SEGUNDA PARTE

1

Las consecuencias del boletín especial de la CBA sobre el secuestro de la familia de Sloane fueron instantáneas y amplísimas.

La NBC-News, cuyo gesto de generosidad y cortesía de informar a la CBA le había robado el liderazgo, emitió su boletín un minuto más tarde, cambiando sus planes de dar la noticia en el informativo de las doce.

La CBS, la ABC y la CNN, alertadas por el teletipo de la Associated Press y la agencia Reuter, empezaron a transmitir a los pocos minutos. Y también las cadenas locales de televisión de todo el país que no conectaban con ninguna emisora y producían su propio servicio de noticias.

La televisión canadiense también presentó el secuestro de los Sloane en cabecera de los noticiarios de mediodía.

Las emisoras de radio, mucho más veloces en la difusión, dieron la noticia antes que las cadenas de televisión.

De costa a costa del país, los periódicos vespertinos cambiaron los formatos de la primera plana con grandes titulares. Los principales diarios de difusión nacional encargaron a sus corresponsales en Nueva York que elaboraran la historia por su cuenta.

Las agencias de fotografías de prensa iniciaron una frenética búsqueda de fotos de Jessica, Nicholas y Angus Sloane. De Crawford Sloane no faltaban.

La centralita de la CBA quedó colapsada con las llamadas para Crawford Sloane. Cuando se les contestaba que el señor Sloane no podía ponerse, la mayoría dejaban mensajes de solidaridad.

Los reporteros de prensa y los demás medios de comunicación usaron las líneas directas de la CBA-News. Por ese motivo, algunos teléfonos se quedaron bloqueados, dificultando la comunicación con el exterior. Los periodistas que consiguieron línea y querían entrevistar a Sloane fueron informados de que estaba deshecho y no podía hablar con nadie y que, en cualquier caso, no había más información que la que se había dado en el boletín.

La llamada que sí llegó hasta Sloane fue la del presidente de los Estados Unidos.

– Crawf, me acabo de enterar de la espantosa noticia -dijo el presidente-. Sé que tiene demasiadas preocupaciones para decir nada en este momento, pero quiero que sepa que Barbara y yo estamos con usted y su familia, esperando que lleguen buenas noticias muy pronto. Los dos deseamos que este sufrimiento concluya.

– Gracias, señor presidente -contestó Sloane-. Esto significa mucho para mí.

– He dado orden al departamento de justicia -siguió el presidente- de que la investigación del FBI para encontrar a sus familiares tenga prioridad, y de que se utilice cualquier otro recurso de la administración que sea necesario.

Sloane reiteró su agradecimiento.

El contenido de la llamada presidencial fue hecho público de inmediato por el portavoz de la Casa Blanca, sumándose al torrente de información que, evidentemente, dominaría los noticiarios de la noche de todas las emisoras.

Los equipos de cámaras de las emisoras neoyorquinas y las grandes cadenas llegaron a Larchmont poco después de los primeros boletines, y entrevistaron -como dijo un observador- «a casi todo bicho viviente», incluso a algunos con escasa conexión con lo sucedido. La antigua maestra Priscilla Rhea, emocionada por la atención que se le dispensaba, demostró ser la entrevistada favorita, con el comisario de policía de Larchmont en segundo lugar.

Fue tomando cuerpo una asombrosa constatación: varios vecinos de los Sloane notificaron que su domicilio familiar llevaba varias semanas, acaso un mes, bajo vigilancia. Habían visto llegar varios coches distintos, y algunas veces un camión, que permanecían largo tiempo aparcados junto a la casa, con sus ocupantes discretamente ocultos en el interior de los vehículos. Mencionaron algunas marcas y modelos, aunque había cierta confusión acerca de los detalles. Los testigos coincidían en que algunos automóviles estaban matriculados en Nueva York, y otros en Nueva Jersey. No obstante, nadie recordaba la numeración. Uno de los coches descritos por un vecino coincidía con la descripción de Florence, la mujer de la limpieza: el coche que había seguido al Volvo de Jessica Sloane cuando ésta, Nicky y Angus salieron a la compra.

Los periodistas se formularon una pregunta evidente: ¿Por qué nadie había comunicado a la policía la aparente vigilancia?

La respuesta fue siempre la misma: suponían que el famoso señor Sloane disponía de algún tipo de protección… ¿por qué iban a entrometerse los vecinos en una cosa así?

La información acerca de los diversos vehículos llegaba demasiado tarde a la policía.

Los medios de comunicación extranjeros también mostraron un notable interés por la historia del secuestro. Aunque el rostro de Crawford Sloane no resultaba tan familiar fuera del país, la agresión a una figura importante de la televisión parecía revestir consecuencias internacionales.

Esa reacción arrolladora demostraba que el moderno personaje de presentador -la especie Homo promulgare ancora, como lo denominó el Wall Street Journal del día siguiente- se había convertido en un espécimen que competía, en idolatría pública, con reyes, estrellas de cine y de rock, papas, presidentes y príncipes.


La mente de Crawford Sloane era un tumulto de emociones.

Vivió las siguientes horas en una especie de trance, esperando ser informado en cualquier momento de que todo el asunto había sido un malentendido, un error fácilmente explicable. Pero fueron pasando las horas, y el Volvo de Jessica, aparcado en el supermercado de Larchmont sin que nadie lo reclamara, hacía que esta esperanza fuera cada vez menos probable.

Lo que más preocupaba a Sloane en ese momento era el recuerdo de su conversación con Jessica la noche anterior. Era él quien había mencionado la posibilidad de un secuestro, y no era la coincidencia lo que le turbaba: sabía por experiencia que la vida real y las noticias estaban llenas de coincidencias, algunas veces increíbles. Pero en ese momento comprendía que su egoísmo y su presunción le habían hecho pensar que sólo él podía ser víctima de un secuestro. Jessica le había preguntado, incluso: «¿Y los familiares? ¿No podrían ser un objetivo también?». Pero él había rechazado la idea, creyendo que eso era imposible y no hacía falta proteger a Jessica y a Nicky. Y ahora, acusándose de indiferencia y negligencia, su sentimiento de culpabilidad era abrumador.

Naturalmente, estaba muy preocupado por su padre, aunque era evidente que la inclusión de Angus en el suceso era accidental. Había llegado inesperadamente y, por desgracia, había caído en la trampa de los secuestradores.


En otros momentos a lo largo del día, Sloane se reconcomía de impaciencia, anhelando hacer algo, cualquier cosa, aun a sabiendas de que era poco lo que podía hacer. Pensó en irse a Larchmont, pero luego comprendió que no ganaría nada con ello y encima estaría ilocalizable si se producían novedades. Otra de las razones para quedarse allí fue la llegada de tres agentes del FBI que iniciaron una frenética actividad en torno a Sloane.

El agente especial Otis Havelock, el veterano del trío, demostró inmediatamente que era «un tipo responsable», según la expresión de uno de los realizadores de la Herradura. Insistió en que se le condujera directamente al despacho de Crawford Sloane y una vez allí, después de presentarse, requirió la presencia del jefe de seguridad de la compañía. A continuación, el agente del FBI pidió ayuda por teléfono al departamento de policía municipal de Nueva York.

Havelock, bajito, atildado y calvo, tenía los ojos verdes, bastante hundidos y una mirada directa que nunca desviaba de la persona con la que estaba hablando. Su expresión de suspicacia permanente parecía decir: «Todo esto ya lo he visto y lo he oído muchas veces». Más adelante, Sloane y los demás constataron que su muda declaración era cierta. Con veintiún años de servicio en el FBI, Otis Havelock se había pasado la mayor parte de su vida tratando con las peores infamias humanas.

El jefe de seguridad de la CBA, un detective de la policía neoyorquina retirado, con el pelo entrecano, llegó rápidamente.

– Quiero vigilancia en toda esta planta -le dijo Havelock-, de inmediato. Las personas que han secuestrado a los familiares del señor Sloane pueden volver a intentarlo con él. Sitúe a dos guardias de seguridad junto a los ascensores y a otros dos en todas las escaleras. Deben verificar, y verificar minuciosamente, la identidad de todas las personas que entren o salgan de esta planta. En cuanto lo tenga organizado, emprenda un recuento exhaustivo de toda persona que se halle en esta planta. ¿Está claro?

– Clarísimo -protestó el otro-, y todos lamentamos mucho lo sucedido al señor Sloane. Pero no dispongo de efectivos ilimitados y lo que me está pidiendo es excesivo. Tengo otras responsabilidades de seguridad que no puedo desatender.

– Ya las ha desatendido -respondió con brusquedad Havelock, al tiempo que le enseñaba una tarjeta de identificación plastificada-. ¡Mire! La he utilizado para penetrar en el edificio. Se la mostré al guardia de la entrada y me dejó pasar.

El encargado de seguridad observó el carnet, que ostentaba la foto de un hombre de uniforme.

– ¿Quién es este hombre?

– Pregúnteselo al señor Sloane -dijo Havelock tendiendo la tarjeta a Crawford Sloane.

Éste la miró y, a pesar de su angustia, soltó una carcajada:

– ¡Es el coronel Gaddafi!

– La he encargado a propósito -explicó el agente federal-, y la utilizo algunas veces para demostrar a las empresas lo mal que funciona su servicio de seguridad. -Luego, dirigiéndose al alicaído jefe de seguridad-: Ahora, haga lo que le he dicho. Refuerce la vigilancia en esta planta y ordene a su gente que compruebe atentamente la documentación, incluidas las fotos.

Cuando el empleado salió, Havelock dijo a Sloane:

– La razón de que la seguridad sea deficiente en la mayor parte de las grandes compañías es que no es un departamento rentable; por tanto, los encargados de administración recortan ese presupuesto hasta la médula. Si hubiera habido un servicio de seguridad adecuado, se hubiera procurado protección para usted y su familia.

– Ojalá hubiera estado usted aquí para sugerirlo -dijo Sloane apesadumbrado.

Unos minutos antes, Havelock había telefoneado al departamento de policía de Nueva York y había hablado con el jefe de detectives, explicándole que se había producido un secuestro y pidiéndole protección para Crawford Sloane. En ese momento se oyó desde el exterior el sonido de varias sirenas que se acercaban y luego enmudecieron. A los pocos minutos entraron un teniente y un sargento de policía uniformados.

Tras las presentaciones, Havelock dijo al teniente:

– Quiero dos coches patrulla con radio ante la puerta, para señalar la presencia de la policía, un oficial apostado en cada puerta y otro en el vestíbulo principal. Diga a sus hombres que detengan e interroguen a cualquier sospechoso.

– Bien -respondió el teniente; y luego, dirigiéndose a Sloane, casi con reverencia-: le protegeremos, señor. En casa, mi mujer y yo siempre le vemos en el telediario. Nos gusta cómo lo hace usted.

– Gracias -dijo Sloane, con una inclinación de cabeza.

Los policías miraron a su alrededor, como con ganas de rezagarse por allí, pero Havelock lo tenía todo pensado:

– Pueden hacer un registro completo y mandar a alguien a la azotea. Echen un vistazo desde arriba a todo el edificio. Comprueben que no queda ninguna puerta sin cubrir.

Asegurándole que se haría todo lo posible, el teniente y el sargento salieron.

– Me temo, señor Sloane, que se va a hartar de verme -dijo el agente especial cuando se quedaron solos-. Me han ordenado que no me separe de usted. Ya ha oído que pensamos que puede ser usted el siguiente objetivo de los secuestradores.

– Yo también lo había pensado algunas veces -dijo Sloane, y luego, expresando el sentimiento de culpabilidad que sentía-: Pero nunca se me ocurrió que mi familia pudiera correr peligro.

– Porque usted pensaba racionalmente. Pero los criminales inteligentes son impredecibles.

– ¿Cree usted que tendremos que habérnoslas con esa clase de gente? -preguntó el presentador con nerviosismo.

La expresión del agente federal no cambió; él no solía perder el tiempo en frases de consuelo.

– No sabemos todavía qué clase de gente son. Pero he descubierto que conviene no subestimar nunca al enemigo. Si más adelante resulta que se ha sobrevalorado, mejor.

»No tardarán en llegar otros colegas míos -prosiguió Havelock-, aquí y a su casa, con artilugios electrónicos. Queremos grabar sus llamadas telefónicas, así que, mientras esté aquí, atienda todas las llamadas por su línea personal. -Señaló la mesa de Sloane-: Si los secuestradores se ponen en contacto con usted, haga lo de siempre: alargue la conversación todo lo posible, aunque hoy día se localizan las llamadas mucho más de prisa que antes, y los delincuentes también lo saben.

– ¿Sabe que el teléfono de mi casa no está en la guía?

– Sí, pero supongo que los secuestradores lo habrán conseguido. Lo conocen bastantes personas. -Havelock sacó un cuaderno-: Ahora, señor Sloane, necesito que me conteste a unas preguntas.

– Adelante.

– ¿Han recibido, usted o algún miembro de su familia, alguna amenaza, que usted recuerde? Piénselo con detenimiento, por favor.

– Que yo sepa, no.

– ¿Cree usted que puede haber hecho algún comentario en los informativos que haya originado alguna enemistad especial por parte de alguna persona o grupo?

– Una vez al día, por lo menos -repuso Sloane levantando las manos en un gesto de impotencia.

– Ya me lo suponía -asintió el agente del FBI-, así que dos de mis colegas van a visionar las grabaciones de sus noticiarios, retrocediendo hasta abarcar los dos últimos años, por si surge alguna idea. ¿Qué me dice del correo? Recibirá usted mucha correspondencia.

– Nunca la leo. El personal de informativos de la emisora no recibe el correo directamente. Es una decisión de la dirección.

Havelock enarcó las cejas y Sloane continuó:

– Todo lo que difundimos genera una enorme cantidad de correspondencia. Leer todo lo que recibimos nos llevaría mucho tiempo. Y si además quisiéramos responder, el proceso sería interminable. La dirección opina que si estamos protegidos de las reacciones individuales ante las noticias podemos mantener mejor nuestra perspectiva e imparcialidad. -Sloane se encogió de hombros-. Quizás algunos no estén de acuerdo, pero así es como se hace.

– Entonces, ¿qué pasa con la correspondencia?

– La filtra un departamento denominado servicio de audiencia. Todas las cartas son contestadas y todo lo que se considera importante se envía al director de la sección de informativos.

– Supongo que conservan todo el correo.

– Creo que sí.

Havelock tomó nota.

– Encargaremos que lo repase alguien.

Durante una pausa Chuck Insen llamó a la puerta y entró.

– ¿Puedo interrumpirles…?

Los otros dos asintieron, y el director de realización dijo: -Crawf, sabes que vamos a hacer todo lo posible por ti, por Jessica, Nicky…

– Sí, lo sé -le agradeció Sloane.

– Creemos que no debes presentar tú las noticias esta noche. Por una parte porque van a hablar mucho de ti. Y por otra, si presentaras el resto, produciría un efecto de normalidad, casi como si la emisora no le diera importancia, lo cual no es cierto.

Sloane lo consideró y luego dijo, pensativo:

– Supongo que tienes razón.

– ¿Te sentirías capaz de ser entrevistado… en directo?

– ¿Crees que debo hacerlo?

– Ahora que ha saltado la noticia -dijo Insen-, creo que cuanta más publicidad se le dé, mejor. Siempre existe la posibilidad de que algún espectador aporte información.

– Entonces acepto.

Insen asintió y después continuó:

– Sabes que las demás emisoras y la prensa quieren entrevistarte. ¿Darías una conferencia de prensa esta tarde?

– De acuerdo, sí -cedió Sloane, con un gesto de impotencia.

– Cuando termines, Crawf, ¿quieres venir a hablar conmigo y con Les en mi despacho? Queremos que nos des tu opinión respecto a los planes que tenemos.

– Preferiría que, dentro de lo posible -intervino Havelock-, el señor Sloane permaneciera en este despacho, junto a este teléfono.

– No se preocupe, no estaré muy lejos -le tranquilizó Sloane.


Leslie Chippingham ya había telefoneado a Rita Abrams a Minnesota con la ingrata noticia de que debían abandonar sus planes de un fin de semana romántico. Le explicó qué le resultaba imposible salir de Nueva York en medio de esta terrible historia.

Pese a su decepción, Rita fue comprensiva. Los periodistas de televisión estaban acostumbrados a que acontecimientos inesperados trastornaran su vida, incluso sus aventuras amorosas.

– ¿Me necesitas ahí? -le había preguntado ella.

– En caso afirmativo, no tardarás en enterarte -le dijo él.


Por lo visto, el agente especial Havelock, habiéndose convertido en la sombra de Crawford Sloane, pretendía acompañar al presentador a la reunión del despacho de Insen. Pero éste le cerró el paso.

– Vamos a discutir temas privados de la emisora. Puede usted recuperar al señor Sloane en cuanto terminemos. Entretanto, si se produce algo urgente, tiene usted libertad absoluta para interrumpirnos.

– Si no le importa -dijo Havelock-, les interrumpo ahora mismo para ver dónde va a estar el señor Sloane.

Se deslizó con determinación por la puerta e inspeccionó la estancia.

Detrás de la mesa de Insen había dos puertas. Havelock las abrió. Una de ellas daba a un armario de material: después de examinar su interior, la cerró. La otra daba a un lavabo. El agente federal entró en él, echó un vistazo y volvió a salir.

– Sólo quería asegurarme -le dijo a Insen- de que no había ninguna otra salida.

– Se lo podía haber dicho yo mismo -contestó éste.

– Algunas cosas prefiero comprobarlas por mí mismo -sonrió levemente Havelock, saliendo del despacho y sentándose ante la puerta.

Cuando el agente realizó su inspección, Leslie Chippingham ya estaba en el despacho, y mientras Sloane e Insen se instalaban dijo:

– Chuck, explícaselo tú.

– El hecho -empezó Insen mirando a Sloane a los ojos- es que no confiamos en las agencias gubernamentales ni en su capacidad para resolver esta situación. Ahora bien, Les y yo no queremos desmoralizarte, pero recordamos muy bien cuánto tiempo tardaron los del FBI en encontrar a Patricia Hearst… más de año y medio. Y otra cosa más…

Insen rebuscó entre los papeles de su mesa y cogió lo que Sloane reconoció en seguida como un ejemplar de su propio libro La cámara y la verdad. Insen lo abrió por una página señalada con un punto.

– Tú mismo has escrito, Crawf: «Los ciudadanos de los Estados Unidos no nos veremos libres del terrorismo en nuestro propio territorio durante mucho tiempo más. Pero no estamos preparados, ni en el aspecto mental ni en ningún otro, para esta clase de guerra despiadada que todo lo impregna». -Insen cerró el libro-. Les y yo estamos completamente de acuerdo.

Hubo un silencio. El recuerdo de sus propias palabras asombró y chocó a Sloane. En lo más hondo, había empezado a preguntarse si había algún motivo terrorista, acaso relacionado con él, detrás del secuestro de Jessica, Nicky y su padre. ¿O era una idea demasiado ridícula para ser considerada siquiera? Al parecer no, puesto que dos expertos veteranos del periodismo apuntaban claramente en la misma dirección.

– ¿Creéis en serio que los terroristas…? -preguntó Sloane por fin.

– Es una posibilidad, ¿no? -respondió Insen.

– Sí. -Sloane asintió-. Yo también empezaba a preguntármelo.

– Recuerda -intervino Chippingham- que en este momento no tenemos ni idea de quiénes son los que han raptado a tus familiares, ni lo que quieren. Cabe la posibilidad de que sea un secuestro convencional, a cambio de un rescate económico, y Dios sabe que eso ya sería bastante horrible. Pero estamos considerando otras posibilidades de mayor alcance, por ser tú quien eres.

Insen recogió el hilo de lo que hablaban antes:

– Hemos mencionado al FBI. No queremos preocuparte, pero si consiguen sacarles del país, lo cual entra dentro de lo posible, entonces el gobierno tendrá que recurrir a la CIA. Y bueno, en todos estos años en que ha habido ciudadanos norteamericanos retenidos en el Líbano, la CIA, con todo su poder y sus recursos, sus satélites de espionaje, inteligencia e infiltración, nunca ha logrado descubrir dónde les tenía escondidos una banda de terroristas compuesta por gentuza semianalfabeta. Y eso en un país pequeño, poco mayor que el estado de Delaware. Así que, ¿quién puede afirmar que la misma CIA de siempre será capaz de hacerlo mejor en otra parte del mundo?

El director del departamento expuso sus conclusiones:

– Eso es lo que queremos decir, Crawf, cuando afirmamos que no nos merecen confianza las agencias gubernamentales. En cambio, creemos que nosotros, con nuestra experimentada organización de noticias, acostumbrada al periodismo de investigación, tenemos más oportunidades de descubrir dónde tienen secuestrados a los tuyos.

Por primera vez en todo el día, Sloane se animó.

– Así pues -prosiguió Chippingham-, hemos decidido organizar nuestro propio equipo de investigación interno de la CBA-News. Nuestro esfuerzo se hará a nivel nacional, en primer lugar, y, si fuera necesario, a nivel internacional. Utilizaremos todos nuestros recursos, además de las técnicas de investigación que han funcionado en el pasado. Y vamos a designar a los mejores profesionales, los de mayor talento, desde ahora mismo.

Sloane sintió que le embargaba una oleada de gratitud y alivio.

– Les… Chuck… -empezó.

– No digas nada -le interrumpió Chippingham-. No hace falta. Por supuesto, lo hacemos por ti, pero sólo en parte… También nos concierne a nosotros.

– Ahora queremos preguntarte una cosa, Crawf. -Insen se inclinó hacia delante-. El equipo de investigación necesita un jefe, un corresponsal o un realizador experimentado, que se haga cargo de la dirección, que sepa moverse con soltura en ese campo y que goce de tu confianza. ¿Tienes alguna preferencia en especial?

Crawford Sloane vaciló apenas un instante, sopesando sus sentimientos personales frente a lo que estaba en juego.

– Quiero que lo haga Harry Partridge -declaró con firmeza.

2

Los secuestradores, como zorros que regresan a esconderse en su madriguera, se habían confinado en su cuartel general provisional, la propiedad arrendada al sur de Hackensack, Nueva Jersey.

Se trataba de una colección de construcciones viejas, arruinadas -la casa principal y tres dependencias-, que llevaban varios años sin habitar hasta que Miguel, después de estudiar los anuncios de alquiler de otras fincas, firmó un contrato por un año, pagándolo por adelantado. Un año era el tiempo mínimo de arrendamiento que le sugirieron los agentes inmobiliarios. Miguel, que no quería revelar que usarían la casa durante menos de un mes, aceptó las condiciones sin objeciones.

El tipo de propiedad y su ubicación -en una zona muy poco poblada- eran ideales por varios motivos. La casa era grande, podían acomodarse en ella los siete componentes de la banda colombiana y su mal estado no les importaba. Las naves adyacentes les permitían cobijar sus seis vehículos bien disimulados. No había ninguna otra finca habitada en las inmediaciones y los árboles y demás vegetación que la rodeaban la aislaban convenientemente del exterior. Otra de sus ventajas era la proximidad del aeropuerto de Teterboro, a poco más de dos kilómetros. Teterboro, un aeródromo utilizado principalmente por avionetas particulares, era un eslabón importante en los planes de los secuestradores.

Desde el principio de la conspiración, Miguel había previsto el revuelo que se originaría inmediatamente después del rapto, con controles de carretera y una investigación exhaustiva. Por tanto, decidió que cualquier intento inmediato de recorrer una larga distancia sería peligroso. Por otra parte, allí tendrían un buen escondite provisional, lejos de la zona de Larchmont.

La propiedad de Hackensack estaba a unos cincuenta kilómetros escasos del lugar del secuestro. La facilidad con que habían llegado hasta allá y la ausencia de persecución demostraba que -hasta el momento- los planes de Miguel habían funcionado.

Los tres prisioneros -Jessica, Nicholas y Angus Sloane- estaban en la vivienda principal. Drogados y todavía inconscientes, les llevaron a una habitación grande del piso de arriba. A diferencia del resto de la casa, destartalada y húmeda, habían limpiado a fondo la estancia y la habían pintado de blanco. También habían instalado varios puntos de luz, enchufes y unos fluorescentes en el techo, y en el suelo un linóleo verde claro, absolutamente nuevo. El ex médico, Baudelio, había diseñado y supervisado todas las reformas, que llevó a cabo el manitas del grupo, Rafael.

Dos camas de hospital con barandilla se alzaban en el centro de la habitación. Una la ocupaba Jessica, y la otra el niño. Tenían los brazos y las piernas atados con unas correas, en previsión de que recobraran el conocimiento, aunque, de momento, ésa no era su intención.

A pesar de que la anestesiología no era una ciencia exacta, Baudelio confiaba en que sus «pacientes» -pues así los consideraba- permanecerían sedados durante otra media hora, o tal vez más.

Junto a las dos camas de hospital habían colocado precipitadamente una cama metálica con un colchón, para acomodar a Angus, cuya presencia no habían previsto. A causa de la improvisación, Angus tenía las piernas atadas con cuerdas en vez de con correas. Miguel, contemplándole desde el otro extremo del cuarto, todavía no sabía qué hacer con él. ¿Debían matarle y enterrar su cadáver en el jardín después del anochecer? ¿O debía incluirle en los planes originales? Tenía que tomar una decisión cuanto antes.

Baudelio trabajaba junto a las tres figuras yacentes, preparando unas bolsitas de suero y colgándolas de unas perchas. Sobre una mesita cubierta por un lienzo verde, había colocado su instrumental, unas bandejitas y las ampollas de fármacos. Aunque seguramente sólo necesitaría los catéteres intravenosos para administrar los calmantes mezclados con el suero fisiológico, Baudelio tenía la costumbre de prever todo lo necesario por si se presentaba una emergencia o alguna dificultad. Le asistía Socorro, la mujer vinculada tanto al cártel de Medellín como a Sendero Luminoso; durante sus años de clandestinidad en los Estados Unidos había sacado el título de ayudante sanitario.

Socorro, con el pelo negro azabache sujeto en un moño en la nuca, tenía un cuerpo menudo y ágil, la tez olivácea y unos rasgos que podrían haber sido bonitos si no ostentaran una permanente expresión de amargura. Aunque hacía todo lo que se le pedía y no esperaba privilegio alguno en razón de su sexo, Socorro apenas abría la boca y nunca revelaba lo que pensaba. También había rechazado, con francas blasfemias, las proposiciones sexuales de algunos de sus compañeros.

Por esos motivos, Miguel había utilizado a Socorro como «la inescrutable». Estaba al corriente de su doble afiliación y de que el propio Sendero Luminoso había insistido en la inclusión de Socorro en el grupo, pero no tenía ninguna razón para desconfiar de ella. Sin embargo, se preguntaba algunas veces si el prolongado roce de Socorro con la sociedad norteamericana habría minado su lealtad hacia Colombia y Perú; cuestión que la propia Socorro sería incapaz de aclarar.

Por una parte, ella siempre había sido una revolucionaria, canalizando al principio su fervor en la guerrilla colombiana del M-19 y más recientemente -y con mayor provecho- en el cártel de Medellín y Sendero Luminoso. Sus convicciones respecto a los gobiernos colombiano y peruano eran tales que estaba deseando ver muerta a la vil clase dominante y se uniría gozosa a la matanza. Al mismo tiempo, la habían adoctrinado para que considerara las estructuras del poder en los Estados Unidos como el mismo demonio. Sin embargo, después de vivir tres años en esa nación y recibir un trato amable en lugar de la hostilidad y la opresión previstas, le resultaba difícil seguir despreciando y considerando enemigos a Norteamérica y a sus habitantes.

En ese momento, hacía todo lo posible por odiar a los tres cautivos -rica escoria burguesa, se decía- sin conseguirlo del todo… lo cual era un desastre… porque la compasión era un sentimiento despreciable para un revolucionario.

Pero una vez fuera de ese país desconcertante, como estarían todos muy pronto, Socorro estaba segura de que lo haría mejor, recobraría sus fuerzas y estaría más convencida de sus odios.

Balanceándose hacia atrás en una silla, al fondo de la habitación, Miguel dijo a Baudelio:

– Explícame qué estás haciendo.

Su tono dejaba bien claro que era una orden.

– He de darme prisa, porque los efectos del Midazolam que les he administrado no tardarán en desaparecer. Entonces les pondré una inyección de Propofol, un anestésico intravenoso, de efectos más prolongados que el otro y más apropiado para la situación presente.

Mientras iba realizando su tarea y seguía hablando, Baudelio parecía transformado: su lúgubre aspecto espectral había dejado paso al experto anestesiólogo que había sido en el pasado. El mismo efecto, una chispa de dignidad perdida desde antiguo, había aparecido poco antes del secuestro. Pero no mostraba la menor preocupación, ni entonces ni nunca, por el hecho de que sus conocimientos fueran rebajados a fines criminales, ni de que las circunstancias que estaba compartiendo fueran despreciables.

– El Propofol -continuó- es una droga muy delicada. La dosis óptima para cada individuo varía, y su exceso en el torrente sanguíneo puede producir la muerte. O sea que, al principio, hay que administrar dosis experimentales y mantener una escrupulosa observación.

– ¿Estás seguro de saber manejarlo? -preguntó Miguel.

– Si tienes alguna duda -respondió sarcásticamente Baudelio-, puedes llamar a otro.

Como Miguel no le contestó, el ex médico prosiguió:

– Como estas personas estarán inconscientes cuando las traslademos, debemos asegurarnos de que no se asfixien aspirando posibles vómitos. Por lo tanto, mientras esperamos, les impondremos un período de dieta rigurosa. Sin embargo, no debemos permitir que se deshidraten, así que les administraré líquido por vía intravenosa. Y al cabo de cuarenta y ocho horas, que es el tiempo que tenemos, según me has dicho, los tendremos dispuestos para meterlos ahí.

Baudelio señaló con la cabeza la pared que tenía a su espalda.

Había dos ataúdes abiertos, apoyados contra la pared, forrados de seda y de sólida construcción, uno más grande que otro. Les habían desatornillado las bisagras de las tapas, que habían retirado a un lado.

Los ataúdes recordaron una cuestión a Baudelio.

– ¿Quieres que lo prepare o no? -preguntó a Miguel señalando a Angus.

– ¿Tienes provisión de medicamentos para él, si nos lo llevamos?

– Sí. Hay toda clase de productos en reserva por si acaso saliera algo mal. Pero necesitaremos otro… Su mirada regresó a los ataúdes.

– No hace falta que me lo recuerdes -dijo Miguel con irritación.

Pero seguía sin decidirse. Las órdenes originales de Medellín y Sendero Luminoso especificaban el secuestro de la mujer y el niño y luego, lo antes posible, su traslado a Perú. Los ataúdes serían su medio de transporte; habían tramado una historia falsa en previsión de cualquier investigación del servicio de aduanas de los Estados Unidos. Una vez en Perú, los prisioneros se convertirían en rehenes de lujo, u objeto de negociación en pago de las exigencias de Sendero Luminoso, cuya naturaleza todavía no había sido revelada. ¿Pero sería la inesperada presencia del padre de Crawford Sloane una baza más, o más bien un riesgo y una carga innecesarios?

Si hubiera existido algún medio para ello, Miguel se lo hubiera consultado a sus superiores. Pero el único canal seguro de comunicación estaba cerrado para él en ese momento, y utilizar los teléfonos de los coches significaría dejar pistas localizables. Miguel había insistido mucho a todo el grupo operativo de Hackensack en que los teléfonos eran sólo para comunicarse entre dos vehículos o entre un coche y el cuartel general. Estaba terminantemente prohibido telefonear a otros números. Las escasas llamadas imprescindibles al exterior se habían hecho desde teléfonos públicos.

Por lo tanto, la decisión era únicamente suya. También debía considerar que la obtención de otro ataúd representaba correr riesgos adicionales. ¿Valía la pena?

Miguel razonó que sí. Sabía por experiencia que seguramente, tras dar a conocer sus exigencias, Sendero Luminoso habría de matar a alguno de los rehenes y luego dejar su cadáver en lugar visible, para demostrar la seriedad de los secuestradores. La presencia de Angus Sloane representaría la posesión de un individuo más para tal propósito, permitiéndoles ejecutar más tarde a la mujer o al niño si había que repetir tal demostración. Así que, en ese sentido, el cautivo de más era una ventaja.

– Sí -dijo Miguel-, nos llevaremos al viejo.

Baudelio asintió. Pese a su fachada de seguridad, ese día estaba nervioso en presencia de Miguel, porque la noche anterior había cometido una imprudencia, una grave falta, que podía comprometer la seguridad de todos ellos. Solo en la casa, en un momento de profunda soledad y desaliento, había telefoneado a Perú desde uno de los teléfonos de coche. Había hablado con una mujer, su desastrada compañera, su única amiga, cuya compañía de borracheras añoraba profundamente.

A causa de la ansiedad permanente de Baudelio por aquella llamada, tardó en reaccionar cuando de repente, inesperadamente, se les planteó un problema.

Jessica, durante el forcejeo en el aparcamiento del supermercado de Larchmont, sólo tuvo un momento o dos, el primero de sorpresa y el segundo de horror, para entender la enormidad del acontecimiento. Después de que acallaran sus gritos tapándole la boca con la mordaza, siguió luchando feroz y desesperadamente, consciente de que aquellos brutales desconocidos también habían cogido a Nicky y habían golpeado salvajemente a Angus. Pero un instante más tarde, el fuerte sedante que le inyectaron en la vena la sumió en la oscuridad y la inconsciencia.

Pero entonces, sin saber cuánto tiempo llevaba así, revivía, recobraba la memoria. Empezó a percibir, al principio veladamente y luego con mayor claridad, algunos sonidos en torno suyo. Intentó moverse, hablar, pero comprobó que no podía. Cuando dio la orden a sus ojos, tampoco logró abrirlos.

Se sentía como en el fondo de un pozo de oscuridad, intentando hacer algo, cualquier cosa, pero incapaz de hacer nada.

Luego, cuando fueron pasando unos minutos, las voces adquirieron nitidez y el recuerdo de lo pasado en Larchmont se agudizó.

Por fin, Jessica logró abrir los ojos.

Baudelio, Socorro y Miguel no la estaban mirando y no se dieron cuenta.

Jessica advirtió que estaba recobrando el conocimiento, pero no entendía por qué no podía mover los brazos ni las piernas más que unos milímetros. Después vio que tenía el brazo izquierdo sujeto por una correa y comprendió que estaba en lo que parecía una cama de hospital, y que su otro brazo y sus dos piernas también estaban inmovilizados.

Volvió un poco la cabeza y lo que vio la dejó helada de espanto.

Nicky estaba en otra cama, atado igual que ella. Un poco más lejos, Angus también estaba atado con cuerdas. Y más allá -¡Oh, Dios mío, no…! -vio dos ataúdes abiertos, uno más grande que el otro, claramente destinados a Nicky y a ella misma.

Al cabo de un instante empezó a chillar y a forcejear salvajemente. En su enloquecido terror, consiguió de alguna manera soltarse el brazo izquierdo.

Al oír los gritos, los tres terroristas se volvieron hacia ella. De momento, Baudelio, que debía haber intervenido al instante, se quedó demasiado pasmado para reaccionar. Jessica ya les había visto.

Debatiéndose con furia, alargó el brazo izquierdo, en una búsqueda desesperada de algo que le sirviera de arma para defenderse ella misma y a Nicky. La mesa con el instrumental estaba junto a ella. Tanteando frenética con la mano, agarró lo que le pareció un pequeño cuchillo. Era un escalpelo.

Baudelio, recobrando el sentido, se abalanzó hacia ella. Al ver que Jessica había liberado un brazo, intentó amarrárselo con ayuda de Socorro.

Pero Jessica fue más rápida. En su desesperación, se puso a agitar el objeto afilado, asestando unos tajos salvajes, que acertaron en la cara de Baudelio y en la mano de Socorro. Al principio aparecieron unas finas listas rojas sobre la piel, pero al momento empezó a manarles la sangre abundantemente.

Baudelio ignoró el dolor e intentó inmovilizar aquel brazo enloquecido. Miguel se precipitó hacia ellos, sacudió un tremendo puñetazo en la cara de Jessica y luego ayudó a Baudelio. Entre los dos lograron sujetarle el brazo, mientras las heridas de Baudelio chorreaban sangre sobre ella y toda su cama.

Miguel recuperó el escalpelo. Jessica seguía luchando, pero inútilmente. Derrotada e impotente, se echó a llorar.

Entonces surgió otra complicación. La sedación de Nicky también estaba perdiendo efecto. Percibiendo los gritos de su madre a su lado, recobró la conciencia rápidamente. Él también se puso a gritar, pero sin lograr soltarse de las correas que le atenazaban, a pesar de sus esfuerzos.

Angus, que había sido medicado después que ellos dos, no se movió.

Por entonces los ruidos y la confusión eran tremendos, pero Baudelio y Socorro sabían que debían ocuparse de sus heridas antes que nada. Socorro, cuyas heridas eran más leves, se puso unas tiritas sobre los cortes de la mano y luego fue a auxiliar a Baudelio. Le taponó las heridas de la cara con unos apósitos de gasa, aunque en seguida se le empaparon de sangre.

Recobrándose de la primera impresión, hizo un gesto de agradecimiento y luego señaló el material quirúrgico murmurando:

– Échame una mano.

Socorro apretó la correa del brazo izquierdo de Jessica. Luego Baudelio le insertó una aguja hipodérmica en la vena y le inyectó el Propofol que ya tenía preparado. Jessica, observándole sin dejar de chillar, forcejeó hasta que se le cerraron los ojos y volvió a quedarse inconsciente.

Baudelio y Socorro se acercaron a Nicky y repitieron la operación. También el niño dejó de proferir sus dolorosos gritos y se desmayó, poniendo fin al período de lucidez que apenas había durado unos instantes.

Después, antes de dar al anciano la oportunidad de recobrar el conocimiento y armar más alboroto, le administraron otra dosis de Propofol.

Miguel, sin intervenir en las últimas operaciones, les había estado observando, furioso.

– ¡Maricón incompetente! -acusó a Baudelio echando chispas por los ojos- ¡Pinche cabrón!* Podías haberlo echado todo a rodar. ¿Es que no sabes lo que haces?

– Claro que lo sé -repuso Baudelio, con la sangre corriéndole por la cara a pesar de las gasas-. He cometido un error de cálculo. Te prometo que no volverá a suceder.

Sin contestarle, Miguel salió con paso airado y la cara encendida por la ira.

Cuando el otro salió, Baudelio se inspeccionó las heridas con un espejito de mano. En seguida tuvo conciencia de dos cosas: primera, que tendría la cara marcada por una cicatriz durante el resto de su vida. Y segunda, y más importante, que el corte abierto en su mejilla debía ser cerrado y suturado de inmediato. En esas circunstancias no podía ir a un hospital ni recurrir a otro facultativo. Baudelio comprendió que no tenía más remedio que cosérselo él mismo, por más difícil y doloroso que resultara. Socorro le ayudaría lo mejor que pudiera. Durante los primeros años de carrera, Baudelio, como todos los estudiantes de medicina, había aprendido a suturar heridas leves. Más tarde, como anestesista, había presenciado cientos de operaciones y sus respectivas suturas. Después, cuando trabajó para el cártel de Medellín, había puesto puntos en varias ocasiones y sabía cómo proceder.

Se sintió debilitado y se sentó frente al espejo, pidiendo a Socorro que le llevara su maletín. De él extrajo varias agujas quirúrgicas, hilo de seda y un anestésico local: Lidocaína.

Explicó a Socorro lo que podían hacer entre los dos. Como siempre, ella le contestó escuetamente: «Sí» o «Está bien». Después, sin más preámbulos, Baudelio empezó a inyectarse Lidocaína por los bordes de la herida.

La operación duró casi dos horas y, a pesar de la anestesia local, el dolor era irresistible. Varias veces Baudelio estuvo a punto de desmayarse. Le temblaban mucho las manos, lo que entorpecía su tarea. Y para colmo, estaban las incómodas consecuencias de trabajar ante un espejo que invertía sus gestos. Socorro le iba tendiendo lo que él le pedía, y un par de veces que estuvo a punto de desmayarse, le sujetó. Por fin logró aguantar y, aunque algunos puntos le quedaron fatal, augurándole una cicatriz peor de lo previsto en un principio, el corte de la mejilla estaba cosido y él supo que se le cerraría la herida.

Después, sabiendo que todavía le quedaba por realizar la parte más difícil de su misión y que necesitaba descanso, Baudelio ingirió doscientos miligramos de Seconal y se durmió.

3

Alrededor de las 11.50, Harry Partridge, en su apartamento de Port Credit, puso en marcha el televisor del cuarto de estar y sintonizó una emisora de Búfalo, Nueva York, filial de la CBA. En la región de Toronto se recibían con nitidez todas las cadenas de televisión de Búfalo, cuyas ondas sólo tenían que atravesar los ciento veinte kilómetros sin obstáculo alguno del lago Ontario.

Vivien había salido y no regresaría hasta media tarde.

