Medio Hajj insistió en acompañarme al edificio donde se escondía Paul Jawarski.
—Estás hecho un desastre —me dijo, sacudiendo la cabeza—. Si te quitas ese daddy te darás cuenta del estado en que te encuentras. Deberías ir al hospital.
—Acabo de salir del hospital.
—Bueno, no vas a aguantar. Tienes que volver allí.
—De acuerdo, iré en cuanto le arregle las cuentas a Jawarski. Mientras tanto seguiré con el daddy y es probable que necesite a Rex.
Saied me miró de reojo.
—Necesitarás mucho más que a Rex. Necesitas a media docena de tus colegas policías.
Me reí amargamente.
—No creo que aparezcan. No creo que Hajjar los mandase.
Caminábamos despacio hacia la principal avenida de Hâmidiyya.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Saied—. ¿Crees que Hajjar quiere capturar él mismo a Jawarski? ¿Ganarse un ascenso o una medalla?
Doblamos por un callejón exiguo y lleno de basura y nos encontramos en la parte trasera del edificio que andábamos buscando.
—Shaknahyi tenía la idea de que alguien lo financiaba —le dije—. Tal vez pensaba que estaba trabajando para Hajjar.
Me encogí de hombros. Sin el bloqueante del dolor habría sido angustiosamente doloroso.
—Todo el mundo que conocemos está pluriempleado. ¿Por qué Jawarski iba a ser diferente?
—Supongo que no hay ningún motivo —dijo Medio Hajj—. ¿Quieres que entre contigo?
—No, gracias, Saied. Prefiero que te quedes aquí y cubras la entrada trasera. Voy a subir y hablar con Morgan. Quiero estar solo con Jawarski. Enviaré a Morgan a vigilar la entrada principal.
Saied parecía preocupado.
—No creo que sea una medida inteligente, magrebí. Jawarski es un tipo astuto y no le importa cargarse a la gente. No estás en condiciones de luchar con él.
—No tendré que hacerlo.
Me conecté a Rex y me saqué la pistola estática del bolsillo.
—Bueno, ¿qué vas a hacer? Si Hajjar se limita a dejar a Jawarski en libertad…
—Iré por la cabeza de Hajjar —dije. Estaba resuelto a que Jawarski no escapara de la justicia—. Llamaré al capitán, al superintendente de policía y a los medios de comunicación. No pueden estar todos comprados.
—No veo por qué no —dijo Medio Hajj—. Pero probablemente tengas razón. Recuerda, estaré aquí abajo si necesitas ayuda. Esta vez Jawarski no escapará.
Le sonreí.
—Puedes apostar el culo a que no.
Entré en el edificio. Era un portal frío y oscuro que conducía a una escalera. Olía a ese olor húmedo y rancio de los edificios abandonados. Mis pies esparcieron restos de ruinas mientras subía al tercer piso.
—¿Morgan? —llamé.
Sin duda tenía un arma en la mano, y no quería sorprenderle.
—¿Eres tú, tío? Has tardado muchísimo en llegar.
Llegué al piso donde se encontraba.
—Lo siento. Me he metido en algunos problemas.
Sus ojos se abrieron al ver mis heridas.
que puedes manejar, tío.
—Estoy bien, Morgan. —Saqué quinientos kiams de mis téjanos y le pagué el resto del dinero—. Ahora, vigila la entrada de la calle. Te llamaré si necesito ayuda.
El americano rubio había empezado a bajar la escalera.
—Si la necesitas —dijo con incertidumbre—, cuando grites ya será demasiado tarde.
El daddy hacía que no sintiera ningún dolor y Rex me hacía creer que estaba preparado para cualquier desafío que me presentase Jawarski. Comprobé la carga de mi pistola estática, luego llamé a la puerta del apartamento.
—Jawarski —grité—, soy Marîd Audran. Jirji Shaknahyi era mi compañero. He venido a detenerte por su asesinato.
No se hizo esperar. Jawarski abrió la puerta riendo. Sostenía una pistola automática negra del calibre 45.
—Estúpido hijo de puta —dijo.
Se apartó para que pudiera entrar.
