intentaba detenerle, le mataría. Pero Miguel dudaba que ninguno se atreviera. De los siete que le habían acompañado, sólo quedaban cuatro vivos. El gringo* que yacía a sus pies -cuya identidad desconocía, pero que era un buen tirador- había matado a Ramón y otros dos.

Aun en Colombia, su reputación sufriría a causa de la debacle de Nueva Esperanza, pero no por mucho tiempo. Y, a diferencia de Sendero Luminoso, los cárteles colombianos de la droga no eran fanáticos. Eran despiadados, pero al mismo tiempo pragmáticos y eficaces. Miguel poseía un talento valiosísimo como anarquista terrorista. Los cárteles le necesitarían.

Miguel se había enterado recientemente de que existía un programa a largo plazo para convertir a una serie de países medianos y pequeños en hermanos menores de Colombia dominados por cárteles de la droga. Estaba seguro de que el proyecto ofrecería oportunidades para sus habilidades especiales.

En calidad de democracia en funciones, Colombia estaba acabada. De cara a la galería, se guardaban un poco las formas, pero hasta eso estaba desapareciendo; los asesinatos ordenados por los poderosos millonarios que controlaban los cárteles estaban eliminando a la minoría cada vez más restringida que creía en los antiguos métodos legales.

Para la transformación de los demás países en réplicas de Colombia era necesaria la corrupción de las altas instancias de los gobiernos, para que los cárteles de las drogas pudieran introducirse y operar. Después, silenciosa e insidiosamente, los cárteles se harían más poderosos que los propios gobiernos. Y luego ya no habría posibilidad de vuelta atrás, como en Colombia.

Había cuatro países en cartera para ser «colombianizados»: Bolivia, El Salvador, Guatemala y Jamaica. Más tarde se añadirían otros a la lista.

Con su experiencia única y su habilidad para sobrevivir, Miguel sabía que no le faltaría trabajo en el futuro durante mucho tiempo.

21

A bordo del Cheyenne II transcurrieron varios minutos sin que ninguno fuera capaz de pronunciar palabra. Crawford Sloane abrazaba a Jessica y a Nicky; los tres parecían como idos. Finalmente, Sloane levantó la cabeza y preguntó a Minh Van Canh:

– ¿Has visto alguna otra cosa… de Harry?

Minh asintió tristemente:

– Sí, le estaba enfocando. Recibió más impactos, varios más. No puede haber la menor duda.

– Era el mejor… -Sloane suspiró.

– El número uno -le corrigió Minh con una vehemencia extraordinaria en él-. El mejor de los mejores. Como corresponsal y como hombre. He conocido a muchos en todos estos años, y nunca se le ha acercado ninguno ni a la suela de los zapatos.

Sus palabras sonaban casi a desafío. Minh había conocido a Sloane y Partridge en la misma época.

Si era un desafío, Sloane no lo recogió.

– Estoy completamente de acuerdo -respondió con sencillez.

Jessica y Nicky les escuchaban, sumidos en sus pensamientos. Fue Rita, la profesional responsable, quien preguntó a Minh:

– ¿Puedo ver las cintas?

Sabía que, pese a la muerte de Harry, tendría que mandar un reportaje en cuanto llegaran a Lima, al cabo de una hora.

Y también sabía que tenían una exclusiva mundial.

Minh rebobinó y luego cedió la Betacam a Rita. Ésta repasó rápidamente sus imágenes por el visor: como de costumbre, Minh había captado lo mejor y lo esencial de los acontecimientos. La película era soberbia. Algunas de las últimas tomas -cuando Harry era alcanzado y luego caía bajo las últimas balas- eran crudas y emocionantes. Cuando le devolvió la cámara, Rita tenía los ojos húmedos, pero se los enjugó con el dorso de la mano, consciente de que no tenía tiempo para llorar a Harry. Ya lo haría más tarde, probablemente cuando se quedara sola por la noche.