Partridge esperaba enterarse, en el noticiario de mediodía, del desenlace del desastre aéreo de Muskegon Airlines de la víspera, en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Por lo tanto, cuando la CBA interrumpió la programación a las 11.55 para emitir su boletín especial, Partridge estaba ante la pantalla.

Se quedó tan apabullado y horrorizado como todo el mundo. ¿Sería verdad, se preguntó, o no era más que un increíble malentendido? Pero su experiencia le decía que la CBA-News no habría emitido un boletín sin comprobar antes la autenticidad de la noticia.

Mientras contemplaba el rostro de Don Kettering en la pantalla y escuchaba el resto del comunicado, sintió, por encima de cualquier otra cosa, una inquietud personal por Jessica. Y al mismo tiempo, una oleada de camaradería y lástima por Crawford Sloane.

Partridge asumió, sin pensarlo siquiera, que sus recién iniciadas vacaciones habían concluido.

Por lo tanto, no le sorprendió recibir una llamada telefónica cuarenta y cinco minutos más tarde pidiéndole que se presentara en la sede de la CBA-News de Nueva York. Lo que más le sorprendió fue que fuera una llamada personal de Crawford Sloane.

Partridge percibió que Sloane apenas lograba controlar su voz.

– Harry -le dijo Sloane tras los preámbulos de rigor-, te necesito desesperadamente. Les y Chuck están organizando un equipo especial que trabajará a dos niveles: la información que se emitirá cada día y una investigación a fondo. Me han dejado elegir a su responsable. Les he dicho que sólo había una opción: tú…

Partridge pensó que, en todos los años que duraba su relación, Sloane y él nunca habían estado más cerca.

– Cuelga, Crawf -le contestó-. Cogeré el próximo vuelo.

– Gracias, Harry. ¿Te gustaría contar con alguien en especial?

– Sí. Busca a Rita Abrams, dondequiera que esté… en algún lugar de Minnesota… y tráetela. Y también a Minh Van Canh.

– Si no están aquí cuando llegues, no tardarán. ¿Alguien más?

Pensando rápidamente, Partridge contestó:

– Que venga Teddy Cooper de Londres.

– ¿Cooper? -Sloane se quedó desconcertado, pero luego recordó-: Ah, el del departamento de investigación, ¿no?

– Exacto.

Teddy Cooper era un inglés de veinticinco años, producto de lo que los británicos llaman con esnobismo una universidad de alto abolengo sobre un cockney de pura cepa. Según Partridge, era además una especie de genio que convertía una investigación ordinaria en un asombroso trabajo de detective.

Partridge había descubierto a Cooper en Europa, cuando éste desempeñaba un trabajo de segunda categoría en la biblioteca de la BBC. Le había dejado muy impresionado su inventiva en una investigación que Cooper había realizado para él. Más tarde contribuyó a que las oficinas de la CBA en Londres le contrataran, por un sueldo más adecuado y más altas perspectivas de futuro.

– Tuyo es -replicó Sloane-. Le meteremos en el próximo Concorde que despegue de Londres.

– Si no te importa -dijo Partridge-, me gustaría hacerte unas preguntas, y así tendré material para ir pensando por el camino.

– Desde luego. Adelante.

Lo que siguió fue casi una réplica de las preguntas formuladas por el agente Havelock. ¿Había recibido amenazas? ¿Alguna enemistad concreta? ¿Algún suceso o experiencia extraño? ¿Tenía alguna idea, aun descabellada, de quién…? ¿Había algún dato que no se hubiera dado por televisión?

El interrogatorio era necesario, pero las respuestas fueron todas negativas.

– ¿No se te ocurre nada -insistió Partridge-, algún pequeño incidente, quizás, que despreciaras en su momento, o que apenas llegaras a advertir, que pueda guardar relación con el suceso?

– De momento, no -respondió Sloane-, pero lo pensaré.

Después de colgar, Partridge terminó sus preparativos. Antes de la llamada de Sloane ya había empezado a hacer una maleta que acababa de vaciar hacía menos de una hora.

Telefoneó a Air Canada e hizo una reserva en el vuelo que salía del aeropuerto internacional Pearson de Toronto a las 14.45. Tomaría tierra en el aeropuerto de La Guardia de Nueva York a las cuatro de la tarde. Después llamó a un radiotaxi para que le recogiera a los veinte minutos.

Cuando tuvo cerrado el equipaje, garabateó una nota de despedida para Vivien. Sabía que se quedaría decepcionada por su abrupta partida, como él. Junto a la nota le dejó un sustancioso cheque para pagar los arreglos del apartamento que habían decidido entre los dos.

Mientras pensaba dónde dejaba la nota y el cheque, sonó un timbre: era el interfono del portal. Ya había llegado el taxi.

Lo último que vio antes de irse fueron las entradas para el concierto de Mozart del día siguiente, sobre el aparador. Reflexionó con tristeza que aquello -lo mismo que otras entradas e invitaciones anteriores desaprovechadas- representaba, más que cualquier otra cosa, la irregularidad de la vida de un periodista de televisión.


El vuelo de Air Canada era directo, en un 727 sólo de clase turista. El escaso número de pasajeros permitió a Partridge tumbarse en la sección de tres asientos para él solo. Había asegurado a Sloane que reflexionaría sobre el caso durante el viaje a Nueva York y pretendía empezar a organizar los pasos que deberían dar en el equipo de investigación de la CBA-News. Pero disponía de una información muy escueta, y, evidentemente, insuficiente. Así que, al cabo de un rato, abandonó, pidió un gin-tonic y dejó volar sus pensamientos.

Pensó en Jessica y en su relación con ella desde una perspectiva personal. A lo largo de los años, tras su regreso de Vietnam, se había acostumbrado a considerar a Jessica únicamente como parte del pasado, como una mujer a la que había amado, pero que ya no le importaba y que, en cualquier caso, estaba fuera de su alcance. Hasta cierto punto, reflexionó Partridge, había sido un acto de autodisciplina, un mecanismo de defensa para no compadecerse de sí mismo, pues ése era un sentimiento que aborrecía.

Pero al saber que Jessica corría peligro, admitió que le importaba tanto como antes, que nunca había dejado de quererla. Reconócelo, sigues enamorado de ella. Sí, completamente. Y no de un brumoso recuerdo, sino de una persona de carne y hueso.

Por tanto, fuera cual fuera su función en el rescate de Jessica -y había sido Crawford Sloane quien le había dado la batuta-, Partridge sabía que su amor por ella le guiaría y le sostendría, aunque tuviera que guardar ese amor en secreto, abrasándole por dentro.

Luego, con un característico toque de ese humor suyo tan peculiar, se preguntó: ¿Es una deslealtad?

¿Deslealtad con quién? Por supuesto, con Gemma, que había muerto.

¡Ah, querida Gemma! Esa mañana, al recobrar la única excepción a su aparente incapacidad para llorar, casi había dejado que le invadiera el recuerdo de Gemma. Pero lo había rechazado, porque le resultaba insoportable. Y entonces volvieron a acosarle sus recuerdos. Ella siempre vuelve, pensó.


Varios años después de su corresponsalía en Vietnam y otros destinos arriesgados, la CBA-News mandó a Partridge a Roma de corresponsal residente. Permaneció allí cerca de cinco años.

En el ramo de la televisión, ser destinado a Roma se consideraba un chollo. Había un buen nivel de vida, el coste de la vida era bajo comparado con el de otras ciudades, y, a pesar de las presiones y las tensiones que llegaban inevitablemente desde Nueva York, el ritmo de trabajo era agradable y tranquilo.

Además de informar sobre las historias locales y desplazarse por el país en busca de otras, Partridge cubría el Vaticano. Así que había viajado en varias ocasiones en el avión papal, acompañando al Papa Juan Pablo II en sus peregrinaciones internacionales.

Fue en uno de esos viajes papales cuando conoció a Gemma.


A Partridge le hacía mucha gracia la suposición de los profanos de que un viaje papal era un ejercicio de decoro y comedimiento. En la sección de prensa en particular, en la cola del aparato, más bien era lo contrario. Invariablemente, proliferaban el jolgorio y las copas -alcohol sin restricciones y gratis- y tampoco eran infrecuentes los escarceos sexuales durante los largos vuelos nocturnos.

Un corresponsal colega suyo había descrito a Partridge el avión papal en distintos estratos, como el Inferno de Dante, escalonados desde el infierno hasta el cielo. (Aunque no había ningún aparato concreto destinado permanentemente a los desplazamientos del Papa, la especial configuración interior de todos los aviones solía ser la misma.)

En la parte delantera había una espaciosa cabina dispuesta para el pontífice, con una cama y dos o tres sillones amplios y cómodos.

La sección inmediatamente posterior era para los miembros más eminentes del séquito papal: su secretario de Estado, algunos cardenales, el médico del Papa, su secretario y su mayordomo. A continuación, tras otra división, había una cabina para los obispos y otros clérigos de inferior categoría.

Entre las dos cabinas delanteras, y según el tipo de avión, había un compartimiento donde se guardaban los regalos que iba recibiendo el Papa durante el viaje. Era una colección inevitablemente extensa y valiosa.

Finalmente, estaba la última sección del aparato, para los periodistas. La disposición de los asientos era como la de la clase turista, pero con un servicio correspondiente al de primera clase, muchas azafatas, y una comida y unos vinos excelentes. También había espléndidos regalos para la prensa, en general de parte de la compañía aérea en cuestión, que solía ser Alitalia. Las líneas aéreas, con un astuto departamento de relaciones públicas, sabían reconocer las buenas oportunidades para hacerse propaganda.

Y en cuanto a los periodistas en sí, formaban un grupo homogéneo de profesionales, una mezcla internacional de reporteros de prensa, radio y televisión, con sus equipos técnicos, todos ellos con intereses normales, su normal escepticismo, y cierta tendencia, algunas veces, a un comportamiento irreverente.

Aunque ninguna cadena de televisión lo admitiría abiertamente, en el fondo todas preferían que los corresponsales encargados de los temas religiosos, como los viajes papales, no estuvieran comprometidos profundamente con ninguna fe. Temían que un adepto religioso les mandaría reportajes beatos. Preferían un sano escepticismo.

En ese aspecto, Harry Partridge encajaba a la perfección.

Unos siete años después de sus experiencias en los vuelos pontificios, Partridge sentía una gran admiración por el reportaje de Judd Rose, de la ABC, acerca de la visita del Papa Juan Pablo II a Los Ángeles en 1987. Rose lograba con éxito en su comentario un tono intermedio entre el reportaje imparcial y el pirronismo.


Para la capital de los medios de comunicación que es Hollywood, éste es un acontecimiento de masas enviado del cielo. Toda la pompa de una boda real, la animación de un macroestadio, con un reparto multitudinario y una estrella radiante en el centro… La tecnología de la era espacial y la imaginería dramática son la clase de acto que ofrece Juan Pablo, y que la cámara adora.

El Papa es cuidadosamente manejado y controlado. Habla mucho pero rara vez se le puede hablar. Los periodistas sólo pueden hacerle preguntas en breves sesiones, a bordo del avión, durante los viajes… La cobertura informativa ha sido exhaustiva. El viaje papal se ha convertido en una extravagancia electrónica como Live Aid o Liberty Weekend, y algunos católicos se preguntan si alguien advertirá la diferencia.

La teología y la tecnología forman una sólida unión y Juan Pablo II la está utilizando para predicar su mensaje como no lo había logrado ningún otro Papa antes que él. El mundo le está contemplando, pero la auténtica prueba para el gran comunicador es saber si también le está escuchando.


Era uno de los viajes más largos del Papa Juan Pablo II, a cerca de una docena de países centroamericanos y caribeños, en un DC-10 de Alitalia. Habían volado durante la noche y, por la mañana temprano, unas dos horas antes de la hora prevista para el aterrizaje, el Papa apareció sin avisar en la sección de prensa de la cola. Llevaba su atuendo de diario: sotana blanca, el solideo en la cabeza y calzando mocasines marrones, lo cual era normal, salvo cuando se vestía especialmente para una misa papal.

Se detuvo junto a Partridge con expresión pensativa. En la cabina de prensa empezaron a encenderse los focos de las cámaras de televisión; algunos reporteros pusieron en marcha sus grabadoras.

Partridge se levantó y deseando iniciar una conversación interesante, inquirió cortésmente:

– ¿Ha dormido bien Su Santidad?

– Poco -respondió el Papa, sonriendo.

– ¿Poco, Su Santidad? -preguntó Partridge, desconcertado-. ¿Quiere decir pocas horas?

No obtuvo respuesta, sólo una leve inclinación de cabeza. Aunque Juan Pablo II era un consumado lingüista en varios idiomas, cometía algunos solecismos. Partridge habría podido conversar adecuadamente en italiano, pero quería obtener las palabras del papa en la lengua de los espectadores de la CBA.

Decidió formularle una pregunta más noticiable. Durante varias semanas se estaba barajando la posibilidad, discutida y controvertida, de una visita papal a la Unión Soviética.

– Su Santidad -preguntó Partridge-, ¿piensa ir a Rusia?

– Sí. -Fue una respuesta clara y audible. Y luego añadió-: Los polacos y los rusos son esclavos. Pero también son hijos de Dios.

Antes de que nadie pudiera decir nada más, el Papa dio media vuelta y salió en dirección a su zona reservada del avión.

Entre los reporteros hubo un murmullo en varios idiomas, de interrogantes y especulación. Las azafatas de Alitalia, que estaban preparando los desayunos, dejaron su trabajo y se pusieron a escuchar atentamente. Una voz destacó entre las otras:

– ¡Habéis oído lo que ha dicho: esclavos!

Partridge miró a su cámara y su técnico de sonido. Ambos asintieron.

– ¡Lo hemos cogido! -dijo el ingeniero de sonido.

Alguien rebobinó la cinta de su grabadora. Se oyó claramente la palabra «esclavos».

– Ha querido decir «eslavos» -intervino con vacilación el enviado de una agencia de prensa británica-. Él también es eslavo. Se entiende.

– «Esclavos» nos daría una historia sensacional -propuso en seguida otra voz.

Y era verdad. Partridge también lo sabía. Una transcripción literal del calificativo de «esclavo» desencadenaría el interés mundial, grandes discusiones y tal vez originase un incidente diplomático, con acusaciones e intercambios entre el Kremlin, Varsovia y el Vaticano. Podía ser embarazoso para el Papa y estropearle su viaje triunfal.

Partridge era uno de los profesionales de más edad y experiencia a bordo y gozaba del respeto de sus colegas. Algunos le miraron, en espera de su decisión.

Lo meditó brevemente. Era una anécdota imprevista, algo que no solía acontecer en los viajes papales. Tal vez no hubiera otra. Él, como escéptico, se inclinaba a utilizarla. Y sin embargo… el escepticismo no podía pisotear la normal decencia; y para algunos periodistas, la ética existía.

Tomando una decisión, Partridge dijo claramente para que todos le oyeran:

– Ha querido decir «eslavos». No pienso usar esa historia. No hubo discusiones, ni consenso o acuerdo formal, pero más tarde fue evidente que nadie utilizó el incidente.

Mientras los reporteros y los técnicos regresaban a sus asientos, las azafatas de Alitalia reanudaron su tarea.

Cuando Partridge recogió la bandeja del desayuno, la suya ostentaba un extra que no tenían las demás: un jarro de cristal con una rosa.

Miró a la joven azafata que le había tendido la bandeja y que le sonreía desde arriba, con su elegante uniforme verde y negro. Él ya se había fijado en ella con anterioridad, y había oído a las otras azafatas llamarla Gemma. Pero entonces se quedó sin aliento por su proximidad y, durante un instante, sin habla.

Después siempre recordaba a Gemma, sobre todo en los momentos de terrible soledad, tal y como estaba en aquel instante mágico: a los veintitrés años, hermosa, con una melena oscura y brillante, sus resplandecientes ojos castaños, irradiando vida como una flor fragante por la mañana en el fresco aire de primavera, en una ladera verde iluminada por el sol.

Con inusitada timidez, Partridge señaló la rosa. Más tarde se enteró de que ella había ido personalmente a cogerla a hurtadillas en el compartimento privado del Papa.

– ¿Por qué este regalo? -le preguntó él.

Ella le sonrió y le dijo, con un dulce acento italiano:

– Te la he traído porque eres un hombre bueno. Me gustas.

Y él le respondió una inadecuada banalidad:

– Tú también me gustas.

Pero banal o no, en ese momento empezó su gran amor, su duradero amor por Gemma.


Partridge recondujo sus pensamientos al presente justo antes de que el vuelo de Air Canada tomara tierra en Nueva York. Fue el primero que abandonó el avión y cruzó a buen paso la terminal de La Guardia. Como sólo llevaba equipaje de mano, salió del aeropuerto sin demora y cogió un taxi hasta el cuartel general de la CBA-News.

Se dirigió al despacho de Chuck Insen, pero lo encontró vacío. Un realizador de la Herradura le llamó:

– ¡Hola, Harry! Chuck está en la conferencia de prensa de Crawf. La están grabando. Ya la verás cuando acabe.

Después, mientras Partridge atravesaba la Herradura, el realizador añadió:

– Ah, por si no te lo ha dicho nadie, esta noche Crawf se queda en el banquillo. Presentarás tú el telediario.

4

Esa noche, en el escondrijo de Hackensack de la banda de Medellín, Miguel tuvo puesta la radio en una emisora dedicada exclusivamente a los informativos. Con varios de sus compañeros, también estuvo viendo la televisión en un aparato portátil, cambiando entre los diversos noticiarios que difundieron reportajes sobre el secuestro de la familia Sloane.

Pese al agudo interés y las especulaciones, era evidente que de momento no se sabía nada acerca de la identidad o los motivos de los secuestradores. Las fuerzas de seguridad tampoco conocían su ruta de escape o la zona específica en la que los secuestradores y sus víctimas se habían refugiado. Algunas informaciones insinuaban que a esas horas podían hallarse a muchos kilómetros de Nueva York. Otras comunicaban que se habían erigido controles de carretera para detener e inspeccionar a todos los vehículos sospechosos, hasta Ohio, Virginia y la frontera canadiense. La actividad de la policía había desembocado en el arresto de varios criminales, pero ninguno de ellos relacionado con los Sloane.

Seguían circulando descripciones de una furgoneta Nissan de pasajeros, supuestamente utilizada por los secuestradores. Eso significaba que todavía no habían descubierto la furgoneta abandonada por Carlos en White Plains. Carlos había regresado sano y salvo a la finca de Hackensack hacía varias horas.

Entre Miguel y los suyos reinaba cierta sensación de alivio, aunque sabían que la policía de toda Norteamérica les estaba buscando y su seguridad era sólo provisional. Como seguían acuciándoles bastantes peligros, Miguel estableció un turno de guardia. En ese momento Luis y Julio estaban patrullando por el exterior con subfusiles ametralladores Beretta, al amparo de la oscuridad de la casa y sus dependencias.

Miguel sabía que si descubrían su guarida y llegaba la policía con muchos efectivos, ellos tenían muy escasas posibilidades de escapar. En tal eventualidad, sus órdenes eran tajantes: no recuperarían vivo a ninguno de los rehenes. Lo único que había cambiado era que la orden se refería a tres personas en lugar de a dos.

De los diversos boletines informativos que vio Miguel, el que más le interesaba eran las últimas noticias nacionales de la CBA. Le divertía que Crawford Sloane no ocupara su puesto habitual de presentador; le sustituía un tal Partridge, al que Miguel recordaba vagamente de algo. Sloane, no obstante, fue entrevistado en directo y también aparecía en una conferencia de prensa en diferido.


La conferencia de prensa estuvo muy concurrida, con periodistas de los medios escritos y audiovisuales, con sus cámaras y equipos técnicos. Se desarrolló en un edificio anexo de la CBA, situado en la manzana de casas contigua a la sede de informativos. Habían colocado unas sillas plegables en un estudio de sonido vacío; se ocuparon todas, y muchos asistentes tuvieron que permanecer de pie.

No hubo una presentación formal y Crawford Sloane comenzó con una breve declaración. Expresó su sorpresa y su ansiedad y luego hizo un llamamiento a los medios de comunicación y al público en general, solicitando cualquier información que pudiera ayudar a desvelar dónde estaban su mujer, su hijo y su padre y quién les retenía. Anunció que la CBA había dispuesto un centro telefónico con una línea especial de amplia capacidad de recepción. La centralita, que contaba con varias operadoras y un supervisor, ya estaba en marcha.

– Os la bloquearán las llamadas de los chiflados -intervino una voz anónima.

– Hemos de correr ese riesgo -repuso Sloane-. Lo que necesitamos es alguna pista concreta. Alguien sabrá algo, en alguna parte.

Durante su declaración, Sloane tuvo que callarse un par de veces para dominar la emoción de su voz. En ambos casos se produjo un compasivo silencio. El artículo del día siguiente de Los Angeles Times le describía como «digno e impresionante en unas circunstancias angustiosas».

Sloane comunicó que estaba dispuesto a responder a sus preguntas.

Al principio las preguntas también fueron consideradas. Pero después, inevitablemente, algunos periodistas iniciaron un interrogatorio más duro.

La representante de Associated Press preguntó:

– ¿Cree usted posible, como ya están especulando algunos, que su familia haya sido secuestrada por terroristas extranjeros? Sloane sacudió la cabeza:

– Es demasiado pronto para considerar siquiera una cosa así.

– Está eludiendo mi pregunta -objetó la periodista de la agencia-. Le he preguntado si le parecía posible.

– Supongo que es posible -admitió Sloane.

Un reportero de una emisora local de televisión formuló la eterna pregunta:

– ¿Y qué opina usted al respecto?

Se oyó un murmullo y Sloane tuvo ganas de decirle: ¿Y qué coño quiere que opine?, pero repuso:

– Evidentemente, confío en que no sea verdad.

Un maduro corresponsal de la CNN, antiguo trabajador de la CBA, levantó en vilo un ejemplar del libro de Sloane:

– ¿Sigue usted pensando, como dice aquí, que «hay que prescindir de los rehenes» y sigue usted oponiéndose a que se pague rescate, como ha expresado usted, «directa o indirectamente, en ningún caso»?

Sloane estaba preparado para esa pregunta y contestó:

– No creo que nadie involucrado de forma tan directa como yo en este momento pueda responder objetivamente a eso.

– Oh, venga, Crawf -insistió el de la CNN-, si tú estuvieras en mi lugar, no dejarías que tu interlocutor te saliera con ésas. Te lo preguntaré de otro modo: ¿Lamentas haber escrito esas palabras?

– En este momento -dijo Sloane-, me gustaría que no las esgrimieran contra mí.

– No las estamos esgrimiendo contra ti -intervino otra voz- y sigues sin responder a la pregunta.

Una periodista de un magazine de la ABC levantó su aguda voz:

– Estoy segura de que sus opiniones respecto a que había que prescindir de los rehenes norteamericanos causaron una gran consternación a las personas que todavía tienen a sus familiares retenidos en Oriente Medio. ¿Siente ahora más compasión por ellos?

– Siempre he sentido compasión -dijo Sloane-, aunque ahora mismo tal vez comprenda mejor la angustia de esas personas.

– ¿Quiere decir que lo que ha escrito era un error?

– No -dijo él muy tranquilo-, no quiero decir eso.

– Entonces, si le exigen un rescate, ¿se negará usted rotundamente?

Él levantó las manos en un gesto de impotencia:

– Me están pidiendo que especule sobre una cosa que no ha ocurrido aún. Y no pienso hacerlo.

Aunque no disfrutaba con la situación, Sloane reconocía in mente que en muchas conferencias de prensa del pasado, él mismo había sido un interrogador muy agresivo.

Newsday formuló una pregunta que desvió la atención del tema:

– No conocemos muchas cosas acerca de su hijo Nicholas, señor Sloane.

– Porque procuramos preservar nuestra vida privada. De hecho, mi mujer insiste mucho en ello.

– Ahora ya ha dejado de ser privada -señaló el reportero-. He averiguado que Nicholas tiene gran talento para la música y tal vez se convierta en pianista el día de mañana. ¿Es eso cierto?

Sloane sabía que, en otras circunstancias, Jessica objetaría que aquella pregunta era una intromisión. Pero en ese instante no sabía cómo eludirla.

– Nuestro hijo es muy aficionado a la música, efectivamente, siempre lo ha sido y sus mentores dicen que es muy precoz para su edad. En cuanto a si será concertista de piano o cualquier otra cosa, sólo el tiempo puede decirlo.

Al final, cuando empezaron a espaciarse las preguntas, Leslie Chippingham se adelantó y dio por concluida la sesión.

Sloane fue rodeado inmediatamente por quienes querían estrecharle la mano y transmitirle sus mejores deseos. Luego se escabulló en cuanto pudo.


Miguel, después de ver todas las noticias que quería, apagó el televisor y sopesó cuidadosamente todo lo que había averiguado.

Primero, no se sospechaba de la relación del cártel de Medellín ni de Sendero Luminoso con el secuestro. Por el momento, eso les favorecía. Segundo, y también en su favor, estaba el hecho de que no existían descripciones de él ni de los otros seis conspiradores. Si las fuerzas públicas hubieran conseguido de algún modo una descripción, la habrían dado a conocer ese mismo día, casi sin ningún género de dudas.

Y todo ello, razonó Miguel, restaba un poco de peligro a su siguiente trámite.

Necesitaba más dinero y para conseguirlo debía telefonear esa misma noche para planificar su recogida al día siguiente en las Naciones Unidas, o en sus inmediaciones.

Desde el principio había sido un problema introducir suficiente dinero en los Estados Unidos. Sendero Luminoso, que financiaba la operación, tenía mucho dinero en Perú. La dificultad estribaba en circunvenir las leyes de cambio de divisas de Perú y transferir esas divisas a Nueva York, en dólares USA, y al mismo tiempo mantener todo el movimiento del dinero -sus fuentes, su itinerario y su destino- en secreto.

Lo habían llevado a cabo de modo ingenioso, con la colaboración de un simpatizante revolucionario de Sendero Luminoso, bien situado en la cúpula del sistema bancario peruano, en Lima. Su cómplice en Nueva York era un diplomático peruano, uno de los secretarios de la embajada de Perú ante las Naciones Unidas.

El total de fondos asignados por Sendero y Medellín a la organización del plan ascendía a 850.000 dólares. Ello incluía la contratación del personal con sus gastos y dietas, el alquiler de un centro de operaciones, la compra de seis vehículos, el equipo médico, los ataúdes, las cantidades entregadas en Little Colombia por la cobertura y las armas de fuego, las comisiones por la transferencia de divisas desde Lima a Nueva York, más el soborno a una alta ejecutiva de un banco neoyorquino. También cubriría el importe del vuelo particular de los rehenes desde los Estados Unidos a Perú.

La mayor parte del dinero gastado en Nueva York había pasado por manos de Miguel a través de su contacto en las Naciones Unidas.

El procedimiento era el siguiente: el banquero de Lima convertía subrepticiamente los fondos que le confiaba Sendero Luminoso en dólares USA, hasta un máximo de 50.000 en cada operación. Luego lo transfería a una agencia bancaria de Nueva York, situada en Dag Hammarskjöld Plaza, cerca de la sede de las Naciones Unidas, que ingresaba ese dinero en una cuenta especial de la delegación peruana ante la ONU. La existencia de dicha cuenta sólo era conocida por José Antonio Salaverry, el secretario personal del embajador ante la ONU, que tenía autoridad para firmar cheques, y por la apoderada del director del banco, Helga Efferen, quien se ocupaba personalmente de la cuenta especial.

José Antonio Salaverry era otro simpatizante de Sendero Luminoso, aunque no hasta el punto de no cobrar comisión por la transferencia de fondos. Helga mantenía relaciones con Salaverry, y ambos se habían dejado arrastrar a una vida de lujos por encima de sus posibilidades, celebrando fiestas y codeándose con los derrochadores diplomáticos de las Naciones Unidas. Por esa razón, la propina que sacaban canalizando la entrada de fondos era bienvenida.

Cada vez que necesitaba dinero, Miguel telefoneaba a Salaverry, estipulándole una cantidad. Entonces se daban cita al cabo de un día o dos, en general en la sede de las Naciones Unidas y en ocasiones en alguna otra parte. Entretanto, Salaverry conseguía un maletín lleno de dinero en efectivo que entregaba a Miguel.

Sólo había una cosa que preocupaba a este último. En cierta ocasión, Salaverry le insinuó que, aun sin conocer el propósito específico del dinero, ni el lugar donde se escondían Miguel y sus compinches de Medellín, tenía una noción bastante aproximada de su objetivo. Miguel se dio cuenta de que eso sólo podía significar que se había producido una filtración en Perú. En ese momento no podía hacer nada, pero aquello le hizo volverse muy precavido en todos sus contactos con José Antonio Salaverry.

Miguel miró el teléfono portátil que tenía a su lado. Por un momento se sintió tentado de usarlo, pero sabía que no debía y no tenía más remedio que salir. A ocho manzanas de allí había un café con un teléfono público que ya había utilizado otras veces. Consultó su reloj: las 19.10. Con un poco de suerte, Salaverry estaría en su apartamento del centro de Manhattan.

Miguel se puso un abrigo y comenzó a andar a buen paso, echando una ojeada en busca de algún signo inhabitual de actividad por los alrededores. Pero no vio nada.

Durante su caminata volvió a pensar en la rueda de prensa de Crawford Sloane. Le había interesado mucho la referencia al libro de Sloane que al parecer contenía afirmaciones acerca de no pagar rescates y «prescindir de los rehenes». Miguel no tenía noticia de tal libro ni tampoco, estaba seguro, nadie del cártel de Medellín ni de Sendero Luminoso. Aunque dudaba que ello hubiera afectado a la decisión de secuestrar a la familia de Sloane; lo que escribía la gente de cara a la galería y lo que sentía y hacía en su casa solía variar bastante. Pero, en todo caso, en ese momento ya no cambiaba nada.

Otro de los datos interesantes de la conferencia de prensa era la referencia al mocoso* de Sloane como futuro concertista de piano. Sin una noción precisa de su posible utilización, Miguel tomó nota mentalmente de ese dato.

Cuando llegó al café, Miguel advirtió que había poca concurrencia. Entró y se dirigió al teléfono, que estaba al fondo del local, donde marcó un número de memoria. A la tercera llamada, Salaverry respondió con un marcado acento español:

– ¿Allo…?

Miguel dio tres golpecitos con la uña en su micrófono, la señal que le identificaba. Después añadió, en voz baja: -Mañana por la mañana. Cincuenta paquetes. Un «paquete» eran mil dólares.

Oyó un resoplido al otro extremo del hilo. La voz que le contestó sonaba amedrentada.

– ¿Estás loco?* ¡Telefonearme aquí esta noche! ¿Dónde estás? ¿No estará intervenido el teléfono?

– ¿Te crees que soy un pendejo*? -le dijo Miguel con desdén.

Al mismo tiempo, comprendió que Salaverry le había relacionado con los sucesos recientes; por lo tanto, sería peligroso reunirse con él. Sin embargo, no tenía más alternativa. Necesitaba dinero en efectivo para comprar -entre otras cosas- un ataúd para Angus Sloane. Además, Miguel sabía que quedaba un buen saldo en la cuenta de Nueva York y quería un poco más de dinero para sí mismo antes de salir del país. Estaba seguro de que José Antonio Salaverry había arañado algo más que las comisiones que le correspondían.

– Mañana no podemos vernos -dijo Salaverry-. Es demasiado precipitado, no puedo reunir el dinero tan deprisa. No debes…

– ¡Cállate!* No me hagas perder el tiempo. -Miguel apretó el receptor, controlando su furia y manteniendo baja la voz para que no le oyeran los parroquianos del bar-. Es una orden. Consigue en seguida los cincuenta paquetes. Llegaré allí como siempre, poco antes de las doce. Si fallas, ya sabes cómo se pondrán nuestros amigos, y sus tentáculos llegan muy lejos…

– ¡No, no! No tienen por qué preocuparse. -La voz de Salaverry adquirió un tono conciliador. Una amenaza de venganza del infame cártel de Medellín no se podía tomar a la ligera-. Haré todo lo posible.

– Más que lo posible -le cortó secamente Miguel-. Hasta mañana.

Colgó el teléfono y salió del café.

En la casa de Hackensack, los tres cautivos permanecían sedados al cuidado de Socorro. Durante la noche les administró nuevas dosis de Propofol, según las instrucciones de Baudelio; también vigiló sus constantes vitales, que fue registrando en una ficha. Poco antes del amanecer, Baudelio se despertó de su sueño sedado. Tras estudiar las anotaciones médicas de Socorro, asintió con aprobación y luego la relevó.

Por la mañana temprano, Miguel, que había dormido sólo a ratos, volvió a poner las noticias de la televisión. El secuestro de los Sloane seguía en cabecera, aunque no salió nada nuevo a relucir.

Poco después, Miguel comunicó a Luis que a las once en punto saldrían los dos hacia Manhattan en el coche fúnebre.

El coche fúnebre era el sexto vehículo del grupo, un Cadillac en buen estado, comprado de segunda mano. Hasta el momento, sólo lo habían utilizado dos veces. El resto del tiempo, el Cadillac había permanecido oculto en la propiedad de Hackensack, cuyos ocupantes lo habían bautizado como el ángel negro*. El suelo del interior del furgón, donde se coloca normalmente el ataúd, era de una caoba preciosa; tenía unos rodillos empotrados para facilitar la carga y la descarga. Los paneles laterales y el techo estaban tapizados de terciopelo azul marino.

En un principio, Miguel había planeado no volver a utilizar el coche fúnebre hasta su último desplazamiento, hacia el avión que les llevaría a Perú, pero evidentemente en ese momento era su vehículo más seguro. Habían utilizado mucho los otros coches y el camión GMC, sobre todo durante la vigilancia de Larchmont, y era posible que la policía dispusiera ya de su descripción.


El tiempo había cambiado y estaba diluviando, con fuertes rachas de viento y el cielo muy negro.

Con Luis al volante, hicieron un recorrido muy enrevesado desde Hackensack, cambiando varias veces de dirección y deteniéndose en dos ocasiones para asegurarse de que no les seguían. Luis conducía el coche fúnebre con exquisito cuidado a causa de lo resbaladizo del piso y su escasa visibilidad a través del cristal delantero monótonamente barrido por las escobillas limpiaparabrisas. Descendieron por la margen de Nueva Jersey del río Hudson hasta Weehawken, tomaron por el túnel Lincoln y emergieron en Manhattan a las 11.45.

Tanto Miguel cuanto Luis llevaban traje oscuro y corbata negra, apropiado para su presencia en semejante vehículo.

Al salir del túnel tomaron hacia el este por la calle Cuarenta. La fuerte lluvia había formado un atasco que apenas progresaba. Miguel contemplaba a los peatones caminando despacio e incómodos por las atestadas aceras.

La paradoja de recorrer Nueva York en un coche fúnebre le divertía. Por un lado, el automóvil era excesivamente llamativo para sus propósitos; por otro, imponía respeto. En una encrucijada, un guardia de tráfico uniformado -un brownie, como les llaman los neoyorquinos- les había abierto paso, deteniendo a otros vehículos.

Miguel advirtió también que muchos de los viandantes, al ver el coche fúnebre, desviaban inmediatamente los ojos. Ya lo había observado otras veces y se preguntaba si sería la idea de la muerte, el máximo olvido, lo que les inquietaba. Él nunca había temido a la muerte, aunque no tenía intención de facilitar el que alguien adelantara su llegada.

Cualquiera que fuera la razón, no tenía importancia. Lo importante era que, seguramente, la muchedumbre que les rodeaba no pensaba que ese coche fúnebre en particular, tan cercano que casi podían tocarlo, contenía a dos de los criminales más buscados del país, perpetradores de un crimen que era la noticia del día en la nación entera. La idea intrigaba a Miguel, pero también era tranquilizadora.

Giraron hacia el norte en la Tercera Avenida, y poco antes de la calle Cuarenta y cuatro Luis se arrimó al bordillo para que Miguel se apeara. Alzando el cuello para protegerse de la lluvia, Miguel caminó dos manzanas hacia el este en dirección a la sede de las Naciones Unidas. Pese a sus reflexiones acerca del coche fúnebre, la llegada a la ONU en semejante vehículo le habría atraído una atención que no deseaba. Mientras tanto, Luis tenía instrucciones de seguir circulando y regresar al punto en que le había dejado al cabo de una hora. Si Miguel no aparecía, Luis iría pasando cada media hora.

En la esquina de la calle Cuarenta y cuatro, Miguel compró un paraguas en un puesto callejero, pero tuvo dificultades para sostenerlo abierto contra el ventarrón. Pocos minutos más tarde atravesaba la Primera Avenida hacia el edificio blanco de la Asamblea General de la ONU. A causa de la lluvia, las astas de las banderas estaban tristes y desnudas, despojadas de sus estandartes. Cruzando una verja de hierro por la entrada de los delegados, subió los escalones hacia la amplia explanada de admisión de visitantes. Miguel, con las manos vacías, no tardó en superar el control donde los demás mostraban sus bolsos y sus paquetes para la inspección.

En el amplio vestíbulo del otro lado, los bancos rebosaban de visitantes, cuyas caras e indumentarias eran tan diversas como la propia ONU. Una mujer boliviana con un sombrero hongo permanecía estoicamente sentada. Junto a ella, un niñito negro jugaba con un cordero blanco de trapo. Cerca había un anciano arrugadísimo con el típico turbante afgano. Dos israelíes barbudos discutían sobre unos papeles diseminados a su alrededor. E, intercalados con la multitud variopinta, los pálidos turistas americanos y británicos.

Ignorando a quienes esperaban, Miguel se dirigió hacia un prominente letrero que rezaba «Visitas con guía», al fondo del vestíbulo. Junto a él le estaba esperando José Antonio Salaverry con un portafolios.

«Se parece a una comadreja», pensó Miguel al ver la cara afilada y angustiada de Salaverry, su pelo ralo y su fino bigote. El diplomático peruano, que solía derrochar soberbia, ese día parecía sumamente incómodo.

Se dirigieron una levísima inclinación de cabeza y luego Salaverry se encaminó a un mostrador de información, donde con su credencial de delegado autorizó la entrada de Miguel bajo un nombre ficticio. Le entregaron un pase de visitante.

Recorrieron un inmenso corredor acristalado flanqueado por pilares, desde donde se divisaba un jardín y, a lo lejos, el East River. Las escaleras mecánicas les condujeron a la primera planta; luego penetraron en el Indonesian Lounge, reservado a los diplomáticos y sus huéspedes.

El salón, enorme e impresionante, donde eran recibidos los jefes de Estado, contenía soberbias obras de arte, incluida la cortina de la entrada a la Sagrada Kaaba de La Meca, un tapiz negro bordado en oro y plata, obsequio de los saudíes. En una alfombra verde oscuro estaban colocados varios sofás de cuero blanco y diversas sillas, distribuidos ingeniosamente para que pudieran desarrollarse varias conversaciones a la vez, sin interferir unas con otras. Miguel y Salaverry se sentaron en uno de los pequeños corros.

Cuando se miraron, la delgada boca de José Antonio Salaverry se torció en una mueca de reproche:

– ¡Te advertí que era peligroso venir aquí! Ya corremos bastantes riesgos para buscarnos más.

– ¿Por qué es peligroso venir aquí? -preguntó Miguel con voz tranquila.

Quería averiguar cuánto sabía ese blandengue.

– ¡Estúpido! Lo sabes perfectamente. La televisión y todos los periódicos no hablan más que de lo que has hecho, de las personas que has secuestrado. El FBI y la policía lo están revolviendo todo buscándote. -Salaverry tragó saliva antes de preguntar ansiosamente-. ¿Cuándo os vais… cuándo pensáis salir todos vosotros del país?

– Suponiendo que lo que me estás diciendo sea verdad, ¿para qué quieres saberlo? ¿Qué más te da?

– Es que Helga está frenética de ansiedad. Y yo también.

O sea que ese bocazas idiota se lo había contado todo a su querida banquera. Eso significaba que la grieta inicial de seguridad se había ensanchado aún más y en ese momento era un peligro inminente que había que eliminar. Aunque Salaverry no podía saberlo, su insensata declaración había sellado su destino y el de su amante.

– Antes de contestarte, quiero el dinero -dijo Miguel.

Salaverry manipuló la combinación del cierre de su portafolios. De su interior sacó una abultada cartera de cartón atada con una cinta y se la tendió a Miguel.

Éste la abrió, comprobó su contenido y luego volvió a cerrarla.

– ¿No quieres contarlo? -dijo Salaverry con petulancia.

– No te atreverías a engañarme -dijo Miguel con un encogimiento de hombros. Reflexionó y añadió, como quitándole importancia-: Así que quieres saber cuándo nos iremos yo y unos cuantos más…

– Sí.

– ¿Dónde vais a estar la mujer y tú esta noche?

– En mi apartamento. Estamos demasiado preocupados para salir por ahí.

Miguel ya había estado en el apartamento y recordaba su dirección.

