TERCERA PARTE

1

Arthur Nalesworth -tío Arthur para todo el mundo, un hombre de edad, educadísimo y digno- había sido en sus años mozos el timón de la CBA-News. A lo largo de tres décadas, había ido ascendiendo hasta la cúpula de la emisora, desempeñando los cargos de subdirector de información internacional, productor ejecutivo del boletín nacional de Últimas Noticias y subdirector general del departamento de informativos. Después, su suerte cambió, y como otros muchos colegas suyos, anteriores y posteriores, a los cincuenta y seis años fue relegado al banquillo, tras ser informado que sus días de responsabilidad habían concluido y dejarle elegir entre la jubilación anticipada o un puesto secundario de comodín.

La mayor parte de la gente enfrentada a esas dos alternativas solía elegir el retiro por simple cuestión de orgullo. Arthur Nalesworth, que no era vanidoso y estaba muy imbuido de filosofía ecléctica, decidió seguir trabajando donde fuera. La emisora, que no esperaba semejante decisión, tuvo que buscarle un puesto. En primer lugar le comunicó que le nombraba vicepresidente.

Como diría más tarde el propio tío Arthur: «Aquí hay tres clases de vicepresidentes: los ejecutivos, que desempeñan un trabajo efectivo y se ganan honestamente el sueldo que cobran; los vicepresidentes burócratas del consejo de administración, que no producen pero deben responder ante sus superiores si algo va mal; y los vicepresidentes "honoríficos", que se encargan de los recortes de prensa… como yo».

Y si se le daba cuerda, tío Arthur llegaba incluso a confesar: «Una de las cosas para la que deberíamos estar preparados aquellos que logramos algún éxito en esta profesión, aunque casi ninguno lo hace, es el día en que dejamos de ser importantes. Cuando estamos llegando a la cúspide de la cucaña debemos recordar que antes de lo que nos imaginamos nos arrinconarán, nos olvidarán y nos sustituirán por un colega más joven, y probablemente mejor. Por supuesto… -y entonces tío Arthur era muy aficionado a citar el Ulyses de Tennyson-: "La muerte todo lo acaba: pero antes del final todavía puede hacerse alguna obra noble…"».

Inesperadamente, cuando terminaron sus días de vuelo de altura, y con gran sorpresa para la emisora y para el propio tío Arthur, éste encontró un canal para su «obra noble». Se trataba de los jóvenes, los candidatos a algún puesto de trabajo.

Para los profesionales de la televisión eran una molestia, y a veces un compromiso las peticiones, casi idénticas, que les formulaba un montón de gente -amigos, familiares, relaciones profesionales, políticos, médicos, dentistas, oftalmólogos, agentes de bolsa, y así ad infinitum-: «¿Podría usted conseguir a mi hijo/hija/sobrino/sobrina/ahijado/alumno/protegido algún trabajo en los informativos de televisión?».

Había épocas, en especial cuando concluía el curso académico, en que parecía que una generación entera de jóvenes estaba intentando echar abajo las puertas e invadirlo todo.

Y en cuanto a sus presuntos padrinos, los ejecutivos de televisión podían desembarazarse fácilmente de algunos, pero no de todos, ni mucho menos. Entre los que no podían mandar a paseo había importantes anunciantes de sus respectivas emisoras, parientes de los consejeros de administración, personajes de Washington cercanos a la Casa Blanca o el Capitolio, otros políticos a los que sería insensato ofender, importantes fuentes de información y un largo etcétera.

En la época ATA -«antes de tío Arthur»-, los ejecutivos de la CBA debían malgastar parte de su tiempo telefoneándose unos a otros en busca de vacantes y luego intentando aplacar a los parientes, padrinos et al de los candidatos a los que no encontraban acomodación.

Pero aquello se había acabado. La misión de Arthur Nalesworth, engendrada por la desesperación del personal directivo de la CBA-News, había librado a sus colegas de todas esas molestias.

Ahora, cuando alguien les pedía que colocaran a un joven, los ejecutivos de la CBA tenían una respuesta estupenda: «Pues claro que sí… Tenemos un vicepresidente especial que se encarga de la reclutación del personal. Dígale a su recomendado que llame a este número, diciendo que es de mi parte, y le darán hora para una entrevista».

Y así se hacía, porque Arthur Nalesworth entrevistaba siempre a todos los candidatos en el pequeño despacho sin ventanas que le habían asignado. Hasta entonces nunca se habían realizado tantas entrevistas a los solicitantes de trabajo, y se hacían a fondo, durante una hora o más. La entrevista incluía preguntas generales y confidencias personales. Al final, los entrevistados se iban contentos de la CBA, aunque no consiguieran trabajo -que era lo que solía suceder-, y Nalesworth sacaba una buena impresión global de la personalidad y potencial del joven que había recibido en su despacho.

Al principio, el número de entrevistas y el tiempo que requerían se convirtieron en el chiste del departamento, con sardónicas referencias a «llenar la jornada» y «hacer empresa». Y además, las amables palabras de aliento de Nalesworth a cada candidato, prometedor o no, acuñaron la expresión «tío Arthur», que cuajó definitivamente.

Pero poco a poco, el escepticismo fue sustituido, a regañadientes, por un merecido respeto. Y todavía se desarrolló más cuando las recomendaciones que hizo tío Arthur de algunos jóvenes demostraron su acierto, pues éstos, una vez contratados por la emisora, ascendieron rápidamente y con éxito en el seno de la sección de informativos. Al cabo de un tiempo, se convirtió en una fuente de orgullo, como la posesión de un diploma, el haber sido elegido por el tío Arthur.

Ahora, el tío Arthur tenía sesenta y cinco años y le quedaban pocos meses para la jubilación, y en el alto mando de los servicios informativos se hablaba de rogarle que se quedara. De pronto, por extraño que parezca, Arthur Nalesworth había vuelto a ser importante.

Así pues, la mañana del domingo de la tercera semana de septiembre, el tío Arthur llegó a la sede de la CBA-News a desempeñar su cometido en la búsqueda de Jessica, Nicholas y Angus Sloane. Como le indicó Les Chippingham por teléfono la noche anterior, se dirigió a la sala de juntas del grupo especial, donde le recibieron Harry Partridge, Rita Abrams y Teddy Cooper.

Era un hombre macizo y ancho de espaldas, de estatura media, con cara de querubín y una tupida mata de pelo plateado, cuidadosamente peinada con la raya a un lado. Se comportaba con seguridad y naturalidad. Como no era una jornada regular de trabajo, en lugar de su habitual traje oscuro, tío Arthur llevaba una americana de mezclilla marrón, unos pantalones gris claro con la raya perfectamente planchada, una corbata de lazo y unos zapatones deportivos muy relucientes.

El sonoro vozarrón de tío Arthur tenía un registro parecido al de Churchill. Un antiguo colega suyo decía que cualquier opinión expresada por Arthur Nalesworth quedaba como grabada en piedra.

Después de estrechar la mano a Harry y Rita y ser presentado a Teddy Cooper, tío Arthur dijo:

– Tengo entendido que necesitáis sesenta reclutas de los míos, los mejores y más brillantes… si es que consigo reunir a tantos en tan poco tiempo. Pero primero os sugeriría que me pusierais al corriente.

– Te lo contará Teddy -dijo Partridge, haciendo un ademán a Cooper para que empezara.

Tío Arthur escuchó al británico describir su intención de identificar a los secuestradores y su actual llegada a un punto muerto. Después, Cooper esbozó su idea de buscar en los anuncios inmobiliarios de la prensa para encontrar la guarida de los secuestradores, según su teoría de que éstos habían podido alquilar alguna propiedad dentro de un radio de cincuenta kilómetros desde el escenario del crimen.

– Sabemos que es un disparo a ciegas, Arthur -añadió Partridge-, pero de momento no tenemos nada mejor.

– Sé por experiencia -replicó tío Arthur- que cuando no se sabe por dónde tirar, lo mejor es el disparo a ciegas.

– Me alegro de que piense usted así, señor -dijo Cooper.

El tío Arthur asintió:

– Lo bueno de los disparos a ciegas es que, aunque no se descubra exactamente lo que se andaba buscando, siempre acaba uno tropezando con otra cosa que resulta útil por algún motivo. -Después añadió exclusivamente para Cooper-: También comprobarás, muchacho, que algunos de los jóvenes que van a venir son como tú, puro nervio.

Cooper acompañó a tío Arthur a su pequeño despacho, donde éste empezó a abrir archivos y a sacar fichas que fue colocando ordenadamente encima de su mesa hasta cubrirla del todo. Después cogió el teléfono para iniciar una larga sesión de llamadas, todas con un denominador común, aunque cada una de ellas tenía un tono personal, como si su interlocutor fuera amigo suyo.

Bueno, Ian, me dijiste que deseabas una oportunidad para iniciarte en esta profesión, aunque fuera modesta, y ahora se nos acaba de presentar una… No, Bernard, no puedo garantizarte que este trabajo de dos semanas se convierta en un puesto fijo, pero ¿por qué no intentarlo?… Desde luego, Pamela, estoy de acuerdo en que este trabajo temporal es poca cosa para una licenciada en ciencias de la información. Pero recuerda que algunos de los más importantes profesionales de televisión empezaron su carrera como ordenanzas… Sí, Howard, tienes razón, cinco dólares y medio la hora no es como para ponerse a dar saltos. Pero si lo que te interesa es el dinero, olvídate de los medios de comunicación y busca algo en Wall Street… Felix, comprendo que el horario no es demasiado cómodo. Casi nunca lo es. Si quieres trabajar en los servicios informativos de una cadena de televisión tendrás que salir a la calle, si es necesario el día del cumpleaños de tu mujer… Pero no olvides, Erskine, que podrás poner en tu curriculum que has realizado un trabajo especial para la CBA.

Al cabo de una hora, tío Arthur había hecho doce llamadas, con el resultado de siete «seguros» que empezarían a trabajar al día siguiente, más uno probable. Continuó trabajando pacientemente con sus listas.

Otra de las llamadas de tío Arthur fue a su antiguo amigo el profesor Kenneth K. Goldstein, decano de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Una vez al corriente del problema de la CBA, el profesor se solidarizó en seguida, ofreciendo su colaboración.

Aunque los dos sabían que la normativa académica impedía la contratación de estudiantes, cabía la posibilidad de que el asunto interesara a algunos graduados que estaban realizando masters en ámbitos de la comunicación y se hallaran disponibles. Y también a otros licenciados recién salidos de la escuela que no hubieran encontrado trabajo todavía.

– Lo que vamos a hacer -le dijo el decano- es clasificarlo como emergencia. Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir una docena de nombres. Ya te llamaré.

– ¡Columbia siempre! -proclamó tío Arthur antes de proseguir con sus llamadas.

Entretanto, Teddy Cooper regresó a la sala de juntas a preparar el plan de trabajo de los empleados eventuales que llegarían al día siguiente. Con sus dos ayudantes, estudió el Editor and Publisher International Year Book, los listines telefónicos, desplegaron varios planos de la zona, eligieron las bibliotecas y las redacciones de los periódicos que visitarían, trazaron diversos recorridos y establecieron los horarios.

Al mismo tiempo, Cooper redactó una lista de especificaciones para aleccionar a los nuevos reclutas que repasarían los anuncios por palabras de los últimos tres meses de unas ciento sesenta publicaciones. ¿Qué debían buscar?

Además de la ubicación, a menos de cincuenta kilómetros de Larchmont, Cooper consideraba:


Una situación relativamente aislada, con escasa actividad a su alrededor. Buscaban a unas personas que querían intimidad y la posibilidad de entrar y salir sin despertar curiosidad. Por tanto, había que descartar las casas o los locales de las zonas densamente pobladas o de gran actividad.

Podía tratarse de una pequeña fábrica abandonada, un almacén o una casa grande. Si era una casa, probablemente vieja, en mal estado y, por lo tanto, difícil de alquilar. La casa debía de contar con dependencias suficientes para albergar varios vehículos y un pequeño taller de pintura. Otra de las probabilidades era una granja sin explotar. También había que buscar otra clase de alojamientos que coincidieran con la descripción general, haciendo uso de la imaginación en caso necesario.

Debía albergar a cuatro o cinco personas por lo menos y ofrecer cabida para más. Sin embargo, los inquilinos podían estar dispuestos a «vivir sin comodidades», así que no era indispensable que se mencionara la situación de habitabilidad. (En «cabida para más», Cooper incluía mentalmente el alojamiento de los rehenes, aunque no lo mencionaba específicamente.)

El local y su ubicación podían ser poco apropiados para cualquiera que buscara alojamiento para un negocio normal o una vivienda. Por tanto, había que prestar especial atención a cualquier anuncio que llevara mucho tiempo apareciendo y de pronto dejara de publicarse. Ese proceso podía indicar la falta de interesados en primer lugar, seguida por una repentina operación de alquiler o venta para un propósito poco habitual.

El alquiler, o el precio de venta incluso, era un factor poco determinante en la investigación. Los interesados disponían, casi con absoluta certeza, de fondos en abundancia.


Cooper decidió que aquello era suficiente. Quería dar una idea general bastante amplia, pero no deseaba limitar o desalentar otras iniciativas. También quería aleccionar personalmente a los nuevos reclutas de tío Arthur cuando llegaran al día siguiente y pidió a Rita que le consiguiera un lugar apropiado.

Poco después de las doce del mediodía, Cooper se reunió con tío Arthur a almorzar en la cafetería de la CBA-News. Tío Arthur pidió un bocadillo de atún y un vaso de leche; Cooper se decidió por un filete cubierto por una salsa pringosa, un trozo de tarta de color amarillo rabioso y -con cara de resignación- una taza de agua caliente y un sobrecito de té.

– Por desgracia -dijo tío Arthur como disculpándose-, hoy el «21» está cerrado. Otro día, a lo mejor…

Como era domingo, había mucha menos gente de la habitual en la casa, y se sentaron los dos solos a una mesa. En cuanto se instalaron, Cooper empezó:

– Me gustaría preguntarle, señor…

Tío Arthur le interrumpió con un gesto:

– Tu respeto británico es una delicia. Pero ahora estás en la tierra de la igualdad, donde los plebeyos llaman «Joe» o «¡Eh, tú!» a los reyes y cada vez menos gente escribe «Señor» en los sobres. Aquí todo el mundo sin excepción me conoce por mi nombre de pila.

– Muy bien, Arthur -dijo Cooper un poco cohibido-, sólo me preguntaba qué te parecen los informativos de televisión de hoy en día, comparados con los de…

– ¿Comparados con los de mis buenos tiempos, cuando yo contaba para algo? Bueno, es posible que te sorprenda mi respuesta. Son mucho mejores, en conjunto. Los profesionales de la información y la realización son mejores que los de mi época, incluido yo mismo. Y eso se debe a que el tratamiento de la información no deja de progresar, ni ha dejado nunca de hacerlo.

– Pues cantidad de gente piensa todo lo contrario -dijo Cooper enarcando las cejas.

– Eso, mi querido Teddy, se debe al estreñimiento nostálgico. Toda esa gente necesita un enema mental. Una de las soluciones es visitar el Museo de la Radiodifusión de Nueva York -como he hecho yo recientemente- y ver las antiguas emisiones de informativos, de los años sesenta, por ejemplo. Valoradas con los baremos actuales, la mayor parte parece floja, obra de aficionados, y no me refiero sólo a su calidad técnica sino a la profundidad de la investigación periodística.

– Nuestros detractores opinan que en la actualidad investigamos demasiado.

– Generalmente, ésa es una crítica de los que tienen algo que ocultar.

Mientras Cooper sofocaba una risita, tío Arthur continuó:

– Una de las evidencias del progreso del periodismo es que pocas cosas que deban publicarse permanecen ocultas. Los abusos de confianza salen a la luz pública. Desde luego, las personas decentes de la vida pública también, siempre pagan justos por pecadores. Uno de sus castigos es la pérdida de intimidad. Pero, en definitiva, se sirve mejor a la sociedad.

– Entonces, no crees que los reporteros de los viejos tiempos eran mejores que los de hoy.

– No sólo no eran mejores, sino que muchos de ellos no tenían la implacabilidad, la indiferencia ante la autoridad, la voluntad de saltar a la garganta que requiere hoy un periodista de primera fila. Por supuesto, los antiguos reporteros eran buenos para los haremos de la época y unos cuantos eran excepcionales. Pero incluso ésos, si estuvieran entre nosotros, se sentirían embarazados por la devoción que se les dedica.

– ¿Devoción?

Cooper abrió mucho los ojos, con curiosidad.

– Oh, sí. ¿No sabías que dedicamos a los profesionales de la comunicación un respeto casi religioso? Utilizamos palabras altisonantes como «sagrada corporación». Pontificamos acerca de la «edad de oro de la televisión» -pasada, naturalmente- y canonizamos a nuestras estrellas del periodismo. En la CBS han creado a San Ed Murrow… que era extraordinario, sin ningún género de dudas. Pero Ed tenía sus debilidades humanas, aunque la leyenda prefiera olvidarlas. Dentro de poco la CBS creará a San Cronkite, aunque me temo que Walter tendrá que morirse primero. Una persona en vida no puede sostener tamaña eminencia. Y eso sólo en la CBS, la organización de servicios informativos más veterana. Las demás, las emisoras más jóvenes, también crearán a sus santos en su día: el de la ABC será inevitablemente San Arledge. Al fin y al cabo, Roone ha configurado el mundo de los informativos en su forma actual, más que ningún otro profesional del ramo.

Tío Arthur se levantó:

– Ha sido muy interesante escuchar tus opiniones, querido Teddy. Pero ahora he de regresar junto a ese ubicuo dueño de nuestras vidas que es el teléfono.

A última hora de la tarde, tío Arthur comunicó que cincuenta y ocho de sus «mejores y más brillantes efectivos» se presentarían a trabajar el lunes por la mañana.

2

A primeras horas del domingo, el Learjet 55 LR penetró el espacio aéreo de la provincia de San Martín, en Selva, una región de Perú escasamente poblada. A bordo del aparato, Jessica, Nicholas y Angus Sloane seguían sedados dentro de sus ataúdes.

Tras cinco horas y cuarto de vuelo desde Opa Locka, Florida, el Lear se acercaba a su destino; la pista de aterrizaje de Sión, en las estribaciones de los Andes. Eran las 4.15, hora local.

Los dos pilotos, en la semipenumbra de la cabina de mando, miraban hacia delante, escrutando la oscuridad que les rodeaba. El avión volaba a una altitud de 3.500 pies por encima del nivel del mar, pero a sólo 1.000 de la selva que se extendía bajo ellos. Poco más allá se alzaba la imponente cordillera.

Hacía dieciocho minutos que habían salido de la ruta aérea regular y la seguridad de sus radiobalizas y habían conectado el sistema de navegación GNS-500 VLF -un instrumento tan preciso que los pilotos decían algunas veces que era «capaz de encontrar una aguja en un pajar»- para localizar la pista de aterrizaje. No obstante, cuando llegaran a las inmediaciones o sobrevolaran la pista, tendrían que recibir una señal visual desde tierra.

Habían reducido sustancialmente la velocidad del aparato, pero todavía navegaban a más de 300 nudos.

El copiloto, Faulkner, fue quien divisó la luz blanca de la baliza de tierra. Se encendió tres veces y luego se apagó, pero Faulkner, que era el que tripulaba en ese momento, hizo virar el aparato y puso rumbo a la luz del suelo.

El capitán Underhill, que había distinguido la luz poco después que Faulkner, empezó a manejar la radio, en una frecuencia especial y utilizando un mensaje cifrado:

Atención, amigos de Huallaga. Éste es el avión La Dorada. Les traemos el embarque Pizarro.*

Cuando contrataron el vuelo, Underhill había recibido instrucciones concretas para la comunicación. Llegó la respuesta prevista:

– Somos sus amigos de tierra. Les estamos esperando. La Dorada puede aterrizar. No hay viento.

El permiso para aterrizar fue bien recibido, pero no la noticia de la falta de viento para ayudar a frenar el pesado 55 LR. Sin embargo, mientras Underhill transmitía la recepción del mensaje, volvió a encenderse la baliza, y continuó haciéndolo así, intermitentemente. Al cabo de un instante, se encendieron tres bengalas a lo largo de la pista de tierra. Underhill, que ya había estado allí otras dos veces, estaba seguro de que la radio que estaban utilizando era un aparato portátil, instalada en un camión, lo mismo que el proyector, probablemente. El sofisticado equipo no le sorprendió. Los traficantes de drogas solían aterrizar allí, y en lo relativo a equipamiento, los cárteles no reparaban en gastos.

– Yo tomaré tierra -dijo Underhill, y el copiloto le cedió los mandos.

El piloto dio una pasada sobre la zona a unos mil pies de altitud, observando lo poco que se veía de la pista y calculando su aproximación. Sabía que necesitarían cada palmo de suelo disponible, también sabía que había árboles y una espesa vegetación a ambos lados de la pista de aterrizaje, así que debían tomar tierra con exquisita precisión por muchos motivos. Satisfecho, inició la maniobra de aproximación perdiendo altura y volando paralelo a la pista.

A su lado, Faulkner efectuaba las comprobaciones previas al aterrizaje. Cuando accionó el conmutador de «tren de aterrizaje» se oyeron los traqueteos producidos por el movimiento de las ruedas. Cuando cayeron a babor para iniciar la maniobra, se encendió la luz verde de los controles del tren de aterrizaje.

En su última pasada sus brillantes focos de aterrizaje hendieron la oscuridad y Underhill redujo la velocidad a 120 nudos. Habría preferido aterrizar de día, pero no les quedaba suficiente combustible para seguir en vuelo hasta el amanecer, a las seis. Cuando se estaba aproximando, Underhill comprobó que llegaba demasiado alto. Redujo más la potencia. Tenía la pista a menos de cincuenta pies. Válvulas de admisión al mínimo, gas fuera, equilibrio casi vertical. ¡Ya estaba! Tocaron el suelo irregular y rebotaron. Costaba trabajo mantener derecha la palanca del timón. La silueta de los árboles desfilaba iluminada por los faros de aterrizaje. Motores atrás… ¡Frenos! Habían pasado la baliza central y empezaban a perder velocidad. ¿Pero sería suficiente? El final de la pista estaba muy cerca, pero ya estaban casi parados. Lo lograron, aunque con el espacio justo.

– Bien -dijo Faulkner.

No apreciaba demasiado a Underhill; su superior era egoísta, desconsiderado y en general distante. Pero era un piloto soberbio.

Mientras Underhill viraba ciento ochenta grados y regresaba rodando por la pista hasta el otro extremo, los dos tripulantes vieron vagamente un camión y varias siluetas. Por detrás del camión había un destartalado cobertizo y a su lado como una docena de bidones metálicos.

– Eso debe de ser nuestro combustible -dijo Underhill señalando hacia allá-. Que te ayuden esos tíos a llenar el depósito, y no os entretengáis, porque quiero estar lejos de aquí en cuanto apunte el día.

Su siguiente meta era Bogotá, en Colombia, la culminación de ese viaje. Una vez en vuelo, sería una excursión breve y fácil.

Underhill sabía otra cosa más: esa zona de la jungla era una tierra de nadie, centro de las luchas de Sendero Luminoso, el ejército peruano y algunas veces las fuerzas antiterroristas gubernamentales. Los tres colectivos tenían fama de extremada brutalidad, y no era sitio para rezagarse. Pero los pasajeros del Learjet iban a desembarcar allí, así que Underhill hizo un gesto a Faulkner, que abrió la puerta de comunicación con la cabina de pasaje.


Miguel, Socorro, Rafael y Baudelio estaban encantados de pisar tierra firme después del descenso en la oscuridad. Pero con su alivio tomaron conciencia de que estaban iniciando una nueva fase de su empresa. En particular Baudelio, que había estado controlando los ataúdes con su instrumental, empezó a disminuir la sedación, porque muy pronto abrirían los ataúdes para sacar a sus pacientes, como él seguía considerándolos.

Instantes más tarde se detuvo el Learjet, se apagaron sus motores y Faulkner se levantó de su asiento para abrir la escotilla. En agudo contraste con la climatización interior, el aire que penetró era húmedo y sofocante.

Mientras los pasajeros del avión iban bajando a tierra, se notaba que la atención y el respeto de quienes les esperaban se centraron en Miguel y Socorro. Obviamente, la recepción de Miguel se debía a su papel de jefe y la de Socorro a su afiliación a Sendero Luminoso.

El grupo de tierra constaba de ocho hombres. A pesar de la oscuridad, la reverberación de la luz mostraba sus caras cetrinas y curtidas por la intemperie, y su constitución física de campesinos, robusta y achaparrada. El más joven de los ocho se adelantó y se identificó como Gustavo.

Tenemos órdenes de ayudarle cuando lo necesite, señor* -dijo a Miguel. Luego dirigió a Socorro una leve inclinación de cabeza-: Señora, el destino de sus prisioneros será Nueva Esperanza, a noventa kilómetros de aquí. La mayor parte por el río. El barco está listo*.

Underhill emergió de su aparato y oyó sus explicaciones.

– ¿De qué prisioneros hablan? -preguntó en tono cortante.

Miguel no quería que Underhill supiera a dónde se dirigían. Pero en cualquier caso, estaba harto de su autoritario piloto; recordó su recibimiento en Teterboro -¡Maldición, llegan tarde!- y las demás ocasiones, durante el viaje, en que había advertido la velada hostilidad del piloto. Pero ya estaba en tierra, donde el otro no tenía autoridad, y le contestó con malos modos:

– Eso no es asunto suyo.

– Todo lo que pase en este avión -replicó Underhill- es asunto mío.

Miró los ataúdes. Al principio había insistido en que cuanto menos cosas supiera al respecto, mejor. Pero luego, más por instinto que por reflexión, decidió que era mejor saberlo, por su propia protección en el futuro.

– ¿Qué llevan ahí?

Ignorando al piloto, Miguel dijo a Gustavo.

Diga a los hombres que descarguen los ataúdes con cuidado sin moverlos demasiado, y que los lleven adentro de la choza*.

– ¡No! -exclamó Underhill bloqueando la escotilla con el cuerpo-. No descargarán los ataúdes hasta que me haya contestado.

A causa del calor, estaba empezando a correrle el sudor por la cara y su despoblada frente.

Miguel miró a Gustavo a los ojos y asintió. Al instante se produjo un pequeño revuelo, una serie de chasquidos metálicos, y Underhill se encontró encañonado por seis fusiles Kalashnikov del grupo de acogida, con el dedo en el gatillo y el seguro quitado.

– ¡Por el amor de Dios, está bien! -exclamó el piloto con gran nerviosismo. Sus ojos pasaron de las armas a la cara de Miguel-: Usted gana. Déjeme llenar el depósito, que nos vamos.

Ignorando su capitulación, Miguel le espetó:

– ¡Aparta el culo de esa puerta!

Cuando Underhill le obedeció, Miguel asintió y los otros bajaron los fusiles. Cuatro de los hombres penetraron en el avión y se dirigieron hacia los ataúdes. El copiloto les acompañó, desató las correas y uno por uno fueron descargando los ataúdes, que llevaron a la choza.

Baudelio y Socorro les siguieron.

Había transcurrido una hora y media desde el aterrizaje del Learjet y la pista y sus inmediaciones se iban perfilando en el crepúsculo. Durante ese tiempo, habían cargado con una bomba portátil el combustible de los bidones en el Learjet para continuar vuelo a Bogotá. Underhill buscó a Miguel para comunicarle su inminente partida.

Gustavo le indicó que Miguel y los demás estaban en la choza improvisada. Underhill se dirigió allá.

La puerta estaba entreabierta y, al oír voces, el piloto la empujó. Al momento retrocedió, horrorizado por lo que veía.

Sentadas en el suelo de tierra del cobertizo había tres personas, con la espalda apoyada contra la pared, la cabeza colgando, la boca abierta, inconscientes pero a todas luces vivas. Dos de los ataúdes procedentes del Learjet -abiertos y vacíos- habían sido colocados uno a cada lado para que les sirvieran de apoyo. Una lámpara de aceite iluminaba la escena.

Underhill supo en seguida de quiénes se trataba. Era imposible no adivinarlo. Escuchaba todos los días las noticias americanas por la radio y leía los periódicos de su país, que compraba en los aeropuertos y los hoteles. La prensa colombiana también se había hecho eco del secuestro de la familia de un famoso presentador de la televisión.

Una glacial oleada de pánico embargó a Denis Underhill. Había rozado la frontera de la ley en múltiples ocasiones. Cualquier piloto de vuelos chárter latinoamericano lo hacía, casi sin poder evitarlo. Pero nunca, nunca, había estado implicado en una felonía tan grave como ésa. Sabía, sin tener que pensarlo demasiado, que si en los Estados Unidos se llegaba a conocer su implicación en el traslado de esas personas, le mandarían a la cárcel de por vida.

Los ocupantes de la choza le estaban mirando; eran sus pasajeros, los tres hombres y la mujer, desde Teterboro hasta Sión, pasando por Opa Locka. Ellos también parecieron sorprenderse por su presencia.

En este momento, la mujer semiinconsciente del suelo se despertó. Levantó débilmente la cabeza. Mirando directamente a Underhill, enfocó la vista y movió los labios, aunque no profirió sonido alguno. Luego consiguió murmurar:

– Por favor… ayúdeme… avise a…

De repente, perdió de nuevo el conocimiento y su cabeza cayó hacia delante.

Una figura se acercó rápidamente a Underhill desde el otro extremo de la choza: era Miguel. Empuñando una pistola Makarov de nueve milímetros, le ordenó:

– ¡Fuera!

Underhill salió delante de Miguel, que le seguía encañonando, y una vez fuera le dijo con tono intrascendente:

– Puedo matarte ahora mismo… ¿A quién le va a importar?

Underhill se quedó como paralizado. Se encogió de hombros.

– Ya me la has jugado, hijo de puta. Me has hecho cómplice de ese secuestro, así que, pase lo que pase, tampoco habrá demasiada diferencia.

Bajó la mirada a la Makarov; tenía el seguro quitado. Bueno, pensó, era de esperar. Había vivido experiencias difíciles, y ésta no parecía reservarle nada bueno. Había conocido a tipos como ese Palacios, o como se llamara en realidad. La vida humana no significaba nada para ellos; se cepillaban a la gente como quien suelta un escupitajo en el suelo. Lo único que esperaba era que el tío tuviera buena puntería. Así sería más rápido y menos doloroso. ¿Por qué no le habría disparado ya? De repente, a pesar de sus razonamientos, un terror desesperado invadió a Underhill. Aunque seguía sudando, se puso a tiritar. Abrió la boca para suplicar, pero se le llenó de saliva y no consiguió articular palabra.

Percibió que, por alguna razón, el hombre que le apuntaba con la pistola estaba vacilando.

De hecho, Miguel estaba calculando. Si mataba a uno de los pilotos tendría que matar al otro también, lo cual significaba que no había nadie que pilotara el Lear de momento, y eso era una complicación que prefería evitar. Además, sabía que el propietario del aeroplano tenía amigos en el cártel de Medellín y podía ocasionarle serios problemas…

Miguel puso el seguro y le dijo con voz amenazadora:

– Es posible que creas haber visto algo. Pero tal vez no lo vieras, en definitiva. Quizá no hayas visto nada en todo este viaje.

La mente de Underhill tuvo un destello de inteligencia: Por alguna razón incomprensible para él, le iba a dar una oportunidad. Respondió apresuradamente, sin pararse a tomar aliento:

– Exacto. No he visto nada de nada.

– Llévate ese jodido aparato de aquí -gruñó Miguel- y no abras la boca. Si cantas, te prometo que, estés donde estés, te encontraremos y te mataremos. ¿Entendido?

Temblando de alivio, consciente de que había estado al borde de la muerte como nunca en la vida, y consciente también de que la amenaza era auténtica, Underhill asintió:

– Entendido.

Luego dio media vuelta y regresó a su avión.


La niebla matinal y unas nubes bajas planeaban sobre la selva. El Learjet las atravesó en su ascenso. El sol se difuminaba entre la niebla, vaticinando un día abrasador y bochornoso.

Pero mientras ejecutaba maquinalmente sus tareas de pilotaje, Underhill sólo pensaba en lo que le esperaba.

Reflexionó que Faulkner, sentado a su lado, no había visto a la familia Sloane cautiva, ni sabía nada de la implicación de Underhill en su secuestro, ni tampoco lo que acababa de sucederle hacía sólo unos minutos: Y dejaría que siguiera en su ignorancia. No sólo no había ninguna necesidad de contarle a Faulkner que en los ataúdes que transportaban iban seres humanos vivos y secuestrados, sino que si no lo sabía, el copiloto podría jurar más tarde que Underhill tampoco lo sabía.

