12

Fuad il-Manhous no era la persona más brillante que conocía. Una mirada a Fuad y te decías «este tipo es un idiota». Era como el personaje de un cuento de hadas al que un djinn le concedía tres deseos y se gastaba el primero en un plato de judías, el segundo en una cuchara y el tercero en limpiar el plato y la cuchara después de comer.

Era alto, pero tan delgado y enclenque que podía pasar por un refugiado de los campos de exterminio de Benghazi. Una vez vi a mi amigo Jacques retorcerle el brazo a Fuad por encima del codo con el pulgar y el índice. Las articulaciones de Fuad eran largas y distendidas como si fueran la secuela de alguna horrible enfermedad ósea o una insuficiencia vitamínica. Peinaba su pelo largo y sucio en un alto copete y llevaba gruesas gafas de pesada montura de plástico. Supongo que nunca tenía el dinero suficiente para pagarse unos ojos nuevos, ni siquiera de esos baratos guatemaltecos con lentes de imitación Nikon. Su expresión era de permanente asombro e indefensión, porque Fuad siempre llevaba un compás y medio de retraso con respecto a la banda.

Il-manhous significa algo así como «el permanentemente desventurado», pero a Fuad no le importaba el sobrenombre. En realidad le hacía feliz que lo reconocieran. Y se hacía el imbécil mejor que nadie a quien haya conocido. Tenía cierta genialidad para ello.

Estaba en el club sentado con Kmuzu a una mesa cerca del fondo. Hablábamos de lo que mi madre había hecho últimamente. Llegó Fuad il-Manhous y se quedó de pie a mi lado sosteniendo una caja de cartón.

—Indihar me deja venir aquí durante el día, Marîd —dijo con su voz gangosa y nasal.

—No hay ningún problema —dije. Hizo que me olvidara de lo que estaba a punto de decir. Le miré y él me sonrió y agitó la caja. Algo sonó en su interior—. ¿Qué llevas en esa caja?

Fuad lo consideró una invitación a sentarse. Acercó una silla de otra mesa haciendo que las patas rechinaran contra el suelo.

—Indihar dijo que mientras nadie se quejara, por ella estaba bien.

—¿Qué estaba bien? —le pregunté impaciente. Odiaba tener que arrancar información a la gente—. ¿Qué demonios llevas ahí dentro?

Fuad se pasó una mano deformada por su pelo grasiento y miró a Kmuzu con desconfianza. Luego se inclinó sobre la mesa, dejó la caja en ella y la destapó. Contenía una docena de cadenas baratas, chapadas en oro. Fuad las cogió con el índice y las levantó.

—¿Ves?

—Aja —le dije.

Guiñé un ojo a Kmuzu, que en ese momento se terminaba un vaso de té helado; estaba arrepentido de haberle engañado aquella vez para que bebiera tanto alcohol y desde entonces respetaba sus deseos. Dejó su vaso con cuidado sobre la servilleta de cóctel. Su rostro era inexpresivo pero podía decir que no aprobaba a Fuad. Kmuzu no aprobaba nada de lo que veía en el local de Chiri.

—¿De dónde las has sacado, Fuad? —le pregunté.

—Echa un vistazo —dijo sonriendo; sus dientes también estaban fatal.

Saqué una de las cadenas de la caja e intenté examinarla de cerca, pero la luz del club era demasiado débil. Di la vuelta a la etiqueta del precio. Ponía doscientos cincuenta kiams.

—Seguro, Fuad —dije con escepticismo—. Los turistas y los parroquianos se quejan cuando pagan ocho kiams por una copa. Creo que encontrarás cierta resistencia a tus ventas.

—Bueno, no las vendo por ese precio.

—¿Por cuánto las vendes?

Il-Manhous cerró los ojos, simulando concentración. Luego me miró como si me suplicase un favor.

—¿Cincuenta kiams?

Volví a mirar la caja y aparté las cadenas. Luego moví negativamente la cabeza.

