El mar abierto

Ahora el puerto ya no se veía, y los ojos pintados de Miralejos, mojados por las olas, escrutaban mares cada vez más vastos, más desolados. Dos días y dos noches tardaron los compañeros en ir desde Iffish hasta la Isla de Soders, un centenar de millas de tiempo sucio y vientos contrarios. Allí hicieron una escala breve, apenas el tiempo de recargar uno de los odres y comprar una lona de vela alquitranada, que en la barca sin puente protegería de la lluvia y el agua marina las herramientas y provisiones. No se la habían procurado antes porque los hechiceros suelen subsanar esos problemas por medio de sortilegios, los más sencillos y comunes, y en verdad poca magia se requiere para ablandar el agua marina y ahorrarse la molestia de transportar agua dulce. Pero Ged se negaba al parecer a recurrir a sus artes, o a permitir que Algarrobo empleara las suyas. Se limitó a decir: — Mejor no… —y su amigo acató esta decisión, sin discutirla ni hacer preguntas. Porque desde que el viento había henchido por primera vez la vela, los dos habían tenido un presentimiento sombrío, glacial como los vendavales del invierno. Habían dejado atrás el abrigo del puerto, la paz, la seguridad. El camino que recorrían ahora estaba sembrado de peligros; cualquier acto, cualquier movimiento podía tener consecuencias nefastas. En la aventura en que estaban embarcados, la más inocente de las palabras mágicas podía cambiar el azar, pertubar el equilibrio de] destino y de] poder, pues iban ahora hacia el centro mismo de ese equilibrio, hacia el lugar donde se encuentran la luz y las tinieblas. Y quienes andan por esos caminos cuidan mucho lo que dicen.

Nuevamente en el mar bordeando las costas de Soders, donde los prados blancos de nieve subían hasta perderse en cimas brumosas, Ged fue otra vez rumbo al sur, y pronto se internaron en aguas en las que jamás se aventuran los grandes mercantes del Archipiélago, las aguas fronterizas del Confín.

Algarrobo no preguntó cuál era el rumbo, sabiendo que esto dependía de Ged, y que iban a donde tenían que ir. Cuando la Isla de Soders se empequeñeció y palideció a popa, y las olas silbaron y chasquearon bajo la proa y sólo el inmenso piélago gris los rodeó hasta la orilla del cielo Ged preguntó:

—¿Qué tierras hay siguiendo este rumbo?

—Ninguna al sur de Soders. Al sureste hay que navegar mucho para encontrar poco: Pelimer, Kornay, Gosk y Astowell, también llamada Finislandia. Más allá, el Mar Abierto.

—¿Y en el suroeste?

—Rolamenv, una isla del Confín del Levante, y algunas isletas pequeñas alrededor; luego nada hasta que te adentras en el Confín Austral: Rood Toom y la Isla de la Oreja, a donde no van los hombres.

—Nosotros sí, tal vez —dijo Ged con ironía.

—Yo preferiría que no —dijo Algarrobo—. Parece que es horrible, con abundancia de osamentas y de malos augurios. Dicen los navegantes que desde las aguas de la Isla de la Oreja y Sorr se ven estrellas que no se conocen en otras partes, a las que nunca se les dio nombre.

—Es verdad, en la nave que me llevó a Roke por primera vez había un marinero que hablaba de eso. Y contaba historias de los balseros, ese pueblo del extremo del Confín Austral que sólo pisan tierra una vez al año, cuando van a cortar los grandes troncos para sus balsas, y el resto del año, todos los días de todos los meses, flotan a la deriva en el océano, lejos de las tierras. Me gustaría ver esas aldeas flotantes.

—A mi no —dijo Algarrobo con una sonrisa-—. A mí dame tierra y gente de tierra; el mar en su sitio, yo en el mío.