– Quedaos allí -dijo a Salaverry-. Yo no puedo telefonear por razones evidentes. Por lo tanto, esta noche irá un mensajero con la información que deseas. Utilizará el nombre de Platón. Será la contraseña para que le dejes entrar.

Salaverry asintió precipitadamente. Parecía aliviado.

– Te voy a hacer ese favor -terminó Miguel señalando la carpeta- a cambio de tu rapidez en conseguir el dinero.

– Gracias. Ya comprenderás que no deseo hacer ninguna insensatez…

– Lo comprendo. Pero esta noche quedaos en casa.

– Sí, sí.


Al salir del edificio de la ONU, Miguel cruzó la Primera Avenida hasta el hotel United Nations Plaza. Se dirigió a los teléfonos públicos de la planta baja, al lado del quiosco de periódicos.

Marcó de memoria el número de un abonado de Queens. Le contestaron desde una casa particular, más parecida a una fortaleza, de Little Colombia en Jackson Heights. Miguel se explicó con brevedad, eludiendo nombrar a nadie; dio el número del teléfono desde donde llamaba y colgó.

Se quedó esperando pacientemente junto al teléfono. En dos ocasiones, viendo acercarse a alguien, fingió estar hablando por el aparato. A los siete minutos sonó. Una voz le confirmó que estaba hablando desde otro teléfono público: la llamada no podía ser intervenida ni localizada.

En voz baja, Miguel expresó lo que necesitaba. Le aseguraron que sería cumplido. Negociaron el trato por seis mil dólares, que aceptaron ambas partes. Miguel dio la dirección del apartamento de Salaverry y explicó que el nombre «Platón» franquearía la entrada.

– Debe hacerse esta noche -insistió-, y dar la impresión de un suicidio después de un asesinato.

La voz le prometió que sus instrucciones se llevarían a cabo con total precisión.


Miguel llegó al lugar indicado de la Tercera Avenida minutos antes de que hubiera transcurrido la primera hora. Al momento apareció el coche fúnebre con Luis al volante.

Miguel se introdujo en él, sacudiéndose la lluvia, y ordenó a Luis:

– Ahora vamos a la casa de pompas fúnebres. La misma que la otra vez. ¿Te acuerdas?

Luis asintió y giró a la derecha en dirección al puente Queensboro.

5

A veces, cuando reina la tranquilidad, los servicios informativos de una cadena de televisión son como un gigante dormido.

Funcionan a un rendimiento considerablemente menor del ciento por ciento y una parte importante de su talentudo personal funciona «al ralentí», como se conoce en la jerga del ramo, queriendo decir que no están trabajando activamente.

Por eso mismo, cuando se presenta un acontecimiento informativo de primer orden, se dispone de personas expertas de las que se puede echar mano.

El viernes por la mañana, menos de veinticuatro horas después del secuestro de la familia de Sloane, el proceso de contratación comenzó cuando el equipo especial encabezado por Harry Partridge, con Rita Abrams como realizadora, empezó a reunirse en la sede de la CBA-News.


Rita, que había salido de Minnesota con destino a Nueva York a última hora de la víspera, llegó a los recién asignados despachos del equipo a las ocho de la mañana. Harry Partridge, que había pasado la noche en una suite de lujo del hotel Intercontinental, a cargo de la emisora, se reunió con ella poco después.

– ¿Hay alguna novedad? -preguntó sin pérdida de tiempo.

– Del secuestro, nada -respondió Rita-, pero hay un follón de gente delante de la casa de Crawf.

– ¿Qué clase de follón?

Estaban en lo que sería la sala de conferencias del grupo y Rita se recostó en su silla giratoria. Pese a la brevedad de sus vacaciones, parecía fresca, había recuperado su vitalidad y su energía habituales. Pero no había perdido el peculiar cinismo que tanto divertía a los que trabajaban con ella.

– Hoy día, todo el mundo quiere tocarle los faldones a los presentadores de televisión. Ahora que se ha hecho pública su dirección, todos los fans de Crawf están acudiendo en tropel a Larchmont. Por cientos, y tal vez por miles. La policía tiene problemas para controlar la situación y ha cortado la calle.

– ¿Tenemos una unidad móvil sobre el terreno?

– Claro, el equipo ha pasado la noche allí. Les he dicho que no se muevan hasta que Crawf se venga a trabajar. Entonces irá otro equipo a sustituirles.

Partridge asintió, dándole su aprobación.

– Es de suponer que los secuestradores, y por lo tanto la acción, ya no estarán en Larchmont -dijo Rita-, pero creo que debemos guardarnos las espaldas permaneciendo por los alrededores durante un par de días, por si surge alguna novedad. Bueno, a menos que hayas pensado otra cosa.

– No, no, todavía no -dijo él-. ¿Sabes que nos han dado carta blanca para elegir talentos?

– Me lo dijeron anoche. Así que ya he mandado llamar a tres realizadores: Norman Jaeger, Iris Everly y Karl Owens. No tardarán.

– Buena elección.

Partridge conocía bien a los tres. Eran expertos profesionales de la CBA-News.

– Ah, ya he asignado los despachos. ¿Quieres ver el tuyo?

Rita le enseñó los cinco despachos contiguos que constituirían la base de operaciones del grupo especial. Los departamentos de noticias de las cadenas de televisión estaban en permanente estado de cambio, creando y abandonando proyectos temporales, así que cuando surgía una necesidad, solía ser fácil encontrar alojamiento.

Partridge tendría un despacho propio, lo mismo que Rita. Otros dos despachos, atestados de mesas, serían compartidos por los demás realizadores, cámaras y personal auxiliar, que ya estaban empezando a instalarse. Partridge y Rita les fueron saludando, antes de dirigirse al quinto despacho, el más amplio, destinado a sala de juntas, a proseguir la planificación.

– Me gustaría -dijo Partridge- tener una reunión cuanto antes con todos los que van a colaborar con nosotros. Asignaremos responsabilidades y luego empezaremos a trabajar en el reportaje para el telediario de esta noche.

Rita consultó su reloj: las 8.45.

– La haremos a las diez -dijo-. Ahora mismo prefiero averiguar qué está pasando en Larchmont.

– En los años que llevo aquí -dijo el sargento de policía de Larchmont- nunca había visto nada semejante.

Estaba hablando con el agente especial Havelock del FBI, que había salido de la casa de Sloane hacía unos minutos para contemplar a la muchedumbre de curiosos. La multitud había ido creciendo desde el alba y en ese momento atestaba las aceras de la parte delantera de la casa. En algunos puntos, la gente rebosaba sobre la calzada, y los oficiales de policía intentaban, sin demasiado éxito, controlar a la masa y permitir la circulación rodada. Otis Havelock, que había pasado la noche en casa de Sloane, temía que éste, que estaba en el interior de la casa disponiéndose a salir para el trabajo, fuera atropellado.

Los equipos de televisión y demás miembros de la prensa estaban agrupados ante la puerta principal. Cuando apareció Havelock, las cámaras de televisión le enfocaron y los reporteros le acribillaron a preguntas:

– ¿Sabe algo de los secuestradores?

– ¿Qué tal ha reaccionado Sloane?

– ¿Podemos hablar con Crawford?

– ¿Quién es usted?

En respuesta, Havelock meneó la cabeza y levantó las manos como quitándoselos de encima.

Detrás del grupo de prensa, la multitud parecía bajo control, aunque la aparición de Havelock había agudizado el rumor de las conversaciones.

– ¿No puede usted despejar la calle? -se quejó el agente federal al sargento de policía.

– Lo estamos intentando. El comisario ha ordenado que levantemos barreras. Cortaremos el tráfico rodado y el paso de peatones, excepto para los vecinos de la calle, y luego intentaremos que vayan saliendo los curiosos. Pero tardaremos una hora, como mínimo. El comisario no quiere que se arme alboroto, y menos con todas esas cámaras por aquí.

– ¿Tiene alguna idea de dónde ha salido toda esta gente?

– He preguntado a unos cuantos -respondió el sargento-. La mayor parte viene de fuera de Larchmont. Supongo que ha sido por toda la publicidad de la tele… quieren ver de cerca al señor Sloane. Todas las calles del barrio están atestadas de coches.

Había empezado a llover, pero eso no pareció desalentar a los mirones. Abrían sus paraguas o se arrebujaban en sus abrigos.

Havelock regresó al interior de la casa y dijo a Crawford Sloane, que parecía cansado y demacrado:

– Nos marcharemos en dos coches del FBI sin distintivo. Usted irá en el segundo, agachado en la parte posterior, y saldremos de estampida.

– Ni hablar -protestó Sloane-. Todos esos chicos son compañeros míos de los medios de comunicación. Yo no puedo escabullirme como si fuera un delincuente.

– Pero ahí fuera también puede estar alguno de los secuestradores de su familia. -Havelock endureció la voz-. ¿Quién sabe lo que pueden haber planeado? ¡Incluso pegarle un tiro! Así que no sea insensato, señor Sloane. Y recuerde que yo soy el responsable de su seguridad.

Al final acordaron invitar a los cámaras y los reporteros al interior del vestíbulo de la casa para una improvisada rueda de prensa dirigida por Sloane. Los periodistas se apretujaron, observando con curiosidad la casa, algunos de ellos con envidia no disimulada. Las preguntas y respuestas que se sucedieron fueron más o menos una repetición de las del día anterior, con la única variante de que no había habido comunicación alguna de los secuestradores durante la noche.

– No puedo deciros nada más -terminó Sloane-. Sencillamente, no hay nada más. Me gustaría que lo hubiera.

Havelock, presente y atento, declinó su participación y por último los reporteros, algunos con aspecto resentido por la falta de noticias, salieron igual que habían entrado.

– Ahora, señor Sloane -dijo Havelock-, vamos a salir de aquí como le dije antes: usted en la parte trasera del coche, bien agachado y escondido.

Sloane aceptó a regañadientes.

Pero se presentó un desgraciado imprevisto en la ejecución del plan.

Crawford Sloane se metió en el coche del FBI tan deprisa que sólo lo vieron algunos de los curiosos que se apiñaban en la calle. Sin embargo, éstos no tardaron en proclamarlo a gritos y la noticia corrió como la pólvora.

– ¡Sloane va en el segundo coche!

En ese mismo vehículo iban Havelock y otro agente del FBI, en los asientos posteriores, con Sloane a cuatro patas entre ellos, incomodísimo. Y llevaba el volante otro agente federal.

En el coche de delante iban otros dos agentes del FBI. Los dos automóviles arrancaron inmediatamente.

Una vez la muchedumbre al tanto de la salida de Sloane, los de más atrás empujaron a los que tenían delante, tirándoles a la calzada. En ese instante se sucedieron velozmente varias cosas.

El primer coche salió del jardín de Sloane, dirigido por un agente de policía, a bastante velocidad. El segundo coche le seguía a escasa distancia. De repente, los curiosos de la otra acera salieron despedidos hasta el centro de la calzada, interponiéndose en el paso del primer coche. El conductor, que no esperaba tropezar con una barrera humana, frenó bruscamente.

En otras circunstancias, el automóvil habría logrado frenar a tiempo. Pero la superficie mojada y resbaladiza de la calzada le hizo derrapar. Con un chirrido de neumáticos seguido por varios golpes sordos contra los cuerpos que se le atravesaban y diversas exclamaciones de espanto, el coche abrió una brecha en la primera línea de curiosos.

Los ocupantes del segundo automóvil -salvo Sloane, que no podía ver nada- se estremecieron de horror, preparándose para una colisión similar. Pero la gente ganó a toda prisa la otra acera, despejando la calzada. Havelock, sin alterar la expresión de su cara, ordenó inflexible al conductor:

– ¡No te pares! ¡Vámonos!

Más tarde, Havelock justificó su gesto aparentemente inhumano explicando:

– Sucedió todo tan deprisa, que temía que fuera una emboscada.

Crawford Sloane, advirtiendo que pasaba algo inesperado, levantó la cabeza para echar un vistazo. En ese preciso instante una cámara de televisión que estaba enfocando el coche captó un primer plano de la cara de Sloane, y luego siguió el recorrido del automóvil mientras abandonaba el lugar del accidente. Los espectadores que vieron ese vídeo más tarde en sus televisores no podían saber que Sloane estaba rogando que se detuvieran, pero Havelock insistió:

– Está ahí la policía. Hará todo lo que haga falta.

La policía de Larchmont logró, efectivamente, controlar la situación y en seguida llegaron varias ambulancias. El balance total fue de ocho heridos: seis leves y dos más graves. Uno de los heridos graves tenía un brazo y varias costillas fracturados y una joven tenía una pierna tan destrozada que habría que amputársela.

El accidente, aunque trágico, no habría llamado tanto la atención en otras circunstancias. Pero, sumado al secuestro de la familia Sloane, recibió cobertura nacional y se achacó parte de la culpa, por implicación, a Crawford Sloane.


El investigador de las oficinas de la CBA en Londres, Teddy Cooper, embarcó en el Concorde de la mañana, como se había prometido. Se presentó directamente en los despachos del equipo especial poco antes de las diez de la mañana, primero a Harry Partridge y luego a Rita. Después se dirigieron los tres a la sala de juntas, donde se estaba reuniendo todo el grupo.

Por el camino le presentaron a Crawford Sloane, que acababa de llegar hacía unos minutos, todavía bajo el shock de su experiencia en Larchmont.

Cooper, delgadísimo, irradiaba energía y seguridad. Llevaba el pelo, castaño y lacio, más largo de lo que imperaba en ese momento, enmarcando una cara pálida con rastros de acné adolescente. Ello daba un aspecto aún más juvenil a sus veinticinco años. Pese a haber nacido y haberse criado en Londres, había estado varias veces en los Estados Unidos y conocía bien Nueva York.

– Lamento lo de su mujer y su familia, señor S. -le dijo a Crawford Sloane-, ¡pero anímese! ¡Ya estoy yo aquí! Agarraremos a esos sinvergüenzas antes de que cante un gallo. ¡Es mi especialidad!

Sloane miró a Partridge enarcando las cejas, como preguntándole: ¿Estás seguro de que necesitamos a este pájaro?

– La modestia nunca ha sido la principal virtud de Teddy -repuso Partridge con sequedad-. Le daremos un poco de cuerda y a ver qué pasa.

Sus palabras no parecieron molestar a Cooper lo más mínimo.

– Lo primero, Harry -dijo éste a Partridge-, es comprobar toda la información. Luego iré a husmear personalmente por los contornos. Quiero hablar con los tíos que lo vieron… con todos absolutamente. No podemos descuidar nada. Si voy a intervenir en esto, lo voy a hacer a conciencia.

– Tú, a tu aire.

Partridge recordaba perfectamente cómo trabajaba Cooper.

– Vas a estar al mando de toda la investigación, con dos ayudantes.

Los ayudantes de investigación, una pareja de jóvenes procedentes de otro proyecto de la CBA, ya estaban en la sala de juntas. Mientras esperaban a que se iniciase la reunión, Partridge los presentó a todos.

Cooper les estrechó la mano y les dijo:

– Trabajar conmigo será una gran experiencia para vosotros, chicos. Pero no os pongáis nerviosos… soy muy informal. No tenéis más que llamarme «Excelencia» y hacerme una reverencia todas las mañanas.

Los investigadores parecieron muy divertidos con Cooper y los tres empezaron a discutir ante el tablón de «Secuencia de acontecimientos» que ya estaba instalado en la sala de juntas, de lado a lado de una pared. Era un procedimiento habitual en las misiones especiales, donde se recogerían todos los detalles conocidos sobre el secuestro de la familia Sloane, en su debido orden. En otra de las paredes había otro tablón titulado «Varios», que reuniría toda la información incidental, algunas especulaciones e incluso rumores, cuyo orden era intrascendente o desconocido. Cuando los datos de «Varios» se desarrollaban, se transferían al otro tablón, todo ello bajo la supervisión del equipo de investigación.

Los tablones tenían dos propósitos: primero, tener al corriente a todos los miembros del equipo especial de toda la información disponible y las sucesivas novedades; y segundo, proporcionar una base de análisis con perspectiva para las frenéticas sesiones que podían, y solían, desembocar en la inspiración de nuevas ideas.


A las diez en punto, Rita Abrams levantó la voz, interrumpiendo el murmullo general de conversaciones.

– Muy bien, escuchadme todos, por favor. Vamos a empezar.

Ocupaba la presidencia de una larga mesa, con Harry Partridge a su lado. Leslie Chippingham llegó y se sentó a la mesa. Cuando su mirada tropezó con la de Rita, intercambiaron una imperceptible sonrisa.

Crawford Sloane se sentó en el otro extremo. No esperaba intervenir en la discusión y acababa de confiar a Partridge:

– Me siento completamente inútil, como una cáscara vacía.

También se sentaron en torno a la mesa los tres realizadores requeridos por Rita. Norman Jaeger, el mayor de los tres, era un veterano de la CBA que había trabajado en todos los departamentos de noticias. De voz pausada, imaginativo y culto, era el realizador de uno de los programas más populares de la emisora, el magazine «Detrás de los titulares». Su súbita cesión temporal al equipo especial daba prueba de los recursos excepcionales concedidos al grupo.

Junto a Jaeger estaba Iris Everly, de veintitantos años, que estaba empezando a brillar con luz propia en el terreno de la realización de informativos. Menuda y bonita, graduada por la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia, tenía una mente aguda que funcionaba a increíble velocidad. Cuando iba en pos de alguna noticia especialmente evasiva, su reputación de inflexibilidad e ingenio era comparable a la de Rasputín.

Karl Owens, el tercero de los realizadores, era un trabajador infatigable, cuya reputación se debía a su perseverancia y su laboriosidad; algunas veces su trabajo en colaboración con los reporteros daba fruto después de que la competencia se retirara del caso. De edad intermedia entre Jaeger e Iris Everly, y menos imaginativo que ellos, se podía contar con Owens por la solidez y el completo conocimiento de su oficio.

En los demás asientos de la mesa e inmediatamente detrás se hallaban Teddy Cooper y sus dos ayudantes de investigación, un redactor del boletín nacional de Últimas Noticias, Minh Van Canh, que sería el jefe de los equipos de cámaras, y una secretaria.

– Bueno, todos sabemos para qué estamos aquí -dijo Rita abriendo la sesión en tono imperativo-. Ahora vamos a discutir nuestros métodos de trabajo. En primer lugar, os expondré la organización. Después, Harry se hará cargo de la dirección editorial.

Rita hizo una pausa y miró a Crawford Sloane, al otro extremo de la mesa.

– Crawf, no vamos a hacer discursitos. Creo que nadie lograría decir nada sin emocionarse, y tú ya tienes bastante aflicción que soportar para cargar con la nuestra. Pero quiero decirte, muy sencillamente y de parte de todos nosotros, por ti, por tu familia y por nosotros, porque os apreciamos… ¡que nos vamos a entregar sin reservas!

El resto de destacados especialistas profirió un rumor de aprobación y simpatía.

Sloane asintió dos veces y después logró articular: -Gracias -aunque se le quebró la voz.

– De ahora en adelante -prosiguió Rita- vamos a operar a dos niveles: el proyecto a largo plazo y la evolución diaria. Norm -se dirigió al mayor de los realizadores-, tú te harás cargo del primero.

– Bien.

– Iris, tú te ocuparás de la información diaria, empezando con la cuña del boletín de esta noche, que discutiremos brevemente.

– De acuerdo -replicó Iris con vivacidad-. Lo primero que necesito es el vídeo del follón de esta mañana delante de casa de Crawf.

Sloane hizo una mueca ante la mención del incidente y miró a Iris con ojos casi de súplica, aunque ella no se dio por aludida.

– En seguida lo tendrás -dijo Rita-. Ya lo traen para acá.

Luego Rita se dirigió al tercero de los realizadores, Karl Owens:

– Karl, tú trabajarás a caballo entre los dos proyectos, según las necesidades. Y yo trabajaré codo con codo con vosotros tres.

– Teddy -prosiguió Rita volviendo su atención hacia Cooper-, creo que quieres ir a Larchmont.

– Sí, señora -respondió Cooper con una sonrisa-. A escarbar por ahí e imitar al famoso Sherlock H. -Luego dirigió una mirada en torno-: Tarea en la que soy excepcional.

– Teddy -dijo Partridge tomando la palabra por vez primera-, todas las personas de esta sala son excepcionales. Por eso están aquí.

– Entonces, me voy a encontrar en mi propia salsa -replicó Cooper, imperturbable y radiante.

– En cuanto concluya esta reunión -le comunicó Rita-, Minh se irá a Larchmont con un equipo de refresco. Puedes ir con él, Teddy, y hablar con Bert Fisher, el colaborador de nuestra emisora local. Ya está avisado. Fisher fue quien descubrió la historia ayer. Te acompañará a todas partes y te presentará a cuantas personas quieras conocer.

– ¡Fenómeno! Tomo nota: ir de pesca con Fisher.

– Posiblemente, acabaré estrangulando a ese inglés antes de que termine el proyecto -comentó Norm Jaeger a Karl Owens en voz baja.

– Minh -dijo Iris Everly-, tengo que hablar contigo antes de que te vayas a Larchmont.

El cámara Minh Van Canh asintió, con su cetrina cara impasible, como siempre.

– De momento, hemos concluido -terminó Rita-. Ahora, lo más importante, la dirección editorial: Harry, es toda tuya.

– Nuestro primer objetivo, creo yo -empezó éste-, es averiguar más cosas acerca de los secuestradores. ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? ¿Qué se proponen? Desde luego, es probable que nos lo digan ellos mismos muy pronto; sin embargo, no vamos a quedarnos esperando a que llamen. En este momento, no puedo deciros cómo encontraremos respuesta a todos estos interrogantes, excepto que concentraremos todos nuestros cerebros en lo que ha ido sucediendo hasta ahora, más cada dato nuevo que vaya llegando. Hoy quiero que todos los que estáis aquí estudiéis todo lo que tenemos, memorizando los detalles. Los tablones ayudarán -señaló el de «Secuencia de acontecimientos» y el de «Varios», añadiendo-: Esta misma mañana acabaremos de ponerlos al día.

»Cuando estéis bien al corriente, quiero que todos y cada uno, por separado y colectivamente, sigáis atando cabos y desmenuzando la información. Si lo hacemos bien, y basándonos en anteriores experiencias, acabará apareciendo algo.

Todo el grupo congregado alrededor de la mesa escuchaba atentamente a Partridge, que prosiguió:

– Os aseguro una cosa: esos tipos, los secuestradores, habrán dejado alguna pista en alguna parte. Todo el mundo deja pistas, por más cuidado que ponga en borrarlas. El truco está en encontrar la primera. -Dedicó una inclinación de cabeza a Jaeger-: Tu tarea consistirá en concentrarte en esto, Norman.

– Conforme -dijo Jaeger.

– Ahora lo más inmediato. Iris, en cuanto a tu reportaje para el boletín de la noche… sé que ya habrás estado pensando. ¿Cómo lo ves? ¿Se te ha ocurrido algún esquema?

– Si no hay más noticias relevantes, como alguna comunicación de los secuestradores -respondió ella con vivacidad-, después de decir que no las hay, podemos pasar al follón de esta mañana frente a la casa de Crawf. Luego, como éste sería el primer día sin novedades, un resumen de los sucesos de ayer. He visto la cinta: está todo muy embarullado. Hoy lo haremos mejor, más ordenadamente. También me gustaría volver a entrevistar a algunos testigos de Larchmont… -Iris consultó sus notas- sobre todo a la señora mayor, Priscilla Rhea, que es un filón. Es posible que ella o los otros hayan recordado algo más.

– ¿Y sobre las reacciones? -preguntó Jaeger-. Como la de Washington…

– Sólo un pellizco -repuso Partridge-, la del presidente, tal vez. Y alguna entrevista a los ciudadanos, si hay tiempo.

– ¿Pero nada del Capitolio?

– Acaso mañana -dijo Partridge-. O tal vez nunca. En el Capitolio todo el mundo quiere meter baza -continuó, e indicó a Iris con un gesto que continuara.

– Para rematar -dijo ésta-, podríamos hacer un pequeño análisis al final… entrevistar a algún experto en secuestros.

– ¿Se te ocurre alguien? -preguntó Partridge.

– Pues todavía no.

– Yo conozco a uno -intervino Karl Owens-. Se llama Ralph Salerno, un ex policía de Nueva York que vive en Naples, Florida. Da conferencias sobre la delincuencia en las escuelas de Policía de todo el mundo y es autor de varios libros. Sabe mucho sobre secuestros. Le he visto por televisión. Es fantástico.

– Llamémosle -dijo Iris mirando a Partridge, que asintió.

– Karl -intervino Les Chippingham-, tenemos una filial en la zona de Naples. Si quieres, conecta con ellos; si no, manda a Salerno a Miami en avión.

– Y en cualquier caso -añadió Iris-, reserva hora en el satélite para que Harry le entreviste.

– Marchando -dijo Owens tomando nota.

Tras otros quince minutos de discusión, Rita dio una palmada en la mesa.

– Se acabó -anunció-. Se levanta la sesión. ¡A trabajar!


Y en medio del trabajo serio, una pequeña tormenta marginal.

Con fines de investigación, Harry Partridge había decidido entrevistar a Crawford Sloane. Partridge creía que Sloane, como la mayor parte de las personas involucradas en un episodio complejo, sabía más cosas de las que imaginaba y que un interrogatorio hábil y bien encauzado podía sacar a la luz nuevos datos. Sloane ya había aceptado someterse a ello.

Cuando Partridge recordó a Sloane su compromiso en la misma sala de juntas, después de la reunión, les interrumpió una voz a su espalda:

– Si no les importa, me gustaría quedarme a escucharles. Yo también puedo averiguar algo.

Sorprendidos, se volvieron. Allí estaba Otis Havelock, el agente especial del FBI, que había entrado al finalizar la reunión.

– Bueno -respondió Partridge-, ya que lo pregunta, sí que me importa.

– ¿Usted no es míster FBI? -inquirió Rita Abrams.

– ¿Quiere decir como «Miss América»? No creo que mis colegas estén de acuerdo… -bromeó él.

– Lo que quiero decir exactamente -prosiguió ella- es que no debería usted estar aquí. Ésta es un área restringida a los que trabajamos en este grupo.

Havelock parecía sorprendido.

– Parte de mi cometido consiste en proteger al señor Sloane. Además, están ustedes investigando el secuestro, ¿verdad?

– Sí.

– En tal caso, tenemos el mismo objetivo, localizar a la familia del señor Sloane. Por lo tanto, todo lo que ustedes descubran, como lo de ese tablón -dijo señalando el de «Secuencia de acontecimientos»-, también tiene que saberlo el FBI.

Varios de los presentes, y entre ellos Leslie Chippingham, habían guardado silencio.

– Entonces -saltó Rita-, debe haber reciprocidad. ¿Puedo enviar, ahora mismo, a un corresponsal de la CBA a las oficinas del FBI en Nueva York para que examine todos los informes que poseen?

– Me temo que eso es imposible -dijo Havelock mientras negaba con la cabeza-. Algunos son confidenciales.

– ¡Exacto!

– Mirad, muchachos…

Havelock, consciente de que estaban llamando cada vez más la atención en la sala, intentaba contenerse a ojos vistas.

No sé si se dan ustedes cuenta de que estamos tratando con criminales. Cualquier persona que se halle en conocimiento de alguna información tiene la obligación legal de comunicarla, en este caso, al FBI. Lo contrario podría incurrir en delito.

Rita, cuya paciencia no solía durar demasiado, objetó:

– ¡Por los clavos de Cristo, no somos niños! Hemos realizado multitud de investigaciones y sabemos de qué va.

– Señor Havelock -dijo Partridge-, he de advertirle que he trabajado en varias ocasiones al lado del FBI, y su gente tiene fama de conseguir toda la información que puede sin dar nada a cambio.

– El FBI -exclamó Havelock- no está obligado a dar nada a cambio de nada. -Se le había acabado el comedimiento-. Somos una agencia gubernamental con el respaldo del presidente y el Congreso. Ustedes parecen considerarnos como unos competidores. Bueno, pues déjenme avisarles de que si alguien pone trabas a la investigación oficial ocultando información, es muy probable que tenga que hacer frente a serias responsabilidades.

Chippingham decidió que había llegado el momento de intervenir:

– Señor Havelock, le aseguro que ninguno de nosotros desea infringir la ley. Sin embargo, tenemos absoluta libertad para realizar todas las investigaciones que nos dé la gana y, algunas veces, con más éxito que lo que usted llama la «investigación oficial».

»Y aquí, de lo que se trata -prosiguió el director de los servicios informativos- es de una cosa llamada "secreto profesional". Aunque admito que existen algunas zonas intermedias, lo importante es que los periodistas puedan investigar y luego proteger sus fuentes, a menos que lo especifique un mandamiento judicial en contra. O sea, que sería una violación de nuestra libertad el permitirle a usted el libre acceso, parcial o total, a la información que obtengamos. Por lo tanto, debo decirle que, aunque agradecemos su presencia, existe un límite a su acreditación y una frontera que no podrá usted franquear: ésta -dijo señalando con un dedo la puerta de la sala de juntas.

– Muy bien, señor -dijo Havelock-. Pero no pienso darme por vencido, y supongo que no pondrá objeción a que lo discuta con mis superiores.

– En absoluto. Estoy seguro de que le confirmarán a usted que estamos en nuestro derecho.

Chippingham no le dijo, en cambio, que la CBA, como todas las cadenas de informativos, tomaba sus propias decisiones acerca de lo que se podía revelar o no, y cuándo, aunque ello tocara un poco las narices al FBI. Sabía que la mayor parte de los profesionales de la sección de informativos pensaba igual que él. Y en cuanto a las posibles consecuencias, la emisora tendría que atenerse a ellas cuando y como se presentaran.

Cuando Havelock salió a telefonear, Chippingham dijo a Rita:

– Llama a mantenimiento. Pídeles las llaves de estos despachos y ciérralos.


En la intimidad del despacho de Partridge, éste y Sloane comenzaron la entrevista, junto a una grabadora en marcha. Partridge retomó el tema con el que ya se había familiarizado, repitiendo algunas preguntas anteriores desde otros ángulos y con detalle, pero no emergió nada nuevo. Al final, preguntó a Sloane:

– ¿Se te ocurre algo, Crawf, aun en lo más hondo del subconsciente, donde puedas bucear, algo que pueda tener relación, aunque sea vagamente, con lo que ha ocurrido? ¿Algún pequeño incidente que te haya llamado la atención y después se te haya olvidado?

– Ya me lo preguntaste ayer… -contestó Sloane pensativo.

Su actitud hacia Partridge había cambiado notablemente en las últimas veinticuatro horas. En cierto sentido, era más amigable. En otro, Sloane sentía menos recelos hacia Partridge, incluso confiaba mentalmente en él de un modo distinto. Curiosamente, Sloane sentía casi deferencia, como si considerara a Harry Partridge su última esperanza para recuperar a Jessica, Nicky y su padre.

– Ya lo sé -repuso Partridge-, y me prometiste meditarlo.

– Bueno, anoche lo estuve pensando y tal vez haya algo, aunque no estoy seguro, y no es más que una sensación imperceptible.

Sloane hablaba un poco cohibido; nunca se había sentido cómodo con las ideas vagas e informes.

– Sigue, sigue -le apremió Partridge.

– Creo que, antes de que pasara esto, he tenido una vaga sensación de que me seguían. Por supuesto, tal vez sea una falsa impresión, formada después de descubrir que vigilaban nuestra casa.

– Olvídalo. Así que crees que te seguían. ¿Dónde y cuándo?

– Ése es el problema. Es una impresión tan vaga que a lo mejor me lo estoy inventando, quizá porque creo que debo acordarme de algo.

– ¿Crees que pueden ser imaginaciones tuyas? Sloane vaciló:

– No, creo que no.

– Dame más detalles.

– Tengo la sensación de que es posible que me siguieran algunas veces, al volver a casa. También he tenido el presentimiento, aunque condenadamente elusivo, de que alguien me observaba aquí, desde dentro de la CBA-News… alguien que no debía estar aquí.

– Y todo esto, ¿duró mucho tiempo?

– Quizá un mes. -Sloane levantó las palmas de las manos-. Es que no estoy seguro de no estar inventándolo. En cualquier caso, ¿qué más da?

– No lo sé -dijo Partridge-, pero lo comentaré con los demás.

Después, Partridge mecanografió un resumen de la entrevista de Sloane y lo clavó en el tablón de «Varios» de la sala de juntas. A continuación, regresó a su despacho a iniciar el «trabajo telefónico», según la jerga periodística.

Abrió ante él su «cuaderno azul»: una agenda que reunía a un montón de personas del mundo entero, que le habían sido de utilidad alguna vez y podían volver a serlo. También incluía a otras personas a las que él había ayudado suministrándoles información cuando éstas, a su vez, la habían necesitado. La profesión periodística estaba llena de deudores y acreedores; y en ocasiones como aquélla, se exigía el pago de las deudas. También se podía sacar provecho del halago que sentía mucha gente al saberse buscados por los medios de comunicación.

En cuanto al cuaderno azul, la noche anterior Partridge había hecho una lista de números de teléfono. Los nombres que se alineaban ante él abarcaban contactos en el Departamento de Justicia, la Casa Blanca, el Departamento de Estado, la CIA, Inmigración, el Congreso, varias embajadas extranjeras, el Departamento de Policía de Nueva York, la Policía Montada del Canadá en Ottawa, la Policía Judicial de Méjico, un autor de libros sobre crímenes históricos y un abogado con clientes en organizaciones criminales.

Las siguientes conversaciones telefónicas empezaron generalmente en tono informal:

– Hola, soy Harry Partridge. Hacía mucho tiempo que no nos poníamos en contacto. Llamo para ver cómo te va la vida…

La tónica personal continuaba con preguntas acerca de la familia: esposas, maridos, amores o hijos -Partridge tomaba nota de los nombres de todos- y luego pasaba a la actualidad:

– Estoy trabajando en el secuestro de los Sloane. Me pregunto si habrás oído algún rumor, o si te has hecho tu propia opinión…

A veces las preguntas eran más específicas: ¿Has oído alguna especulación respecto a quiénes pueden ser responsables de ello? ¿Crees en la posibilidad de una trama terrorista, y en tal caso, de dónde? ¿Circula algún rumor, aun el más insensato? ¿Podrías intentar averiguar por tu cuenta, y avisarme si te enteras de algo?

Era una práctica corriente, bastante aburrida y que solía requerir mucha paciencia. En ocasiones daba algún resultado, de vez en cuando a largo plazo, y muchas veces, ninguno. De esas llamadas en concreto no emergió nada específico, aunque la conversación más interesante, pensó Partridge más adelante, fue la que mantuvo con el abogado criminalista.

El año anterior, Partridge le había hecho un favor… o eso creía el abogado. Su hija, de viaje por Venezuela con otras estudiantes universitarias, había tomado parte en una turbia orgía de drogas que salió a la luz pública en los Estados Unidos. Hubo ocho chicas involucradas; dos de ellas murieron. A través de una agencia de Caracas, la CBA-News había obtenido la exclusiva de las imágenes sobre el terreno, con primeros planos de las participantes -entre ellas, la hija del abogado en cuestión- arrestadas por la policía. Partridge, que estaba en Argentina, se desplazó a Venezuela para cubrir la noticia.

En Nueva York, el padre de la chica averiguó de algún modo que había imágenes del asunto y que se le iba a dar publicidad, y logró localizar a Partridge por teléfono. Le suplicó que no utilizara el nombre o las imágenes de su hija, argumentando que era la más joven del grupo, que hasta entonces nunca se había metido en líos y que esa publicidad a nivel nacional arruinaría su vida.

Partridge, a esas horas, ya había visto las imágenes; se había informado acerca de la chica y había decidido no utilizarla en su reportaje. Pero, a pesar de todo, para dejar la puerta abierta a cualquier opción, prometió al abogado que haría todo lo posible.

Más tarde, al ver que la CBA no había hecho referencia directa a la chica, el abogado mandó a Partridge un cheque por mil dólares. Partridge le devolvió el cheque con una nota, y desde entonces no habían vuelto a ponerse en contacto.

– Estoy en deuda con usted -le dijo sin rodeos el abogado, tras escuchar la introducción de Partridge-. Ahora quiere algo de mí. Dígame qué es.

Partridge se lo explicó.

– No he oído nada, fuera de las noticias de la televisión -le dijo el abogado-. Y estoy completamente seguro de que ninguno de mis clientes tiene nada que ver. No es la clase de temas que tocan ellos. No obstante, algunas veces se enteran de cosas. Durante los próximos días haré discretas indagaciones por ahí. Si averiguo algo le telefonearé.

Partridge tuvo el presentimiento de que lo haría.

Al cabo de una hora, cuando había tachado la mitad de los nombres de la lista, Partridge se dio un respiro y fue a la sala de conferencias a tomarse un café. A la vuelta, hizo lo que hacía cada día casi todo el mundo del sector de la información: hojear el New York Times y el Washington Post. Siempre sorprendía a los visitantes de los centros de noticias de las emisoras de televisión el número de ejemplares de esos diarios que corrían por sus despachos. El hecho era que, pese al éxito de los informativos televisados, persistía sutilmente arraigada la opinión de que nada constituía una verdadera noticia hasta que aparecía impreso en el Times o el Post.

El vozarrón de Chuck Insen interrumpió la lectura de Partridge.

– Harry, traigo la alineación de esta noche -dijo el director de realización entrando en su despacho-. Será una presentación al alimón. Tú serás uno de los dos interesados.

– ¿Cabeza de ratón o cola de león?

– ¿Quién sabe? -Insen sonrió levemente-. En cualquier caso, desde esta noche, tú presentarás todo lo que se refiera al secuestro de la familia Sloane, que va a salir una vez más en cabecera… a menos que le peguen un tiro al presidente antes de la hora de emisión. Crawf presentará el resto de las noticias como de costumbre. Porque si esa pandilla de criminales, sean quienes sean, se creen que van a dictar a su antojo cómo funciona la CBA, lo tienen claro.

– Por mí, estupendo -dijo Partridge-. Y supongo que por Crawf, también.

– Con sinceridad, ha sido idea suya. Como los reyes, se siente inseguro si se le mantiene demasiado tiempo lejos del trono. Además, su ausencia de las pantallas no arreglará nada. Ah… otra cosa: al final del boletín, Crawf dirá espontáneamente unas palabras dando las gracias a quienes han mandado mensajes solidarizándose con su familia y esas cosas.

– ¿Espontáneamente?

– Pues claro. Se lo están escribiendo entre tres redactores en este mismo momento.

Divertido a pesar de las circunstancias, Partridge añadió:

– Parece que habéis firmado las paces de momento.

– Hemos declarado un armisticio tácito -asintió Insen- hasta que termine todo esto.

– ¿Y después?

– Ya veremos.

6

Hacía cosa de un mes, al poco tiempo de entrar ilegalmente en los Estados Unidos, Miguel había intentado comprar unos ataúdes para el transporte de los rehenes a Perú. Lo había planeado todo a fondo por adelantado y pensaba que sería un mero trámite que se realizaría rápidamente y sin trabas. Pero descubrió que no.

Había ido a una funeraria de Brooklyn, con idea de extender su radio de acción en vez de limitarse al área de Little Colombia en Queens, su centro de operaciones por aquel entonces. El establecimiento se hallaba cerca de Prospect Park, y era un elegante edificio blanco rotulado «Field's», con un espacioso aparcamiento.

Miguel cruzó una doble puerta maciza de roble que daba a un vestíbulo enmoquetado de color beige dorado, decorado con plantas frescas y pinturas de bucólicos paisajes. Le recibió un atildado hombre de mediana edad que llevaba una americana negra con un clavel blanco en el ojal, pantalones de rayas grises y negras, camisa blanca y corbata oscura.

– Buenos días, caballero -dijo el figurín-. Soy el señor Field. ¿En qué puedo servirle?

Miguel llevaba un discursito preparado:

– Mis padres son muy mayores y desean resolver ciertas diligencias acerca de su futura… ejem, defunción.

Con una inclinación de cabeza, Field transmitió su aprobación y su comprensión.

– Lo entiendo, señor. Muchas personas mayores, en el ocaso de la vida, quieren dejar arreglado su futuro con toda comodidad.

– Exactamente. Bien, mis padres querrían…

– Disculpe, señor. Estaríamos mejor en mi despacho.

– Muy bien.

Field abrió la marcha. Acaso intencionadamente, cruzaron varias salas con butacas y sillones, una de ellas con unas hileras de sillas dispuestas para un servicio fúnebre. En cada sala había un cadáver, retocado con cosméticos y colocado en el interior de un ataúd abierto, sobre un cojín almidonado. Miguel advirtió a algunos dolientes, pero varias de las salas estaban vacías.

El despacho estaba al extremo de un pasillo, discretamente disimulado. En las paredes lucían varios diplomas enmarcados, como los de un consultorio médico, salvo que uno de ellos se refería al «embellecimiento» de cuerpos (adornado con lazos escarlata) y otro al embalsamado. Field le indicó una silla y Miguel se sentó.

