16

Me dirigía hacia el norte en el sedán westfaliano, lejos de Hâmidiyya. Tenía conectado el daddy de inglés y hablaba por teléfono con Morgan.

—Lo he encontrado —dije.

—Fantástico, tío. —El americano parecía contrariado—. ¿Significa eso que no cobraré el resto del dinero?

—Te diré lo que haremos. Te daré los otros quinientos si haces de niñera de Jawarski unas horas. ¿Tienes pistola?

—Sí. ¿Quieres que la use?

La idea era muy tentadora.

—No. Sólo quiero que no le quites ojo. —Le leí la dirección del trozo de cartón—. No le dejes salir. Mantenlo allí hasta que yo llegue.

—Claro, tío —dijo Morgan—, pero no tardes todo el día. No me hace gracia la idea de estar todo el día pendiente de un tipo que se ha cargado a veintitantas personas.

—Confío en ti. Te llamaré más tarde.

Colgué el teléfono.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Saied.

No quería decírselo porque a pesar de su sincera confesión y sus disculpas, aún no confiaba en él.

—Te voy a llevar otra vez al bar de Courane. ¿O prefieres que te deje en alguna parte del Budayén?

—¿No puedo ir contigo?

Me reí con frialdad.

—Tengo que visitar a tu rey de la mafia favorito, Abu Adil. ¿Todavía estáis en buenas relaciones?

—No lo sé —dijo Medio Hajj nervioso—. Pero quizá deba regresar a Courane. Tengo que decirles algo a Jacques y a Mahmoud.

—Apuesto a que sí.

—Además, no tengo por qué volver a ver al bastardo de Umar otra vez.

Saied pronunciaba el nombre «Himmar», cambiando un poco la vocal y aspirándola. Era un juego de palabras árabe. La palabra Himmar significa «asno», y los árabes consideran al asno uno de los animales más inmundos de la creación. Era una manera inteligente de insultar a Umar y, con Rex enchufado, Medio Hajj era capaz de habérselo soltado a la cara de Abdul-Qawy. Ésa podía ser una de las razones por las que ya no era popular en Hámidiyya.

Permaneció en silencio unos instantes.

—Marîd —dijo por fin—. Lo que te he dicho es la verdad. Cometí un error, cambiándome de chaqueta de ese modo. Pero nunca firmé ningún contrato con Friedlander Bey, no creí hacer daño a nadie.

—Casi me matan dos veces, colega. Primero el fuego, después Jawarski.

Dejé el coche en la curva, fuera de Courane. Saied estaba patético.

—¿Qué quieres que te diga? —suplicó.

—No tienes que decir nada. Te veré más tarde.

Asintió y salió del coche. Le observé entrar en el bar de Courane, luego me desconecté el moddy de tipo duro. Me dirigí en dirección nordeste hacia la casa de Papa. Antes de enfrentarme con Abu Adil debía ocuparme de dos o tres cosas.

Encontré a Kmuzu en nuestras habitaciones provisionales, trabajando en mi ordenador Chhindwara. Levantó la vista al oírme entrar en la habitación.

—¡Ah, yaa Sidi! —dijo, más satisfecho que nunca—. Tengo buenas noticias. Organizar una distribución benéfica de alimentos costará menos de lo que me esperaba. Supongo que me disculparás por examinar tu situación financiera, pero he descubierto que tienes dos veces más de lo que necesitamos.

—¿Qué insinúas, Kmuzu? Sólo voy a abrir un lugar de comidas de beneficencia, no dos. ¿Ya has hecho un presupuesto?

—Con el dinero que ganas en una noche en el local de Chiriga podemos mantener el centro de comidas toda una semana.

—Fantástico, me alegro de oírlo. Me preguntaba por qué te hace tanta ilusión este proyecto. ¿Por qué significa tanto para ti?

La expresión de Kmuzu se tornó obstinadamente neutra.

—Simplemente me siento responsable de tu educación moral cristiana.

—No me lo trago.

Desvió la mirada.

—Es una larga historia, yaa Sidi. No deseo contártela ahora.

—Muy bien, Kmuzu. Tal vez en otra ocasión.

—Tengo información sobre el incendio. Te dije que encontré una prueba de que fue provocado. Esa noche, en el pasillo, entre tus habitaciones y las del amo de la casa, descubrí trapos empapados de algún líquido inflamable.

Abrió el cajón del escritorio y sacó restos de tela chamuscada. Se habían quemado en el incendio pero no se destruyeron del todo. Aún se distinguían los dibujos decorativos de estrellas de ocho puntas en rosa pálido y marrón.