—Me hubiera gustado conocer las ciudades del Archipiélago —dijo Ged mientras aguantaba el cabo de la vela, contemplando el vasto desierto gris que se extendía delante— Havnor en el corazón del mundo, y Ea donde nacieron los mitos, y Shelleth de las Fuentes en Way; todas las ciudades y todas las grandes tierras. Y también las pequeñas, las comarcas extrañas de los Confines Remotos. Navegar en línea recta hasta el paso de los Dragones, y seguir hacia el oeste. o al norte entre los témpanos de hielo, hasta Hogenlandia. Hay quienes dicen que es una comarca más grande que todo el Archipiélago, y otros que no son más que rocas y arrecifes helados. Nadie lo sabe. Me gustaría ver las ballenas de los mares septentrionales Pero no puedo. Tengo que ir a donde me lleva mi destino y dejar atrás las costas luminosas. Tuve mucha prisa y ahora no me queda tiempo. Cambié toda la luz del sol, y las ciudades y las tierras lejanas por un puñado de poder, por una sombra, por la oscuridad.

Así, a la manera dé los magos, Ged vertió en un canto temores y remordimientos: una breve endecha, cantada a *media voz, que no era sólo para él; y Algarrobo en respuesta recordó las palabras del héroe de la Gesta dte Erreth-Akbé:

—Ah, que yo vea una vez más las Ramas vivas del hogar de la tierra, las torres blancas de Havnor…

Y así continuaron navegando en el vasto desamparo del mar. Todo cuanto vieron ese día fue un cardumen de peces plateados que emigraba hacia el sur, pero no hubo delfines que saltaran de las aguas, ni gaviotas, ni golondrinas que volaran en el aire gris. Cuando las sombras cayeron en el este y los fuegos del poniente se encendieron, Algarrobo sacó las provisiones, las repartió, y dijo:

—La última cerveza. Bebo a la salud de quien puso el barril en la barca, para los hombres abrasados de sed en el frío de los mares: mi hermana Milenrama.

Ged olvidó por un momento sus lúgubres cavilaciones, dejó de escudriñar el mar, y brindó por Milenrama con más ardor, acaso, que el propio Algarrobo. Recordó la dulzura de la muchacha, a la vez sensata e infantil. Era tan distinta de todas las personas que había conocido. (¿Qué muchachas había conocido? Nunca lo había pensado.)

—Es corno un pez —dijo—, una cabrilla que nada en un arroyo cristalino… indefensa y sin embargo no la puedes atrapar.

Algarrobo lo miró a los ojos, sonriendo.

—Mago eres de nacimiento —dijo— porque el nombre verdadero de Milenrama es Kest. —Kest en el Habla Antigua es cabrilla; Ged lo sabía, y se le alegró el corazón. Pero un momento después dijo en voz baja—: No tendrías que haberme dicho el nombre, quizás.

Y Algarrobo, que no había hablado a la ligera, le respondió:

—Contigo ese nombre está tan seguro como el mío. Y además, tú lo sabías sin que yo te lo dijera…

El púrpura del oriente se diluyó en cenizas, y el gris ceniciento se disolvió en negro. En el mar y en el cielo todo era oscuridad. Envuelto en la capa de lana y pieles, Ged se acostó a dormir en el fondo de la barca. Algarrobo, aguantando el cabo de la vela, cantaba en voz baja el pasaje de la Gesta de Enlad que narra cómo el mago Morred el Blanco se hizo a la mar en un navío sin remos y al llegar a la Isla Soléa vio a Elfarran en los vergeles florecidos. Ged se durmió antes de que el canto hablara del triste fin de los amores de Morred, la muerte de Morred, la ruina de Enlad, las olas del mar, inmensas y crueles, anegando los huertos de Soléa. Alrededor de la media noche Ged despertó, y una vez más montó guardia mientras Algarrobo dormía. La pequeña barca surcaba un mar agitado, y huyendo del viento que soplaba en la vela, coma a ciegas a través de la noche. Pero la negra techumbre del cielo se había abierto, y poco antes del alba un perfil de luna brilló entre las orlas parduscas de las nubes vertiendo sobre el mar un débil resplandor.