– ¿Me da su nombre, señor?

– Novack -mintió Miguel.

– Bien, señor Novack, primero debemos discutir las cuestiones generales. ¿Poseen usted o sus padres una parcela en el cementerio?

– Pues no.

– Entonces, ésa debe ser nuestra primera consideración. Hay que conseguirla cuanto antes, porque el asunto de las parcelas se está poniendo muy difícil, sobre todo las bonitas. A menos, por supuesto, que se hayan decidido por la cremación…

Miguel, reprimiendo su impaciencia, meneó la cabeza:

– No. Pero de lo que quería hablarle realmente…

– Después está la cuestión de la religión de sus padres. ¿Qué servicio requerirán? Y hay que tomar otras decisiones. Si quiere hacer el favor de estudiar esto…

Field le tendió lo que parecía una elaborada carta de restaurante. Incluía una larga lista de artículos y servicios aislados como: «Baño, desinfección, preparación y maquillaje del difunto… 250 $», «Suplemento especial para los casos de autopsia… 125 $» y «Asistencia clerical según los distintos credos… 100 $». El «servicio tradicional completo», por 5.900 dólares, incluía, entre otras cosas, un crucifijo de 30 dólares entre las manos del difunto. El ataúd se cobraba aparte y podía costar hasta 20.600 dólares.

– Lo que quiero discutir es lo de los ataúdes -dijo Miguel.

– Por supuesto. -Field se levantó-. Sígame, por favor.

Le condujo por unas escaleras hasta el sótano. Luego penetraron en una sala de exposición enmoquetada de rojo y Field se dirigió en primer lugar al ataúd de 20.600 dólares.

– Éste es el mejor. Está forrado con una gruesa lámina de acero y tiene tres tapas: una de cristal, otra de latón y la tercera de latón acolchado, y puede decirse que es eterno.

Su exterior ostentaba unos adornos muy elaborados, y su interior estaba tapizado en terciopelo morado.

– Desearía algo un poco más sencillo -dijo Miguel.

Se pararon ante dos ataúdes, uno mayor que el otro, valorados en 2.300 y 1.900 dólares.

– Mi madre es una mujer muy menuda -explicó Miguel, pensando: Del tamaño de un niño de once años.

Le llamaron la atención unas cajas muy simples.

– Son para los judíos practicantes -le explicó Field-, que quieren austeridad. Las cajas tienen dos agujeros en el fondo, según la teoría de «tierra a tierra». ¿Es usted judío? -Como Miguel negó con la cabeza, le confió-: Francamente, no sería la clase de última morada que elegiría para los míos.

Regresaron al despacho de Field.

– Ahora sugeriría que tratáramos el resto de las disposiciones. Primero la parcela.

– No hace falta -dijo Miguel-. Quiero pagarle los dos ataúdes y llevármelos.

– Eso no es posible. -Field parecía escandalizado.

– ¿Por qué?

– Pues sencillamente, porque no se procede así.

– Tal vez debiera haberle explicado -Miguel estaba empezando a comprender que aquello no era tan sencillo como había pensado- que mis padres quieren comprarse los ataúdes ahora, y llevárselos a casa para verlos todos los días. Para irse acostumbrando, por así decir, a su futura acomodación.

– Nosotros no podemos servirle. -Field parecía anonadado-. Nuestra empresa presta un servicio… cómo le diría yo… «un bono con todo incluido», si me permite la expresión. Si sus padres lo desean, podrían venir a elegir los ataúdes donde reposarán en paz. Pero luego no tendríamos más remedio que guardárselos aquí hasta que llegara el momento de utilizarlos.

– ¿Y no se podría…?

– No, señor. En absoluto.

Miguel notó que el hombre perdía interés, o incluso empezaba a sospechar algo, posiblemente.

– Bueno. Lo pensaré y si me interesa ya volveré.

Field le escoltó hasta la puerta. Miguel no tenía la menor intención de volver. Sabía que ya había causado una impresión excesiva con su visita.

Al día siguiente lo intentó en otras dos funerarias de las afueras, haciendo preguntas más breves. Pero le dieron siempre la misma respuesta. Nadie le vendería ataúdes «sueltos».

Entonces Miguel comprendió que sus movimientos fuera de su centro de operaciones habían sido un error, y regresó a Queens y a sus contactos de Little Colombia. A los pocos días le enviaron a una pequeña funeraria cochambrosa de Astoria, no muy lejos de Jackson Heights. Allí le recibió Alberto Godoy.

En términos de establecimientos de pompas fúnebres, el de Godoy era al de Field lo que un bazar de emigrantes a Tiffany's: estaba adaptado a una clientela de clase baja. Y no sólo eso, la mugre se extendía a la propia persona del propietario.

Godoy era obeso, calvo, con los dedos manchados de nicotina y los rasgos abotargados de un alcohólico. Su uniforme de enterrador, compuesto de chaqueta negra y pantalones de rayas, estaba salpicado de manchas de comida. Tenía la voz cascada y puntuada por una tos de fumador. Durante su reunión con Miguel, que empezó en el minúsculo y desordenado despacho de Godoy, éste se fumó tres cigarrillos, que iba encendiendo con la colilla del anterior.

– Me llamo Novack, y vengo a informarme -dijo Miguel.

– Sí, ya lo sé -asintió Godoy.

– Mis padres son mayores y…

– Ah, ¿ése es el cuento?

Miguel insistió, repitiendo la historia mientras Godoy le escuchaba con una mezcla de tedio e incredulidad. Al final le hizo sólo una pregunta:

– ¿Cómo piensa pagarme?

– En efectivo.

– Por aquí -dijo Godoy, con una pizca más de amabilidad.

Una vez más, el sótano proveía el espacio adecuado para la exposición de ataúdes, aunque allí la alfombra era marrón y estaba sucia y gastada, y había menos surtido que en Field's. Miguel eligió expeditivamente dos ataúdes apropiados, uno de tamaño mediano y el otro, pequeño.

– El mediano -anunció Godoy- vale tres mil dólares. El de niño, dos mil quinientos.

Aunque la referencia «al de niño» contradecía su historia y se acercaba peligrosamente a la verdad, Miguel la ignoró. Y a pesar de su convencimiento de que el precio de cinco mil quinientos dólares era como mínimo el doble de su valor normal, accedió sin discusión. Llevaba dinero encima y pagó en billetes de cien dólares. Godoy le pidió 454 dólares más en concepto de impuestos, que Miguel abonó, dudando que las arcas municipales llegaran a ver nunca ese dinero.

Miguel arrimó la parte posterior de su camión GMC recién adquirido al muelle de carga desde donde izaron a bordo los ataúdes, bajo la cuidadosa supervisión de Godoy. Después, Miguel se los llevó a su guarida, donde los almacenaron hasta su posterior traslado a Hackensack.

Y al cabo de un mes, aproximadamente, volvía al establecimiento de Alberto Godoy a por otro ataúd.


A Miguel le desagradaba volver allí por los riesgos que ello suponía. Recordaba la referencia no meditada de Godoy sobre el ataúd de niño. Así que existía la posibilidad, se decía Miguel, de que Godoy hubiera relacionado el secuestro de la víspera de una mujer y un niño con su compra de los ataúdes. No era probable, pero una de las razones de que Miguel hubiera sobrevivido tanto tiempo como terrorista era que tenía siempre en cuenta todas las posibilidades. Sin embargo, una vez decidido a transportar al tercer cautivo a Perú, no tenía alternativa. Debía correr ese riesgo.

Poco más de una hora después de abandonar las Naciones Unidas, Miguel indicó a Luis que aparcara el coche fúnebre a una manzana de la funeraria de Godoy. Y volvió a abrir su paraguas bajo la lluvia torrencial.

La recepcionista de la funeraria avisó a Godoy por un interfono y luego acompañó a Miguel hasta el despacho del propietario.

El gordinflón contempló a Miguel con suspicacia a través de una nube de humo de tabaco:

– Así que es usted, otra vez. Sus amigos no me habían advertido de su visita.

– No lo sabían.

– ¿Qué desea?

Cualesquiera que fueran las motivaciones de Godoy para tratar con Miguel la primera vez, estaba claro que entonces tenía sus reservas.

– Un amigo mío me ha pedido un favor. Ha visto los ataúdes de mis padres y le ha gustado la idea. Así que me ha pedido que yo…

– ¡Ay, calle, calle!

Detrás de la mesa de Godoy había una anticuada escupidera. Godoy se quitó el cigarrillo de la boca y soltó un escupitajo.

– Escuche, señor, no perdamos tiempo con lo que ambos sabemos perfectamente que es un puñado de trolas. Le he preguntado qué deseaba.

– Un ataúd. Lo pagaré como los otros dos.

Godoy le miró con ojos inquisitivos.

– Mire, esto es un negocio honrado. Algunas veces, naturalmente, tengo que hacer un favor a sus amigos; y ellos hacen lo mismo por mí. Pero ahora quiero que me conteste a una pregunta: ¿acabaremos pisando mierda?

– No habrá mierda si usted coopera. Miguel infundió a su voz un tono de amenaza, que dio resultado.

– De acuerdo, es suyo -dijo Godoy, moderando su tono-. Pero han subido desde la última vez. El modelo de adulto, cuatro mil.

Sin decir palabra, Miguel abrió la cartera de cartón que le había dado José Antonio Salaverry y empezó a contar billetes de cien dólares. Tendió cuarenta a Godoy, que añadió:

– Más doscientos cincuenta de impuestos.

Cerrando las gomas de la cartera, Miguel le contestó:

– Que os den por el culo a ti y al municipio. Tengo un coche fuera. Que me lleven el ataúd al muelle de carga.

En el almacén, Godoy se quedó un poco sorprendido al ver aparecer un coche fúnebre. Recordaba que se habían llevado los otros dos ataúdes en un camión. Recelando de su cliente, Godoy memorizó la numeración de la matrícula de Nueva York y al regresar a su despacho la anotó, sin saber muy bien por qué. Luego metió la hoja de papel en un cajón y se olvidó en seguida del asunto.


Pese a su sensación de que estaba metido en una cosa que más le valdría desconocer, Godoy sonreía mientras guardaba los cuatro mil dólares en su caja fuerte. Parte de los billetes que su visitante le había dado hacía un mes seguían también en la caja de caudales. Y Godoy no sólo no tenía intención de pagar los impuestos de Nueva York sobre ambas transacciones, sino que tampoco pensaba incluirlas en su declaración de renta. Amañar su inventario de existencias para hacer desaparecer los tres ataúdes sería sencillísimo. La idea le animó tanto que decidió hacer una cosa que hacía con demasiada frecuencia: ir al bar de la esquina a tomarse una copita.

Varios de los amigotes de copas de Godoy le dieron la bienvenida. Poco después, desatada la lengua por los tres Jack Daniel que se había tomado, relató al grupo que un canelo le había comprado dos ataúdes, según él para llevárselos a casa de sus padres y tenerlos a punto para cuando palmaran los pobres viejos, y luego había vuelto a por otro, y todo aquello como quien va a comprar unas sillas o una batería de cocina.

Mientras los otros se tronchaban de risa, Godoy les confió poco después que había sido más listo que el pobre idiota, y le había cobrado el triple de lo normal. Entonces uno de sus colegas lanzó un viva, impulsando a Godoy -cuyas preocupaciones se habían disipado completamente- a invitarles a otra ronda.

Entre los clientes del bar había un colombiano, residente en el país, que escribía una columna en un oscuro semanario de Queens publicado en español. El tipo escribió la historia de Godoy en el reverso de un sobre con un cabo de lápiz, traduciéndola al español sobre la marcha. Le pareció un tema curioso para su columna de la semana siguiente.

7

En la CBA-News había sido un día frenético, sobre todo para el equipo especial del secuestro de los Sloane.

El foco de la actividad seguía centrado en la realización de un reportaje global del secuestro para el boletín de la noche, aunque otros acontecimientos, algunos muy importantes, se desarrollaban en otras zonas del mundo.

Habían asignado a la noticia del secuestro cinco minutos y medio, una duración extraordinaria en un medio donde se discutía salvajemente por un segmento de quince segundos. En consecuencia, casi todos los esfuerzos del grupo apuntaban a la producción de esa noche, sin dejar virtualmente tiempo para la planificación a largo plazo o la reflexión. Harry Partridge presentó la primera parte de las noticias, cuya emisión se inició así:


A las treinta y seis horas de angustiosa espera, no hay todavía ninguna novedad acerca de la familia del presentador de la CBA Crawford Sloane. Su esposa, su hijo y su padre fueron secuestrados en la mañana de ayer en Larchmont, Nueva York. Todavía se desconoce el paradero de la señora Sloane, su hijo Nicholas de once años y el señor Angus Sloane.


Con la mención de cada nombre, aparecía una foto fija del interesado por encima del hombro de Partridge.


También se desconocen la identidad, los objetivos o la afiliación de los secuestradores.


Apareció en pantalla un primer plano de Crawford Sloane, con expresión preocupada, y su afligida voz suplicó: «¡Quienesquiera que sean, dondequiera que estén, por el amor de Dios, dense a conocer! ¡Dennos alguna noticia!».

La voz de Partridge volvió a sonar sobre el fondo del exterior de la sede del FBI, el edificio Edgar Hoover de Washington: «Mientras el FBI, en estos momentos a cargo de la investigación, se niega a hacer comentarios…».

Rápidamente cambió el decorado y emergió un portavoz del FBI en la sala de prensa de la agencia federal: «En este momento no sería de ninguna utilidad hacer declaraciones».

Y Partridge de nuevo: «…extraoficialmente, los agentes del FBI admiten no haber hecho progreso alguno.

»Desde ayer, llueven las expresiones de preocupación y protesta desde las más altas esferas…»

Un fundido de la sala de prensa de la Casa Blanca, donde está hablando el presidente: «En América no puede tolerarse semejante acción. Sus autores serán apresados y castigados».

Partridge: «…Y en zonas más modestas…».

En Pittsburgh, un obrero del acero de color, con su casco puesto y la cara brillando con los reflejos del alto horno: «Es una vergüenza que pueda ocurrir algo así en mi país».

Un ama de casa, de raza blanca, en una reluciente cocina de fórmica: «No entiendo cómo nadie ha previsto lo ocurrido, ni se han tomado precauciones. Quiero expresar mi sentimiento por Crawford. -Y señalando su aparato de televisión-: En esta casa es como de la familia».

Sentada ante su pupitre, en California, una adolescente eurasiática, de voz dulce: «Me preocupa Nicholas Sloane. No hay derecho a que se lo hayan llevado».

Durante todo el día, los equipos de la CBA y sus emisoras filiales de todo el país recabaron las reacciones de la gente. La cadena había revisado unas cincuenta y había seleccionado esas tres.

La imagen cambiaba a la casa de Sloane en Larchmont, esa mañana, bajo la lluvia: un plano general de la multitud esperando en la calle, y luego acercándose, un lento barrido de caras. Y el comentario de Partridge: «Hoy se ha producido una nueva tragedia, debida en parte al intenso interés del público».

La voz en off continuaba, alternando con el sonido ambiental y nuevas imágenes: la aparición de los dos coches sin distintivo del FBI… el tropel de espectadores invadiendo la calzada… el frenazo del coche de delante, su pérdida de control y su derrapaje… un chirrido de neumáticos y los gritos de los heridos… la huida frenética de la gente ante el segundo automóvil, que no se detuvo… un primer plano de la cara de horror de Crawford Sloane… el segundo coche alejándose.

Durante el montaje habían surgido algunas objeciones respecto a los planos de la cara de Sloane y del coche mientras se alejaba.

– Da una impresión errónea -había protestado el propio Sloane.

Pero Iris Everly, que había realizado la mayor parte del reportaje, trabajando todo el día con uno de los mejores montadores de la CBA, Bob Watson, luchó por su inclusión, y venció.

– Le guste o no a Crawford -señaló-, es una noticia y debemos ser objetivos. Además, es la única novedad desde ayer.

Rita y Partridge la apoyaron.

El hilo del reportaje retrocedió a un ágil resumen de la jornada anterior. Empezaron con Priscilla Rhea, la frágil maestra de escuela retirada, que volvió a describir la brutal agresión de Jessica, Nicky y Angus Sloane en el supermercado de Larchmont.

Minh Van Canh había usado su cámara con creatividad, filmando un gran primer plano de la cara de la señorita Rhea. Mostraba los profundos surcos de la edad, con cada arruga en agudo relieve, pero también reflejaba su inteligencia y su carácter enérgico. Minh la había tranquilizado con preguntas amables, un procedimiento empleado en muchas ocasiones. Cuando no había ningún corresponsal a mano, los cámaras experimentados hacían algunas preguntas a las personas que iban a filmar. Luego se borraban esas preguntas de la cinta de sonido, pero se dejaban las respuestas, como afirmaciones.

Tras describir el forcejeo en el aparcamiento y la precipitada partida de la furgoneta Nissan, la señorita Rhea acusaba a los secuestradores, levantando la voz: «¡Eran unos brutos, unos bestias, unos salvajes!».

A continuación, el comisario de policía de Larchmont confirmaba que no había novedades en el caso y que los secuestradores no habían dado señales de vida.

Después del resumen venía una entrevista con el criminólogo Ralph Salerno.

Salerno se hallaba en un estudio de Miami y Harry Partridge en Nueva York, y habían realizado la entrevista vía satélite a última hora de la tarde. La recomendación de Karl Owens demostró ser acertada y Salerno, una autoridad en la materia, era elocuente y estaba bien informado. Dejó a Rita Abrams tan impresionada que ésta le pidió la exclusiva para la CBA mientras durara la crisis. Le pagarían mil dólares por cada intervención televisada, con un mínimo garantizado de cuatro.

Aunque las cadenas de televisión proclamaban que no pagaban por las entrevistas de los informativos -afirmación no siempre cierta-, una prima por asesoría era algo diferente y aceptable.

Ralph Salerno declaraba: «Los progresos en la investigación de un secuestro realizado con eficiencia dependen de la comunicación de los secuestradores. Mientras eso no se produzca, la situación suele permanecer estancada».

A una pregunta de Partridge, continuaba: «El FBI tiene un buen coeficiente de éxitos en los secuestros; resuelve el noventa y dos por ciento de los casos. Pero si examinamos cuidadosamente quiénes han sido atrapados y cómo, comprobaremos que la mayor parte de las resoluciones han dependido en primer lugar de la comunicación de los secuestradores, y después de irles acosando durante la negociación o el pago del rescate».

Partridge intervenía: «Entonces lo más probable es que no ocurra nada hasta que los secuestradores den señales de vida».

«Exactamente.»


La última declaración del reportaje especial estuvo a cargo de la presidenta de la corporación, Margot Lloyd-Mason.


Había sido idea de Leslie Chippingham incluir a Margot. La víspera, poco después de interrumpir la programación con el boletín especial sobre el secuestro, la había informado por teléfono. Y esa mañana había vuelto a ponerse en contacto con ella. En conjunto, su reacción había sido de solidaridad y tras su primera conversación había telefoneado a Crawford Sloane para expresarle su esperanza de que su familia fuera liberada rápidamente. Sin embargo, mientras hablaba con el director de informativos, había añadido dos advertencias.

– Una de las razones de que suceda una cosa así es que las emisoras han cometido el error de permitir que los presentadores se conviertan en ídolos, y los espectadores los consideran algo especial, casi como dioses.

No se extendió en los métodos de las emisoras para el control de la opinión pública, si quisieran, y, por su parte, Chippingham no deseaba discutir una cosa evidente.

El otro aviso concernía al equipo especial para el secuestro.

– Que nadie, y me refiero principalmente a ti -dictaminó Margot Lloyd-Mason-, pierda la cabeza con los gastos. Tenéis que hacer todo lo necesario sin saliros del presupuesto actual de informativos.

– No creo que podamos -protestó Chippingham, vacilante.

– Entonces, es una orden. No se emprenderá ninguna actividad que exceda del presupuesto sin mi previa aprobación. ¿Está claro?

Chippingham se preguntó si aquella mujer tendría sangre en las venas.

– Sí, Margot -respondió en voz alta-, está clarísimo. Aunque te recuerdo que la audiencia del boletín nacional de anoche se disparó y espero que continúe así mientras dure este asunto.

– Lo cual demuestra, simplemente -repuso ella con frialdad-, que se puede sacar provecho de las desgracias.

Aunque la aparición de la presidenta de la corporación en el informativo de la noche le parecía apropiada, Chippingham esperaba también que ello suavizara su actitud hacia algunos gastos especiales que, en su opinión, serían necesarios.

En antena, Margot habló con autoridad, según un guión que le habían preparado, pero revisado por ella misma.


Hablo en nombre de todo el personal de esta emisora y nuestra casa matriz, Globanic Industries, y declaro que vamos a emplear todos nuestros recursos en la búsqueda de los miembros secuestrados de la familia Sloane. Porque de hecho, para todos nosotros, se trata de un asunto de familia.

Deploramos lo sucedido. Instamos a los organismos oficiales a que sigan dedicando todos sus medios para llevar a esos criminales ante la justicia. Esperamos que nuestro amigo y colega Crawford Sloane pueda reunirse con su esposa, su hijo y su padre lo antes posible.


En el primer borrador no se hacía referencia a Globanic Industries. Cuando Margot le propuso la idea a Chippingham después de revisar el guión del comunicado en su despacho, él opinó:

– Yo no lo haría. El público tiene una imagen de la CBA como una entidad, como algo muy americano. La mención del nombre de Globanic lleva a la confusión, sin ventaja para nadie.

– Lo que tú pretendes -replicó Margot- es que la CBA sea una especie de joya de la corona, una empresa independiente. Bueno, pues no lo es. En Globanic más bien se considera a la CBA como un grano en el culo. Deja la referencia. Y lo que puedes quitar, à propos de Sloane, son las palabras «nuestro amigo y colega». Con secuestro o sin él, me atragantaré al decirlas.

– ¿Y si hacemos un trato? -sugirió Chippingham secamente-. Prometo respetar a Globanic si, por esta vez, consientes en ser amiga de Crawford.

– ¡Coño, de acuerdo! -exclamó Margot, soltando una fuerte carcajada.


La ausencia de novedades después de un primer día frenético en el grupo especial no sorprendió a Harry Partridge. Había intervenido en proyectos similares en otras ocasiones y sabía que los miembros de cualquier equipo tardaban por lo menos veinticuatro horas en centrarse. De todos modos, era imperativo no retrasar más la formulación de sus planes.

– Vamos a organizar una cena de trabajo -dijo a Rita por la tarde.

Entonces, ésta comunicó a los otros cuatro responsables del equipo -Jaeger, Iris, Owens y Cooper- que se reunieran con ellos dos a cenar en un restaurante chino en cuanto finalizara el boletín nacional de la noche. Rita eligió el Shun Lee West de la calle Sesenta y cinco oeste, cerca del Lincoln Center, uno de los favoritos del mundillo de la televisión. Al hacer la reserva, rogó al maître, Andy Yeung:

– No nos importunes con la carta. Prepara una buena cena y danos una mesa un poco apartada del bullicio, donde podamos hablar.


Durante la cuña publicitaria que se intercalaba tras el reportaje de cinco minutos sobre el secuestro, en la primera parte del informativo de la noche, Partridge se levantó de la mesa de presentador y Crawford Sloane ocupó su puesto.

– Gracias, Harry… por todo -le dijo éste apretándole el brazo.

– Esta noche vamos a seguir trabajando -le aseguró Partridge-, a ver si se nos ocurre alguna cosa.

– Lo sé. Os estoy muy agradecido.

Sloane hojeó rutinariamente los guiones que un ayudante colocó ante él; Partridge se quedó pasmado por su aspecto, después de observarle con detenimiento. El maquillaje no había logrado disimular los estragos causados por ese día y medio de angustia. Sloane tenía las mejillas chupadas y bolsas debajo de los ojos, cuyos párpados estaban enrojecidos; Partridge pensó que tal vez hubiera llorado.

– ¿Estás bien? -susurró-. ¿Seguro que quieres hacerlo?

Sloane asintió:

– Esos bastardos no me van a quitar de en medio.

– Quince segundos -avisó el realizador del estudio.

Partridge se apartó del campo de la cámara y luego salió del estudio sin hacer ruido. Una vez fuera, se quedó observándolo en una pantalla hasta que le pareció que Sloane lograría terminar su cometido de presentador. Entonces cogió un taxi hasta Shun Lee West.


Su mesa se hallaba al fondo del comedor, en un rincón relativamente tranquilo.

Cuando estaban acabando el primer plato -una sopa humeante de melón de invierno de aroma delicado-, Partridge se dirigió a Cooper. El inglés se había pasado la mayor parte del día en Larchmont, hablando con todo el que tuviera algo que decir sobre el secuestro, incluyendo a la policía local. Había regresado al cuartel general del equipo a última hora de la tarde.

– Teddy, ¿qué impresiones tienes de momento y qué planes se te han ocurrido?

Cooper dejó la cuchara de sopa en el cuenco vacío y se secó los labios. Abrió una ajada libreta y respondió: -Bien. Primero las impresiones.

Las páginas de su cuaderno estaban cubiertas de anotaciones y garabatos.

– Uno: ha sido un trabajo de profesionales. Los tíos no se han andado con pamplinas. Lo han planeado todo al dedillo, asegurándose de no dejar pistas. Dos: eran profesionales y estaban forrados.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó Norman Jaeger.

– Esperaba que me lo preguntarais -sonrió Cooper mirando a la concurrencia-. Pues por una cosa: todo hace suponer que esa gente estuvo espiando de cerca la casa durante mucho tiempo antes de ponerse en marcha. Ya sabéis que algunos vecinos dicen que han visto coches alrededor de la casa de Sloane, y una vez o dos, una furgoneta, y que pensaron que sus ocupantes estaban protegiendo al señor S. y no vigilándole. Bien, hasta ayer, cinco personas habían declarado tal cosa; hoy yo he hablado con cuatro de ellas. Todos coinciden en haber visto esos vehículos intermitentemente durante tres semanas, o acaso un mes. Además hemos de considerar que el señor S. tenía la sensación de que le seguían. Cooper miró a Partridge:

– Harry, he leído tus notas en el tablón y creo que el señor S. está en lo cierto: le han seguido. Y tengo una teoría al respecto.

Mientras hablaban fueron trayéndoles nuevos platos: gambas salteadas con pimientos, langostinos fritos, guisantes de nieve y arroz frito. Hicieron una pausa para saborear los manjares y luego Rita insistió:

– ¿Y esa teoría, Teddy?

– Sí. El señor S. es una gran estrella de la tele. Está acostumbrado a ser una figura pública, a que todo el mundo le mire por todas partes, y eso se acaba convirtiendo en una rutina cotidiana. Así que, como mecanismo de defensa, se construye una especie de sensación subconsciente de invisibilidad. No piensa dejar que le molesten las miradas de los extraños, las cabezas que se vuelven o los dedos que le señalan. Por eso debió de rechazar la idea de que le seguían… y yo estimo que era así, porque encaja perfectamente en el reconocimiento público de la familia Sloane.

– Suponiendo que todo eso sea cierto -intervino Karl Owens-, ¿adónde nos lleva?

– Nos ayuda -respondió Partridge- a hacernos una idea de los secuestradores. Sigue, Teddy.

– Bien. Los secuestradores emplearon mucho dinero para llevar a cabo esa vigilancia tan prolongada. Y lo mismo se puede decir de todos los coches que han utilizado, y la furgoneta, o quizás varias, y la Nissan de ayer… una flotilla más que regular. Y hay algo especial en todos esos vehículos.

Cooper volvió una página.

– Los polis de Larchmont me han dejado leer sus informes sobre los coches. He sacado algunas conclusiones interesantes. Por ejemplo: cuando alguien ve un coche, es posible que luego no recuerde muchos detalles sobre él, pero una cosa que recuerda casi todo el mundo es su color. Pues bien: la gente que ha declarado haber visto los coches ha citado ocho colores distintos. Y yo me hago esta pregunta: ¿Tenían realmente los secuestradores ocho coches distintos?

– Es posible que sí -dijo Iris Everly-, si eran alquilados.

– No la banda profesional con la que nos enfrentamos. -Cooper negó con la cabeza-. Han sido muy prudentes. Sabían que el alquiler de un vehículo requiere una identificación: permiso de conducir, tarjetas de crédito… Y además, la matrícula de los coches alquilados se localiza fácilmente.

– Así que tienes otra teoría -le interrumpió Iris-. ¿Verdad?

– Sí. Yo creo que los tipos probablemente tenían tres coches, y los pintaban, digamos… una vez a la semana, para disminuir las posibilidades de que les detectaran. Muy bien, funcionó. Pero…, pero el hecho de pintar los coches ha sido una enorme equivocación.

Les habían servido más comida: dos fuentes rebosantes de pato de Pekín. Todos se abalanzaron sobre el plato de ave y empezaron a comer vorazmente mientras Cooper continuaba.

– Volvamos atrás un momento. Uno de los vecinos de Larchmont advirtió más detalles de los coches que los demás. Trabaja en una compañía de seguros, en el ramo de automóviles, y por eso conoce bastante bien las marcas y los modelos.

– Todo esto es muy interesante -le interrumpió Jaeger-, amiguito británico. Pero si quieres probar este pato exquisito, te aconsejo que lo hagas antes de que los ávidos yanquis nos lo cepillemos.

– ¡Pato internacional! -Cooper se unió al festín con entusiasmo-. Bueno -prosiguió después-, el testigo de la compañía de seguros ha reconocido las marcas y los modelos y dice que sólo eran tres, no más: un Ford Tempo, un Chevrolet Celebrity y un Plymouth Reliant, todos ellos modelos de este año, y también recuerda algunos de los colores.

– ¿Y de dónde has sacado lo de la pintura? -preguntó Partridge.

– Esta tarde -repuso Cooper-, vuestro colega Bert Fisher ha telefoneado de mi parte a varios representantes de automóviles. Y resulta que algunos de los colores que ha citado la gente no salen de fábrica en esos modelos. Por ejemplo, el de seguros dice que vio un Ford Tempo amarillo, pero ese modelo no se fabrica en ese color. Y lo mismo con el Plymouth Reliant. Alguien ha hablado de un coche verde, y ninguno de los tres modelos sale de fábrica en verde.

– Puede ser algo -dijo Owens pensativamente-. Por supuesto, es posible que uno de los coches tuviera un accidente y lo repintaran, pero no es probable que ocurriera con los tres.

– Y otra cosa -intervino Jaeger-, cuando los talleres de pintura pintan un coche, en general utilizan los colores del fabricante. A menos que alguien les encargue un tono especial.

– Lo cual tampoco es probable -dijo Iris-, según la opinión de Teddy de que los tíos se andaban con pies de plomo. Querían pasar inadvertidos, no lo contrario.

– Completamente de acuerdo, chicos -dijo Cooper-. Y ello nos conduce a pensar que la gente que estamos buscando hizo el trabajo de brocha por su cuenta, sin pensar en los colores de fábrica, tal vez porque no los conocía.

– Esto ya es adentrarse mucho en el terreno de las suposiciones -dijo Partridge, dudoso.

– ¿Tú crees? -preguntó Rita-. Acuérdate de lo que nos ha dicho Teddy: esa gente tenía prácticamente una flota de vehículos… por lo menos tres coches, uno o dos camiones, una furgoneta Nissan para el secuestro… Bueno, cinco, que sepamos. Entonces, sería lógico deducir que los guardarían todos en un sitio, y lo bastante grande. Por tanto, ¿no podría ser en algún lugar con suficiente espacio para que cupiera un taller de pintura?

– Lo que tú quieres decir es un centro de operaciones -dijo Jaeger. Se volvió hacia Teddy: su escepticismo de esa mañana se estaba transformando en un creciente respeto-: ¿Es eso lo que querías sugerir? ¿Donde querías llevarnos?

– ¡Exacto! -Cooper resplandecía-. Premio.

La cena -constituida por ocho platos- seguía su curso. Acababan de traerles langosta con jengibre y escalonias. El grupo iba cogiendo porciones pensativamente, reflexionando sobre lo que acababan de hablar.

– Un centro de operaciones -rumió Rita-. Tal vez para toda la banda, quienesquiera que sean, y también para su parque móvil. Según la descripción de la vieja maestra, había cuatro o cinco hombres en el lugar del secuestro. Pero podía haber más entre bastidores. Sería lógico que estuvieran reunidos, ¿no?

– Incluyendo a los rehenes -añadió Jaeger.

– Si suponemos que todo esto es así -dijo Partridge-, de acuerdo, la siguiente pregunta es: ¿dónde?

– No lo sabemos, claro -dijo Cooper-. Pero dándole a la mollera un poco, podemos intuir qué clase de lugar podía ser; y afinando un poco más, también a qué distancia de Larchmont se hallaba… o se halla.

– ¿Y tú ya le has dado a la mollera? -inquirió Iris, divertida.

– Bueno -respondió Cooper-, puesto que me lo preguntas…

– Teddy, déjate de guasas -le interrumpió Partridge con brusquedad-; al grano.

– He intentado -prosiguió Cooper impávido- ponerme en el pellejo de un secuestrador. Y me he hecho la pregunta: después de dar el golpe, ¿qué es lo más importante?

– ¿Qué te parece esta respuesta? -propuso Rita-: impedir que me cojan; y por lo tanto, largarme como un rayo y esconderme en seguida.

– ¡Sí, señora! -Cooper dio una palmada-. ¿Y qué escondite puede ser mejor que esa base de operaciones?

– A ver si lo estoy cogiendo bien -dijo Owens-. ¿Estás sugiriendo que el centro de operaciones está bastante cerca?

– Yo lo entiendo así -dijo Cooper-. En primer lugar, tiene que estar fuera de Larchmont; esa zona sería demasiado peligrosa. Pero, al mismo tiempo, no debe estar demasiado lejos: los secuestradores sabían perfectamente que en pocos minutos se daría la alarma y la policía lo invadiría todo. Así que han calculado de cuánto tiempo disponen.

– Y si sigues en su pellejo, ¿cuánto tiempo dirías tú? -le preguntó Rita.

– Yo diría que media hora. Tal vez sea un poco justo, pero les daría la oportunidad de alejarse bastante.

– Y traduciéndolo a kilómetros… -dijo Owens lentamente-, en esa zona… Unos cincuenta, calculo yo.

– Justo lo que yo pensaba.

Cooper sacó un mapa de Nueva York y sus alrededores y lo desplegó sobre la mesa. Había trazado un círculo a lápiz, con el centro en Larchmont. Señaló el círculo con un dedo:

– Un radio de cincuenta kilómetros. Su cuartel general está en alguna parte dentro de esta zona.

8

A las 20.40 del viernes, mientras el grupo de la CBA-News estaba cenando en Shun Lee West, sonó el timbre del portero automático del apartamento que el diplomático peruano José Antonio Salaverry tenía en el centro de Manhattan. Tenía visita.

El apartamento se hallaba en la calle Cuarenta y ocho, junto a Park Avenue, en un edificio de veinte pisos. Aunque había un vigilante nocturno en la portería, los visitantes usaban el portero electrónico del exterior para anunciar su llegada y los inquilinos de los pisos les abrían directamente.

Salaverry estaba muy nervioso desde su encuentro con Miguel esa mañana en la sede de las Naciones Unidas y estaba deseando que le dijeran que el grupo de Medellín-Sendero Luminoso estaba a salvo fuera del país. Creía que su partida pondría fin a su implicación en el espantoso asunto que le preocupaba desde el día anterior.

Llevaba una hora larga con su amiga del banco, Helga Efferen, tomando combinados de tónica con vodka frente a la chimenea, sin ganas ninguno de los dos de ir a la cocina a preparar algo de cena o de encargarla por teléfono. Aunque el alcohol les había relajado físicamente, no había aliviado su angustia.

Formaban una pareja curiosa: Salaverry era menudo y vivaracho, y Helga era una mujer literalmente «inmensa». De constitución fuerte, bien entrada en carnes, con enormes pechos, era rubia natural. La naturaleza, sin embargo, no había sido generosa con ella en otros aspectos: tenía una aspereza en la expresión y una acidez en los gestos que repelían a algunos hombres, aunque no a Salaverry. Desde que la conoció en el banco, Helga le había atraído, quizás porque veía en ella un reflejo de sí mismo y también porque había percibido su sexualidad, oculta pero poderosa.

Había acertado en ambas apreciaciones. Compartían las mismas opiniones, basadas principalmente en el pragmatismo, el egoísmo y la codicia. Y en cuanto al sexo, en sus frecuentes encuentros, cuando Helga se excitaba se convertía en una frenética ballena envolvente, que casi se tragaba al pequeño «Jonás» Salaverry. A él le encantaba. Además, a Helga le daba por gritar, e incluso por dar alaridos, durante el orgasmo, lo cual le hacía sentirse muy macho y más grande de lo que era, en todos los sentidos.

Esa noche, un poco antes, se había producido una extraña excepción a sus placeres eróticos. Habían empezado a retozar, esperando olvidarse, al menos de momento, de sus inquietudes. Pero no lo consiguieron, y al cabo de un rato ambos se dieron cuenta de que no estaban empleándose a fondo y lo dejaron.

No obstante, su empatía mental persistía, tipificada por su actitud ante el secuestro de la familia Sloane.

Ambos eran conscientes de que poseían una información vital acerca de un crimen sensacional que dominaba los medios de comunicación y cuyas víctimas y perpetradores eran buscados prácticamente por todas las fuerzas de seguridad de la nación. Y peor aún, ellos eran cómplices de la banda de secuestradores.

Sin embargo, no era la seguridad de las víctimas del secuestro lo que preocupaba a José Antonio y Helga, sino la suya propia. Salaverry sabía que si su implicación salía a la luz, ni siquiera su inmunidad diplomática le libraría de las consecuencias, terriblemente desagradables, incluyendo la expulsión de la ONU y los Estados Unidos, el truncamiento de su carrera y la más que probable venganza de Sendero Luminoso cuando volviera a Perú. Helga, que carecía de protección diplomática, acabaría en la cárcel por ocultar información sobre un delito y tal vez por aceptar soborno a cambio de introducir fondos ilegalmente en el banco donde trabajaba.

Todos esos pensamientos le rondaban por la cabeza cuando oyó el timbre. Su amante dio un respingo y él se dirigió a toda prisa al teléfono del recibidor que comunicaba con la entrada principal. Apretó un botón y preguntó:

– ¿Sí…?

– Soy Platón -dijo una voz masculina con un timbre metálico.

Aliviado, Salaverry informó a Helga:

– Es él. -Y luego, por el teléfono-: Suba, por favor.

Y pulsó el botón que abría la puerta de la planta baja.


Diecisiete pisos más abajo, el hombre que había hablado con Salaverry penetró en el vestíbulo por una pesada puerta de cristal. Era un individuo de talla mediana, cara alargada y tez morena, con los ojos hundidos y melancólicos y el pelo negro y lustroso. Su edad podría oscilar entre los treinta y ocho y los cuarenta y cinco años. Llevaba una trinchera desabrochada sobre un anodino traje marrón, y unos guantes finos que no se quitó a pesar de la agradable temperatura del edificio.

El portero uniformado que le vio llegar y hablar por el teléfono le indicó el ascensor. Había otras tres personas en el vestíbulo, que cogieron el mismo ascensor. El hombre de la gabardina les ignoró. Pulsó el botón del piso dieciocho y se quedó inexpresivo, mirando al frente. Cuando llegó a su planta, los demás ocupantes habían abandonado el ascensor.

Siguió la dirección de la flecha hasta el apartamento que buscaba, fijándose atentamente en que había otros tres apartamentos en ese piso y una escalera de emergencia a su derecha. No esperaba tener que usar esa información, pero siempre memorizaba por rutina las vías de escape. Llamó al timbre y oyó una melodiosa sonería en el interior del apartamento. Casi de inmediato se abrió la puerta.

– ¿Señor Salaverry? -preguntó el desconocido con voz suave y acento latino.

– Sí, sí. Pase. ¿Quiere darme su gabardina?

– No, no me voy a quedar mucho rato. -El visitante echó un rápido vistazo a su alrededor y al ver a Helga preguntó-: ¿Esa tía es la del banco?

Aunque le pareció una expresión poco afortunada, Salaverry le contestó:

– Sí, la señorita Efferen. Y usted, ¿cómo se llama?

– Platón. -Indicó con una inclinación de cabeza las butacas de delante de la chimenea-: ¿Podemos instalarnos ahí?

– Por supuesto.

Salaverry advirtió que el hombre no se quitaba los guantes. Pensó que acaso fuera una manía suya o que tenía alguna deformidad.

Se encontraban ante la chimenea. Después de saludar imperceptiblemente a Helga con la cabeza, el recién llegado inquirió: -¿Hay alguien más en la casa?

– Estamos solos -respondió Salaverry sacudiendo la cabeza-. Puede usted hablar libremente.

– Les traigo un mensaje -dijo el hombre introduciendo una mano en la trinchera.