—Muy bien —dijo Fuad—, diez kiams, pero yaa lateef. Me quedaré sin beneficio.

—Puede que las vendas por diez kiams —admití—. La etiqueta del precio es de una de las mejores tiendas de la ciudad.

Fuad me quitó la caja.

—O sea que valen más de diez kiams.

Me eché a reír.

—Mira —le dije a Kmuzu—, las cadenas son de metal barato plateado. Es probable que no valgan ni cincuenta fíqs. Fuad ha entrado en alguna boutique exclusiva y ha robado algunas etiquetas con el elegante nombre de la tienda y un precio de tres cifras. Luego ha puesto las etiquetas en su mierda de joyas y se las vende a los turistas borrachos. Se figura que no notarán lo que compran, sobre todo lejos de la radiante luz del sol.

—Por eso quiero pedirte que me dejes venir durante el turno de noche —dijo Fuad—. De noche es más oscuro. Seguro que lo haría mucho mejor.

—No —dije—. Si Indihar te deja timar a los turistas durante el día, eso es cosa suya. Yo prefiero no tenerte aquí por la noche cuando vengo.

—Fuera del Budayén, yaa Sidi —dijo Kmuzu amenazador—, a los que pillan haciendo esto les cortan las manos.

Fuad se horrorizó.

—¿Tú no dejarías que me hicieran nada parecido, verdad, Marîd?

Me encogí de hombros.

—«En cuanto al ladrón, sea hombre o mujer, cortadle las manos. Es la recompensa de sus actos, un castigo ejemplar de Alá. Alá es poderoso y sabio.» Es una cita del sagrado Corán. Puedes buscarla.

Fuad apretujó la caja contra su pecho hundido.

—¡Espera a que necesites algo de mí, Marîd! —gritó.

Luego salió disparado hacia la puerta, golpeándose con una silla y chocando contra Pualani por el camino.

—Insistirá —le dije a Kmuzu—. Mañana volverá a estar aquí. Ni siquiera recordará lo que le he dicho.

—Muy mal —dijo Kmuzu con seriedad—. Algún día intentará venderle una de esas cadenas a la persona errónea. Puede que se arrepienta el resto de su vida.

—Sí, pero así es Fuad. De cualquier modo, necesito hablar con Indihar antes de que cambie el turno. ¿Te importa si te dejo solo un par de minutos?

—En absoluto, yaa Sidi.

Me miró con los ojos en blanco durante un momento. Siempre me desconcertaba cuando lo hacía.

—Le diré a alguien que te traiga otro té helado —dije.

Luego me levanté y fui hacia la barra.

Indihar llevaba gafas oscuras. Le dije que no tenía que venir a trabajar hasta que se sintiera mejor, pero me dijo que prefería trabajar a quedarse en casa con los niños y sentirse peor. Necesitaba ganar dinero para pagar a la canguro y aún tenía un montón de gastos del funeral. Todas las chicas andaban de puntillas a su alrededor, sin saber qué decirle ni qué hacer. Eso creaba un ambiente sombrío en el club.

—¿Necesitas algo, Marîd? —me dijo.

Tenía los ojos enrojecidos y ojerosos. Desvió la mirada hacia los vasos del fregadero.

—Otro té helado para Kmuzu, eso es todo.

—Muy bien.

Se agachó hacia la nevera de debajo de la barra y sacó una jarra de té helado sin prestarme atención.

Recorrí la barra con la mirada. Había tres chicas nuevas trabajando en el turno de día. Sólo recordaba uno de los nombres.

—Brandi —dije—, llévale esto a ese tipo alto de allá al fondo.

—¿Te refieres a ese kaffirl —dijo.

Era bajita, de brazos gruesos y muslos rollizos, con grandes implantes pectorales y un pelo estropajoso de un rubio alentado artificialmente. Llevaba tatuajes en los dos brazos, encima del pecho derecho, en el omóplato izquierdo, saliendo por su taparrabos, en los dos tobillos y en el culo. Creo que le molestaban, porque siempre llevaba un chal negro cuando se sentaba con los clientes en el bar, y cuando bailaba llevaba zapatos rojos con plataforma y medias blancas.