—La luna menguante viaja hacia la noche oscura —murmuró Algarrobo, que despertó al amanecer, cuando durante un rato amainó el viento frío. Ged alzó los ojos y miró el arco de luz blanquecina, sobre las aguas que. palidecían en el Levante, pero no dijo nada. Esa noche oscura de la luna, la primera que sigue al Retorno del Sol, se llama la Tregua, y es el polo opuesto de los días estivales de la Luna y la Larga Danza. Es un período nefasto para los viajeros y los enfermos; jamás durante la Tregua se le da a un niño el verdadero nombre, ni se cantan las Gestas, ni se afilan herramientas o espadas, y no hay promesas ni juramentos. Es el eje oscuro del año, cuando lo que se hace se hace mal.

A tres días de navegación desde Soders, siguiendo el rumbo de las aves marinas y de las algas flotantes, llegaron a Pelimer, una pequeña isla que se elevaba en una giba sobre las olas grises. Los habitantes hablaban en hárdico, pero a su manera, extraña incluso a los oídos de Algarrobo. Los jóvenes viajeros desembarcaron en busca de agua dulce, y cansados de tanto navegar, y al principio fueron bien recibidos, con asombro y excitación. En el burgo principal de la isla había un hechicero, pero estaba loco. No hablaba de otra cosa que de la enorme serpiente que devoraba los cimientos de Pelimer, y aseguraba que la isla flotaría muy pronto como una barca a la deriva y se deslizaría más allá de la orilla del mundo. Al principio, saludó cortésmente a los jóvenes hechiceros, pero mientras hablaba de la serpiente empezó a mirar de soslayo a Ged, y terminó por insultarlos en plena calle, llamándolos espías y servidores de la Serpiente Marina. Después de eso, los pelimerianos los miraron con desconfianza, pues aunque loco, el hombre era para ellos el hechicero del lugar. Así pues, Ged y Algarrobo no se quedaron mucho tiempo en la isla, y antes de que cayera la noche partieron otra vez, yendo siempre hacia el sur y el este.

En aquellos días y noches de navegación, Ged no habló nunca de la sombra, ni tampoco del motivo del viaje; y Algarrobo apenas llegó a balbucear una pregunta, mientras seguían siempre el mismo rumbo, alejándose de las islas conocidas de Terramar:

—¿ Estás seguro … ?

A lo que Ged sólo respondió:

—¿Está seguro el hierro de dónde está el imán?

Algarrobo asintió en silencio y en silencio siguieron navegando. De vez en cuando, sin embargo, hablaban de las artes y artificios con que los magos de tiempos remotos habían conseguido descubrir el nombre secreto de poderes y criaturas maléficos: de Nereguer de Paln, que se había enterado del nombre del Mago Negro escuchando a hurtadillas la conversación de unos dragones; de Morred, que había visto cómo unas gotas de lluvia escribían el nombre del enemigo en el polvo del campo de batalla, en los Llanos de Enlad. Hablaban de los sortilegios de busca, y de las invocaciones, y de las Preguntas Ciertas, que sólo el Maestro de las Formas puede hacer. Pero Ged terminaba a menudo recordando las palabras que había dicho Ogión en lo alto de la montaña, en un otoño lejano: «Para oír es preciso callar … » Y se encerraba en un silencio profundo, y cavilaba hora tras hora con los ojos siempre fijos en el mar, sentado a proa. A Algarrobo le parecía a veces que Ged, más allá de las olas y las millas y los días grises aún por venir, estaba viendo la cosa que perseguían y el término sombrío del viaje.

Pasaron entre Kornay y Gosk en medio de nieblas y lluvias, y no vieron las islas. Sólo al día siguiente supieron que las habían dejado atrás, cuando avistaron unos riscos empinados, sobre los que revoloteaban en círculos numerosas bandadas de gaviotas, cuyo doliente graznido podía oírse desde lejos en el mar. Algarrobo dijo:

—Por lo que parece, ésa ha de ser AstoweIl. Finislandla. Al este y al sur de esta isla los mapas están en blanco.

—Sin embargo, quienes viven allí sabrán de tierras más lejanas —respondió Ged.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Algarrobo.

Pues Ged había hablado con agitación; y la respuesta fue también entrecortada y extraña.

