Una multitud se agolpaba al otro lado de la verja baja que delimitaba el patio del Café de la Fée Blanche. Un viejo, sentado a una de las mesas de hierro pintadas de blanco, bebía algo de un vaso de plástico. Parecía ajeno a lo que ocurría dentro del bar.
—Échalo de aquí —me gruñó Shaknahyi—. Echa también a toda esa gente. No sé lo que sucede, pero vamos a tratar a ese tipo como si tuviera una bomba de verdad. Y cuando hayas apartado a todos, ve a sentarte al coche.
—Pero…
—No quiero tener que preocuparme por ti.
Rodeó la esquina del café por el norte, dirigiéndose a la entrada trasera.
Dudé. Sabía que las unidades de refuerzo llegarían pronto y decidí dejar que ellos controlasen a la muchedumbre. En ese momento había cosas más importantes que hacer. Tenía el Guardián Completo. Abrí el precinto con los dientes y me lo conecté.
Audran estaba sentado ante una mesa del tenuemente iluminado salón San Saberlo de Florencia, escuchando a un grupo de músicos interpretar un tímido cuarteto de Schubert. Frente a él se sentaba una hermosa mujer rubia llamada Costanzia. Ella se llevó una taza a los labios y sus ojos azules le miraron por encima del borde. Su sutil y fascinante fragancia le hizo pensar a Audran en atardeceres románticos y promesas pronunciadas a media voz.
—Debe de ser el mejor café de la Toscana —murmuró.
Su voz era dulce y agradable. Le brindó una amable sonrisa.
—No hemos venido aquí para beber café, querida. Hemos venido a ver los nuevos modelos de la temporada.
Ella gesticuló con la mano.
—Ya tengo bastante. Ahora relajémonos.
Audran le sonrió con ternura y levantó su delicada taza. El café tenía el exquisito color de la caoba pulida y los haces de vapor que emanaba destilaban un aroma celestial, fascinante. El primer sorbo le pareció suculento. Mientras el café, caliente y extraordinariamente delicioso, bajaba por su garganta, se percató de que Costanzia tenía toda la razón. Nunca antes le había satisfecho tanto una taza de café.
—Siempre recordaré este café —dijo Audran.
—Volvamos el año que viene, querido —dijo Costanzia.
Audran sonrió con indulgencia.
—¿Por la nueva moda de San Saberlo?
Costanzia alzó la taza y sonrió.
—Por el café.
Después del anuncio se produjo un apagón durante el que Audran no pudo ver nada. Se preguntó quién era Costanzia, pero la desterró de su mente. Mientras empezaba a atenazarle el pánico, la visión se aclaró. Sintió un ligero mareo y entonces fue como si despertase de un sueño. Era frío y calculador, y tenía un trabajo que hacer. Se había convertido en el Guardián Completo.
No podía ver ni oír lo que estaba ocurriendo dentro. Supuso que Shaknahyi entraba con sigilo por la trastienda del café. Audran planeaba dar a su compañero todo el apoyo que le fuera posible. Saltó la verja de hierro.
El viejo de la mesa le miró.
—No dudo de que estás ansioso por leer mis manuscritos —dijo.
Audran reconoció a Ernst Weinraub, un expatriado de algún país centroeuropeo. Weinraub se creía un escritor, pero Audran nunca le había visto terminar otra cosa que no fueran cantidades industriales de anisette o bourbon.
—Señor —le dijo—, aquí corre peligro. Le ruego que salga a la calle. Por su propia seguridad, haga el favor de salir del café.
—Aún no es medianoche —se quejó Weinraub—. Déjeme al menos acabar mi bebida.
Audran no tenía tiempo para bromear con el viejo borracho. Cruzó el patio con decisión, hacia el interior del bar.
La escena del interior no parecía muy temible. Monsieur Gargotier estaba de pie tras la barra, ante el inmenso y agrietado espejo. Su hija Maddie estaba sentada a una mesa cerca de la pared trasera. Un joven se sentaba a una mesa junto a la pared oeste, bajo la colección de Gargotier de descoloridas fotos de la colonia de Marte. Las manos del joven descansaban sobre una cajita. Su cabeza se movió para mirar a Audran.
—¡Lárgate de aquí o todo este lugar explotará! —gritó.