Eso era lo esencial, en lo que debería insistir Underhill si era interrogado, y estaba seguro de que lo sería: Él no sabía nada. No sabía nada de los Sloane, ni lo había sabido nunca.

¿Le creerían? Tal vez no, pensó infundiéndose confianza, pero daba igual. No tendría importancia siempre y cuando nadie pudiera demostrar lo contrario.

Recordó a la mujer que le había hablado. Se llamaba Jessica, según las noticias de la prensa. ¿Recordaría ella haberle visto? ¿Podría identificarle en el futuro? Considerando su estado, era poco probable. Tampoco era probable, se le ocurrió mientras seguía dándole vueltas, que ella saliera con vida de Perú.

Indicó a Faulkner que tomara los mandos del avión. Se recostó en su asiento y la sombra de una sonrisa iluminó la cara del piloto.

Underhill no concedió ni un solo pensamiento a la posibilidad del rescate de la familia Sloane. Tampoco consideró siquiera la idea de informar a las autoridades de quién les tenía secuestrados ni dónde.

3

El equipo especial de investigación de la CBA-News logró un importante triunfo en menos de tres días.

En Larchmont, Nueva York, el infame terrorista colombiano Ulises Rodríguez fue identificado como uno de los secuestradores de los Sloane y, tal vez, como dirigente de la banda.

El domingo por la mañana -como les prometieron la víspera- llegó a la sede de la CBA-News una copia de un dibujo al carboncillo de Rodríguez, realizado hacia veinte años por un compañero suyo de la Universidad de Berkeley de California. El realizador Karl Owens, que había descubierto el nombre de Rodríguez a través de sus contactos en Bogotá y el departamento de Inmigración de los Estados Unidos, recibió personalmente el dibujo y se encargó de llevarlo a Larchmont. Le acompañaron un equipo de cámaras y sonido y un corresponsal de Nueva York convocado apresuradamente.

Con la cámara en acción, Owens mandó al corresponsal enseñar seis fotos a la señorita Rhea, la maestra de escuela retirada que había presenciado el secuestro en el aparcamiento del supermercado. Una de las fotos era el retrato de Rodríguez y las otras cinco procedían de sus archivos y representaban a hombres de cierta semejanza con Rodríguez. Priscilla Rhea señaló instantáneamente el dibujo de Rodríguez.

– Es él. Es el que me gritó que estaban rodando una película. Está más joven en el retrato, pero es el mismo hombre. Le habría reconocido en cualquier parte -añadió-: cuando le vi, parecía el jefe.

En ese punto, la CBA-News tenía la información en exclusiva. (Desde luego, no sabían que Ulises Rodríguez estuviera utilizando el nombre de Miguel, ni que para salir del país empleara el alias de Pedro Palacios. Pero teniendo en cuenta que los terroristas utilizaban diversos nombres, eso no tenía ninguna importancia.)

Cuatro miembros del equipo especial -Harry Partridge, Rita Abrams, Karl Owens e Iris Everly- discutieron sobre el descubrimiento ese mismo domingo a última hora de la tarde, en una sesión informal. Owens, justamente complacido por su hallazgo, quería dar la noticia en el boletín nacional del lunes por la noche. Pero Partridge vacilaba y Owens insistió enérgicamente: -Mira, Harry, no lo tiene nadie. Somos los primeros. Si lo comunicamos mañana, daremos el golpe y nos llevaremos todos los honores, incluyendo, por más que les duela, el New York Times y el Washington Post. Pero si lo callamos y esperamos demasiado tiempo, puede haber una filtración y perdemos la exclusiva. Sabes tan bien como yo que la gente acaba hablando. La misma señorita Rhea de Larchmont puede decírselo a alguien y que se corra la voz. También se le puede escapar a alguien de la casa y cabe la posibilidad de que se entere la competencia.

– Yo estoy de acuerdo con él -dijo Iris Everly-. Harry, si quieres que mañana salgamos al aire, sin Rodríguez, no tengo nada nuevo que decir.

– Ya lo sé -dijo Partridge-. Yo también lo estoy considerando, pero hay buenas razones para esperar. No tomaré ninguna determinación hasta mañana.

Con eso conformó a los demás.

Partridge decidió por su cuenta que debía informar a Crawford Sloane de su reciente descubrimiento. Crawf estaba sufriendo una tortura mental tan agobiante que cualquier paso hacia delante, aunque fuera poco concluyente, sería bien recibido. Aunque era tarde -cerca de las diez de la noche-, Partridge decidió ir a visitar a Sloane. Evidentemente no podía telefonearle. El FBI tenía intervenido el teléfono de la casa de Larchmont, y Partridge no estaba dispuesto a comunicar todavía la nueva información al FBI.

Utilizando el teléfono de su despacho personal, pidió que un coche de la compañía con chófer le esperara ante la puerta principal.


– Te agradezco que hayas venido, Harry -le dijo Crawford Sloane cuando Partridge terminó su relato-. ¿Pensáis difundirlo mañana?

– No estoy seguro. -Partridge le describió sus reflexiones en los dos sentidos, y añadió-: Quiero consultarlo con la almohada.

Estaban tomando una copa en el cuarto de estar, en el mismo sitio en que, hacía cuatro días, pensó Sloane con tristeza, había estado charlando con Jessica y Nicholas al volver del trabajo.

Cuando Partridge llegó, un agente del FBI le había mirado inquisitivamente. El agente sustituía a Otis Havelock, que se había ido a su casa a ver a su familia. Pero Sloane había cerrado con determinación la puerta de comunicación con el vestíbulo, y los dos periodistas hablaron en voz baja.

– Cualquiera que sea tu decisión -dijo Sloane-, te apoyaré. En cualquier caso, ¿crees que es razón suficiente para irte a Colombia?

Partridge meneó la cabeza:

– Todavía no. Rodríguez es un asesino a sueldo. Ha actuado en toda América Latina y también en Europa. Por lo tanto, necesito saber más; concretamente, de dónde procede esta operación. Mañana volveré a usar a fondo el teléfono. Y los demás harán lo mismo.

Una de las llamadas que quería repetir Partridge era al abogado criminalista con quien había hablado el viernes, y que todavía no le había contestado. Su instinto le decía que cualquiera que operara en los Estados Unidos como parecía haber hecho Rodríguez necesitaría algún contacto con las organizaciones criminales.

Cuando Partridge se iba a marchar, Sloane le pasó un brazo por los hombros.

– Harry -le dijo, con emoción en la voz-, creo que la única posibilidad que tengo de recuperar a Jessica, Nicky y mi padre eres tú. -Vaciló un momento y luego continuó-: Supongo que en algunos momentos tú y yo no hemos sido grandes amigos, ni siquiera compañeros, y reconozco la parte de culpa que me corresponde. Pero aparte de eso, sólo quiero que sepas que todo lo mejor que tengo y más valoro en este mundo depende de ti.

Partridge intentó encontrar las palabras apropiadas para responderle, pero no pudo. Entonces asintió varias veces, apretó también el hombro de Sloane y le dijo:

– Buenas noches.


– ¿Adónde, señor Partridge? -le preguntó el chófer de la CBA. Era cerca de medianoche y Partridge le respondió cansado: -Al hotel Intercontinental, por favor.

Se recostó en el asiento del coche, recordando la despedida de Sloane, y pensó que él también sabía lo que significaba perder, o enfrentarse a la posibilidad de perder a un ser querido. En su caso, hacía mucho tiempo, había sido Jessica en primer lugar, aunque aquellas circunstancias no tenían nada que ver con la desesperada situación de Crawford. Y más tarde, había sido Gemma…

«¡No!», se dijo. No se permitiría volver a pensar en ella esa noche. El recuerdo de Gemma le perseguía tan a menudo últimamente… siempre le ocurría cuando estaba cansado… y con sus recuerdos siempre se mezclaba el dolor.

Partridge se obligó a pensar en Crawf, que, a la terrible circunstancia que afectaba a Jessica, debía añadir la pérdida de un niño, su hijo. Partridge no había tenido hijos. Sin embargo, se imaginaba que la pérdida de un hijo debía de ser terrible, tal vez una de las desgracias más insoportables. Gemma y él querían tener hijos…

– Ay, querida Gemma… -suspiró.

Se abandonó, relajándose mientras el automóvil, deslizándose con suavidad, cubría la distancia hasta Manhattan, y dejó vagar sus pensamientos libremente.


Después de su sencilla boda en Panamá, cuando pronunciaron sus breves votos ante el juez* municipal con su guayabera* de algodón, Partridge siempre había albergado la convicción de que las ceremonias sencillas producían los mejores matrimonios, y que los circos lujosos y los banquetes daban un más alto índice de divorcios.

Admitía que era un prejuicio, basado sobre todo en su propia experiencia. Su primer matrimonio, en Canadá, había empezado con una «boda de blanco» completa, con damas de honor, varios cientos de invitados y los ritos de la iglesia -por insistencia de la madre de la novia-, precedida por los teatrales ensayos que arrebataron a la ceremonia todo su significado. Más tarde, el matrimonio sencillamente no funcionó y Partridge reconocía su parte de culpa, y el retórico compromiso de «hasta que la muerte nos separe» se limitó a un año, por mutuo consentimiento, esta vez ante un juez.

Sin embargo, su matrimonio con Gemma, desde sus irregulares inicios a bordo del avión papal, se había fortalecido a medida que su amor iba creciendo. Partridge no había sido más feliz en toda su vida.

Continuó su labor de corresponsal de la emisora en Roma, donde los periodistas extranjeros «vivían como reyes», según la expresión de un colega de la CBS. Casi inmediatamente después del viaje pontificio, Partridge y Gemma encontraron un apartamento en un palazzo del siglo xvi. A mitad de camino entre la Piazza di Spagna y la Fontana di Trevi, tenía ocho dormitorios y tres balcones. En aquella época, en que las cadenas de televisión gastaban el dinero como si no fuera a existir el mañana, pagaban el alojamiento a sus corresponsales, que elegían personalmente su vivienda. Después, con el recorte de presupuestos y la estrecha supervisión de los contables, era la emisora la que se encargaba de proporcionarles alojamiento: más económico y de peor calidad.

En cualquier caso, cuando vio la que sería su primera casa, Gemma declaró:

– Harry, mio amore, esto es el cielo. Pero yo lo convertiré en el séptimo cielo.

Y lo hizo.

Gemma tenía el don de transmitir la risa, la alegría y el amor a la vida. Además, llevaba la casa con maestría y era una cocinera excelente. Lo que era incapaz de hacer, como Partridge averiguó en seguida, era administrar el dinero o llevar un talonario de cheques. Cuando Gemma firmaba un talón, solía olvidarse de anotarlo, así que el saldo de su cuenta era invariablemente más bajo de lo que ella creía. Y encima, incluso cuando se acordaba de anotar sus gastos, su aritmética era un desastre -a veces sumaba en lugar de restar-, así que Gemma y el banco estaban siempre en desacuerdo.

– Harry, tesoro -se quejaba ella un día, después de una severa amonestación del director de su banco-, los banqueros no tienen sentimientos. Son… ¿cómo se dice en inglés?

– ¿Te parece bien pragmáticos? -le propuso él, divertido.

– Oh, Harry, eres tan inteligente… Sí -repitió Gemma muy decidida-, los banqueros son demasiado pragmáticos.

Partridge no tardó en encontrar una solución. Simplemente, llevaba él las cuentas de la casa, lo cual le parecía una contribución bastante insignificante a cambio de la multitud de elementos agradables que ella había puesto en su vida.

Otro de los problemas de Gemma requería más mano izquierda. Le encantaban los coches. Tenía un destartalado Alfa Romeo que conducía, como todos los italianos, como un diablo enloquecido. Algunas veces Partridge, sentado a su lado en el Alfa Romeo o en su BMW, cerraba los ojos convencido de que estaba a punto de ocurrir alguna desgracia. Cuando no pasaba nada, se comparaba a un gato que había perdido otra de sus siete vidas.

No le quedaban más que cuatro cuando se atrevió por fin a preguntar a Gemma si estaba dispuesta a considerar la idea de dejar de conducir.

– Es que te quiero tanto -le aseguró-. Cuando estoy fuera tengo pesadillas, me horroriza que te pase algo con el coche y encontrarte herida a la vuelta.

– Pero Harry -protestó ella, sin entender nada-, soy una conductora prudente.

Por el momento Partridge lo dejó ahí, aunque sacaba el tema a relucir de vez en cuando, con otra estrategia: Gemma era realmente una conductora segura, pero él estaba neurótico y se ponía nerviosísimo. Lo más que consiguió, sin embargo, fue una promesa condicional.

Mio amore, en cuanto me quede embarazada dejaré de conducir. Eso te lo juro.

Era un recordatorio de sus deseos de tener hijos.

– Por lo menos tres -le anunció Gemma poco después de casarse, y Partridge no tenía razón para discrepar. Entretanto, él seguía viajando periódicamente, atendiendo a su trabajo en la CBA-News, y al principio Gemma también continuó su trabajo de azafata. Pero comprendieron en seguida que de ese modo se iban a ver muy poco, porque cuando Partridge regresaba de sus misiones, a veces Gemma estaba volando; y al revés. Fue Gemma la que decidió dejar de trabajar como azafata de vuelo para ajustar sus horarios.

Por suerte, cuando comunicó a Alitalia que pensaba marcharse, la compañía le asignó un destino fijo en tierra, en la misma Roma. Gemma y Partridge estuvieron mucho más tiempo juntos.

Emplearon sus ratos libres explorando y disfrutando Roma, buceando en sus milenios de historia, y Partridge descubrió que su mujer sabía montones de cosas interesantísimas.

– El emperador Augusto, Harry, que era hijo adoptivo de Julio César, organizó un servicio de bomberos con esclavos. Pero hubo un gran incendio que no consiguieron apagar, así que descartó a los esclavos y los sustituyó por hombres libres, los vigiles, que lo hicieron mejor. Eso se debe a que los hombres libres desean de veras apagar los incendios.

– ¿De verdad? -le dijo Partridge, incrédulo.

Gemma se limitó a sonreírle, aunque más tarde él averiguó que era cierto, y que tal hecho aconteció el año 6 después de Cristo. Más adelante, en ocasión de un Simposio sobre la Libertad organizado por las Naciones Unidas en Roma, que Partridge se encargó de cubrir, incluyó astutamente la historia de la antigua brigada de bomberos en su reportaje para la CBA.

Y en otra ocasión:

– La Capilla Sixtina, Harry, donde se elige cada vez al nuevo Papa, debe su nombre al Papa Sixto IV. Autorizó los burdeles en Roma y tuvo hijos, uno de ellos incluso con su propia hermana. Y a tres de sus hijos los nombró cardenales. Y de nuevo:

La Scala di Spagna, de la famosa plaza, debería llamarse Scala di Francia. Fueron los franceses quienes sugirieron la idea de la escalinata, un ciudadano francés legó el dinero para su construcción. Pero resulta que… ¡paf!, estaba justo al lado la Embajada española. España no tuvo nada que ver, absolutamente nada, Harry, con la famosa escalinata.

Cuando su trabajo y su tiempo libre se lo permitían, Harry y Gemma recorrían la campiña italiana, hasta Florencia, Venecia o Pisa. Un día, a la vuelta de un viaje a Florencia en tren, Gemma se puso muy pálida y tuvo que ir varias veces al lavabo. Cuando Partridge le expresó su preocupación, ella quitó importancia a su malestar.

– Ha debido de sentarme mal algo que he comido. No te inquietes.

En Roma, al bajarse del tren, Gemma pareció recuperarse y al día siguiente Partridge acudió a trabajar como todos los días a las oficinas de la CBA. Sin embargo, cuando llegó a casa por la tarde, le sorprendió encontrar en la mesa del comedor, junto a su cubierto de la cena, un platito con las llaves del Alfa Romeo de Gemma. Cuando le preguntó qué era aquello, Gemma le contestó con una sonrisa:

– Hay que cumplir las promesas.

De momento se quedó desconcertado, pero luego recordó, con una oleada de cariño y una exclamación de alegría, la promesa de Gemma: «En cuanto me quede embarazada, dejaré de conducir».

Gemma tenía los ojos húmedos de felicidad mientras se besaban y se abrazaban tiernamente.


Una semana más tarde, Partridge recibió la comunicación de la CBA-News de que su corresponsalía en Roma había terminado y le iban a mandar a un destino más importante: la corresponsalía en Londres.

Su primera reacción fue preguntarse cómo se lo tomaría Gemma. No tenía por qué preocuparse.

– ¡Qué maravillosa noticia, Harry caro! -le dijo-. Me encanta Londres. He estado allí muchas veces cuando volaba en Alitalia. Haremos allí una vida maravillosa juntos.


– Ya hemos llegado, señor Partridge.

Partridge, que había cerrado un rato los ojos en el coche de la compañía -momentáneamente, mientras recordaba-, descubrió al abrirlos que ya estaban en Manhattan, detenidos en la calle Cuarenta y ocho, frente al hotel Intercontinental. Dio las gracias al chófer, se despidió y penetró en el hotel.

Mientras subía a su habitación en el ascensor, se dijo que ya era lunes y que probablemente la semana que tenía por delante sería crucial.

4

Jessica intentaba desesperadamente aferrarse a la conciencia, mantener su mente lúcida y comprender lo que ocurría a su alrededor, pero apenas lo conseguía. Tenía momentos de lucidez, durante los que podía ver a otras personas y sentir su cuerpo dolorido, malestar, náuseas y una sed espantosa. No obstante, al mismo tiempo, la embargó el pánico, con un solo pensamiento: ¡Nicky! ¿Dónde estaba Nicky? ¿Qué había pasado? Luego, todo volvía y un torbellino brumoso invadía su mente, impidiéndole percibir nada, ni siquiera dónde se encontraba. Durante esos lapsos, parecía sumergirse en un líquido opaco y viscoso.

Pero aun en aquel vaivén entre la conciencia y la inconsciencia, logró de algún modo recordar lo que había percibido fugazmente. Sabía que le habían quitado algo que llevaba en el brazo y en su lugar persistía un dolor latente. Recordaba que la habían ayudado a levantarse, que había caminado medio en volandas hasta donde estaba sentada en ese momento, que parecía -cuando recobraba la conciencia- una superficie plana. Y a su espalda -aunque no estaba muy segura- había algo sólido.

Mientras rumiaba esos pensamientos, como volvió a asaltarla el miedo, intentaba decirse algo que consideraba importante: ¡Domínate!

Uno de los detalles que recordaba con claridad era la repentina visión de un hombre. Su imagen era nítida y concreta. Era un hombre alto y un poco calvo, muy erguido y que parecía irradiar autoridad. Fue esa impresión de autoridad lo que la impulsó a hablarle, a pedirle socorro. Recordó que él se había asustado al oír su voz; su reacción permanecía muy vivida en su mente, aunque la realidad del hombre había desaparecido. ¿Pero habría recibido su súplica? ¿Regresaría para ayudarla? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo iba a saberlo?

Luego tuvo otro atisbo de conciencia. Había otro hombre inclinado sobre ella. ¡Un momento! Ya le había visto antes… reconoció su rostro cadavérico: ¡Sí! Hacía unos minutos, mientras se debatía desesperada con una especie de cuchillo, le había acribillado la cara a navajazos, había visto la sangre… ¿Pero por qué no sangraba? ¿Cómo era posible que llevara toda la cara vendada?

En la mente de Jessica, su largo intervalo de inconsciencia no existía.

Reflexionó: Este hombre es enemigo mío. Y recordó: Le había hecho algo a Nicky. ¡Oh, cuánto le odiaba! Un arrebato de rabia feroz le produjo una descarga de adrenalina, que devolvió el movimiento a sus miembros. Levantó una mano, agarró el esparadrapo de sus vendas y se las arrancó de un tirón. Luego le clavó las uñas en la cara.

Dando un grito de sorpresa, Baudelio retrocedió de un brinco. Se llevó la mano a la mejilla y cuando la retiró la tenía toda manchada de sangre. ¡Aquella maldita zorra…! Había vuelto a destrozarle la cara. Instintivamente, había actuado como médico y la consideraba su paciente, pero ya no… Furioso, apretó el puño, se inclinó y la golpeó con fuerza.

Al momento, se había arrepentido, por razones médicas. Quería observar el grado de conciencia de los tres cautivos: hasta ese momento iban saliendo satisfactoriamente de la sedación, su pulso y su respiración eran normales. La mujer se había adelantado un poco a los demás. Se lo acababa de demostrar, pensó con rabia.

Los tres sufrirían efectos secundarios, naturalmente; lo sabía muy bien por su experiencia como anestesista. Tendrían una sensación de confusión, probablemente seguida por una depresión, cierto entumecimiento, un intenso dolor de cabeza y náuseas. La sensación general se parecía bastante a una buena resaca. Debía darles de beber cuanto antes. Pero nada de comer, por lo menos hasta que cubrieran la siguiente etapa. ¡Mierda de campamento!, pensó Baudelio.

Socorro se le acercó y él le dijo que necesitaban beber. Ella asintió y salió a ver qué podía encontrar. Paradójicamente, como bien sabía Baudelio, en aquella selva húmeda y escasamente habitada el agua potable era un problema. Los ríos y los arroyos, muy abundantes, estaban contaminados por productos químicos: ácido sulfúrico, queroseno y otros residuos utilizados en la transformación de las hojas de coca en pasta de coca, la esencia de la cocaína. Además, existía el peligro de la malaria y el tifus, así que hasta los pobres campesinos bebían refrescos, cerveza y, cuando podían, agua hervida.

Miguel había regresado a la choza a tiempo para presenciar el incidente entre Jessica y Baudelio y oír las instrucciones de este último a Socorro.

– Y trae algo para atar esas bolsas de basura -le dijo-, y atadles las manos a la espalda. -Luego se dirigió a Baudelio-: Prepara a los prisioneros para el viaje. Primero iremos en camión. Y después, andando.

Jessica, que fingía estar inconsciente, lo oyó todo.

Al pegarle, Baudelio le había hecho un favor en realidad. La reactivación sanguínea la había despejado del todo. Ya sabía quién era y estaba recobrando la memoria. Pero su instinto le aconsejó disimular de momento todo lo que sabía.

Recordaba que se había asustado mucho hacía unos minutos, pero se dijo que debía intentar ordenar sus pensamientos. Primero: ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí?

Las respuestas se atropellaban. Los recuerdos afluían a su mente: el supermercado Grand Union, el mensajero con la noticia del accidente de Crawf obviamente se trataba de un engaño. Y luego, en el aparcamiento, la brutal agresión a ella, Nicky y…

¡Nicky! ¿Le habrían hecho daño? ¿Dónde estaba?

Luchando por dominarse, recordó haber visto brevemente a su hijo en una especie de cama, atado… y a Angus. ¡Ay, pobre Angus! Les había visto mientras luchaba con el hombre y le cortaba la cara. ¿Seguirían todavía en el mismo sitio? Le parecía que no. Y además, ¿estaba Nicky allí con ella? Abriendo un poquito los ojos y sin levantar la cabeza, intentó atisbar a su alrededor. ¡Oh, gracias a Dios! ¡Nicky estaba justo a su lado! Estaba abriendo y cerrando los ojos y bostezando.

¿Y Angus? Sí, Angus estaba al otro lado de Nicky, con los ojos cerrados, pero respirando.

Aquello provocó la siguiente pregunta: ¿Por qué los habían capturado? Comprendió que la respuesta tendría que esperar.

Lo más inmediato era: ¿Dónde estaban? Las breves ojeadas de Jessica le habían mostrado una habitación pequeña y en penumbra, sin ventanas e iluminada por una lámpara de aceite. ¿Por qué no había electricidad? Los tres estaban sentados en el suelo, que le pareció de tierra, y también notó la presencia de insectos, aunque intentó pensar en otra cosa. Hacía un calor tremendo allí, pegajoso, y eso la desconcertó porque ese año el mes de septiembre había sido muy fresco y no se preveían cambios.

Entonces, si no estaban en el mismo lugar donde ella había visto a Nicky y a Angus atados, ¿cómo habían llegado hasta allí? ¿La habrían drogado? Esa idea le hizo recordar otra cosa: la almohadilla que le habían puesto sobre la nariz y la boca cuando la metieron en la furgoneta en el aparcamiento del supermercado.

No recordaba nada más de lo sucedido en el interior de la furgoneta; por lo tanto la habían drogado, en efecto, y probablemente a los otros dos también. ¿Durante cuánto tiempo? Media hora, calculó, o una hora, como máximo. Su recuerdo de la agresión en el aparcamiento era demasiado vívido para que hubiera pasado más tiempo.

Así que lo más probable era que no estuvieran demasiado lejos de Larchmont, lo cual significaba algún lugar entre los estados de Nueva York, Nueva Jersey o Connecticut. Jessica consideró Massachusetts y Pennsylvania, pero rechazó la idea. Estaban demasiado lejos. Unas voces la interrumpieron.

– La muy zorra está fingiendo -dijo Miguel.

– Sí -repuso Baudelio-. Está consciente y cree que nos está engañando. Estaba escuchando lo que decíamos.

Miguel le clavó una bota en las costillas.

– ¡De pie, zorra! Tenemos que marcharnos.

La patada la hizo encogerse de dolor; como le pareció que no ganaba nada disimulando, Jessica levantó la cabeza y abrió los ojos. Reconoció a los dos hombres que la miraban desde arriba: uno de ellos era el hombre al que había atacado a navajazos, y al otro recordaba haberlo visto un instante en la furgoneta. Tenía la boca seca y la voz rasposa, pero logró decir:

– Se arrepentirán de esto. Les cogerán. Lo pagarán.

– ¡Silencio! -Miguel le dio otra patada, esa vez en el estómago-. De ahora en adelante, sólo hablarás cuando te pregunten.

Jessica sintió que Nicky se removía a su lado y preguntaba:

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?

Advirtió en su voz el mismo temor que había sentido ella.

– Me parece, muchacho -le contestó Angus en voz baja-, que nos han secuestrado unos tipos malvados y asquerosos. Pero tranquilo. ¡Aguanta fuerte! Tu papá nos encontrará.

Jessica, todavía luchando contra el dolor producido por la brutal patada, sintió una mano en el brazo, mientras la cariñosa voz de Nicky le decía:

– Mamá… ¿estás bien?

Se le llenaron los ojos de lágrimas al advertir la preocupación de Nicky por ella. Volviendo la cabeza intentó asentir para tranquilizarle y entonces vio que Nicky también estaba maniatado. En un momento de horror, pensó: ¿Qué consecuencias tendría aquello para él?

– ¡La orden de silencio también vale para ti, mocoso! -gritó Miguel-. ¡Recuérdalo!

– Oh, se acordará. -Era Angus, consiguiendo infundir un tono de desprecio a su voz cascada-. ¿Quién olvidaría a un valeroso despojo humano capaz de pegar a una mujer y un niño indefensos?

El anciano intentaba levantarse.

– ¡Angus, no! -susurró Jessica, sabiendo que en ese momento nada lograría mejorar su situación y discutir sólo serviría para empeorarla.

Angus tenía dificultades para mantener el equilibrio y ponerse en pie. Miguel echó un vistazo en torno y cogió un palo largo que estaba en el suelo. Se acercó a Angus y le atizó salvajemente en la cabeza y los hombros. El anciano cayó de espaldas, con un ojo cerrado donde había recibido uno de los golpes, gimiendo de dolor.

– ¡Que esto os sirva de lección a todos! -ladró Miguel-. ¡A callar! -Luego se dirigió a Baudelio-: Prepáralos para el camino.

Socorro había vuelto con una jarra de agua y un cabo de cuerda basta.

– Primero tienen que beber -dijo Baudelio, añadiendo con un deje de petulancia-, bueno, si los quieres vivos.

– Pues átales las manos -ordenó Miguel-. No quiero más problemas.

Después salió del cobertizo frunciendo el ceño. En el exterior, a medida que el sol iba subiendo, el bochorno se hacía más insoportable.


Jessica estaba cada vez más desconcertada con la situación.

Hacía unos minutos les habían sacado a los tres de lo que le pareció un chamizo asqueroso y se hallaban en la caja de un camión descubierto, muy sucio, entre un revoltijo de cajones, sacos y trastos. Habían salido de la choza por su pie, con las manos atadas a la espalda, y luego varios pares de manos les habían medio izado y medio empujado de mala manera a la parte trasera del camión. Después también había subido media docena de hombres variopintos, que podrían ser tomados por braceros si no llevaran armas, seguidos por el recién bautizado en mente «Caracortada» y otro hombre, al que Jessica recordaba muy vagamente. Después levantaron la trasera del remolque y la cerraron.

Mientras sucedía todo esto, Jessica se fijaba en los alrededores, intentando ver todo lo posible, pero no le sirvió de mucho. No había edificaciones a la vista, nada más que bosques, y el polvoriento sendero que conducía a la choza. Intentó ver la matrícula del camión, pero se lo impidió la puerta trasera abierta.

Después de beber agua, Jessica se sentía bastante mejor. Antes de salir del cobertizo, Nicky y Angus también habían bebido. Les había traído el agua una mujer de cara adusta a la que Jessica también recordaba vagamente, supuso que de verla durante su pelea con Caracortada.

Intentando un acercamiento de mujer a mujer, Jessica le susurró en voz baja, entre trago y trago de agua que ésta le iba dando, en una abollada taza de estaño:

– Gracias por el agua. Por favor… ¿podrías decirme dónde estamos y por qué?

La respuesta fue violenta e inesperada. La mujer dejó en el suelo la taza y le cruzó la cara con dos bofetadas que la hicieron tambalearse.

– Ya has oído la orden -silbó la mujer-. ¡Silencio!* Si vuelves a hablar, te quedarás el día entero sin beber.

A partir de entonces, Jessica guardó silencio. Nicky y Angus también.

La misma mujer se hallaba en el asiento de la cabina del camión, junto al conductor, que acababa de poner en marcha el motor. A su lado iba también el hombre que les había maltratado en la choza. Jessica había oído que le llamaban Miguel y le pareció el jefe. El camión arrancó, traqueteando por los baches del camino.

El calor era aún más agobiante que en la choza. Todos sudaban copiosamente. ¿Dónde estaban, pues? La primera suposición de Jessica de que se hallaban en el estado de Nueva York o sus inmediaciones parecía menos plausible a cada minuto que pasaba. Era imposible que hiciera tanto calor en esa época del año. A menos…

Jessica se preguntó si sería posible que los tres hubieran estado inconscientes, drogados, mucho más tiempo de lo que había pensado en un principio. En tal caso, podían haberles llevado mucho más lejos, hacia el sur, a Georgia o Arkansas, por ejemplo. Cuantas más vueltas le daba al tipo de paisaje que recorrían, más le parecía algún rincón remoto de esos estados, y el calor apoyaba su suposición. Esa perspectiva la desalentó, porque, de ser cierta, la esperanza de un rescate inminente se desvanecía.

En busca de nuevas pistas, empezó a escuchar los retazos de conversación de los pistoleros que les rodeaban. Reconoció el idioma: español. Jessica no lo hablaba, pero tenía unas nociones.

– ¡Maldito camión! Me hace daño en la espalda.

– ¿Por qué no te acuestas encima de la mujer? Es una buena almohada*.

Risas estridentes.

No, esperaré hasta que termine el viaje. ¡Entonces, que tenga cuidado!

Los Sinchis, esos cabrones, torturaron a mi hermano antes de matarlo.

Todavía falta mucho para llegar al río. La Selva lo ve y lo oye todo*.

Al oírles, supuso que serían emigrantes recién llegados a los Estados Unidos: venían tantos hispanos… De repente recordó al hombre que la abordó en el supermercado. Hablaba inglés con acento español. ¿Guardaría aquello alguna relación? No se le ocurrió ninguna.

Sin embargo, el recuerdo de Larchmont le hizo pensar en Crawf. ¡Qué tortura estaría pasando! Angus había dicho una cosa a Nicky en el cobertizo: «Tu papá nos encontrará». A esas horas, Crawf estaría removiendo cielo y tierra buscándoles, y él era un hombre con grandes influencias, montones de amigos en puestos de responsabilidad que podrían ayudarle. ¿Pero tendrían alguna idea de dónde tenían que buscarles? Jessica debía averiguar como fuera dónde estaban e idear un plan para comunicárselo a Crawf.