—No allí —dijo, mirando hacia Astowell, y más allá de la isla, o a través de ella—. No allí. No en el mar, sino en tierra seca ¿ qué tierra? Más allá de las fuentes del mar, más allá el nacimiento, detrás de las puertas de la luz del día…

Calló, y cuando volvió a hablar lo hizo con su voz de siempre, como si se hubiera librado de pronto de un sortilegio o una visión, que apenas recordaba.

El puerto de AstoWell, un estuario entre dos promontorios rocosos, estaba en la costa septentrional de la isla, y todas las cabañas del burgo miraban al norte y al este; era como si la isla volviera siempre la cara, aunque desde tan lejos, hacia Terrarnar, hacia el mundo de los hombres.

Con revuelo y consternación fueron recibidos los forasteros, pues llegaban en una época del año en la que ningún navío desafiaba jamás los mares cercanos a la isla. Las mujeres se quedaron dentro de las cabañas de junco, espiando por la puerta, escondiendo a los niños pequeños detrás de las faldas, y retrocediendo temerosas a la oscuridad, cuando vieron que los recién llegados subían desde el puerto. Los hombres, macilentos y mal vestidos contra el frío, blandiendo cada uno un hacha de piedra o un cuchillo de hueso, se reunieron en un círculo solemne alrededor de Ged y Algarrobo. Pero una vez que se les pasó el miedo dieron la bienvenida a los forasteros, mientras los acosaban con interminables preguntas. Rara vez en verdad llegaba alguna nave a Astowell, ni siquiera desde Soders o Rolarneny, ya que nada tenían, ni siquiera madera, que pudieran trocar por bronce o adornos. Navegaban en botes de cañas, y muy temerario tenía que ser quien se aventurara a surcar los mares hasta Gosk o Komay en una de esas embarcaciones. Vivían en absoluta soledad allí, en la orilla de todos los mapas. No tenían bruja ni hechicero, y no apreciaron las varas de los jóvenes hechiceros por lo que eran en realidad, admirándolas sólo por la sustancia preciosa de que estaban hechas, madera. El jefe isleño era muy anciano, y el único del pueblo que había visto antes a un hombre nacido en el Archipiélago. Ged, por lo tanto, era para ellos un ser maravilloso: los hombres llevaban a sus hijos pequeños a que vieran al archipelágico, así podrían acordarse de él en la vejez. Nunca habían oído hablar de Gont y sólo conocían de mientas Havnor y Ea, y lo tomaron por un Señor de Havnor. Ged trató de responder lo mejor que pudo a quienes preguntaban por una ciudad blanca que él jamás había visto. Pero a medida que caía la noche se sentía cada vez más intranquilo, y al fin se acercó a los hombres, cuando estaban reunidos en el albergue al calor maloliente del estiércol de cabra y los haces de retama negra que eran el único combustible que tenían, y les preguntó:

—¿Qué hay al este de vuestra tierra?

Los hombres callaron, algunos sonrientes, otros sombríos. El viejo Islano respondió:

—El mar.

—¿No hay tierras más allá?

—Esta es Finislandia. No hay tierras más allá. No hay más que agua hasta la orilla del mundo.

—Éstos son hombres sabios, padre —dijo un hombre más joven—, hombres de la mar, viajeros. Quizá ellos sepan de una tierra que nosotros ignoremos.

—No hay ninguna tierra al este de esta tierra —dijo el viejo, y miró a Ged largamente, y no le. habló más.

Esa noche los compañeros durmieron al calor humeante del albergue. Antes del alba Ged sacudió a su amigo, murmurando:

—Estarriol, despierta. No podemos quedamos. Tenemos que partir.

—¿Por qué tan temprano? —preguntó Algarrobo, aún no del todo despierto.

—No es temprano, es tarde. He sido demasiado lento. La sombra ha encontrado cómo escapar de mí, y condenarme. No puedo dejar que escape, y he de seguirla a donde vaya. Si la pierdo estoy perdido.

—¿Hacia dónde la seguiremos?

—Hacia el este. Ven. He llenado los odres.

Salieron del albergue mientras todos dormían aún en la aldea, excepto un bebé que lloró un momento en la oscuridad de una cabaña y volvió a dormirse. A la débil luz de las estrellas encontraron el camino que descendía al estuario, desataron a Miralejos de la punta de roca a la que estaba amarrada, y la empujaron hacia el agua negra. Así partieron de Astowell rumbo al este, por el Mar Abierto, en el primer día de la Tregua, antes de la salida del sol.