—¿Quieres que le cobre?

Negué con la cabeza.

—Es mi chófer. Bebe gratis.

Brandi asintió y le llevó el té helado. Yo me quedé en el bar, retorciendo ocioso uno de los posavasos de corcho.

—Indihar —dije por fin.

Me miró indiferente.

—Te dije que no quería escuchar tus excusas.

Levanté la mano.

—No voy a decir eso. Creo que deberías aceptar alguna ayuda. Si no por ti, por tus hijos. Me gustaría pagar una tumba en el cementerio de tus suegros. A Chiri le alegrará prestarte el dinero…

Indihar respiró con exasperación y se secó las manos en la toalla de la barra.

—Eso es otra cosa de la que no quiero oír hablar. Jirji y yo nunca debimos dinero. No voy a empezar ahora.

—Seguro, pero la situación es distinta. ¿Qué pensión recibes del departamento de policía?

Arrojó la toalla, ofendida.

—Un tercio del salario de Jirji. Eso es todo. Y me han venido con el cuento de un retraso. No creen que empiece a cobrar la pensión hasta dentro de seis meses como mínimo. Antes ya estábamos con el agua al cuello. No sé qué voy a hacer ahora. Creo que tendré que buscar otro sitio más barato para vivir.

Mi primer pensamiento fue que cualquier lugar más barato que el apartamento de Haffe al-Khala sería nefasto para la educación de sus hijos.

—Quizá —dije—. Mira, Indihar, creo que te has ganado unas vacaciones pagadas. ¿Por qué no dejas que te pague dos o tres semanas por adelantado y te quedas en casa con Zahra, Hakim y el pequeño Jirji? O empleas el tiempo para ganarte algún dinero adicional, quizá…

Brandi regresó a la barra y se dejó caer a mi lado con un gesto de enojo.

—Ese cabrón no me ha dado propina.

La miré. Es probable que no fuera más lista que Fuad.

—Ya te lo dije. Kmuzu bebe gratis. No quiero que le molestes.

—¿Quién es, tu amigo especial? —preguntó Brandi con una sonrisa maliciosa.

Miré a Indihar.

—¿Por qué demonios quieres que esta puta trabaje aquí? —le dije.

Brandi se levantó del taburete y se dirigió al vestuario.

—Muy bien, muy bien —dijo—, olvídalo todo.

—Marîd —dijo Indihar en voz baja y cuidadosamente controlada— déjame en paz. No quiero préstamos, ni tratos, ni regalos. ¿Vale? Limítate a respetarme y déjame hacer las cosas a mi modo.

Fui incapaz de seguir discutiendo con ella.

—Como quieras.

Volví a la mesa con Kmuzu. Deseaba de veras que Indihar me permitiera ayudarla de algún modo. Se había ganado toda mi admiración. Era una mujer bondadosa, inteligente y amable si te fijabas en su lado bueno.

Tomé un par de copas para matar el tiempo y se hicieron las ocho. Llegó Chiri y las del turno de noche, y vi como Indihar contaba el dinero, pagaba a las chicas del turno de día y salía sin cruzar una palabra con nadie. Fui a la barra a saludar a Chiri.

—Me parece que Indihar intenta con todas sus fuerzas ser valiente —le dije.

Se sentó en un taburete detrás de la barra y echó una ojeada a los siete u ocho clientes.

—Ayer me hablaba de cuando cumplió los doce años —dijo Chiri con una voz distante—. Me dijo que conocía a Jirji desde que eran pequeños. Crecieron juntos en el mismo pueblo. Siempre le había gustado Jirji y cuando sus padres le dijeron que habían arreglado con los Shaknahyi el matrimonio de sus dos hijos, Indihar fue feliz.

Chiri se inclinó y sacó su botella privada de tende. Se sirvió medio vaso y lo probó.