Kmuzu sacó otro trozo de tela.

—Hoy he encontrado esto. Obviamente es la misma tela de la que han sacado los trapos.

Examiné la tela más larga, parte de una túnica vieja o una sábana. No cabía la menor duda de que pertenecían al mismo tejido.

—¿Dónde la has encontrado?

Kmuzu volvió a guardar los trapos en el cajón del escritorio.

—En la habitación del joven Saad ben Salah.

—¿Y qué hacías husmeando por allí? —le pregunté con cierta sorpresa.

Kmuzu se encogió de hombros.

—Buscaba pruebas, yaa Sidi. Y creo que he hallado las suficientes corno para estar seguros de la identidad del incendiario.

—¿El niño? ¿No la propia Umm Saad?

—Estoy convencido de que ordenó a su hijo que provocase el incendio.

La creía muy capaz de hacerlo, pero eso no encajaba.

—¿Por qué querría hacer eso? Lo único que desea es que Friedlander Bey admita que Saad es su nieto. Quiere que su hijo sea el heredero de las propiedades de Papa. Matar al viejo ahora la dejaría a la intemperie.

—¿Quién sabe cuál fue su razonamiento, yaa Sidi? Tal vez desistió de su plan y buscaba vengarse.

Jo, en ese caso, sabe Dios lo que haría a continuación…

—Ya la estás vigilando ¿no es cierto?

—Sí, yaa Sidi.

Bueno, estate muy alerta. —Ya me iba, cuando le pregunté—: Kmuzu, ¿significan algo para ti las letras A.L.M.?

Lo pensó un momento.

—Sólo la Asociación para la Liberación del Magreb.

—Quizá —dije, dubitativo—. ¿Y el archivo Fénix?

—Oh sí, yaa Sidi, oí hablar de él cuando trabajaba en casa del caíd Reda.

Había llegado a tantos callejones sin salida que casi había perdido la esperanza. Empezaba a creer que el archivo Fénix era algo que Jirji Shaknahyi se había inventado y el significado de las palabras había muerto con él.

—¿Por qué Abu Adil habló de esto contigo?

Kmuzu sacudió la cabeza.

—Abu Adil nunca discutía nada conmigo, yaa Sidi. Yo era sólo un guardaespaldas. A los guardaespaldas se les ignora o se les olvida, son como el mobiliario de una habitación. Muchas veces oí al caíd Reda y a Umar hablar de personas a quienes ellos deseaban incorporar al archivo Fénix.

—¿Y qué cojones es eso? —exigí saber.

—Una lista —dijo Kmuzu—. Una compilación de los nombres de todos los que trabajan para el caíd Reda o para Friedlander Bey, ya sea directa o indirectamente. Y de personas que les debían un gran favor.

—Como una nómina —dije asombrado—. Pero ¿por qué es tan importante un archivo? Estoy seguro de que la policía puede reunirlo cuando lo desee. ¿Por qué se arriesgaría Jirji Shaknahyi a investigarlo?

—Cada persona de la lista tiene una entrada codificada que describe su estado físico, el perfil de sus tejidos y el historial de sus órganos trasplantados y otras modificaciones.

—Así que tanto Abu Adil como Papa se preocupan por la salud de su gente. Fantástico. No creía que se molestaran por estos detalles.

Kmuzu frunció el ceño.

—No lo entiendes, yaa Sidi. El archivo no es una lista de personas que podrían necesitar un trasplante. Es una lista de posibles donantes.

—¿Posibles donantes? Pero no están muertos, aún están… —Mis ojos se abrieron y me quedé mirándole fijamente.

La expresión de Kmuzu me indicó que mi horrible suposición era cierta.

—Todos los de la lista están clasificados, desde el subordinado más inferior hasta Umar y tú mismo. Si una persona de la lista es herida o se pone enferma y necesita un trasplante de órgano, Abu Adil o Friedlander Bey eligen a quién, de rango inferior, sacrificar. No siempre es así, pero cuanto más alto estés en la lista, más probabilidades tienes de que elijan un donante apropiado.

—¡Que sus casas sean destruidas! ¡Los hijos de ladrones! —dije en voz baja.

Eso explicaba las anotaciones de la libreta de Shaknahyi… Los nombres de la izquierda eran personas que habían muerto prematuramente para ceder órganos de recambio a las personas de la derecha. Blanca debía de estar muy abajo en la lista, era sólo otra puta superflua.