Cuando la sacó, empuñaba una Browning de nueve milímetros con silenciador.

El alcohol que había tomado redujo la capacidad de reacción de Salaverry, aunque era improbable que hubiera podido hacer nada aun en posesión de sus reflejos normales. Antes de que el peruano se recobrara de la sorpresa y pudiera hacer el menor movimiento, su visitante le colocó la boca del cañón en la frente y apretó el gatillo. En su último segundo de vida, la boca de la víctima se abrió de asombro e incredulidad.

El orificio de entrada de la bala le produjo una herida pequeña: un limpio círculo rojo ribeteado por la quemadura negra de la pólvora. Pero la salida por el otro lado de la cabeza le produjo una herida grande y sucia, con fragmentos óseos, tejido cerebral y sangre, todo revuelto. En el tiempo que tardó su víctima en derrumbarse, el desconocido de la gabardina advirtió la marca de la pólvora en su frente, el efecto que deseaba producir. Luego se volvió hacia la mujer.

Helga también se había quedado paralizada de asombro. Pero su sorpresa se había convertido en horror. Se puso a chillar, intentando echar a correr.

Pero fue demasiado lenta. El asesino, con la puntería perfecta, le metió una bala en el corazón. Helga cayó muerta, derramando borbotones de sangre en la alfombra.

El asesino contratado por Miguel en Little Colombia se quedó un instante escuchando atentamente. El silenciador de la Browning había amortiguado el ruido de los disparos, pero no quería correr riesgos y esperó por si se producía una intervención exterior. Si hubiera oído algún ruido del vecindario o algún otro signo de curiosidad, se habría marchado inmediatamente. Pero el silencio persistía y entonces emprendió, rápida y eficientemente, las demás tareas que tenía encomendadas.

Primero desenroscó el silenciador de la pistola y se lo metió en el bolsillo. Luego dejó momentáneamente el arma junto al cadáver de Salaverry. Se sacó un espray de pintura de otro bolsillo de la gabardina, se dirigió a una de las paredes del apartamento y escribió en grandes letras negras la palabra CORNUDO*.

Regresó junto a Salaverry, le manchó con unas gotas de pintura la mano derecha y luego le puso el bote de espray en la mano y se la apretó para que dejara en él sus huellas dactilares. Después dejó el bote sobre una mesita, recogió la pistola y la colocó en la mano del muerto, apretándole los dedos sobre la culata para dejar bien visibles sus huellas dactilares. Luego dispuso la mano y la pistola de forma que diera a entender que Salaverry se había suicidado.

En cuanto al cadáver de la mujer, lo dejó donde se había desplomado.

A continuación, el intruso se sacó una hoja doblada que llevaba en el bolsillo, con un texto mecanografiado, que decía:


No me creíste cuando te dije que ella era una cerda ninfómana, indigna de ti. Crees que te quiere, pero lo único que siente por ti es desprecio. Confiabas en ella y le diste la llave de tu apartamento. La ha usado para llevar allí a otros hombres con quienes realizar sus viles actos sexuales. Aquí tienes las fotografías que lo demuestran. Se llevó a un hombre y un amigo suyo les hizo fotos. Su ninfomanía llega al extremo de coleccionar tales fotos. Seguramente, su monstruoso abuso de tu casa será el peor de los insultos para un hombre tan machista como tú.

Tu vieja (y sincera) amiga


El pistolero salió del cuarto de estar y penetró en el dormitorio de Salaverry. Hizo una bola con la hoja de papel y la tiró a la papelera. Cuando la policía registrara el apartamento, cosa que haría, seguro que encontraba la carta. Había muchas probabilidades de que la consideraran semianónima, y que sólo Salaverry supiera quién era el remitente.

El toque final consistía en un sobre, con unos fragmentos de fotografías en blanco y negro, quemados por los bordes. Se dirigió al cuarto de baño contiguo al dormitorio y vació el contenido del sobre en el retrete, dejando los fragmentos flotando en el agua.

Los pedacitos eran demasiado pequeños para que los identificaran. Sin embargo, se podía llegar a la conclusión razonable de que Salaverry, al recibir la carta acusatoria, había quemado las fotos y luego había tirado sus restos por el water, aunque algunos fragmentos se habían quedado flotando. Después, enfurecido por la aparente infidelidad de su amada Helga, la había matado, impulsado por un terrible ataque de celos.

Luego, Salaverry había escrito en la pared una sola palabra, un patético mensaje que describía cómo se sentía. (Si los encargados de la investigación policial no sabían español, alguien les podría traducir esa palabra a su idioma.)

Había incluso un detalle artístico en aquella cruda despedida. Aunque no era la clase de gesto que haría un anglosajón, tenía el voluble frenesí de un latín lover.

Deducción final: incapaz de enfrentarse a las consecuencias de su acto, Salaverry se había suicidado; la quemadura de pólvora en la frente era típica de los casos de heridas a bocajarro.

Como sabían muy bien quienes planificaron la escena, los homicidios sin resolver eran muy habituales en Nueva York, y los detectives de la policía solían estar tan desbordados de trabajo que no dedicarían demasiado tiempo ni esfuerzos a la investigación de un crimen cuyas circunstancias y cuya solución eran tan evidentes.

El asesino dio un repaso al cuarto de estar para una última comprobación y se fue. No había pasado dentro del edificio, de donde salió sin más tropiezo, más de quince minutos. Varias manzanas más abajo, se quitó los guantes y los tiró a una papelera de la calle.

9

– ¿Crees que Teddy Cooper acabará por averiguar algo? -preguntó Norman Jaeger a Partridge.

– No me sorprendería -dijo éste-. Otras veces lo ha conseguido.

Eran más de las 22.30 y caminaban los dos por Broadway, a la altura de Central Park. El grupo que había cenado en Shun Lee West se había disuelto hacía un cuarto de hora, poco después de que Cooper les expusiera su opinión de que el cuartel general de los secuestradores debía de estar situado dentro de un radio de cincuenta kilómetros desde Larchmont. Después había formulado otra suposición:

Los secuestradores y sus víctimas, según él, se hallaban en ese momento en la base de operaciones, esperando a que se aflojara el cerco inicial y la policía retirara los controles de carretera… lo cual no tardaría en ocurrir, inevitablemente. Entonces, la banda y sus prisioneros podrían desplazarse a otro lugar de los Estados Unidos o posiblemente del extranjero.

Todos habían considerado seriamente los razonamientos de Cooper. Como dijo Rita Abrams:

– Todo parece bastante lógico, hasta aquí.

– La zona a la que te refieres -advirtió Karl Owens- es enorme, está muy poblada y no hay posibilidad de registrarla de un modo eficaz, ni siquiera con el ejército -añadió, pinchando a Cooper-, a menos que tengas otra brillante idea entre ceja y ceja.

– Todavía no -repuso Cooper-. Necesito dormir toda la noche. Tal vez me despierte, como has dicho tan amablemente, con alguna «brillante» idea por la mañana.

Allí concluyó la discusión, y como el día siguiente era sábado, Partridge les convocó a las diez. El grupo se disgregó, y todos se dirigieron a sus casas en taxi, pero Partridge y Jaeger decidieron dar un paseo para disfrutar del aire de la noche.

– ¿De dónde has sacado a ese Cooper? -le preguntó Jaeger.

Partridge le contó que le había descubierto en la BBC y que le había impresionado tanto su trabajo que le había conseguido un puesto mejor en la CBA.

– Una de las primeras cosas que hizo para nosotros en Londres -prosiguió Partridge- fue en 1984, en la época en que estaban minando el mar Rojo. Estaban volando y hundiendo muchos barcos en la zona, pero nadie sabía quién era el responsable. ¿Te acuerdas?

– Pues claro -dijo Jaeger-. Irán y Libia eran los principales sospechosos, pero no se sabía nada más. Era obra de un barco, evidentemente, pero nadie sabía qué barco era, ni a quién pertenecía.

Partridge asintió:

– Bueno, pues Teddy empezó a investigar y se pasó un montón de días en la Lloyds de Londres, repasando meticulosamente todos los movimientos de buques que tenían registrados. Partió de la premisa de que el barco en cuestión tenía que haber cruzado el canal de Suez. Así que hizo una lista de todos los barcos que habían pasado por el canal desde poco antes de que empezaran a estallar las minas… y había una cantidad nada despreciable de barcos.

»Luego siguió investigando y comprobó los movimientos de todos los barcos de su lista, de puerto en puerto, comparando su situación con la de los atentados en zonas concretas. Finalmente, y quiero decir después de larguísimas investigaciones, sacó en claro que un solo barco, el Ghat, había estado en las inmediaciones de todas las explosiones, uno o dos días antes. Teddy es capaz de cosas increíbles.

– Ahora sabemos -continuó Partridge- que se trataba de un barco libio, y en cuanto se supo su nombre, no tardó en demostrarse que Gaddafi andaba detrás de toda la operación.

– Sabía que tuvimos un gran éxito con esa historia -dijo Jaeger-. Pero no conocía sus entresijos.

– Siempre pasa lo mismo, ¿no? -le sonrió Partridge-. Los corresponsales nos llevamos los laureles por el trabajo que hacéis los tíos como tú o Teddy.

– No me estaba quejando -continuó Jaeger-. Y te voy a decir una cosa, Harry: no me cambiaría por ti por nada del mundo, sobre todo a mi edad. -Hizo una pausa para meditar-: Cooper es un crío. Todos son unos críos. Esto se ha convertido en un trabajo de jovenzuelos. Tienen energías y ritmo. ¿Nunca tienes días, como yo, en que te sientes viejo?

– Pues últimamente, bastantes… demasiados -reconoció Partridge, haciendo una mueca.

Habían llegado a Columbus Circle. A su izquierda se extendía la inmensa negrura de Central Park, por donde pocos neoyorquinos se aventuraban de noche. Justo enfrente estaba la calle Cincuenta y nueve oeste, bajo las brillantes luces del centro de Manhattan. Partridge y Jaeger cruzaron con precaución a la otra acera entre el tráfico veloz.

– Tú y yo hemos vivido un montón de cambios en esta profesión -dijo Jaeger-. Espero que, con un poco de suerte, veamos algunos más.

– ¿Qué crees tú que nos espera?

Jaeger reflexionó antes de contestarle:

– Primero te voy a decir lo que no creo que pase. No creo que los informativos televisados vayan a desaparecer, ni cambien excesivamente, a pesar de algunas predicciones. Es posible que la CNN se sitúe en primera fila, tiene capacidad para ello. Lo único que hace falta es calidad. Pero lo más importante es que existe una enorme sed de noticias, más que nunca en toda la historia, en todos los países del mundo.

– Eso ha sido gracias a la televisión.

– ¡Sí, señor! La televisión es el equivalente de Gutenberg y Caxton en el siglo xx. Y además, a pesar de sus defectos, los informativos de televisión han conseguido que la gente cada vez quiera saber más. De ahí el auge de los periódicos, que no descenderá.

– Dudo que ellos lo reconozcan -dijo Partridge.

– Puede que no lo reconozcan, pero están pendientes de nosotros. Don Hewitt, de la CBS, afirma que el New York Times tiene cuatro veces más personal asignado a jornada completa a la información sobre televisión que a las Naciones Unidas. Y gran parte de lo que se publica habla de nosotros: los informativos de televisión, sus profesionales, nuestro trabajo.

– Ahora considéralo desde el otro lado -prosiguió Jaeger-. ¿Cuándo ha habido algo en el Times lo bastante importante para mencionarlo en televisión? Y eso vale para toda la prensa. Otra pregunta: ¿Cuál es el elemento más importante, cada vez más reconocido?

– Para mí, el color -cloqueó Partridge.

– ¡El color! -Jaeger recogió la palabra-, otra de las cosas que ha revolucionado la televisión. Los periódicos se parecen cada vez más a una pantalla de televisión, algo que inició el USA Today. Harry, tú y yo viviremos para ver la portada del New York Times en cuatro colores. Los lectores lo exigirán y el viejo Times en blanco y negro prestará atención a lo que dice la tele.

– Esta noche estás muy casero -le dijo Partridge-. ¿Qué más prevés?

– La desaparición de los semanarios. Son como un dinosaurio. Cuando Time o Newsweek llegan a sus suscriptores, mucho de lo que cuentan tiene una semana o más, y dime, ¿quién lee las noticias caducas hoy en día? Según tengo entendido, los anunciantes se están haciendo la misma pregunta.

»Así que -continuó Jaeger-, a pesar de sus trampas en la fecha de la cubierta y su estilo elegante, al final los semanarios de información acabarán como Collier's Look y Saturday Evening Post. Por cierto, la mayor parte de los jóvenes que trabajan actualmente en los medios informativos nunca han oído hablar de estos últimos.

Llegaron al Parker-Meridien, en la calle Cincuenta y siete oeste, donde se alojaba Jaeger. Partridge había preferido el encanto más acogedor del Intercontinental, en la Cuarenta y ocho este.

– Somos un buen par de caballos de batalla, Harry -dijo Jaeger-. Hasta mañana.

Se desearon las buenas noches y se despidieron.


Media hora más tarde, Partridge empezó a leer en la cama, rodeado por varios periódicos que había comprado de camino a su hotel. Pero al poco rato se le emborronaron las letras y los apartó. Ya los repasaría por la mañana, con las ediciones del día siguiente, durante el desayuno.

Pero no lograba conciliar el sueño. Habían sucedido demasiadas cosas en las últimas treinta y seis horas. Tenía la cabeza llena de cosas: un caleidoscopio de acontecimientos, ideas, responsabilidades, entremezclados con recuerdos de Jessica, el pasado, el presente…

¿Dónde estaba Jessica? ¿Habría acertado Teddy al señalar el radio de cincuenta kilómetros? ¿Tenía alguna posibilidad, él, Harry el Guerrero Maduro, como un caballero medieval de brillante armadura, de llevar a cabo con éxito una cruzada para encontrar y liberar a su antigua amada?

¡Corta el rollo! Deja los pensamientos sobre Jessica y los demás para mañana. Intentó borrárselos de la mente para descansar o, por lo menos, pensar en otra cosa. Inevitablemente, resurgió Gemma… el otro gran amor de su vida.

La víspera, durante el vuelo desde Toronto, había revivido aquel memorable viaje papal, en el DC-10 de Alitalia… la sección de prensa y su conversación con el Papa… la decisión de Partridge de no utilizar el comentario del Papa sobre los «esclavos», premiada por Gemma con una rosa… el inicio de su pasión y su compromiso…

Dejando en libertad sus recuerdos de Gemma, reprimidos durante tanto tiempo, reanudó el hilo de sus reminiscencias de la víspera.


La gira papal por los países centroamericanos y caribeños fue larga y ardua. Fue uno de los más ambiciosos viajes que emprendió el Santo Padre. El itinerario incluía ocho países, con largos vuelos, algunos por la noche.

Desde el primer momento, Partridge decidió conocer a Gemma más a fondo, pero sus obligaciones profesionales con la CBA le dejaban poco tiempo para verla durante las etapas. Sin embargo, ambos empezaron a tenerse cada vez más en cuenta y Gemma, cuando estaban volando y no tenía demasiado quehacer, iba a sentarse a su lado. Pronto empezaron a cogerse de las manos y un día, antes de levantarse, ella se inclinó hacia él y se besaron.

Aquello incrementó todavía más su imperioso deseo.

Charlaban siempre que podían y él fue conociendo los detalles de su vida. Gemma era la menor de tres hermanas y había nacido en Toscana, en un pueblecito de montaña, Vallombrosa, cerca de Florencia.

– No es el típico sitio de moda donde veranean los ricos, Harry caro, pero es precioso.

Le contó que Vallombrosa era un lugar de esparcimiento de la clase media italiana. A dos kilómetros estaba Il Paradisino, donde había vivido John Milton, que, según la leyenda, se había inspirado allí para su Paraíso perdido.

El padre de Gemma era un artista de talento, que se ganaba la vida restaurando pinturas y frescos; solía trabajar bastante a menudo en Florencia. Su madre era profesora de música. La música y el arte eran una parte importante de la vida familiar de Gemma, y seguían siéndolo.

Ella llevaba tres años trabajando en Alitalia.

– Quería ver el mundo. No podía permitírmelo de otra forma.

– ¿Y has visto mucho de azafata? -le preguntó Partridge.

– Algunas cosas. No tantas como me habría gustado, y ya empiezo a estar harta de ser cameriera del cielo. Él se echó a reír:

– Eres mucho más que eso. Y además, habrás conocido a mucha gente. -Y añadió, con una punzada de celos-: ¿Muchos hombres? Ella se encogió de hombros:

– A muchos no querría volver a verlos fuera de un avión.

– ¿Y a los otros?

– No ha habido ninguno -le sonrió con aquella dulzura suya- que me gustara tanto como tú.

Lo dijo con total sencillez y Partridge, escéptico por experiencia, se preguntó si sería una ingenuidad y una bobada creerla. Pero luego pensó: «¿Por qué no voy a creerla, cuando yo siento exactamente lo mismo, cuando ninguna mujer, después de Jessica, me ha producido el mismo efecto que Gemma?».

Advirtió que ambos sentían que el viaje pasaba demasiado aprisa. Les quedaba poco tiempo. Al final, cada cual seguiría su camino, y tal vez no volvieran a verse.

Acaso por esa sensación de que volaba el tiempo, una noche memorable, con la cabina en penumbra y casi todo el mundo durmiendo, Gemma se acurrucó junto a él e hicieron el amor debajo de una manta. Podía ser algo incómodo, encajonados en una fila de tres asientos de clase turista, pero no para ellos, y él lo recordaba siempre como una de las experiencias más hermosas de su vida.

Inmediatamente después, de modo impulsivo -recordando que había perdido a Jessica por su indecisión-, le susurró:

– Gemma… ¿quieres casarte conmigo?

– Oh, amore mio, claro que sí -le contestó en un susurro.

La siguiente etapa era Panamá. En voz baja, Partridge hacía preguntas y pergeñaba planes mientras Gemma, traviesa, riéndose bajito en la penumbra, asentía a todo.

Por la mañana aterrizaron en el aeropuerto Tocumen de Panamá. El DC-10 de Alitalia rodó por la pista. El Papa desembarcó y, como el experto actor que había sido, besó levemente el suelo mientras le enfocaban multitud de cámaras. Después empezaron las formalidades de rigor.

Antes de tomar tierra, Partridge había hablado con su realizador de exteriores y su equipo y les había pedido que cubrieran sin él las actividades del Papa durante las horas siguientes. Después se reuniría con ellos para hacer el comentario y ayudarles a montar el reportaje. En Panamá no había cambio de horario de verano y sólo había una hora de diferencia con Nueva York, así que tendrían tiempo suficiente.

A pesar de su evidente curiosidad, sus compañeros de la CBA no le hicieron preguntas, aunque Partridge sabía que era poco probable que su vínculo sentimental con Gemma hubiera pasado desapercibido.

También se acercó al reportero del New York Times, casualmente Graham Broderick, y le rogó que le prestara las notas que tomara de esa jornada. Broderick enarcó las cejas con una mueca burlona, pero aceptó. Los periodistas solían realizar esa clase de tratos, porque nunca se sabe cuándo va uno a necesitar ayuda.

Cuando los otros desembarcaron, Partridge se quedó rezagado. No tenía ni idea de qué explicación habría dado Gemma a su jefe, pero se reunió con él y abandonaron juntos el DC-10. Gemma, todavía con su uniforme de Alitalia, empezó a explicarle que no podía cambiarse de ropa, pero él la interrumpió y le dijo:

– Te quiero así.

Ella le miró con una expresión muy seria:

– ¿De verdad, Harry?

– De verdad -asintió lentamente.

Se miraron a los ojos y ambos parecieron satisfechos con lo que vieron.

En la terminal del aeropuerto, Partridge dejó un momento a Gemma. Se dirigió a un mostrador de información y formuló varias preguntas al atildado joven que le atendió. El empleado le dijo, sonriente, que debía ir con la señora a Las Bóvedas, en la antigua muralla de la ciudad que daba a la plaza de Francia. Allí encontrarían los juzgados municipales.

Partridge y Gemma cogieron un taxi hasta la ciudad vieja. Se apearon junto a un obelisco coronado por un gallo, en honor de los constructores franceses del canal, el famoso Ferdinand de Lesseps, entre otros.

Veinte minutos más tarde, en el interior de la antigua muralla, en un adornado despacho que ocupaba una antigua celda, un juez* casó a Harry Partridge y Gemma Baccelli. La ceremonia duró cinco minutos; el juez* llevaba una informal guayabera* blanca de algodón; el acta matrimonial* les costó veinticinco dólares y Partridge entregó veinte dólares más a las dos mecanógrafas que firmaron como testigos.

Se informó a los novios que las formalidades de registro de su matrimonio eran opcionales y, de hecho, innecesarias a menos que quisieran pedir el divorcio.

– Lo registraremos -dijo Partridge- y no volveremos.

Al final, sin gran convicción, el juez* les deseó:

– ¡Que vivan los novios!*

Les dio la sensación de que lo había repetido muchas veces.

Entonces, y más adelante también, Partridge se preguntó cómo Gemma, que había aceptado sin vacilación una ceremonia civil, reconciliaría eso con su religión. Era católica y la habían educado en un colegio del Sagrado Corazón. Pero cuando Harry se lo preguntó, ella se encogió de hombros y replicó:

– Dios lo comprenderá.

Supuso que aquello formaba parte de la típica informalidad de los italianos respecto a la religión. Una vez había oído que los italianos daban por hecho que Dios también era italiano.

Irremediablemente, la noticia de la boda se expandió por el avión papal «a los cuatro vientos», como dijo el corresponsal del Times de Londres, citando el Apocalipsis. En cuanto despegaron de Panamá, en la sección de prensa se organizó una fiesta con ríos de champán, licores y montañas de caviar. El personal de vuelo se sumó a las celebraciones, dentro de los límites de sus obligaciones, relevando a Gemma por esa jornada. Hasta el comandante de Alitalia abandonó su puesto de mando un momento para acercarse a felicitarla.

En medio del jolgorio y los buenos deseos, Partridge notaba entre sus colegas ciertas dudas acerca de la duración de tal matrimonio, pero también advirtió, entre los hombres, un sentimiento de envidia.

De forma notoria, pero poco sorprendente, el clero no mandó representación alguna a la fiesta, y durante el resto del viaje Partridge notó su frialdad y su desaprobación. Pese a sus indagaciones, ninguno de los periodistas logró averiguar si el Papa fue informado del suceso. Sin embargo, el Papa no volvió a visitar la sección de prensa en el resto del viaje.

Durante los escasos momentos que podían compartir, Partridge y Gemma empezaron a hacer planes para el futuro.

En la habitación de un hotel de Nueva York… lenta, tristemente… la imagen de Gemma se difuminó. El presente sustituyó al pasado y Harry Partridge, exhausto, se quedó dormido por fin.

10

En la base de la banda en Hackensack, Miguel recibió un mensaje telefónico a las 7.30 del sábado. Cogió la llamada en una pequeña habitación de la planta baja que se había reservado para él, como despacho y como dormitorio.

De los seis teléfonos portátiles del grupo, uno estaba destinado a recibir ciertas llamadas especiales, cuyo número sólo conocían las personas con autoridad para llamar. Miguel siempre tenía ese aparato cerca.

Su interlocutor le llamaba desde una cabina pública, según las órdenes recibidas, para que fuera imposible detectar la llamada desde uno u otro aparato.

Miguel llevaba media hora alerta, esperando dicha llamada. Descolgó al primer timbrazo y respondió:

– ¿Sí?*

La voz le dio la primera parte de la contraseña:

– ¿Tiempo?*

– Relámpago* -repuso Miguel.

Existía una respuesta alternativa. Si Miguel hubiera contestado «trueno» en vez de «relámpago», habría significado que, por alguna razón, el grupo necesitaba un aplazamiento de veinticuatro horas. Pero «relámpago»* quería decir: «Estamos listos para marcharnos. Dinos lugar y hora».

– Sombrero profundo sur*, dos mil -fue el mensaje que siguió.

Sombrero* era el aeropuerto de Teterboro, a unos dos kilómetros de allí; profundo sur*, la entrada de la zona sur. La cifra dos mil indicaba la hora: las 20.00. Las víctimas del secuestro y sus acompañantes debían embarcar en un Learjet 55LR matriculado en Colombia que les estaría esperando allí a la hora convenida. El 55, como ya sabía Miguel, era un modelo más grande, con más espacio interior que los habituales 20 y 30 de la serie Lear. LR significaba Long Range, larga distancia.

– Lo comprendo* -confirmó Miguel escuetamente y colgó.

Su interlocutor era otro diplomático, agregado al consulado general de Colombia en Nueva York; había sido un conducto para los mensajes desde la llegada de Miguel a los Estados Unidos un mes antes. El cuerpo diplomático peruano, al igual que el colombiano, estaban plagados de infiltrados, simpatizantes de Sendero Luminoso y la nómina del cártel de Medellín, a veces de ambas organizaciones, que llevaban a cabo su doble juego por las ingentes sumas de dinero que proporcionaban los barones del tráfico de drogas sudamericano.

Después de recibir la llamada, Miguel recorrió la casa y las dependencias, para informar a los demás, aunque ya tenían a punto todos los preparativos para su partida, y cada uno de ellos conocía su cometido. En el Learjet, con los rehenes en sus ataúdes, viajarían Miguel, Baudelio, Socorro y Rafael. Julio se quedaría en los Estados Unidos, recobraría su anterior identidad y su estatus de agente del cártel de Medellín en espera de órdenes. Carlos y Luis saldrían del país cada uno por su cuenta a los pocos días, con destino a Colombia.

Julio, Carlos y Luis, empero, tenían que realizar una última tarea cuando despegara el Learjet: dispersar el resto de vehículos y abandonarlos.

Miguel había pensado mucho qué hacer con el escondrijo de Hackensack. Se le había ocurrido prenderle fuego, con coches y todo, como traca final. Los edificios eran viejos y arderían como leña seca, sobre todo con un poco de gasolina.

Pero un incendio llamaría la atención, y si había una investigación, las cenizas podían revelar pistas. Aunque en cierto modo no tendría importancia, puesto que todo el mundo se habría marchado, era una estupidez facilitar las cosas a las fuerzas de seguridad americanas. Así que rechazó la idea del fuego.

Si, sencillamente, dejaban la propiedad tal y como estaba, cabía la posibilidad de que tardaran semanas, o meses, en descubrir que el lugar había sido utilizado como base de operaciones para el secuestro, o incluso que no se descubriera nunca. Pero para ello hacía falta desembarazarse de los vehículos: dejarlos abandonados en lugares distintos y alejados entre sí. Ciertamente, ello implicaba ciertos riesgos, en especial para quienes condujeran los tres coches, el camión y el coche fúnebre, pero Miguel pensó que no eran excesivos. En cualquier caso, eso fue lo que decidió.

Al primero que encontró, que fue Rafael, le dijo:

– Nos vamos esta tarde, a las 19.40.

El fornido mecánico y operario para todo, que estaba en el hangar que utilizaban como taller de pintura, gruñó y asintió, más interesado en el camión GMC que acababa de pintar el día anterior. El camión blanco de Superpan se había transformado en otro, casi totalmente negro, con la leyenda: «Funeraria La Serenidad», en discretas letras doradas a ambos lados de la caja.

Miguel se lo había encargado personalmente. Satisfecho, dijo a Rafael:

– ¡Bien hecho!* Es una verdadera lástima que vayamos a usarlo una sola vez.

El hombretón se contoneó encantado con una leve sonrisa en su cara de bruto cubierta de cicatrices. Era raro, pensó Miguel, que Rafael, que podía ser tan salvaje en los momentos de acción y gozaba como un poseso infligiendo sufrimientos o matando, en otras ocasiones se comportara como un niño en busca de aprobación.

Miguel señaló la matrícula de Nueva Jersey del camión:

– ¿Es la nueva?

– Del último lote -asintió Rafael-. Sin estrenar. Las otras ya las he cambiado todas.

Eso significaba que los otros cinco vehículos iban provistos de matrículas que no se habían utilizado durante la vigilancia de Larchmont, y por lo tanto sería mucho menos peligroso su traslado hasta donde pensaran abandonarlos.

Miguel salió y se dirigió hacia un grupito de árboles, donde Julio y Luis estaban cavando un profundo hoyo. La tierra estaba húmeda de la lluvia de la víspera y trabajaban de firme. Julio se disponía a atacar con el pico la gruesa raíz de un árbol y al ver a Miguel se detuvo, se enjugó el sudor de la cara y soltó una maldición.

– ¡Pinche árbol!* Vaya una mierda, estamos trabajando como animales…

Miguel, a punto de soltarle una obscenidad, se reprimió. La horrenda cicatriz de la cara de Julio se le estaba poniendo carmesí, señal de que estaba perdiendo los estribos y no tardaría en iniciar una bronca.

– Descansad un poco -dijo Miguel secamente-. Tenemos tiempo. Nos iremos a las 19.40.

Una pelea durante las pocas horas que quedaban sería una estupidez. Además, Miguel necesitaba que los dos hombres acabaran de cavar el hoyo, para enterrar los teléfonos portátiles y parte del equipo médico de Baudelio.

La idea de enterrar los teléfonos, particularmente, no era la solución ideal, y Miguel habría preferido tirarlos al agua, en algún sitio profundo. Pero, aunque había muchísima agua en la zona de Nueva Jersey y Nueva York, las oportunidades de hacer una cosa así sin llamar la atención no eran muchas, por lo menos en el escaso tiempo de que disponían.

Más tarde, cuando taparan el hoyo, Julio y Luis lo disimularían lo mejor posible rastrillando unas hojas por encima.

Cuando le encontró Miguel, Carlos estaba en otra de las dependencias, quemando papeles en una estufa de hierro. Joven y más culto que el resto, de mejor educación, era quien había organizado toda la vigilancia de la casa de Sloane durante ese mes, con informes y fotografías de los visitantes, que en ese momento eran pasto de las llamas.

Cuando Miguel le comunicó la hora de la partida, el otro pareció aliviado.

– ¡Qué bueno!* -exclamó, frunciendo sus finos labios.

Luego, su rostro recobró su dureza habitual.

Miguel era consciente de la tensión que habían vivido todos durante las últimas cuarenta y ocho horas, y Carlos sobre todo, a causa de su juventud. Pero el joven se había controlado de un modo encomiable y Miguel le predecía un puesto de mando en las filas terroristas en poco tiempo.

Junto a la estufa había un montoncito de ropa, presumiblemente de Rafael. Este último, Miguel y Baudelio llevarían un traje oscuro durante el viaje, en previsión de una posible inspección oficial, y fingirían ser parientes de los difuntos, con una historia planeada meticulosamente. Todo lo demás se quedaría allí. Miguel señaló la ropa:

– No la quemes, haría demasiado humo. Registra bien todos los bolsillos y arráncale las etiquetas. Y luego, entierra el resto -señaló el hoyo del jardín-: Díselo a los otros.

– Bien.

Después de atizar un poco el fuego, Carlos le dijo:

– Deberíamos llevar flores.

– ¿Flores?

– Encima del ataúd que irá en el coche y también en los otros dos. Es lo que haría la gente…

Miguel vaciló. Sabía que Carlos tenía razón, y era algo que a él no se le había ocurrido al planear su salida de los Estados Unidos en el Learjet desde el aeródromo de Teterboro hasta el aeropuerto de Opa Locka, en Florida, desde donde volarían sin escalas hasta Perú.

En principio, cuando creía que solamente habría dos cautivos inconscientes, Miguel había planeado hacer dos viajes con el coche fúnebre desde la finca de Hackensack hasta el aeródromo de Teterboro, con un ataúd en cada uno, porque el coche fúnebre no daba para más. Pero tres viajes con tres ataúdes era demasiado arriesgado y podía entrañar serios peligros; por tanto, había ideado otro plan.

Uno de los ataúdes -Baudelio decidiría cuál- iría en el coche fúnebre. Los otros dos irían en el camión GMC de la «Funeraria La Serenidad».

Miguel sabía que el Learjet 55 LR tenía una escotilla de carga con amplitud suficiente para estibar dos ataúdes. La carga del tercero sería más complicada, pero estaba seguro de que lo conseguirían.

Sopesando la sugerencia de Carlos, pensó: las flores darían más convicción a nuestra historia. En Teterboro les harían pasar un control de seguridad. Además, probablemente habría más policía de la habitual a causa del secuestro, y seguro que les harían preguntas acerca de los ataúdes y su contenido. Les esperaban unos momentos de tensión y, según Miguel, Teterboro era el sitio clave del viaje. En Opa Locka, donde abandonarían realmente el territorio norteamericano, Miguel no pensaba que se presentaran problemas.

Al final, Miguel optó por correr un pequeño riesgo a cambio de disminuir otros riesgos mayores.

– Sí claro, flores…

– Iré en uno de los coches -propuso Carlos-. Hay una floristería en Hackensack. Tendré cuidado.

– Coge el Plymouth.

Según le dijo Rafael, lo acababa de pintar de azul marino y le había puesto una matrícula nueva, sin estrenar.

Tras dejar a Carlos, Miguel buscó a Baudelio. Le encontró, en compañía de Socorro, en la habitación grande del segundo piso, que parecía una sala de hospital. Baudelio, con toda la pinta de ser otro paciente más, tenía vendado el lazo izquierdo de la cara, para proteger los puntos de sutura que se había tenido que dar a raíz de las cuchilladas que le asestó Jessica durante su breve período de conciencia.

Normalmente, Baudelio tenía un aspecto pálido, demacrado, más envejecido de lo que era, pero dicho efecto se había intensificado. Tenía la cara como la cera y todos sus movimientos le exigían un gran esfuerzo. Pero seguía haciendo los preparativos para la marcha, cuya hora ya le había anunciado Carlos.

– Estaremos listos.

Cuando Miguel apareció haciendo preguntas, el ex médico le confirmó que su experiencia de treinta y seis horas con el Propofol le bastaba para calcular qué dosis de droga debía administrar a cada uno de los cautivos para mantenerles inconscientes exactamente durante el tiempo necesario. Necesitaban saberlo con exactitud porque los «pacientes» permanecerían largo tiempo sin atención directa en el interior de los tres ataúdes sellados.

Además, su largo período de ayuno -de cincuenta y seis horas, cuando se fueran- era suficiente. No habría vómitos ni encharcamiento de los pulmones, aunque Baudelio les había entubado para prevenir la asfixia o el sofoco, y colocaría los cuerpos sobre un costado antes de cerrar los ataúdes. Mientras tanto, les había estado administrando suero fisiológico por vía intravenosa, para impedir su deshidratación. Junto a los tres cuerpos inconscientes, colgaban del gotero las bolsas transparentes de glucosa, conectadas a las venas de sus brazos.

Miguel se detuvo a contemplar los tres cuerpos. Parecían serenos, con expresión tranquila. La mujer era bastante guapa, pensó; más adelante, si surgía la oportunidad, tal vez podría aprovecharse sexualmente de su cuerpo. El viejo parecía muy digno, como un viejo soldado retirado, lo cual coincidía con su auténtica identidad, según tenía entendido. El niño parecía frágil, con la carita chupada; tal vez la dieta rigurosa le había debilitado, lo cual no tenía demasiada importancia siempre que siguiera vivo al llegar a Perú, como Miguel había prometido a Sendero Luminoso. Los tres estaban pálidos, con muy poco color en las mejillas, pero respiraban con regularidad. Miguel se dio por satisfecho.

Los ataúdes donde colocarían a Angus, Jessica y Nicky poco antes del éxodo general hacia el aeródromo de Teterboro estaban apoyados horizontalmente sobre unos caballetes. A instancia de Baudelio, Rafael les había practicado unos diminutos orificios para la ventilación. Casi invisibles, permitirían la entrada de aire fresco.

– ¿Qué es eso? -preguntó Miguel señalando unos frascos de cristal que había junto a los ataúdes.

– Gránulos de carbonato sódico -respondió Baudelio-. Los desparramaré por el fondo de los ataúdes para contrarrestar el dióxido de carbono exhalado en la respiración. También voy a colocarles una bombona de oxígeno, controlable desde el exterior.

Consciente de que la experiencia médica de Baudelio sería vital para todos ellos durante las próximas horas, Miguel inquirió:

– ¿Qué más?

El ex médico hizo un ademán a Socorro:

– Díselo tú. Lo hemos preparado juntos.

Socorro les estaba escuchando, con expresión inescrutable como siempre. Miguel todavía se cuestionaba el compromiso de la mujer, pero ese día le distrajo su cuerpo provocativo, sus movimientos sensuales, su sexualidad latente. Como si hubiera leído sus pensamientos, Socorro infundió un toque de provocación a su voz.

– Si alguno de ellos necesita mear, aun inconsciente, podría moverse y hacer ruido. Así que, antes de encerrarlos, les insertaremos una sonda. O sea, un tubo por el pito de los hombres y por el coño de la mujer. ¿Entiendes?*

– Ya sé lo que es una sonda -dijo Miguel, ofendido.

A punto de decir que su padre era médico, se controló. Un momento de debilidad, la influencia de una mujer, casi le habían llevado a revelar un detalle de su pasado, un error que nunca había que cometer.

– Si hace falta, ¿serás capaz de llorar? -preguntó a la mujer. Ella también tenía su papel de doliente en el guión.

– Sí.*

Baudelio añadió, con el orgullo profesional que le embargaba de vez en cuando:

– Le pondré un grano de pimienta debajo de los párpados. Y yo también. Provoca abundantes lágrimas y funciona hasta que te lo quitas. -Luego miró a Miguel-: Y si quieres, también te pongo a ti.

– Ya veremos.

Baudelio completó su catálogo de estrategias:

– Por último, los tres ataúdes irán provistos de un diminuto monitor de ECG para supervisar la respiración y la sedación. Así yo podré ir comprobándolo todo desde fuera. Y también podremos ajustar la dosis de Propofol.

Repasando lo dicho y a pesar de sus anteriores recelos, Miguel se quedó satisfecho, porque Baudelio parecía dominar perfectamente la situación. Y Socorro también.

Ya no les quedaba más que esperar a que transcurriera el día. Las horas que tenían por delante parecían interminables.

11

En las oficinas de la CBA-News, el sábado a las diez de la mañana, cuando apenas acababa de empezar la reunión del grupo especial, fue interrumpida bruscamente.

Harry Partridge, sentado a la cabecera de la mesa de juntas, había abierto la reunión, cuando sonó el altavoz con un aviso de la sala de redacción. Partridge guardó silencio y, con sus seis compañeros de mesa, se quedó escuchando.

– Mesa de guardia, Richardson. Acaba de llegar este boletín de la UPI:


White Plains, Nueva York. Una furgoneta de pasajeros, presumiblemente el vehículo utilizado el jueves en el secuestro de la familia de Crawford Sloane, ha explotado violentamente hace unos minutos. Han muerto al menos tres personas, y se han producido varios heridos. La policía se dirigía al lugar para inspeccionar la furgoneta cuando se produjo la explosión, en un garaje contiguo al centro comercial Center City. En ese momento estaban llegando numerosos compradores en sus coches. Todo el edificio ha resultado muy dañado. Han acudido los bomberos, ambulancias y el servicio de protección civil. Según un testigo, la escena es como una «pesadilla de Beirut».


Antes de que concluyera el boletín, los miembros del grupo especial se levantaron, arrastrando ruidosamente las sillas de la sala de juntas. Cuando enmudeció el altavoz, Partridge ya estaba fuera, corriendo hacia la sala de redacción de la planta inferior, con Rita Abrams pisándole los talones.


Los sábados, los departamentos de informativos de las emisoras de televisión estaban bastante tranquilos. La mayor parte del personal de los días laborables se quedaba en casa. Los que estaban de guardia el fin de semana notaban la ausencia del alto mando, aunque algunas veces también pasaban momentos de nerviosismo. Por esa razón su indumentaria era informal, predominaban los pantalones tejanos y los hombres iban sin corbata.

La sala principal de redacción de la CBA estaba fantasmalmente tranquila, con menos de la tercera parte de las mesas ocupadas, y Orv Richardson, el jefe de día, cubría también el boletín nacional. Joven, dispuesto y con apariencia de frescura, Richardson había llegado hacía poco a la emisora desde una sucursal. Aunque no le disgustaba su responsabilidad, el calibre de la noticia de White Plains le había puesto nervioso. Quería asegurarse de hacer lo correcto.

Así que recibió con alivio al veterano corresponsal Harry Partridge y a la realizadora Abrams cuando irrumpieron en la sala de redacción y se dirigieron a toda prisa hacia él.

Mientras Partridge echaba una ojeada al télex de la United Press y leía la historia en un monitor, Rita dijo a Richardson:

– Tenemos que empezar a emitir ahora mismo. ¿Quién tiene autoridad?

– Tengo un número.

Sujetando el teléfono contra el hombro y tras consultar una nota, el jefe de día tecleó los dígitos del vicepresidente de la CBA-News que estaba de retén en su casa. Cuando éste le contestó, Richardson le explicó la situación y le pidió autorización para dar un boletín especial. El vicepresidente exclamó:

– ¡Adelante!