—Indihar tuvo una infancia tradicional. Sus paisanos eran muy anticuados y supersticiosos. Creció en Egipto, donde según una antigua leyenda las mujeres que beben el agua del Nilo son muy apasionadas. Agotan a sus pobres maridos. Así que la costumbre es amputar el clítoris a las muchachas antes de su boda.

—Muchos países musulmanes lo hacen.

Chiri asintió.

—La partera del pueblo practicó la operación a Indihar y le puso cebollas y sal en la herida. Después de eso Indihar permaneció en cama siete días y su madre la alimentaba con mucho pollo y granadas. Cuando se levantó, su madre le regaló un vestido nuevo que acababa de terminar. A Indihar le amputaron el clítoris de raíz. Luego las dos juntas fueron al río y arrojaron el vestido a él.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

Chiri tragó un poco más de tende.

Para que comprendas lo mucho que Jirji significaba para Indihar. Me dijo que su operación fue muy dolorosa pero que se alegraba de haberlo hecho. Significaba que ya era una mujer adulta y podía casarse con Jirji con la bendición de su familia y amigos.

—Supongo que no es de mi incumbencia.

—Te diré lo que no es de tu incumbencia: molestarla sobre su situación financiera. Déjala en paz, Marîd. Tus intenciones son buenas y está bien que le brindes ayuda después del asesinato de Jirji. Pero Indihar dice que no quiere tu dinero y haces que se sienta peor si andas todo el tiempo ofreciéndoselo.

Me encogí de hombros.

—Supongo que no he caído en la cuenta. Está bien. Gracias por decírmelo.

—Se pondrá bien. Y si tiene algún problema nos lo hará saber. Ahora, quiero que hables con Kmuzu. Me gusta el aspecto de ese tipo.

Alcé las cejas.

—¿Intentas ponerme celoso? ¿Kmuzu? No es un chico muy alegre, sabes. Te lo comerías vivo.

—Me gustaría intentarlo —dijo con su mejor sonrisa de dientes afilados.

Era el momento para otro tiro a ciegas.

—Chiri, ¿qué significan las letras A.L.M. para ti?

Lo pensó un poco.

—Asociación Lésbica de Madres. Esa chica, Ranina, que solía bailar en lo de Frenchy, acostumbraba llevar su boletín de información. ¿Por qué?

Me mordí el labio.

—Eso puede ser. Si se te ocurre que A.L.M. puede significar algo más, me lo dices.

—Vale, cariño. ¿Qué es, algún tipo de enigma?

—Sí, un enigma.

—Muy bien, lo pensaré. —Bebió un poco de tende y miró por encima de mi cabeza hacia la pared de espejos que estaba a mi espalda—. ¿Es cierto lo que he oído de que has tirado todas tus drogas recreativas? Nunca pensé que vería el día. ¿Tendremos que buscar a otro campeón de la química?

—Eso creo. Vacié la caja de píldoras el día en que Jirji murió.

La expresión de Chiri se tornó seria.

—Ah, sí.

Durante unos segundos se produjo un incómodo silencio.

—Aunque te diré —dije por fin—, tengo un mono bastante fuerte. Me cuesta muchísimo, pero me mantengo alejado de las drogas.

—Cortar es una cosa; sin embargo, dejarlas del todo parece algo extremado. Supongo que es lo mejor, pero siempre he creído en la moderación en todas las cosas y eso va también por la abstinencia.

Sonreí.

—Aprecio tu interés —dije—, pero sé lo que hago.

Chiri movió la cabeza con tristeza.

—Eso espero. Espero que no te estés engañando a ti mismo. No tienes mucha experiencia en manejarte estando sobrio. Podrías salir malparado.

—Todo irá bien, Chiri.

—Quizá debieras pasar por la tienda de Laila por la mañana. Tiene esos moddies que te hacen sentir como si te hubieras tomado un puñado de píldoras. Tiene toda la gama: sunnies, beauties, trifets, RPM, lo que quieras. Te conectas el moddy y si más tarde necesitas usar el cerebro para algo, te lo quitas y otra vez estás sobrio.