—Estoy seguro de que hará lo que dice, Monsieur —dijo Gargotier, que parecía aterrorizado.
—¡Apuéstate el culo a que lo haré! —dijo el joven.
Ser un oficial de policía significaba enfrentarse a situaciones peligrosas y ser capaz de tomar decisiones rápidas y seguras. El Guardián Completo sugirió que, para tratar con un individuo mentalmente perturbado, Audran debía intentar descubrir qué le preocupaba e intentar calmarlo. El Guardián Completo recomendaba que Audran no se burlase del individuo, ni mostrase hostilidad, ni le desafiase a cumplir su amenaza. Audran levantó la mano y le habló con serenidad.
—No voy a amenazarte —dijo Audran.
El individuo se echó a reír. Llevaba el pelo largo y sucio, una barba de varios días, y vestía unos téjanos desgastados y una camisa de algodón a cuadros arremangada. Se parecía un poco a Audran antes de que Friedlander Bey elevara su nivel de vida.
—¿Te importa si me siento y charlamos? —preguntó Audran.
—Puedo acabar con esto cuando se me antoje —dijo el joven—. Siéntate, si tienes cojones. Pero extiende las manos sobre la mesa.
—Seguro.
Audran apartó una silla y se sentó. Daba la espalda al encargado, pero por el rabillo del ojo podía ver a Maddie Gargotier llorar en silencio.
—No vas a convencerme para que lo deje —dijo el joven.
Audran se encogió de hombros.
—Sólo quiero saber de qué va todo esto. ¿Cómo te llamas?
—¿Y eso qué cono importa?
—Yo me llamo Marîd. Nací en Mauritania.
—Me puedes llamar Al-Muntaqim.
El muchacho de la bomba se había apropiado de uno de los noventa y nueve hermosos nombres de Dios. Significaba «el vengador».
—¿Siempre has vivido en la ciudad? —le preguntó Audran.
—Claro que no. Misr.
—Ése es el nombre común de El Cairo, ¿no? —preguntó Audran.
Al-Muntaqim se irguió furioso. Apuntó con un dedo a Gargotier detrás de la barra y sollozó:
—¿Lo ves? ¿Ves lo que quiero decir? ¡Eso es precisamente de lo que estaba hablando! Bueno, ¡voy a acabar con esto de una vez por todas! Agarró la caja y la destapó.
Audran sintió un terrible dolor por todo el cuerpo. Era como si le estiraran y retorcieron todas las junturas hasta separarle los huesos. Cada músculo de su cuerpo parecía retorcido y la superficie de la piel le dolía como si se la hubieran lijado. La agonía duró escasos segundos y Audran perdió la consciencia.
—¿Estás bien?
No, no me encontraba bien. Por fuera me sentía ardiendo e incandescente como si hubiera estado atado bajo el sol del desierto un par de días. Por dentro mis músculos trepidaban. Pequeños espasmos incontrolados me recorrían los brazos, las piernas, el tronco y el rostro. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un horrible gusto amargo en la boca. Me costaba mucho enfocar la vista, como si alguien hubiera extendido un velo ante mis ojos.
Me esforzaba por descubrir quién me hablaba. Apenas podía distinguir la voz porque me retumbaban los oídos. Debía de ser Shaknahyi y eso me indicaba que aún estaba vivo. Durante un terrible minuto, pensé que podía estar en la habitación verde de Alá o en algún otro sitio. No es que estar vivo fuese algo excitante en aquel preciso momento.
—Qué… —dije con voz ronca.
Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
—Toma.
Shaknahyi me acercó un vaso de agua fría. Me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo y Shaknahyi y Monsieur Gargotier se encontraban de pie a mi lado, cariacontecidos, meneando la cabeza.
Bebí el agua, agradecido. Cuando la terminé, intenté hablar otra vez.
—¿Qué ha ocurrido?
—Levántate —respondió Shaknahyi.
—Está bien.
Una fina sonrisa arrugó el rostro de Shaknahyi. Se agachó y me ofreció una mano.
—Levántate del suelo.
Me puse en pie, tambaleante, y me senté en la silla más cercana.
—Ginebra y bingara —dije a Gargotier—. Póngale una pizca de bingara.