—Quizá todos los que tú conoces estén en el archivo Fénix —dijo Kmuzu—. Tú mismo, tus amigos, tu madre. Mi nombre también está.

Sentí crecer la furia en mi interior.

—¿Dónde se guarda, Kmuzu? Voy a hacerle tragar ese archivo a Abu Adil.

Kmuzu levantó una mano.

—Recuerda, yaa Sidi, que el caíd Reda no está solo en esta terrible empresa. Coopera con nuestro amo. Comparten la información y comparten las vidas de sus asociados. Un corazón de uno de los subordinados inferiores del caíd Reda puede ser colocado en el pecho del lugarteniente de Friedlander Bey. Los dos hombres son grandes adversarios, pero en esto son cordiales camaradas.

—¿Cuánto tiempo hace que funciona?

—Muchos años. Los dos caíds se aseguraron de que nunca morirían por falta de órganos adecuados.

Di un puñetazo sobre el escritorio.

—Así es como han vivido hasta una edad tan decrépita. ¡Son unos jodidos fósiles!

—Y están locos, yaa Sidi.

¿No vas a decirme dónde encontrarlo? ¿Dónde está el archivo Fénix?

Kmuzu negó con la cabeza.

—No lo sé. El caíd Reda lo guarda oculto.

«Bien —pensé—, de cualquier modo planeaba dar un paseo por el vecindario esta mañana.» —Gracias, Kmuzu. Me has ayudado mucho.

Yaa Sidi, no vas a enfrentarte con el caíd Reda por esto, ¿verdad?

Parecía muy preocupado.

—No, claro que no. Sé que es responsabilidad de ambos viejos. Sigue trabajando en nuestras comidas de beneficencia. Creo que ya es hora de que la casa de Friedlander Bey empiece a devolver algo a los pobres.

—Eso es bueno.

Dejé a Kmuzu trabajando en el ordenador. Fui hacia el coche, y revisé mis planes del día a la luz de la bomba que acababa de explotarme en los pies. Me dirigí al Budayén, aparqué el coche y enfile la Calle hacia el local de Chiri.

Sonó el teléfono.

Marhaba —dije.

—Soy yo, Morgan. —Me alegré de llevar todavía el daddy de inglés—. Jawarski está aquí. Escondido en un mugriento apartamento de un suburbio. Estoy en la caja de la escalera, vigilando la puerta. ¿Quieres que lo coja?

—No, simplemente asegúrate de que no escapa. Quiero saber que estará allí cuando yo vaya más tarde. Pero, si trata de ir a alguna parte, detenlo. Usa tu arma y vuelve a llevarlo al apartamento. Haz lo que tengas que hacer, pero mantenlo oculto.

—De acuerdo, tío. No tardes mucho. No es tan divertido como pensaba.

Volví a colgar el teléfono de mi cinturón y entré en el club. Para ser última hora de la tarde, el local de Chiri estaba lleno. En el escenario bailaba una chica negra nueva, llamada Mouna. De repente recordé que la última gallina, la favorita, de la larga historia de Fuad también se llamaba Mouna. Eso significaba que probablemente Fuad adoraría a la chica y que, sin duda, nos traería problemas. Debía mantener los ojos muy abiertos.

Las otras chicas estaban sentadas con los clientes y el amor florecía por todo el bar. El ambiente estaba jodidamente caldeado.

Fui a mi sitio de costumbre y esperé a que Indihar se acercara.

—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.

—Ahora no. ¿Has pensado en lo que hablamos?

—¿En trasladarme al pequeño chalet de Friedlander Bey? Si no fuera por los niños no lo hubiera pensado dos veces. No quiero deberle nada. No quiero ser una de las rameras de Papa.

No hace mucho yo también pensaba lo mismo y, ahora que había descubierto el significado del archivo Fénix, sabía que ella tenía aún más razones para desconfiar de Papa.

—En eso tienes razón, Indihar. Pero te prometo que eso no sucederá. Papa no hace esto por ti, soy yo quien lo hace.

—¿Hay alguna diferencia?

—Sí, una gran diferencia. ¿Qué contestas?

Suspiró.

—Vale, Marîd, pero tampoco voy a ser una de tus rameras. ¿Sabes lo que quiero decir?

—No vas a joder conmigo. Ya lo habías dejado claro.

Indihar asintió.

—Sólo quiero asegurarme de que lo entiendes. Estoy de luto por mi marido. Siempre estaré de luto.

—Lleva luto todo el tiempo que necesites. Te queda una vida por delante, cielo. Algún día encontrarás a alguien.