Angus también había dicho a Nicky que les habían secuestrado. A ella todavía no se le había ocurrido -no había tenido tiempo-, pero, al parecer, Angus estaba en lo cierto. Pero ¿por qué les habían secuestrado? ¿Por dinero? Ése solía ser el motivo más habitual. Bueno, desde luego ellos tenían dinero, pero no en grandes cantidades, como «los magnates de la industria o de Wall Street», como decía Crawf algunas veces.

Y lo más increíble, pensó Jessica, era que el día anterior -¿el día anterior? ¿Seguro? Estaba empezando a perder la noción del tiempo- Crawf había hablado de la posibilidad de que le secuestraran… a él.

La visión de Nicky interrumpió el hilo de sus pensamientos.

Desde que el camión se había puesto en marcha, Nicky tenía dificultades para mantener el equilibrio y en ese momento estaba tumbado con las manos atadas a la espalda y la cabeza le rebotaba contra el suelo del camión.

Jessica, frenética, incapaz de moverse, estaba a punto de romper el silencio y llamar a Caracortada cuando vio que uno de los pistoleros se daba cuenta de la situación de Nicky y se dirigía hacia él. El hombre le incorporó un poco y le apalancó, colocándole la espalda contra un saco y los pies contra una caja, para que no volviera a caerse. Jessica intentó dar las gracias al hombre con la mirada y una leve sonrisa. El pistolero le devolvió una imperceptible inclinación de cabeza. Era una minúscula prueba tranquilizadora, pensó Jessica, pero por lo menos había alguien con sentimientos entre esos brutales bandidos.

El hombre se quedó sentado al lado de Nicky. Intercambió unas palabras con el niño, que éste pareció entender, pues había empezado a estudiar español en el colegio. A lo largo del viaje, el hombre y el niño volvieron a hablar un par de veces.

Al cabo de unos veinte minutos, el camino de tierra por el que circulaban se interrumpía y el camión se detuvo; no se veían más que árboles. Jessica, Nicky y Angus fueron bajados medio en volandas del camión. Miguel se les aproximó y les anunció fríamente:

– De ahora en adelante, hay que seguir a pie.

Gustavo y otros dos pistoleros les abrieron paso a través de la densa vegetación por un sendero irregular, casi invisible. Las ramas y el follaje se apretaban a ambos lados y, a pesar de la sombra de los altísimos árboles, persistía un calor increíble amenizado por el constante zumbido de los insectos.

En algunos momentos, los tres cautivos llegaban a estar muy juntos.

– Por aquí se va a un río, mamá. Luego nos transportarán en un barco -susurró Nicky en un momento dado.

– ¿Te lo ha dicho ese hombre? -le preguntó Jessica en voz baja.

– Sí.

Poco después, Jessica oyó murmurar a Angus:

– Estoy orgulloso de ti, Nicky. Eres muy valiente.

Era la primera vez que Jessica oía hablar a Angus desde que abandonaron la choza. Sintió alivio al advertir que el anciano lograba soportar todo aquello, aunque temía las consecuencias que pudiera ocasionarle aquella horrible experiencia, y a Nicky también.

Jessica seguía pensando en el rescate. ¿Cuántas posibilidades tendrían? ¿Cómo y cuándo recibirían ayuda?

Nicky esperó la oportunidad y luego respondió bajito a Angus:

– Es lo que tú me dijiste, abuelo. Cuando tienes mucho miedo, hay que aguantar.

Con súbita emoción, Jessica recordó la conversación de su último desayuno. Los cuatro, con Crawf, hablando del ataque aéreo sobre Alemania. ¿Era Schweinfurt? Nicky acababa de repetir casi exactamente las palabras de Angus. ¿Cuánto tiempo había pasado desde ese desayuno? ¿Unas pocas horas? ¿Veinticuatro? ¿Más? Volvió a darse cuenta de que había perdido la noción del tiempo.

Poco después, Nicky preguntó:

– ¿Cómo estás tú, abuelo?

– Hierba mala nunca muere… -Hizo una pausa-: Y tú, Jessie, ¿qué tal?

– Estoy intentando averiguar dónde estamos -le contestó ella a la primera oportunidad-. ¿Georgia? ¿Arkansas? ¿Dónde? Fue Nicky quien les dio la respuesta.

– Nos han sacado del país, mamá. Me lo ha dicho ese hombre. Estamos en Perú.

5

– Esta mañana, hace un rato -empezó Teddy Cooper, de pie ante el nutrido grupo de caras jóvenes-, pensaba soltaros un rollo macabeo acerca de los motivos de vuestra contratación y el objetivo de vuestro trabajo. Como un auténtico idiota, me había inventado una historia estupenda muy convincente. Pero hace unos minutos, después de hablar con algunos de vosotros, me he dado cuenta de que sois demasiado listos para que os engañe. Además, creo que cuando conozcáis la auténtica situación, saldréis de aquí con más cuidado, más secreto y más ingenio. Así que mucha atención, chavales y chavalas: se os va a confiar toda la verdad.

La introducción fue recompensada por varias sonrisas y un agudo interés.

Eran las nueve y media de la mañana del lunes. Durante la última media hora, sesenta chicos y chicas, casi igualados en proporción ambos sexos, se habían presentado en la CBA-News a por su trabajo eventual. El tío Arthur había continuado telefoneando durante toda la tarde del sábado hasta redondear el número requerido. Se hallaban todos congregados en un edificio anexo de la CBA, a una manzana del cuartel general, el mismo que habían utilizado el jueves anterior para la rueda de prensa de Crawford Sloane. Habían colocado unas hileras de sillas plegables en un estudio de grabación, ante un atril.

La mayor parte de los recién llegados rondaban los veintidós años de edad y eran universitarios recién licenciados, con buen expediente académico. También poseían buena capacidad de expresión, competitividad y estaban ansiosos por irrumpir en el mundo de la televisión.

Aproximadamente una tercera parte del grupo era de raza negra, y entre ellos, un chico que el tío Arthur había recomendado especialmente a Cooper: Jonathan Mony.

– Tal vez puedas encargar a Jonathan la supervisión del grupo -le aconsejó-. Es un graduado de la escuela de Periodismo de Columbia que estaba trabajando de camarero porque necesitaba dinero. Y si te causa tan buena impresión como a mí, cuando todo esto termine tal vez consigamos meterle en la compañía entre los dos.

Mony, que había llegado de los primeros esa mañana, tenía la complexión y la agilidad de un jugador profesional de baloncesto. Sus rasgos eran finos y su mirada transmitía seguridad y fuerza. Se expresaba con gran corrección y una clara voz de barítono. Su primera pregunta a Cooper, en cuanto se presentó, fue:

– ¿Puedo ayudarte a organizar todo esto?

Cooper, a quien Mony agradó de inmediato, le contestó:

– Claro.

– Y le entregó un fajo de fichas y cuestionarios, que todos los nuevos reclutas debían rellenar. A los dos minutos, Mony estaba recibiendo a los recién llegados, indicándoles que se sentaran y explicándoles cómo debían rellenar las fichas que acababan de entregarles.

Poco después, Cooper encargó a Mony que hiciera dos llamadas telefónicas y transmitiera unos recados. Sin preguntar nada más, Mony se limitó a asentir y desapareció. Pocos minutos más tarde regresó y le anunció:

– Señor Cooper, ya está. Los dos han contestado que sí.

Eso había pasado diez minutos antes. En ese momento, Teddy Cooper proseguía sus comentarios de introducción, después de hacer una pausa efectista tras comunicar a su público que iba a «revelarles toda la verdad».

– Bueno, en realidad se trata del secuestro, que todos conoceréis, supongo, de la esposa, el hijo y el padre de Crawford Sloane. La tarea que vais a desempeñar está dirigida a recuperar a los rehenes y es triplemente importante. Cuando salgáis de aquí os dirigiréis a las oficinas de los periódicos locales y a ciertas bibliotecas, donde revisaréis todos los anuncios publicados durante los tres últimos meses. Pero no se trata sólo de leerlos, sino de husmear a lo Sherlock Holmes, siguiendo unas pautas que ahora os resumiré, en busca de pistas que puedan conducirnos hasta los secuestradores.

Los rostros que tenía delante reflejaban un interés mucho mayor que antes, subrayado por un murmullo de conversaciones que se interrumpió en cuanto Cooper continuó.

– En cuanto yo acabe mi discursito, os dividiréis en grupos y recibiréis las instrucciones precisas de adónde tenéis que ir y qué tenéis que hacer. Esta mañana ya hemos telefoneado a algunas redacciones de periódicos; piensan colaborar y os están esperando. En otras, os tendréis que espabilar por vuestra cuenta, diciendo que venís de la CBA. Antes de marcharos, recoged vuestra tarjeta identificativa de la CBA. Guardadla… será un buen recuerdo para vuestros nietos.

»En cuanto a los medios de locomoción, unas cuantas furgonetas recogerán a varios de los grupos cada día y os dejarán de uno en uno en vuestro punto de partida. A partir de ahí, cada cual que se apañe como quiera. Todos tenéis iniciativa; tendréis ocasión de utilizarla. Algunos tendréis que coger autobuses o el tren. En cualquier caso, los gastos de desplazamiento corren a cargo de la compañía.

»No hace falta que vengáis aquí todas las tardes al terminar la jornada. Pero tenéis que informar por teléfono (ya os daremos los números) y, por supuesto, llamar inmediatamente si descubrís algo importante.

Teddy Cooper había elaborado personalmente todos esos puntos a lo largo del domingo y esa misma mañana, con ayuda de sus dos ayudantes y una secretaria del personal directivo que le habían cedido, quienes todavía estaban realizando tareas de apoyo, telefoneando a otras redacciones locales.

– Bueno -declaró Cooper-, eso era para los novatos. Ahora, al grano. Os vamos a dar unas hojas. Vamos a ver… sí, aquí están.

Jonathan Mony, en plena efervescencia, había estado hablando con los ayudantes de Cooper, atareadísimo en torno a una mesa del fondo de la sala. Mony regresó cargado con una pila de papeles -copias del plan de trabajo y las directrices desarrolladas la víspera por Cooper, que ya estaban mecanografiadas e impresas. Mony comenzó a repartirlas entre sus compañeros eventuales.

– Cuando lleguéis a vuestros respectivos destinos -dijo Cooper- pedid los números publicados durante los últimos tres meses, es decir, desde el 14 de junio en adelante. Cuando los tengáis delante, buscad las páginas de los anuncios inmobiliarios por palabras. Tenéis que buscar una fábrica pequeña, un almacén o una casa grande y antigua… pero no cualesquiera. Las especificaciones están en la página uno de las notas que os acaban de dar.

Mientras iba explicando sus razonamientos y sus planes, Teddy Cooper se alegró de haberles desvelado la verdad. Habían dejado a su discreción la decisión de lo que se contaría o no a los ayudantes, y el hecho de descartar la historia ficticia lo hacía todo mucho más fácil. Era más arriesgado, por supuesto. Uno de los peligros era que la investigación de la CBA-News llegara a oídos de la competencia, quizás de otra emisora, que podría publicarlo u organizar un proyecto paralelo. Cooper quería advertir a los jóvenes que no revelaran los detalles del propósito secreto de la CBA. Esperó que no defraudaran su confianza. Observando a su público, que seguía atento y tomando notas, pensó que no se había equivocado.

Cooper no dejaba de vigilar la puerta con el rabillo del ojo. Las llamadas telefónicas que había encargado a Jonathan Mony eran sendos mensajes a Harry Partridge y Crawford Sloane, pidiéndoles que hicieran acto de presencia. Se alegró de que ambos contestaran afirmativamente.

Llegaron juntos. Cooper, en plena descripción de la base operativa imaginaria de los secuestradores, se calló y señaló hacia la puerta. Todas las cabezas se volvieron, y a pesar de la sofisticación del grupo, se oyó una exclamación de estupor general mientras Sloane entraba, seguido por Partridge.

Con la deferencia que requería la ocasión, Cooper descendió de la tarima. No pretendía introducir al presentador de las noticias nacionales, simplemente le cedió el puesto.

– Hola, Teddy -dijo Sloane-. ¿En qué puedo ayudarte?

– Más que nada, señor, creo que a todos les encantará conocerle.

– ¿Qué les has contado exactamente? -le preguntó Sloane bajando la voz.

Partridge les estaba escuchando, junto a la tarima.

– Pues todo, más o menos. He pensado que así funcionarán mejor. Creo que vale más darles confianza.

– Me parece bien -dijo Partridge.

– Por mí, no hay problema -dijo Sloane asintiendo.

Descartó la tarima y se acercó a la filas de sillas. Estaba serio, era lógico que no se mostrara feliz ni sonriente, y cuando tomó la palabra, su voz se ajustaba a la gravedad de la situación.

– Buenos días a todos. Es posible que en los próximos días, lo que vais a hacer algunos de vosotros contribuya directamente a la liberación de mi esposa, mi hijo y mi padre. Si por ventura llegara a suceder algo así, podéis estar seguros de que os pienso ir a buscar para daros las gracias personalmente. Por el momento, me gustaría expresaros mi satisfacción por vuestra presencia y desearos suerte. ¡Mucha suerte a todos, muchachos!

Sloane se quedó allí un momento, mientras muchos de los jóvenes se levantaban y algunos se acercaban a estrecharle la mano y transmitirle su solidaridad. Teddy Cooper advirtió que algunos tenían los ojos húmedos. Al final, Sloane se despidió y salió tan discretamente como había llegado. Partridge, que también había saludado a algunos de los chicos, se fue con él.

Cooper continuó sus explicaciones, describiendo lo que debían buscar los neófitos. Cuando abrió el turno de preguntas se alzaron varias manos.

Un chico con una camisa de NYU (New York University) dijo:

– Muy bien. Entonces, si uno de nosotros encuentra un anuncio que coincide con los datos que nos has dado y puede ser la casa que estamos buscando, telefonea aquí. ¿Y luego qué?

– Lo primero -repuso Cooper-, averiguamos quién ha puesto el anuncio. En general suele haber algún nombre, tenéis que anotarlo. Si no lleva nombre y sólo un número de teléfono o un apartado de correos, intentad que os lo dé el periódico, y si éste se resiste, dejad que lo resolvamos nosotros.

– ¿Y después qué hacemos?

– Si se puede, contactaremos con el anunciante por teléfono para hacerle unas preguntas. Si no, vamos a visitarle. Luego, si la pista sigue siendo prometedora, iremos a ver, con mucho cuidado, la propiedad en cuestión.

– Estás hablando de «nosotros»… -intervino una joven muy atractiva con un traje de chaqueta beige-. ¿Significa eso que irás tú y los demás peces gordos, o podremos ir nosotros también a compartir lo más interesante, la acción?

Hubo varias exclamaciones y risas, en las que también participó Teddy Cooper.

– Dejemos clara una cosa -respondió-. Puede que sea un pez, pero de gordo nada. -Más risas-. Ahora bien, os prometo una cosa; dentro de lo posible, participaréis en el asunto, sobre todo los que hayáis intervenido activamente. Por la sencilla razón de que os necesitamos. No nos sobra gente para este trabajo y, si damos en el blanco, es muy posible que os mandemos acudir personalmente.

– Y una vez a esos niveles -preguntó una pelirroja muy menuda-, ¿habrá cámaras por allí?

– ¿Quieres decir si saldrás tú en la filmación?

– Pues sí, más o menos -contestó la joven sonriendo.

– Bueno, eso no depende de mí. Pero yo diría que probablemente sí.

Cuando concluyeron las preguntas. Cooper añadió varias reflexiones que todavía no había discutido con nadie, pero que había considerado atentamente la noche anterior.

– Además de revisar los anuncios inmobiliarios que os he descrito, quiero que os fijéis bien en cualquier cosa que os parezca extraordinaria en esos periódicos de los últimos tres meses. Y no me preguntéis qué clase de cosa, porque no tengo ni idea, pero recordad esto: los secuestradores que estamos buscando han estado viviendo en esta zona por lo menos durante un mes o dos, según nuestros cálculos. En todo ese tiempo, por mucho cuidado que hayan tenido, es posible que hayan hecho alguna cosa que haya dejado rastro. La otra posibilidad es que esa pequeña cosa haya salido en la prensa, por el motivo que sea.

– Parece una probabilidad muy pequeña -dijo alguien.

Teddy Cooper asintió.

– Desde luego, una posibilidad entre diez mil de que se haya publicado algún suceso, y otra por el estilo de que uno de vosotros lo encuentre. De acuerdo, lo tenemos muy negro. Pero no olvidéis que para ganar a la lotería hay que jugar un número contra cien mil.

»Lo único que os puedo decir es: Pensad, pensad y pensad. Buscad a fondo y con inteligencia. Usad la imaginación. Os han contratado porque nos habéis parecido listos, así que demostradlo. O sea, investigad nuestro primer objetivo, los anuncios inmobiliarios, pero sin cerrar ninguna puerta.

Cuando terminó, Cooper se quedó sorprendido de que los jóvenes que tenía ante él se levantaran a aplaudirle.


Esa misma mañana, en cuanto la hora le pareció prudente, Harry Partridge había telefoneado a su contacto, el abogado con clientes en el mundo del hampa. Su respuesta fue poco cordial:

– Ah, es usted… Bueno, ya le dije el viernes que haría alguna indagación discreta. Lo he intentado dos veces sin resultado. Pero desde luego, si no me deja respirar…

– Lo siento, yo… -empezó Partridge, pero el otro no le escuchaba.

– Ustedes los cazadores de noticias no se dan cuenta de que en estas cosas somos nosotros quienes nos jugamos el pellejo. Mis clientes, la gente que me contrata, confían en mí y pretendo que siga siendo así. Y le aseguro que les importan un carajo los problemas ajenos, incluidos los suyos y los de Crawford Sloane, por graves que a usted le parezcan.

– Sí, claro, lo comprendo -protestó Partridge-, pero se trata de un secuestro y…

– ¡Cállese y escúcheme! Cuando hablamos le dije que estaba seguro de que las personas a quienes yo represento no tenían nada que ver con el secuestro ni nada parecido. Y lo mantengo. También reconocí la deuda que tengo con usted, y le dije que haría todo lo posible. Pero he de andarme con pies de plomo y, además, convencer a mis interlocutores de que su colaboración les beneficiará para que me comuniquen lo que saben o los rumores que hayan oído.

– Mire, le he dicho que lo sentía…

– O sea que -insistió el abogado- no es cosa de machacarlos con una apisonadora, ni de salir disparado como un cohete. ¿Entiende?

– Sí -repuso Partridge suspirando por dentro.

– Deme unos cuantos días más -prosiguió el abogado, moderando el tono-. Y no me llame por teléfono, ya le llamaré yo.

Cuando colgó, Partridge pensó que por más útiles que resultaran los contactos, uno no tenía por qué tenerles simpatía.


Antes de ir a la oficina esa mañana, Partridge había tomado una determinación respecto a si incluirían o no en el boletín nacional la noticia de la relación de un conocido terrorista internacional, Ulises Rodríguez, con el secuestro de la familia Sloane. Había decidido no darla de momento.

Después de ir a saludar a los nuevos reclutas de Cooper, Partridge fue a buscar a los miembros del equipo especial para informarles del asunto. Encontró a Karl Owens e Iris Everly en la sala de juntas y les explicó sus motivos.

– Yo lo veo así: ahora mismo, Rodríguez representa la única pista que tenemos y él no lo sabe. Pero si difundimos la noticia, hay muchas posibilidades de que Rodríguez se entere y nos pillemos los dedos.

– ¿Y qué más da? -preguntó Owens dubitativo.

– Hombre, sí tiene importancia. Todo indica que Rodríguez ha estado escondido, y eso le haría ocultarse aún mejor. Y no hace falta que os diga que ello reduciría notablemente nuestras probabilidades de descubrir dónde está… él y los Sloane, claro.

– Lo entiendo perfectamente -reconoció Iris-, pero ¿crees de veras, Harry, que un bombazo como éste, conocido por una docena de personas como mínimo, permanecerá en secreto hasta que estemos listos? No olvides que todos los medios de comunicación, agencias, audiovisuales y prensa, tienen a sus mejores dotaciones trabajando en esta historia. Lo sabrá todo el mundo en menos de veinticuatro horas.

Rita Abrams y Norman Jaeger acababan de llegar y les estaban escuchando.

– Puede que tengas razón, Iris -le contestó Partridge-, pero creo que debemos correr ese riesgo. No me gustan los sermones, pero pienso que debemos recordar de una vez por todas que nuestro trabajo no es el Santo Grial. Cuando la información pone en peligro la vida y la libertad, las noticias deben pasar a un segundo plano.

– Yo tampoco quiero ponerme pesado -dijo Jaeger-, pero en esto, coincido con Harry.

– Hay una cosa más -añadió Owens-, el FBI. Podemos meternos en un buen lío si lo callamos.

– Ya lo he meditado -dijo Partridge-, y he decidido correr el riesgo. Si ello os plantea algún problema personal, os recuerdo que soy el único responsable. Si se lo decimos al FBI, sabemos por experiencia que pueden contárselo o no a los demás medios de comunicación, según les dé, y por lo tanto perdemos la exclusiva.

– Volviendo a lo de antes -intervino Rita-, existen precedentes. Recuerdo uno en la ABC.

– Cuéntanoslo -le instó Iris.

– ¿Os acordáis del secuestro de un avión de la TWA en Beirut, en 1985?

Los demás asintieron. Rita había trabajado en los años ochenta en la ABC-News. Recordaron que el secuestro aéreo fue un atentado terrorista que mantuvo en vilo a la opinión pública durante dos semanas, y que uno de los pasajeros del 847 de la TWA, un buceador de la marina de los Estados Unidos, fue asesinado.

– Casi desde el principio del secuestro -dijo Rita- supimos que a bordo del avión iban tres militares americanos, vestidos de paisano, y en la ABC creíamos que teníamos esa información en exclusiva. La pregunta era: ¿Debíamos difundirla? Bueno, no lo hicimos; creímos que si lo hacíamos, los terroristas se enterarían y matarían a los militares. Al final, lo averiguaron por su cuenta, pero nosotros siempre creímos que con nuestro silencio habíamos ayudado a sobrevivir a dos de aquellos hombres.

– Muy bien -dijo Iris-. De acuerdo. Aunque sugiero que si mañana todavía nadie ha sacado la historia, lo reconsideremos.

– Conforme -accedió Owens, dando por terminada la discusión.

Sin embargo, la importancia de la cuestión aconsejó a Partridge consultárselo a Les Chippingham y Chuck Insen.

El director de los servicios informativos, que recibió a Partridge en su despacho acristalado, apenas se encogió de hombros cuando estuvo al corriente, y comentó:

– Tú eres el responsable de las decisiones del equipo especial, Harry. Si no confiáramos en tu criterio no estarías aquí. De todos modos, gracias por consultármelo.

El director de realización del boletín nacional Últimas Noticias estaba en la presidencia de la Herradura. Mientras escuchaba a Partridge, a Insen le brillaban los ojos.

– Muy interesante, Harry -le dijo, al final-. Buen descubrimiento. Cuando nos lo cedas, lo sacaremos en cabecera. Pero sólo cuando tú digas.

Lo cual dejó a Partridge en libertad para reanudar sus conferencias telefónicas. Así que se instaló en su despacho privado con su libreta azul.

Esa vez, Partridge dejó de lado sus contactos en los Estados Unidos y se centró en Colombia y los países limítrofes: Venezuela, Brasil, Ecuador, Panamá y Perú, además de Nicaragua. En todos esos países, donde había estado con frecuencia, enviado por la CBA-News, había gente que le había ayudado, y a la que también él había hecho favores.

Ese día disponía de una pista concreta, la de Rodríguez, lo cual centraba el tema en una doble pregunta: ¿Conocías la existencia de un terrorista llamado Ulises Rodríguez? Y en tal caso, ¿tienes alguna idea de dónde está o dónde se cree que está?

Aunque Karl Owens había hablado el viernes con sus contactos en América Latina, por lo que Partridge sabía no coincidían con los suyos, hecho poco sorprendente, puesto que tanto los realizadores como los corresponsales cultivaban sus propias fuentes y cuando las tenían, las conservaban.

Ese día, las respuestas a la primera pregunta fueron casi todas afirmativas y a la segunda, negativas. Confirmando los primeros informes de Owens, Rodríguez parecía haber desaparecido del mapa hacía tres meses y no había vuelto a dar señales de vida. Sin embargo, su conversación con un antiguo amigo colombiano, periodista radiofónico de Bogotá, sacó a la luz un punto interesante.

– No sé dónde estará -le dijo su colega-, pero casi podría garantizarte que no está en Colombia. Al fin y al cabo es colombiano, y aunque viva al margen de la ley es demasiado famoso para estar en su tierra una temporada sin que corra la voz. O sea que yo diría que está en el extranjero.

Su conclusión tenía sentido.

Partridge tenía sus sospechas sobre Nicaragua, donde los sandinistas, a pesar de su derrota electoral, todavía tenían una gran influencia y mantenían vivo su antagonismo con los Estados Unidos. ¿Estarían involucrados de alguna manera en el secuestro, con la esperanza de sacarle algún beneficio todavía sin dilucidar? La pregunta no tenía demasiado sentido, pero tampoco lo tenía todo lo demás. No obstante, la media docena de conferencias con Managua, la capital, desembocó en el consenso de que Ulises Rodríguez no estaba en Nicaragua, ni había pasado por allí.

Luego le tocó el turno a Perú. Partridge hizo varias llamadas, y una de ellas en particular le dejó pensativo.

Habló con un antiguo conocido suyo, Manuel León Seminario, editor y propietario de una revista semanal, Escena, publicada en Lima.

Cuando Partridge dio su nombre, Seminario se puso inmediatamente al teléfono. Le atendió en un inglés impecable, y Partridge se lo imaginó con claridad: menudo y atildado, y elegantemente vestido a la última moda.

– Pero hombre, querido Harry… ¡Qué alegría oírte! ¿Dónde estás…? En Lima, espero.

Al enterarse de que le llamaba desde Nueva York, el editor expresó su disgusto.

– Ah… Tenía ganas de almorzar mañana contigo en La Pizzeria. La cocina, te lo aseguro, es tan exquisita como siempre. Así que ¿por qué no coges un avión y te vienes?

– Me encantaría, Manuel. Por desgracia, estoy metido hasta el cuello en un trabajo importante.

Partridge le explicó su función en el equipo especial para el secuestro de los Sloane.

– ¡Dios santo! Debí figurarme que era algo así. Ha sido una cosa horrible. Aquí hemos seguido el asunto de cerca y vamos a sacar un artículo a una página en el número de esta semana. ¿Hay alguna novedad?

– Sí -contestó Partridge-, por eso te llamo. Pero de momento es un secreto, así que te agradecería que todo esto sea off the record.

– Bien. -La respuesta era precavida-. Siempre y cuando no tengamos la información.

– Vamos a fiarnos uno de otro, Manuel. Sobre la base de lo que acabas de decir… ¿te parece bien?

– En ese caso, de acuerdo.

– Tenemos varias razones para creer que Ulises Rodríguez está en el ajo.

Se produjo una pausa, y después el periodista peruano dijo bajando la voz:

– Estás hablando de un indeseable, Harry. Por aquí ese nombre es temido y desagradable.

– ¿Por qué temido?

– Es un hombre sospechoso de organizar secuestros, que entra y sale furtivamente de Perú, contratado en Colombia por gente de aquí. Es el método de nuestros elementos revolucionarios y criminales. Como sabes, en los últimos tiempos, en Perú los secuestros están a la orden del día. Los empresarios ricos y sus familias son el blanco favorito. Muchos de nosotros llevamos guardaespaldas y conducimos coches blindados para prevenirlo.

– Lo sabía -dijo Partridge-, pero no había vuelto a acordarme.

Seminario suspiró de forma audible.

– No eres el único, amigo mío. El interés de la prensa occidental por Perú es localizado, por decirlo de modo suave. Y en cuanto a vuestras emisoras de televisión, es como si no existiéramos.

Partridge sabía que su afirmación tenía parte de verdad. No sabía muy bien por qué, pero los norteamericanos se preocupaban bastante menos de Perú que de otras naciones.

– ¿Tienes alguna noticia de si Rodríguez está en Perú, o ha estado ahí recientemente, trabajando para alguien?

– Pues… no.

– Me ha parecido que dudabas un momento.

– No, de Rodríguez no sé nada, Harry. Te lo diría si así fuera.

– ¿Y entonces?

– El llamado frente revolucionario criminal lleva varias semanas extrañamente tranquilo. Apenas ocurre nada, nada significativo.

– ¿Y qué?

– Ya ha sucedido otras veces y creo que el síntoma es inconfundible, aquí en Perú. Cuando las cosas están tan tranquilas suele significar que se está cociendo algo gordo. En general desagradable y de naturaleza inesperada.

La voz de Seminario cambió de ritmo y adoptó un tono profesional.

– Querido Harry, ha sido un placer charlar contigo. Me alegro mucho de que me hayas llamado. Pero Escena no se edita sola y tengo que dejarte. Ven a verme en cuanto puedas y recuerda: almuerzo en La Pizzeria, mantengo la invitación.

Durante el resto del día, Partridge no dejó de recordar sus palabras: Cuando las cosas están tan tranquilas suele significar que se está cociendo algo gordo.

6

Por pura coincidencia, el mismo día que Harry Partridge habló con el editor de Escena se estaba hablando de Perú en una reunión ultra-secreta de la cúpula de los socios mayoritarios de la CBA, Globanic Industries Inc. Se trataba de una reunión semestral de tres días, donde se discutía la «política de la empresa», presidida por el director general del holding, Theodore Elliott. Asistían exclusivamente los presidentes de las nueve empresas de Globanic, todas ellas compañías muy importantes, con sus propias filiales.

En tales reuniones se intercambiaban confidencias y se revelaban planes secretos, algunos de los cuales serían capaces de hundir a sus competidores, los inversores y los mercados del mundo entero. Sin embargo, nunca había orden del día ni actas escritas de las conferencias bianuales a alto nivel. Las medidas de seguridad eran muy estrictas y todos los días, antes de iniciar las sesiones, se registraba con medios electrónicos la sala de juntas en busca de micrófonos.

Fuera de la sala permanecía el personal auxiliar de los altos cargos -media docena aproximadamente de cada compañía- dispuesto a presentar los datos o los informes que pudieran necesitar sus respectivos jefes.

El escenario de esas reuniones rara vez variaba. En esa ocasión, como en casi todas las demás, era el Fordly Cay Club, a las afueras de Nassau, en las Bahamas.

El Fordly Cay, uno de los clubes más selectivos del mundo, cuyas instalaciones incluían un puerto deportivo, un campo de golf, varias pistas de tenis y una playa de arena blanquísima, algunas veces cedía a algunos grupos especiales de financieros o empresarios el uso exclusivo de sus locales sociales. Las convenciones masivas estaban verboten; los congresos de ventas no existían en Fordly Cay.

Era muy difícil ingresar en el club; había una larga lista de espera y los aspirantes debían armarse de paciencia durante mucho tiempo, y a veces en vano. Theodore Elliott era un miembro reciente, aunque había tardado dos años en conseguir su ingreso.

El día anterior, cuando llegaron todos, Elliott había actuado de anfitrión, recibiendo con todos los honores a las esposas de los altos cargos, que sólo asistirían a las actividades sociales como el tenis, el golf o las regatas. La reunión de ese primer día se desarrolló en la biblioteca, una sala acogedora y cómoda, enmoquetada y con butacas de bambú tapizadas de cuero beige. Intercaladas entre las estanterías de libros había unas vitrinas tenuemente iluminadas, con los trofeos de plata del club. Encima de la chimenea -que rara vez se encendía-, un retrato del fundador del club dominaba la pequeña y selecta reunión.

Elliott se había vestido con unos pantalones blancos y una camisa de polo azul celeste, que ostentaba el emblema del club: un escudo cuartelado con una palmera rampante, dos raquetas de tenis angreladas, cruzadas, unos palos de golf y un yate, todo ello sobre las olas del mar. Con aquella indumentaria o sin ella, Theo Elliott tenía buena planta: era alto y delgado, ancho de espaldas, con la mandíbula cuadrada y una buena mata de pelo, ya totalmente blanca. Las canas significaban que, dentro de unos dos años, el director general se retiraría y sería sustituido, casi con absoluta seguridad, por alguno de los asistentes a la reunión.

Debido que algunos de los presidentes de las compañías filiales eran demasiado mayores para ser elegidos, sólo quedaban tres firmes candidatos, y Margot Lloyd-Mason era uno de ellos.

Margot era perfectamente consciente de ello mientras daba su informe sobre el estado de la CBA al principio de la reunión.