El camarero hizo una mueca, pero se dispuso a prepararme la bebida. Saqué mi caja de píldoras y cogí ocho o nueve soneínas.
—Ya había oído hablar de ti y de tus drogas —dijo Shaknahyi.
—Todo es cierto —dije.
Cuando Gargotier me trajo mi bebida, tragué los opiáceos. No podía esperar a que me curasen. Todo estaría bien en un par de minutos.
—Casi consigues que muramos todos, intentando hablar con ese tipo —dijo Shaknahyi. Ya me sentía bastante mal para entonces, no deseaba oír su sermoncito. De cualquier modo, prosiguió—: ¿Qué demonios intentabas hacer? ¿Hacer amistades? No trabajamos así cuando hay vidas en peligro.
—¿Sí? —dije—. ¿Cómo lo hacéis?
Separó las manos como si la respuesta fuera perfectamente evidente.
—Te sitúas donde no pueda verte y fríes a ese cabrón.
—¿Me freíste antes o después de freír a Al-Muntaqim?
—¿Así era como se denominaba a sí mismo? Demonios, Audran, hay un pequeño haz de difusión en estas pistolas estáticas. Lo siento, tuve que abatirte a ti también, pero no deja lesiones permanentes, inshallah. Se levantó con esa caja, y no podía esperar a que te quitaras de enmedio para disparar. No tuve más remedio.
—Está bien —dije—. ¿Dónde está el vengador ahora?
—Mientras dormías vino el camión de la carne. Se lo llevó a la sala de seguridad de un hospital.
Eso me molestó.
—Al artificiero loco lo llevan a una preciosa cama de hospital, pero yo debo yacer en el suelo asqueroso de este maldito salón.
Shaknahyi se encogió de hombros.
—Él está mucho peor que tú. A ti sólo te alcanzó el rebote de la carga. A él le dio de lleno.
Al-Muntaqim iba a sentirse un poco decaído durante un tiempo. No me preocupaba en absoluto.
—No hay necesidad de discutir sobre moralidad con un imbécil —dijo Shaknahyi—. Debes aprovechar la primera oportunidad para neutralizar al mamón.
Hizo el ademán de disparar con su dedo índice.
—Eso no era lo que el Guardián Completo me decía. Por cierto, ¿me desconectaste tú el moddy? ¿Qué has hecho con él?
—Aquí está.
Sacó el moddy del bolsillo de su camisa y lo arrojó al suelo a mi lado. Entonces levantó su pesada bota negra e hizo pedazos el módulo de plástico. Fragmentos de brillantes colores de la red del circuito se desparramaron por el suelo.
—Si te pones otro de éstos —añadió—, haré lo mismo con tu cara y luego chutaré los restos fuera de mi coche patrulla.
Demasiado para Marîd Audran, el agente ideal para hacer cumplir la ley.
Ya me encontraba mucho mejor, y seguí a Shaknahyi fuera del bar en penumbra. Monsieur Gargotier y su hija Maddie se acercaron. El encargado intentaba agradecérnoslo, pero Shaknahyi se limitó a levantar la mano en un modesto ademán.
—No es necesario que nos dé las gracias por cumplir con nuestro deber.
—Están invitados siempre que quieran —dijo Gargotier agradecido.
—Quizá lo hagamos. —Shaknahyi se dirigió a mí—. Vamos.
Salió por la puerta del patio. El viejo Weinraub estaba aún sentado bajo su sombrilla de Cinzano, en apariencia ajeno a todo lo ocurrido.
De regreso al coche dije:
—Me hace sentir un poco mejor ser bien recibido en alguna parte.
Shaknahyi me miró.
—Aceptar bebidas gratis es una infracción grave.
—No sabía que existieran infracciones en el Budayén —dije.
Shaknahyi sonrió. Parecía que las cosas se habían relajado un poco entre nosotros.
Antes de entrar en el coche, el muecín llamó a la oración de la tarde desde alguna mezquita de fuera del barrio. Observé como Shaknahyi se dirigía al asiento trasero del coche patrulla y sacaba una alfombra enrollada. Extendió la alfombra sobre la acera y rezó durante unos minutos. Por alguna razón me hizo sentir muy incómodo. Cuando terminó, enrolló la alfombra y la volvió a meter en el coche, dirigiéndome una mirada peculiar, una especie de reproche mudo. Ambos subimos al coche patrulla, pero durante un rato, ninguno dijo nada.