—Ni siquiera quiero pensar en ello.

Era el momento de cambiar de tema.

—Puedes mudarte cuando quieras, pero hazme el favor de terminar el turno —le dije—. Eso significa que tendré que buscar una encargada para llevar el local durante el día.

Indihar miró a un lado y a otro y se me acercó.

—Si estuviera en tu lugar —dijo en voz muy baja—, contrataría a alguien de fuera. No confío en ninguna de las chicas para llevar el local. Te robarían a espuertas, sobre todo Brandi. Y Pualani no es lo bastante inteligente como para poner la servilleta primero y después la bebida.

—¿Qué crees que debo hacer?

Se mordió el labio un instante.

—Yo de ti contrataría a Dalia, del club de Frenchy Benoit. Eso es lo que haría. O a Heidi, del Silver Palm.

—Quizá. Llámame si necesitas algo.

Otra preocupación más. Pero en ese momento todos mis pensamientos se centraban en el ruinoso barrio del lado oeste de la ciudad. Salí a los últimos rayos del sol de la tarde. Había empezado a llover y las cálidas aceras emanaban un olor fresco y húmedo.

Pocos minutos más tarde me encontraba en la tienda de moddies de la calle Cuatro. Dos visitas a Laila en un mismo día eran como para agotar a cualquiera. La oí hablar de un módulo con un cliente. El hombre necesitaba algo para hacer armadoncia. Es una ciencia que convierte los dientes humanos en armas de alta tecnología. Laila seguía siendo Emma, Madame Bovary, dentista del futuro.

Cuando el cliente se marchó —por supuesto, Laila encontró justo lo que le pedía— intenté decirle lo que deseaba sin enfrascarme en una conversación.

—¿Tienes moddies de Infierno Sintético? —le pregunté.

Acababa de abrir la boca para saludarme con alguna emoción flaubertiana de segunda mano, pero se quedó atónita.

—Tú no deseas eso, Marîd —dijo con su voz lastimosa.

—No es para mí. Es para un amigo.

—Ninguno de tus amigos lo haría.

Me contuve antes de agarrarla por el pescuezo.

—Entonces, no es para un amigo. Es para un maldito enemigo.

Laila sonrió.

—Quieres algo realmente malo, ¿verdad?

—Lo peor.

Se escabulló detrás del mostrador y fue hacia una puerta de la trastienda, cerrada con llave.

—No expongo este tipo de mercancías —me explicó mientras buscaba las llaves en el bolsillo, que estaban en un cordel alrededor de su cuello—. No vendo moddies de Infierno Sintético a niños.

—Tienes las llaves colgadas del cuello.

—Oh, gracias, querido. —Abrió la puerta y me miró—. Vuelvo en seguida.

Tardó uno o dos minutos y regresó con una pequeña caja de cartón marrón.

Contenía tres moddies, todos de plástico gris, sin adornos, ni etiquetas del fabricante. Esos módulos ilegales eran peligrosos. Los moddies de fabricación legal estaban minuciosamente grabados y programados, y habían borrado cualquier señal perturbadora. Ponerse un moddy ilegal era jugársela. A veces los moddies ilegales eran una «chapuza» y cuando te los desconectabas, descubrías que te habían causado una lesión importante en el cerebro.

Laila había pegado etiquetas escritas a mano en los moddies de la caja.

—¿Qué tal un granuloma infeccioso? —me preguntó.

Lo pensé un momento, pero decidí que era demasiado parecido al que Abu Adil llevaba la primera vez que lo vi.

—No.

—Vale —dijo Laila, apartando los moddies con su largo y deformado índice—. ¿Coleocistitis?

—¿Qué es eso?

—No tengo ni idea.

—¿De qué es ese tercero?

Laila lo levantó y leyó la etiqueta.

—Síndrome D.

Me estremecí. Había oído hablar de él. Un terrible tipo de degeneración nerviosa, una enfermedad provocada por unos virus lentos. El paciente empieza sufriendo lagunas tanto en la memoria a corto plazo como en la a largo plazo. Los virus continúan comiéndose el sistema nervioso hasta que el paciente se viene abajo, se queda estúpidamente con la mirada fija, consumido por una terrible agonía. Por último, en las últimas fases, muere cuando su cuerpo se olvida de cómo respirar o su corazón de seguir latiendo.

—¿Cuánto quieres por éste?