Lo que sucedió a continuación fue una reproducción casi idéntica al proceso del jueves, cuando se interrumpió la programación para dar la noticia del secuestro poco antes de las doce del mediodía. Las diferencias venían dadas por la naturaleza de la información y las personas involucradas. Partridge estaba en el estudio de avances, sentado en la butaca del presentador, Rita actuaba de productora ejecutiva y en la sala de control apareció otro director, llegado a toda prisa de otra parte del edificio tras oír el anuncio de un «boletín especial».

La CBA estaba emitiendo a los cuatro minutos de recibir la información de la UPI. Las otras cadenas -controladas desde los monitores de la sala de control- interrumpieron su programación casi al mismo tiempo.

Harry Partridge estuvo, como siempre, sereno y metódico, todo un profesional de altura. No daba tiempo para redactar un guión o utilizar el Teleprompter. Partridge simplemente memorizó el contenido del télex e improvisó.

El boletín especial duró dos minutos. Sólo tenían los hechos escuetos, muy pocos detalles, y no disponían de imágenes; reunieron apresuradamente unas cuantas fotos fijas -de la familia Sloane, su casa de Larchmont y el supermercado Grand Union donde se había producido el secuestro el jueves- que proyectaron por encima del hombro de Partridge. Éste prometió a los espectadores que el telediario del sábado por la noche de la CBA les ofrecería un reportaje completo, con imágenes, del siniestro de White Plains.

En cuanto se apagó la luz roja de la cámara del estudio de avances, Partridge telefoneó a Rita a la sala de control:

– Me voy a White Plains. ¿Podrás arreglarlo?

– Ya está todo a punto. Iris, Minh y yo te acompañamos. Iris realizará el reportaje de esta noche. Puedes hacer un comentario allí y ya le pondremos la voz más tarde. Tenemos un coche con chófer esperándonos.


La ciudad de White Plains tiene una larga historia que se remonta a 1661, cuando era un poblado de los indios Siwanoy, llamado Quarropas -que significa llanura blanca (White Plains) o bálsamo blanco, por los árboles que crecían allí. Durante el siglo xviii fue un importante centro minero de hierro y un nudo de comunicaciones. En 1776, durante la guerra de independencia americana, la batalla de Chatterton Hill había desencadenado la retirada de Washington, pero ese mismo año, el congreso provincial de White Plains aprobó la declaración de independencia y la creación del Estado de Nueva York. Había vivido otros hitos, buenos y malos, pero ninguno superaba en infamia la explosión ocasionada por el cártel de Medellín y Sendero Luminoso en el aparcamiento del centro comercial Center City.

Más tarde se llegó a la conclusión de que había cierta inevitabilidad en el curso de los acontecimientos.

Durante su ronda de la noche anterior, el guardia de seguridad había anotado los números de matrícula y los modelos de los vehículos estacionados en el garaje por la noche -proceso normal de precaución contra los aprovechados que podían alegar la pérdida del resguardo del aparcamiento para abonar un solo día de pupilaje.

La presencia de una furgoneta Nissan matriculada en Nueva York ya se había detectado la noche anterior, lo cual tampoco era inusual. A veces, por diversas razones, se quedaban vehículos aparcados durante una semana o más. Pero esa segunda noche, otro vigilante, más celoso de su cometido, se había preguntado si esa furgoneta Nissan tendría algo que ver con la que buscaban en relación con el secuestro de la familia Sloane.

Hizo una anotación al respecto en su informe y el supervisor de mantenimiento, al leerla por la mañana, llamó en seguida a la policía de White Plains, que envió un coche patrulla a investigar. Según los datos de la policía, eran las 9.50.

No obstante, el supervisor de mantenimiento no esperó a que llegara la policía. Se dirigió a la furgoneta empuñando un gran manojo de llaves de automóvil que había ido acumulando a lo largo de los años. Para él era una fuente de orgullo el hecho de que hubiera pocos coches cerrados que se resistieran a su colección de llaves.

Todo ello sucedía a la hora en que los compradores del sábado empezaban a afluir al aparcamiento en sus automóviles.

El supervisor no tardó en encontrar la llave que encajaba en la cerradura de la puerta del conductor de la furgoneta Nissan. Fue lo último que hizo en los escasos segundos que le quedaban de vida.

Con un estruendo que alguien describió después como «cincuenta truenos juntos», la Nissan se desintegró en una inmensa y envolvente bola de fuego. Lo mismo le ocurrió a una parte sustancial del edificio y varios coches de los alrededores, por fortuna vacíos, aunque lo que quedó de ellos ardió salvajemente. La explosión abrió unos boquetes enormes en el edificio, por encima y por debajo de donde se hallaba la furgoneta, y por ellos cayeron en cascada los vehículos en llamas hasta los pisos inferiores.

El efecto no se limitó al edificio del garaje. La misma estructura del centro comercial Center City sufrió serios daños, y todas las ventanas y las puertas de cristal del edificio y los edificios circundantes saltaron hechas añicos. Otros escombros que salieron despedidos hacia lo alto cayeron sobre las calles adyacentes, el tráfico y los viandantes.

La impresión fue avasalladora. Cuando se aplacó el estruendo inicial se produjo un denso silencio, aparte del rumor de las llamas y los objetos que iban cayendo. Luego empezaron los gritos, seguidos por chillidos incoherentes y maldiciones, histéricas peticiones de socorro, órdenes ininteligibles y, casi inmediatamente, las sirenas que se acercaban desde todas direcciones.

Después, parecía extraordinario que el balance de pérdidas humanas, una vez contadas, no fuera más alto. Además de la muerte instantánea del supervisor de mantenimiento, dos personas murieron poco después a causa de las heridas y había cuatro heridos de gravedad, entre la vida y la muerte. Hubo otros veintidós heridos, incluyendo a media docena de niños, que fueron hospitalizados.

En conjunto, la referencia a Beirut del boletín de la United Press no parecía fuera de lugar.

Más adelante se iniciaría un debate en torno a la cuestión de si se habría producido o no la explosión si el supervisor de mantenimiento hubiera esperado la llegada de la policía. La policía decía que no, declarando que habría llamado al FBI, cuyos expertos en desactivación de explosivos habrían examinado la furgoneta, pudiendo descubrir la bomba y luego desactivarla. Pero también había escépticos que creían que la policía habría abierto la furgoneta por sus propios medios, o con las llaves del supervisor. Al final, se consideró que era una discusión estéril y terminó por ser descartada.

Sin embargo, una cosa resultaba evidente: la Nissan volada era la furgoneta que habían utilizado los secuestradores de la familia Sloane dos días atrás. La proximidad de Larchmont, la aparición de la furgoneta en el aparcamiento del centro comercial ese mismo jueves, y el hecho de que la hubieran «cargado» apoyaban esa hipótesis. Y además su matrícula, una vez comprobada en los archivos de tráfico, pertenecía a un sedán Oldsmobile de 1983. Sin embargo, en seguida se descubrió que el nombre y el domicilio de su propietario y la fecha de su póliza de seguros eran falsos; las primas del seguro y las tasas de circulación se habían pagado en efectivo, sin dejar constancia de la identidad del pagador.

Lo que significaba todo aquello era que el Oldsmobile se había retirado de la circulación, probablemente para chatarra, pero su matriculación se había mantenido en vigor para usos ilícitos. Por tanto, la matrícula de la furgoneta Nissan era ilegal, pero no estaba en la «lista negra» de la policía.

Hubo ciertas discusiones, porque uno de los testigos de Larchmont decía que la Nissan llevaba matrícula de Nueva Jersey, cuando la del garaje de White Plains era de Nueva York. Pero, como señalaron después los investigadores, era normal que los criminales le cambiaran la matrícula inmediatamente después de cometer su delito.

El comisario de policía de White Plains hizo otro comentario concluyente en la misma escena de la explosión.

– Esto ha sido, claramente, obra de avezados terroristas- dijo fríamente a la prensa.

Cuando le preguntaron si, ampliando su deducción, podían ser terroristas extranjeros los secuestradores de la familia Sloane, el comisario contestó:

– No entra dentro de mis competencias, pero yo diría que sí.


– Vamos a centrarnos en esta teoría del terrorismo internacional en nuestro reportaje de esta noche -dijo Harry Partridge a Rita y a Iris Everly, cuando oyó los comentarios del comisario.

El contingente de la CBA acababa de llegar hacía unos minutos en dos vehículos -el equipo de cámaras y sonido en un Jeep Wagoneer, y Partridge, Rita, Iris y Teddy Cooper en un sedán Chevrolet, con un chófer de la emisora- que habían recorrido los cincuenta kilómetros que les separaban del centro de Manhattan en treinta escalofriantes minutos. Junto a la aglomeración de periodistas que iban llegando, la creciente afluencia de curiosos era mantenida a raya por los cordones policiales. Minh Van Canh y el técnico de sonido, Ken O'Hara, ya estaban filmando y grabando el sonido natural del edificio siniestrado, los heridos que seguían rescatando de los escombros y los montones de vehículos retorcidos y torturados, algunos todavía en llamas. También habían recogido una improvisada rueda de prensa con las declaraciones del comisario de policía.

Tras hacer una valoración general de la situación, Partridge convocó a Minh y O'Hara y empezó a realizar entrevistas tanto a quienes estaban trabajando en las tareas de rescate como a los testigos de la explosión. Podía haber llevado a cabo ese trabajo el mismo equipo, con o sin realizador. Pero aquello le daba a Partridge una sensación de participación, de acción, de estar palpando la historia directamente por primera vez.

Ese contacto con la noticia es psicológicamente esencial para los corresponsales, al margen de su información acerca de los pormenores o los antecedentes del caso. Partridge llevaba unas cuarenta y ocho horas trabajando en el secuestro de la familia Sloane, pero, hasta ese momento, sin contacto personal con los hechos. En ciertos momentos, se había sentido enjaulado en su despacho, conectado con el mundo exterior sólo mediante un teléfono y una pantalla de ordenador. Su presencia en White Plains, por más trágicas que fueran las circunstancias, satisfacía una necesidad. Y sabía que a Rita le pasaba lo mismo. Al pensar en ella, la buscó y le preguntó:

– ¿Ha hablado alguien con Crawf?

– Le he telefoneado a su casa -le contestó ella-. Iba a venir, pero le he dicho que no. Primero, porque la gente le abrumaría. Y segundo, porque la visión de lo que pueden ser capaces de hacer esos bastardos le dejaría hecho polvo.

– Pero verá las imágenes.

– Sí, claro. Irá luego a la emisora. Les también, y ya les pasaré lo que tenemos hasta ahora -le dijo, enseñándole las cintas que tenía en la mano-. Creo que tú y yo deberíamos irnos. Iris y Minh se quedarán un rato más.

– Sí, pero dame un minuto -le pidió Partridge.

Se hallaban en la tercera planta del garaje. Partridge se alejó de Rita, dirigiéndose a un rincón solitario e intacto. Desde allí se divisaba la ciudad de White Plains, cuyos habitantes se dirigían a sus habituales ocupaciones. A lo lejos corría la autopista de Nueva Inglaterra y más allá se extendían las verdes laderas de Westchester: todas ellas, escenas de normalidad en contraste con la devastación que les rodeaba.

Se había alejado de ese caos en busca de un momento de tranquilidad para recapacitar y responder a una pregunta que le atormentaba: había aceptado el compromiso de encontrar, y tal vez liberar, a Jessica, su hijo y el padre de Crawford… ¿pero tenía alguna esperanza, la más mínima, de lograrlo? En ese instante, Partridge temió que la respuesta fuera negativa.

Lo que había ocurrido allí, la constatación de lo que eran capaces de hacer sus adversarios, había sido un escarmiento. Ello planteaba nuevos interrogantes: ¿sería capaz de enfrentarse a un salvajismo tan despiadado? Ahora que se había confirmado virtualmente su conexión con el terrorismo, ¿existiría algún recurso civilizado capaz de descubrir y burlar a un enemigo tan poderoso? E incluso en el caso de que la respuesta fuera afirmativa, y a pesar del optimismo inicial del grupo de la CBA-News, ¿no era una vana presunción creer que un periodista desarmado podía conseguir el éxito donde estaban fracasando la policía, los organismos gubernamentales, los servicios de inteligencia y los del orden?

Y en cuanto a él, pensó Partridge, ésa no era una batalla limpia, la clase de guerra que, perversamente o no, le excitaba y hacía correr la sangre en sus venas. Era asquerosa y furtiva, una lucha infecta, con un enemigo desconocido y unas víctimas inocentes.

Pero, al margen de sus sentimientos personales y por razones pragmáticas, ¿debía aconsejar a la CBA que abandonara su posición comprometida y recomendarle la vuelta a su papel habitual de observación, o, si no tenía éxito, delegar su responsabilidad a otro?

Advirtió un movimiento a su espalda. Se volvió y vio a Rita.

– ¿Puedo ayudarte? -le preguntó.

– Nunca nos habíamos metido en una cosa así -le contestó Partridge-. Con tanta responsabilidad no sólo en lo que informamos, sino en lo que hacemos.

– Ya lo sé. ¿Estabas pensando en rechazarla, en devolverles el paquete?

Rita ya le había sorprendido con anterioridad por su perspicacia.

– Pues sí -asintió él.

– No lo hagas, Harry -le rogó-. ¡No abandones! Si tú te vas, nadie será capaz de hacerlo ni la mitad de bien que tú.

12

Partridge, Rita y Teddy Cooper regresaron juntos a Manhattan a una velocidad bastante más moderada que a la ida. Partridge iba delante junto al chófer de la empresa y Teddy y Rita en el asiento posterior.

Cooper, que había decidido acudir a White Plains en el último momento, había permanecido en segundo plano, observando; parecía preocupado, como concentrándose en algún problema. Partridge y Rita también parecían poco inclinados a hablar al principio. Para ambos, la experiencia de esa mañana había sido siniestra. Aunque habían presenciado en muchas ocasiones los efectos del terrorismo en el extranjero, comprobar su invasión de los suburbios americanos había sido traumático. Era como si una bárbara locura hubiera llegado por fin, envenenando un entorno que, si no apacible, hasta entonces había poseído ciertas bases de lógica. Ese día había empezado la erosión de esa base y ellos sospechaban que podría extenderse y acaso de modo irreversible.

Al cabo de un rato, Partridge se volvió en su asiento para mirar a los otros dos:

– Los británicos estaban convencidos de que el terrorismo exterior no entraría en su país, y sin embargo lo hizo. Aquí pensaba igual la gran mayoría.

– Pues se equivocaban desde el principio -dijo Rita-. Era algo inevitable… sólo cuestión de tiempo.

Ambos asumían con bastante convicción -reconocida por el comisario de policía de White Plains- que el secuestro de la familia Sloane era un acto de terrorismo internacional.

– ¿Y quién demonios serán? -dijo Partridge pegándose un puñetazo en la mano-. Tenemos que centrarnos en eso. ¿Quiénes son?

Rita comprendió que Harry había abandonado la idea de renunciar al mando del grupo especial de la CBA.

– Sería natural pensar en Oriente Medio: Irán, Líbano, Libia… el integrismo religioso: Hezbollah, Amal, los chiítas, la Jihad Islámica, la OLP, el FARL, llámalos como quieras.

– Yo también lo estaba pensando -reconoció Partridge-. Pero luego me he preguntado ¿por qué? ¿Por qué iban a molestarse en golpear tan lejos, en correr el riesgo de operar aquí, con tantos objetivos al alcance de la mano?

– Tal vez para impresionar. Para convencer al «gran Satán» de que no estará a salvo en ninguna parte.

– Quizá tengas razón -dijo Partridge asintiendo lentamente. Luego miró a Cooper-: Teddy, ¿cabría considerar la posibilidad del IRA?

El investigador emergió de su ensimismamiento:

– No creo. El IRA es una escoria capaz de todo, pero en América no, porque todavía hay idiotas americanos de origen irlandés que colaboran en su financiación. Si empezaran a actuar aquí, les cortarían el suministro.

– ¿Alguna otra idea?

– Yo estoy de acuerdo contigo, Harry, respecto a lo que has dicho acerca de Oriente Medio. Tal vez debiéramos mirar hacia el sur.

– América Latina… -dijo Rita-. Parece coherente. Podría ser Nicaragua, y si no Honduras, o Méjico, incluso Colombia.

Siguieron proponiendo teorías, pero sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, Partridge dijo a Teddy:

– Sé que estás rumiando algo en esa retorcida cabecita tuya. ¿Estás dispuesto a compartirlo con nosotros?

– Supongo que sí. -Cooper reflexionó un momento y luego soltó-: Creo que han abandonado el país.

– ¿Los secuestradores?

– Sí, con la familia del señor S. Lo que ha pasado ahí esta mañana -el investigador señaló con la cabeza en dirección a White Plains- era como su tarjeta de visita. Para indicarnos qué clase de gente son, lo duro que van a jugar. Es una advertencia para el futuro, para quienes hayan de negociar con ellos.

– A ver si te he entendido bien -dijo Partridge-. Tú crees que calcularon cuánto tiempo se tardaría en descubrir la furgoneta y su voladura y lo prepararon todo para después de su partida…

– Más o menos.

– Pero no es más que una suposición -objetó Partridge-. Puedes estar equivocado.

– Más que una suposición -dijo Cooper meneando la cabeza-, digamos que es un juicio inteligente. Y probablemente acertado.

– Y suponiendo que tengas razón -preguntó Rita-, ¿adónde nos conduce eso?

– Nos conduce -repuso Cooper- a tener que decidir si queremos hacer un esfuerzo importante y caro para encontrar su escondite, aunque esté vacío cuando lleguemos.

– ¿Y por qué preocuparnos por eso si, como dices, los pájaros ya han volado?

– Por lo que dijo Harry ayer: todo el mundo deja pistas. Por más cuidado que hayan tenido esos tipos, alguna habrán dejado.

El coche estaba llegando a Manhattan. Iban por la autovía Major Deegan, en dirección al puente de la Tercera Avenida, y el conductor aminoró la velocidad a causa del tráfico más denso. Partridge echó un vistazo al exterior, se orientó, y luego se dirigió de nuevo a los otros dos.

– Anoche -recordó a Cooper- nos dijiste que se te ocurriría alguna idea para intentar localizar la guarida de la banda. ¿Es ése el «esfuerzo importante y caro» al que te referías?

– Puede ser. También podría ser un disparo a ciegas.

– A ver, explícate -dijo Rita.

Cooper consultó un cuaderno y empezó:

– Lo primero que he pensado es la clase de casa que necesitaría esa gente para hacer todas las cosas que comentamos anoche: guardar cinco vehículos como mínimo, seguramente a cubierto, albergar un taller lo bastante grande para pintarlos, y además, dar cobijo, comida y cama a cuatro personas, y probablemente a un par más, para redondear. Para eso les haría falta mucho sitio, y además, cierta independencia para encerrar a los tres Sloane después de secuestrarlos y, para una operación de esta envergadura, alguna clase de despacho. O sea que no sería una casita pequeña, normal y corriente, con vecinos fisgones alrededor.

– De acuerdo -coincidió Partridge-, ¿qué más?

– ¿Qué clase de edificación podría ser? -continuó Cooper-. Bueno, yo opino que probablemente una de estas tres: una fábrica pequeña abandonada, un almacén vacío o una casa muy grande con dependencias. Pero en cualquier caso, debería estar situada en alguna zona aislada, solitaria, sin gente rondando y, como ya hemos convenido, a no más de cincuenta kilómetros de Larchmont.

– Tú sólito eres quien lo ha convenido -señaló Rita-, los demás lo hemos aceptado porque no se nos ha ocurrido nada mejor.

– El problema -objetó Partridge- es que en ese radio de cincuenta kilómetros tan sólo, puede haber veinte mil casas que coincidan con tu descripción…

– No tantas -replicó Cooper meneando la cabeza-. Anoche, después de la cena, hablé con algunos de los demás y llegamos a la conclusión de que, limitándonos a las zonas aisladas, habrá entre unas dos y tres mil.

– Pero aun así, ¿cómo demonios vamos a encontrar la que buscamos?

– Ya he dicho que sería un tiro a ciegas, pero puede haber otros medios.

Cooper describió su plan a Partridge y Rita, que le escuchaban atentamente.

– Empecemos rumiando esto: cuando los secuestradores llegaron aquí, de dondequiera que vinieran, tuvieron que agenciarse una base cerca de Larchmont, pero no demasiado, como ya hemos dicho. ¿Cómo sería más probable que la encontraran? En primer lugar, eligiendo una zona. Después, harían lo que hace todo el mundo, sobre todo cuando no le sobra tiempo: buscar en los anuncios inmobiliarios de la prensa; y la clase de casa que necesitaban en alquiler o arrendamiento tenía que estar en los anuncios por palabras. Desde luego, no podemos estar completamente seguros, pero existe una gran probabilidad de que realizaran un trámite semejante para encontrar su guarida.

– Claro que existe esa probabilidad -dijo Partridge-. Pero también puede ser que cuando llegaran ya tuvieran un refugio preparado de antemano por sus cómplices desde dentro del país.

Cooper suspiró.

– Pues sí, desgraciadamente. Pero cuando lo único que se tiene para trabajar son probabilidades, uno elige las que le parecen más firmes.

– Bueno, estoy actuando de abogado del diablo, Teddy. Sigue.

– Bueno, sigamos. Lo que tenemos que hacer ahora es estudiar los anuncios inmobiliarios de todos los periódicos, regionales y locales, publicados durante los últimos tres meses, dentro de un radio de cincuenta kilómetros alrededor de Larchmont. Buscaremos anuncios de un tipo determinado: sobre la clase de edificaciones que hemos dicho, y en especial cualquier anuncio que llevase bastante tiempo saliendo y de pronto dejara de aparecer.

Rita se quedó boquiabierta:

– ¿Tienes idea de cuántos periódicos, diarios o semanarios, y de cuántas personas…?

– Yo opino lo mismo -la interrumpió Partridge-, pero déjale terminar.

– ¿Que si sé la cantidad de periódicos? -Cooper se encogió de hombros-. No, exactamente no, pero me lo imagino. Lo que podemos hacer es contratar personal, joven y listo, para que repase todos los anuncios… Creo que hay un libro… -Cooper consultó sus notas-, Editor and Publisher International Year Book, que recoge todas las publicaciones, grandes o pequeñas. Empezaremos por ahí. De ahí acudiremos a las hemerotecas, y los archivos, algunos en microfilm. Si no, iremos directamente a las redacciones y pediremos que nos dejen repasar los números atrasados. Hará falta mucha gente, y hemos de hacerlo deprisa, antes de que la pista se enfríe.

– Y tú crees que tres meses de anuncios abarcarán… -dijo Partridge.

– Mira, sabemos que esos tipos llevaban cosa de un mes curioseando a los Sloane, y seguro que, cuando empezaron, ya tenían el tinglado montado. Por tanto, tres meses es un período razonable.

– ¿Y qué pasará cuando encontremos el anuncio que encaja con lo que estamos buscando?

– Hay diversas posibilidades -dijo Cooper-. Los clasificaremos por prioridades. Luego algunos de los mismos chicos contratados para leer los anuncios seguirán la investigación. Primero, se pondrán en contacto con el anunciante y le harán la pregunta pertinente. Y después, según la respuesta, decidiremos dónde vale la pena que echemos un vistazo de cerca. -Cooper se encogió de hombros-. Haremos muchos viajes en balde, pero no hay más remedio. Espero intervenir personalmente en el rastreo.

Se produjo un silencio, mientras Partridge y Rita meditaban lo que les había dicho Cooper.

– Me parece una idea original, Teddy -anunció Partridge en primer término-, pero has dicho que sería disparar a ciegas, y desde luego que lo es. A ciegas. Ahora mismo, no me hago a la idea de que funcione.

– Francamente -dijo Rita-, creo que lo que pretendes es imposible. Primero, por el número de periódicos… ¡Son una multitud! Y segundo, porque la ayuda material que necesitas costaría una fortuna.

– ¿Y no valdría la pena pagarla -le preguntó Cooper-, para recuperar a la familia del señor S.?

– Claro que sí. Pero lo que tú propones no los liberaría. Como mucho puede proporcionar alguna información, y aun así, es poco probable.

– En cualquier caso -terció Partridge-, no vamos a decidirlo nosotros aquí. El dinero es cosa de Chippingham. Cuando nos reunamos con él más tarde, Teddy, puedes volver a contarle tu idea.


El reportaje de dos minutos y medio realizado por Iris Everly para las noticias nacionales de la noche del sábado fue dramático, escalofriante y -según la jerga del ramo- espectacular. Minh Van Canh había empleado la cámara con creatividad en White Plains, como siempre. Iris, una vez de vuelta en las oficinas de la CBA-News, en combinación con el montador Bob Watson, había realizado una pequeña obra maestra de teatro periodístico.

Primero Iris y Partridge se reunieron con Watson en una minúscula sala de montaje -una de las seis salas contiguas, en permanente actividad a medida que se aproximaba la hora de emisión-. Allí repasaron los tres juntos todo el material de vídeo que tenían, mientras Iris hacía un breve esquema del contenido de cada cinta. Una de las últimas cintas, que usarían seguro, mostraba la llegada de los agentes del FBI al escenario de la explosión de White Plains. Al preguntar al oficial del FBI si habían recibido alguna comunicación de los secuestradores, éste señaló en torno y dijo consternado:

– Ésta, si le parece poco.

En las otras cintas había escenas de devastación y las entrevistas de Partridge sobre el terreno.

Cuando terminaron de visionarias, Iris dijo:

– Creo que deberíamos empezar con esa pila de coches ardiendo, mostrar los agujeros en el suelo del edificio, y luego pasar a los muertos y el rescate de los heridos.

Partridge asintió y siguieron discutiendo, esbozando juntos el contenido global del reportaje.

A continuación, todavía en la sala de montaje, Partridge grabó la cinta sonora, con sus comentarios que se superpondrían a las imágenes. Leyendo un guión redactado rápidamente, empezó:


Hoy ha sido disipada salvajemente cualquier duda que quedara acerca de los secuestradores de la familia de Crawford Sloane, terroristas consumados…

La participación de Partridge en la emisión de noticias de esa noche sería distinta de la de los dos días anteriores. El jueves había presentado todo el noticiario, y el viernes lo había presentado a medias con Crawford Sloane. Esa noche realizaría su función normal de corresponsal, puesto que el noticiario del sábado de la CBA tenía su propia presentadora fija, Teresa Toy, una encantadora chinoamericana, muy popular. Teresa había discutido con Partridge e Iris las líneas generales de su reportaje. Después, consciente de que estaba trabajando con dos de los profesionales más capacitados de la emisora, les había dejado proseguir solos sus quehaceres.

Cuando Partridge terminó la grabación en audio, se fue. Iris y Watson tardaron tres horas más en concluir el delicado proceso de montaje, una faceta de los telediarios que rara vez se planteaban los espectadores, que sólo veían el pulido resultado final.

Por fuera, Bob Watson no parecía el candidato apropiado para las tareas meticulosas y pacientes del montaje. Era pesado y simiesco, con los dedos gordezuelos. Aunque se afeitaba todas las mañanas, a media tarde parecía que llevaba una barba de tres días. Y fumaba, uno detrás de otro, unos inmensos puros apestosos que torturaban a quienes tenían que trabajar con él en aquellos cubículos diminutos. No obstante, él les decía:

– Si no fumo, no puedo pensar, así que te saldrá una porquería de reportaje.

Los realizadores como Iris Everly aguantaban la humareda a causa de la pericia de Watson.

El montaje de los reportajes informativos de televisión solía hacerse en las oficinas de las emisoras, en las agencias filiales del mundo entero, o incluso sobre el terreno, en caso de alguna noticia candente. Los boletines diarios de todas las emisoras ofrecían reportajes de las tres clases.

Los instrumentos básicos de un montador de televisión, que Watson manejaba sentado junto a la menuda y voluntariosa Iris, consistían en dos máquinas: dos aparatos de vídeo con unos controles y unos contadores extremadamente precisos. Conectados a esos vídeos se alineaban en formación montones de pantallas y altavoces. A ambos lados y a la espalda del técnico había anaqueles con docenas de cintas, procedentes de los cámaras de la emisora, de la videoteca o de las estaciones filiales.

El proceso consistía en transferir a una cinta maestra, insertada en el vídeo de la izquierda, fragmentos de imágenes y sonido de una multitud de otras cintas, que se pasaban y se rebobinaban en el aparato de la derecha. Transferir una escena, rara vez de más de tres segundos de duración, de la cinta de la derecha a la cinta maestra requería sentido artístico, sentido de la noticia, una paciencia infinita y el pulso firme de un relojero. Al final, el contenido de la cinta maestra era lo que salía en antena.

Watson empezó a ensamblar la primera secuencia que ya estaba elegida: la de los coches ardiendo y el edificio destrozado. Con la velocidad de una clasificadora de correo, iba cogiendo cintas de los anaqueles, insertaba una en el aparato de vídeo de la derecha y, bobinando a velocidad rápida, buscaba la escena requerida. No le gustó, rebobinó hacia atrás y luego hacia delante, se paró en otra toma, volvió a la anterior.

– No -dijo-, hay una secuencia entera desde otro ángulo que está mucho mejor.

Fue cambiando las cintas, visionó y descartó la segunda y por fin escogió otra donde encontró lo que buscaba.

– Empezaremos por ésta y luego seguiremos con el primer plano de la primera.

Iris asintió y Watson fue transfiriendo imágenes y sonido a la cinta maestra. Borró las dos primeras secuencias, que no le gustaban, y se quedó satisfecho con la tercera.

Al cabo de un rato, Iris dijo:

– A ver esas imágenes de la Nissan…

Las pasaron por segunda vez; se trataba de una furgoneta de pasajeros Nissan nueva, recorriendo un frondoso caminito rural, bajo un cielo espléndido.

– Idílico -comentó Iris-. ¿Qué te parece si la usamos y luego empalmamos con los restos de la furgoneta del secuestro después de la explosión?

– Venga.

Después de varios experimentos, Watson las combinó logrando un efecto bastante impresionante.

– ¡Fantástico! -murmuró Iris.

– Tú tampoco has estado mal, pequeña -dijo el montador de vídeo exhalando una densa humareda.

Siguieron intercambiando ideas y ocurrencias. La alianza profesional entre el realizador y el montador solía compararse a un dúo. Y muchas veces lo era.

A lo largo de todo el proceso, no obstante, las posibilidades de parcialidad y distorsión eran infinitas. Se podía lograr que un individuo hiciera cosas fuera de contexto. Por ejemplo, se podía mostrar a un candidato político riéndose ante la miseria de unas gentes sin hogar, cuando en realidad había llorado, y esa risa procedía de otro momento y otras circunstancias. Utilizando una técnica llamada «deslizar el audio», se podía trasponer cierto sonido o comentario de una escena a otra, sin que lo supieran más que el montador y el realizador. Cuando iban a entregarse a tales manipulaciones, si había algún periodista en la sala de montaje, se le rogaba que saliera. El periodista tal vez se figurara lo que iban a hacer, pero prefería no saberlo.

Oficialmente se desaprobaban tales prácticas, pero de hecho se producían en todas las emisoras.

Iris había preguntado un día a Bob Watson si sus opiniones políticas -abiertamente socialistas- se reflejaban en sus montajes.

– Claro, en época de elecciones, si creo que puedo hacerlo impunemente. No es tan difícil hacer que alguien parezca bueno, malo o completamente ridículo, a condición de que el realizador lo consienta.

– Pues conmigo ni lo intentes -le soltó ella-, si no quieres meterte en un buen lío.

Watson se había llevado la mano a la frente, en un remedo de saludo militar.

Volviendo al reportaje sobre White Plains, Iris sugirió:

– A ver aquella toma del cráter.

– Mucho mejor. ¡Oh, maldita cabezota! ¡Desconsiderado! La coronilla de un fotógrafo en primer plano había arruinado la toma, claro ejemplo de la guerra perpetua entre los fotógrafos de prensa y los cámaras de televisión.

En un momento dado, las imágenes de la cinta maestra no coincidían con la banda sonora.

– Necesitamos a Harry para que cambie unas palabras -dijo Watson.

– Ya vendrá. Primero acabemos con lo nuestro.

A Watson le irritaba tener que limitar a tres segundos la duración de cada secuencia.

– En los telediarios británicos duran hasta cinco segundos; así se pueden hacer virguerías, con ayuda del sonido. ¿Sabías que los ingleses tienen un período de atención más largo que el nuestro?

– Sí, eso he oído…

– Y aquí, si usas secuencias de cinco segundos, veinte millones de cretinos se aburren y cambian de canal.

Mientras se tomaban un café y un pequeño descanso y Watson encendía un puro nuevo, Iris le preguntó:

– ¿Cómo te metiste en esto?

– Si te lo cuento -cloqueó él-, no te lo vas a creer. -Inténtalo.

– Yo vivía en Miami y trabajaba de portero nocturno en una emisora local de televisión. Uno de los montadores jóvenes que hacía el turno de noche vio que me interesaba el tema y me enseñó cómo funcionaban los aparatos de montaje; eso era antes de las cintas, cuando se utilizaba película. Después, empecé a trabajar como una bestia para terminar en seguida las tareas de limpieza. Y a las tres o las cuatro de la madrugada, me metía en la sala de montaje, a ensamblar los recortes del día anterior que estaban en la papelera, y me montaba mis historias. Al cabo de cierto tiempo, supongo que acabé aprendiendo.

– ¿Y entonces?

– Una vez, en Miami, cuando yo todavía era portero, hubo unos disturbios raciales, por la noche. Fue muy gordo. Liberty City, la zona de mayoría negra, estaba en llamas. La emisora de televisión donde yo trabajaba llamó a todo el personal, pero algunos tuvieron dificultades para llegar. Les faltaba el montador de cine, y lo necesitaban con verdadera urgencia.

– Así que tú te presentaste voluntario -dijo Iris.

– Al principio, nadie me creía capaz de hacerlo. Pero estaban cada vez más desesperados, así que me dejaron intentarlo. Al momento, mi material salía en antena. Mandaron una parte de él a la central, que lo utilizó al día siguiente. Duré diez horas en mi empleo: vino el director de la emisora y me despidió.

– ¿Te despidió?

– Como portero. Dijo que no estaba por la labor… -Watson se rió-. Luego me contrató como montador. Desde entonces no he parado.

– Qué historia tan bonita -dijo Iris-. Algún día, cuando escriba mi libro, la utilizaré.

Poco después, tras sugerírselo Watson e Iris, Partridge cambió algunas palabras de su comentario para que encajaran con el montaje, y Watson adaptó la grabación. También filmaron el último plano del reportaje, en la calle, frente al edificio de la CBA-News.

Desde su vuelta de White Plains, Partridge había estado angustiado, pensando en lo que diría. Si hubiera sido una noticia normal, le habría resultado fácil hacer un resumen. Pero la relación de la historia con Crawford Sloane era lo que la hacía distinta. Partridge sabía que algunas de las palabras que había considerado angustiarían a Crawf. ¿Debía suavizarlas, echarles un poco de almíbar, o ser un periodista agudo con una única meta: la objetividad?

Al final, la decisión vino por sí sola. Frente las oficinas de la CBA-News, ante el equipo de rodaje y la curiosa mirada de algunos viandantes, Partridge resumió lo que quería decir, memorizó sus notas e improvisó:


El suceso de hoy en White Plains -una monstruosa tragedia para las víctimas inocentes de esa ciudad- es también la peor de las noticias para mi querido compañero Crawford Sloane. Significa, sin la menor duda, que su esposa, su hijo y su padre están en manos de unos criminales salvajes y despiadados, de identidad y procedencia desconocidas. Lo único que está claro es que, sea cual sea su propósito, no se detendrán ante nada para lograrlo.

La naturaleza y la ocasión del atentado de White Plains también plantea la pregunta que se está haciendo tanta gente: ¿estarán a estas alturas las víctimas del secuestro fuera de los Estados Unidos, confinadas en algún lugar remoto, cualquiera que sea?

Harry Partridge, CBA-News, Nueva York.

13

Teddy Cooper se equivocaba. Los secuestradores y sus víctimas no habían salido aún de los Estados Unidos. Sin embargo, según sus planes, tardarían pocas horas en hacerlo.

Entre los miembros del grupo de Medellín, que seguía encerrado en Hackensack el sábado por la tarde, la tensión llegaba al paroxismo y los nervios estaban a punto de estallar. La causa inmediata de su inquietud eran las noticias de la radio y la televisión acerca del suceso de esa mañana en White Plains.

Miguel, ansioso e intranquilo, contestaba con malos modos y juramentos las preguntas de los demás. Cuando Carlos, por lo general el más pacífico de los cinco colombianos, sugirió enfadado que cargar la furgoneta Nissan con explosivos había sido una idea imbécil*, Miguel sacó una navaja. Luego, recobrando el dominio de sí mismo, la cerró.

En realidad, Miguel sabía que había sido un error dejar la furgoneta en White Plains a punto de estallar. Su intención era que sirviera de advertencia acerca de la seriedad de los secuestradores, después de su partida. La palabra clave era después.

Miguel confiaba en que, gracias a los cambios realizados en la furgoneta después del secuestro -quitarle los cristales oscuros y cambiarle la matrícula-, ésta tardaría cinco o seis días, o tal vez más, en llamar la atención en el garaje de White Plains.

Evidentemente, se había equivocado. Y además, la explosión de esa mañana y sus repercusiones habían vuelto a centrar la atención nacional en el secuestro de la familia Sloane, alertando al máximo a la policía y demás fuerzas de seguridad justo cuando estaban a punto de salir secretamente del país.

A Miguel y los demás les importaban bien poco las muertes y las mutilaciones de White Plains. En otras circunstancias, les habrían hecho gracia. Sólo les interesaba en la medida en que ellos mismos corrían un peligro mayor, que no hubiera sido necesario.

Los conspiradores de Hackensack se debatían en interrogantes:

¿Volvería la policía a instalar los controles de carretera que, según las noticias, se habían relajado desde el jueves? Y en tal caso, ¿encontrarían alguno entre su guarida y el aeródromo de Teterboro? ¿Y en el aeródromo? ¿Serían más severas las medidas de seguridad a causa de la nueva alerta? E incluso en el caso de que los cuatro que iban a ir con los rehenes consiguieran salir sin problema de Teterboro en el Learjet privado, ¿qué pasaría en el aeropuerto Opa Locka de Florida? ¿Hasta qué punto se arriesgarían allí?

Ninguno sabía la respuesta, ni siquiera Miguel. Lo único que sabían con certeza era que estaban obligados a marcharse; el mecanismo de traslado estaba en marcha y no tenían más remedio que jugársela.

Otra de las razones de su tensión, acaso inevitable, era el deterioro de las relaciones de convivencia de los conspiradores. Tras permanecer encerrados durante más de un mes, con limitadísimos contactos con el exterior, la irritabilidad personal había aumentado hasta extremos casi rayanos con el odio.

Particularmente detestable para los demás era el hábito de Rafael de carraspear y esputar en cualquier parte, incluida la mesa de las comidas. Una vez, Carlos sintió tanto asco que llamó a Rafael «bruto odioso»*, y éste le agarró por los hombros, le acorraló contra la pared y empezó a darle puñetazos. Sólo la intervención de Miguel salvó a Carlos. Desde entonces, Rafael no había modificado sus hábitos, aunque Carlos estaba que bufaba.

Luis y Julio también estaban enfrentados. La semana anterior, Julio había acusado a Luis de hacer trampas con las cartas. La contienda a puñetazo limpio quedó en tablas, y al día siguiente los dos tenían la cara hinchada; desde entonces apenas se dirigían la palabra.

Y además, Socorro se había convertido en una nueva fuente de fricciones. A pesar de su rechazo inicial a todas las proposiciones sexuales, la víspera se había acostado con Carlos. Los ruidos animales habían despertado la envidia de los otros hombres, y en especial la de Rafael, que la deseaba, y se lo recordó esa mañana.

– Tendrás que cambiar tus asquerosos modales antes de clavarme la verga* -le dijo ella delante de los demás durante el desayuno.

La situación se complicaba más todavía por el deseo que Socorro despertaba en Miguel. Pero como cabecilla del grupo, se recordaba constantemente que no podía permitirse entrar en lid con los demás.

Miguel se había dado cuenta de que su papel de dirigente le estaba ocasionando otros efectos. Al mirarse recientemente en el espejo mientras se afeitaba, advirtió que su apariencia «anodina» de hombre corriente estaba cambiando. Parecía cada vez menos el empleaducho de medio pelo que había sido hasta entonces su camuflaje natural. La edad y las responsabilidades le estaban confiriendo el aspecto de lo que era: un hombre de mando duro y maduro.

Bueno, pensó esa tarde, todos los jefes cometían errores y White Plains había sido evidentemente uno de los suyos.

Así que fue un alivio, por diversas razones, que se acercaran las 19.40 para emprender los últimos preparativos.