—No sé, me parece un poco estúpido.

Chiri separó las manos.

—Es asunto tuyo.

—¿Me preparas ginebra con bingara?

No quería seguir hablando de drogas. Empezaba a sentir el mono otra vez.

Miré a Yasmin bailar en el escenario mientras Chiri me preparaba la bebida. Yasmin seguía siendo la más preciosa colección de cromosomas XY que he visto en mi vida. Como volvíamos a ser amigos, me había contado que se arrepentía de haberse cortado su largo pelo negro. Se lo dejaba crecer de nuevo. Mientras se movía sensualmente al ritmo de la música, dirigía la vista hacia mí. Cada vez que se encontraba con mi mirada me sonreía. Yo le devolvía la sonrisa.

—Aquí tienes, jefe —dijo Chiri, dejando la bebida en un posavasos delante de mí.

—Gracias —dije.

La cogí, eché una ojeada furtiva a Yasmin y volví a sentarme con Kmuzu.

—Oye, tienes una admiradora secreta, ¿lo sabes?

Kmuzu parecía perplejo.

—¿Qué quieres decir, yaa Sidil Le sonreí.

—Creo que a Chiriga le gustaría elevar tu ritmo cardíaco.

—Eso no es posible —dijo.

Parecía muy alterado.

—¿No te gusta? Es una persona formidable. No te asustes de su aspecto de cortadora de cabezas.

—No es eso, yaa Sidi. No pienso casarme hasta que deje de ser un esclavo.

Me eché a reír.

—Eso se adapta a los planes de Chiri. Tampoco creo que ella piense en casarse.

—Lo primero que te dije cuando nos conocimos es que soy cristiano.

Chiri se acercó a la mesa y se unió a nosotros antes de que pudiera decir nada más.

—¿Qué tal te va, Kmuzu? —dijo ella.

—Bien, señorita Chiriga —dijo, en un tono casi glacial.

—Bueno. Me preguntaba si alguna vez lo has hecho con alguien que llevara el último de Dulce Pilar. Arde despacio. De todos los suyos es mi preferido. Me deja tan agotada que apenas puedo levantarme de la cama.

—Señorita Chiriga…

—Puedes llamarme Chiri, cielo.

—… me gustaría que dejara de hacerme proposiciones sexuales.

Chiri me miró y enarcó las cejas.

—¿Estoy haciendo proposiciones sexuales? Te preguntaba si alguna vez lo habías hecho…

—He oído que Dulce Pilar se vuelve a divorciar —dijo Rani, uno de los travestís del turno de noche, que merodeaba en torno a nuestra mesa.

Era evidente que ninguno de los clientes daba propina ni compraba cócteles a nadie. Supe que era una noche lenta cuando Kmuzu y yo éramos lo más interesante que ocurría en ese club.

Chiri parecía irritada.

—¡Que alguien suba al maldito escenario y baile! —gritó.

Luego se levantó y fue detrás de la barra. Lily, la preciosa belga, se quitó la blusa y empezó a bailar su música.

—Creo que ya tengo bastante de tanta marcha —dije bostezando—. Anda, Kmuzu, vámonos a casa.

Yasmin se levantó y me puso la mano en el brazo.

—¿Vendrás mañana? —preguntó—. Necesito decirte algo personal.

—¿Quieres que hablemos ahora?

Desvió la vista, azorada.

—No —dijo—. En otra ocasión. Pero quiero darte esto. —Sacó de su bolsillo la calculadora del I Ching. Yasmin juraba por el I Ching y aún creía que predijo con precisión los terribles acontecimientos de hacía varios meses—. Quizá lo necesites otra vez.

—No lo creo. ¿Por qué no lo guardas tú?

Me lo puso en la mano y cerró sus dedos sobre ella. Luego me besó. Fue un tierno beso sin prisas en los labios. Me sorprendió que me dejara temblando.