Shaknahyi condujo Calle abajo y salió del Budayén. Curiosamente, ya no me preocupaba que alguno de mis viejos amigos me viera en un coche de policía. En primer lugar, por el modo en que me trataban podían irse al infierno. En segundo lugar, ahora me sentía algo diferente, después de que me hubieran disparado en cumplimiento del deber. La experiencia en la Fée Blanche cambió mi modo de pensar. Ahora valoraba el riesgo que corría diariamente un policía.
Shaknahyi me sorprendió.
—¿Quieres que paremos en algún sitio a comer? —me preguntó.
—Buena idea.
Aún estaba algo débil y los sunnies me habían producido un ligero mareo, así que asentí.
—Hay un lugar cerca de la comisaría donde solemos ir.
Sacó la sirena y se abrió paso rápidamente entre el tráfico. A una manzana del restaurante escondió la sirena y estacionó en un aparcamiento prohibido.
—Ventajas de ser policía —me dijo, sonriendo—. No tenemos muchas más.
Al entrar, me llevé una agradable sorpresa. El dueño del restaurante era un joven mauritano llamado Meloul y la comida era genuinamente magrebí. Al llevarme allí, Shaknahyi enmendaba el daño que me había producido antes. Le miré y de repente no me pareció mal tipo.
—Sentémonos aquí —dijo, eligiendo una mesa lejos de la puerta y contra la pared, desde donde podía vigilar a los demás clientes y echar una ojeada a lo que sucedía fuera.
—Gracias —le dije—. Hace mucho que no pruebo la comida de casa.
—Meloul —llamó—. He venido con uno de tus primos.
El propietario se acercó, con una bandeja de acero inoxidable y una almofía. Shaknahyi se lavó las manos con esmero y se las secó con una limpia toalla blanca. Luego me las lavé yo y me las sequé con una segunda toalla. Meloul me miró y me sonrió. Tenía más o menos mi edad, pero era más alto y de tez más oscura.
—Soy beréber —dijo—. ¿Tú también eres beréber? ¿Eres de Oran?
—Tengo un poco de sangre beréber —le respondí—. Nací en Sidi-bel-Abbés, pero crecí en Argel.
Se acercó y yo me levanté. Intercambiamos besos en la mejilla.
—He vivido toda mi vida en Oran. Ahora vivo en esta preciosa ciudad. Siéntate, ponte cómodo, traeré comida para ti y para Jirji.
—Los dos tenéis mucho en común —dijo Shaknahyi.
Asentí.
—Escucha, agente Shaknahyi. Quiero que…
—Llámame Jirji. Te pusiste ese maldito moddy y me seguiste al interior del local de Gargotier. Fue estúpido, pero tienes redaños. Te has estrenado, especie de…
Eso me hizo sentir mejor.
—Sí, bien, Jirji. Quiero preguntarte algo. ¿Te consideras muy religioso?
Frunció el ceño.
—Cumplo las obligaciones, pero no salgo a la calle y mato a los turistas infieles si no se convierten al Islam.
—Okay, entonces quizás puedas explicarme el significado de mi sueño.
Se echó a reír.
—¿Qué tipo de sueño? ¿Tú y Brigitte Stahlhelm en el túnel del amor?
Sacudí la cabeza.
—No, nada de eso. Soñé que conocía al Santo Profeta. Tenía algo que decirme, pero no lo entendí.
Le relaté el resto de la visión que el Sabio Consejero creó para mí.
Shaknahyi alzó las cejas y no dijo nada durante unos segundos. Jugueteó con los extremos de su bigote mientras meditaba.
—Me parece —dijo por fin— que trata sobre las virtudes sencillas. Se supone que debes recordar la humildad, como la recordó el profeta Mahoma, que la gracia y la paz sean con él. Ahora no es el momento de hacer grandes planes. Más tarde quizás, si Alá quiere. ¿Significa eso algo para ti?
Una especie de estremecimiento, porque en cuanto lo dijo, supe que estaba en lo cierto. Mi cerebro me insinuaba que no debía preocuparme por tener que vérmelas con mi madre, Umm Saad y Abu Adil solo. Debía tomar las cosas con calma, de una en una. Ya se juntarían ellas.