Expresándose con precisión, explicó que, desde la adquisición de la emisora de radio y televisión por Globanic Industries, se habían introducido restrictivas medidas económicas, se había recortado el presupuesto y se había prescindido del personal superfluo. En consecuencia, los beneficios del tercer trimestre subirían un veintidós por ciento con respecto al mismo período del año anterior, antes de la intervención de Globanic.

– Es un buen principio -comentó Theodore Elliott-, aunque esperemos que todavía mejore en el futuro.

El resto de la concurrencia intercambió asentimientos de aprobación.

Margot se había vestido cuidadosamente esa mañana, pues no quería parecer demasiado femenina, pero al mismo tiempo tampoco deseaba desperdiciar las ventajas de su sexo. Al principio pensó en ponerse un traje de chaqueta, como solía hacer en su despacho de Stonehenge, pero luego decidió que en esta región subtropical no era lo más apropiado. Al final eligió unos pantalones beige claro de hilo y un suéter de algodón de un suave tono albaricoque. Su atuendo realzaba sus bien proporcionadas formas, como le confirmaron las prolongadas miradas de algunos de sus colegas.

Prosiguiendo su informe, Margot mencionó el reciente secuestro de la familia de Crawford Sloane.

El presidente de International Forest Products, un duro empresario de Oregón llamado DeWitt, exclamó:

– Ha sido una canallada y todos esperamos que cojan a esos tipos. Pero de todos modos, la emisora ha logrado un gran beneficio con ello.

– Tanto beneficio -le informó Margot Lloyd-Mason-, que el índice de audiencia de nuestro boletín nacional Últimas Noticias ha subido del 9,2 al 12,1 en los últimos cinco días, lo cual significa seis millones más de telespectadores, y nos sitúa rotundamente en cabeza. También ha aumentado la audiencia de nuestro concurso diario, que realizan cinco de nuestras emisoras filiales justo después del noticiario. Y lo mismo ocurre en nuestros programas de máxima audiencia, sobre todo el Ben Largo Show de los viernes, que ha pasado del 22,5 al 25,9. Los patrocinadores están encantados, y, en consecuencia, estamos pujando fuerte con la publicidad de la próxima campaña.

– ¿Significa toda esa lista de índices -preguntó alguien- que la gente no cambia de canal?

La cuestión recordó a Margot que, hasta en ese grupo de privilegiados, existía una inherente fascinación por las minucias de la radiodifusión.

– Las emisoras saben por experiencia que cuando los telespectadores ven el espacio de noticias de la noche, lo más probable es que sigan sintonizando ese canal durante los noventa minutos siguientes, y a veces más. Y al mismo tiempo, otros se suman a la audiencia.

– Entonces, no hay mal que por bien no venga, como reza el viejo dicho -añadió el presidente de Forest Products, sonriendo. Margot le devolvió la sonrisa:

– Bueno, como estamos solos, le doy la razón, pero por favor, que no trascienda.

– No trascenderá nada -dijo Theo Elliott-. El motivo de estas sesiones a puerta cerrada es que podamos hablar con sinceridad.

– Hablando de publicidad, Margot…

El californiano Leon Ironwood, de la West World Aviation, era otro de los tres contendientes al puesto de Elliott. La boyante compañía que dirigía Ironwood fabricaba aviones de guerra para el Pentágono.

– …¿cómo está la cuestión de los aparatos de vídeo? ¿Están teniendo buenas ventas?

– Lo tiene el cincuenta por ciento de los hogares -reconoció Margot-, y coincido en que es un problema. La mayor parte de la gente que graba los programas de televisión, pasa rápidamente los anuncios, sin verlos, y, por lo tanto, disminuye el impacto de la publicidad.

– Sí -asintió Ironwood-. Y sobre todo desde que los propietarios de aparatos de vídeo forman un grupo cada vez más amplio de la población. Yo siempre veo así la televisión.

– Y no os olvidéis del botón para anular el sonido. Yo siempre lo uso cuando empiezan los anuncios.

– La verdad es que -dijo Margot- el tema de los vídeos y la anulación del sonido es como una borrasca permanente sobre nuestras cabezas. Por eso las emisoras no acaban de decidirse a investigar sus efectos. Se podían haber realizado análisis exploratorios desde hace bastante tiempo, pero lo malo es que nadie quiere conocer las malas noticias. En esto tenemos un buen aliado: las agencias de publicidad, que temen que esos datos asusten a los anunciantes, privando a las agencias de grandes negocios.

– Supongo -intervino Elliott- que tu planificación económica ha tenido todo eso en cuenta.

– Por supuesto, Theo. De cara al futuro, aceptando que los ingresos por publicidad van a disminuir, estamos buscando nuevas fuentes de financiación. Por eso, la CBA y otras emisoras están invirtiendo en equipos de televisión por cable y lo seguirán haciendo. Las emisoras tienen capital y muy pronto toda la televisión por cable dependerá de las actuales emisoras de radiodifusión. Al mismo tiempo, estamos tanteando la colaboración con las compañías telefónicas.

– ¿La colaboración? -inquirió Ironwood.

– Os lo explicaré. En primer lugar, asumamos el hecho de que la difusión por ondas está llegando al final de su vida útil. Dentro de diez o quince años, el único sitio donde se podrá ver una antigua antena de televisión será el Smithsonian. Para entonces, las estaciones de televisión habrán abandonado sus transmisores convencionales por su escasa rentabilidad.

– ¿Sustituidas por los satélites y la transmisión por cable?

– En parte, pero no del todo.

Margot sonreía. A la vez que hablaba de un tema que dominaba, esperaba estar demostrando sus dotes de previsión y perspicacia.

– El punto siguiente a tener en cuenta -continuó- es que la televisión por cable por sí sola no tiene demasiado futuro en este campo. Para sobrevivir, tendrá que aunar esfuerzos, como nosotros, con las compañías telefónicas cuyas líneas ya están instaladas en todos los hogares.

Algunas cabezas asintieron con aprobación cuando Margot declaró:

– La tecnología para la combinación de las líneas telefónicas y la televisión, utilizando fibra óptica, ya está en el mercado. Sólo falta poner en marcha el sistema, lo cual incluye que emisoras como la nuestra desarrollen una programación especial por cable. Los beneficios potenciales son enormes.

– ¿No existen restricciones por parte de la administración respecto a la participación de las compañías telefónicas en este campo de las telecomunicaciones? -preguntó Ironwood.

– Las restricciones del Congreso cambiarán. Estamos en ello. De hecho, existe ya un borrador de la nueva ley.

– ¿Y estás convencida de que el Congreso la llevará adelante?

Theo Elliott se echó a reír.

– Si lo está, será con razón. Supongo que la mayoría de vosotros habrá leído el libro The Best Congress Money Can Buy. Si no, es una lectura obligada para personas como nosotros. ¿Cómo se llamaba su autor?

– Philip Stern -repuso Margot.

– Bueno, pues tal como describió Stern, Globanic Industries contribuye activamente en todos los comités de acción política, los PAC, que afectan a nuestros intereses, lo cual significa que los votos de los congresistas se pueden comprar y estarán a nuestra disposición cuando los necesitemos. Cuando Margot desee que se modifiquen esas normativas, no tiene más que decírmelo. Del resto me encargo yo.

– Se está hablando de la abolición del sistema de los PAC -dijo DeWitt.

– Pero no es más que eso… palabrería -contestó Elliott-. Además, aunque lo llamen de otra manera, podéis estar seguros de que los congresistas encontrarán el modo de seguir haciendo lo mismo que ahora.

La charla directa y extraoficial prosiguió, aunque el tema del secuestro de la familia Sloane no volvió a mencionarse.

A última hora de la mañana le tocó el turno a K. Phocis («Fossie») Xenos, presidente de Globanic Financial Services, de dirigirse a sus colegas del holding.

Tres años atrás, la empresa Tri-Trade Services era una compañía de leasing, que concedía préstamos a la clase media americana, con una cadena de establecimientos a nivel de calle; también contrataba seguros de vida y de accidentes. Globanic adquirió la compañía Tri-Trade porque Theo Elliott la consideró una base sólida, ya en funcionamiento, más fácil que crear una empresa nueva, para atraer a los inversores internacionales con ganas de riesgos y atractivos empresariales. Entregó sus riendas a Fossie Xenos, un griego-americano de segunda generación, joven, con un master en ciencias económicas en Wharton, que había llamado la atención de Elliott gracias a unas ingeniosas maniobras de inversión bancaria.

Lo primero que hizo Xenos fue eliminar los créditos a los consumidores, que sólo producían modestos beneficios, y cerrar las oficinas de la calle; poco después liquidó la actividad aseguradora, describiéndola como una «rutina de poca monta para enanos mentales». Le interesaban otras cosas más movidas y excitantes de la escena económica: la compra de derechos, intereses y acciones, los famosos LBO (leveraged buy-outs), financiados por los «bonos-basura».

Desde entonces, Fossie Xenos, trabajando con todo lo que estuviera financieramente «candente», había originado unos beneficios asombrosos a la Globanic Financial, creándose una magnífica reputación de dinamismo. Por eso mismo, Margot Lloyd-Mason consideraba a Fossie, que era el tercero de los candidatos a la dirección general del holding, su rival más temible.

A pesar de sus habilidades y sus éxitos financieros, Fossie conservaba sus modales juveniles, y aparentaba unos ocho años menos de los cuarenta y uno que tenía. Iba vestido de modo informal y bastante despeinado, debido a su manía de pasarse las manos por el pelo mientras hablaba, como un tic. Era persuasivo y convincente, y siempre lucía una sonrisa deslumbrante que daba gran atractivo a su personalidad.

Ese día, Fossie Xenos les presentó un plan complejo, delicado y ultrasecreto, que de momento se hallaba sólo en proyecto pero que anticipaba unos beneficios multimillonarios a la Globanic. Abarcaba una operación de canjes a gran escala y de fondos de inversión inmobiliaria, todo ello relacionado con Perú, con cuyo gobierno habría de tratar Globanic directamente.

Fossie describió a sus colegas las sucesivas etapas y condiciones del proyecto:


Actualmente, Perú tenía una deuda externa impagada de más de 16.000 millones de dólares; la comunidad económica internacional le había cortado el crédito. No obstante, Perú, que atravesaba una desesperada crisis económica, estaba ansioso por recuperar su respetabilidad para poder seguir en la dinámica de préstamos.

Globanic Financial Services había comprado en secreto 4.500 millones de dólares de la deuda de Perú -más de una cuarta parte- a una media de cinco centavos por dólar, o sea por 225 millones de dólares. Los prestadores originales de ese dinero, principalmente bancos americanos, estuvieron encantados de vender, aun a ese precio, pues llevaban mucho tiempo convencidos de que nunca lo recuperarían. Globanic había «avalado» la deuda peruana, es decir, la había convertido en papel negociable.

El gobierno peruano, a través de tres ministerios -finanzas, turismo y obras públicas-, había sido informado de que tenía una oportunidad inmejorable para borrar de un plumazo esos 4.500 millones de deuda, comprando a Globanic su papel a diez centavos por dólar, pero efectuando todos los pagos contables en la débil divisa peruana, el sol. Eso era un gancho muy inteligente de Fossie, porque, de ese modo, la pequeña y valiosísima reserva de divisas fuertes de Perú -principalmente dólares USA- permanecería intacta.

Había tres condiciones críticas para que Globanic aceptara la moneda peruana. La compañía no quería dinero en efectivo, sino un canje que le otorgara la propiedad absoluta de dos espectaculares zonas de recreo que estaban en manos del gobierno peruano. Globanic Financial crearía y después explotaría allí dos grandes centros turísticos, en la seguridad de que tenían un enorme potencial. El centro situado en la costa se convertiría en la «Punta Este del Pacífico». El otro, en la cordillera de los Andes, sería un excepcional punto de partida para las excursiones a Machu-Picchu y Cuzco, dos de las más populares atracciones turísticas del mundo entero.

Con esas dos grandes extensiones de tierra, el gobierno debía garantizar a Globanic la absoluta libertad para realizar allí las inversiones en infraestructura oportunas. Y al mismo tiempo, Globanic aportaría una divisa fuerte para pagar las obras y además propiciaría una creación masiva de puestos de trabajo, dos cosas que Perú necesitaba imperiosamente.

La última condición, que debía mantenerse en secreto entre el gobierno peruano y Globanic, era que el precio de la tierra sería un veinticinco por ciento más bajo de su valor de mercado.

Globanic se beneficiaría por varios canales: en primer lugar, vendiendo la deuda por el doble de lo que le había costado -un bono canjeable de 225 millones de dólares-. Segundo, obteniendo dos magníficas fincas por las tres cuartas partes de su valor. Y tercero, canalizando las inversiones del mundo entero en el desarrollo del centro turístico, lo cual le produciría unos beneficios extraordinarios.


El informe de Fossie concluyó con el anuncio de que, después de largas y delicadísimas negociaciones, el gobierno peruano y Globanic Financial habían llegado a un acuerdo hacía pocos días, con la aceptación de todas las exigencias de Globanic.

Cuando Phocis K. Xenos terminó y se sentó, recibió el aplauso espontáneo de la reducida y poderosa concurrencia.

– ¿Alguna pregunta? -inquirió Theo Elliott, radiante.

Warren Graydon, el presidente de Empire Chemical Corporation, tomó la palabra:

– En cuanto a esos ministros que has citado… ¿hay alguna garantía de que cumplan su palabra?

– Te contestaré yo -dijo Elliott-. Sí, hemos tomado precauciones. Aunque no creo que haga falta extenderse en más detalles.

Hubo sutiles sonrisas, porque su respuesta insinuaba la utilización de sobornos. En realidad, cuando el acuerdo estuviera firmado y cerrado, los tres ministros tendrían una cuenta a su nombre en un banco suizo, con un depósito de un millón y medio de dólares en cada una. También tendrían libre acceso, cuando quisieran, a lujosos condominios en Londres, París y Ginebra, con beneficios complementarios. Las multinacionales como Globanic Industries solían efectuar esa clase de arreglos para sus amigos políticos.

– Fossie -intervino Margot-, cuéntanos cómo está Perú. Últimamente ha aumentado la actividad revolucionaria, no sólo en las zonas habituales de los Andes, sino en Lima y en otras ciudades importantes. ¿Serán factibles los centros turísticos en esas circunstancias?

Sabía que se estaba aventurando por una cuerda floja. Por un lado, a causa de su situación de competencia, no podía permitir que Fossie Xenos saliera tan airoso de su presentación; y además, si luego surgía algún problema en torno al proyecto, quería que se recordasen sus objeciones. Y por otra parte, si Margot conseguía la presidencia de Globanic, necesitaría la amistad de Fossie y su impresionante contribución a los beneficios del holding. Sin perder eso de vista, intentó hacer preguntas racionales y concisas.

Si Fossie intuyó su maniobra, no lo demostró, y le contestó entusiasmado:

– Según mis informes, las perspectivas revolucionarias son a corto plazo, pero al final del trayecto Perú sobrevivirá, con una democracia sólida y respetuosa de la legalidad, que favorecerá la expansión del turismo. Existe una larga tradición democrática en el país.

Margot no añadió nada más, pero advirtió que Fossie había exhibido una debilidad que ella podría explotar en el futuro. Había observado el mismo detalle en otras personas, sobre todo en contratos inmobiliarios, cuyos objetivos deslumbrantes podían empañar la claridad de los juicios. Los psicólogos lo llaman suspensión de la realidad y, tal y como lo veía Margot, cualquiera que creyera que la insurrección armada de Perú estaba a punto de concluir, estaba cayendo en ese error.

Por supuesto, pensó, podían construir los centros turísticos, y tenerlos protegidos; al fin y al cabo, en el mundo había un número cada vez mayor de lugares de recreo con el peligro a la vuelta de la esquina. Pero en el caso de Perú, haría falta mucho tiempo y mucho desembolso para conseguir rentabilidad.

Theo Elliott no compartía, evidentemente, las dudas de Margot.

– Si no hay más preguntas -declaró-, os voy a decir una cosa: conozco desde hace bastante tiempo los planes que os acaba de comunicar Fossie. Os los hemos revelado ahora por dos razones. Primera: sé que todos vosotros sabéis guardar un secreto, y éste en concreto nos beneficiará a todos. Segunda: no quiero que se deterioren nuestras delicadas relaciones con el gobierno peruano, porque ello podría afectar a uno de los mayores negocios de este siglo. -Elliott se levantó-: Bueno, pues si ya está todo aclarado, vámonos a almorzar.

7

Jessica tardó varios minutos en aceptar la posibilidad de que lo que le había dicho Nicky -que estaban realmente en Perú- fuera concebiblemente cierto.

¡Era imposible! ¡No habían tenido tiempo!

Pero gradualmente fue descartando sus primeras suposiciones, recuperó parte de la memoria y la probabilidad le pareció mayor. Reflexionó que sí, que efectivamente cabía la posibilidad de que Nicky, Angus y ella hubieran estado inconscientes mucho más tiempo de lo que ella creía, incluso cuando pensaba que se hallaban en un estado del sur.

Aunque, si aquello era Perú, ¿cómo habían llegado allí? No debía de ser tan fácil sacar a tres personas inconscientes.

Y de repente, ¡un destello de memoria! Una imagen clara y nítida, totalmente olvidada hasta ese preciso instante.

Durante aquel breve episodio, cuando había forcejeado y había logrado agredir a Caracortada, en aquellos momentos de desesperación, había visto dos ataúdes vacíos, uno más grande que otro. Aquella visión horripilante le había hecho creer que Nicky y ella estaban a punto de ser asesinados.

Pero entonces, con un estremecimiento, Jessica asumió que les habían trasladado encerrados dentro de aquellos ataúdes… ¡como si estuvieran muertos! La idea era tan espantosa que no quiso pensar en ella. En cambio, se obligó a ocuparse del presente, por más doloroso y lamentable que fuese.

Jessica, Nicky y Angus seguían caminando a trompicones, con las manos atadas a la espalda, por el estrecho sendero que zigzagueaba entre la densa vegetación y los árboles. Les precedían unos cuantos hombres armados y otros les seguían. Al menor signo de aminorar la marcha, los de detrás gritaban:

¡Ándale! ¡Apúrense!* -empujándoles con sus fusiles para darles prisa.

Y hacía calor. Un calor increíble. Todos sudaban a mares.

Jessica se preocupaba por los otros dos. Ella padecía un intenso dolor de cabeza, náuseas y el acoso de una miríada de insectos zumbones que era incapaz de repeler. ¿Cuánto duraría todo aquello? Nicky les había dicho que se dirigían a un río. Seguramente no tardarían en llegar.

Sí, decidió Jessica, el confidente de Nicky decía la verdad. Aquello era Perú. Al comprender lo lejos que se hallaban de casa, y lo remotas que eran las posibilidades de que les rescataran, tuvo ganas de echarse a llorar.

El suelo que pisaban se volvió fangoso, dificultando cada vez más el avance. De pronto, Jessica oyó un grito a su espalda, una conmoción y un ruido sordo. Al volverse, vio que Angus se había caído. Tenía la cara metida en el barro.

El anciano intentó resueltamente levantarse, pero las manos atadas no se lo permitieron. Los pistoleros que le seguían soltaron una carcajada. Uno de ellos le apuntó con su fusil, dispuesto a clavárselo en las costillas.

– ¡No, no, no! -gritó Jessica.

Su exclamación desconcertó momentáneamente al hombre y, antes de que éste reaccionara, Jessica corrió junto a Angus y se tiró de rodillas a su lado. Consiguió mantener la posición vertical aunque, con las manos atadas, no podía ayudarle a levantarse. El pistolero se dirigió furioso hacia ella, pero le detuvo la voz de Miguel. Procedente de la cabeza de la columna, Miguel apareció, seguido de Socorro y Baudelio.

Antes de que nadie abriera la boca, Jessica levantó la voz, temblorosa de emoción:

– Sí, somos vuestros prisioneros. No sabemos por qué, pero sabemos que no podemos escaparnos. Y vosotros también lo sabéis. Entonces, ¿por qué nos lleváis atados? Necesitamos las manos para no caernos. ¡Mirad lo que ha pasado! Por favor, por favor, tened un poco de compasión. ¡Os lo suplico, desatadnos las manos!

Por primera vez, Miguel vaciló, en especial cuando Socorro le susurró algo al oído:

– Si uno de ellos se rompe un brazo o una pierna, o se hace una herida, puede coger una infección, y en Nueva Esperanza no tenemos medios para curarles.

– Tiene razón -dijo Baudelio.

Miguel, con una mueca de impaciencia, dio una orden en español. Uno de los pistoleros -el hombre que había socorrido a Nicky en el camión- se adelantó. Sacó una navaja de una funda que llevaba al cinto y se acercó a Jessica. Ella notó cómo se le aflojaban las ataduras de las muñecas y luego se le caían. Nicky fue el siguiente. Angus se incorporó mientras le segaban las suyas, y luego Jessica y Nicky le ayudaron a ponerse en pie.

Entre nuevas voces y órdenes, volvieron a ponerse en marcha.

En los últimos minutos, Jessica había averiguado varias cosas. Primera, su destino era Nueva Esperanza, aunque ese nombre no le decía nada. Segunda, el hombre que había hablado con Nicky se llamaba Vicente: había oído cómo le llamaban mientras les cortaba las cuerdas. Tercera, la mujer que había intercedido por ellos, la que había abofeteado a Jessica en la choza, tenía ciertos conocimientos médicos. Y Caracortada también. Posiblemente, uno de los dos era médico, o tal vez los dos.

Tomó nota mental de todo, pensando instintivamente que cualquier información podía resultarle útil más adelante.

Poco después, al doblar una curva del sendero, apareció ante ellos un río.


Miguel recordó haber leído en sus primeros tiempos de nihilista que un terrorista que se preciara debía despojarse de sus sentimientos humanos convencionales para lograr sus fines infundiendo terror a quienes se oponían a sus deseos y su voluntad. El mismo sentimiento de odio, aun conveniente para infundir pasión psíquica a los terroristas, en exceso podía ser una desventaja que enturbiara su buen criterio.

En su carrera terrorista, Miguel había seguido escrupulosamente esos dictados, añadiéndoles uno más: la acción y el peligro eran estimulantes para los terroristas. Él los necesitaba como un adicto necesita la droga.

Y ésa era la razón de su desencanto respecto a lo que se les avecinaba.

Durante cuatro meses, desde su viaje a Londres y la adquisición del pasaporte que utilizó para penetrar en los Estados Unidos, le había alimentado una sensación permanente de peligro, la necesidad a vida o muerte de una planificación exquisita; más recientemente, el dulce sabor del éxito, y siempre, una vigilancia constante para asegurarse la supervivencia.

Pero allí, en aquel remoto rincón de la jungla peruana, los peligros eran menores. Aunque siempre existía la posibilidad de que aparecieran las fuerzas gubernamentales, que disparaban antes de preguntar, la mayor parte de las demás presiones eran reducidísimas o inexistentes. Pero Miguel se había comprometido a quedarse allí -o por lo menos en Nueva Esperanza, el pueblecito adonde se dirigían- durante un tiempo no especificado, ya que así lo había exigido Sendero Luminoso en su trato con el cártel de Medellín. ¿Por qué razón? Miguel la desconocía.

Tampoco sabía muy bien para qué habían cogido a aquellos rehenes, ni lo que sucedería ahora que ya los tenían. Sabía que debían vigilarles de cerca, lo cual sería probablemente el objeto de su permanencia, por su reputación de fiabilidad. En cuanto a todo lo demás, se suponía que estaba presumiblemente en manos de Abimael Guzmán -a quien Miguel consideraba un chiflado lunático-, el fundador de Sendero Luminoso, que se creía un inmaculado maoísta. En el supuesto de que Guzmán estuviera vivo. Los rumores acerca de su vida o su muerte corrían con la persistencia -y la inconstancia- de la lluvia en la selva.

Miguel odiaba la selva. Odiaba aquella humedad corrupta, la descomposición y el moho… la sensación de confinamiento, como si la maleza impenetrable, que crecía a increíble velocidad, se cerrara sobre él, el permanente zumbido de los insectos que hacía anhelar unos minutos de silencio y descanso, la repugnante legión de serpientes, silenciosas y resbaladizas. Y la selva inmensa, con una superficie que dobla la de California, representa las tres quintas partes de Perú, aunque sólo alberga al cinco por ciento de su población.

A los peruanos les gusta decir que hay tres Perúes: la bullente región costera, con quinientos kilómetros de ciudades, comercio y playas; la parte meridional de la cordillera de los Andes, con sus magníficas cumbres que rivalizan con el Himalaya, la zona que perpetúa la civilización incaica; y, por último, la selva amazónica india, salvaje y tribal. Bueno, Miguel estaba dispuesto a aceptar, a disfrutar incluso, de las otras dos. Y nada conseguiría quitarle su aversión por la tercera. La jungla era asquerosa*.

Sus pensamientos volvieron a Sendero Luminoso y su revolución. El nombre procedía de la obra de un filósofo marxista peruano, José Carlos Mariátegui. En 1980, Abimael Guzmán tomó ese camino, autodenominándose al poco tiempo «la cuarta espada de la revolución mundial» -sus predecesores eran, según él, Marx, Lenin y Mao Tsé-tung-. Todos los demás revolucionarios palidecían al lado de Guzmán, incluidos los soviets sucesores de Lenin y la Cuba de Castro.

Las guerrillas de Sendero Luminoso creían que derrocarían el gobierno institucional y se harían cargo del país entero. Pero no en seguida. El movimiento afirmaba medir el tiempo en décadas en lugar de años. No obstante, Sendero Luminoso era ya muy fuerte, estaba muy extendido, su poder era cada vez mayor, sus líderes más numerosos, y Miguel esperaba llegar a ver el derrocamiento con sus propios ojos. Pero no desde aquella odiosa selva.

De momento, Miguel estaba a la espera de instrucciones sobre sus prisioneros, instrucciones que probablemente procederían de Ayacucho, la histórica ciudad del altiplano andino donde Sendero ejercía un control casi absoluto. A Miguel no le importaba quién le daba las órdenes siempre que hubiera alguna actividad cuanto antes.

Pero por el momento tenía delante el río Huallaga, un tajo abierto en el agobiante paisaje de la selva. Se detuvo a contemplarlo.

Ancho, de un turbio color anaranjado por el légamo andino, el Huallaga discurría inexorablemente hacia su confluencia con el río Marañón, a ciento cincuenta kilómetros de distancia, que poco más abajo desembocaba en el gigantesco Amazonas. Siglos atrás, los exploradores portugueses bautizaron la cuenca del Amazonas O Rio Mar.

Al aproximarse, Miguel advirtió dos lanchas de madera, de unos diez metros de eslora, con sendos motores fuera borda, amarradas a la orilla. Gustavo, el jefe del pequeño grupo que les había recibido en la pista de aterrizaje, estaba dando órdenes para que cargaran los bultos que traían los recién llegados. También distribuyó a los pasajeros de cada barca; los prisioneros embarcarían en la primera. Miguel observó con aprobación que Gustavo ordenaba apostar dos guardias armados mientras procedían a la carga, como precaución contra la súbita aparición de las fuerzas gubernamentales.

Satisfecho con lo que veía, Miguel no consideró oportuno intervenir. Ya recuperaría el mando en Nueva Esperanza.


Para Jessica, el río incrementó la sensación de aislamiento que sentía. Le pareció la puerta a un mundo desconocido, desconectado del que dejaban atrás. Empujados por los cañones, Nicky, Angus y ella se metieron en el agua hasta las rodillas para embarcar en una de las lanchas; una vez allí, les ordenaron que se sentaran en el húmedo fondo de la barca, una superficie plana formada por unas tablas longitudinales de proa a popa, por encima de la quilla. Si lo preferían, podían apoyar la espalda contra el borde de una tabla transversal, pero ambas posturas eran incomodísimas y no las aguantarían durante mucho tiempo.

Entonces Jessica se dio cuenta de que Nicky estaba muy pálido y empezaba a tener arcadas, aunque no vomitó más que babas. Jessica se le acercó para sujetarle, buscando desesperadamente ayuda.

En seguida vio a Caracortada, que estaba junto al bote, en el agua. Antes de que Jessica tuviera ocasión de decir nada, apareció la mujer y Caracortada le ordenó:

– Dales más agua. Al niño primero.

Socorro llenó una taza de estaño de agua y se la tendió a Nicholas, que bebió con avidez; el agua calmó sus espasmos.

– Tengo hambre -dijo en voz baja.

– Aquí no tenemos comida -dijo Baudelio-. Tendrás que esperar.

Algo tiene que haber -protestó Jessica.

Él no le contestó, pero la forma en que había dado la orden acerca del agua le había delatado y Jessica le reprochó:

– ¡Es usted médico!

– Eso no es asunto suyo.

– Y además, americano -añadió Angus-. No hay más que oírle.

El agua parecía haber reanimado a Angus, que se volvió hacia Baudelio:

– Es cierto, ¿no? Traidor, ¿no te da vergüenza?

Baudelio dio media vuelta y se fue a la otra barca.

– Por favor, tengo mucha hambre -repitió Nicky-. Mamá, tengo miedo.

Jessica le abrazó.

– Yo también, cariño -reconoció.

Socorro, que había oído la conversación, pareció dudar un momento. Luego sacó de su mochila una tableta grande de chocolate Cadburys. Sin decir palabra, rasgó el papel, partió media docena de onzas y las repartió entre los prisioneros. Angus, que era el último, sacudió la cabeza, diciendo:

– Las mías, dáselas al niño.

Socorro cloqueó fastidiada y después, impulsivamente, tiró toda la tableta de chocolate al fondo de la barca, que cayó a los pies de Jessica. Al momento, Socorro se dirigió al otro bote, donde embarcó.

Varios de los hombres armados que iban en el camión y les acompañaron por el sendero de la selva embarcaron con los prisioneros, y las dos barcas iniciaron la travesía. Jessica advirtió que los hombres que les estaban esperando en el embarcadero también iban armados. Hasta los que llevaban el timón, sentados delante de los motores fuera borda, tenían un fusil atravesado sobre las piernas y parecían dispuestos a utilizarlos. Las posibilidades de escapar, suponiendo que tuvieran adónde ir, parecían nulas.


Mientras las dos barcas ponían rumbo río arriba, contra la corriente, Socorro se reprochó su gesto. Esperaba que nadie la hubiera visto, porque dar a los prisioneros aquel chocolate, imposible de obtener en Perú, había sido un signo de debilidad, de estúpida compasión; un sentimiento despreciable para un revolucionario.

El problema era que tenía momentos de vacilación, una lucha psicológica.

Hacía menos de una semana, Socorro se había aleccionado sobre la necesidad de prevenir las emociones banales. Fue la noche siguiente al secuestro, mientras la mujer, el niño y el abuelo estaban inconscientes, en la habitación del segundo piso de la casa de Hackensack. En aquel momento, Socorro hacía todo lo posible por odiar a sus cautivos -escoria burguesa, les había etiquetado mentalmente-. Y seguía haciéndolo. Pero en aquella ocasión había tenido que obligarse a odiarlos y aun entonces, pensó desconsolada, le seguía pasando lo mismo.

Esa mañana, en la choza, cuando la mujer le había hecho una pregunta después de que Miguel les hubiera ordenado silencio, Socorro la había abofeteado muy fuerte, a propósito, haciéndola tambalearse. En ese momento, creyendo que Miguel la estaba observando, Socorro sólo había intentado respaldarlo. Pero poco después se sintió avergonzada de lo que había hecho. ¡Avergonzada! No debía sentirse así.

Socorro se dijo que debía empeñarse en borrar de una vez por todas el recuerdo de las cosas que había apreciado: corrección: algo que, engañada, había acabado por valorar durante sus tres años de estancia en los Estados Unidos. Debía odiar, odiar, odiar esa nación. Y a sus prisioneros también.

Poco después, mientras el río y sus orillas verdísimas iban desfilando, se quedó adormilada. A las tres horas, las barcas aminoraron su marcha, dejaron el río y tomaron por un afluente, cuyos márgenes se estrechaban y se cerraban sobre sus cabezas a medida que avanzaban. Socorro supuso que se estaban acercando a Nueva Esperanza. Una vez allí, se dijo, fortalecería y reavivaría su fervor radical.


Baudelio, calculando que la barca de delante se dirigía hacia un valle paralelo al río Huallaga, comprendió que el viaje estaba llegando a su fin, y se alegró. También estaba a punto de concluir su participación en el proyecto, y esperaba llegar muy pronto a Lima. Era lo que se había pactado, en cuanto entregara a los cautivos en buen estado de salud.