Me aseguré de que veía mi arma mientras le seguía, pero estaba tan seguro de sí mismo que no le importó lo más mínimo. Me senté en un sofá gastado enfrente de la puerta. Jawarski se dejó caer en un sillón cubierto por un tejido de flores manchado de sangre. Me impresionó su juventud. Me sorprendió comprobar que al menos era cinco años más joven que yo.
—¿Has oído lo que la ley islámica hace con los asesinos? —le pregunté.
Ambos nos encañonábamos mutuamente, pero Jawarski demostraba indiferencia.
—Eso no cambia nada. No me importa morir.
Jawarski tenía un curioso modo de hablar desde un lado de la boca, como si pensara que lo hacía más duro o fiero. Era obvio que tenía serios problemas psicológicos, pero no iba a vivir lo bastante para resolverlos.
—¿Quién te dijo que estaba aquí? —añadió—. Siempre liquido a los soplones. Dime quién fue y así podré cargarme al bastardo.
—No tendrás ocasión, colega. No puedes comprar a toda la ciudad.
—Aceleremos esto —dijo, intentando preocuparme—. Se supone que esta noche recogeré mi dinero y me largaré de la ciudad.
Mi pistola estática no parecía molestarle lo más mínimo.
Jawarski miraba a mi derecha. Yo desvié la vista en esa dirección, hacia la pequeña mesa de madera no lejos del sofá, cubierta con papel de periódico. Sobre ella había tres cargadores.
—¿Fue Hajjar quien te dijo que mataras a Shaknahyi? ¿O Umar, esa basura de Abu Adil?
—No soy un soplón —dijo, sonriendo torcidamente.
—Con los demás…, Blanca Mataro y el resto, no utilizaste el cuarenta y cinco. ¿Por qué?
Jawarski se encogió de hombros.
—Me dijeron que no lo hiciera. Creo que no querían que se estropeasen otros miembros. Ellos me decían a quién liquidar y yo lo hacía con la pistola estática. Siempre avisaba yo mismo a la policía, así la ambulancia llegaba antes. Supongo que no querían que se estropease la carne.
Soltó una carcajada que me heló la sangre.
Miré la mesa, pensando que quizá Jawarski no se había molestado en meter un cargador en su pistola antes de dejarme entrar. Parecía disfrutar fanfarroneando.
—¿A cuántos has matado? —le pregunté.
—¿Quieres decir en total? —Jawarski miró al techo—. Oh, veintiséis, de los que llevo la cuenta. Casi uno por cada año. Y mi cumpleaños se acerca. ¿Te gustaría ser el número veintisiete?
Sentí un escalofrío de rabia.
—Estás acabado, Jawarski —le dije con los dientes apretados.
—Vamos, llevas una pistola de mujer, dispárame si tienes huevos. —Estaba disfrutando de lo lindo, burlándose y provocándome—. Ese será el recorte del periódico: «El malo de Jawarski, personaje legendario», dirá. ¿Qué te parece?
—¿Has pensado alguna vez en la gente a la que matas? —le pregunté.
—Recuerdo a ese policía. Me di la vuelta y le disparé en el pecho. Ni siquiera se tambaleó, sino que disparó contra mí. Pero no me alcanzó y corrí hacia detrás de la casa. Cuando llegué al otro lado, saqué la cabeza por la esquina y vi que el policía al que había disparado me perseguía. Eché a correr hacia la otra casa. Cuando volví a mirar continuaba persiguiéndome. Entonces ya tenía toda la chaqueta ensangrentada, pero continuaba persiguiéndome. Dios, ese tipo era todo un hombre.
—¿Has pensado alguna vez en su familia? Shaknahyi tenía una esposa, sabes. Tenía tres niños.
Jawarski me miró y esbozó muy despacio otra sonrisa demente.
—Que se jodan.
Me levanté y avancé tres pasos. Jawarski enarcó las cejas, invitándome a acercarme más. Mientras se levantaba le arrojé la pistola estática. La cogió contra su pecho con la mano izquierda, eché mi puño hacia atrás y le golpeé en la comisura de la boca. Luego le cogí por el puño y le retorcí el brazo, dispuesto a romperle los huesos si me veía obligado. Gruñó y soltó la automática.
—Yo no soy Hajjar —grité—. No soy ese maldito Catavina. No vas a comprarme, y en este momento no tengo ningunas ganas de respetar tus derechos civiles. ¿Entiendes?