– ¿Tenía Harry alguna compañera? Sé que no volvió a casarse después de lo de Gemma.

– Sí -dijo Rita-. Se llama Vivien. Es enfermera y vive en un sitio llamado Port Credit, en las afueras de Toronto.

– Hay que llamarla. Hablaré con ella yo mismo, si quieres -se ofreció Sloane.

– Sí, por favor -le pidió Rita-. Y cuando lo hagas, dile que Harry hizo testamento antes de partir y me lo dio. Se lo ha dejado todo a ella. No creo que Vivien lo sepa, pero la ha hecho rica. Al parecer, Harry tiene dinero en todos los paraísos fiscales del mundo. Con el testamento hay una lista.

Minh había estado filmando discretamente a Jessica y Nicky mientras hablaban. Rita advirtió que estaba enfocando la mano vendada del niño. Eso le recordó algo que llevaba encima y abrió su cartera, de donde sacó un teletipo que había recibido en Entel-Perú.

– Antes de emprender la expedición -les contó Rita-, Harry me pidió que enviara un telegrama a un amigo suyo, un cirujano de Oakland, California. Me explicó que era un experto mundial en la recuperación de las manos. Le hacía unas preguntas sobre el caso de Nicholas. Ésta es su respuesta.

Pasó la hoja a Sloane, que la leyó en voz alta.


RETEL. RECIBIDO TELEGRAMA. TAMBIÉN LEÍ DETALLES EN PRENSA SOBRE TU AMIGUITO. NO RECOMIENDO PRÓTESIS. SUPONIENDO LA TOLERE, NO SIRVE PARA TOCAR PIANO. EN CAMBIO DEBE APRENDER A GIRAR LA MUÑECA HACIA ABAJO PARA QUE LOS MUÑONES DEL ÍNDICE Y EL DEDO MEÑIQUE LLEGUEN A LAS TECLAS. PARADÓJICAMENTE TIENE SUERTE PORQUE ES IMPOSIBLE CON LOS DEMÁS DEDOS, SÓLO VALE CON ESOS DOS.

APRENDER A GIRAR LA MUÑECA REQUIERE PACIENCIA, PERSEVERANCIA. PERO CON ENTUSIASMO PUEDE LOGRARSE. LA EDAD AYUDA. UNA PACIENTE MÍA HA PERDIDO ESOS DEDOS Y TOCA EL PIANO. ME ENCANTARÍA PONERLES EN CONTACTO SI QUIERES.


CUÍDATE HARRY. MUCHOS ABRAZOS

JACK TUPPER


Se produjo un silencio, roto por Nicky:

– ¿Me lo enseñas, papá?

Sloane le tendió el papel.

– ¡No lo pierdas! -le advirtió Jessica-. Guárdalo como recuerdo de Harry.

La amistad instintiva entre Harry y Nicky había sido breve pero muy bonita mientras duró, pensó Jessica.

Recordó las primeras palabras de desaliento de Nicky, cuando Harry llegó a Nueva Esperanza: «Han matado a mi abuelo y me han cortado dos dedos. Ahora ya no podré volver a tocar el piano». Evidentemente, Nicky ya no podría ser concertista de piano, pero podría tocarlo y satisfacer por otros medios su afición a la música.

Mientras Nicky releía el texto del mensaje, sosteniéndolo con la mano izquierda, se le fue dibujando una sonrisa en la cara. Iba intentando unos movimientos de rotación con la muñeca derecha.

– Creo que nunca dejaremos de estar agradecidos a Harry Partridge -dijo Sloane.

– Y a Fernández -le recordó Jessica.

Ya les había contado el sacrificio del colaborador y su muerte. Entonces relató a Crawford y Rita la promesa que Harry había hecho antes de abandonar a Fernández en la senda de la jungla.