Julio conduciría el coche fúnebre y Luis el camión de la «Funeraria La Serenidad». Ambos vehículos estaban cargados y dispuestos.

En el coche fúnebre iba un solo ataúd, que contenía a Jessica, profundamente sedada. Angus y Nicholas, también inconscientes en sus ataúdes cerrados, estaban en el camión. Carlos había colocado sobre cada uno de los ataúdes un ramo de crisantemos blancos y claveles rosa, las flores que había comprado esa mañana.

Curiosamente, la visión de los ataúdes y las flores tranquilizó a los conspiradores, como si, de alguna forma, los papeles que habían ensayado en mente y estaban a punto de representar se hubieran vuelto más fáciles.

Sólo Baudelio, ajetreado en torno a los ataúdes, comprobando por última vez las constantes vitales de los rehenes con su equipo, permanecía atento a las preocupaciones más inmediatas; ésa era la primera de las diversas ocasiones de las horas siguientes en que el éxito de la empresa dependería totalmente de su criterio profesional. Si alguno de los cautivos recobraba el conocimiento y se debatía o gritaba mientras el grupo los trasladaba, y sobre todo mientras eran interrogados, todo se iría a pique.

La menor sospecha de algo anormal en los ataúdes podía hacer que los abrieran y todo el plan se desbarataría, como ocurrió en el aeropuerto británico de Stansted en 1984. En aquella ocasión, el doctor nigeriano Umaru Dikko, secuestrado y drogado en un ataúd cerrado, estaba a punto de embarcar hacia Lagos. Los empleados del aeropuerto detectaron un fuerte «olor a medicamento» y los oficiales de aduanas británicos insistieron en que se abriera el ataúd. Y descubrieron a la víctima, inconsciente pero viva.

Tanto Miguel como Baudelio conocían el incidente de 1984 y no querían que se repitiese.

A la hora de salir hacia el aeródromo de Teterboro, Socorro había aparecido, tremendamente atractiva con un traje de lino negro con una chaqueta a juego, ribeteada con un galón. Llevaba el pelo recogido bajo una pamela negra y lucía unos pendientes y un grueso collar de oro. Lloraba copiosamente, a causa de la aplicación de un grano de pimienta debajo de cada párpado inferior. Baudelio impuso el mismo tratamiento a Rafael; al principio, éste puso objeciones, pero Miguel insistió y el hombretón cedió. En cuanto Rafael se adaptó a la leve incomodidad, empezaron a llorarle los ojos.

Rafael, Miguel y Baudelio, los tres con trajes y corbatas oscuros, estaban bien en su papel de dolientes. Si les hacían preguntas, Rafael y Socorro fingirían ser los hermanos de la difunta, una colombiana fallecida en un sangriento accidente de automóvil mientras viajaba por los Estados Unidos, que habían venido a recoger sus restos y llevárselos a su tierra para su inhumación. Siguiendo la historia, en el mismo accidente también había muerto el hijo adolescente de la fallecida, sobrino, por lo tanto, de Socorro y Rafael. Y el tercer «difunto» era un viejo pariente suyo, que viajaba con ellos.

Baudelio era un pariente lejano de la desconsolada familia y Miguel un amigo íntimo.

Una elaborada documentación corroboraba la historia; falsos certificados de defunción de Pennsylvania, donde supuestamente había ocurrido el accidente fatal, fotos muy gráficas de un desastre de tráfico en una autopista y hasta recortes de prensa falsificados del Philadelphia Inquirer, realizados en una imprenta particular. Los documentos incluían pasaportes nuevos para Miguel, Rafael, Socorro y Baudelio, y otros dos certificados de defunción, uno de los cuales iban a usar para Angus. El certificado de transporte lo habían obtenido a través de otro de los contactos de Miguel en Little Colombia, y les había costado más de veinte mil dólares.

En la historia y los recortes de periódicos falsos se mencionaba un hecho crítico: los tres cuerpos habían quedado tan destrozados y quemados que eran irreconocibles. Con ello, Miguel contaba evitar que les abrieran los ataúdes al salir de los Estados Unidos.

El camión y el coche fúnebre tenían el motor en marcha y tras ellos estaba el Plymouth Reliant, con Carlos al volante. Seguiría a los otros dos vehículos de lejos, dispuesto a intervenir si se presentaba algún problema. Con excepción de Baudelio, todos iban armados.

El plan era dirigirse inmediatamente al aeródromo, adonde llegarían en unos diez minutos, o quince como mucho.

Estaban en el patio de la casa de Hackensack. Miguel consultó su reloj: eran las 19.35.

– A los coches todo el mundo -ordenó.

Hizo una última inspección de la casa y las dependencias, asegurándose de que no quedaban huellas significativas de su estancia. Sólo le preocupó una cosa: el terreno en el que se encontraba el hoyo donde habían enterrado los teléfonos portátiles y demás equipo se notaba distinto de la zona que lo rodeaba. Julio y Luis habían hecho todo lo posible por nivelar la tierra y taparla con hojas muertas, pero todavía se advertían signos de que había sido removida. Miguel decidió que aquello no tenía una importancia excesiva, y además, en ese momento ya no se podía hacer nada. Volviendo al coche fúnebre, se sentó en el asiento delantero y dijo escuetamente a Julio:

– ¡Vámonos!

Había anochecido y dejaron a mano derecha los últimos fulgores del crepúsculo mientras se dirigían a Teterboro.


Luis fue el primero que vio las luces intermitentes de la policía poco más adelante. Maldijo por lo bajo mientras frenaba. Desde el asiento contiguo al del conductor, Miguel también las vio y luego estiró el cuello para comprobar su situación con respecto al resto de la circulación. Socorro iba sentada entre los dos hombres.

Se hallaban en la autopista estatal 17, en dirección sur, a dos kilómetros del paso elevado de la autovía de Passaic. El tráfico era denso en las dos direcciones de la 17. Entre ellos y las luces intermitentes no había ninguna salida hacia la derecha y las barreras centrales les impedían dar media vuelta. Miguel empezó a sudar pero se dominó e indicó a Luis:

– Sigue, sigue…

Comprobó si tenían detrás el camión de la «Funeraria La Serenidad».

Carlos, con el Plymouth, debía de estar mucho más atrás, ya que era imposible verle.

Advirtieron que los agentes de tráfico estaban restringiendo el paso a los dos carriles de la derecha. Entre estos dos carriles habían instalado una especie de estructura portátil, como una caseta de aduanas, desde donde otros agentes detenían los coches y hacían preguntas a sus conductores. En el arcén había más coches de la policía del estado, con los intermitentes encendidos.

– Tranquilos -dijo Miguel a los otros dos-. Dejadme hablar a mí.

Tardaron diez minutos, avanzando a paso de tortuga, en empezar a ver el principio de la cola, a pesar de lo cual no estaba claro qué era exactamente lo que pasaba; había anochecido del todo y el barullo de luces lo confundía todo. Sin embargo, parecía que la policía dirigía a algunos coches y camiones, después de hablar con sus ocupantes, hacia la derecha, para registrarlos a fondo, y a los demás los dejaba seguir.

Miguel consultó su reloj. Casi las ocho. No conseguirían llegar a tiempo a la cita del aeropuerto.

A pesar de aconsejar tranquilidad a los demás, Miguel sentía crecer su tensión. Después de su notable éxito hasta la fecha, ¿sería aquello su final, su captura o su muerte en un tiroteo con la policía? Miguel prefería la muerte. Las probabilidades de salir airosos de aquella encerrona le parecían escasas. Se preguntó si sería mejor intentar huir, o por lo menos plantear batalla, que quedarse sentaditos esperando a que transcurrieran los minutos, con la desesperada esperanza de lograr pasar.

– ¡Los muy cabrones van a por nosotros! -murmuró Luis, sacando del abrigo una Walther del 38 y dejándola a su lado en el asiento.

– ¡Guarda eso ahora mismo! -gruñó Miguel. Luis tapó la pistola con un periódico.

Miguel notó que Socorro temblaba junto a él. Le puso la mano sobre el brazo y su temblor cesó. La vio mirar fijamente hacia delante, a un agente de tráfico que se les acercaba.

El hombre uniformado iba solo, lejos del grupo que realizaba el control. Iba mirando los coches parados al pasar, y se detenía ocasionalmente, como respondiendo a las preguntas que le hacían. Cuando lo tenía a pocos metros de distancia, Miguel decidió tomar la iniciativa. Pulsó el botón que bajaba el cristal de la ventanilla de su lado.

– ¡Oficial! -llamó-. ¿Puede decirme qué pasa?

El agente, muy joven, se le acercó. Su distintivo le identificaba como «Quiles».

– No es más que un control de alcoholemia, señor, en interés de la seguridad vial -contestó con una sonrisa que parecía forzada.

Miguel no lo creyó.

Luego, al darse cuenta de la clase de vehículo y su contenido, el joven agente añadió:

– Espero que no vengan ustedes medio trompas del velatorio.

Fue una pequeña concesión humorística poco afortunada, pero Miguel cogió la ocasión al vuelo. Fulminando con la mirada al agente Quiles, le dijo con severidad:

– Si pretendía usted hacer un chiste, oficial, ha sido de pésimo gusto.

La expresión del joven guardia cambió de inmediato.

– Lo siento -dijo, apesadumbrado.

Como si no le hubiera oído, Miguel insistió:

– Esta señora estaba visitando el país con su hermana. Su querida hermana está en ese ataúd: murió trágicamente en un accidente de tráfico, con las otras dos personas que van en el camión de detrás. Vamos a trasladar sus cuerpos, para inhumarlos en su país. Nos está esperando una avioneta en Teterboro y no nos ha hecho ninguna gracia su chiste ni su retención.

Cogiendo el relevo, Socorro levantó la cara para que el agente viera sus lágrimas.

– Ya les he dicho que lo sentía, señores -repitió Quiles apesadumbrado-. Se me escapó. Les ruego que me disculpen.

– Bien, aceptamos su disculpa, oficial -dijo Miguel muy digno-. Ahora, me pregunto si podría usted ayudarnos a proseguir nuestro camino…

– Espere un momento, por favor.

El guardia se dirigió a buen paso hacia el bloqueo, donde consultó a un sargento. Éste le escuchó, miró hacia ellos y luego asintió. El joven oficial regresó.

– Temo que estamos todos un poco nerviosos, señor -luego, bajando la voz, le confió-: la verdad, lo de la alcoholemia es un cuento. En realidad estamos buscando a esos secuestradores. ¿Se ha enterado de lo que han hecho esta mañana en White Plains?

– Sí -respondió Miguel gravemente-, ha sido una cosa horrible.

El coche que les precedía avanzó unos metros.

– Sitúense a la izquierda, con los dos vehículos, señor. Síganme hasta la barrera. Luego no tienen más que continuar. Y repito que lamento lo que he dicho.

El agente desvió al coche fúnebre y al camión de la cola, indicando al coche que les seguía que avanzara por la fila. Miguel miró hacia atrás, pero no vio el Plymouth Reliant. Bueno, pensó, Carlos tendría que apañárselas solo.

El guardia les precedió a pie hasta quedar a la altura de la cabina portátil que habían visto desde lejos y luego les franqueó el paso. Toda la carretera era suya.

Cuando el coche fúnebre pasó a su lado, el agente Quiles le dedicó un saludo militar, que prolongó hasta que hubieron pasado los dos vehículos.

En la primera prueba, pensó Miguel, la tapadera había funcionado bien. ¿Volvería a hacerlo cuando se enfrentaran al desafío de Teterboro?


Durante su estancia de varias semanas en Hackensack, Miguel había visitado dos veces el aeródromo de Teterboro para estudiar el terreno.

Era un aeródromo muy concurrido, dedicado exclusivamente a vuelos privados. En veinticuatro horas despegaban y aterrizaban un promedio de cuatrocientos aparatos, la mayor parte por la noche. Alrededor de un centenar de aviones tenían su base en Teterboro y estaban estacionados a lo largo del extremo nordeste. Junto al perímetro opuesto se hallaban las edificaciones, con las oficinas de las seis compañías que ofrecían sus servicios a los aparatos residentes o en tránsito. Cada compañía tenía su propia entrada al aeródromo y se hacía cargo de su propia seguridad.

La más importante de las seis empresas de servicios de Teterboro era Brunswick Aviation, que, según la sugerencia de Miguel, sería la que utilizaría el Learjet 55LR procedente de Colombia.

Durante una de sus visitas, Miguel fingió ser propietario de una avioneta, y estuvo hablando con el director de la Brunswick y los directores de otras dos compañías. De sus conversaciones sacó la conclusión de que, en cuanto a la carga de una avioneta, algunas áreas del aeródromo estaban más aisladas y propiciaban mayor intimidad que otras. La zona menos privada y más concurrida de llegada y estacionamiento era conocida como la Tabla, y estaba situada en el centro del campo, frente a la torre de control.

La zona más retirada, y considerada menos cómoda, estaba en la parte sur. No había el menor problema en reservar una plaza allí, pues así se despejaba un poco la densidad de la Tabla. Y además tenía una entrada muy cerca, que sólo se abría a requerimiento de alguna de las empresas de servicios de Teterboro.

Provisto de toda esa información, Miguel mandó un mensaje a Bogotá a través de su contacto del consulado colombiano en Nueva York, comunicando que el Learjet debía pedir plaza en la parte sur, cerca de la verja. Ese mismo día, antes de enterrar los teléfonos portátiles, había llamado a Brunswick Aviation pidiendo que tuvieran abierta la verja desde las 19.45 hasta las 20.15.

Miguel sabía, por sus conversaciones en el aeródromo, que dicha petición no era nada extraordinario. Algunos propietarios de aviones particulares preferían que los demás no se enteraran de los asuntos que llevaban entre manos, y los empresarios del aeródromo tenían fama de discreción. El director de una de las compañías incluso había descrito a Miguel un incidente relativo a un alijo de marihuana.

Advirtiendo la descarga de unos paquetes de aspecto sospechoso, el director había llamado a la policía, que había arrestado al traficante. Pero más adelante, el propietario de la avioneta, un cliente habitual de Teterboro, se había quejado airadamente de aquella intromisión en su vida privada, pues, según sus propias palabras, «suponía que ese aeródromo era discreto y fiable».

Cuando el coche fúnebre llegó a Teterboro, Miguel dirigió a Luis hacia la puerta del acceso sur. Aunque no pretendía eludir completamente los servicios de seguridad, creía que allí serían menos estrictos que en la entrada principal.

En el coche reinaba un tenso silencio desde su incidente con la policía. Pero cuando se les relajaron un poco los nervios, Socorro dijo a Miguel:

– ¡Has estado magnífico*!

– Sí -la coreó Luis.

– Pues no bajéis la guardia -dijo Miguel, encogiéndose de hombros-, que no hemos terminado todavía.

Miró su reloj cuando llegaban a la entrada del campo de aviación: las 20.25. Llevaban media hora de retraso, y diez minutos con respecto al horario de la puerta que él mismo había pedido.

Cuando los faros del coche fúnebre iluminaron la verja, estaba cerrada con un candado. Del otro lado, la noche, ni un alma a la vista. Frustrado, Miguel pegó un puñetazo en el salpicadero y exclamó:

– ¡Mierda!*

Luis se bajó del coche a inspeccionar el candado. Rafael se apeó del camión y se reunió con él, y luego se acercó a Miguel: -Si quieres te lo parto en dos de un balazo -le dijo. Miguel negó con la cabeza, preguntándose por qué no les estaría esperando allí uno de los pilotos del Learjet. En la oscuridad se distinguían varias avionetas estacionadas en el interior del campo, pero en ninguna de ellas se veía luz o actividad. ¿Se habría retrasado el vuelo? En todo caso, tendrían que pasar por la puerta principal de Brunswick Aviation.

– Volved al volante -ordenó a Rafael y Luis.

Cuando estaban dando la vuelta, se encontraron con el Plymouth Reliant. Evidentemente, Carlos había superado sin tropiezos el control de carretera. Tenía instrucciones de seguirles hasta la entrada del aeródromo y luego esperarles fuera hasta que salieran los dos vehículos fúnebres.

Al aproximarse al edifico de la Brunswick, muy iluminado, vieron que otra verja les impedía el paso. En la puerta de la garita de vigilancia había un guardia de seguridad de uniforme. Junto a él, un hombre alto con una incipiente calvicie, vestido de paisano, se inclinó a examinar el interior del coche fúnebre. ¿Un detective de la policía? Una vez más, Miguel notó que se le encogía el estómago.

El segundo hombre se adelantó. De mediana edad, probablemente unos cincuenta años, se movía con autoridad. Luis bajó su ventanilla y el otro le preguntó:

– ¿Traen ustedes un envío especial para el señor Pizarro?

A Miguel le embargó una oleada de alivio. Era una contraseña preparada de antemano. Utilizando el código que se había aprendido de memoria, contestó:

– El cargamento está a punto y todos los papeles en orden.

– Soy su piloto -dijo el hombre. Hablaba con acento norteamericano-. Me llamo Underhill. ¡Es tardísimo, caray!

– Hemos tenido problemas.

– Pues no me los cuente. Ya tengo el plan de vuelo. Vamos. Dio la vuelta al coche e hizo una seña al guardia de la puerta, que les abrió.

Evidentemente, no les registrarían. No tendrían que utilizar la elaborada historia que les había costado tantos sudores. Pero a Miguel no le importó en absoluto.

Iban apretadísimos los cuatro en el asiento delantero del coche fúnebre, pero lograron cerrar la portezuela. El piloto les indicó un carril de circulación interna delimitado por unas luces azules, por donde tomaron hacia la zona sur, seguidos por el camión GMC.

Ante ellos se alzaban varias avionetas. El piloto señaló el aparato más grande, el Learjet 55 LR. De la sombra del aparato emergió la figura de un hombre.

– Es Faulkner -les comunicó escuetamente Underhill-, mi copiloto.

En el costado izquierdo del Learjet se abría una escotilla, por la que asomaba una escalerilla que bajaba desde el fuselaje hasta el suelo. El copiloto penetró en el aparato y empezó a encender las luces.

Luis maniobró y colocó la parte trasera de su vehículo junto a la escalerilla para descargar. Del camión, que se detuvo a escasa distancia, bajaron Julio, Rafael y Baudelio.

Underhill preguntó al grupo congregado junto a la puerta del Learjet:

– ¿Cuántos «vivos» van a viajar?

– Cuatro -respondió Miguel.

– Necesito sus nombres para el parte -dijo el piloto-. Y los nombres de los muertos. Aparte de eso, Faulkner y yo no queremos saber nada de ustedes ni de sus asuntos. Hemos contratado un servicio de transporte. Y nada más.

Miguel asintió. No le cabía duda de que los pilotos cobrarían una cantidad sabrosa por el vuelo de esa noche. Las rutas aéreas entre América del Norte y del Sur eran recorridas por tripulaciones de todas las nacionalidades que cobraban lo suyo por coquetear con la ley y jugarse el tipo. En cuanto a esos dos, a Miguel le daba igual su deseo de desentenderse del asunto. En cualquier caso, dudaba que les sirviera de nada. Si se metían en verdaderos problemas, los pilotos tendrían que compartirlos con ellos.

Bajo la supervisión del copiloto, Rafael, Julio, Luis y Miguel izaron el primer ataúd, que contenía a Jessica, al interior del pequeño reactor. Les costó trabajo hacerlo pivotar por la abertura del fuselaje, pues apenas les quedaban unos centímetros de hueco por los lados. En el interior, habían quitado los asientos del costado de estribor. Había unas correas para asegurar la carga -en este caso, los ataúdes-, sujetas a unas abrazaderas en el suelo y el techo.

Cuando terminaron de cargar el primer ataúd, el camión ocupaba el lugar del coche fúnebre junto al aparato. Introdujeron los otros dos ataúdes con más habilidad y después, Miguel, Baudelio, Socorro y Rafael embarcaron y los tripulantes cerraron la escotilla. Nadie se entretuvo en despedidas. Cuando Miguel se sentó y miró por la ventanilla, las luces de los dos vehículos ya se estaban alejando.

Mientras el copiloto afianzaba los ataúdes con las correas, el piloto empezó a accionar clavijas en la cabina de mando y los motores se pusieron a zumbar. El copiloto se instaló en su puesto y se oyó el grito de la radio cuando conectó con la torre de control. Poco después estaban rodando por la pista.

Baudelio se puso a conectar la terminal de su equipo médico a los ataúdes. Siguió trabajando mientras el reactor despegaba, se elevaba en ángulo agudo hacia el cielo y ponía rumbo al sur, hacia Florida.


En tierra quedaban algunas tareas que terminar.

Cuando el coche fúnebre y el camión GMC salieron del aeródromo, Carlos, que les estaba esperando fuera, se colocó con el Plymouth detrás de la comitiva y siguió al coche fúnebre hasta Paterson, a unos veinte kilómetros de allí. Entonces Luis se dirigió al aparcamiento de una modesta casa de pompas fúnebres que habían elegido previamente al azar y aparcó allí su vehículo. Dejó las llaves puestas, se metió rápidamente en el Plymouth, con Carlos, y se fueron juntos.

Tal vez a la mañana siguiente el propietario de la funeraria tuviera algún problema de conciencia, dudando entre llamar a la policía o esperar a ver qué ocurría con el aparente regalo de un lujoso coche fúnebre. Fuera como fuese, Carlos, Luis y los demás ya no estarían allí para verlo.

Desde Paterson, Carlos y Luis recorrieron doce kilómetros hacia el norte, hasta Ridgewood, detrás de Julio con el camión GMC. Lo dejaron junto al local de un comerciante de vehículos usados, que a esa hora de la noche se encontraba cerrado. Era posible que un camión casi nuevo, que nadie reclamaba, fuera finalmente absorbido por la empresa, sin que nadie llegara a dar parte de su existencia.

Los otros dos recogieron a Julio en un punto acordando de antemano, y el trío regresó por última vez a Hackensack. Una vez allí, Julio se montó en el Chevrolet Celebrity y Luis en el Ford Tempo. Y los tres se dispersaron sin más dilación.

Dejarían los coches en lugares muy alejados entre sí, con las puertas sin cerrar y las llaves puestas, esto último con la esperanza de que alguien los robara, borrando toda conexión de los automóviles con el secuestro de la familia Sloane.

14

La reunión del grupo especial de la CBA, interrumpida esa mañana por el escalofriante suceso de White Plains, no se reanudó hasta después de la primera emisión del boletín nacional de noticias de la tarde del sábado. Eran las 19.10 y los miembros del grupo ya habían cancelado resignadamente sus planes para ese fin de semana. Se dice que los reporteros de televisión, con su horario irregular, sus largas ausencias de casa y la imposibilidad de llevar una vida social estable produce uno de los índices más altos de divorcio entre profesiones.

Instalado una vez más a la cabecera de la mesa de juntas, Harry Partridge estudiaba a los demás: Rita, Norman Jaeger, Iris Everly, Karl Owens y Teddy Cooper. La mayoría parecían cansados; Iris, por una vez, no estaba inmaculada: tenía el pelo desarreglado y una mancha de tinta en su blusa blanca. Jaeger, en mangas de camisa, se balanceaba en su silla, con los pies encima de la mesa.

La sala en sí estaba patas arriba, con las papeleras rebosantes, los ceniceros llenos, tazas de café vacías por todas partes y un sembrado de periódicos por el suelo. El precio de tener cerrada la puerta de su departamento era que los empleados de la limpieza no podían entrar. Rita recordó que tendría que ocuparse de resolver aquello antes del lunes por la mañana.

Los tablones de «Sucesión de acontecimientos» y «Varios» habían engordado notablemente. La contribución más reciente era un resumen de la catástrofe de esa mañana en White Plains, mecanografiado por Partridge. Aunque, por desgracia, seguía sin haber nada concluyente sobre la identidad de los secuestradores o el paradero de las víctimas.

– ¿Algo que comentar? -preguntó Partridge.

Jaeger puso los pies en el suelo, acercó su silla a la mesa y levantó una mano.

– Adelante, Norm.

El veterano realizador empezó a hablar con su estilo pausado y formal.

– Me he pasado la mayor parte del día telefoneando a Europa y Oriente Medio: a los jefes de nuestras filiales, corresponsales, colaboradores, contactos… les he preguntado si se habían enterado de algo nuevo o desacostumbrado respecto a actividades terroristas; si había signos peculiares de movimiento entre las bandas armadas; o si había desaparecido recientemente de la circulación algún grupo terrorista; y en tal caso, si era posible que estuviera en los Estados Unidos.

Jaeger hizo una pausa para hojear sus notas y prosiguió:

– Hay algunas respuestas medio afirmativas. Un grupo entero de Hezbollah desapareció de Beirut hace un mes y no ha vuelto a saberse nada de él. Pero los rumores lo sitúan en Turquía, planeando un nuevo ataque contra los judíos, y tengo la confirmación de Ankara de que les está buscando la policía turca, pero sin pruebas. Podrían estar en cualquier parte.

»Se dice que las FARL -Facciones revolucionarias armadas libanesas- tienen gente en movimiento, pero tres informes distintos, incluyendo uno de París, las sitúan en Francia. De nuevo, sin pruebas. Abu Nidal ha desaparecido de Siria, y se cree que está en Italia, tramando alguna de las suyas con las Brigadas Rojas y la Jihad islámica. -Jaeger levantó las manos-: Todos esos sinvergüenzas son como sombras escurridizas, aunque mis fuentes eran fiables en el pasado.

Leslie Chippingham entró en la sala de juntas, seguido al poco rato por Crawford Sloane. Se sentaron en torno a la mesa con los demás. Como los presentes guardaban silencio, el director de informativos les rogó:

– Continuad, por favor.

Mientras Jaeger proseguía, Partridge observó a Sloane, y el presentador le pareció un espectro, más pálido y demacrado que el día anterior, aunque no era sorprendente con el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

– El espionaje periodístico informa sobre otros movimientos terroristas aislados. No voy a importunaros con más detalles, salvo que, al parecer, se centran en Europa y Oriente Medio. Más importante, mis contactos creen que no se ha producido ningún movimiento terrorista, y menos todavía en número considerable, hacia los Estados Unidos o Canadá. Dicen que si se hubiera producido, sería muy raro que no hubiera constancia de ello. Pero les he pedido a todos que sigan atentos y me notifiquen cualquier novedad.

– Gracias, Norm. -Partridge se volvió hacia Karl Owens-: Sé que has estado indagando por el sur, Karl. ¿Alguna pista? -Nada de particular.

El realizador no necesitaba hojear sus notas acerca de sus llamadas telefónicas. Típico de su precisa metodología, había resumido cada llamada en una ficha con su clara caligrafía, y las tenía ordenadas en un pequeño fichero.

– He hablado con la misma clase de contactos que Norm, haciéndoles preguntas similares, pero en Managua, San Salvador, La Habana, La Paz, Buenos Aires, Tegucigalpa, Lima, Santiago, Bogotá, Brasilia y Ciudad de México. Como siempre, hay bastante actividad terrorista en casi toda esa zona, y existen informes acerca de sus movimientos; están cruzando fronteras de un lado para otro sin parar. Pero nada que encaje con el tipo de banda que andamos buscando. Aunque estoy investigando una pista concreta…

– A ver -dijo Partridge-. Aunque sea una conjetura.

– Bueno, se refiere a un colombiano llamado Ulises Rodríguez.

– Un terrorista particularmente sanguinario -dijo Rita-. He oído que lo llaman el Abu Nidal de Latinoamérica.

– Sí, señora -coincidió Owens-, y por lo visto ha intervenido en varios secuestros en Colombia. Aquí no han tenido mucha prensa, pero allí se realizan casi a diario. Bueno, pues hace tres meses, Rodríguez desapareció de Bogotá, según todos los rumores, su última residencia conocida. Los más enterados están convencidos de que está actuando en alguna parte. Se rumoreaba que podía estar en Londres, pero dondequiera que esté, ha conseguido pasar inadvertido desde el mes de junio.

Owens se calló y luego señaló una de sus fichas:

– Otra cosa: siguiendo una corazonada he telefoneado a Washington, a un contacto que tengo en el departamento de Inmigración, y le he dado el nombre de Rodríguez. Algo más tarde ha vuelto a llamarme y me ha dicho que hace tres meses, que es más o menos la época en que Rodríguez desapareció, la CIA advirtió a Inmigración que era posible que ese individuo intentara entrar en los Estados Unidos por Miami. Hay una orden federal de arresto contra él, y tanto el departamento de Inmigración de Miami como los funcionarios de aduanas declararon la alerta roja. Pero el tío no apareció.

– O logró pasar sin ser detectado -añadió Iris Everly.

– Es posible. También puede haber entrado por otro punto, tal vez desde Londres, si el rumor que he mencionado fuera cierto. Hay otra cosa respecto a él. Rodríguez estudió inglés en Berkeley y lo habla sin acento… o mejor dicho, con un perfecto acento norteamericano. Lo que quiero decir es que puede dar el pego perfectamente.

– Esto se está poniendo interesante -dijo Rita-. ¿Algo más?

– Sí -dijo Owens.

Todos los reunidos en torno a la mesa escuchaban con gran interés y Partridge pensó que sólo los profesionales del periodismo podían comprender cuánta información se podía recabar a través de los contactos y las llamadas telefónicas insistentes.

– Muy poca cosa: otro dato sobre Rodríguez -dijo Owens- además de lo que ya os he contado: se licenció en Berkeley en la promoción del 72.

– ¿Hay alguna foto suya? -preguntó Partridge. Owens negó con la cabeza.

– Se lo he pedido a Inmigración, pero sin éxito. Dicen que no existen fotos, ni siquiera en la CIA. Rodríguez ha sido muy precavido. Sin embargo, tal vez hayamos tenido suerte.

– ¡Por los clavos de Cristo, Karl! -protestó Rita-. Si piensas actuar como un novelista, prosigue con tu historia.

Owens sonrió. Su modo personal de actuar era concienzudo, laborioso y paciente. Le funcionaba bien y no tenía intención de modificarlo por Abrams ni por nadie.

– Con la información sobre Rodríguez he telefoneado a nuestras oficinas de San Francisco y les he pedido que enviaran a alguien a Berkeley a husmear. -Miró a Chippingham-: He dado tu nombre, Les. He dicho que nos habías concedido prioridad absoluta.

El director de informativos asintió y Owens continuó.

– Han mandado a Fiona Gowan, una antigua alumna de Berkeley, que conoce bien los entresijos de la Universidad. Fiona tuvo suerte, sobre todo por ser sábado y, lo creáis o no, encontró a un profesor de la Facultad de Letras, del departamento de inglés, que recuerda a un tal Rodríguez de la promoción del 72.

– Nos lo creemos. Rita suspiró, con un tono que quería decir: ¡Termina!

– Por lo visto, Rodríguez era un solitario y no tenía demasiados amigos. Además, el profesor recuerda que el tal Rodríguez tenía fobia a las cámaras y no permitía que se le hicieran fotos. El Daily Cal, el periódico universitario, quiso sacarle una foto con un grupo de estudiantes extranjeros: él se negó. Al final, el asunto se convirtió en motivo de chanzas, así que un compañero suyo con buenas dotes para el dibujo le hizo un retrato al carbón sin decir nada a Rodríguez. Cuando el artista le mostró su dibujo, Rodríguez se puso furioso. Luego se empeñó en comprarle el retrato y le ofreció una suma astronómica por él. Pero lo más divertido es que el artista ya había hecho una docena de copias, que había repartido entre los amigos. Rodríguez no llegó a enterarse.

– Y esas copias… -empezó Partridge.

– Ahora voy, Harry. -Owens sonrió, resistiéndose a que le metieran prisa-. Fiona regresó a San Francisco y se ha pasado la tarde colgada del teléfono. Ha sido una tarea ardua, porque la promoción del 72 de Berkeley tenía trescientos ochenta y ocho alumnos. De todos modos, ha conseguido el nombre y el teléfono particular de algunos ex alumnos, y éstos, a su vez, le han dado alguno más. Poco antes de reunimos me ha llamado y me ha dicho que ha localizado una de las copias del retrato y que mañana la tendrá en su poder. En cuanto llegue, la oficina de San Francisco nos la transmitirá.

Hubo un murmullo de aprobación alrededor de la mesa.

– Buen trabajo -dijo Chippingham-. Dale las gracias a Fiona de mi parte.

– No obstante -señaló Owens-, no debemos sacar las cosas de quicio. De momento sólo tenemos una coincidencia, y la mera suposición de que Rodríguez pueda tener algo que ver con el secuestro. Además, ese dibujo es de hace veinte años.

– La gente no cambia tanto, ni siquiera en veinte años -dijo Partridge-. Podríamos enseñar el dibujo a los testigos de Larchmont, por si alguno recuerda haberle visto. ¿Algo más?

– La oficina de Washington ha estado indagando -dijo Rita-. Dicen que el FBI no tiene nada nuevo. Sus expertos en explosivos están trabajando con los restos de la furgoneta Nissan de White Plains, pero no tienen demasiadas esperanzas. Como dijo Salerno en el noticiario del viernes, en los casos de secuestro, el FBI depende de que los secuestradores den señales de vida.

Partridge miró hacia el otro extremo de la mesa:

– Lo siento, Crawf, pero, al parecer, esto es todo lo que tenemos.

– Aparte de la idea de Teddy -le recordó Rita.

– ¿Qué idea? -dijo Sloane fríamente-. No me habíais dicho nada.

– Es mejor que te lo explique Teddy -dijo Partridge, haciéndole un gesto al joven británico que compartía la mesa con ellos y se esponjó cuando todas las miradas convergieron en él.

– Es un procedimiento para averiguar dónde se escondían los secuestradores, señor S. Aunque a estas horas, estoy seguro de que ya habrán volado.

– ¿Y de qué nos va a valer si ya se han ido? -preguntó Chippingham.

– Da igual -exclamó Sloane con impaciencia-. Quiero saber de qué se trata.

Pese a su intervención, Cooper respondió primero a Chippingham:

– Por las pistas, señor C. Siempre cabe la posibilidad de que la gente deje pistas que expliquen quiénes son, de dónde vienen e incluso a dónde se han ido.

Participando a los demás sus observaciones, Cooper repitió la proposición que había hecho esa mañana a Rita y Partridge. Describió sus suposiciones sobre el tipo de propiedad que podía haber albergado a los secuestradores y su ubicación; su opinión de que los secuestradores podían haber conseguido su base a través de los anuncios inmobiliarios de la prensa; su pretensión de examinar los anuncios por palabras de los últimos tres meses localizados dentro de la zona delimitada por un radio de cincuenta kilómetros desde Larchmont. El objetivo de su investigación era acercarse al máximo a la descripción teórica del cuartel general de los secuestradores. Realizaría el trabajo un equipo de jóvenes, contratados especialmente, en bibliotecas, hemerotecas y las oficinas de los periódicos. Más tarde, ese mismo grupo investigaría, bajo su propia supervisión, las posibles localizaciones resultado de su investigación.

– Admito que es muy ambicioso… -terminó Cooper.

– Yo diría que más que eso -dijo Chippingham.

Durante su explicación había empezado a fruncir el entrecejo, frunciéndolo cada vez más, hasta que salió a relucir la cuestión de contratar personal eventual.

– ¿Cuántas personas harían falta?

– Lo he estado calculando -dijo Rita-. En esa zona hay unas ciento sesenta publicaciones, entre diarios y semanarios. Las bibliotecas no guardan ejemplares más que de unos cuantos de ellos, así que habría que desplazarse a las oficinas de los demás a investigar en los archivos. Todo ello, más leer todos los anuncios de estos tres meses, tomando notas, sería una tarea de titanes. Pero si vale realmente la pena, habría que darse prisa.

– ¿Quién -cortó Chippingham- va a responder a mi pregunta? ¿Cuántas personas?

– Yo calculo que unas sesenta -contestó Rita-. A las órdenes de unos responsables.

Chippingham se dirigió a Partridge:

– Harry, ¿tú recomendarías seriamente algo así?

Su tono insinuaba: ¡No te habrás vuelto loco!

Partridge vaciló. Compartía las dudas de Chippingham. Esa mañana, durante su regreso de White Plains, había tachado mentalmente la idea de Teddy de plan atolondrado; desde entonces no había cambiado de opinión. Luego reflexionó: algunas veces era positivo tomar decisiones extrañas, incluso a largo plazo.

– Sí, Les -repuso-, lo apruebo. Opino que debemos intentarlo todo. En este momento no nos sobran opciones.

A Chippingham no le hizo ninguna gracia su respuesta. Le preocupaba la idea de contratar a sesenta personas, pagar sus gastos de desplazamiento y demás, durante varias semanas quizás, sin mencionar las tareas de supervisión que había citado Rita. Esa clase de contratos siempre ascendían a unas sumas astronómicas. Por supuesto, durante la época dorada de absoluta libertad de los informativos de televisión, no lo habría dudado un momento. Ni él ni nadie. Pero el edicto de Margot Lloyd-Mason acerca del grupo de investigación sobre el secuestro resonaba en sus oídos: «No quiero que nadie… se ponga a gastar dinero a manos llenas… No se emprenderá actividad alguna que supere el presupuesto sin mi previa conformidad».

Bueno, pensó Chippingham, quería encontrar a Jessica, el niño y el viejo Sloane tanto como cualquier otro y, si hacía falta, discutiría con Margot el tema de la financiación. Pero tendría que ser sobre una base más firme que esa especie de chaladura de aquel inglesito arrogante.

– Harry, esto voy a vetarlo, al menos de momento -dijo Chippingham-. Sencillamente, no creo que tenga las probabilidades de éxito suficientes para justificar tal esfuerzo.

Supuso que si los demás se enteraban de la parte de su argumentación relativa a Margot le llamarían cobarde. Bueno, pues le daba igual: tenía muchos problemas, entre otros el de no perder su puesto de trabajo, y ellos no lo sabían.

– Les, yo creo… -empezó Jaeger.

– Déjame hablar a mí, Norm -le interrumpió Crawford Sloane. Jaeger se calló y el presentador endureció el tono: -Eso de que no justificaría el esfuerzo. Les, no significará que no quieres gastarte ese dinero, ¿verdad?

– Exacto, ya sabes que todo se reduce a lo mismo. Pero en este caso, es una llamada a la sensatez. El plan me parece descabellado.

– Tal vez tengas otro mejor.

– Pues en este momento, no.

– Entonces -prosiguió Sloane, glacialmente-, te voy a hacer una pregunta y me gustaría que la respuesta fuera sincera. ¿Ha decretado Margot Lloyd-Mason una congelación de gastos?

– Hemos discutido el presupuesto -contestó Chippingham, incómodo-, nada más. ¿Podemos hablar tú y yo a solas?

– ¡No! -gritó Sloane, levantándose y encarándose a Chippingham-. ¡Ni un maldito segundo de intimidad para esa bruja despiadada! Ya has contestado a mi pregunta: hay una congelación de presupuesto.

– Nada significativo. Si hubiera algo que valiera la pena, no tendría más que llamar a Stonehenge…

– Y lo que voy a hacer yo -estalló Sloane- es convocar una rueda de prensa, aquí mismo, esta misma noche, para proclamar al mundo que mientras mi familia está sufriendo en algún agujero, Dios sabe dónde, mi acaudalada empresa se dedica a reunir a sus contables para revisar los presupuestos y regatearnos unos céntimos.

– ¡Nadie está regateando! -protestó Chippingham-. Crawf, esto es innecesario, lo siento.

– ¿Y a mí qué demonios me importa?

El resto de los reunidos en torno a la mesa apenas podían creer lo que oían. En primer lugar, la empresa había aplicado en secreto una congelación de gastos a su proyecto, y en segundo, en la desesperada situación actual era inconcebible no intentar todas las posibilidades.

Había otra cosa igualmente increíble: que la CBA ofendiera de ese modo a su empleado más ilustre, el presentador número uno. Margot Lloyd-Mason había salido a relucir; por lo tanto, sólo podía concluirse que era ella quien esgrimía la tijera de Globanic Industries.

Norman Jaeger también se puso en pie, la fórmula más sencilla de protesta.

– Harry piensa que debemos dar una oportunidad a la idea de Teddy -dijo, muy tranquilo-. Yo también.

– Y yo -se le sumó Karl Owens.

– Yo me apunto -añadió Iris Everly.

– Supongo que podéis contar conmigo -dijo Rita un poco a regañadientes, sin querer lastimar a Chippingham.

– Bueno, bueno -dijo Chippingham-, acabemos con esta comedia.

Comprendía que había cometido un error de cálculo y que, en cualquier caso, había perdido. Maldijo a Margot por lo bajo.

– Retiro lo dicho. Es posible que estuviera equivocado. Crawf, seguiremos adelante.

Pero Chippingham decidió no planteárselo a Margot, ni pedirle su conformidad; sabía perfectamente, y desde el principio, cuál sería su respuesta. Él autorizaría personalmente el gasto y se atendría a las consecuencias.

Rita, práctica como siempre y deseando suavizar la tensión, propuso:

– Si vamos a seguir esa vía, no podemos permitirnos la menor pérdida de tiempo. Habría que empezar a investigar a partir del próximo lunes. ¿Por dónde empezamos?