Me agaché y recogí su arma. Me había equivocado. Estaba cargada.
Jawarski se llevó una mano a los labios. Cuando la bajó, sus dedos estaban ensangrentados.
—Has visto muchos programas de holo, colega —dijo. Sonrió, aún no estaba preocupado—. Tú no eres mejor que Hajjar. No eres mejor que yo, si quieres saber la verdad. Méteme una bala si crees que puedes salir bien de ésta.
—En eso tienes razón.
—Pero crees que ya hay bastantes como Hajjar. Y Hajjar ni siquiera es un policía corrupto. No lo es. Se limita a hacer lo que le dicen, lo que todo el mundo espera que haga, lo que se supone que debe hacer. Te diré un secreto. Vas a terminar como Shaknahyi. Ayudarás a las viejas a cruzar la calle hasta que seas lo bastante viejo para retirarte y entonces algún hijo de puta te enterrará. —Se metió el meñique en la oreja y se rascó—. Y después —dijo absorto—, cuando tú te hayas ido, el hijo de puta se follará a tu mujer.
Sentí que mi rostro se endurecía de tensión, congelado en una mirada impenetrable. Levanté la pistola con serenidad, la sostuve fuerte y apunté entre los ojos de Jawarski.
—Vigila —dijo con sorna—. No es un juguete.
Cogí la pistola estática y me la guardé en el bolsillo. Hice un gesto a Jawarski para que se sentara y volví a mi asiento en el sofá.
Nos miramos unos segundos. Me costaba respirar. Jawarski parecía disfrutar.
—Apuesto a que haces lo que puedes por consolar a la viuda de Shaknahyi. ¿Te la has tirado ya?
Volví a sentir crecer la ira y la frustración. Odiaba escuchar sus mentiras, sus justificaciones del crimen y la corrupción. Lo peor de todo es que me decía que Shaknahyi había muerto estúpidamente, por ninguna buena causa. No iba a permitirle que dijera eso.
—Cállate —dije con voz angustiada.
Me vi a mi mismo con la pistola vacilante ante Jawarski.
—¿Lo ves? No puedes disparar. Lo inteligente sería dispararme. Si no, saldré limpio, porque no importa quien me encierre, me escaparé, el caíd Reda se asegurará de que me escape. En esta ciudad nunca me juzgarán.
—No, no te juzgarán —dije, con la certeza de que así sería.
Disparé una vez. La explosión fue tremenda y el eco parecía no acabarse nunca, como un trueno. Jawarski cayó hacia atrás a cámara lenta, con la mitad de la cara destruida. Había sangre por todas partes. Tiré la pistola al suelo. Nunca antes había disparado con una pistola de balas. El retroceso me lanzó contra el sofá, incapaz de recuperar el aliento.
Cuando crucé la puerta no planeaba matar a ese hombre, pero lo había hecho. Había sido una decisión consciente. Había aceptado la responsabilidad de hacer justicia, porque tenía la certeza de que de otro modo no se haría. Me miré las manos y los brazos llenos de sangre.
La puerta se abrió de un portazo. Primero llegó Morgan, luego Saied. Se detuvieron en el umbral y observaron la escena.
—Muy bien —dijo Saied despacio—. Ya has atado un cabo suelto.
—Escucha, tío —dijo Morgan—, tengo que irme. No me necesitas para nada más, ¿no?
Me quedé mirándole. Me pregunté por qué no estaban horrorizados.
—Vámonos, tío —dijo Morgan—. Alguien puede haberlo oído.
—Oh, seguro que alguien lo ha oído —dijo Saied—. Pero en este barrio nadie es lo bastante estúpido como para hacer averiguaciones.
Me desconecté el moddy de tipo duro. Ya tenía bastante de Rex por una temporada. Salimos del apartamento y bajamos la escalera. Morgan se fue en una dirección y Medio Hajj y yo en la otra.
—¿Y ahora qué? —preguntó Saied.
—Tenemos que ir al coche —dije.
No me gustaba la idea en absoluto. El sedán estaba aún en casa de Abu Adil. No me sentía con fuerzas para volver allí tan pronto, después de que el bastardo había creído matarme. Volvería. Tenía esa cuenta pendiente. Pero todavía no.