—Cincuenta kiams —dijo. Me miró despacio a los ojos y sonrió. Los pocos dientes que le quedaban eran raigones negros y el efecto era grotescamente espantoso—. Es un poco más caro porque es un artículo difícil de conseguir.

—Muy bien —dije.

Le pagué, y me guardé el moddy del síndrome D en el bolsillo. Luego intenté salir de la tienda de Laila.

—Sabes —me dijo, clavándome el dedo en el brazo—, mi amante va a llevarme a la ópera esta noche. ¡Todo Rúan nos verá juntos!

Me desembaracé de ella y me precipité hacia la puerta.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuré.

Durante el largo camino hasta la finca de Abu Adil, pensé en los acontecimientos recientes. Si Kmuzu estaba en lo cierto, el hijo de Umm Saad había provocado el incendio. No creía que Umm Saad actuase por su cuenta. Sin embargo, Umar me había asegurado que Umm Saad ya no era su empleada, ni la de Abu Adil. Me había invitado explícitamente a deshacerme de ella si la encontraba demasiado molesta. Luego, si Umm Saad no estaba a las órdenes directas de Abu Adil, ¿por qué se había decidido de repente a actuar?

Y Jawarski. ¿Me había disparado unos cuantos tiros al azar porque no le gustaba mi jeta o porque Hajjar le había dicho que estaba metiendo las narices en el archivo Fénix? ¿O existían relaciones aún más siniestras que las que había descubierto? En ese punto, no me atrevía a confiar en Saied, ni siquiera en Kmuzu. Morgan era la única persona que gozaba de mi confianza y debía admitir que tampoco tenía ninguna razón para ello. Simplemente me recordaba a mí mismo, antes de que trabajara para cambiar un sistema corrupto desde dentro.

Por cierto, ésa era la última justificación de mi conducta, de la vida fácil que llevaba. Supongo que la cruda realidad era que no tenía redaños para enfrentarme a la ira de Friedlander Bey, ni el coraje para devolverle su dinero. Me dije a mí mismo que utilizaba mi posición, hundida en el abismo del deshonor, para ayudar a los menos afortunados. Pero la verdad es que eso no me tranquilizaba la conciencia.

Mientras conducía, la culpa y la soledad crecieron hasta casi la desesperación, probablemente censuraban el error táctico que cometí a continuación. Quizá si hubiera confiado más en Saied o en Kmuzu… Al menos podía haberme llevado a una de las Rocas Parlantes conmigo. En lugar de eso, sólo contaba con mi astucia para enfrentarme a Abu Adil. Tenía dos planes distintos: en primer lugar, lo seduciría con el moddy del Síndrome D y en segundo lugar, si no se tragaba las lisonjas, mi jugada de reserva consistía en soltarle a quemarropa que sabía lo que estaba tramando.

Mierda, en ese momento me pareció una gran idea.

El guardia de la puerta me reconoció y me dejó pasar, aunque Kamal, el mayordomo, exigió saber qué se me ofrecía.

—Traigo un regalo para el caíd Reda —dije—, necesito hablar con él urgentemente.

No me dejó pasar del vestíbulo.

—Espere aquí —dijo con sorna—. Veré si pueden recibirlo.

—Deberían abolir el potencial —dije.

No lo captó.

Siguió directo hacia el despacho de Abu Adil y regresó con la misma expresión desdeñosa.

—Le conduciré hasta mi amo —dijo.

Parecía como si permitirme la entrada le rompiera el corazón.

Me condujo hasta uno de los despachos de Abu Adil, no el mismo que había visto en mi primera visita con Shaknahyi. El aire estaba colmado de un olor dulce, quizá de incienso. En las paredes colgaban obras de arte europeas y una grabación de Umm Kalthoum sonaba bajito.

El gran hombre en persona estaba sentado en un cómodo sillón con una manta de hermosos bordados sobre sus piernas. Descansaba la cabeza sobre el respaldo del sillón y tenía los ojos cerrados. Le temblaban las manos, que reposaban sobre sus rodillas.

Por supuesto, allí estaba Umar Abdul-Qawy, que no se alegró de verme. Me hizo un gesto y se llevó un dedo a los labios. Supuse que era la señal de no mencionar nuestra conversación sobre sus planes para derrocar a Abu Adil y gobernar el imperio del viejo caíd en su lugar. Pero yo no estaba allí para eso. Tenía cosas más importantes de las que ocuparme que la lucha de Umar por el poder.

—Es para mí un honor desearos buenas tardes —dije.

—Que Alá te conceda una próspera tarde —dijo Umar.

Ya veríamos, pensé.