—Gracias, Jirji.
—No se merecen.
—Os traigo buena comida —dijo Meloul amistosamente, depositando una bandeja ante nosotros.
El cuscús estaba aderezado con canela y azafrán y me hizo caer en la cuenta de lo hambriento que estaba. En medio del anillo de cuscús, Meloul había apilado bocados de pollo y cebollas cocinadas con mantequilla y sazonadas con miel. También trajo pan y tazas de café negro y cargado. Apenas pude evitar abalanzarme sobre la comida.
—Tiene un aspecto buenísimo, Meloul —dijo Shaknahyi.
—Espero que sea de vuestro agrado.
Meloul se secó las manos en una servilleta limpia, se inclinó ante nosotros y nos dejó comer.
—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuró Shaknahyi.
Ofrecí la misma breve bendición y me serví un pedazo de pollo y un poco de cuscús con una cuchara. Sabía aún mejor que lo que prometía su olor.
Cuando terminamos, Shaknahyi pidió la cuenta. Meloul se acercó a la mesa con una sonrisa.
—No me debéis nada. Mis paisanos comen gratis. Los policías comen gratis.
—Muy amable por tu parte, Meloul —dije—, pero no podemos aceptar…
Shaknahyi apuró el café y dejó la taza.
—Está bien, Marîd, esto es distinto. Meloul, que tu mesa sea eterna.
Meloul puso la mano en el hombro de Shaknahyi.
—Que Dios te conceda una larga vida —dijo.
No había ganado ni un fíq de cobre con nuestra visita, pero parecía complacido.
Salimos del restaurante, saciados y satisfechos. Era una vergüenza tener que pasar el resto de la tarde haciendo de policía.
Una anciana mendigaba sentada en la acera a pocos metros del restaurante de Meloul. Vestía un largo abrigo negro y un pañuelo del mismo color. Su rostro oscurecido por el sol estaba surcado de arrugas y uno de sus ojos hundidos era del color de la leche. Tenía un gran tumor negro justo delante de la oreja derecha. Fui hacia ella.
—La paz sea contigo, señora —le dije.
—Y contigo, oh caíd —respondió ella.
Su voz era un decidido susurro.
Recordé que aún tenía el sobre con dinero en el bolsillo. Lo cogí y lo abrí, conté cien kiams. Apenas había hincado el diente a mi nómina.
—Oh, señora, acepta este regalo con todos mis respetos.
Cogió el dinero, sorprendida por el número de billetes. Abrió la boca y luego la cerró. Por fin dijo:
—¡Por la vida de mis hijos, eres más generoso que Haatim, oh caíd! Que Alá te muestre sus caminos.
Haatim es la personificación de la hospitalidad entre los nómadas tribales.
Me hizo sentirme algo cohibido.
—Damos gracias a Dios cada hora —dije con serenidad, y me fui.
Shaknahyi no me dijo nada hasta que volvimos a estar sentados en el coche patrulla.
—¿Lo haces a menudo?
—¿Qué?
—Soltarle cien kiams a una extraña.
Me encogí de hombros.
—¿Acaso no es la caridad uno de los cinco pilares?
—Sí, pero no prestas demasiada atención a los otros cuatro. Es extraño, porque para la mayoría de la gente, separarse de su dinero es la obligación más severa.
En realidad, me preguntaba a mí mismo por qué lo había hecho.
Quizás porque me sentía intranquilo por la manera en que trataba a mi madre.
—Me dio lástima esa vieja.
—En esta parte de la ciudad todos sienten lástima y se ocupan de ella. Era Safiyya, la dama del cordero. Es una vieja loca. Nunca la verás sin un corderito. Lo lleva a todas partes. Le deja beber de la fuente de la mezquita Shimaal.
—No he visto ningún cordero.
Se echó a reír.
—No, a su último cordero lo atropello una carreta de shish kebab hace un par de semanas. Ahora tiene un cordero imaginario. Estaba a su lado, pero sólo Saffiya puede verlo.
—Ah, sí —dije.
Le había dado bastante como para comprarse un par de corderos nuevos. Mi pequeña contribución para aliviar el sufrimiento en el mundo.