Bueno, pues estaban sanos, aun en aquel calor húmedo espantoso.

Como si su pensamiento sobre la humedad hubiera atraído al agua, el cielo se oscureció de repente y se desplomó en una cortina de lluvia, encharcándolo todo. Algo más adelante se divisaba un embarcadero, con otros botes amarrados y algunos más varados en la orilla. Tardaron todavía unos minutos en llegar, y tanto los cautivos como sus apresadores no tuvieron más remedio que continuar sentados mojándose.

Baudelio era indiferente a la lluvia, como le resultaba indiferente casi todo lo que encontraba en su camino, como el insulto que le habían dirigido el prisionero viejo o la mujer. Hacía mucho tiempo que no le importaban esas cosas y cualquier sentimiento humano que pudiera tener respecto a sus pacientes se había extinguido desde hacía muchos años.

Lo que más deseaba en ese momento era una copa… bueno, de hecho, varias; en realidad, necesitaba emborracharse lo antes posible. Aunque había estado tomando las tabletas de Antabuse, que le hubieran puesto malísimo en caso de ingerir alcohol -Miguel seguía insistiendo en que el ex médico, alcohólico, se tragara su pastilla en su presencia todos los días-, Baudelio pensaba dejar de tomarlas en cuanto se separara de Miguel, y le parecía que nunca llegaría ese anhelado momento.

Otra de las cosas que necesitaba Baudelio era su mujer, que estaba en Lima. Sabía que era una mujerzuela, que había sido prostituta y era una alcohólica como él, pero en la pocilga de su miserable hundimiento, ella era todo lo que tenía y la echaba de menos. Su vacía soledad le había impulsado, hacía una semana, a utilizar furtivamente uno de los teléfonos portátiles para llamar a su mujer desde la casa de Hackensack. Después de telefonearla contraviniendo las órdenes de Miguel, Baudelio se había preocupado muchísimo, temiendo que Miguel se enterara. Pero, al parecer, su llamada había pasado inadvertida, lo cual era un alivio. ¡Oh, cuánto necesitaba esa copa…!


El chocolate, a pesar de no ser un sustituto demasiado duradero para una buena comida, había hecho su efecto.

Jessica no quiso entretenerse demasiado preguntándose por qué la mujer de la cara agria les había arrojado tan impetuosamente la tableta de chocolate, aparte de advertir que era una persona de humor impredecible. Jessica guardó el chocolate en el bolsillo para que no lo vieran los guardas que iban a bordo.

Mientras subieron por el río, Jessica fue dando la mayor parte del chocolate a Nicky, aunque ella también comió un poco e insistió en que Angus lo compartiera con ellos. Les señaló en un susurro que era importante reservar las fuerzas, que estaban disminuyendo claramente después del trayecto en la caja del camión, la marcha agotadora por la selva y las horas que llevaban en la barca.

En cuanto al tiempo que habían pasado inconscientes, Jessica se dio cuenta de que podían medirlo por la barba de Angus. No lo había advertido hasta entonces y le sorprendió la longitud de los pelos grises de la mandíbula de Angus. Cuando ella se lo comentó, Angus se pasó la mano por la cara y calculó que llevaba cuatro o cinco días sin afeitarse.

Tal vez aquello no tuviera importancia en aquel momento, pero Jessica seguía recabando toda la información que podía, razón por la cual procuró permanecer alerta durante toda la travesía.

No había mucho que ver, excepto los apretados árboles y la densa vegetación de las dos orillas, y el sinuoso trazado del río. Varias veces vio unas canoas a lo lejos, pero no llegaron a acercarse a ellas.

A lo largo de todo el viaje, Jessica padeció continuos picores. En la choza, cuando recobró el conocimiento, había advertido que le corrían unos insectos por el cuerpo. Comprendió que tenía pulgas y que la estaban picando sin parar. Pero, a menos que se desnudara, no podría desembarazarse de ellas. Esperó que, dondequiera que los llevaran, hubiera agua suficiente para bañarse y quitárselas.

Como todos los demás, Jessica, Nicky y Angus se quedaron empapados con el diluvio que les cayó encima poco antes de desembarcar en Nueva Esperanza. Pero mientras llegaban a un tosco embarcadero de troncos, la lluvia cesó tan repentinamente como había empezado y en ese mismo momento se les cayó el alma a los pies cuando vieron el horrendo lugar al que se dirigían.

Al final de un embarrado camino de tierra que partía de la orilla del río había un grupo de casas destartaladas, alrededor de dos docenas en total, algunas de ellas meras chabolas hechas con cajones y trozos de uralita, complementadas con cañas. La mayor parte de las casas no tenía ventanas, aunque dos de ellas tenían una especie de porche. Los tejados de paja necesitaban arreglo y algunos tenían grandes agujeros. Toda la zona estaba sembrada de latas vacías y basura. Había unas cuantas gallinas flacuchas, sueltas por allí. En un rincón, unas aves rapaces picoteaban un perro muerto.

¿Habría algo mejor un poco más lejos? La respuesta se hallaba en una carretera de tierra toda enfangada que salía de la aldea. El camino ascendía por la ladera y a ambos lados, más allá de las pocas casas que quedaban a la vista, no había más que dos impenetrables murallas de vegetación. En la cima de la colina el camino desaparecía.

Más tarde, Jessica y los otros dos se enterarían de que Nueva Esperanza era básicamente un pueblo de pescadores, aunque Sendero Luminoso lo utilizaba de vez en cuando para los ocultos propósitos de la organización.

¡Váyanse a tierra! ¡Muévanse! ¡Apúrense!* -gritó Gustavo a los prisioneros, haciendo gestos.

Desalentados, asustados por lo que les esperaba, los tres obedecieron.

Lo que ocurrió minutos después era mucho peor de lo que podían haber imaginado.

Gustavo y otros cuatro hombres armados les escoltaron por el camino de tierra, hasta la chabola más alejada del río. Una vez dentro, tardaron unos instantes en acomodar la vista a la oscuridad. Al momento, Jessica soltó un grito de angustia:

– ¡Oh, Dios mío, no! ¡No pueden encerrarnos ahí! ¡En una jaula como animales! ¡Por favor…! ¡No, por favor!

Contra la pared había tres celdas de unos siete metros cuadrados cada una. Los barrotes eran de gruesas cañas de bambú, sólidamente atadas. Además, entre celda y celda había una tela metálica para impedir todo contacto físico y cualquier intercambio de objetos entre los presos. En la parte frontal de cada celda, una puerta se cerraba con una barra de hierro y, por la parte exterior, un grueso candado.

Cada celda tenía un catre de madera con una delgada colchoneta sucia y, junto al catre, un cubo galvanizado. La choza apestaba.

Cuando Jessica empezó a protestar y a suplicar, Gustavo la agarró. Ella siguió forcejeando, pero las manos del hombre eran como garras de hierro. La empujó hacia una de las puertas, ordenándole:

¡Vete para adentro!* -Y luego en un inglés vacilante-: You go in there.

La condujo a la celda más alejada de la entrada, y de un fuerte empellón la arrojó contra la pared del fondo. Luego cerró la puerta y Jessica oyó el chasquido metálico del candado. En el otro extremo de la chabola oyó las protestas de Angus, que empezó a debatirse, pero lograron reducirle, le metieron en su celda y cerraron el candado. En la celda del medio, Jessica oyó sollozar a Nicky.

Lágrimas de rabia, impotencia y frustración se deslizaban por sus mejillas.

8

Los sesenta eventuales contratados por la CBA-News llevaban una semana y media estudiando los periódicos locales de la zona, en busca de la posible guarida de los secuestradores de la familia Sloane. Sin embargo, no habían realizado progreso alguno, ni tampoco se habían producido novedades en otras áreas.

El FBI, sin llegar a admitir claramente que estaba en un punto muerto, no tenía nada nuevo que añadir. La CIA, de cuya intervención también se rumoreaba, no había hecho ninguna declaración.

Por lo visto, lo que esperaba todo el mundo era alguna notificación de los secuestradores, presumiblemente con alguna exigencia. Hasta ese momento, eso tampoco se había producido.

La historia del secuestro seguía ocupando bastante espacio en la prensa, aunque en las páginas interiores de los periódicos, y en los telediarios había dejado de ser noticia de titulares.

Pese a la aparente caída de interés del público, abundaban las especulaciones. En los medios de comunicación existía la creciente convicción de que los rehenes estaban fuera del país. Y en cuanto a su ubicación concreta, la mayor parte de las conjeturas apuntaban a Oriente Medio.

Sólo la CBA-News tenía indicaciones de lo contrario. La identificación del terrorista colombiano Ulises Rodríguez, descubierta por el equipo especial de investigación de la emisora, que lo relacionaba con la banda de secuestradores y posiblemente en funciones de jefe, había centrado su foco de atención en América Latina. Por desgracia, no habían podido determinar ningún país en concreto como base de los secuestradores.

Con sorpresa de todos los involucrados, el dato de la implicación de Rodríguez no trascendió el ámbito de la CBA. Creían que el descubrimiento no tardaría en llegar a conocimiento de otros medios de comunicación, que lo publicarían, y aunque eso todavía podía ocurrir en el momento menos pensado, no había sucedido aún. Había incluso cierto desasosiego en el seno de la CBA, porque el departamento de informativos todavía no había comunicado al FBI su descubrimiento acerca de Rodríguez.

Entretanto, la CBA mantenía viva la historia del secuestro, mucho más que las demás emisoras, utilizando una técnica copiada de su rival, la CBS. Durante la crisis de los rehenes de Irán, entre 1979 y 1981, Walter Cronkite, a la sazón presentador del noticiario de la noche de la CBS, concluía todos los informativos con las palabras: «Y así están las cosas hoy, (fecha), eneavo día de cautiverio de los rehenes norteamericanos en Irán». (El número total de días llegó a 444.)

Como escribió Barbara Matusow, historiadora y conciencia viva de la radiodifusión, en su libro The Evening Stars, Cronkite «decidió que los rehenes… eran tan importantes, que había que mantener la atención nacional centrada en ellos todos los días, sin falta».

De forma similar, Harry Partridge, que seguía ejerciendo de segundo presentador en todos los asuntos relativos al secuestro de los Sloane, empezaba siempre:

– Hoy, día (tal) desde el brutal secuestro de la esposa, el hijo y el padre del presentador de la CBA-News Crawford Sloane…

Y luego daba la noticia.

Con fines de política editorial, Les Chippingham había aprobado, con la aceptación del director de realización Chuck Insen, la inclusión de una referencia al secuestro en todos los boletines de la CBA-News, aunque sólo fuera para mencionar la ausencia de novedades.

Pero el miércoles por la mañana, a los diez días de iniciarse la investigación en los periódicos locales, se produjo un acontecimiento que puso en trance una vez más a toda la organización de noticias. El suceso logró poner fin a la frustrante inactividad que aquejaba a todos los miembros del equipo especial.

En ese momento, Harry Partridge se hallaba en su despacho particular. Levantó los ojos y vio a Teddy Cooper en el umbral, seguido por Jonathan Mony, el joven de color que le había causado tan buena impresión el día que reunieron a todos los eventuales.

– Puede que tengamos algo, Harry -dijo Cooper.

Partridge les hizo pasar.

– Que te lo cuente Jonathan. -Cooper señaló a Mony-. Adelante.

– Señor Partridge, ayer estuve en la redacción de un periódico en Astoria -empezó Mony sin vacilaciones-. Eso está en Queens, cerca de Jackson Heights. Hice todo lo habitual, y no encontré nada. Al salir de allí, vi la oficina de un semanario publicado en español, Semana. No estaba en la lista, pero entré.

– ¿Sabes español?

– Sí, bastante -asintió Mony-. Bueno, les pedí los números de las fechas que estamos revisando y me los trajeron. Tampoco descubrí nada, pero cuando me iba, me dieron un ejemplar de su último número. Me lo llevé a casa y lo estuve hojeando anoche.

– Y nos lo ha traído esta mañana -intervino Cooper.

Sacó una revista de pequeño formato y la abrió sobre la mesa, delante de Partridge.

– Ahí… Ésa es la columna que te interesará, me imagino, y una traducción de Jonathan.

Partridge echó un vistazo al periódico y luego leyó la traducción, mecanografiada en un folio.


Nadie se creería, la verdad, que hay quien sale a comprar ataúdes como usted o yo podemos comprar queso en la tienda de la esquina. Y sin embargo, así es. Y si no, que se lo pregunten a Alberto Godoy, propietario de una casa de pompas fúnebres.

Al parecer, se presentó un hombre de la calle y le compró dos ataúdes como si tal cosa: uno mediano y otro pequeño. Dijo que eran para sus padres, el más pequeño para su mamá. Qué os parece… ¡menuda indirecta para sus pobres padres! «Vamos, rápido, papá, mamá, se acabó lo que se daba…»

Y no se vayan, que hay más. La semana pasada, es decir seis semanas después, vuelve el mismo tío, pidiéndole otro ataúd como los otros dos, de tamaño mediano. Se lo lleva puesto y lo paga al contado, igual que los anteriores. Esta vez no explicó para quién era. Me pregunto si su mujer le habrá puesto los cuernos.

Les diré quién está encantado: Alberto Godoy. Dice que no tiene inconveniente en seguir atendiendo negocios de esa clase.


– Una cosa más, Harry -dijo Cooper-. Hace unos minutos hemos telefoneado a la redacción de Semana. Hemos tenido suerte. El autor de la columna estaba allí.

– Me ha dicho -prosiguió Mony- que la escribió el viernes de hace dos semanas. Acababa de ver a Godoy en un bar y éste había vendido el tercer ataúd ese mismo día.

– Y eso -dijo Cooper- era justo al día siguiente del secuestro.

– Un momento -dijo Partridge-. No digáis nada más. Dejadme pensar.

Mientras los otros guardaban silencio, reflexionó.

Tranquilo, se dijo, no eches las campanas al vuelo. Pero la coincidencia era inconfundible: primero, dos ataúdes, comprados seis semanas antes del secuestro, poco antes de los treinta días -según habían calculado los miembros del equipo especial- de vigilancia de la familia Sloane, y dentro del plazo máximo de tres meses para el conjunto de la operación. Segundo, el tamaño de esos ataúdes: uno mediano y el otro pequeño; este último, al parecer, para una anciana, pero que también podía servir para un niño de once años.

Tercero, el tercer ataúd, según el artículo, de tamaño mediano. Hecho establecido: Angus Sloane, el padre de Crawf, se había presentado en casa de sus hijos casi sin avisar, después de telefonearles el día anterior. Por lo tanto, si la familia no le esperaba, los secuestradores tampoco. Luego le habían capturado y se lo habían llevado con Jessica y el niño. Y entonces tenían tres prisioneros en vez de dos.

Preguntas: ¿Tenían ya dos ataúdes los secuestradores? ¿Les había obligado a comprar otro la presencia del anciano? ¿Estaba destinado a él el ataúd suplementario comprado en las pompas fúnebres de Godoy al día siguiente del secuestro?

¿O era todo aquello una increíble coincidencia? Podía ser. O no.

Partridge levantó la vista hacia los otros dos, que le estaban mirando con mucha atención.

– El asunto plantea ciertos interrogantes, ¿no? -dijo Cooper.

– ¿Tú crees que…?

– Creo que tal vez hayamos descubierto cómo han sacado del país a la señora Sloane y compañía.

– ¿Metidos en un ataúd? ¿Crees que los han matado?

– Drogado -señaló Cooper, negando con la cabeza-. Se ha hecho otras veces.

Su afirmación confirmó los pensamientos de Partridge.

– ¿Qué hacemos ahora, señor Partridge? -preguntó Mony.

– En cuanto podamos, entrevistar a ese empresario de pompas fúnebres… -Partridge cogió el folio con la traducción del artículo, al que habían añadido la dirección del interesado-, ese Godoy. Lo haré personalmente.

– Me gustaría acompañarle.

– Creo que se lo ha ganado, Harry -le apremió Cooper.

– Yo también. -Partridge sonrió a Mony-. Buen trabajo, Jonathan.

El joven investigador estaba resplandeciente.

Partridge decidió que irían inmediatamente, con un cámara.

– Teddy, me parece que Minh Van Canh está en la sala de juntas. Dile que coja su equipo y nos acompañe.

En cuanto salió Cooper, Partridge descolgó el teléfono y pidió un coche de la compañía.

Al salir, Partridge y Mony pasaron por la sala de redacción, donde coincidieron con Don Kettering, el comentarista de temas económicos. Cuando llegó la noticia del secuestro de los Sloane, Kettering había dado el boletín especial desde el estudio de avances.

– ¿Alguna novedad, Harry? -le preguntó.

Impecable mente vestido con un traje marrón, el fino bigote bien arreglado, Kettering, como siempre, parecía un próspero hombre de negocios.

Partridge estuvo a punto de soltarle una evasiva para no perder tiempo, pero luego recapacitó. Respetaba a Kettering, no sólo como especialista, sino como periodista de primera clase. Con su experiencia, cabía la posibilidad de que Kettering se encontrara más en su salsa que Partridge con el asunto que iban a tratar.

– Ha surgido algo, Don. ¿Qué estabas haciendo?

– Poca cosa. Wall Street está muy tranquilo hoy. ¿Quieres ayuda?

– Tal vez. Vente con nosotros. Te lo explicaré por el camino.

– Deja que lo comunique a la Herradura -le dijo Kettering, cogiendo el teléfono de la mesa más próxima-, ahora mismo voy.

Un Jeep Wagoneer de la CBA se detuvo ante la entrada principal de la emisora un minuto después de que Partridge, Mony y Minh Van Canh salieran a la calle. El cámara subió por la parte trasera con el equipo, asistido por Mony. Partridge se sentó delante, al lado del conductor. Cuando estaba cerrando la portezuela apareció Don Kettering, que se fue a la parte de atrás.

– Vamos a Queens -instruyó Partridge al chófer.

Había cogido el número de Semana y la traducción de Mony, y le leyó la dirección de la empresa de pompas fúnebres.

El automóvil giró en redondo y puso rumbo hacia el este, hacia el puente Queensboro.

– Don -dijo Partridge, volviéndose en su asiento-, mira lo que hemos descubierto. Nos preguntamos si…

Veinte minutos más tarde, en el apestoso y desordenado despachito de Alberto Godoy, Harry Partridge, Don Kettering y Jonathan Mony observaban al obeso y calvo empresario de pompas fúnebres al otro lado de su mesa. El trío había penetrado en la oficina haciendo caso omiso de las preguntas de la recepcionista.

Siguiendo las órdenes de Partridge, Minh Van Canh se había quedado fuera, en el Jeep. Si necesitaban imágenes, ya le llamarían más tarde. Mientras, Van Canh estaba filmando discretamente el edificio de la oficina de Godoy desde el interior del automóvil.

Con su habitual cigarrillo entre los labios, el enterrador observaba con suspicacia a sus visitantes. Ellos, por su parte, ya habían advertido la sordidez del establecimiento, los rasgos abotargados de Godoy que sugerían su adicción al alcohol y las manchas de comida en su chaqueta negra y sus pantalones de rayas grises. Aquél era un establecimiento de tres al cuarto y probablemente funcionaría con pocos escrúpulos.

– Señor Godoy -dijo Partridge-, como ya he dicho a la señorita, somos todos de la CBA-News.

Godoy adquirió una expresión de interés.

– ¿No le he visto yo en la tele? ¿Hablando desde la Casa Blanca?

– Ése es John Cochran. A veces, la gente nos confunde. No, él trabaja en la NBC. Yo soy Harry Partridge.

Godoy se dio una palmada en la rodilla:

– Usted es el que habla del secuestro.

– Sí, y por eso hemos venido a verle. ¿Podemos sentarnos?

Godoy señaló las sillas. Partridge y sus acompañantes se sentaron frente a él.

Partridge sacó el ejemplar de Semana, se lo mostró y le dijo:

– ¿Lo ha leído usted?

Godoy puso mala cara:

– ¡Vaya un maldito hijo de perra! No tenía derecho a publicar una cosa que oyó de refilón, y que yo no le dije a él en persona.

– Entonces, lo ha leído y sabe de qué se trata.

– Claro que lo sé. ¿Y qué?

– Pues que nos gustaría que nos contestase unas preguntas, señor Godoy. Primero, el nombre de la persona que le compró los ataúdes… y su descripción.

El enterrador meneó la cabeza:

– Eso es asunto mío.

– Es muy importante. -Partridge bajó deliberadamente la voz, manteniendo un tono amistoso-. Incluso es posible que esté relacionado con una cosa que acaba usted de mencionar… el secuestro de la familia Sloane.

– No le veo la relación. -Y Godoy añadió, tozudo-: Además, es cosa mía, así que no les importa. Y si no tienen nada más que decir, tengo trabajo.

Don Kettering tomó la palabra por primera vez:

– ¿Y qué nos dice de lo que cobró por los ataúdes, Godoy? ¿No nos quiere decir cuánto?

La cara del gordo se sonrojó.

– Cuántas veces tendré que decírselo. Es asunto mío. Y ustedes ocúpense de los suyos.

– Oh, claro -replicó Kettering-. De hecho, pensamos hacer nuestro trabajo y acudir directamente a la oficina de recaudación municipal de Nueva York. Aunque el artículo dice -señaló la revista Semana- que le pagaron en efectivo los tres ataúdes, estoy seguro de que usted los cobró, los declaró y pagó el impuesto correspondiente, lo cual es un dato de conocimiento público, incluido el nombre del comprador. -Se volvió hacia Partridge-: Harry, este ciudadano no quiere cooperar, mejor será que nos vayamos ahora mismo a la delegación de hacienda…

Godoy, que un minuto antes había palidecido, estalló:

– ¡Eh, esperen un momento!

Kettering le miró con la mayor inocencia:

– ¿Cómo?

– Quizá yo…

– Quizá usted no haya pagado el impuesto de venta, ni tampoco lo haya declarado, aunque apuesto a que sí lo cobró.

La voz de Kettering era cortante; abandonando toda pretensión de simpatía, se inclinó sobre la mesa del enterrador.

Partridge, que no había visto nunca al comentarista económico en semejante actitud, se alegró de haberle llevado.

– Escúcheme atentamente, Godoy -continuó Kettering-: una emisora como la nuestra tiene mucha influencia, y si hace falta la emplearemos, sobre todo porque en este momento estamos luchando por uno de los nuestros, contra un crimen inmundo, el secuestro de su familia. Necesitamos una respuesta rápida a nuestras preguntas, y si nos ayuda usted, nosotros intentaremos colaborar, olvidando lo que no nos incumbe, como el tema de los impuestos municipales… y estatales, porque, probablemente, también habrá defraudado usted en su declaración de renta. Pero si no nos contesta usted con sinceridad, le vamos a mandar, y hoy mismo, al FBI, la policía de Nueva York, la brigada de delitos monetarios y los inspectores de hacienda. Así que usted mismo: puede hablar con nosotros o con ellos.

Godoy se pasó la lengua por los labios.

– Responderé a sus preguntas, amigos.

Su voz sonó nerviosa.

– Tu turno, Harry -cedió Kettering.

– Señor Godoy -empezó Partridge-, ¿quién le compró esos ataúdes?

– Dijo que se llamaba Novack. Pero yo no me lo creí.

– Tal vez acertó usted. ¿Qué más sabe de él?

– Nada.

Partridge se metió la mano en el bolsillo.

– Voy a enseñarle una cosa, dígame sólo qué le parece -dijo, tendiéndole el dibujo al carboncillo de Ulises Rodríguez a los veinte años.

– ¡Es él! -exclamó Godoy sin dudarlo-. Es Novack. Está más viejo que en el retrato.

– Sí, ya lo sabemos. ¿Está usted absolutamente seguro?

– Segurísimo. Le vi dos veces. Se sentó ahí mismo, donde está usted ahora.

Por vez primera desde que se había desencadenado todo esa mañana, Partridge sintió una oleada de satisfacción. El equipo especial había dado un paso más en la investigación. Habían establecido una firme conexión entre los ataúdes y el secuestro. Mirando a Kettering y Mony, vio que ellos dos habían llegado a la misma conclusión.

– Repítame su conversación con Novack -le dijo a Alberto Godoy-, desde el principio.

Durante el interrogatorio, Partridge sacó todo lo que pudo del empresario de pompas fúnebres. Al final, sin embargo, era bastante poco y comprendieron que Ulises Rodríguez había tenido gran cuidado en no dejar huellas.

– ¿Alguna otra cosa, Don? -preguntó Partridge a Kettering.

– Un par. -Kettering se dirigió a Godoy-: A ver, el dinero en efectivo que le entregó ese Novack. Creo que ha dicho que, en total, eran cerca de diez mil dólares, casi todo en billetes de cien. ¿Verdad?

– Sí.

– ¿Tenían algo especial?

Godoy sacudió la cabeza.

– ¿Qué puede tener el dinero en especial, aparte de ser dinero?

– ¿Eran billetes nuevos?

El hombre hizo memoria:

– Algunos sí, pero la mayor parte, no.

– ¿Y qué ha sido de todo ese dinero?

– Me lo he gastado, he pagado algunas facturas… -Godoy se encogió de hombros-. Hoy día, el dinero se esfuma.

Jonathan Mony no había dejado de estudiar al empresario de pompas fúnebres con sumo detenimiento a lo largo del interrogatorio. Al principio, cuando empezaron a hablar del dinero, le pareció detectar cierto nerviosismo en Godoy. Y de nuevo, la misma impresión. En una libretita escribió un mensaje, que pasó a Kettering. Está mintiendo. Le queda algo de dinero. Le da miedo confesárnoslo porque le preocupa el tema de los impuestos.

El comentarista económico leyó la nota, dedicó a su autor un gesto casi imperceptible y se la devolvió. Con voz pausada y levantándose como para marcharse, preguntó a Godoy:

– ¿Recuerda usted alguna otra cosa, o guarda usted algo que pueda sernos de utilidad? -dijo empezando a volverse.

Godoy, más relajado, y deseando concluir la conversación, contestó:

– Nada de nada.

Kettering dio un brinco. Con la cara contraída en una mueca y rojo de ira, se acercó a la mesa, se echó para adelante y agarró al otro por las solapas. Tiró de él hacia delante hasta que tuvieron las caras muy juntas, y le escupió:

– Godoy, eres un maldito embustero. Todavía te queda algo de dinero. Y puesto que no has querido enseñárnoslo, veremos si los de hacienda lo encuentran. Te dije que no les llamaríamos si colaborabas. Bueno, pues eso ya no vale.

Kettering empujó a Godoy, que se desplomó en su butaca. Sacó de un bolsillo un cuaderno de direcciones y cogió el teléfono de una mesita.

– ¡No! -gritó Godoy, empujando la mesa del teléfono. Respirando entrecortadamente, gruñó-: ¡Cerdo! De acuerdo, se lo enseñaré.

– Mira -dijo Kettering-, es tu última oportunidad. La próxima vez…

Godoy se levantó y descolgó un diploma de la pared que había a su espalda. Disimulaba una caja de caudales. El empresario de pompas fúnebres manipuló la combinación de la cerradura.

Unos minutos después, Kettering estaba examinando atentamente, bajo la mirada de los demás, los billetes que Godoy había extraído de su caja fuerte -unos cuatro mil dólares-. El comentarista económico inspeccionó meticulosamente todos los billetes por los dos lados y luego los fue colocando en tres montones, dos de ellos mucho más pequeños que el tercero. Al final tendió el montón más nutrido a Godoy y se guardó los otros dos.

– Vamos a quedarnos con éstos, a cambio del correspondiente recibo de la CBA-News. Puede usted anotar sus números de serie, si lo desea, y el señor Partridge y yo le firmaremos un recibo. Le garantizo personalmente que le devolveremos todo el dinero, sin más preguntas, antes de cuarenta y ocho horas.

– Supongo que esto será correcto -murmuró Godoy a regañadientes.

Kettering indicó a Partridge y Mony que se acercaran. Los billetes que les enseñó eran todos de cien dólares.

– Mucha gente -les dijo- toma precauciones con los billetes de cien dólares, por si son falsos. Así que anotan en cada billete su procedencia. Por ejemplo, si alquilas un coche y pagas en billetes de cien dólares, la compañía anota el número del contrato en los billetes, para seguirte la pista si hay algún problema. Por la misma razón, en algunos bancos, los cajeros escriben el nombre del cuentacorrentista o el número de su cuenta en los billetes de cien dólares que entregan.

– Lo había visto en algunos billetes -dijo Partridge- y me preguntaba el motivo.

– Yo no -intervino Mony-, no suelen pasar demasiados por mis manos.

– Quédate en la tele, muchacho -le dijo Kettering, sonriendo- y los tendrás.

– Todas estas marcas en los billetes -prosiguió el experto en temas financieros- son ilegales, por supuesto. Deteriorar la moneda en circulación puede ser un delito, aunque rara vez es perseguido. En cualquier caso, en este montón de billetes hay nombres anotados, y en el otro, números. Si te parece, Harry, mostraré los grupos de cifras a mis amigos de la banca, que pueden reconocer quién los utiliza, y luego intentaré llegar hasta ellos a través de las computadoras. Y en cuanto a los nombres, buscaré en los listines de teléfonos, a ver si consigo localizar a los usuarios de estos billetes.

– Entiendo lo que quieres decir, Don -dijo Partridge-. Pero explícame exactamente adonde quieres ir a parar.

– A los bancos. Todos los datos que reunamos deben conducirnos a los bancos que negociaron esos billetes en un momento dado. Algún empleado habrá escrito en ellos los números o los nombres que has visto. Y después, con mucha suerte, podremos identificar el banco que manejó realmente todo ese dinero e hizo entrega de él.

– Claro -dijo Mony-. El que se lo entregó a los secuestradores, que lo usaron para comprarle los ataúdes al señor Godoy.

– Exactamente- asintió Kettering-. Desde luego, será un disparo a ciegas, pero si sale bien, sabremos qué banco utilizaron los secuestradores y probablemente dónde tenían una cuenta. -El periodista se encogió de hombros-. Y cuando sepamos todo eso, Harry, tu investigador puede proseguir a partir de ahí.

– Fantástico, Don -exclamó Partridge-. Y no creas que se nos dan tan mal los tiros a ciegas.

Al ver el ejemplar de Semana que les había conducido hasta allí, recordó las palabras del tío Arthur, cuando iniciaron la búsqueda en los anuncios por palabras: «Lo bueno de los disparos a ciegas es que, aunque no se descubra exactamente lo que se andaba buscando, siempre acaba uno tropezando con otra cosa que resulta útil por algún motivo».

9

La tensión se relajó en el despacho de Alberto Godoy.

Ahora que había satisfecho las exigencias de sus visitantes de la televisión, disipando la amenaza pendiente sobre su cabeza, el director de pompas fúnebres se tranquilizó. Al fin y al cabo, se dijo Godoy, no había hecho nada ilegal vendiendo los tres ataúdes a Novack o como se llamara. ¿Cómo iba a saber él que aquellos malditos ataúdes estaban destinados a fines criminales? Oh, claro, había sospechado de Novack las dos veces que estuvo allí, y no se había creído ni una palabra de sus explicaciones. Pero a ver quién conseguía demostrar una cosa así. ¡Imposible!

Las dos cosas que más le habían preocupado de todo ese jaleo eran las tasas municipales de los dos primeros ataúdes, que cobró pero no había declarado, y el hecho de haber amañado sus libros para que no apareciera por ninguna parte el ingreso de diez mil dólares de Novack. Si la inspección de hacienda se enteraba, le meterían en un buen lío. Bueno, pero los plumíferos de la tele le habían prometido no revelar sus trapicheos y él creía que cumplirían su palabra. Según tenía entendido, los periodistas utilizaban ese tipo de tratos para conseguir información. Y ahora que había pasado todo, él tenía que admitir que había sido muy instructivo verles trabajar. Pero desde luego, no diría ni una puñetera palabra de lo que le había ocurrido si aquel maricón de Semana andaba por ahí.

– Si me da un papel -le dijo Don Kettering señalando los dos montoncitos de billetes que había sobre la mesa-, le firmaremos un recibo por el dinero que nos vamos a llevar.

Godoy abrió un cajón de su mesa donde guardaba el material de escritorio y sacó un folio. Cuando iba a cerrar el cajón, advirtió una página arrancada de una libreta, con una inscripción de su puño y letra. La había metido allí hacía más de una semana y se le había olvidado hasta entonces.

– ¡Eh, aquí hay algo…! La segunda vez que vino Novack…

– ¿Qué es? -inquirió Partridge con brusquedad.

– Les dije que vino en un coche fúnebre, un Cadillac, con un chófer, en el que se llevó el ataúd.