Di las buenas noches a Chiri, a los travestis y a los transexuales. Kmuzu me siguió hacia la cálida y áspera noche de la Calle. Caminamos hacia la puerta y llegamos al coche. Durante todo el camino a casa Kmuzu me explicó que encontraba a Chiri demasiado impúdica y desvergonzada.

—Pero ¿te parece excitante? —le pregunté.

—Eso está fuera de toda duda, yaa Sidi —dijo, y a partir de entonces se concentró en la conducción.

Al llegar a casa de Friedlander Bey, fui a mi habitación e intenté relajarme. Cogí una libreta y la extendí sobre mi cama, intentando poner en orden mis ideas. Miré el / Ching electrónico de Yasmin y sonreí con benevolencia. Sin ningún motivo particular apreté la tecla blanca señalada con una H. El minúsculo aparato hizo sonar su metálica canción y un sintetizador de voz humana dijo:

—Hexagrama seis. Sung. El Conflicto. Cambios en la primera, segunda y sexta líneas.

Escuché el juicio y el comentario y luego apreté la L de líneas. Me advertía que me encontraba en un período difícil y que si intentaba acelerar el camino hacia mi meta, encontraría muchos problemas. No hacía falta que ninguna computadora de bolsillo me dijera eso.

La imagen era «Cielo sobre las aguas» y me advertía que me quedase cerca de casa. El problema estaba en que ya era un poco tarde para ello.

—Si estás resuelto a enfrentarte con las dificultades —advertía la mujer mecánica— harás progresos menores que pronto serán revocados y te dejarán en peor situación que antes. Evita este problema cuidando tu jardín y eludiendo a tus poderosos adversarios.

Bueno, demonios. Me habría encantado limitarme a hacer eso. Podía olvidarme de Abu Adil y de Jawarski, dar por perdido a Shaknahyi como si se tratase de una dolorosa tragedia y dejar que Papa se las arreglara con Umm Saad ordenando a las Rocas Parlantes que le retorcieran su pérfida cabeza. Podía soltar a mi madre un grueso fajo de billetes, despedirme del club de Chiriga y coger el siguiente autobús que saliera de la ciudad.

Por desgracia, nada de eso era posible. Contemplé el juguete del I Ching, con abatimiento, entonces recordé que las líneas mutantes me daban un segundo hexagrama que indicaba adonde conducirían los acontecimientos. Apreté M.

—Hexagrama diecisiete. Sui. El Seguimiento. Arriba el lago. Abajo el trueno.

Significara lo que significase, me dijo que me aproximaba a circunstancias muy positivas. Todo lo que tenía que hacer era actuar en armonía con las personalidades de la gente con la que debía tratar. Debía adaptar mis propios deseos a las necesidades de los tiempos.

—Muy bien —dije—, eso haré. Sólo necesito que alguien me diga cuáles son las necesidades de los tiempos.

—Ese texto oracular es blasfemo —dijo Kmuzu—. Todas las religiones ortodoxas del mundo lo prohíben.

No le había oído entrar en la habitación.

—La idea del sincronismo tiene una lógica irrefutable —respondí.

En realidad, sentía casi lo mismo que él hacia el / Ching, pero también sabía que era mi trabajo lo que le atormentaba. Quizá hubiera algo que lo relajase un poco.

—Te enfrentas con personas muy peligrosas, yaa Sidi. La razón debe gobernar tus actos, y no un juego de niños.

Le lancé el artilugio de Yasmin.

—Tienes razón, Kmuzu. Una cosa así podría ser peligrosa en manos de un tonto crédulo.

—Mañana se lo devolveré a la señorita Yasmin.

—Perfecto.

—¿Necesitas algo más esta noche?

—No, Kmuzu. Voy a escribir algunas notas y luego me acostaré.

—Entonces, buenas noches, yaa Sidi.

Buenas noches, Kmuzu.

Al salir cerró la puerta de mi habitación.