Teníamos que rodear el Budayén. Aunque la Calle va en la dirección adecuada, se convierte en un callejón sin salida a la entrada del cementerio. Conozco a un montón de gente allí, amigos y conocidos que murieron y han ido a parar al cementerio y a otros que aún respiran, pero son tan pobres que residen en las tumbas.
Shaknahyi avanzó hacia el sur del barrio y circulamos por un vecindario totalmente desconocido para mí. Al principio las casas eran de un tamaño modesto y no demasiado ruinosas, pero tras un par de kilómetros todo a mi alrededor se volvía cada vez más desolador. Las casas de tejado plano estucadas de blanco daban paso a manzanas de horribles casas vecinales y después a lóbregos solares consumidos por las llamas en los que se levantaban barracuchas espantosas hechas de desechos de madera contrachapada y láminas de hierro ondulado.
Avanzamos y vi grupos de hombres ociosos apoyados contra la pared o en cuclillas sobre la tierra desnuda compartiendo tazones de licor, lo más probable laqbi, un vino hecho de dátiles. Las mujeres se hablaban a gritos desde una ventana a otra. El aire apestaba a humo de madera quemada y excrementos humanos. Los niños vestidos con harapientos calzones largos jugaban sobre la basura esparcida en las zanjas. Hace años, en Argel, yo era como esos chiquillos hambrientos, quizá por eso la visión me afectó tanto.
Shaknahyi debió de notar la expresión de mi rostro.
—En la ciudad hay zonas peores que Hámidiyya —dijo—. Y un policía debe estar preparado para entrar en cualquier lugar y tratar con cualquier persona.
—Sólo estaba pensando —dije despacio—. Éste es el territorio de Abu Adil. No parece que haga demasiado por esta gente, entonces, ¿por qué le son fieles?
Shaknahyi me respondió con otra pregunta.
—¿Por qué le eres tú fiel a Friedlander Bey?
Una buena razón era que Papa aprovechó la circunstancia de mi operación para obtener el control del centro de castigo de mi cerebro y lo podía estimular cuando le viniera en gana. Pero respondí:
—No es una vida mala. Y supongo que le tengo miedo.
—Lo mismo les ocurre a estos pobres fellahínes. Viven bajo el terror de Abu Adil y éste les permite que no se mueran de hambre. Me pregunto cómo consiguieron ese poder personas como Friedlander Bey y Abu Adil.
Vi pasar los suburbios a través del parabrisas.
—¿Cómo crees que Papa hizo dinero? —le pregunté.
Shaknahyi se encogió de hombros.
—Tiene cien macarras baratos, que le ofrecen suculentas porciones de sus negocios sólo por el derecho a vivir en paz.
Sacudí la cabeza.
—Eso es sólo lo que has visto en el Budayén. Da la impresión de que el vicio y la corrupción son los principales negocios de Friedlander Bey. Llevo meses viviendo en su casa y ahora lo conozco mejor. El dinero procedente del vicio es sólo calderilla para Papa. Debe de suponer un cinco por ciento de su renta anual. Tiene intereses mucho más importantes y Reda Abu Adil está en el mismo negocio. Venden orden.
—¿Que venden qué?
—Orden. Continuidad. Gobierno.
—¿Cómo?
—Mira, la mitad de los países del mundo se han dividido y recombinado hasta que resulta casi imposible saber a quién pertenece uno y quién vive en otro y quién paga impuestos a quién.
—Como lo que sucede ahora mismo en Anatolia —dijo Shaknahyi.
—Exacto. En vida de sus antepasados, el pueblo de Anatolia se llamaba Turquía. Antes había sido el imperio otomano y antes Anatolia otra vez. Precisamente ahora parece que Anatolia se está disgregando en Galacia, Lidia, Capadocia, Nicea y el Bizancio asiático. Una democracia, un emirato, una república popular, una dictadura fascista y una monarquía constitucional. Alguien debe estar encima de todo eso, controlando la situación.
—Tal vez, aunque parece un trabajo arduo.
—Sí, pero quien lo consigue se convierte en el verdadero gobernador del lugar. Ostenta el poder real, porque todos los pequeños estados necesitarán su ayuda para evitar el desmoronamiento.
—Eso es asombroso. ¿Insinúas que ése es el juego de Friedlander Bey?