Saied debió de adivinar mis pensamientos por el tono de mi voz.
—Te diré lo que haremos —me dijo—. Quédate aquí, iré a por el coche, tú siéntate y espera. No tardaré.
—Muy bien —dije, y le di las llaves.
Le estaba infinitamente agradecido por haber venido en mi busca y por poder contar con él. No tenía motivo para no volver a confiar en él. Eso estaba bien porque, a pesar del moddy que anulaba el dolor, estaba a punto de desmayarme. Necesitaba que me viera un médico enseguida.
No quería sentarme en un escalón, porque las pasaría moradas para volverme a levantar. Me apoyé contra la pared encalada de una pequeña casa en ruinas. Por encima de mí oía los gritos estrepitosos de los chotacabras, que se lanzaban en picado sobre los tejados para cazar insectos. Miré enfrente de la calle a otro edificio de pisos y vi helechos salvajes y saludables que crecían desde las superficies horizontales hacia arriba y abajo de la pared, semillas que habían encontrado condiciones favorables en el lugar más insospechado. De las ventanas abiertas salía olor a comida: repollo hervido, carne asada, pan en el horno.
Estaba rodeado de vida, y sin embargo no podía olvidar que había derramado la sangre de un asesino. Aún sostenía la pistola automática. No sabía qué iba a hacer con ella. Mi mente no pensaba con claridad.
Al cabo de un rato, vi como el sedán se detenía ante mí. Saied salió y me ayudó a entrar. Me senté y él cerró la puerta.
—¿Adonde vamos? —me preguntó.
—Al maldito hospital.
—Buena idea.
Cerré los ojos y sentí el monótono sonido del coche por las calles. Me adormilé. Saied me despertó al llegar. Dejé la pistola estática y el 45 bajo el asiento y salimos del coche.
—Escucha —dije—. Sólo voy a entrar en la sala de urgencias y me recompondrán. Después de eso, tengo que ver a unas cuantas personas. Ya puedes irte.
Medio Hajj entornó los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Aún no confías en mí?
Negué con la cabeza.
—No es eso, Saied. Ya lo he olvidado todo. Es que a veces trabajo mejor sin público, ¿vale?
—Claro. Una clavícula rota no es bastante para ti. No pararás hasta que tengamos que enterrarte en cinco contenedores distintos.
—Saied.
Levantó ambas manos.
—Muy bien, muy bien. Si quieres volver a irrumpir en casa del caíd Reda y de Himmar, es tu problema.
—No voy a volver a enfrentarme con ellos. Quiero decir que por ahora no.
—Ah, bien, cuando lo hagas dímelo.
—Puedes apostar —dije. Le di veinte kiams—. Coge un taxi desde aquí.
—Aja. Llámame más tarde —me dijo, devolviéndome las llaves del coche.
Asentí y subí la rampa de la entrada a la sala de urgencias. Saied me había llevado al mismo hospital que las dos veces anteriores. Empezaba a sentirme como en casa.
Rellené los malditos formularios y esperé media hora hasta que uno de los residentes pudo visitarme. Me roció algo sobre la piel del hombro con un difusor y luego manipuló los huesos rotos.
—Seguramente le dolerá —dijo.
No sabía que tenía un software conectado que se ocuparía de eso. Sin duda era la única persona en el mundo que tenía ese potenciador, pero no era ninguna celebridad. Hice las muecas y los aspavientos de rigor, aunque en general me comporté como un valiente. Me inmovilizó el brazo izquierdo con una venda muy tensa.
—Lo está llevando muy bien.
—He recibido entrenamiento esotérico —dije—. El control del dolor está en la mente.
Eso tenía bastante de cierto, estaba conectado a la mente al final de un largo alambre de plata con envoltorio de plástico.
Cuando el doctor terminó con la clavícula, me curó los cortes y las contusiones. Luego escribió algo en una receta.
—En cualquier caso, le daré esto para el dolor. Quizá los necesite, si no, mejor para usted.
Arrancó la hoja y me la dio.
Me quedé mirándolo. Me había recetado veinte Nofeqs, analgésicos tan flojos que en el Budayén cambias diez de ellos por una soneína.
—Gracias —dije bruscamente.