Me levanté y me desnudé, abrí la cama y me volví a tumbar en ella. Empecé por hacer una lista de nombres en mi libreta: Friedlander Bey, Reda Abu Adil y Umar Abdul-Qawy, Paul Jawarski, Umm Saad y el teniente Hajjar. Los malos. Luego hice una lista de los buenos: yo.

Recordé un proverbio que había oído de niño en Argel. «Es mejor huir cuando no es necesario que cuando sí lo es». Un viaje sorpresa a Shanghai o a Venecia parecía la única respuesta razonable a esta situación.

Supongo que me dormí pensando en preparar una maleta llena de ropa y dinero y escapar en la noche perfumada de madreselva. Tuve un curioso sueño sobre Chiriga. El teniente Hajjar parecía dirigir el local y yo buscaba a alguien que hubiera visto a Yasmin o a Fayza, uno de mis amores adolescentes. Discutía con mi madre sobre si yo debía llevar o no una caja de sorbete embotellado y luego estaba en la escuela sin ropa alguna y no había estudiado para un examen importante.

Alguien me sacudía y me gritaba.

—¡Despiértate, yaa Sidil —¿Qué sucede, Kmuzu? —dije soñoliento—. ¿Cuál es el problema?

—¡La casa está ardiendo! —dijo, tirándome del brazo hasta que me levanté.

—No veo ningún incendio.

Pero podía oler el humo.

—Toda esta planta está ardiendo. No tenemos mucho tiempo. Debemos salir de aquí.

Ya estaba completamente despierto. Podía ver una gruesa capa de humo flotar a la luz de la luna que se filtraba por las celosías de las ventanas.

—Estoy bien, Kmuzu. Despertaré a Friedlander Bey. ¿Crees que toda la casa está en llamas o sólo esta ala?

—No estoy seguro, yaa Sidi.

Entonces corre hacia el ala este y despierta a mi madre. Asegúrate de que sale de aquí sana y salva.

—Y también a Umm Saad.

—Sí, tienes razón.

Salió corriendo de mi habitación. Antes de llegar a la sala, me detuve para buscar el teléfono en mi despacho. Pulsé el número de emergencias de la ciudad, pero la línea estaba ocupada. Seguí llamando durante lo que me parecieron horas antes de que me respondiera la voz de una mujer.

—Fuego —grité. En aquel momento ya estaba frenético—. La casa de Friedlander Bey, cerca del barrio cristiano.

—Gracias, señor —dijo la mujer—. Los bomberos están en camino.

El aire se había enrarecido, el humo acre me quemaba la nariz y la garganta mientras me agachaba intentando respirar. Me detuve en la entrada de la habitación y luego me apresuré a buscar mis téjanos. Se supone que debes salir de un edificio ardiendo todo lo rápido que puedas, pero aún no había visto las llamas reales y no me parecía que hubiera peligro inmediato. Resultó que estaba equivocado. Mientras me detuve a ponerme mis téjanos las calientes cenizas del aire empezaron a quemarme. No las noté en seguida, pero salí con quemaduras de segundo grado en la cabeza, cuello y hombros, que llevaba desnudos. Se me chamuscó el pelo, pero la barba me protegía el rostro. Desde entonces me prometí que nunca más volvería a afeitarme.

Por primera vez vi llamas en el pasillo. El calor era intenso. Corrí con las manos en la cabeza, intentando protegerme la cara y los ojos. Las plantas de mis pies estaban totalmente abrasadas de los diez pasos que había recorrido desde mis dependencias. Golpeé la puerta de Papa, convencido de que iba a morir allí mismo, intentando valiente pero estúpidamente salvar a un viejo que acaso ya estaría casi muerto. Por azar una idea cruzó por mi mente, el recuerdo de Friedlander Bey preguntándome si tenía coraje para llenarme los pulmones de fuego otra vez.