—Se trata de un servicio. Un importante servicio. Y existen múltiples modos de beneficiarse de la situación.
—Si, tienes razón —dijo admirado.
Al doblar una esquina se alzó ante nosotros una gruesa y alta muralla hecha de ladrillos marrones. Era la mansión de Reda Abu Adil. Parecía tan grande como la de Papa. Cuando nos detuvimos en la puerta custodiada, el lujo de la casa principal parecía aún mayor en contraste con la desolación del vecindario que la rodeaba.
Shaknahyi presentó sus credenciales al guarda.
—Venimos a ver al caíd Reda.
El guarda cogió un teléfono y se comunicó con alguien. Después de un momento nos permitió continuar.
—Hace un siglo o más —dijo Shaknahyi pensativo—, los jefes del crimen utilizaban procedimientos ilícitos para hacer dinero. A veces también se dedicaban a pequeños negocios legales por razones prácticas, para blanquear su dinero.
—¿Sí? ¿Y qué?
—Mira, dices que Reda Abu Adil y Friedlander Bey son dos de los hombres más poderosos del mundo, como «asesores» de estados extranjeros. Eso es perfectamente legal. Sus contactos criminales son mucho menos importantes. Proporcionan el medio de mantener a los asalariados y asociados de los viejos. El mundo al revés.
—Eso es el progreso —dije.
Shaknahyi se limitó a mover la cabeza.
Bajamos del coche patrulla al cálido sol del atardecer. Las tierras frente a la casa de Abu Adil habían sido esmeradamente ajardinadas. En el aire flotaba una fragancia de rosas y el fuerte y agradable perfume de los limoneros. A cada lado de una antigua fuente se encontraban jaulas de pájaros cantores y la música de sus trinos colmaba el aire de letárgica paz. Subimos por el camino de cerámica hacia la puerta, geométricamente tallada, de la mansión. Ya la había abierto un criado y esperaba a que le explicáramos qué se nos ofrecía.
—Soy el agente Shaknahyi y éste es Marîd Audran. Queremos ver al caíd Reda.
El criado asintió pero no dijo nada. Le seguimos dentro de la casa y cerró la pesada puerta de madera detrás de nosotros. Los rayos de sol se filtraban a través de las celosías por encima de nuestras cabezas. Oí a alguien tocando el piano en la lejanía. Distinguí el olor del cordero asado y de la mezcla del café. La miseria, sólo a un tiro de piedra, había sido definitivamente erradicada. La casa era un pequeño mundo autosuficiente, estoy seguro de que eso era lo que pretendía Abu Adil.
Nos condujeron directamente ante la presencia de Abu Adil. Ni siquiera yo podía ver a Friedlander Bey con tanta rapidez.
Reda Abu Adil era un hombre alto y rechoncho. Al igual que Papa era imposible adivinar su edad. Sabía a ciencia cierta que era tan anciano como Friedlander Bey. Vestía una holgada túnica blanca y no portaba ninguna joya. Tenía la barba blanca y el bigote cuidadosamente recortados y un espeso cabello blanco, entre el que sobresalía un moddy de color gris pichón y dos daddies. Era lo bastante experto como para percatarme de que Abu Adil no tenía un enchufe, como el que yo llevaba, y su hardware se conectaba a una entrada corímbica.
Abu Adil se reclinaba sobre una cama de hospital, elevada para que pudiera vernos con comodidad mientras hablábamos. Se tapaba con una costosa manta bordada a mano, y sus nudosas manos descansaban por encima de la manta a cada lado de su cuerpo. Parecían pesarle los párpados, como si estuviera drogado o profundamente dormido. Gesticuló y gimió mientras estuvimos allí. Esperarnos a que dijese algo.
Pero no lo hizo. En cambio, un joven de pie ante el lecho de hospital se dirigió a nosotros.
—El caíd Reda os da la bienvenida a su hogar. Me llamo Umar Abdul-Qawy. Podéis hablar al caíd Reda a través de mí.
Este tal Umar tendría unos cincuenta años. Tenía ojos brillantes y desconfiados y una amarga expresión que parecía no alterarse jamás. También parecía bien alimentado, y vestía una impresionante túnica dorada y un caftán azul metálico. Llevaba la cabeza desnuda y, al igual que su amo, un moddy dividía su escaso pelo. Me desagradó desde el principio.