Fernández había mencionado a su mujer y sus cuatro hijos, pidiéndole que velara por que alguien se ocupara de ellos, y Harry se había comprometido: «Trabajas para la CBA, la compañía se encargará de ellos. Te doy mi palabra de honor, es una promesa solemne. La educación de los niños y todo lo demás».

– Si Harry dijo eso -afirmó Sloane-, hablaba en nombre de la CBA y es tan formal como un documento legal. Cuando volvamos me ocuparé de que se lleve a efecto.

– Hay una pega -señaló Rita-, y es que eso ocurrió cuando Harry ya estaba despedido, aunque él no lo sabía.

Minh, al oírla, se quedó pasmado: la carta de despido de Chippingham no estaba en conocimiento de casi nadie.

– Da lo mismo -dijo Sloane-. Hay que honrar la promesa de Harry.

– Esto plantea otro problema que hemos de resolver -añadió Rita-. ¿Comunicamos el despido de Harry en nuestro reportaje de hoy?

– Ni hablar -dictaminó Sloane-. Ésos son nuestros trapos sucios internos y no vamos a airearlos en público.

Pero acabarán saliendo, pensó Rita, como siempre.

Crawf todavía no sabía que ella había mandado un fax a Les Chippingham -«¡eres un hijo de puta!»- a través de la Herradura. Probablemente lo publicarían el Times o el Washington Post la semana siguiente. Y si no, algo más tarde en el Columbia Journalism Review o el Washington Journalism Review. ¡Bueno, pues tanto mejor!

Rita recordó que se había despedido. Entre otras cosas, había firmado el fax como «ex realizadora». Bueno, fuera como fuera, pensaba terminar su misión actual.

– Me gustaría comentaros una cosa que no para de darme vueltas en la cabeza -dijo Jessica-. Se trata de la pista de aviación…

– Sión -le apuntó Rita.

– He tenido una sensación, en el camino por la selva y luego en la misma pista de aterrizaje, de haber estado antes. Creo que pasamos por allí al llegar, cuando recobramos el conocimiento. Aunque entonces no sabía que fuera una pista de aterrizaje. Y otra cosa…

– Di -instó Rita, que había abierto una libreta y estaba tomando notas.

– En la choza donde nos metieron había un hombre. No sé quién era, pero estoy segura de que era americano. Le supliqué que nos ayudara, pero no lo hizo. Y después hice esto…

El día anterior, Jessica había sacado de debajo de su colchón el dibujo. Lo llevaba desde entonces metido en el sujetador. Se lo mostró a Rita.

Era el retrato del piloto del Learjet, Denis Underhill.

– Esta noche -propuso Rita- lo daremos en el boletín nacional, por si alguien lo identifica. Entre veinte millones de espectadores, alguien habrá…

El Cheyenne II zumbaba, ganando altitud, para superar las cimas de la cordillera de los Andes. Luego bajaría hasta Lima, junto al nivel del mar. Eran las nueve de la mañana. Tardarían unos cuarenta minutos más.

Lo más importante en ese momento, pensó Rita, era planear con Crawf todos los pasos que efectuarían a lo largo de la jornada. Ella ya había bosquejado unos planes en previsión de una parte, aunque no la totalidad, de lo que había ocurrido.

La dramática historia del rescate, de momento, era una exclusiva de la CBA. Por tanto, hasta la emisión del telediario nacional desde Nueva York, que era a las 17.30, hora de Perú, Jessica y Nicky debían permanecer escondidos del resto de los periodistas. Estaba segura de que Crawf comprendería la necesidad de tal medida.

Eso significaba que no podían llevarlos al hotel César ni a Entel-Perú, que estaban plagados de periodistas y equipos de televisión. Y lo mismo los demás hoteles de Lima.

Así que Rita había convenido en llevarles a casa del dueño de AeroLibertad, su piloto Oswaldo Zileri, que vivía en Miraflores, a las afueras. Podrían permanecer allí hasta las 17.30, y luego ya no importaría que les viesen. De hecho, acabarían teniendo que recibir a los medios de comunicación.