—Ruego que aceptéis este pequeño regalo, noble caíd.

Umar hizo un gesto, el mismo con el que la mano de un rey ordena a un campesino que se acerque. Me hubiera gustado hacerle tragar el moddy.

—¿De qué se trata? —preguntó él.

No dije nada. Me limité a entregárselo. Umar le dio vueltas en la mano unos minutos. Luego me miró.

—Eres más listo de lo que imaginaba. Mi amo estará muy complacido.

—Espero que no tenga este módulo.

—No, no. —Lo dejó en el regazo de Abu Adil, pero el viejo ni se movió para examinarlo. Umar me estudió detenidamente—. Me gustaría ofrecerte algo a cambio, aunque estoy seguro de que serás lo bastante cortés como para rechazarlo.

—Pruébalo. Me gustaría una pequeña información.

Umar frunció el ceño.

—Tus modales…

—Son terribles, ya lo sé, pero ¿qué puedo decir? Soy sólo un ignorante comedor de judías del Magreb. Creo haber descubierto cierta información que os incrimina a ti y al caíd Reda… y, para ser sincero, también a Friedlander Bey. Me refiero a ese maldito archivo Fénix.

Esperé a ver la reacción de Umar.

No se hizo esperar.

—Lo siento, Monsieur Audran, pero no sé de qué me habla. Sugiero que su amo puede estar implicado en actividades excesivamente ilegales e intenta echarnos la culpa…

—Callaros.

Umar y yo nos volvimos para mirar a Reda Abu Adil, que se había desconectado el moddy de Infierno Sintético que llevaba. Umar se quedó completamente impresionado. Era la primera vez que Abu Adil había dado muestras de desear participar en una conversación. Resultaba que no era sólo un tullido títere senil. Sin el moddy de cáncer, su rostro perdió su laxitud y sus ojos adquirieron una inteligente ferocidad.

Abu Adil arrojó la manta y se levantó de la silla.

—¿No te ha explicado Friedlander Bey lo del archivo Fénix? —exigió.

—No, oh caíd —dije—. Es algo que he descubierto hoy. Me lo ha ocultado.

—Has investigado asuntos que no te conciernen.

Temía la intensidad de Abu Adil. Umar nunca había demostrado tal fuerza de voluntad. Casi podía ver el baraka del caíd Reda, una clase de magia personal diferente de la de Papa. El moddy de Abu Adil que Umar llevaba ni siquiera insinuaba la contundencia de ese hombre. Imaginé que ningún ingenio electrónico podía captar la naturaleza del baraka. Eso respondía a la pretensión de Umar de que con el moddy era igual que Abu Adil. Se engañaba a sí mismo.

—Creo que sí me conciernen. ¿No está mi nombre en ese archivo?

—Sí, estoy seguro —dijo Abu Adil—. Pero estás situado lo bastante arriba como para ser beneficiario.

—Pienso en mis amigos, que no son tan afortunados.

Umar se rió sin ganas.

—Vuelves a demostrar debilidad —me dijo—. Ahora te preocupas por la basura que hay bajo tus pies.

—Cada sol tiene su ocaso. Quizá algún día desciendas a los grados más bajos del archivo Fénix. Entonces desearás no conocer su existencia.

—Oh, amo —dijo Umar enfadado—, ¿no has oído ya bastante?

Abu Adil levantó una mano fatigada.

—Sí, Umar. No siento demasiado afecto por Friedlander Bey y menos aún por sus criaturas. Llévatelo al estudio.

Umar se me acercó con una pistola de agujas en la mano y yo le seguí. No sabía lo que se proponía, pero no sería agradable.

—Por aquí —dijo.

En esas circunstancias hice lo que me pedía.

Salimos del despacho y caminamos por un corredor, luego subimos por una escalera hasta el segundo piso. Siempre se respiraba un aire de paz en esa casa. La luz se filtraba a través de las celosías de madera y las alfombras de los suelos amortiguaban los sonidos. Sabía que la serenidad era una ilusión. Sabía que pronto conocería la verdadera naturaleza de Abu Adil.

—Entra aquí —dijo, abriendo una gruesa puerta de metal.

Tenía una expresión rara de expectación en el rostro. No me gustaba en absoluto.

Le seguí hasta una gran habitación insonorizada. Había una cama, una silla y un carrito con un equipo electrónico. La pared del fondo era una simple lámina de cristal y detrás de ella había una pequeña cabina de control con montones de indicadores, pilotos e interruptores. Sabía lo que era. Reda Abu Adil tenía un estudio de grabación de módulos de personalidad en su hogar. Era el último grito de los coleccionistas.