– Sí.

Godoy enarboló la hojita de papel:

– Es la matrícula del coche fúnebre. La anoté, la metí ahí y se me olvidó.

– ¿Por qué se le ocurrió hacer tal cosa? -le preguntó Kettering.

– No sé, una corazonada… -Godoy se encogió de hombros-. ¿Qué más da?

– Desde luego -repuso Partridge-. Pero gracias, de todos modos. Lo investigaremos.

Dobló el papel y se lo metió en un bolsillo, aunque no tenía mucha fe en la pista. Recordó que la matrícula de la furgoneta Nissan que explotó en White Plains no había conducido a ninguna parte. De todas formas, había que seguir todas las pistas, sin despreciar ninguna.

Los pensamientos de Partridge se centraron más en sus cometidos periodísticos. Razonó que parte de lo que habían descubierto, incluyendo la intervención de Ulises Rodríguez, tendría que salir al aire antes o después, seguramente durante los próximos días. Había unos límites para la retención de información en la CBA; aunque les había acompañado la suerte hasta el presente, en cualquier momento podía cambiar la situación. Además, trabajaban en un medio de comunicación. Partridge se entusiasmó ante la perspectiva de informar de sus progresos y decidió empezar ya mismo a considerar su planteamiento.

– Señor Godoy -le dijo-, tal vez hayamos empezado con el pie izquierdo, pero ha sido usted muy amable con nosotros. ¿Le gustaría grabar una secuencia repitiendo todo lo que acaba de contarnos?

La idea de salir en la tele, y en una gran emisora nada menos, resultó muy atractiva para Godoy. Luego pensó que la publicidad le expondría a toda clase de preguntas, incluidas las relativas a los impuestos que tanto le habían preocupado hacía un momento.

– No, gracias -repuso, sacudiendo la cabeza.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Partridge añadió:

– No es imprescindible dar su nombre, ni que se le vea la cara. Podemos hacerle una entrevista en contraluz para que los espectadores vean sólo su silueta. Incluso podríamos distorsionar su voz.

– Sonará como si saliera de un molinillo de café -le dijo Kettering-. No le reconocería ni su propia esposa. Venga, Godoy, no tiene nada que perder… Tenemos un cámara en la calle, un auténtico experto, y usted nos habrá ayudado a rescatar a los rehenes…

– Bueno… -vaciló el empresario de pompas fúnebres-. ¿Me prometen ustedes que guardarán mi nombre en secreto, y no se lo revelarán a nadie?

– Se lo prometo -dijo Partridge.

– Yo también -añadió Kettering.

– Lo mismo digo -terminó Mony.

Kettering y Partridge se miraron brevemente, conscientes de que la promesa que acababan de hacer y que pensaban mantener -como todos los periodistas honrados, en cualquier circunstancia- podía llegar a acarrearles problemas. El FBI, por ejemplo, entre otros, podía poner objeciones a su secreto, exigiendo que revelaran la identidad del sujeto de la silueta. Bueno, de eso se encargarían los abogados de la compañía; ya habían sucedido conflictos parecidos otras veces.

Partridge recordó que en 1986, la NBC había conseguido una entrevista, buscadísima pero controvertida, con el terrorista palestino Mohammed Abul Abbas. Después hubo una avalancha de críticas contra la NBC, no sólo por hacer la entrevista, sino por el pacto previo -que la emisora cumplió- de no desvelar su paradero. Participaron en el revuelo incluso algunos profesionales de los medios de comunicación, aunque fue claramente por pura envidia. Mientras proseguían las discusiones, el portavoz del Departamento de Estado norteamericano bufaba y echaba humo y el Departamento de Justicia amenazó con citaciones e interrogatorios a todo el equipo de televisión, pero al final no pasó nada. (El secretario de Estado, George Shultz, sólo comentó sobre el particular: «Yo creo en la libertad de prensa».)

El hecho es que las emisoras de radiotelevisión, y todo el mundo lo sabe, tienen su ley dentro de la ley. Por una sencilla razón: pocos departamentos del gobierno y pocos políticos quieren atacarlas a nivel legal. Además, el periodismo del mundo libre en conjunto representa la denuncia, la libertad y la integridad. Desde luego, hay excepciones; no se respetan los valores tanto como sería deseable porque los periodistas también son humanos. Pero quien se opusiera inexorablemente a los ideales del periodismo tenía todas las posibilidades de estar en el lado «sucio», en lugar del lado «limpio».

Mientras Harry Partridge reconsideraba esos fundamentos de su oficio, Minh Van Canh se estaba preparando para filmar la entrevista de Alberto Godoy, que sería llevada a cabo por Don Kettering.

Partridge sugirió que Don Kettering hiciera la entrevista, en parte porque el comentarista económico deseaba a ojos vistas seguir participando en el tema del secuestro de los Sloane; al fin y al cabo, era un asunto que les tocaba a todos de cerca en la división de informativos. Además, había otros aspectos de la historia que Partridge pretendía manejar personalmente.

Ya había decidido ir a Bogotá en cuanto le fuera posible. Aunque compartía la opinión de su colega colombiano de la radio acerca de que Ulises Rodríguez no se hallaba en el país, Partridge creía que había llegado el momento de empezar su propia búsqueda en América Latina, y Colombia era, evidentemente, el mejor sitio para empezar.

Minh Van Canh anunció que estaba listo para rodar.

Minutos antes, cuando le llamaron y penetró en el establecimiento, Minh decidió filmar la entrevista en el sótano, junto a la exposición de ataúdes. Debido a la toma en contraluz, se vería poca cosa de la sala; sólo la pared del fondo, a la espalda de Godoy, estaría iluminada por los focos. Sin embargo, junto a la silueta de Godoy se dibujaba la de un ataúd, produciendo un ingenioso efecto visual, muy macabro. La distorsión de la voz del empresario de pompas fúnebres se efectuaría más tarde, en el laboratorio de sonido de la CBA-News.

Ese día no les acompañaba ningún técnico de sonido y Minh utilizaba un equipo individual, una Betacam con cinta de media pulgada que incorporaba imagen y sonido. También había llevado un pequeño monitor de visionado y lo colocó de forma que Godoy pudiera ver en todo momento lo que enfocaba la cámara: era un procedimiento calculado para que el entrevistado se sintiera más relajado en circunstancias especiales como ésta.

Godoy no sólo se tranquilizó, estaba divertidísimo:

– ¡Oye…! Sois la monda los de la prensa -dijo a Kettering, que estaba sentado a su lado, fuera del campo visual.

Kettering, que tenía sus propias ideas acerca de cómo iba a conducir la entrevista, le devolvió una ligerísima sonrisa mientras repasaba las notas que acababa de garabatear. Cuando Minh se lo indicó con la cabeza, empezó, dejando unos minutos para la introducción, que escribiría después, para encabezar lo que iban a grabar en ese momento.

– La primera vez que vio usted al hombre que hemos identificado como el terrorista Ulises Rodríguez, ¿cuál fue la impresión que le causó?

– Pues ninguna en especial, me pareció una persona corriente.

Godoy decidió que aun anónimamente, no pensaba admitir sus sospechas sobre el tal Novack alias Rodríguez.

– Entonces, ¿no le pareció raro que quisiera comprarle dos ataúdes primero y más tarde un tercero?

La silueta se encogió de hombros:

– ¿Por qué? Es mi negocio.

– Ha dicho usted por qué. -Repitiendo las palabras de Godoy, Kettering les infundió un tono de escepticismo-. ¿No es una venta bastante inusual?

– Bueno, tal vez… un poco.

– Y usted, como empresario de pompas fúnebres, ¿no suele vender más bien el servicio completo, con todo incluido?

– En general, sí.

– De hecho, antes de realizar esas dos ventas al terrorista Rodríguez, usted nunca, nunca, había vendido ataúdes sueltos, ¿no es cierto?

Kettering estaba especulando, pero pensó que Godoy no lo sabía, y en una grabación no mentiría.

– Pues no -murmuró Godoy.

La entrevista estaba tomando un cariz inesperado. En la media luz miró a Kettering, pero el periodista volvió a la carga.

– En otras palabras, su respuesta es que usted nunca había vendido ataúdes por ese procedimiento.

– Yo pensé -el empresario de pompas fúnebres alzó la voz- que no era asunto mío lo que hiciera con ellos.

– ¿Se le ocurrió a usted en algún momento comunicárselo a las autoridades, a la policía, por ejemplo, y decirles: «Miren, me han hecho una petición muy extraña, una cosa que nunca me habían encargado hasta ahora, y me he preguntado si ustedes querrían investigar»? ¿Llegó a plantearse tal cosa?

– Pues no. No tenía motivos.

– ¿Porque no le pareció sospechoso?

– Exacto.

Kettering arremetió contra él:

– Entonces, si no le pareció sospechoso, ¿por qué, en la segunda ocasión en que Rodríguez le visitó, anotó usted furtivamente el número de matrícula del coche fúnebre que llevó para recoger el ataúd? ¿Y por qué ha ocultado esa información hasta hoy?

– ¡Oiga usted! -rugió Godoy-. No se crea que porque le he revelado una información confidencial…

– Perdón, señor director funerario. Usted no ha dicho que fuera confidencial.

– Bueno, pero se sobreentendía.

– No es exactamente lo mismo. Y por cierto, tampoco dijo usted que fuera confidencial, antes de esta entrevista, la información respecto al precio de esos tres ataúdes, a saber la módica suma de diez mil dólares; ¿no era un precio exagerado para esa clase de ataúdes?

– El comprador no se quejó. ¿Por qué se queja usted?

– Tal vez no se quejara porque tenía sus razones. -La voz de Kettering se hizo glacial y acusadora-. ¿No será que pidió usted esa elevada suma porque sabía perfectamente que el hombre se la pagaría, y se aprovechó de aquella situación tan irregular y tan sospechosa para sacar tajada?

– Mire, no tengo por qué aguantar todo esto. ¡Olvídense! ¡Se acabó!

Furioso, Godoy se levantó de su asiento y se alejó, tirando del hilo del micrófono. Su dirección le obligó a acercarse a la Betacam, y Minh, enfocándole por acción refleja, tomó un primer plano de su cara plenamente iluminada, con lo cual Godoy violó su propia confidencialidad. Más tarde se planteó la discusión de si debían utilizar esa secuencia o no.

– ¡Hijo de tu madre! -espetó Godoy a Kettering.

– A mí tampoco me cae usted demasiado bien -replicó el comentarista económico.

– Oiga -Godoy se dirigió a Partridge-, anulo el trato. No usen ustedes esto, ¿entendido? -dijo señalando la Betacam.

– Le he entendido perfectamente -le contestó Partridge-. Pero no puedo garantizarle que no lo usemos. Es una decisión de la emisora.

– ¡Fuera de aquí ahora mismo!

Alberto Godoy echaba chispas mientras el cuarteto de la CBA desmontaba los trastos de filmación y salía a toda prisa de su establecimiento.


Durante el trayecto de vuelta, Don Kettering anunció:

– Me dejaréis en cuanto lleguemos a Manhattan. Quiero empezar a rastrear los billetes marcados y puedo telefonear desde el despacho de Lex.

– ¿Puedo acompañarle? -preguntó Jonathan Mony mirando a Partridge-. Me encantaría ver cómo acaba la segunda parte de lo que hemos hecho hoy.

– Por mí, encantado -le aseguró Kettering-. Si Harry está de acuerdo, te enseñaré algunos trucos del oficio.

Partridge aceptó y se separaron en cuanto cruzaron el puente Queensboro. Mientras el Jeep Wagoneer seguía su camino hacia la sede de la CBA-News, Kettering y Mony tomaron un taxi hasta el despacho de unos corredores de bolsa de Lexington Avenue, cerca del hotel Summit.

Penetraron en una espaciosa sala donde unas dos docenas de personas -unas sentadas y otras de pie- estaban observando una pantalla sobreelevada que iba ofreciendo velozmente las cotizaciones de bolsa. El suelo estaba enmoquetado de verde oscuro, contrastando con las paredes, pintadas de verde claro; había varias filas de butacas tapizadas de mezclilla verde y naranja. Algunos de los que observaban las cifras bursátiles tomaban notas en sus cuadernos; otros parecían menos interesados. Un joven asiático estaba estudiando unas partituras; otros leían el periódico e incluso algunos sesteaban.

En una de las paredes había una formación de ordenadores y extensiones telefónicas, con letreros que indicaban: DESCOLGAR PARA OPERAR. Algunos estaban funcionando; pese al tono moderado de las voces, se podían oír retazos de sus conversaciones:

– ¿Has comprado dos mil? Vende.

– ¿Puedes conseguir quinientas a dieciocho? Adelante.

– De acuerdo, sácalas a quince veinticinco.

La recepcionista que estaba al fondo de la sala vio entrar a los dos periodistas y, con una sonrisa de bienvenida a Kettering, descolgó un teléfono. A su espalda había varias puertas, algunas de ellas abiertas, que conducían a los despachos interiores.

– Echa un vistazo -dijo Kettering a Mony-. Esta clase de negocio pronto pasará a la historia; éste es uno de los últimos que quedan. La mayor parte ha desaparecido, igual que los despachos de bebidas clandestinos cuando se levantó la prohibición.

– Pero el mercado de valores no ha desaparecido.

– Cierto. Pero los corredores de bolsa han hecho cuentas y han descubierto que los negocios como éste no son rentables. Viene demasiada gente a pasar el rato, o sólo por curiosidad. Y luego se les sumaron los vagabundos en invierno. ¿No es un sitio estupendo para pasar el día tranquilo y calentito? Pero por desgracia, los vagabundos no generan demasiados corretajes de bolsa.

– Podrías hacer un reportaje -dijo Mony-. En plan nostálgico, antes de que muera el último.

Kettering le miró con vivacidad:

– Es una idea fantástica, amiguito. ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí? Lo propondré en la Herradura la semana que viene.

Se abrió una de las puertas detrás de recepción, por la que salió un hombre cejijunto y fornido, que recibió calurosamente a Kettering.

– Don, me alegro de verte. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí, aunque nosotros somos fieles seguidores de tus crónicas. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Gracias, Kevin. -Kettering presentó a Mony-. Mi joven colega, Jonathan, querría averiguar qué acciones puede comprar hoy para que mañana se hayan cuadruplicado. Bueno, aparte de eso, ¿podría utilizar una mesa y un teléfono durante una media hora?

– Respecto a la mesa y el teléfono, no hay problema. Pasa a mi despacho y usa los míos, estarás más tranquilo. Y en cuanto a lo otro… lo siento, Jonathan, pero nuestra bola de cristal no funciona. Si la cosa se arregla antes de que os vayáis, ya te avisaré.

Les condujo a un pequeño despacho, muy confortable, con una mesa de caoba, dos butacas de cuero, el inevitable ordenador y un teléfono. El rótulo de la puerta indicaba su nombre: «Kevin Fane».

– Sin cumplidos -dijo Fane-, voy a pediros café y unos bocadillos.

Cuando se quedaron solos, Kettering dijo a Mony: -Cuando Kevin y yo estábamos en la Universidad, en verano trabajamos juntos como mensajeros en la bolsa de Nueva York y hemos seguido siendo amigos desde entonces. ¿Quieres un consejo profesional?

– Claro -repuso Mony.

– Cuando seas reportero, lo cual no es una suposición tan descabellada, mantén siempre vivos los contactos, no sólo a alto nivel, sino a todos los niveles, aliméntalos como estamos haciendo ahora. Es una forma de conseguir información, a veces donde o cuando menos te lo esperas. Recuerda también que a la gente le gusta colaborar con los periodistas de televisión; el mero hecho de prestarte un teléfono les hace sentirse partícipes, y en cierto modo te lo agradecen.

Mientras hablaban, Kettering se había sacado del bolsillo interior de la americana los billetes de cien dólares de Alberto Godoy, y los diseminó por encima de la mesa. Abrió un cajón y sacó una hoja de papel para ir tomando notas.

– Primero probaremos suerte con los que llevan inscrito un nombre. Después, si hace falta, nos centraremos en los que sólo llevan un número de cuenta.

Cogió un billete y leyó en voz alta:

– James W. Mortell. Estos cien han pasado por sus manos en alguna ocasión. Jonathan, búscalo en el listín de teléfonos de Manhattan, a ver si lo encuentras.

A los pocos segundos, Mony anunció:

– Ya está.

Leyó el número en voz alta, mientras Kettering pulsaba las teclas del teléfono.

A la segunda llamada, contestó una voz femenina:

– Mortell, instalaciones de fontanería.

– Buenos días, ¿está el señor Mortell, por favor?

– Está trabajando. Soy su mujer. ¿Quiere algún recado?

No sólo amable, sino joven y encantadora, pensó Kettering.

– Gracias, señora Mortell. Soy Don Kettering, el comentarista económico de la CBA-News.

Se produjo una pausa y luego una respuesta vacilante:

– ¿Es una broma?

– No, señora, no es una broma. -Kettering hablaba afablemente, con naturalidad-. La CBA está haciendo una encuesta y hemos pensado que el señor Mortell podía ayudarnos. En su ausencia, tal vez pueda hacerlo usted misma.

– ¡Es usted Don Kettering! He reconocido su voz. ¿En qué puedo ayudarle? -Risita-. A menos que tenga un escape de agua…

– Bueno, en este momento no, pero lo tendré en cuenta cuando me ocurra. En realidad, se trata de un billete de banco que lleva inscrito el nombre de su marido.

– No habremos hecho nada malo, supongo.

– En absoluto, señora Mortell. Es sólo que ese billete ha pasado por las manos de su marido y yo estoy intentando descubrir su procedencia.

– Bueno -dijo la mujer vacilando un poco-, algunos de nuestros clientes nos pagan al contado, incluso con billetes de cien. Pero nunca les hacemos preguntas.

– No tienen motivos, tampoco.

– Luego, cuando ingresamos los billetes en el banco, a veces el cajero escribe el nombre en ellos. Creo que no se puede, pero lo hacen. -Una pausa-. Una vez se lo pregunté. El cajero me dijo que hay tantas falsificaciones que lo hacen por precaución, para protegerse.

– ¡Aja! Precisamente lo que yo imaginaba, y de ahí seguramente procede la marca de este billete. -Mientras hablaba, Kettering miró a Mony, con el pulgar en alto-. ¿Tiene inconveniente, señora Mortell, en darme el nombre de su banco?

– Pues no, ninguno. Es el Citybank.

Y le dio la dirección de una agencia de la parte alta de la ciudad.

– Muchas gracias, es justo la información que necesitaba.

– Un momento, señor Kettering. ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Por supuesto.

– ¿Va a salir esto en el noticiario? Y en tal caso, ¿cómo enterarme, para no perdérmelo?

– Facilísimo. Señora Mortell, ha sido usted tan amable que le prometo que el día que salga la llamaré personalmente para avisarla.

Cuando Kettering colgó el teléfono, Jonathan Mony dijo:

– Pensaba que aprendería algo. Y así ha sido.

– ¿El qué?

– Cómo camelarse a la gente.

Kettering sonrió. Ya había decidido que, puesto que la señora Mortell tenía una voz tan encantadora con aquel deje de invitación, en lugar de telefonearla, iría a verla personalmente. Anotó su dirección, era en la parte alta de la ciudad, no muy lejos de allí. Podía salir decepcionado, por supuesto. Las voces podían engañar, y cabía la posibilidad de que fuera gorda y vieja, aunque su instinto le decía lo contrario. Otra de las cosas que aprendería indudablemente Jonathan en su momento, era una de las ventajas complementarias de trabajar en la televisión: las frecuentes oportunidades que, si uno se lo proponía, podían desembocar en aventuras eróticas muy agradables.

Cogió otro billete de cien.

– Probemos con éste -dijo a Mony, señalando el listín de teléfonos-. Dice Hermanos Nicolini.

Resultó ser una panadería y pastelería, en la Tercera Avenida. El hombre que contestó dio prueba de suspicacia al principio, y al cabo de un par de preguntas pareció inclinado a colgar. Pero Kettering insistió muy cortésmente y le convenció. Al final, consiguió el nombre del banco donde ingresaban regularmente las ganancias de la tienda, billetes de cien incluidos. Se trataba del American-Amazonas Bank, en Dag Hammarskjöld Plaza.

Los dos nombres siguientes no venían en la guía de teléfonos de Manhattan.

El siguiente billete dio mejor resultado, en el sentido de la voluntad de cooperar del director de una tienda de ropa masculina. Les reveló que la tienda trabajaba con el banco Leumi, en la sucursal de la Tercera Avenida con la calle Sesenta y siete.

Hubo otro nombre ilocalizable. El siguiente les condujo a una mujer desconfiada e insultante, a la que Kettering no logró convencer, dándose por vencido.

La quinta llamada les puso en contacto con un anciano de ochenta y seis años, que vivía en un apartamento de la East End Avenue. Estaba demasiado débil para hablar por teléfono, y era su enfermera la que transmitía los recados, aunque se notaba que él estaba perfectamente lúcido. Se le oía cuchichear animadamente que su hijo, que era dueño de varios clubes nocturnos, solía ir muy a menudo a verle y le daba algún billete de cien dólares, que él ingresaba en una cuenta bancaria donde, declaró el octogenario con un cloqueo, metía sus ahorrillos para la vejez. Ah, sí, la cuenta la tenía en el American-Amazonas Bank de Dag Hammarskjöld Plaza.

La siguiente llamada desembocó en un restaurante de especialidades de pescado, cerca de Grand Central, donde Kettering habló largo y tendido con varias personas, ninguna de las cuales quiso asumir la responsabilidad de revelarle nada importante. Al final se puso el dueño del negocio, que declaró con cierta impaciencia:

– ¡Qué demonios! Claro que puedo decirle con qué banco trabajo; a cambio, espero que nos cite usted en el telediario. Bueno, la agencia está en esa maldita plaza que nunca sé cómo se pronuncia… Dag Hammarskjöld, y es el American-Amazonas.

Cuando colgó, Kettering recogió los billetes de cien, diciendo a Mony:

– Jonathan, hemos dado en el blanco. No hace falta telefonear más. Ya tenemos la respuesta.

En contestación a la inquisitiva mirada del otro, añadió:

– Mira, que tres de cinco personas citen el mismo banco es demasiada coincidencia. En cuanto a los otros nombres, los que han pasado por el Citybank y el Leumi, los escribirían anteriormente y luego, vueltos a la circulación, probablemente también llegarían al American-Amazonas.

– Entonces, de allí es de donde salió el dinero con el que Novack-Rodríguez pagó a Godoy sus ataúdes.

– ¡Exacto! -La voz de Kettering se endureció-. Y también apuesto a que esos sinvergüenzas de secuestradores sacaron el dinero de ese mismo banco, donde tenían -y acaso todavía tengan- una cuenta.

– Así que -exclamó Mony-, a Dag Hammarskjöld Plaza.

Kettering apartó su silla de la mesa y se levantó.

– ¿Adónde si no? Vamos.

10

Don Kettering fue reconocido inmediatamente cuando entró en el American-Amazonas Bank, y tuvo el presentimiento de que su presencia no les cogía por sorpresa.

Cuando preguntó por el director, una secretaria con aspecto de matrona le informó.

– En este momento tiene una visita, señor Kettering, pero le comunicaré que está usted aquí. -Luego miró a Jonathan Mony-. Estoy segura de que no les hará esperar, caballeros.

Mientras esperaban, Kettering echó un vistazo a la agencia bancaria. Se hallaba en la planta baja de un antiguo bloque de ladrillo, junto a la parte norte de la Plaza; desde el exterior, la entrada de pizarra del banco no parecía demasiado imponente. Su interior, no obstante, aun reducido para un banco de Nueva York, era atractivo. Sobre el convencional suelo de baldosas había una alfombra con motivos de colores cereza, rojo y naranja en tonos apagados que cubría de lado a lado toda la zona reservada al público; un pequeño letrero con letras doradas decía que procedía de Amazonas, Brasil.

Aunque la decoración de la oficina era convencional, una hilera de ventanillas de caja en uno de los lados, y tres mesas en el otro, la artesanía de madera era de la mejor calidad. En una de las paredes, en lugar bien visible para los clientes, un fresco muy llamativo, con una revolucionaria escena de caballos al galope con las crines al viento, montados por soldados de uniforme.

Kettering estaba contemplando el mural cuando les llamó la secretaria:

– El señor Armando ya puede recibirles. Pasen por aquí, por favor.

Mientras penetraban en un despacho con uno de los paneles acristalado, que daba a la zona externa de operaciones, el director salió a recibirles con la mano extendida. La placa de la puerta le identificaba como Emiliano W. Armando Jr.

– Señor Kettering, encantado de conocerle. Le veo con mucha frecuencia y admiro su trabajo. Aunque supongo que eso se lo dirá todo el mundo.

– De todos modos, se lo agradezco -respondió el periodista, y después presentó a Mony.

Armando les indicó que se sentaran, y cuando ocuparon sus asientos, quedaron frente a un tapiz en tonos azules y amarillos muy vivos, siempre dentro de la temática decorativa del banco.

Kettering observó al director, un hombre pequeño, con la cara arrugada y evidentes señales de cansancio, el pelo blanco más bien escaso y las cejas hirsutas. Armando se movía con nerviosa agilidad, expresión preocupada y, en conjunto, recordó a Kettering a un viejo terrier, incómodo con los cambios que se producían a su alrededor. Instintivamente, empero, el hombre le cayó bien… en contraste con su reciente entrevista con Alberto Godoy.

El banquero se reclinó en su butaca giratoria y suspiró:

– Ya me figuraba yo que el día menos pensado aparecería uno de ustedes por aquí. Ha sido un asunto muy doloroso, desconcertante, la verdad, como me imagino que comprenderán.

Kettering se inclinó hacia delante. El director del banco daba por hecho que él sabía algo que desconocía. Le siguió la corriente con precaución:

– Pues sí, son cosas que pasan.

– Por curiosidad, ¿cómo se han enterado ustedes?

El periodista reprimió la pregunta «¿De qué?» y sonrió.

– En la televisión tenemos nuestras fuentes de información, aunque a veces no podemos revelarlas.

Advirtió que Mony atendía con gran interés a la conversación, pero manteniendo una expresión imperturbable. Bueno, aquel joven ambicioso estaba tomando lecciones de periodismo a destajo.

– Me preguntaba si habría sido el artículo del Post -dijo Armando-. Dejaba muchos cabos sueltos.

Kettering frunció el entrecejo:

– Es posible que lo haya leído. ¿No ha guardado usted ningún recorte?

– Sí, claro.

Armando abrió un cajón de su mesa y sacó un recorte de prensa guardado en una funda de plástico. El titular rezaba:


CRIMEN PASIONAL DE UN DIPLOMÁTICO


Kettering echó un vistazo al reportaje, comprobó la fecha del diario, publicado el domingo de la semana anterior, hacía diez días. Cuando leyó las referencias a los dos muertos -Helga Efferen, empleada del American-Amazonas Bank, y José Antonio Salaverry, miembro de la delegación peruana ante las Naciones Unidas-, comprendió los motivos del disgusto del banquero. Lo que no vio demasiado claro era la relación del incidente con el asunto que le había llevado hasta allí.

Kettering tendió el recorte a Mony y centró la atención en Armando, aguijoneándole:

– Ha hablado usted de cabos sueltos, creo.

El director del banco asintió:

– El artículo recoge la interpretación de la policía. Personalmente, no creo que sucediera así.

Sin perder la esperanza de encontrarle alguna relación, Kettering le preguntó:

– ¿Le importaría decirme por qué?

– Todo ese desgraciado asunto era demasiado complejo para una explicación tan sencilla.

– Obviamente, conocía usted a su empleada. ¿Y al hombre, a Salaverry, le conocía?

– Por desgracia, tal y como acabaron las cosas, sí.

– ¿Quiere usted explicármelo?

Armando vaciló antes de contestar.

– Señor Kettering, me siento inclinado a ser sincero con usted. Sobre todo porque creo que lo que hemos descubierto en el banco durante los diez últimos días acabará saliendo a la luz pública de todos modos, y porque sé que usted nos hará justicia en su reportaje. Sin embargo, el banco me impone unas obligaciones. El nuestro es un establecimiento sólido y respetado en América Latina, además de poseer éste y otros trampolines en los Estados Unidos. ¿Puede usted esperar un día o dos para que me dé tiempo a consultar con el consejo de administración?

¡Había alguna relación! Por instinto una vez más, Kettering negó con la cabeza rotundamente.

– No podemos esperar. La situación es muy crítica y están en juego varias vidas humanas.

Decidió que ya era el momento de poner las cartas boca arriba.

– Señor Armando -prosiguió-, en la CBA tenemos razones para creer que su banco está implicado de alguna manera en el secuestro, hace dos semanas, de la esposa de Crawford Sloane y otros dos miembros de su familia. Estoy seguro de que habrá oído hablar de ello. Por lo tanto se plantea esta pregunta: ¿Guarda este otro episodio, la muerte de Efferen y Salaverry, alguna relación con el secuestro?

Si Armando parecía preocupado hasta entonces, la declaración de Kettering cayó como un bombazo. Como desbordado, apoyó los codos en la mesa y apoyó la frente en las manos. Al cabo de unos segundos levantó la vista.

– Sí, es posible -dijo en un susurro-. Ahora lo comprendo. No es sólo posible, es más que probable. -Luego continuó cansadamente-: Es una reacción muy egoísta, ya lo sé, pero voy a retirarme dentro de unos meses y lo único que se me ocurre es: ¿Por qué no podía haber sucedido todo esto después de que me hubiera jubilado?

– Comprendo su situación. -Kettering intentó dominar su impaciencia-. Pero el hecho es que usted y yo estamos aquí, y estamos metidos en ello. Evidentemente, las informaciones que poseemos no son las mismas y, evidentemente también, los dos adelantaremos mucho si las juntamos.

– De acuerdo -accedió Armando-. ¿Por dónde empezamos?

– Déjeme a mí. Sabemos que una buena suma de dinero, por lo menos diez mil dólares en efectivo y probablemente mucho más, ha llegado a manos de los secuestradores a través de su banco.

El director asintió gravemente.

– Reuniendo sus datos y los míos, muchísimos más, definitivamente. -Hizo una pausa-. Si le ayudo a atar cabos, ¿es imprescindible que me cite usted directamente?

Kettering reflexionó.

– Probablemente no. Existe un acuerdo llamado «fuentes sin especificar». Si le parece bien, podemos dialogar sobre esa base.

– Lo preferiría. -Armando hizo una pausa para ordenar sus pensamientos-. En este banco tenemos varias cuentas de las delegaciones de las Naciones Unidas. No voy a profundizar en el tema. Tan sólo decirle que nuestro banco mantiene estrechos vínculos con algunos países; por eso mismo está esta agencia tan cerca de la sede de la ONU. Varias personas de las diferentes delegaciones tienen autoridad sobre esas cuentas, y una de ellas en particular estaba controlada por el señor Salaverry.

– ¿Una cuenta de la delegación peruana?

– Sí, relacionada con la delegación peruana. Aunque no estoy seguro de cuántas personas tenían conocimiento de la existencia de dicha cuenta aparte de Salaverry, que tenía potestad para firmar y utilizarla. Comprenderá usted que cada delegación ante la ONU puede tener varias cuentas, algunas con propósitos específicos.

– Sí. Pero centrémonos en la que nos interesa.

– Bien. Durante los últimos meses han estado entrando y saliendo de esa cuenta unas sumas muy sustanciales. Todos esos movimientos eran absolutamente legales, sin ninguna irregularidad por parte del banco, excepto por una cosa extraordinaria.

– ¿Cuál?

– La señorita Eneren, que tenía unas atribuciones bastante amplias como secretaria de dirección, se las arregló para manejar personalmente esa cuenta, ocultándome a mí y a los demás empleados la existencia de la cuenta y el resto del proceso.

– En otras palabras, manteniendo en secreto el origen del dinero y su destinatario.

– Exactamente -asintió Armando.

– ¿Y quién era su destinatario?

– En todas las oportunidades, José Antonio Salaverry, contra su firma. No hay ninguna otra firma autorizada en esa cuenta y todos los pagos se hicieron en efectivo.

– Retrocedamos un poco -dijo Kettering-. Nos ha dicho usted que no acepta la versión de la policía acerca de la muerte de Efferen y Salaverry. ¿Por qué?

– Cuando empecé a descubrir cosas la semana pasada, se me ocurrió que el último responsable de la utilización de esa cuenta, suponiendo que Salaverry fuera un intermediario, que es lo más probable, era asimismo responsable de las dos muertes, y que el asesinato y el posterior suicidio pasionales eran sólo una tapadera. Pero ahora que me ha dicho usted que tiene algo que ver con los secuestradores de la familia Sloane, parece probable que hayan sido ellos.