—No tiene sentido ser un héroe y sufrir, cuando la ciencia médica puede ayudar. —Me dio un vistazo general y decidió que había terminado conmigo—. Se pondrá bien en unas seis semanas, señor Audran. Le aconsejo que lo vea un médico dentro de unos días.
—Gracias —repetí.
Me dio unos papeles, yo los llevé a una ventanilla y pagué en metálico. Luego salí al vestíbulo principal del hospital y subí en ascensor hasta el vigésimo piso. La enfermera de turno era otra, pero Zain, el guardia de seguridad, me reconoció. Crucé el pasillo hasta la suite uno.
Junto a la cama de Papa estaban un doctor y una enfermera. Al entrar se volvieron para mirarme, con caras sombrías.
—¿Algo va mal? —pregunté asustado.
El doctor se rascó la barba gris con una mano.
—Su estado es crítico.
—¿Qué demonios ha pasado?
—Se había estado quejando de debilidad, dolores de cabeza y de vientre. Durante mucho tiempo no hemos podido explicarlo.
—Sí, ya se encontraba mal en casa, antes del incendio. Estaba demasiado enfermo como para escapar por su propio pie.
—Le hemos hecho pruebas más precisas —dijo el doctor— y por fin algo ha dado positivo. Ha estado ingiriendo una neurotoxina bastante sofisticada, presumiblemente desde hace varias semanas.
Sentí un escalofrío. Alguien había estado envenenando a Friedlander Bey, sin duda alguien de la casa. Ya tenía bastantes enemigos y mi reciente experiencia con Medio Hajj demostraba que no podía descartar a nadie como sospechoso. De repente, mis ojos repararon en algo que descansaba en la mesita de noche de Papa. Era una lata de metal redonda, y al lado estaba la tapadera. En la lata había una capa de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar.
—Umm Saad —murmuré. Le había estado dando esos dátiles desde que se trasladó a vivir a su casa. Fui hacia la mesita—. Si analiza esto —le dije al doctor—, apuesto a que encontrará la causa.
—Pero quién…
—No se preocupe por quién. Haga que se recupere.
Eso había sucedido porque estaba tan obcecado en mi propia vendetta con Jawarski que no había prestado la atención necesaria a Umm Saad. Al dirigirme a la puerta pensé: ¿no fue la mujer de César Augusto quien lo envenenaba con higos de su propio árbol, para deshacerse de él y que su hijo fuera emperador? Me excusé ante mí mismo por no haber reparado en la semejanza. Tantas malditas historias no pueden evitar repetirse.
Bajé, y saqué mi coche del aparcamiento, luego conduje hasta la comisaría. Recuperé el control de mí mismo cuando el ascensor me llevó hasta el tercer piso. Me dirigí a la oficina de Hajjar, el sargento Catavina intentó detenerme, pero me limité a empujarlo contra una pared de mamparas y continué caminando. Abrí violentamente la puerta de Hajjar.
—Hajjar-dije.
Toda la rabia y la aversión que sentía hacia él estaban contenidas en esas dos sílabas.
Levantó la vista de los papeles, con expresión de temor cuando vio mi rostro.
—Audran, ¿qué ocurre?
Le lancé el 45 en su escritorio ante sus narices.
—¿Recuerdas aquel tipo que mató a Jirji? Lo encontrarán en el suelo de cierta ratonera. Alguien le disparó con su propia pistola.
Hajjar contemplaba incómodo la automática.
—Alguien le disparó, ¿eh? ¿Tienes idea de quién?
—Por desgracia no. —Le dediqué una malévola sonrisa—. No tengo microscopio, pero me parece que quien lo hiciera borró sus huellas del arma. Quizá nunca resolvamos este asesinato.
Hajjar se reclinó en su silla giratoria.
—Probablemente no. Bueno, al menos los ciudadanos se alegrarán de oír que Jawarski ha sido neutralizado. Buen trabajo de policía, Audran.
—Sí, claro. —Me di la vuelta para marcharme y cuando llegué a la puerta le miré y le dije—: Uno menos, ¿sabes a lo que me refiero? Ya sólo quedan dos.
—¿De qué demonios estás hablando?
—De que Umm Saad y Abu Adil son los siguientes. Y una cosa más: sé quién eres y lo que haces. Vigila tu culo. El tipo que disparó a Jawarski anda suelto y podría tenerte en su punto de mira.