Era evidente que me encontraba ante mi homólogo. Umar Abdul-Qawy hacía por Abu Adil lo que yo por Friedlander Bey, aunque estoy seguro de que llevaban más tiempo juntos y estaba más familiarizado con el funcionamiento interno del imperio de su amo.
—Si no es un buen momento —dije—, regresaremos más tarde.
—Es un mal momento —dijo Umar—. El caíd Reda sufre los tormentos de un cáncer terminal. Pero, por eso mismo, es difícil que haya un momento mejor.
—Rezaremos por su bienestar —respondí.
Las comisuras de los labios de Abu Adil esbozaron una sonrisa.
—Allah yisallimak —dijo Umar—. Dios te bendiga. Ahora, decidme qué os trae por aquí esta tarde.
Era intolerablemente directo. En el mundo musulmán, no se deben hacer averiguaciones sobre el asunto de una visita. La costumbre exige que se observen las leyes de la hospitalidad, al menos un mínimo. Esperaba que nos sirvieran café, cuando no comida. Miré a Shaknahyi.
No pareció molestarle.
—¿Qué negocios tiene el caíd Reda con Friedlander Bey?
Eso desconcertó a Umar.
—¿Por qué? Ninguno en absoluto —dijo, separando las manos.
Abu Adil exhaló un largo y doloroso quejido y cerró los ojos. Umar nunca se volvía hacia él.
—¿Entonces el caíd Reda no se comunica con él para nada? —preguntó Shaknahyi.
—Para nada. Friedlander Bey es un hombre grande e influyente, pero sus intereses están en otra parte de la ciudad. Los dos caíds no han discutido jamás nada que tenga que ver con negocios. Sus intereses no tienen ningún punto en común.
—¿Y Friedlander Bey no es un impedimento ni un obstáculo para los planes del caíd Reda?
—Mirad a mi amo —dijo Umar—. ¿Qué clase de planes creéis que tiene?
Abu Adil parecía totalmente indefenso en su agonía. Me preguntaba por qué nos había enviado Hajjar a un recado tan estúpido.
—Hemos recibido cierta información y debíamos comprobarla —dijo Shaknahyi—. Lamentamos la intromisión.
—Está bien. Kamal os mostrará la salida.
Umar nos contemplaba con una expresión pétrea. Sin embargo, Abu Adil intentó alzar la mano como despedida o bendición, pero se le desplomó inerte sobre la manta.
Seguimos al criado hasta la puerta principal. Cuando nos encontramos solos en el exterior, Shaknahyi rompió a reír.
—Ha sido una especie de representación —dijo.
—¿Qué representación? ¿Me he perdido algo?
—Si hubieras leído todo el fichero, sabrías que Abu Adil no tiene cáncer. Nunca ha padecido cáncer.
—Entonces…
Shaknahyi torció la boca con un gesto de desprecio.
—¿Has oído hablar del Infierno Sintético? Es un puñado de lunáticos que llevan moddies falsificados, ilícitos, fabricados en la trastienda de alguien. Consisten en grabaciones de personas reales en situaciones horribles.
Estaba sorprendido.
—¿Era eso lo que estaba haciendo Abu Adil? ¿Llevaba el módulo de personalidad de un enfermo de cáncer terminal?
Shaknahyi asintió mientras abría la puerta del coche y se metía en él.
—Estaba conectado a un sufrimiento y un dolor experimentados por otro. En el mercado negro puedes comprar el tipo de enfermedad o circunstancia que desees. Hay un montón de masoquistas dementes a quienes les gusta.
Me reuní con él en el coche patrulla.
—Y yo que creía que las chicas y los travestis de la Calle estaban abusando de immoddies… Esto añade un nuevo significado al mundo de la perversión.
Shaknahyi puso en marcha el coche y dimos la vuelta a la fuente en dirección a la puerta.
—Introducen nueva tecnología y, no importa el bien que haga a la mayoría de la gente, siempre hay un loco hijo de puta que encuentra cómo distorsionarla.
Medité sobre eso y sobre mis propios moddies corporales, mientras volvíamos a la comisaría atravesando el misérrimo distrito en el que habitaban Reda Abu Adil y sus fieles seguidores.