Aunque el ajado director se hallaba bajo grandes presiones y estaba a punto de retirarse, Kettering pensó que su capacidad de deducción era impecable. Se dio cuenta de que Mony estaba nervioso y le dijo:

– Si tienes alguna pregunta, Jonathan, adelante.

Mony dejó a un lado unas notas que había estado tomando y se adelantó un poco en la silla:

– Señor Armando, en su opinión, ¿por qué mataron a esas dos personas?

El director se encogió de hombros:

– Pues porque sabían demasiado, me figuro.

– ¿El nombre de los secuestradores, por ejemplo?

– Pues, por lo que me ha dicho el señor Kettering, entra dentro de lo posible.

– ¿Y qué me dice del origen del dinero que sacaba Salaverry? ¿Sabe usted de dónde procedía?

Por vez primera, el banquero tuvo un momento de vacilación.

– Desde el lunes lo he estado discutiendo con los miembros de la delegación peruana ante la ONU. Están realizando una pequeña investigación por su cuenta. Lo que han podido descubrir hasta ahora, me ha sido comunicado confidencialmente.

– No le vamos a citar directamente -le interrumpió Kettering-, hemos quedado en ello. Así que díganoslo, por favor. ¿De dónde procedía el dinero?

Armando suspiró.

– Señor Kettering, le voy a hacer una pregunta: ¿Tiene alguna noticia de una organización llamada Sendero Luminoso?

La cara de Kettering se crispó mientras le contestaba fríamente:

– Sí, claro.

– No tenemos absoluta seguridad -dijo el banquero-, pero cabe la posibilidad de que fueran ellos quienes alimentaran esa cuenta.

Después de dejar a Kettering y Mony en cuanto cruzaron el puente Queensboro, Harry Partridge y Minh Van Canh se detuvieron a almorzar en el Wolf’s Delicatessen de la calle Cincuenta y siete oeste, junto a la Sexta Avenida. Con sendos bocadillos gigantes de pastrami caliente, Partridge miró a Minh, que ese día parecía pensativo, inusualmente preocupado, aunque ello no había afectado la eficacia de su tarea en la casa de pompas fúnebres de Godoy. Desde el otro lado de la mesa, la cara cuadrada de Minh, picada de viruelas, le devolvía una mirada impasible entre bocado y bocado de pastrami chorreando mostaza.

– ¿Qué te pasa, viejo camarada? -le preguntó Partridge.

– Unas cuantas cosas.

La respuesta era típica de Van Canh y Partridge no quiso seguir insistiendo. Sabía que Minh le contestaría con más detalle a su aire, cuando tuviera ganas.

Entretanto, Partridge confió a Minh sus intenciones de irse a Colombia, acaso al día siguiente. Añadió que no sabía si le acompañaría alguien; se lo consultaría a Rita. Pero si necesitaba un cámara, el día siguiente o cuando fuese, quería que fuera Minh.

Van Canh lo meditó, sopesando la decisión. Luego asintió.

– De acuerdo, Harry. Lo haré por ti. Y por Crawf. Pero será la última vez, nuestra última aventura.

Partridge se quedó de piedra.

– ¿Quieres decir que te vas?

– Se lo he prometido a mi familia. Lo hemos hablado anoche. Mi mujer quiere que pase más tiempo en casa. Nuestros hijos me necesitan, mis asuntos también. Así que en cuanto volvamos, me marcho.

– ¡Pero así, tan de repente…!

Van Canh le dedicó una de sus escasas sonrisas:

– ¿Tan de repente como una orden, a las tres de la madrugada, de salir zumbando hacia Sri Lanka o Gdansk?

– Te comprendo. Aunque te voy a echar muchísimo de menos. Sin ti, esto no volverá a ser lo mismo.

Partridge sacudió tristemente la cabeza, aunque la decisión no le sorprendía. Como vietnamita trabajando al servicio de la CBA-News, Minh había sobrevivido a peligros extraordinarios durante la guerra de Vietnam. Poco antes de que acabara, consiguió sacar a su esposa y sus dos hijos en un avión antes de la caída de Saigón, lo cual no le impidió tomar unas imágenes soberbias del suceso.

En los años que siguieron, la familia Van Canh se adaptó al modo de vida norteamericano; sus hijos, como tantos otros inmigrantes vietnamitas, estudiaron de firme, terminaron la segunda enseñanza y en ese momento asistían a la universidad. Partridge les conocía y les admiraba, a veces incluso envidiaba la solidaridad de la familia. Entre otras cosas, vivían con austeridad mientras Minh ahorraba e invertía la mayor parte del jugoso salario que ganaba en la CBA. Tanto es así que entre sus colegas corría el rumor de que Minh era millonario.

Partridge sabía que esto último entraba dentro de lo posible, porque durante los últimos cinco años Minh había adquirido varios comercios modestos de fotografía en los suburbios de Nueva York, cuya explotación, con ayuda de su esposa, Thanh, había incrementado notablemente su capacidad económica.

También era razonable que Minh, en ese estadio de su vida, decidiera que ya estaba harto de tanto viajar y de sus prolongadas ausencias, y que ya había corrido bastantes riesgos, incluyendo cuando acompañaba a Harry Partridge a sus peligrosas misiones.

– Por cierto, ¿qué tal van tus negocios? -preguntó Partridge.

– Muy bien. -Minh volvió a sonreír y añadió-: Pero se han desarrollado tanto que Thanh no puede llevarlos sola cuando yo no estoy.

– Me alegro -dijo Partridge-, porque nadie se lo merece más que tú. Y espero que nos sigamos viendo de vez en cuando.

– Puedes contar con ello, Harry. En nuestra casa encabezas la lista de los invitados de honor.

Cuando terminaron de almorzar, después de dejar a Van Canh, Partridge entró en una tienda de artículos deportivos, donde compró varios pares de calcetines gruesos, un par de botas de excursionista y una buena linterna. Sospechaba que los necesitaría muy pronto. Llegó a la CBA a media tarde.

En la sala de conferencias del equipo especial, Rita Abrams le llamó con la mano:

– Un desconocido lleva todo el día intentando localizarte. Ha telefoneado tres veces desde esta mañana. No ha querido dar su nombre, pero ha dicho que era esencial que hablara contigo hoy mismo. Le he dicho que antes o después pasarías por aquí.

– Gracias. Me gustaría discutir una cosa contigo. He decidido irme a Bogotá.

Partridge se calló al oír unos pasos precipitados que se acercaban a la sala de juntas. Al instante apareció Don Kettering, seguido de Jonathan Mony.

– ¡Harry! ¡Rita! -dijo Kettering sin aliento por la carrera-. Creo que hemos destapado la lata de gusanos.

Rita echó un vistazo a su alrededor, consciente de los oídos que se tendían en la sala.

– Vamos a uno de los despachos -dijo, abriendo camino hacia el suyo.

Kettering tardó veinte minutos, ayudado ocasionalmente por Mony, en describir todas sus averiguaciones. Les enseñó el artículo del New York Post sobre el supuesto asesinato de Efferen seguido del suicidio de Salaverry, en una fotocopia que les dio el director del American-Amazonas Bank antes de marcharse. Ambos corresponsales y Rita sabían que, en cuanto acabara su reunión, la CBA-News conseguiría rutinariamente toda la información relativa a ese tema.

Cuando Rita leyó el recorte de prensa, preguntó a Kettering:

– ¿Crees que debemos investigar esas dos muertes?

– Quizá sí, aunque ahora eso ya es secundario. La auténtica historia es la conexión con Perú.

– Totalmente de acuerdo -dijo Partridge-, y además Perú ya había salido a relucir.

Recordó su conversación con Manuel León Seminario, editor y propietario de la revista limeña Escena, dos días atrás. Aunque no había sacado en claro nada específico, Seminario le había dicho: «Hoy en Perú, los secuestros están a la orden del día».

– Aunque hayamos descubierto alguna relación con Perú -señaló Rita-, no olvidemos que no tenemos la seguridad de que hayan sacado del país a las víctimas del secuestro.

– No se me olvida -dijo Partridge-. ¿Tienes alguna otra cosa, Don?

Éste asintió:

– Sí. Antes de irnos del banco he conseguido que el director accediera a dejarse entrevistar ante las cámaras, tal vez hoy, a última hora. Sabe que se está jugando el cuello ante los dueños del banco, pero es un tipo mayor, una persona muy íntegra, y dice que se arriesgará. Si te parece bien, Harry, puedo entrevistarle yo mismo.

– Me parece muy bien. Además, la historia es tuya. -Partridge se dirigió a Rita-: Retiro lo dicho acerca de Bogotá. Me voy a Lima. Quiero estar allí mañana por la mañana.

– ¿Qué vamos a informar y cuándo?

– Todo lo que sabemos y cuanto antes. El momento exacto lo discutiré con Les y Chuck, pero, de ser posible, quisiera contar con veinticuatro horas de libertad en Perú antes de que se presente un ejército de corresponsales, lo cual ocurrirá en cuanto comuniquemos lo que tenemos.

– Bueno -prosiguió-, pues empecemos ahora mismo. Esta noche lo organizamos todo. Convoca a todo el equipo especial a una reunión -Partridge consultó su reloj; las tres y cuarto- a las cinco en punto.

– ¡A la orden!

Rita sonrió, encantada con la acción.

En ese momento sonó el teléfono de su mesa. Contestó ella misma y, tapando el receptor con la mano, susurró a Partridge: -Es ese hombre… el que lleva todo el día intentando localizarte.

Él cogió el aparato:

– Diga, soy Harry Partridge.

– No se le ocurra mencionar mi nombre durante esta conversación. ¿Está claro?

La voz de su interlocutor sonaba amortiguada, acaso deliberadamente, pero Partridge reconoció a su contacto, el abogado criminalista.

– Sí, muy claro.

– ¿Sabe quién soy?

– Sí.

– Le llamo desde una cabina telefónica, para que no se pueda localizar la llamada. Y otra cosa: si revela usted alguna vez mi nombre como fuente de lo que voy a contarle, juraré que es usted un mentiroso y lo negaré todo. ¿Lo ha entendido bien?

– Perfectamente.

– Estoy corriendo un gran riesgo hablando de esto con usted, y si algunas personas se enteraran de esta conversación podría costarme la vida. Así que, cuando termine, mi deuda con usted quedará saldada. ¿Entendido?

– Sí, señor.

Los otros tres ocupantes del despacho estaban mudos, con los ojos fijos en él, mientras la voz apagada, audible únicamente para Partridge, continuaba:

– Algunos de mis clientes tienen contactos en América Latina…

Contacto con el tráfico de cocaína, pensó Partridge, pero no lo dijo.

– Como ya le dije, no se dedican a la clase de actividad que usted está investigando, pero sí se enteran de otros asuntos.

– Lo comprendo -dijo Partridge.

– Muy bien, pues aquí la tiene y la información es fiable, se lo garantizo. La gente que anda usted buscando salió de los Estados Unidos en avión el sábado pasado y ahora está retenida en Perú. ¿Ha oído?

– Sí. ¿Puedo hacerle una pregunta?

– No.

– Necesito un nombre -le suplicó Partridge-. ¿Quiénes son los responsables? ¿Quién les retiene?

– Adiós.

– ¡Un momento! ¡Espere! Mire, no le voy a pedir que me dé un nombre. Hagamos una cosa: lo voy a decir yo y, si estoy equivocado, usted indíqueme de alguna manera que no. Si acierto, no conteste nada. ¿De acuerdo?

Hubo una pausa, y luego:

– Dese prisa.

Partridge respiró hondo antes de pronunciar:

– Sendero Luminoso.

En el otro extremo del hilo, no hubo respuesta. Después se oyó un chasquido cuando el abogado colgó.

11

Casi desde el principio, en cuanto Jessica recobró el conocimiento en la oscura choza de Sión y descubrió poco después que Nicky, Angus y ella estaban prisioneros en Perú, aceptó que ella sola debería ser el aliento y la inspiración del trío. Comprendió que esas dos cualidades eran esenciales para su supervivencia mientras esperaban un eventual rescate. La alternativa era una honda desesperación que podía conducir a un abandono emocional capaz de destruirlos a todos.

Angus era valiente, pero demasiado viejo y debilitado para pedirle algo más que apoyo, y al final incluso podría necesitar las fuerzas de Jessica. Nicky, como siempre, sería la principal preocupación de Jessica.

Suponiendo que salieran con vida de aquella pesadilla -y Jessica se negaba a considerar cualquier otro desenlace-, cabía la posibilidad de que aquello dejara en el niño una marca indeleble. Jessica tenía la intención de impedirlo, por encima de todos los sufrimientos o privaciones. Enseñaría a Nicky, y a Angus si era necesario, que antes que nada debían mantener su autoestima y su dignidad.

Y sabía cómo se hacía tal cosa. Había asistido a un curso que algunas amigas suyas habían considerado una extravagancia. El hecho se debió a que Crawford, que era quien iba a asistir en realidad, no había logrado encontrar tiempo para ello. Y Jessica, pensando que debía asistir algún miembro de la familia, le había reemplazado.

¡Oh, gracias, bendito general Wade! Nunca pensé, mientras recibía la instrucción y asistía a sus conferencias, que algún día llegaría a necesitar o a emplear sus enseñanzas.

El general de brigada Cedric Wade, de la Marina, medalla al mérito naval, había servido como sargento de la Armada británica en la guerra de Corea y más tarde como oficial en el servicio especial del aire. Al retirarse se había mudado a Nueva York y dirigía unos cursillos antiterroristas. Tenía muy buena reputación, tanta que el ejército norteamericano también le mandaba alumnos.

En i951, el sargento Wade fue capturado por las fuerzas norcoreanas, que le mantuvieron durante nueve meses y medio confinado, solo, en una celda subterránea de unos nueve metros cuadrados. Sobre su cabeza tenía una reja abierta al sol y a la lluvia. Durante su cautiverio no salió ni un momento de su celda, mantuvo escasa comunicación con sus carceleros, no podía leer y lo único que veía era el cielo allá en lo alto.

Había descrito tranquilamente su experiencia en una conferencia, que Jessica recordaba casi palabra por palabra: «Desde el principio comprendí que intentaban desmoralizarme. Yo me empeñé en que no lo consiguieran y en que, por mal que se pusieran las cosas, aunque perdiera la vida en aquel agujero, nunca perdería mi autoestima».

Y el general Wade la mantuvo, como decía a sus alumnos, aferrándose a cualquier atisbo de normalidad y orden que pudo. Para empezar, asignó a las cuatro esquinas de su celda una misión específica. La primera fue muy desagradable: no tenía más remedio que orinar y defecar en el suelo de la celda. Así pues, dedicó a tal propósito una de las esquinas, para preservar todo el resto de su espacio. «Al principio, el hedor era terrible y repugnante. Al cabo del tiempo me acostumbré, porque sabía que debía hacerlo.»

El extremo opuesto, el más alejado del primero, lo destinó a ingerir el escaso alimento que le pasaban por las rejas. La tercera esquina era para dormir y la cuarta para sentarse y reflexionar. El centro de la celda lo usaba para hacer ejercicio tres veces al día, entre otras cosas, simulación de carrera. «Pensé que mantenerme en forma era otro de los medios para seguir sintiéndome una persona y preservar mi dignidad.»

Recibía diariamente una ración de agua, pero no para lavarse. Guardaba siempre una pequeña parte del agua de beber para sus abluciones. «No fue fácil y algunas veces sentí la tentación de bebérmela toda, pero me reprimí y siempre estuve limpio: eso es algo muy importante en el respeto de uno mismo.»

A los nueve meses, aprovechándose de un descuido de un guardián, el sargento Wade escapó. A los tres días volvieron a atraparle y le encerraron en la misma celda. Pero a las dos semanas, el ejército norteamericano logró hendir el frente norcoreano y le liberó. Las amistades que entabló entonces le llevaron mucho después a instalarse en los Estados Unidos.

Otra de las cosas que enseñó el general Wade a Jessica y sus demás alumnos fue la defensa cuerpo a cuerpo, un método de lucha sin armas en la cual hasta una persona menuda podía desarmar, con cierto aprendizaje, a un atacante e incluso dejarle ciego o romperle un brazo, una pierna o el cuello. Jessica se había revelado como una alumna muy ágil de rápida comprensión.

Desde su llegada a Perú como cautiva, Jessica había tenido varias oportunidades de emplear sus tácticas de defensa cuerpo a cuerpo, pero no se había decidido, sabiendo que su acción podía acarrearles graves represalias. En cambio, había ocultado su habilidad, reservándola para el momento -si llegaba a producirse- en que resultara realmente decisivo.

Todavía no se le había presentado esa ocasión en Nueva Esperanza. Ni parecía probable que fuera a surgir alguna vez.

Durante aquellos terribles primeros minutos en que Jessica, Nicky y Angus fueron arrojados a las jaulas separadas, cuando Jessica lloró al oír el llanto de Nicky, hubo un período de dislocación mental y desaliento pese a todas sus buenas intenciones. Jessica, como los demás, sucumbió a ellos.

Pero no tardó en superarlo.

En menos de diez minutos, Jessica susurró:

– Nicky, ¿me oyes?

Después de una pausa le llegó una respuesta en voz baja:

– Sí, mamá.

Nicky se acercó a la mampara que les separaba. Sus ojos se habían acostumbrado a la semipenumbra y, aunque no podían tocarse, se veían.

– ¿Estás bien? -preguntó Jessica.

– Creo que sí. -Y luego se le quebró la voz-: No me gusta esto, mamá.

– Oh, cariño, a mí tampoco. Pero mientras no podamos hacer otra cosa, tenemos que soportarlo. Recuerda que tu padre y mucha gente nos estará buscando.

Jessica esperaba que sus palabras sonaran convincentes.

– Te he oído, Jessie. Y a ti también, Nicky. -Era Angus desde su celda, del otro lado de la de Nicky, aunque su voz sonaba muy débil-. Hemos de creer que nos sacarán de aquí. Y lo conseguiremos.

– Intenta descansar un poco, Angus.

Jessica recordó la paliza que Miguel había propinado a su suegro en la choza cuando recobraron el conocimiento, la agotadora caminata por la selva, la caída de Angus, el trayecto en barca y luego su pelea ante las jaulas.

Mientras hablaban, se oyó el sonido de unos pasos y de la oscuridad que rodeaba las celdas surgió una silueta. Era uno de los pistoleros que les habían acompañado durante el viaje, un hombre con un frondoso bigote al que más tarde conocerían como Ramón. Llevaba un fusil Kalashnikov, con el que apuntó a Jessica, ordenándole:

– ¡Silencio!*

Antes de que ésta llegara a protestar, Angus le aconsejó bajito:

– ¡Calla, Jessie!

Ella dominó su impulso y se callaron los tres. Al cabo de un momento, Ramón bajó el arma y regresó a la silla de su puesto de vigilancia. Ésa fue su primera experiencia con los guardias armados que les vigilaron permanentemente desde el interior de la choza, en turnos de cuatro horas.

Como no tardaron en averiguar, la severidad de los vigilantes variaba. El menos malo era Vicente, el hombre que había ayudado a Nicky en el camión y, siguiendo las órdenes de Miguel, había cortado sus ataduras de las muñecas. Indicándoles que bajaran la voz, Vicente les permitía hablar cuanto quisieran. Ramón era el más estricto y no les dejaba abrir la boca; los demás tenían actitudes intermedias.

Durante sus conversaciones, Jessica compartía con Nicky y Angus sus recuerdos del cursillo antiterrorista, sobre todo la experiencia y los preceptos del general Wade. Nicky parecía fascinado con la historia, probablemente como remedio contra el encierro y la monotonía. Era una cruel restricción para un niño de once años activo e inteligente; varias veces al día, Nicky preguntaba:

– Mamá, ¿qué crees que estará haciendo papá ahora para sacarnos de aquí?

Jessica intentaba darle siempre una respuesta imaginativa, y una vez le contestó:

– Tu padre conoce a mucha gente y no dejará piedra sobre piedra hasta que nos ayuden. Estoy segura de que habrá hablado con el presidente, que puede movilizar a un montón de gente para que se ponga a buscarnos.

Aunque fuera verdad, era una vanidad que en circunstancias normales Jessica no se habría permitido. Pero alimentaba las esperanzas de Nicky, y eso era lo importante.

Jessica aconsejó a los otros dos que siguieran el ejemplo del general Wade en todo lo posible. En el tema de las necesidades fisiológicas, respetaban la intimidad de los otros volviéndose de espaldas cuando se lo pedían y evitando los comentarios acerca de los olores. Al segundo día empezaron a hacer ejercicio, bajo la dirección de Jessica.

Cuando transcurrieron los primeros días, fue cobrando forma, aunque miserable, una cierta rutina de vida. Tres veces al día les llevaban una dieta grasienta y poco apetitosa, consistente en mandioca, arroz y pasta. El primer día, Nicky se atragantó con la grasa, que estaba rancia, y Jessica estuvo a punto de vomitar; al final, el hambre pudo más que la repugnancia y se obligaron a comérselo. Cada cuarenta y ocho horas aproximadamente, una india iba a vaciar sus apestosos cubos sanitarios. Si se los lavaba, sería superficialmente, ya que a la vuelta olían casi tan mal. El agua potable se la llevaban en botellas usadas de refrescos; algunas veces les ofrecían una palangana y más agua para lavarse. Los guardias les advertían por gestos que no se la bebieran, aunque estaba turbia de lodo.

La moral de Nicky, que era lo que más preocupaba a Jessica, se mantenía estable dentro de lo que cabe. También se reveló bastante fuerte cuando superó el primer shock. Jessica, que realizaba tareas sociales de caridad con familias desfavorecidas de Nueva York, había observado que en las situaciones más trágicas los niños solían aguantar mejor que los adultos. Posiblemente, pensó, porque el pensamiento de los niños era menos complicado y más honesto; o tal vez porque los niños maduraban mentalmente cuando les obligaba la necesidad. En el caso de Nicky, por la razón que fuera, el niño estaba resistiendo.

Empezó a intentar trabar conversación con los guardias. Las rudimentarias nociones de español de Nicky, según la paciencia y la voluntad de la otra parte, lograban algún que otro fruto de información. Vicente era el que más cooperaba.

A través de Vicente se enteraron de la inminente partida del «doctor» -evidentemente, el Caracortada de Jessica-, que, siempre según Vicente, «volvía a su casa de Lima». Sin embargo, la «enfermera» se quedaría; se trataba claramente de la mujer de la cara de vinagre, la llamada Socorro.

Especularon respecto a los motivos de Vicente para comportarse de un modo distinto, al parecer con más amabilidad que los otros guardianes. Pero Jessica advirtió a Nicky y Angus:

– No es tan distinto. Vicente sigue siendo uno de los hombres que nos han traído aquí y nos tienen prisioneros. No lo olvidéis.

Pero no es tan malvado ni tan brutal como los demás, así que parece amable en comparación.

Jessica también quería tratar con ellos otra faceta de ese tema, pero decidió dejarlo para más adelante. Necesitarían nuevos temas de reflexión y de discusión durante los solitarios días de encierro que preveía. Mientras tanto, añadió:

– Bueno, pues ya que están así las cosas, aprovechémonos de Vicente todo lo posible.

Jessica sugirió a Nicky que preguntara a Vicente si les permitirían salir de las celdas. Vicente sacudió la cabeza, pero no entendieron si les contestaba que no o era que no había comprendido la pregunta. Jessica, terca, encargó a su hijo que le pidiera el favor de transmitir a Socorro el mensaje de que los prisioneros querían verla. Nicky lo hizo lo mejor posible, pero de nuevo la respuesta de Vicente fue un gesto de negación con la cabeza, dejándoles la duda de si cumpliría el encargo.

El relativo éxito de Nicky con el idioma sorprendió a Jessica, puesto que el niño había empezado a estudiar español en el colegio hacía tan sólo unos meses. Cuando se lo comentó, Nicky le dijo que dos de sus compañeros eran inmigrantes cubanos que hablaban en español en el patio.

– Nosotros les oímos, cogemos alguna palabra… -Nicky hizo una pausa y luego cloqueó-: No te va a hacer ninguna gracia, mamá, pero saben un montón de palabrotas. Y nos las han enseñado.

Angus, que le estaba escuchando, preguntó:

– ¿Y también has aprendido insultos soeces?

– Claro, abuelo.

– ¿Puedes enseñarme alguno? Así los podré emplear con estos tipos, si hace falta.

– No sé si mamá…

– Adelante -dijo Jessica-. No me importa.

Había sido una delicia oír la risa del niño.

– Muy bien, abuelo. Si quieres insultar muchísimo a alguien…

El niño atravesó su celda para susurrar esa palabra al oído de su abuelo a través de la mampara que les separaba.

Jessica pensó que era un nuevo método de pasar el tiempo.

Y esa tarde Socorro contestó a su llamada.

Se recortó en el umbral la silueta de su cuerpo esbelto y flexible y examinó las tres celdas, arrugando la nariz por el olor que lo inundaba todo.

Sin esperar, Jessica tomó la palabra:

– Sabemos que es usted enfermera, Socorro. Por eso se tomó la molestia de abogar para que nos desataran las manos y nos dio el chocolate.

– Enfermera no, ayudante sanitaria -repuso Socorro de mala gana, aproximándose y apretando los labios.

– Da lo mismo, por lo menos aquí -dijo Jessica-. Ahora que se va a marchar el médico, usted será la única que sepa algo de medicina.

– Si estás intentando dorarme la píldora, no te servirá de nada. ¿Para qué querías verme?

– Porque ya ha demostrado que quiere que sigamos vivos, sanos y salvos. Pero si no nos sacan de aquí a respirar un poco de aire puro nos pondremos enfermos.

– Tenéis que estar encerrados. Ellos no quieren que os vea nadie.

– ¿Ah, no? ¿Por qué? ¿Quiénes son «ellos»?

– No es asunto vuestro. No tienes derecho a hacer preguntas.

– Tengo el derecho de una madre -replicó Jessica- de velar por su hijo. Y también por mi suegro, que es viejo y ha sido brutalmente maltratado.

– Se lo merecía. Habla demasiado. Y tú también.

Jessica intuyó que parte del antagonismo de Socorro era fingido. Probó con su halago:

– Habla usted muy bien inglés. Debe de haber vivido mucho tiempo en los Estados Unidos…

– Eso no es asunto… -Socorro se calló y se encogió de hombros-. Tres años. Fue odioso. Es un país inmundo y corrupto.

– No creo -dijo Jessica bajando la voz- que lo piense de veras. Yo creo que la trataron bien y ahora resulta incómodo odiarnos.

– Puedes pensar lo que quieras -dijo Socorro dando media vuelta. Después se volvió, ya junto a la puerta-: Intentaré que ventilen esto un poco mejor… más que nada por los guardias -concluyó haciendo una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Al día siguiente llegaron dos hombres provistos de herramientas que practicaron varios orificios y abrieron unas ventanas en la pared, frente a las celdas. Inmediatamente, la luz del día barrió la semipenumbra y los tres cautivos pudieron verse claramente unos a otros, y también a su vigilante. Penetró un chorro de aire que inundó el recinto, en ocasiones hasta una brisa, que aunque no eliminó del todo los olores desagradables, los redujo notablemente.

Para Jessica fue una victoria y también, pensó después, una indicación de que Socorro, en el fondo, no era tan hostil como aparentaba, una vulnerabilidad que más adelante cabría explotar de forma más amplia.

Pero la victoria de la luz y el aire fue una magra victoria, y el tiempo demostraría que habrían de sufrir agonías mucho peores. Una de ellas, desconocida para Jessica, ya estaba cobrando forma.

12

Seis días después de la llegada a Nueva Esperanza de los cautivos con su escolta, Miguel recibió una lista de órdenes de Sendero Luminoso, procedentes de Ayacucho. Se la trajo un mensajero que había tardado dos días en recorrer en un camión los tortuosos mil kilómetros de carretera salvando peligrosos puertos de montaña y embarradas sendas por la selva. También traía artículos de material especializado.

Las instrucciones más importantes consistían en la grabación de una cinta de vídeo de la prisionera. El guión ya venía redactado y no se permitía ninguna modificación del texto. Miguel debía supervisar personalmente el proyecto.

Otra de las instrucciones confirmaba el fin de las obligaciones de Baudelio. Éste acompañaría al mensajero en su viaje de vuelta hasta Ayacucho, desde donde tomaría un avión a Lima. El camión regresaría a Nueva Esperanza a los pocos días para llevarles más provisiones y recoger la película de vídeo.

La noticia de que Baudelio regresaba a Lima, aunque prevista, disgustó a Miguel, por varias razones: primera, el ex médico sabía demasiado; segunda, estaba seguro de que recuperaría sus antiguos hábitos alcohólicos, y el alcohol desataba la lengua. Por lo tanto, Baudelio suelto era una amenaza no sólo para la seguridad de la pequeña guarnición sino también -y, en opinión de Miguel, más grave- para la suya propia.

En otras circunstancias habría obligado a Baudelio a acompañarle a un paseíto por la jungla del que nunca habría regresado. Pero Sendero Luminoso, despiadado en muchos aspectos, se enfadaba de veras si alguien de fuera mataba a algún miembro de su organización, por las razones que fuesen.

Lo que hizo Miguel fue enviarles una nota muy explicativa a través del mensajero, señalando los peligros de dejar a Baudelio en circulación. Sendero no tardaría en tomar alguna determinación y Miguel tenía escasas dudas de cuál sería ésta.

Había un detalle que le agradó. Una de las instrucciones generales recibidas ordenaba «mantener a los tres rehenes en buen estado de salud hasta que recibieran órdenes en sentido contrario». La referencia a los «tres rehenes», cuyo número el alto mando de Sendero debía de haber averiguado a través de los medios de comunicación, implicaba su aprobación de la decisión de Miguel de incluir al viejo en el secuestro, acción no prevista en el plan inicial.

Centró la atención en el equipo de vídeo recién llegado de Ayacucho. Incluía una Camcorder Sony, cintas, un trípode, un equipo de lámparas de gran voltaje y un generador portátil de 110 voltios alimentado con gasolina. El material no representaba ninguna dificultad para Miguel, que ya había realizado otras sesiones de grabación con rehenes.

Sin embargo, pensó que necesitaría ayuda y ciertas medidas coercitivas para asegurar la obediencia de la mujer, que sin lugar a dudas opondría resistencia. Eligió como colaboradores a Gustavo y Ramón: había observado que ambos eran duros con los prisioneros y no era probable que se andarán con remilgos si tenían que infligir algún tipo de castigo.

Miguel decidió realizar la filmación a la mañana siguiente.


En cuanto hubo luz suficiente, Jessica puso manos a la obra.

Cuando Angus, Nicky y ella recobraron el conocimiento en Perú, los tres descubrieron que en un momento dado les habían vaciado los bolsillos, incluyendo el dinero. El bolso que llevaba Jessica en Larchmont también había desaparecido, lo cual no era sorprendente. Entre los escasos objetos que les habían dejado había unos cuantos pañuelos de papel, un peine de Jessica y una libretita que Angus llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, que evidentemente les había pasado inadvertida. En el dobladillo de la chaqueta de Nicky habían encontrado un bolígrafo, que se le había colado por un agujero del forro del bolsillo.

A instancias de Jessica, escondieron celosamente el bolígrafo y la libreta, que sólo utilizaban cuando el guarda de servicio era alguno de los más condescendientes. El día anterior, Jessica había reunido la libretita de Angus y el bolígrafo de Nicky. Aunque las mamparas que dividían las jaulas de los prisioneros impedían el intercambio de cualquier objeto, mientras estaba Vicente de guardia, éste se encargó amablemente de pasárselos.

Jessica pretendía dibujar a las personas que había visto mientras aún conservaba fresca su imagen en la memoria. Aun sin ser una artista consumada, era muy aficionada al dibujo y estaba segura de que las caras de sus retratos serían reconocibles si algún día era capaz de utilizarlos para identificar a los implicados en el secuestro y su cautiverio.

El primer dibujo, que había iniciado el día anterior y que todavía no había concluido, mostraba a un hombre alto, con una calvicie incipiente y expresión de autoridad, el primer ser humano que había visto Jessica cuando recobró el conocimiento en la choza a oscuras. Aunque no despierta del todo, recordaba su súplica desesperada: «Por favor, ayúdeme… avise a alguien…». Su siguiente impresión, nítida y firme, era la reacción de ese hombre, su expresión de asombro, pero que no le había impulsado a intervenir, como era evidente.