—Dame la pistola —dijo Abu Adil.

Umar le dio la pistola de agujas a su amo, luego salió de la habitación insonorizada.

—Supongo que deseas añadirme a tu colección. No veo por qué. Mis quemaduras de segundo grado no son nada divertidas.

Abu Adil me contemplaba con una sonrisa fija en su cara. Me puso la piel de gallina.

Poco después, regresó Umar con una fina vara de metal, unas esposas y una cuerda con un gancho en un extremo.

—Jo… —dije.

Empezaba a sentir un nudo en el estómago. Ya me temía que quisiera grabar algo más que eso.

—Ponte derecho —dijo Umar, dando vueltas y más vueltas a mi alrededor. Me levanté y me quité el moddy y los daddies—. Y pase lo que pase, no inclines la cabeza, por tu propio bien.

—Gracias por el interés. Agradezco…

Umar levantó la vara de metal y me golpeó la clavícula. Sentí que un dolor afilado me recoma el cuerpo y grité. Me golpeó por el otro lado, en la otra clavícula. Oí la brusca fractura del hueso y caí de rodillas.

—Eso debe de doler un poco —dijo Abu Adil en tono de viejo doctor.

Umar empezó a golpearme en la espalda con la vara, una vez, dos veces, tres veces. Grité. Siguió pegándome.

—Intenta levantarte —me ordenó.

—Estás loco —jadeé.

—Si no te levantas lo utilizaré en tu cara.

A duras penas conseguí sostenerme en pie. El brazo izquierdo me colgaba inutilizado. Mi espalda era un despojo sangrante. Me di cuenta de que respiraba a tenues bocanadas.

Umar se detuvo y caminó a mi alrededor, evaluándome.

—Sus piernas —dijo Abu Adil.

—Sí, oh caíd. —El hijo de puta me pegó con la vara en los muslos y volví a caer al suelo—. Levántate —gruñó Umar—. Arriba.

Me golpeó mientras estaba en el suelo, en los muslos y en las pantorrillas hasta que sangraron.

—Te atraparé —dije con voz ronca de sufrimiento—. Juro por el sagrado profeta que te atraparé.

Los golpes siguieron algún tiempo, hasta que Umar me hubo trabajado lenta y concienzudamente cada miembro, excepto la cabeza, porque no quería que nada interfiriese en la calidad de la grabación. Cuando el viejo decidió que ya tenía bastante, le dijo a Umar que parase.

—Conéctalo —dijo.

Levanté la cabeza y esperé. Era como si fuera otra persona, distante. Mis músculos se estremecían con los espasmos, y las heridas enviaban señales dolorosas a todos los rincones de mi ser. Sin embargo, el dolor se había convertido en una barrera entre mi mente y mi cuerpo. Aún me dolía terriblemente, pero había recibido suficiente castigo como para que mi cuerpo entrase en shock. Murmuré maldiciones y súplicas a mis captores, amenazando y rogándoles que me devolvieran el daddy bloqueador del dolor.

Umar se echó a reír. Se inclinó sobre el carrito y manipuló el equipo. Luego me trajo una delgada conexión de moddy. Se parecía mucho a la que había usado en el juego Transpex. Umar se arrodilló junto a mí y me la mostró.

—Te voy a enchufar esto. Nos permitirá grabar exactamente lo que sientes.

Me costaba respirar.

—Cabrones —dije, y mi voz era un inaudible jadeo.

Umar conectó la conexión del moddy en mi enchufe corímbico anterior.

—Ahora completaremos el proceso doloroso.

—Vas a morir —murmuré—. Vas a morir.

Abu Adil seguía apuntándome con la pistola de agujas, pero yo no podía hacer ninguna heroicidad. Umar se arrodilló y me esposó las manos a la espalda. Me sentí como si fuera a palmarla y sacudí la cabeza para conservar la consciencia. No deseaba desmayarme y quedarme por completo a su merced, aunque probablemente ya lo estaba.

Después de esposarme, Umar cogió las esposas con el gancho y tiró de la cuerda hasta que me quedé de pie, tambaleante. Luego lanzó la cuerda por encima de una barra empotrada en la pared sobre mi cabeza. Veía lo que iba a hacer.

Yallah —grité.

Tiró de la cuerda hasta que me sostenía de puntillas con las manos atadas a la espalda. Luego tiró un poco más hasta que mis pies ya no tocaban el suelo. Yo colgaba de la cuerda y todo el peso de mi cuerpo descansaba en mis brazos.