– Podemos llamar al tío Arthur -dijo Chippingham-. Hablaré con él esta noche para que venga mañana a reclutar gente.

– Estupenda idea -dijo Sloane, radiante.

– ¿Quién coño es el tío Arthur? -preguntó Teddy en voz baja a Jaeger, que estaba sentado a su lado.

– ¿No te han presentado al tío Arthur? -cloqueó éste-. Mañana, querido amiguito, te espera una experiencia única.


– Las copas corren de mi cuenta -dijo Chippingham.

Mientras añadía mentalmente: Os he traído a todos aquí para restañar las heridas.

Se habían ido todos a Sfuzzi, un bar-restaurante cerca del Lincoln Center, con una moderna ambientación al estilo de la Roma clásica. Era un lugar de cita habitual para los profesionales de televisión. Aunque el Sfuzzi estaba abarrotado los sábados por la noche, lograron apiñarse en torno a una mesa, cogiendo varias sillas más por los alrededores.

Chippingham había invitado a todos los miembros del grupo especial presentes en la reunión, incluyendo a Sloane, pero éste declinó, prefiriendo dirigirse a su casa con su escolta del FBI, Otis Havelock. Pasarían allí una noche más en espera de la anhelada llamada telefónica de los secuestradores.

Cuando se tomaron la primera copa y se diluyó un poco la tensión, Partridge dijo:

– Les, creo que hay que reconocer una cosa. No querría estar en tu lugar ni en la mejor de las circunstancias. Pero sobre todo ahora, estoy seguro de que ninguno de nosotros podría hacer esos malabarismos con las prioridades y el personal que tú debes hacer… por lo menos, ninguno sabría hacerlo mejor.

Chippingham miró a Partridge con gratitud y asintió. Era una declaración de comprensión de una persona a la que Chippingham respetaba y, al mismo tiempo, un recordatorio a los demás de que no todas las decisiones eran agradables, ni las salidas fáciles.

– Harry -dijo el director de informativos-, conozco tu forma de trabajar, y sé que tienes una intuición muy rápida para toda clase de situaciones. ¿Se ha producido en ésta?

– Creo que sí. -Partridge dirigió una mirada a Teddy Cooper-. Teddy opina que los pájaros han salido del país; yo también he llegado a esa conclusión. Pero también tengo el presentimiento de que estamos a punto de descubrir algo, a través de nuestras actividades o por casualidad. Entonces sabremos algo de los secuestradores: quiénes son y dónde están.

– ¿Y entonces qué haremos?

– Cuando ello suceda -dijo Partridge-, me pondré inmediatamente en camino. Dondequiera que sea, quiero llegar allá el primero.

– De acuerdo -dijo Chippingham-. Y te prometo que tendrás todo el apoyo que necesites.

Partridge se echó a reír y miró a todos los reunidos:

– Acordaos de esto. Lo habéis oído todos.

– Desde luego -dijo Jaeger-. Les, si hace falta, te recordaremos esas palabras.

– No hará falta -dijo Chippingham sacudiendo la cabeza.

La charla prosiguió. Mientras tanto, Rita empezó a registrar su bolso, como buscando algo, pero en realidad estaba escribiendo una nota. Discretamente, se la pasó por debajo de la mesa a Chippingham. Él esperó hasta que se apartaron los ojos de él y luego la leyó: Les, ¿qué tal si nos vamos tú y yo a otra parte?

15

Se fueron a casa de Rita. Su apartamento estaba en la calle Setenta y dos, un breve trayecto en taxi desde Sfuzzi. Chippingham vivía más lejos, por encima de la Ochenta, mientras se discutían sus trámites de divorcio con Stasia, pero su apartamento era pequeño, barato para Nueva York, y no estaba orgulloso de él. Echaba de menos el apartamento de Sutton Place que habían compartido Stasia y él durante una década, hasta su ruptura. Aquella casa le estaba vetada en ese momento, era una utopía perdida. Los abogados de Stasia se habían ocupado de eso.

De todos modos, Rita y él se dirigieron al lugar más próximo en busca de intimidad. Sus manos se mantenían ocupadas ya en el taxi, hasta que él le dijo:

– Si sigues haciéndome eso explotaré como el Vesubio, y luego tardaré meses en recuperarme.

– ¿Tú? ¡Qué va! -se rió ella, pero desistió.

Por el camino, Chippingham pidió al taxista que se detuviera junto a un quiosco de periódicos. Se bajó y volvió cargado con las primeras ediciones del domingo del New York Times, el Daily News y el Post.

– Bueno, por lo menos ya sé a qué atenerme en cuanto a tu orden de prioridades -observó Rita-. Sólo espero que no pretendas leerlos antes de…

– No, no, después -le aseguró él-. Mucho, mucho después.

Mientras hablaban, Chippingham se preguntaba si llegaría algún día a madurar en su relación con las mujeres. Probablemente no, o, por lo menos, no antes de que se consumiera su libido. Comprendía que algunos hombres envidiarían su virilidad, que a sus cincuenta años en ciernes seguía siendo casi tan poderosa como a los veinticinco. Por otro lado, una efervescencia permanente también tenía sus inconvenientes.

Aunque Rita le tenía excitado en ese momento, como en ocasiones anteriores, y sabía que les esperaba a ambos una velada de placer, sabía también que a las dos o tres horas se preguntaría: ¿Valía realmente la pena? Y en el mismo orden de ideas, también solía preguntarse si sus escarceos amorosos merecían la pena de perder a una esposa a la que quería de veras y, al mismo tiempo, de jugarse su carrera de toda una vida, esto último según le había vaticinado Margot Lloyd-Mason durante su última entrevista en Stonehenge.

¿Por qué lo hacía? En parte, porque nunca había podido resistirse a los jugueteos sexuales cuando surgía la oportunidad, y, en su profesión, tales situaciones se presentaban a menudo. Luego estaba la emoción de la caza, que nunca disminuía, y finalmente la conquista y la satisfacción sexual, tanto de dar como de recibir, ambas igual de importantes.

Les Chippingham tenía un cuaderno, celosamente guardado, donde registraba todas sus conquistas sexuales: una lista de nombres en una clave que sólo él podía descifrar. Todos pertenecían a mujeres que le habían gustado y algunos, a mujeres que había amado de veras durante cierto tiempo.

El de Rita, recién añadido a su cuaderno, ocupaba el último lugar de una lista de ciento veintisiete. Chippingham intentaba no considerar la libreta un marcador de triunfos, pero en cierto modo lo era.

Cualquier persona que llevara una vida más tranquila o más inocente consideraría esa cifra algo excesiva, acaso difícil de creer. Pero los profesionales de la televisión o de cualquier otro campo creativo -artistas, actores, escritores- no tendrían el menor inconveniente en aceptarla.

Dudaba que Stasia tuviera la menor idea del número de sus incursiones ilícitas, lo cual le trajo a la mente otra pregunta que se hacía con frecuencia: ¿Tenía alguna posibilidad de recomponer su matrimonio, de regresar a la intimidad que Stasia y él habían disfrutado, aun cuando ella conocía sus mariposeos? Deseaba que la respuesta pudiera ser afirmativa, pero sabía que era demasiado tarde. La amargura y las heridas de Stasia eran ya irreversibles. Hacía varias semanas había intentado escribirle una carta con intenciones de aproximación. El abogado de Stasia le había respondido advirtiéndole que no volviera a ponerse directamente en contacto con su cliente.

Bueno, reflexionó, aunque hubiera perdido esa partida, nada le impediría gozar con Rita durante las dos horas siguientes.

Rita también había estado reflexionando sobre su relación con los hombres, pero desde una perspectiva más simple. No se había casado, nunca había conocido a ningún hombre con quien le hubiera gustado atarse para toda la vida. Y en cuanto a su aventura con Les, sabía que no llevaría a ninguna parte. Le conocía y le venía observando desde hacía mucho tiempo, y sabía que Les era incapaz de ser fiel. Volaba de flor en flor con la misma facilidad con que otros hombres se cambiaban de ropa interior. Lo que sí tenía, empero, era un cuerpazo fenomenal con todos sus accesorios a juego, lo cual convertía toda escapada sexual con él en un sueño delicioso, alegre y divino. Cuando llegaron a su apartamento, mientras les pagaba el taxi, ella estaba soñando con esa delicia.


Rita cerró la puerta de su apartamento con llave y al instante siguiente se estaban besando. Luego, sin perder más tiempo, le condujo a su dormitorio, mientras Les se quitaba la chaqueta, se aflojaba la corbata y se desabrochaba la camisa por el camino.

El dormitorio era muy propio de Rita: muy ordenado, aunque cómodo e informal, con tapicerías de chinz en tonos pasteles y almohadones por todas partes. Con destreza, quitó la colcha de la cama, la dobló de cualquier manera y la dejó sobre un sillón. Se desnudó deprisa, lanzando su ropa en todas direcciones, un gesto instintivo para desembarazarse también de las inhibiciones. Mientras cada prenda salía por los aires, Rita sonreía a Les. Él, a su vez, la iba valorando mientras se quitaba los calzoncillos, mandándolos por los aires detrás de la braga y el sujetador de Rita.

Y como otras veces, le gustó lo que veía.

Rita era morena y empezó a teñirse el pelo a principios de la treintena, cuando le salieron las primeras canas. Pero después de cambiar de puesto y de imagen, cuando pasó de corresponsal a realizadora, dejó que la naturaleza siguiera su curso y ahora su pelo tenía una atractiva mezcla veteada de castaño y plata. Su cuerpo también había madurado y había ganado cinco kilos sobre los proporcionados sesenta de su juventud.

– Se podría decir -le dijo ella la primera vez que la vio desnuda- que Afrodita se ha convertido en una cómoda Venus.

– Yo prefiero a la Venus -le dijo él.

En cualquier caso, el cuerpo de Rita, con un metro setenta y ocho de estatura, estaba en una forma espléndida, tenía las caderas redondeadas y los pechos altos y firmes.

Al bajar la mirada, Rita advirtió que Les no necesitaría más estímulos. Sin embargo, él se le acercó despacio, inclinándose a besarle la frente, los párpados y los labios. Después, rodeándole los pechos con las manos, se llevó los pezones, por turno, a la boca. Un estremecimiento de dicha recorrió el cuerpo de Rita al sentir que se le endurecían.

Respirando hondo, pues cada movimiento de su cuerpo era un deleite, las manos de Rita, expertas, bajaron hacia las ingles de Les, suavemente, como la caricia de una pluma. Sintió que el cuerpo de él se electrizaba, oyó su profunda inspiración jadeante y luego un leve suspiro de placer.

Con dulzura, Les la fue empujando hacia la cama, sin dejar de explorar con las manos y la lengua las cálidas humedades de su cuerpo. Cuando ninguno de los dos podía esperar más, la penetró. Rita gritó y poco después se sumió en un paroxismo final y glorioso.

Rita se quedó un momento flotando, saboreando unos instantes de sopor, hasta que su mente, siempre en ebullición, empezó a hacerse preguntas. Sus relaciones sexuales con Les eran siempre tan dulces, tan perfectas, tan bien elaboradas, que Rita se preguntaba si habrían sido siempre así con sus demás compañeras. Suponía que sí. Les tenía una forma de manejar el cuerpo de una mujer que a Rita le producía -y probablemente a las demás también- un puro éxtasis. Y sin duda, la excitación de ella debía de excitarle a él. Sólo después de que ella llegara a un clímax exquisito -¡y qué maravilloso era no tener que fingirlo, ni luchar por él!-, Les explotaba también en sus entrañas.

Después, con el cuerpo blando, mezclados dulcemente los sudores de su unión, se quedaban tumbados juntos, respirando honda y regularmente.

– Leslie Chippingham -dijo Rita-, ¿te han dicho alguna vez que eres el amante más perfecto del mundo? Él se echó a reír y luego la besó.

– El amor es poesía y la poesía requiere inspiración. En este momento, tú eres eso para mí.

– Tampoco se te da mal la verborrea -repuso ella-. A lo mejor eres periodista.

Al cabo de un rato se quedaron dormidos, y cuando se despertaron, volvieron a hacer el amor.

Al final, inevitablemente, Chippingham y Rita se centraron en la pila de periódicos que él había comprado por el camino. Los diseminaron por encima de la cama y él cogió el Times y ella el Post.

Ambos devoraron los últimos acontecimientos relativos al secuestro de la familia de Sloane, que destacaban la explosión del sábado por la mañana en White Plains del vehículo utilizado por los secuestradores y la consiguiente devastación. Desde una perspectiva profesional, Rita se alegró de que la CBA-News no hubiera omitido ningún dato importante en su cobertura del sábado por la noche. Aunque la prensa publicaba reportajes más extensos, con más reacciones, lo esencial era idéntico.

Después de las noticias sobre el secuestro, Rita y Les repasaron la información nacional e internacional, a la que habían dedicado menos atención de lo habitual durante los últimos días. Ninguno de los dos se molestó en leer, y apenas advirtieron, una noticia a una columna que sólo publicaba el Post en las páginas interiores.


CRIMEN PASIONAL DE UN DIPLOMÁTICO


Un diplomático de las Naciones Unidas, José Antonio Salaverry, y su amante, Helga Efferen, han aparecido muertos por arma de fuego ayer sábado en el apartamento de Salaverry situado en la calle Cuarenta y ocho. La policía ha calificado el hecho de «asesinato y suicidio pasionales por celos».

Salaverry era miembro de la delegación peruana ante la ONU. Efferen, ciudadana americana de procedencia libanesa, trabajaba en el banco American-Amazonas, en la sucursal de Dag Hammarskjöld Plaza.

Los cadáveres de la pareja han sido descubiertos a primeras horas del sábado por el encargado de la limpieza. El examen del forense sitúa la hora de la muerte entre las ocho y las once de la noche anterior. La policía afirma poseer una prueba fehaciente de que Salaverry descubrió que Efferen estaba usando su apartamento como base para sus aventuras con otros hombres. Furioso, la mató y luego se suicidó.

16

Con la gracia de una gaviota, el Learjet 55 LR descendió en la noche, aminorando momentáneamente la propulsión de sus potentes reactores. Se situó entre dos franjas paralelas de luces que señalaban la pista uno-ocho del aeropuerto de Opa Locka. Más allá del aeropuerto brillaba la miríada de luces de Miami, que reflejaban un extenso halo en el cielo.

Desde su asiento de la cabina de pasajeros, Miguel atisbaba por la ventanilla, esperando dejar atrás cuanto antes las luces americanas y todo lo que éstas representaban. Consultó su reloj: las 23.18. El vuelo desde Teterboro había durado algo más de dos horas y cuarto. Rafael, en el asiento de delante, contemplaba cómo se iban acercando las luces. A su lado, Socorro parecía dormitar.

Miguel se volvió hacia Baudelio, que, a escasa distancia, seguía observando por la pantalla sus tres ataúdes, mediante los terminales externos que había conectado. Baudelio le dedicó una inclinación de cabeza, indicando que todo iba bien, y Miguel centró sus pensamientos en otro problema que acababa de presentársele.

Hacía escasos minutos se había acercado al puesto de pilotaje a hablar con los pilotos.

– ¿Cuánto tiempo tardaremos en liquidar los trámites necesarios y volver a despegar de Opa Locka?

– No más de media hora, en principio -le había contestado Underhill, el piloto-. Lo justo para llenar los depósitos de combustible y firmar el plan de vuelo. -Luego añadió, tras vacilar un poco-: Aunque si a los de Aduanas les da por registrarnos la carga, tardaremos más.

– Pero aquí no tenemos que pasar la aduana -repuso Miguel con acritud.

El piloto asintió:

– Normalmente, no. No se entretienen con los vuelos de salida. Pero últimamente, según tengo entendido, hacen registros ocasionales, a veces por la noche.

Aunque deseaba quitarle importancia, su voz reflejaba preocupación.

Miguel se quedó de piedra con la noticia. Tanto sus propias indagaciones como las del cártel de Medellín respecto a las normas y las rutinas de aduanas estadounidenses habían aconsejado la elección de Opa Locka como aeropuerto de salida.

Igual que el de Teterboro, Opa Locka, en Florida, se utilizaba únicamente para vuelos particulares. A causa de los aviones que llegaban del extranjero, había un pequeño despacho de aduanas que se albergaba provisionalmente en un remolque y con una dotación de personal mínima. Comparados con los departamentos de aduanas de aeropuertos tan importantes como los de Miami, Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, el de Opa Locka estaba mal dotado y obligado a usar procedimientos menos estrictos. En general, no había más de dos oficiales de aduanas de servicio, y aun así, sólo desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde los días laborables, y de diez a seis los festivos. El vuelo del Learjet se había planificado precisamente a esa hora, calculando que la aduana estaría cerrada y los funcionarios en sus casas.

– Si queda alguien en el despacho -añadió Underhill- y tiene la radio puesta, oirá nuestra comunicación con la torre. Después, tal vez quiera molestarse en hacernos una inspección, o tal vez no.

Miguel comprendió que no podía hacer nada más que regresar a su asiento y esperar. Una vez allí, fue barajando en mente todas las posibilidades.

Si realmente tropezaban esa noche con los funcionarios de aduanas norteamericanos, cosa poco probable al parecer, tenían su historia a punto y podían utilizarla. Socorro, Rafael y Baudelio interpretarían sus papeles. Y Miguel el suyo. Baudelio podría desconectar rápidamente sus controles y sus monitores de los ataúdes. No, el problema no residía en la coartada y todo lo que la sustentaba, sino en las normas que un funcionario de Aduanas debía exigir, en principio, para permitir la salida del país de un cadáver.

Miguel había estudiado la normativa legal y se la sabía de memoria. Cada cuerpo necesitaba sus documentos específicos: su certificado de defunción, un permiso de traslado del departamento de sanidad del estado, y el permiso de entrada del país de destino. No hacía falta el pasaporte del difunto, pero -lo más crítico- se podía mandar abrir el ataúd para inspeccionar su contenido y luego volverlo a sellar.

Con esmerada previsión, Miguel había obtenido todos los documentos requeridos; eran falsificaciones, pero bien hechas. Además, llevaba las fotografías del supuesto accidente de tráfico, sin identificar pero adecuadas a su historia, y los recortes de prensa, estos últimos con la información de que los cadáveres estaban tan achicharrados y deshechos que eran irreconocibles.

Así pues, si había algún funcionario de aduanas de servicio en Opa Locka y se entrometía en su camino, tenían los papeles en regla… pero ¿se empeñaría en dar un vistazo al contenido de los ataúdes? O a la inversa: tras leer sus descripciones, ¿se atrevería a hacerlo?

Una vez más, Miguel se sentía en tensión mientras el Learjet tomaba tierra con suavidad y rodaba por la pista hasta el hangar Uno.


El inspector de aduanas Wally Amsler se imaginaba que la «Operación Salida» se le debía de haber ocurrido a algún burócrata de Washington con ganas de incordiar. Quienquiera que fuera, él (o ella, quizás) en ese momento probablemente estaría en la cama, durmiendo, que era donde Wally quisiera estar, en lugar de encontrarse vagando por aquel aeropuerto de Opa Locka, perdido de la mano de Dios, que durante el día estaba apartado del mundo y de noche más solitario que la boca del lobo. Eran las once y media de la noche y hasta dentro de un par de horas él y los otros dos compañeros de aduanas de servicio especial no podrían echar el cierre a la «Operación Salida» y marcharse a dormir.

Amsler no solía estar de mal humor, básicamente era alegre y amigable, excepto con quienes infringían las leyes que él garantizaba. Entonces podía ser frío y duro, y su sentido del deber, inflexible. En general, le gustaba su trabajo, y aunque nunca le había preocupado trabajar de noche, procuraba eludir ese servicio siempre que le era posible. Pero la semana anterior había estado un poco griposo y todavía no se encontraba del todo bien; esa noche había considerado incluso la idea de decir que estaba enfermo, pero luego había desistido. Y además había otra cosa que le tenía preocupado últimamente: su estatus en el servicio de Aduanas.

A pesar de llevar más de veinte años realizando su trabajo a conciencia, no había alcanzado la promoción que él creía merecer a su edad, a punto de cumplir los cincuenta años. Era un inspector GS-9, que en realidad no era más que una graduación de oficial. Había muchos otros más jóvenes que él, con mucha menos experiencia, que ya eran inspectores jefe GS-II. Amsler tenía que obedecer sus órdenes.

Siempre había pensado que algún día ascendería a inspector jefe, pero en ese momento, si quería ser realista, sabía que sus posibilidades eran remotas. Le parecía una injusticia. Tenía un buen historial y siempre había prevalecido su obligación con el servicio ante otras consideraciones, incluyendo algunas de índole personal. Al mismo tiempo, nunca se había empeñado en ser un líder y ninguna de sus actuaciones en el servicio había sido espectacular; tal vez fuera ése el problema. Desde luego, aun como GS-9, el sueldo no era malo. Con las horas extras, trabajando seis días por semana, ganaba unos cincuenta mil dólares al año, y dentro de quince años le quedaría una buena pensión.

Pero el sueldo y la pensión, por sí solos, no le bastaban. Necesitaba reactivar su vida, hacer algo para que se le recordara, aun modestamente. Deseaba que ocurriera y creía merecerlo. Pero trabajando por la noche en Opa Locka, en la «Operación Salida», no era demasiado probable.

La «Operación Salida» consistía en la inspección aleatoria de algunos aviones a punto de salir de los Estados Unidos con destino a otros países. Era imposible controlarlos todos; el servicio de aduanas no contaba con suficiente personal. Así que había puesto en marcha una operación itinerante, que consistía en que un equipo de inspectores se presentara sin previo aviso en un aeropuerto y se pasara varias horas registrando los aparatos con destino al extranjero, más que nada los aviones particulares. El programa solía realizarse de noche.

Oficialmente, su objetivo era impedir la exportación ilegal de equipos de alta tecnología. Pero oficiosamente, también se perseguía la salida de divisas en cantidades no autorizadas, en particular las grandes sumas del dinero procedente del tráfico de drogas. Este segundo motivo debía ser oficioso, porque legalmente, según la Cuarta Enmienda, no se podía buscar dinero sin una «causa probable». No obstante, si se descubría dinero durante una investigación con otros fines, el servicio de Aduanas podía encargarse del caso.

Algunas veces, la «Operación Salida» daba fruto, y en ocasiones, resultados espectaculares. Pero nunca había ocurrido nada semejante cuando Amsler estaba de servicio, razón por la cual éste no apreciaba demasiado el programa. En cualquier caso, eso era la causa de que él y otros dos inspectores estuvieran esa noche en Opa Locka, a pesar de que los vuelos internacionales habían sido menos numerosos de lo habitual, y parecía poco probable que hubiera muchos más.

Había uno preparándose para despegar dentro de poco tiempo, un Learjet recién llegado de Teterboro y que unos minutos antes había presentado su hoja de vuelo con destino a Bogotá, Colombia. Amsler se dirigía al hangar Uno para echarle un vistazo.


En contraste con casi toda la zona sur de Florida, la pequeña ciudad de Opa Locka tenía pocos atractivos. Su nombre derivaba de una palabra semínola, opatishawockalocka, que significa «montículo alto y seco». La descripción era apropiada, como también otra, más reciente, del escritor T. D. Allman, que la calificaba de «gueto empobrecido parecido a un parque de atracciones abandonado y destrozado». Su aeropuerto, aún activo, contaba con escasas edificaciones, y el paisaje árido de la seca meseta natural le confería el aspecto de un desierto.

En medio de aquel desierto, el hangar Uno era un oasis.

Se trataba de un moderno edificio blanco y hermoso; en uno de sus extremos estaba el hangar propiamente dicho, y el resto albergaba una lujosa terminal de abastecimiento para los pasajeros y la tripulación de los aviones particulares.

En el hangar Uno trabajaban setenta personas, cuyos cometidos abarcaban desde pasar el aspirador por los aparatos y recoger la basura, hasta el aprovisionamiento de comida y bebida, pasando por el mantenimiento mecánico, desde pequeñas reparaciones hasta revisiones generales. Otros empleados atendían los salones de personalidades, los servicios de aseo y una sala de conferencias equipada con audiovisuales, fax, télex y fotocopiadoras diversas.

Al otro lado de una línea divisoria casi invisible aunque no del todo, existían las mismas instalaciones para los pilotos, además de la amplia zona de planificación de vuelos. Allí fue donde el inspector de aduanas Wally Amsler se acercó al piloto del Learjet, Underhill, que estaba estudiando el parte meteorológico.

– Buenas noches, capitán. Creo que se dirigen a Bogotá.

Underhill levantó la cabeza, sin llegar a sorprenderse del todo de la visión de un uniforme.

– Sí, exactamente.

De hecho, tanto su respuesta como su hoja de vuelo eran falsas.

El destino del Learjet era una polvorienta pista de aterrizaje de los Andes peruanos, cerca de Sión, y no harían escalas. Pero las concisas instrucciones de Underhill, que cobraría una suma magnífica, especificaban que su destino en la hoja de vuelo debía ser Bogotá. En cualquier caso, daba igual. En cuanto saliera del espacio aéreo estadounidense, poco después de despegar, podría dirigirse adonde quisiera sin que nadie le importunara.

– Si no tiene inconveniente -dijo cortésmente Amsler-, me gustaría inspeccionar su carga y sus pasajeros.

Underhill sí tenía inconveniente, pero sabía que no arreglaría nada diciéndoselo. Sólo esperaba que su pintoresco cuarteto de pasajeros supiera satisfacer al tío de aduanas lo suficiente para que éste abandonara el avión y les dejara proseguir su viaje. Estaba incómodo, pero no por sus pasajeros, sino por su propia responsabilidad en lo que se traían entre manos, fuera lo que fuera.

Denis Underhill sospechaba que había algo especial, acaso ilegal, en aquellos ataúdes. Sus figuraciones menos graves era que no contenían cuerpos, sino algún otro objeto que querían sacar clandestinamente del país; o, si eran efectivamente cuerpos, serían las víctimas de alguna banda colombiana o peruana que querían sacar del país sin que las autoridades norteamericanas se dieran cuenta. No se creyó ni por un momento la historia que le contaron, cuando contrataron el vuelo desde Bogotá, acerca de un accidente automovilístico y una desconsolada familia. Si fuera verdad, ¿para qué todo aquel secreto de novela de espías? Además, Underhill estaba seguro de que por lo menos dos de sus pasajeros iban armados. Si no era así, ¿por qué intentaban eludir lo que les iba a suceder en breve: la visita de un funcionario de aduanas?

Aunque el Learjet no era propiedad de Underhill -pertenecía a un rico inversor colombiano y estaba matriculado en ese país-, él lo explotaba personalmente y recibía, además de un salario y el pago de los gastos, una generosa comisión sobre sus beneficios. Estaba seguro de que su jefe sabía que los viajes de esa clase andaban rozando la frontera de la legalidad o eran francamente ilegales, pero el hombre confiaba en la capacidad de Underhill para manejar tales situaciones y proteger su inversión y su aparato.

Recordando esa confianza y su propio interés personal, Underhill decidió utilizar la argucia de los accidentados, para guardarse las espaldas, y esperaba también exonerar al Learjet, pasara lo que pasase.

– Es un asunto muy lamentable -confió al funcionario de aduanas antes de ponerle al corriente de la historia que le habían contado en Bogotá y que, aunque Underhill no lo sabía, corroboraban los documentos que portaba Miguel.

Amsler le escuchó sin comprometerse y luego le dijo:

– Vamos, capitán.

Ya había tropezado otras veces con tipos como Underhill, y no se dejó impresionar. Amsler ya había catalogado al piloto como un soldado de fortuna que volaba a cualquier parte con cualquier clase de carga, por dinero, y luego, si surgían problemas, se erigía en víctima inocente engañada por sus clientes. Y en opinión de Amsler, esos tipos eran unos flagrantes infractores de la ley que se salían con la suya en demasiadas ocasiones.

Caminaron juntos desde el edificio principal del hangar Uno hasta el Learjet 55 LR, estacionado bajo techado. La escotilla del Learjet estaba abierta y Underhill precedió al inspector Amsler por la escalerilla hasta la cabina de pasaje, anunciando:

– Señora y señores, tenemos una visita de cumplido de la aduana de los Estados Unidos.


Durante los quince minutos transcurridos desde que habían aterrizado, los cuatro miembros del grupo de Medellín habían permanecido a bordo del Learjet, siguiendo las órdenes de Miguel. Después, cuando se callaron los motores y los dos tripulantes salieron -Underhill a llenar la hoja de vuelo y Faulkner a supervisar la carga de combustible-, Miguel estuvo hablando muy seriamente con los tres.

Les advirtió de la posibilidad de una inspección de aduanas para que se prepararan a representar sus respectivos papeles. Se produjo una reacción de tensión, una ansiedad evidente, pero todos le indicaron que estaban dispuestos. Socorro, utilizando el espejo de su polvera, se metió un par de granos de pimienta debajo de los párpados. Casi al instante se le llenaron los ojos de lágrimas. Rafael se negó a que se le aplicaran a él y Miguel no protestó. Baudelio ya había desconectado los monitores de seguimiento de los tres ataúdes, después de asegurarse de que sus ocupantes seguían profundamente sedados y no se moverían durante una hora como mínimo si quedaban desatendidos.

Miguel especificó que él llevaría la voz cantante. Los demás sólo tenían que corroborar sus argumentos.

En consecuencia, no se produjo demasiada conmoción cuando Underhill dio la noticia y apareció el funcionario de aduanas.

– Buenas noches a todos -dijo Amsler empleando el mismo tono educado que había usado con Underhill.

Al mismo tiempo echó un vistazo en derredor, advirtiendo los ataúdes estibados a un lado de la cabina y los pasajeros al otro, tres de ellos sentados, y Miguel de pie.

– Buenas noches, inspector -respondió Miguel.

Sostenía un fajo de papeles y cuatro pasaportes. Tendió los pasaportes en primer término.

Amsler los cogió pero, sin mirarlos, le preguntó:

– ¿Adónde se dirigen ustedes y cuál es el motivo de su viaje?

Amsler ya había visto el plan de vuelo y conocía el destino declarado, y Underhill le había contado el motivo del viaje. Pero los servicios de Aduanas y de Inmigración tenían su propia técnica, que consistía en hacer hablar a la gente. A veces su conducta o algún signo de nerviosismo revelaban más que las preguntas concretas.

– Es un viaje trágico, oficial, de una familia, antes feliz y ahora embargada de duelo.

– Y usted, señor, ¿cómo se llama?

– Me llamo Pedro Palacios, y no pertenezco a la desdichada familia, sino que soy un amigo íntimo que ha venido a este país a ayudarla en un momento de necesidad.

Miguel usaba el nuevo alias que ostentaba su pasaporte colombiano. El pasaporte era auténtico y llevaba su foto, aunque el nombre y otros detalles, incluido el visado de entrada en los Estados Unidos, fechado pocos días antes, eran una hábil falsificación.

– Mis amigos me han pedido que hable por ellos porque no se expresan bien en inglés -añadió.

Amsler hojeó los pasaportes, encontró el de Miguel y, levantando la vista, le comparó con la foto que tenía delante.

– Habla usted muy bien inglés, señor Palacios.

Miguel pensó rápidamente y después le contestó con determinación:

– Estudié en la Universidad de Berkeley. Aprecio mucho este país. Si no fuera por estas trágicas circunstancias, me alegraría mucho de estar aquí.

Amsler abrió los demás pasaportes y comparó sus fotos con los otros tres viajeros. Después se dirigió a Socorro:

– Señora, ¿ha entendido usted lo que decíamos?

Socorro levantó la cara, surcada de lágrimas; el corazón se le salía del pecho. Vacilante y disimulando su perfecto dominio del inglés, respondió:

– Sí… un poco.

Amsler asintió y volvió a dirigirse a Miguel:

– A ver… explíquemelo usted -le dijo señalando los ataúdes.

– Tengo todos los documentos necesarios…

– Ya me los enseñará después. Primero cuénteme.

Miguel dejó que le temblara un poco la voz:

– Fue un accidente terrible. La hermana de esta señora y su hijo, un adolescente, más un viejo caballero, también de la familia, vinieron a América de vacaciones. Al salir de Filadelfia por la carretera, un camión perdió el control, pasó el peaje y se les echó encima a toda velocidad… Chocó de frente con el coche de la familia, matándolos a todos. Había mucho tráfico… Hubo otros ocho vehículos en el siniestro, con más muertos… se produjo un gran incendio y los cuerpos… ¡Ay, Dios mío, los cuerpos!

Cuando Miguel mencionó los cuerpos, Socorro gimió y suspiró. Rafael tenía la cara entre las manos y sacudía los hombros como si sollozara; Miguel le concedió mentalmente que eso era más convincente que las lágrimas. Baudelio sólo ostentaba una expresión muy triste.

Mientras hablaba, Miguel examinaba atentamente al inspector de aduanas. Pero su rostro no revelaba nada y el hombre se limitaba a escucharle, inescrutable. Miguel le tendió los demás documentos.

– Está todo aquí. Por favor, oficial, le ruego que lo lea usted mismo.

Esa vez, Amsler cogió los papeles y los hojeó. Los certificados de defunción parecían en orden; también los permisos de traslado y los de entrada en Colombia. Empezó a leer los recortes de prensa y al llegar a las palabras «cuerpos abrasados… mutilados e irreconocibles», se le revolvió el estómago. A continuación venían las fotos. Le bastó con una ojeada, y las tapó en seguida. Recordó que poco antes había considerado la posibilidad de decir que estaba enfermo. ¿Por qué demonios no lo habría hecho? En ese momento sentía auténticas náuseas, completamente mareado ante la idea de lo que tendría que hacer poco después.

Miguel miraba al funcionario sin tener ni idea de las preocupaciones que acuciaban, por otros motivos, a su interlocutor.

Wally Amsler se creía lo que le habían contado. La documentación estaba en regla, los otros papeles corroboraban la historia y decidió que nadie podría fingir la clase de desconsuelo que acababa de presenciar hacía unos minutos. Él mismo era un honrado padre de familia y se compadeció de esas pobres personas, deseando dejarles marcharse de inmediato. Pero no podía. La ley le exigía abrir e inspeccionar todos los ataúdes, y ésa era la causa de su aflicción.

Porque Wally tenía una manía: no podía soportar la visión de un cadáver. Y le horrorizaba la idea de ver los restos mutilados descritos en primer lugar por Palacios, y después por los recortes de prensa que había leído.

Todo aquello procedía de cuando sus padres obligaron a Wally, a los ocho años, a besar a su abuela muerta, metida en su ataúd. El recuerdo del contacto de aquella carne cerúlea e inerte en sus labios, mientras se debatía y chillaba protestando, le produjo un espantoso escalofrío y Wally se propuso no volver a ver a un muerto en su vida. De adulto se enteró de que la psiquiatría tenía un nombre para esa repugnancia: necrofobia. A Wally le importaba un rábano. Lo único que pedía era no acercarse a los muertos.

Una sola vez, en su larga carrera en el servicio de aduanas, había visto a un muerto por obligaciones profesionales. Fue una ocasión en que llegó el cadáver de un americano, a altas horas de la noche, desde un país extranjero, y Amsler estaba solo de servicio. El pasaporte del difunto indicaba un peso de setenta y cinco kilos, pero la carga pesaba ciento cincuenta. Aun para un ataúd y su embalaje, la diferencia le pareció sospechosa, y Amsler exigió, de muy mala gana, que abrieran el ataúd. El resultado fue horripilante.

El muerto era un obeso, había engordado tremendamente desde la expedición del pasaporte. Además, el cuerpo se había hinchado enormemente a causa de la muerte y un embalsamamiento defectuoso, estaba putrefacto y apestaba de un modo increíble. Al oler ese hedor repugnante, Amsler mandó cerrar de inmediato el ataúd. Salió corriendo y se puso malísimo. Esa sensación de mareo y el hedor insoportable le persiguieron durante varios días y su recuerdo, nunca eclipsado del todo, le invadió de nuevo.

Sin embargo, más fuerte que su recuerdo, más fuerte que sus temores, era su inflexible sentido del deber.

– Lo lamento muchísimo -dijo a Miguel-, pero las normas exigen que se abran los ataúdes para ser inspeccionados.

Eso era lo que más temía Miguel. Hizo un último intento por convencerle.

– Oh, por favor, oficial… ¡Se lo ruego! Hemos pasado tantas angustias, tanta pena… Somos amigos de su país. Seguramente se podrá hacer alguna excepción, por pura compasión… -se dirigió en español a Socorro-: El hombre quiere abrir los ataúdes*.

– ¡Ay, no! -gritó ella, horrorizada-. ¡Madre de Dios, no!

Le suplicamos, señor -intervino Rafael-. ¡En el nombre de la decencia, por favor, no!

– ¡Por favor, no lo haga, señor! ¡No lo haga! -susurró Baudelio, con la cara desencajada.

Aun sin comprender todas sus palabras. Amsler entendió el significado de lo que le decían.

– Le ruego -dijo a Miguel- que informe a sus amigos que yo no he redactado las normas. A veces no es nada agradable acatarlas, pero es mi trabajo y mi obligación.

A Miguel le daba igual. Era inútil prolongar esa charada. Había llegado el momento de tomar una decisión.

– Sugiero que traslademos los ataúdes a un lugar retirado -prosiguió aquel funcionario imbécil-. El piloto puede encargarse de ello. También le mandaremos ayuda del hangar Uno.

Miguel sabía que no podía permitirlo. Los ataúdes no debían salir del avión. Por lo tanto, no le quedaba más que un recurso: las armas. No habían llegado hasta allí para que un aduanero cabrón* les derrotara él solito, y tenía la posibilidad de matarle allí mismo o llevárselo a Perú y ejecutarlo luego allí. A los pilotos también habría que convencerles a punta de pistola; si no, se negarían a despegar por miedo a las posibles consecuencias. Miguel metió la mano dentro de su abrigo. Alcanzó su pistola Makarov de nueve milímetros y le quitó el seguro. Miró a Rafael, y el hombretón inclinó la cabeza en señal de complicidad. Socorro había abierto su bolso.

– No -dijo Miguel-, los ataúdes no se mueven de aquí.

Se desplazó ligeramente, colocándose entre el funcionario de aduanas, los dos pilotos y la portezuela del avión. Empuñó con fuerza la pistola. Era el momento. ¡Ahora!

En ese mismo instante se oyó una voz:

– Llamando a Eco uno siete dos. Sector…

Todos se asustaron excepto Amsler, que estaba acostumbrado a oír el radiotransmisor que llevaba en la cintura. Sin darse cuenta de que la situación había cambiado, se acercó la radio a la boca:

– Sector, aquí Eco uno siete dos.

– Eco uno siete dos -repuso la voz masculina-, Alfa dos seis ocho ordena que termine la misión en curso y se ponga en contacto con él inmediatamente en el cuatro seis siete, veinticuatro, veinticuatro. No use la radio, repito, no use la radio.

– Sector. Diez cuatro. Eco uno siete dos. Corto y cierro.

Al transmitir la confirmación, Amsler apenas podía disimular la alegría de su voz. En el último momento, justo antes de abrir los ataúdes, le habían proporcionado una salida honorable: una orden tajante que no podía desobedecer. Alfa dos seis ocho era el código de su jefe de sector de la zona de Miami e «inmediatamente», en la jerga de su superior, significaba «cagando leches». Amsler también reconoció el número de teléfono: era el de la sección de mercancías del aeropuerto internacional de Miami.

Lo que significaba probablemente el mensaje era que habían recibido un soplo acerca de la llegada de algún vuelo con contrabando a bordo -la mayor parte de los alijos que se capturaban era por ese método- y necesitaban la ayuda de Amsler. La razón para no utilizar la radio era por evitar las filtraciones. Debía dirigirse a toda prisa al teléfono más próximo.

– Señor Palacios, me necesitan con urgencia en otra parte -dijo-. Por lo tanto, despacharé ahora mismo su salida para que se marchen cuando quieran.

Mientras ponía sus garabatos en los papeles, Amsler no tuvo conciencia de la repentina relajación de la tensión, ni del alivio, no tan sólo de los pasajeros, sino de la tripulación. Underhill y Miguel se miraron de reojo. El piloto, que había notado que estaban a punto de sacar las armas, se preguntó si debía exigirles que se las entregaran antes del despegue. Luego, valorando la mirada glacial de Miguel, decidió dejar las cosas como estaban. No quería más retrasos ni complicaciones. Recogerían sus papeles y se irían.

Poco después, mientras Amsler se precipitaba al interior del hangar Uno a llamar por teléfono, oyó cerrarse la escotilla del Learjet y el rugido de sus motores. Se alegró de haber superado ese pequeño episodio y se preguntó qué le estaría esperando en el aeropuerto internacional de Miami. ¿Sería la gran oportunidad de su vida que llevaba tantos años esperando?


El Learjet 55 LR dejó el espacio aéreo de los Estados Unidos y puso rumbo a Sión, en Perú, y ascendió, ascendió… más… más… en la noche.

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