No hubo respuesta. Llamé más fuerte. El fuego me levantaba ampollas en la piel de la espalda y los brazos, y empezaba a asfixiarme. Retrocedí un paso, levanté la pierna derecha y di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. No ocurrió nada. Estaba atrancada, seguramente la cerradura se había expandido con el calor. Volví a patearla y esta vez se rompió el marco de madera alrededor de la cerradura. Una patada más y la puerta cedería, derrumbándose contra la pared del salón de Papa.

—¡Oh caíd! —grité.

El humo era ahora mucho más denso. En el aire fluía un penetrante olor a plástico quemado y supe que tenía que sacar rápido a Papa de allí, antes de que el humo nos envenenase a los dos. Eso me dio menos esperanzas de encontrar a Friedlander Bey con vida. Su dormitorio estaba al fondo a la derecha y la puerta también estaba cerrada con llave. Le di una patada sin reparar en el agudo dolor de mis tobillos y mi espinilla. Ya tendría tiempo de sanar mis heridas más tarde, si salía con vida.

Papa estaba despierto, tumbado en la cama, con las manos crispadas en la sábana que le cubría. Corrí hacia él y sus ojos seguían todos mis movimientos. Abrió la boca para hablar, pero no emitió ningún sonido. Levantó débilmente una mano. No tenía tiempo para escuchar lo que intentaba decirme. Lo destapé y lo cogí en brazos como si fuera un niño. No era un hombre alto, pero había engordado un poco desde los días de su plenitud atlética. No me importó. Lo saqué del dormitorio con una fuerza demente que sabía que no duraría mucho.

—¡Fuego! —grité mientras volvía a cruzar el salón—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Las Rocas Parlantes tenían sus habitaciones junto a las de Papa. No me atreví a dejarlo en el suelo para despertar a las Rocas. Tenía que seguir abriéndome paso a través de las llamas, hasta llegar a lugar seguro.

Al final de pasillo, dos hombres enormes vinieron hacia mí, sin decir palabra. Estaban tan desnudos como el día en que nacieron, pero eso no parecía importarles. Uno de ellos cogió a Friedlander Bey. El otro me cogió a mí y me llevó el resto del camino, bajando la escalera hasta el aire limpio y fresco.

La Roca debió de percatarse de lo malherido y lo cerca del colapso que estaba. Me sentía terriblemente agradecido, pero no tenía fuerzas para decírselo. Me prometí a mí mismo que haría algo por las Rocas en cuanto pudiera, quizás les comprase unos cuantos infieles para torturarlos. Pues ¿qué vas a regalarles a unos Gog y Magog que lo tienen todo?

Los bomberos ya habían preparado su equipo cuando Kmuzu vino a ver cómo me encontraba.

—Tu madre está a salvo. El ala este no se incendió.

—Gracias, Kmuzu —dije.

El interior de mi nariz estaba irritado y me dolía.

—Toma —dijo ofreciéndome un vaso de agua—. Eso hará que tu boca y tu garganta se sientan mejor. Vas a ir al hospital.

—¿Por qué? —le pregunté.

No me había dado cuenta de la gravedad de mis quemaduras.

—Yo iré contigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—¿Papa?

—Él también necesita atención médica inmediata.

—Entonces iremos juntos.

Los bomberos me llevaron hasta la ambulancia. A Friedlander Bey ya lo habían colocado en una camilla y metido dentro. Kmuzu me ayudó a subir al vehículo. Se acercó y yo me incliné hacia él.

—Mientras te recuperas en el hospital —dijo en voz baja—, veré si puedo averiguar quién provocó este incendio.

Le miré un momento, intentando ordenar mis pensamientos. Parpadeé y me di cuenta de que se me habían quemado los párpados.

—¿Crees que ha sido provocado?

El conductor de la ambulancia cerró una de las puertas traseras.

—Tengo pruebas —dijo Kmuzu.

Entonces el conductor cerró la segunda puerta. Al cabo de un instante Papa y yo volábamos por las angostas calles, con la sirena rugiendo. Papa no se movía en su camilla. Parecía penosamente frágil. Yo tampoco me encontraba demasiado bien. Supongo que fue mi castigo por reírme del sexto hexagrama.

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