El dolor era tan intenso que sólo podía respirar a pequeñas bocanadas. Intenté acabar con el terrible dolor. Primero pedí clemencia, luego la muerte.

—Ahora ponle el moddy —dijo Abu Adil.

Su voz parecía proceder de otro mundo, de la cumbre de una montaña o de allende el océano.

—Me refugio en el Señor del Alba —murmuré.

Repetía la frase como un hechizo mágico.

Umar se levantó de la silla con el moddy gris en su mano, el del Síndrome D que le había regalado. Lo conectó a mi enchufe posterior.


Colgaba del techo, pero no recordaba por qué. Sufría terriblemente.

—¡En el nombre de Alá, ayudadme! —gritó.

Se percató de que gritar sólo empeoraba su dolor. ¿Por qué estaba allí? No lo recordaba. ¿Quién le había hecho eso?

No podía recordarlo. No recordaba nada.

Pasó el tiempo, debió de permanecer inconsciente. Tenía la misma sensación que cuando te despiertas de un sueño especialmente realista, cuando el mundo de la vigilia y el del sueño se superponen por un instante, cuando aspectos de uno distorsionan las imágenes del otro y debes esforzarte por decidir cuál tendrá preferencia.

¿Cómo se explicaba estar allí sólo y atado de esa manera? No temía el dolor, temía no ser capaz de comprender su situación. Por encima de su cabeza oía el rumor de un ventilador y en el aire percibía un sutil aroma. Su cuerpo osciló en la cuerda y sintió otro latigazo de dolor. Estaba más preocupado por el hecho de estar inmerso en un terrible drama y no tener ni idea de su significado.

—Alabado sea Alá, Señor de los Mundos —susurró—, el clemente, el misericordioso. Suyo es el día del juicio final. Sólo a ti te adoramos. Sólo a ti te pedimos ayuda.

Pasó el tiempo. El sufrimiento aumentó. Al final, ni siquiera se acordaba de temblar ni de sufrir. Sus embotados sentidos transmitían suspiros y sonidos a su mente aletargada. No podía discernir su situación ni reaccionar, pero no estaba del todo muerto. Alguien le habló, pero él no le respondió.


—¿Cómo estás?

Os lo diré, fue horrible. De repente, recuperé la consciencia. Bruscamente, cada porción del dolor que había sufrido retornó en venganza. Debí de gritar, porque él dijo:

—Está bien, ya pasó.

Lo busqué con la mirada. Era Saied.

—Hey —dije.

Fue todo lo que pude articular.

—Está bien —volvió a decirme.

No sabía si creerle. Parecía algo preocupado.

Estaba tumbado en un callejón en medio de un solar abandonado y ruinoso. No sabía cómo había llegado hasta allí. En ese momento no me importaba.

—¿Esto es tuyo? —dijo.

Sostenía un puñado de daddies y tres moddies.

Uno de ellos era Rex, y otro era el moddy del síndrome D. Casi me echo a llorar cuando reconocí el daddy bloqueador del dolor.

—Dámelo —pedí.

Me lo conecté con manos temblorosas. Casi al instante me sentí bien, aunque sabía que tenía terribles heridas y al menos una clavícula rota. El daddy actuaba más rápido que una tonelada de soneína.

—Tienes que decirme qué estas haciendo aquí —dije.

Me senté, inundado por una sensación de salud y bienestar.

—Fui a buscarte. Quería asegurarme de que no te metías en líos. El guardia de la puerta me conoce y también Kamal, Entré en la casa y vi lo que te estaban haciendo, luego esperé hasta que te dejaron. Debieron de pensar que te habías muerto, o no les importaba si te recuperabas o no. Cogí el hardware y los seguí. Te tiraron a este apestoso callejón y me escondí en la esquina hasta que se largaron.

Le puse la mano en el hombro.

—Gracias —dije.

—Hey —dijo Medio Hajj con una sonrisa torcida—, no tienes por qué agradecérmelo. Somos hermanos musulmanes y todo eso.

No deseaba discutir con él. Recogí el tercer moddy que había encontrado.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

—¿No lo sabes? ¿No es uno de los tuyos?

Sacudí la cabeza. Saied me cogió el moddy y se lo conectó. Al cabo de un instante cambió de expresión. Parecía atónito.

—¡Que las pelotas de mi padre se quemen en el infierno! —dijo—. Es el moddy de Abu Adil.

Загрузка...