Entretanto, en comunicación con Bob Watson, el montador de vídeo, Rita realizaría un reportaje para la edición nacional de noticias de esa noche. Sería largo y utilizarían la mayor parte de las imágenes de Minh: el rescate, la muerte de Harry Partridge y la triste despedida de Fernández en la selva.

No se molestaría en pedir a Nueva York un espacio específico de tiempo. En ocasiones como aquélla se podía utilizar todo el tiempo que hiciera falta.

Rita estaba segura de que la emisora le pediría un programa informativo especial de sesenta minutos para esa misma noche. Bueno, no le faltaba material. Tenía la grabación sobre Dolores, la compañera alcohólica del ex médico norteamericano, Hartley Gossage, alias Baudelio, que había puesto sus conocimientos al servicio de una misión despreciable: trasladar a las víctimas del secuestro a Perú. Harry lo tenía todo preparado, con comentarios incluidos; podían transmitirlo tal cual.

Respecto a todo lo demás, el telediario y el especial, Crawf haría la narración y los primeros planos. Tal vez le resultara difícil. Tendría que hablar de la muerte de su padre, de Harry Partridge y de Fernández y de la mutilación de la mano de su hijo. A veces Crawf se emocionaba mucho y podía desmoronarse. Pero daba igual, pensó Rita, daría mayor convicción a la historia. Y Crawf siempre podía sobreponerse y seguir adelante. Era un excelente profesional, como Rita y los demás.

Rita comprendió que no se podía ocultar durante todo el día la noticia principal: el rescate y la liberación de Nicky y Jessica, y que estaban sanos y salvos.

Emitirían un avance. Cuando la CBA-News lo recibiera en Nueva York, interrumpiría al instante la programación. Una vez más, la CBA llevaría la delantera a la competencia.

Rita consultó su reloj: las 9.23. Les quedarían unos veinte minutos de vuelo. Descontando el traslado desde el aeropuerto a la ciudad, podían tenerlo listo a las diez y media. Mandarían unas primeras imágenes «sin desbrozar», como las del aterrizaje forzoso del Airbus en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth, que habían cubierto ella misma, Harry, Minh y Ken O'Hara hacía menos de un mes.

¿Había transcurrido de veras tan poco tiempo? Parecía una eternidad…

Necesitaría el satélite para las 10.30. Rita se inclinó hacia adelante y tocó levemente a Zileri en el hombro. Cuando éste se volvió, ella señaló la radio de la avioneta.

– ¿Puedes conseguir una transmisión telefónica por ahí? Tengo que llamar a Nueva York.

– Pues claro.

Ella anotó un número en un papel y se lo pasó. Al cabo de un momento sorprendentemente corto, oyó una voz en los auriculares:

– CBA, departamento de extranjero. El copiloto, Felipe, le tendió un micrófono.

– Ya puedes hablar -le dijo. Rita pulsó el botón de transmisión.

– Soy Rita Abrams. Quiero un pájaro en Lima a las 10.30, hora del Perú, para un avance. Avise a la Herradura.

– Bien -repuso la voz, lacónicamente-. Lo tendrás.

– Gracias. Adiós.

Y devolvió el micrófono.

Necesitaban un guión para el avance y otro para el telediario. Rita esbozó un esquema y luego decidió que Crawf lo terminase con sus propias palabras. Siempre lo hacía. También improvisaría un poco. Era un experto.

Tendría que empezar a trabajar con Crawf en la misma avioneta. Por desgracia, ello significaría alejarle de los brazos de Jessica y Nicky. Pero él lo asumía, y ellos también. Como todo el que estuviera inmerso en el mundo del periodismo, sabían que lo primero eran las noticias.

– Crawf -dijo Rita con dulzura-, tú y yo tenemos cosas que hacer. Debemos empezar cuanto antes.

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