¿Quién sería? ¿Por qué estaría allí? Si estaba allí, debía de tener alguna implicación. Jessica creía que ese hombre era norteamericano. Pero lo fuera o no, esperaba que algún día su dibujo sirviera para encontrarle.

Cuando terminó, Jessica había logrado una imagen reconocible del piloto del Learjet, el capitán Denis Underhill.

Un crujido de pisadas en el exterior la hizo doblar apresuradamente el dibujo y esconderlo en el sujetador, el primer lugar que se le ocurrió. Y metió el bolígrafo y la libreta debajo de la colchoneta de su cama.

Casi al instante aparecieron Miguel, Gustavo y Ramón. Llevaban un equipo que Jessica reconoció de inmediato.

– ¡Ah, no! -exclamó-. No se molesten en prepararlo. No pensamos ayudarles a grabar nada.

Miguel la ignoró. Con toda tranquilidad instaló la Camcorder en el trípode y colocó las lámparas, que enchufó a un cable que venía de fuera. Poco después se oyó el petardeo de un generador y la zona de acceso a las celdas se iluminó con los focos dirigidos hacia una silla vacía situada justo delante de la cámara.

Sin prisas, Miguel se acercó a la jaula de Jessica. Su voz sonó fría y dura.

– Vas a hacer exactamente lo que yo diga, cuando yo diga, zorra. -Le tendió tres folios manuscritos-. Esto es lo que vas a decir. Esto exactamente y no más, sin cambiar una sola palabra.

Jessica cogió las hojas, las leyó rápidamente y luego las rompió en pedazos, que tiró a través de las cañas de bambú.

– He dicho que no y no pienso hacerlo. Miguel no se inmutó. Miró a Gustavo, que estaba a su lado, y le dijo:

– Coge al niño.

Pese a su determinación, Jessica se estremeció de aprensión. Ante sus ojos, Gustavo abrió el candado de la puerta de Nicky. Penetró en la celda, agarró al niño por el hombro y el brazo; luego, retorciéndole el brazo, le sacó y se plantó frente a la celda de Jessica. Nicky, a pesar del miedo, no pronunció palabra.

Frenética y empezando a sudar, Jessica preguntó a los hombres:

– ¿Qué le vais a hacer?

No hubo respuesta.

Ramón trajo de la otra parte de la cabaña la silla de los vigilantes. Gustavo empujó a Nicky, que se sentó en ella, y los dos hombres le ataron con una cuerda. Antes de atarle los brazos, Gustavo le desabrochó la camisa, descubriéndole el pecho. Mientras tanto, Ramón encendió un cigarrillo.

Jessica comprendió lo que se avecinaba y gritó a Miguel:

– ¡Espere! Me he precipitado. ¡Por favor, espere! ¡Hablemos!

Miguel no le contestó. Se agachó y recogió varios de los pedacitos de papel que había tirado Jessica.

– Eran tres páginas -dijo-. Por fortuna, se me ocurrió que podías hacer alguna tontería y te di una copia. Pero tres es el número que nos has indicado tú misma.

Ordenó a Ramón, levantando tres dedos:

Quémelo bien… tres veces*

Ramón inhaló el humo, y la brasa del cigarrillo que tenía entre los labios despidió un resplandor rojizo. Luego, deliberadamente, con gesto decidido, se quitó el cigarrillo de los labios y lo aplastó contra la piel de Nicky. De momento, el niño se quedó tan pasmado que no profirió sonido alguno. Luego, al sentir la ardiente y dolorosa tortura, chilló.

Jessica también chillaba como una loca, incoherentemente, suplicando con lágrimas en los ojos que pusieran fin a ese tormento, asegurando a Miguel que haría todo lo que él quisiera:

– ¡Todo! ¡Todo! ¡Lo que tú quieras! ¡Para! ¡Para, por favor!

Desde la otra celda, Angus sacudía la puerta gritando. Sus voces se perdían en la confusión imperante, aunque algunas se entendieron con claridad:

– ¡Sucios bastardos! ¡Cobardes! ¡Sois unos animales! ¡No sois hombres!

Ramón le miraba y le escuchaba con una sonrisita en los labios. Luego recuperó el cigarrillo y aspiró varias veces para avivar la brasa. Cuando ésta volvió a brillar, la aplicó una vez más sobre el pecho de Nicky. Los gritos del niño se intensificaron cuando, por tercera vez, Ramón retiró el cigarrillo encendido y repitió la operación. Un olor a carne chamuscada acompañó los aullidos del muchacho, que sollozaba desesperadamente.

Miguel permaneció frío, impasible, indiferente a todo aquello.

Después de la tercera quemadura, esperó a que remitiera un poco el barullo y luego anunció a Jessica:

– Te sentarás delante de la cámara y hablarás cuando yo te diga. He escrito lo que tienes que decir en unas pancartas. Es lo mismo que acabas de leer. Hazlo con exactitud. ¿Entendido?

– Sí -repuso Jessica, aturdida-, entendido.

Al oír su voz áspera y dolida, Miguel ordenó a Gustavo:

– Dale un poco de agua.

– No… -protestó Jessica-, es mi hijo el que necesita que le atiendan. Esas quemaduras. Socorro sabrá…

– ¡Cállate! -exclamó Miguel-. Si nos causas más problemas, torturaremos al niño. Se quedará como está. ¡Y tú vas a obedecer!

– Miró a Nicky, que seguía gimiendo-: ¡Y tú cállate también, mocoso!

Miguel se dirigió a Ramón:

– Ramón, prepara la brasa.

Ramón asintió:

Sí, jefe* -dijo, inhalando hasta poner al rojo el extremo de su cigarrillo.

Jessica cerró los ojos. Su propia obstinación, pensó, había conducido a aquello. Tal vez su hijo llegara a perdonárselo algún día. Ahora, para protegerle, debía concentrarse en lo que iba a hacer y llevarlo a cabo sin la menor equivocación. Pero incluso en esas circunstancias, se le ocurrió una idea.

En su casa de Larchmont, la víspera del secuestro, Jessica y Crawf habían estado charlando precisamente de ese tema. Crawf le había hablado de unas señales que el rehén podía introducir subrepticiamente en la grabación de vídeo. Se trataba de que los receptores del mensaje fueran capaces de reconocer esas señales. Crawf pensaba que podía darse el caso de que le secuestraran y le obligaran a grabar un mensaje. Pero en cambio, la víctima había sido Jessica -eventualidad que ninguno de los dos se había imaginado- y ahora ella intentaba desesperadamente recordar esas señales, porque Crawf vería esa película… ¿Cómo eran?

Recordó la conversación con su marido… ella siempre había tenido buena memoria… Crawf había dicho: «Pasarse la lengua por los labios significa: "Hago esto contra mi voluntad, no creas una palabra de lo que estoy diciendo"… Rascarse o tocarse la oreja derecha: "Mis secuestradores están bien organizados y armados hasta los dientes"… Y la oreja izquierda: "Las medidas de seguridad son un poco laxas. Una acometida desde el exterior tendría ciertas posibilidades de éxito"…». Crawf le había comentado que había otras señales, pero no se las había descrito. Así que tendría que conformarse con esas tres. No, con dos, puesto que no podía utilizar los mensajes contradictorios de las dos orejas.

Gustavo abrió la celda de Jessica y la empujó hacia fuera.

Su primer impulso fue abalanzarse sobre Nicky, pero Miguel la observaba resplandeciente y Ramón había encendido otro cigarrillo. Jessica se detuvo y miró a su hijo; en su mirada vio que Nicky la había entendido. Guiada por Gustavo, se sentó en la silla ante la Camcorder y los focos. Obedientemente, sorbió el agua que le ofrecieron.

El mensaje que debía grabar estaba escrito en grandes caracteres en dos pancartas que Gustavo levantó en vilo. Miguel se dirigió a la cámara y aplicó un ojo al visor.

– Cuando baje la mano, empiezas -le ordenó.

Cuando le dio la señal, Jessica empezó a hablar, intentando que su voz sonara tranquila.

– Nos han tratado bien a los tres. Ahora que nos han explicado sus razones para traernos aquí, comprendemos que era necesario. También nos han dicho que será muy fácil volver a casa. Amigos americanos, para que nos suelten, sólo debéis…

– ¡Basta!

Miguel tenía la cara roja de furia.

– ¡Guarra! Lo estás leyendo como si fuera la lista de la lavandería, sin expresión. Eres muy lista, para que no resulte convincente, como si te obligaran…

– ¡Es que me estáis obligando!

Fue una reacción instintiva, que Jessica lamentó de inmediato. Miguel hizo un ademán a Ramón, que pegó la brasa de su cigarrillo contra el pecho de Nicky, que soltó otro aullido.

Jessica, casi fuera de sí, se levantó a suplicar:

– ¡No…! ¡Más no! ¡Lo haré mejor! ¡Como usted quiera!

Advirtió aliviada que esa vez no hubo segunda quemadura. Miguel cambió la cinta de la cámara y le indicó por señas que se sentara. Gustavo le dio más agua. Poco después, empezaban de nuevo.

Jessica se propuso hacer todo lo posible por que las primeras frases sonaran convincentes. Luego continuó:

– …para que nos suelten, sólo debéis seguir, a la mayor brevedad posible y con toda exactitud, las instrucciones que acompañan esta grabación…

Inmediatamente después de pronunciar la palabra «grabación», Jessica se humedeció los labios con la lengua. Sabía que se la jugaba, tanto ella como Nicky, pero pensó que su gesto parecería natural y pasaría inadvertido. La ausencia de objeciones le demostró que estaba en lo cierto; había confirmado a Crawf y los demás que el sentido de esas palabras le era ajeno. A pesar de todo lo que había sucedido, sintió un estremecimiento de satisfacción mientras seguía leyendo el texto de las pancartas que sostenía Gustavo.

– …pero tened bien presente una cosa: si no obedecéis estas instrucciones, no volveréis a vernos a ninguno de nosotros, nunca. Os suplicamos que no lo permitáis…

¿Qué instrucciones serían ésas… el precio que pedían sus secuestradores a cambio de su liberación? Jessica se lo preguntaba en silencio, sabiendo que era mejor no intentar averiguar nada. Entretanto, le quedaba poco tiempo para el otro mensaje. Debía elegir: ¿La oreja derecha o la izquierda? ¿Cuál?

Desde luego, aquella gente estaba armada, y quizás bien organizada, pero algunas veces se relajaba la seguridad y muchas noches sus guardianes se quedaban dormidos… algunas veces les oían roncar. Jessica tomó una decisión y se rascó la oreja derecha. ¡Ya estaba! ¡No se habían dado cuenta! Acabó de recitar su texto.

– Esperaremos, contamos con vosotros, deseamos desesperadamente que toméis la decisión acertada y…

Segundos más tarde todo había concluido. Jessica cerró con alivio los ojos, Miguel apagó los focos y retrocedió, con una sonrisita de satisfacción en la cara.


Socorro tardó una hora en acudir, una hora de dolor para Nicky y de angustia para Jessica y Angus, que oían los gemidos del niño desde su cama, pero no podían acercarse a él. Jessica había pedido al guardián -con palabras y gestos- que la dejara entrar en la celda de su hijo. Pero el hombre, aun sin saber su lengua, la había entendido y le había contestado, negando con la cabeza:

No se permite*

Un arrollador sentimiento de culpabilidad embargó a Jessica.

– Oh, cariño -le gritó a través de los barrotes-, lo siento, lo siento muchísimo… De haber sabido lo que pensaban hacerte, habría grabado el vídeo en seguida. Nunca llegué a imaginarme…

– No te preocupes, mamá. -Nicky, con todo su dolor, intentaba consolarla-. No ha sido culpa tuya.

– Quién se iba a figurar que esos salvajes harían algo así, Jessie… -le dijo Angus desde su celda-. ¿Todavía te duele, valiente?

– Sí, bastante.

Se le quebró la voz.

– ¡Llame a Socorro! -gritó Jessica al guardia una vez más-. ¡La enfermera! ¿Me entiende? ¡Socorro!

El hombre no se dio por aludido. Estaba sentado, leyendo una especie de tebeo, y no levantó la mirada.

Por fin se presentó Socorro, al parecer por propia iniciativa.

– Por favor, atienda a Nicky -le rogó Jessica-. Sus amigos le han quemado.

– Probablemente se lo merecía.

Socorro indicó al guardián que abriera la puerta de la celda de Nicky y luego se coló dentro. Cuando vio las cuatro quemaduras profirió un chasquido con la lengua. Luego se levantó y salió de la celda; el vigilante cerró el candado.

– ¿Piensa volver? -llamó Jessica.

Por un momento, pareció que Socorro iba a soltarle otra de sus bruscas respuestas. Pero asintió con la cabeza antes de salir. A los pocos minutos regresó con una palangana, una jarra de agua y un paquete, del que sacó unas gasas y unas vendas de tela.

Observándola a través de los barrotes, Jessica vio cómo Socorro lavaba con delicadeza las quemaduras del niño con agua. Nicky se encogía, pero no profirió una queja. Después de secarlas, Socorro taponó las heridas con unas gasas que sujetó con esparadrapo.

– Gracias -le dijo Jessica con cautela-. Es usted experta. ¿Podría decirme…?

– Son quemaduras de segundo grado. Se le curarán. Le quitaré los vendajes dentro de unos días.

– ¿No tiene nada para el dolor?

– Esto no es un hospital. Tendrá que aguantarse. -Luego se volvió hacia Nicky, seria y con voz cortante-: Quédate en la cama, niño. Mañana te dolerá menos.

Jessica decidió hacer otro intento:

– Por favor… ¿puedo estar un poco con él? Tiene once años y soy su madre. ¿Me deja estar un poquito con él, sólo estas primeras horas?

– Ya se lo he preguntado a Miguel y me ha dicho que no.

Y Socorro se fue.

Se produjo un silencio y luego Angus dijo, bajito: -Me gustaría poder hacer algo por ti, Nicky. La vida no es justa. No te merecías todo esto.

Silencio.

– Abuelo…

– ¿Sí, nieto?

– Sí que puedes hacer algo

– ¿En serio? Pídemelo.

– Cuéntame cosas de tus viejas canciones. Y cántame una, si puede ser.

A Angus se le cuajaron los ojos de lágrimas. Su petición no necesitaba más explicaciones.

Las canciones fascinaban a Nicky. Algunas noches de verano, en la casa que tenían los Sloane a orillas del lago, en Johnstown, al norte del estado de Nueva York, abuelo y nieto charlaban y escuchaban las canciones de la Segunda Guerra Mundial que, dos generaciones atrás habían sostenido a Angus y a muchos otros como él. Nicky no parecía cansarse nunca de ellas y Angus se esforzó en recordar las palabras y las frases que había empleado en el pasado.

– Todos los pilotos de las Fuerzas Aéreas, Nicky, teníamos un cariño tremendo a nuestras colecciones de discos de setenta y ocho revoluciones por minuto. Estos discos desaparecieron hace mucho tiempo. Apuesto a que tú nunca has visto ninguno.

– Sí, una vez. El padre de un amigo mío tenía varios.

Angus sonrió. Como Nicky sabía muy bien, habían mantenido un diálogo idéntico hacía tan sólo unos meses.

– Bueno, en cualquier caso, llevábamos aquellos discos personalmente de base en base, ya que, como eran tan frágiles, nadie dejaba que otro se encargara de transportarlos. Y todas las residencias de oficiales vivían al son de las bandas de Benny Goodman, Tommy Dorsey, Glenn Miller, y los solistas eran los jóvenes Frank Sinatra, Ray Eberle, Dick Haymes. Escuchábamos sus canciones y luego las cantábamos en la ducha.

– Cántame alguna, abuelo.

– Dios mío, no sé si… con los años me estoy quedando sin voz.

– ¡Inténtalo, Angus! -le pidió Jessica-. Si puedo, te haré coro.

El anciano buceó en su memoria. ¿Tenía Nicky alguna preferida? Sí, recordó, la tenía. Tomó aliento y empezó, tras echar un vistazo al guardián, preguntándose si le permitiría infringir las estrictas normas de silencio. Pero el hombre no pareció preocuparse de que estuvieran hablando y siguió pasando las páginas de su tebeo.

En sus buenos tiempos, Angus tenía buena voz; ahora, como el resto de su persona, estaba gastada e insegura. Pero tenía la letra muy clara en la cabeza, su recuerdo persistía…


I'll be seing you

In all the familiar places

That this heart of mine embraces all day thru…


Jessica le acompañó, sin saber muy bien de dónde recordaba la canción. Poco después, la vocecita de tenor de Nicky se les sumaba.


In that small cafe,

The park across the way,

The children's carousel,

The chestnut trees, the wishing well.

I'll be seing you

In every lovely summer's day,

In everything that's light and gay.

I'll always think of you that way,

I'll find you in the morning sun;

And when the night is new,

I'll be looking at the moon

But I'll be seeing you!


Angus se quitó un montón de años de encima. Jessica se animó. Y a Nicky se le atenuó momentáneamente el escozor de sus quemaduras.

13

Desde el miércoles por la tarde, cuando Harry Partridge anunció su decisión de salir hacia Perú al día siguiente por la mañana, el equipo especial de la CBA-News se sumió en un frenesí endiablado.

La determinación complementaria de abrir las compuertas de la información a las treinta y seis horas de su partida desembocó en una serie de reuniones y consultas en las cuales estructuraron y aprobaron un programa de prioridades para los tres días siguientes.

Lo más inmediato era un reportaje presentado por Partridge, que sería escrito y grabado parcialmente durante esa noche, y que saldría en el boletín nacional de la noche del viernes. Recopilaría todos los datos relativos al secuestro de la familia Sloane, incluyendo la última información acerca de Perú y Sendero Luminoso; la identificación del terrorista Ulises Rodríguez, alias Miguel; los ataúdes de la empresa de pompas fúnebres de Alberto Godoy; el asunto del American-Amazonas Bank y el aparente asesinato de Helga Eneren seguido del suicidio de José Antonio Salaverry, que más bien parecía un doble asesinato.

Sin embargo, antes de iniciar los preparativos, Harry Partridge fue a visitar a Crawford Sloane a su despacho del cuarto piso. Partridge pensaba que Sloane debía ser uno de los primeros en enterarse de cualquier novedad y de los planes en perspectiva.

Habían transcurrido trece días desde el secuestro, durante los cuales Crawford Sloane no había dejado de trabajar, aunque algunas veces daba la impresión de que sólo iba llenando los días, pero su mente y su corazón estaban en otra parte. Ese día parecía más demacrado que nunca, sus ojos más cansados, las arrugas de la cara más marcadas que nunca. Estaba hablando con una redactora y un realizador y levantó la vista cuando apareció Partridge:

– ¿Querías hablar conmigo, Harry?

Partridge asintió y Sloane rogó a los otros dos:

– ¿No os importa dejarnos solos? Terminaremos más tarde.

Sloane indicó una butaca a Partridge:

– Pareces muy serio. ¿Traes malas noticias?

– Pues sí. Hemos llegado a la conclusión de que han sacado a los tuyos del país. Los tienen prisioneros en Perú.

Sloane se desplomó hacia delante, con los codos en la mesa; se frotó la cara con la mano antes de responder:

– Esperaba algo así… y lo temía. ¿Sabes quién los retiene?

– Sendero Luminoso, creemos.

– ¡Dios mío! ¡Esos fanáticos!

– Mañana salgo hacia Lima, Crawf.

– ¡Me voy contigo!

Partridge negó con la cabeza.

– Los dos sabemos que no debes, no es conveniente. Además, la emisora no te dejará.

Sloane suspiró, pero no discutió.

– ¿Hay alguna noticia de lo que quieren esos chacales de Sendero Luminoso? -preguntó.

– Todavía no. Pero estoy seguro de que no tardarán en darla.

Se quedaron callados un momento y luego Partridge añadió:

– He convocado una reunión del equipo especial a las cinco. He pensado que te gustaría asistir. Después, nos quedaremos trabajando esta noche hasta que acabemos.

Le fue describiendo los progresos de ese día y sus planes de difundir el viernes por la noche toda la información que habían logrado reunir.

– Sí, sí, iré… y gracias -dijo Sloane.

Como Partridge se levantaba para irse, le preguntó:

– ¿Tienes prisa?

Partridge dudó. Tenía muchas cosas que hacer y le quedaba poco tiempo, pero advirtió la necesidad de charlar de su compañero. Se encogió de hombros:

– Supongo que puedo arañar unos minutos.

Se produjo una pausa y después Sloane dijo, con cierta incomodidad:

– No sé muy bien por dónde empezar, ni siquiera si debo hacerlo. Pero en momentos como éste te da por pensar muchas cosas…

Partridge le miraba, curioso, esperando a que Sloane se decidiera.

– Bueno, Harry… me preguntaba cuáles son tus sentimientos respecto a Jessica. Al fin y al cabo, hace años, estuvisteis muy unidos. Así que se trataba de aquello: un secreto confesado después de mucho tiempo. Partridge sopesó cuidadosamente sus palabras, consciente de que el momento era importante:

– Sí, le tengo un cariño especial, en parte porque hace años estuvimos muy unidos, como has dicho. Pero más que nada porque es tu mujer y tú eres mi amigo. En cuanto a lo que pudo existir entre Jessica y yo, murió el día en que os casasteis.

– La verdad, te lo he dicho ahora a causa de lo que ha ocurrido, pero nunca he dejado de pensar en ello.

– Ya lo sabía, Crawf, y algunas veces yo deseaba decirte lo que acabo de decir. Y también que nunca te lo he reprochado, ni tu matrimonio con Jessica ni tu puesto de presentador. No tengo ningún motivo. Pero me daba la impresión de que, si te decía una cosa así, tú no me habrías creído.

– Probablemente. -Sloane guardó silencio, reflexionando-. Pero por si te interesa, Harry, te diré que ahora te creo.

Partridge asintió. Ya habían dicho bastante, y tenía que irse. Al llegar a la puerta, se volvió:

– Cuando llegue a Lima, haré todo lo que esté en mi mano, Crawf, te lo aseguro.


Al entrar en el despacho de Sloane, Partridge advirtió la ausencia del agente Otis Havelock, del FBI, cuya permanencia había destacado tanto durante la semana que siguió al secuestro. Se detuvo en la Herradura para poner al corriente a Chuck Insen de la reunión del equipo especial, y después le preguntó por el agente federal.

– Sigue rondando por ahí -le dijo el director de realización del boletín nacional de la noche-, pero creo que ahora está siguiendo otra pista.

– ¿Sabes si pasará hoy por aquí?

– Ni idea.

Partridge esperaba que el agente del FBI siguiera haciendo lo que estaba haciendo durante el resto del día. De ese modo lograrían mantener dentro del ámbito estricto de la CBA toda su actividad de esa noche y la partida de Partridge a la mañana siguiente. El viernes, claro, suponiendo que corriera la voz de que la CBA ofrecería nuevas revelaciones en el telediario de la noche, el FBI probablemente exigiría toda la información y habría que quitárselo de encima como fuera hasta la hora de la emisión. Pero para entonces Partridge estaría ya en Perú y la responsabilidad recaería en otro.

Daba igual. Decidió que el trato con el FBI era otro de los temas a incluir en los planes de las próximas cuarenta y ocho horas.


La reunión de las cinco en la sala de juntas del equipo especial estuvo muy concurrida. Fueron Les Chippingham y Crawford Sloane. Chuck Insen se quedó quince minutos y después se fue porque se acercaba la hora de la primera emisión de Últimas Noticias y le sustituyó otro realizador de la Herradura. Partridge se sentó presidiendo la mesa de juntas, con Rita Abrams a su lado. Iris Everly, que acababa de realizar un resumen del secuestro para el siguiente noticiario -aunque no contenía los datos de última hora-, llegó con varios minutos de retraso. Teddy Cooper estaba presente, después de pasarse el día con los investigadores eventuales que seguían visitando las redacciones de los periódicos locales y repasando los anuncios por palabras -sin resultado positivo hasta el momento-. Asistieron Minh Van Canh, los realizadores Norman Jaeger y Karl Owens. Había una cara nueva, la de Don Kettering. Jonathan Mony se había quedado y le habían presentado al resto del grupo. Alrededor de la mesa, en segundo término, se sentaron varios empleados y asistentes.

Partridge empezó con un resumen de los acontecimientos de la jornada, comunicó su intención de salir hacia Perú a la mañana siguiente y la decisión de difundir toda la información que poseían el viernes, en el boletín de la noche.

– Me parece todo muy bien, Harry -intervino Les Chippingham-, pero creo que deberíamos ir más lejos y realizar un especial informativo de sesenta minutos, el viernes por la noche, que cubra toda la historia del secuestro, con el material nuevo.

Hubo murmullos de aprobación en torno a la mesa, mientras el director de los servicios informativos continuaba:

– Os recuerdo que a las nueve tenemos un espacio reservado para producciones informativas de última hora y podemos aprovecharlo. Parece que la cosa da para llenar una hora entera.

– Para una hora y más -le aseguró Rita Abrams.

Acababa de visionar la entrevista a contraluz de Alberto Godoy y la de Don Kettering al director del banco American-Amazonas, Emiliano Armando, y estaba entusiasmada con ambas.

A raíz del visionado, se había originado una discusión entre Rita, Partridge y Kettering, en torno a si debían proteger la identidad del empresario funerario; al fin y al cabo, durante la acalorada disputa que puso fin a la entrevista, Godoy se había metido por su propio pie en el campo iluminado de la cámara. Tuvieron la tentación de mostrar su rostro por televisión, porque reservar la identidad de Godoy sólo ocasionaría problemas a la emisora. No obstante, el acuerdo previo que pactaron con él implicaba un comportamiento más ético.

Al final decidieron que, puesto que a nivel técnico Godoy no sabía lo que estaba haciendo, debían respetar lo pactado. Para asegurarse de que no se violaba la decisión, Partridge borró personalmente en un aparato de montaje el metraje de la cinta que mostraba el rostro de Godoy, para que no pudiera ser aprovechado más adelante. En ese momento, su acción no constituía un delito, aunque podría llegar a serlo si lo hiciera después del inicio de la investigación oficial.

Todos los asistentes a la reunión sabían que podían contar con el especial de sesenta minutos, puesto que el espacio ya estaba destinado a la sección de informativos; por lo tanto, no hacía falta consultar al jefe de programación. El espacio de los viernes a las nueve se titulaba «Tras los titulares», el magazine que producía normalmente Norman Jaeger y al que regresaría en cuanto terminara su cometido en el equipo especial. Chippingham decidió por su cuenta que no hacía ninguna falta comunicárselo inmediatamente a Margot Lloyd-Mason, aunque tendría que avisarla el viernes de los cambios en la emisión de esa noche.

A partir de ahí fueron surgiendo otras decisiones.

Partridge anunció que Minh Van Canh y Ken O'Hara, el técnico de sonido que cubrió el aterrizaje forzoso del aeropuerto de Dallas-Fort Worth dos semanas atrás, le acompañarían a Perú.

Rita miró a Chippingham desde el otro extremo de la mesa y dijo:

– Les, la oficina de logística ha reservado un Learjet para Harry y su equipo, en el aeródromo de Teterboro, mañana a las seis. Necesito tu visto bueno.

– ¿Estáis seguros…?

Chippingham, consciente de la escalada de gastos, estuvo a punto de añadir «¿que no hay un vuelo regular?», cuando captó la acerada mirada de Crawford Sloane clavada en la suya. El director de informativos cambió de parecer y concluyó, sucintamente:

– De acuerdo.

Decidieron que Rita se quedaría en Nueva York, para la supervisión general de los dos programas del viernes, el reportaje del telediario y el especial informativo. Iris realizaría el primero y Norm Jaeger y Karl Owens el segundo. El mismo viernes, cuando terminaran, Rita saldría hacia Lima, dejando a Jaeger de realizador jefe del equipo en Nueva York.

Partridge, que ya había discutido el asunto con Chippingham, comunicó que, tras su partida, Don Kettering se haría cargo del equipo especial en Nueva York. De momento, las tareas de información económica de Kettering quedarían en manos de su ayudante.

Partridge señaló que los dos reportajes del viernes no debían dar la menor indicación de que él -que aparecería en ambos- estaba ya en Perú. De hecho, si podían provocar la impresión de que su intervención era en directo -aunque sin llegar a afirmarlo-, mucho mejor.

Aunque los medios de comunicación no se dejarían engañar por esas tácticas, cualquier cosa que disimulara su urgencia en enviar un equipo a Perú sería una ventaja. Desde un punto de vista práctico, aparte de la competencia, Partridge tenía más posibilidades de progresar en su investigación si iba solo que rodeado por un enjambre de periodistas.

Lo cual planteaba el tema de la confidencialidad.

Les Chippingham declaró que todo lo que sucediera esa noche y durante los dos días siguientes no debía ser comentado, ni siquiera con el resto del personal del departamento de informativos, y menos con extraños, incluyendo a los familiares. El criterio a seguir era: el mínimo imprescindible.

– Y no es una sugerencia; es una orden.

El director del departamento continuó, mirando alternativamente a los presentes en torno a la mesa:

– No debemos hacer ni decir nada que revele prematuramente la noticia, privando a Harry de las veinticuatro horas de ventaja que necesita. Por encima de todo, recordad que hay vidas en juego -miró a Crawford Sloane-, vidas muy queridas, próximas e importantes para todos nosotros.

Luego resolvieron otras cuestiones de seguridad.

Al día siguiente apostarían a varios guardias de seguridad a la puerta de los despachos, el estudio y la sala de control, mientras producían el especial de una hora. Sólo dejarían pasar a una lista restringida de personas, elaborada personalmente por Rita. El circuito cerrado sería desconectado para que nadie fuera del estudio viera por las pantallas lo que estaban haciendo en su interior.

Acordaron también que el viernes por la mañana relajarían un poco las medidas de seguridad e irían emitiendo a lo largo del día varias cuñas para promocionar el programa. Comunicarían a los espectadores que el noticiario de la noche ampliaría la información acerca del secuestro de los Sloane y que a continuación se emitiría un programa especial de sesenta minutos. Como gesto de cortesía profesional, también avisarían a los demás medios de comunicación, prensa y audiovisuales, pero sin revelar más detalles.

Al final, Partridge preguntó:

– ¿Algo más…? ¿O podemos empezar a trabajar?

– Una cosa- dijo Rita, con expresión traviesa-. Les, necesito tu aprobación para otro Learjet, el viernes por la noche, para mí. Me llevaré a un montador, Bob Watson, y un pequeño equipo. Bueno, y el maletín de la pasta.

Hubo un rumor de guasa entre los asistentes, y hasta Crawford Sloane sonrió. Rita intentaba aumentar sus probabilidades de viajar en un avión particular llevándose a un montador con todo su equipo, que consistía en varios aparatos de difícil manejo y complicado transporte en otras circunstancias. Además, se consideraba una imprudencia viajar con grandes sumas de dólares en efectivo; Rita no había mencionado la suma, pero serían cincuenta mil dólares. Era algo indispensable en Perú, cuya divisa apenas tenía valor y donde los dólares USA podían comprarlo prácticamente todo, incluidos ciertos privilegios especiales que les harían falta, sin lugar a dudas.

Chippingham suspiró. Sin la menor consideración, pensó, y pasando por encima de su aventura amorosa que seguía en pleno apogeo, Rita le había puesto en un compromiso.

– De acuerdo -concedió-, resérvalo.


A los pocos minutos de levantar la sesión, Partridge estaba sentado ante una terminal de ordenador, preparando su introducción para el reportaje de la noche del viernes.


Se han producido varios descubrimientos asombrosos en la evolución del secuestro, hace quince días, de la esposa, el hijo y el padre de nuestro presentador de la CBA-News Crawford Sloane. La investigación periodística de la emisora nos ha inducido a pensar que los tres rehenes han sido trasladados a Perú, donde los retiene el grupo guerrillero maoísta revolucionario Sendero Luminoso, que lleva ya varios años sembrando el terror en amplias zonas del país.

Seguimos sin conocer los motivos del secuestro.

Hemos averiguado que un diplomático de las Naciones Unidas, en connivencia con una empleada de banca neoyorquina, fue quien suministró el dinero a los secuestradores, posibilitando éste y otros actos terroristas.

Nuestro reportaje comienza, al igual que muchos crímenes, por el dinero. Nos lo explica Don Kettering, comentarista económico de la CBA-News.


Partridge pensó, mientras empezaba a revisar lo que acababa de escribir, que ésa sería la primera de otras muchas introducciones similares, que redactaría y grabaría antes de salir de Manhattan hacia Teterboro a las cinco de la madrugada.

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