Tuve el placer de ver desvanecerse la sonrisa superior de Hajjar. Cuando salí de su oficina, murmuraba para sí y se disponía a descolgar el teléfono.
Catavina esperaba en el pasillo cerca del ascensor.
—¿Qué le has dicho? —preguntó preocupado—. ¿Qué le has dicho?
—No te preocupes, sargento, tu siesta vespertina está a salvo, al menos por un tiempo. Pero no te sorprendas si de repente hay una llamada al orden en el departamento. Deberías empezar a actuar como un verdadero policía. —Apreté el botón del ascensor—. Y perder algo de peso mientras puedas.
Mi humor mejoró mientras bajaba a la planta. Cuando salí a los últimos rayos del sol de la tarde, casi me sentí normal.
Casi. Aún era prisionero de mi propia culpa. Planeaba ir a casa y descubrir más detalles sobre la relación de Kmuzu con Abu Adil, pero me encontré a mí mismo caminando en dirección contraria. Cuando oí la llamada a la oración de la tarde, dejé el coche en el zoco de la calle el-Khemis. Allí había una pequeña mezquita, me detuve en el patio para quitarme los zapatos y hacer la ablución. Luego entré en la mezquita y oré. Era la primera vez que lo hacía en muchos años.
Unirme a la oración con los demás que acudían a esa mezquita de barrio no me libró de mis dudas y mis remordimientos. Tampoco esperaba que lo hiciera. Sin embargo, sentí una entrañable sensación de pertenencia que había desaparecido de mi vida en la niñez. Por primera vez desde que llegué a la ciudad, podía acercarme a Alá con toda humildad, y con sincero arrepentimiento mis plegarias serían aceptadas.
Después del servicio de oración, hablé con un patriarca de la mezquita. Hablamos un buen rato y me dijo que había hecho bien en acudir a rezar. Le agradecía que no me sermonease, que me hiciera sentir cómodo y bien acogido.
—Una cosa más, oh respetable.
—¿Sí?
—Hoy he matado a un hombre.
No pareció terriblemente impresionado. Se acarició su larga barba unos segundos.
—Dime por qué lo hiciste —dijo por fin.
Le conté todo lo que sabía de Jawarski, su historial de crímenes violentos antes de llegar a la ciudad, el asesinato de Shaknahyi.
—Era un hombre malvado —dije—, pero a pesar de ello, me siento como un criminal.
El patriarca me puso la mano en el hombro.
—En la azora de «la vaca» está escrito que la venganza es lo prescrito en caso de asesinato. Lo que hiciste no es un crimen a los ojos de Alá, toda alabanza sea con él.
Miré al viejo a los ojos. No intentaba simplemente que me sintiera mejor. No lo decía para aligerar mi conciencia. Recitaba la ley tal como el Mensajero de Dios la había revelado. Conocía el pasaje del Corán al que había aludido, pero necesitaba oírlo de boca de alguien cuya autoridad respetase. Me sentí totalmente absuelto. Casi me echo a llorar de gratitud.
Salí de la mezquita con una extraña mezcla de humores: me inundaba la rabia por desquitarme de Abu Adil y Umm Saad, pero al mismo tiempo sentía un bienestar y una alegría indescriptibles. Decidí hacer otra escala antes de ir a casa.
Chiri se encargaba del turno de noche cuando entré en el club. Me senté en el taburete de siempre en el ángulo de la barra.
—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.
—No —le dije—. No me quedaré mucho. Chiri, ¿tienes algo de soneína?
—Creo que no. ¿Cómo te heriste el brazo?
—¿Algún paxium? ¿O beauties?
Descansó la barbilla en la mano.
—Cielo, pensé que pasabas de drogas. Pensé que de ahora en adelante ibas a estar limpio.
—Mierda, Chiri, no me hagas pasar un mal rato.
Se agachó por debajo del mostrador y se levantó con su pequeña caja de píldoras negra.
—Coge lo que quieras, Marîd. Espero que sepas lo que haces.
—Claro que sí —dije.
Y me serví media docena de cápsulas y tabletas. Me las tragué con un poco de agua, ni siquiera me fijé en lo que eran.