Ese día tuvieron cielos claros. El viento del mundo soplaba frío y en ráfagas desde el nordeste, pero Ged había levantado el viento de la magia: su primer acto de magia desde que partiera de la Isla de las Manos. Navegaban veloces rumbo al este. Golpeada por olas enormes, humeantes a la luz del sol, la barca se estremecía, pero continuaba adelante, como lo prometiera el antiguo dueño, y respondía tan exactamente al viento de la magia como cualquier nave encantada del país de Roke.

Ged no habló en toda la mañana, excepto para renovar el viento de la magia o mantener el hechizo que reforzaba la vela, y Algarrobo echado en la popa, terminó de dormir, aunque intranquilo. A mediodía comieron. Ged repartió unas porciones escasas, y el augurio era evidente, pero los dos mascaron en silencio la ración de pescado salado y galleta de trigo.

Durante toda la tarde fueron hacia el este; siempre en el mismo rumbo, y con la misma velocidad. Una sola vez Ged rompió el silencio, diciendo:

—¿Estás de acuerdo con los que dicen que el mundo es todo mar más allá de los Confines Remotos, o con quienes imaginan otros Archipiélagos o vastas tierras ignotas en la otra cara del mundo?

—En este momento —respondió Algarrobo— estoy con los que piensan que el mundo tiene una sola cara, y que el que navegue demasiado lejos caerá al llegar al borde.

Ged no sonrió: no quedaba en él ninguna alegría.

—¿Quién sabe lo que un hombre podría encontrar allá? No nosotros, por cierto, que nunca nos alejaremos de nuestras costas y riberas.

—Algunos han querido saberlo, y nunca han regresado. Y jamás hemos visto un navío que llegara de tierras desconocidas.

Ged no respondió.

Todo aquel día y toda aquella noche el poderoso viento de la magia los empujó hacia el este sobre las olas tumultuosas del océano. Ged montó guardia desde el crepúsculo hasta el amanecer, pues la fuerza que lo atraía o lo impulsaba crecía aún más en la oscuridad. Miraba sin cesar hacia adelante, aunque en la noche sin luna veía tan poco como los ojos pintados en la proa ciega de la barca. Al alba, la fatiga le había agrisado el rostro y tenía el cuerpo tan acalambrado por el frío que a duras penas pudo estirarlo para descansar. Dijo en un murmullo:

—Mantén el viento mágico del este, Estarriol —y al instante se quedó dormido.

No hubo amanecer, y poco después llegó la lluvia del nordeste y azotó de costado la proa de la barca. No era una tempestad, sólo los vientos y las lluvias de] invierno, glaciales e interminables. Pronto todo cuanto había en la barca estuvo anegado, a pesar de la lona, y Algarrobo se sintió también calado hasta los huesos; y Ged tiritaba mientras dormía. Compadecido de su amigo, y quizá de sí mismo, Algarrobo trató de desviar aquel viento incesante que traía la lluvia. Mas, aunque respetando la voluntad de Ged mantenía fuerte y constante el viento de la magia, su habilidad de maestro de nubes y vientos tenía allí escaso poder, tan lejos de las tierras; el viento del Mar Abierto no lo escuchó.

Esto despertó en él cierto temor, y empezó a preguntarse qué poderes de hechicería quedarían en él y en Ged si continuaban alejándose todavía más de las tierras destinadas a morada de los hombres.

Ged volvió a montar la guardia esa noche, y mantuvo la barca en rumbo hacia el este. Cuando llegó el día, el viento del mundo amainó un poco y el sol brilló con intermitencia; pero las olas eran tan altas que Miralejos tenía que empinarse y escalarlas como si fuesen colinas, y suspendida sobre la cresta, se zambullía de golpe y se empinaba para escalar otra ola, y otra y otra…

En la noche de ese día Algarrobo quebró un largo silencio.

—Amigo mío —dijo—, una vez hablaste como si supieras que al fin llegaremos a tierra. No pongo en duda tu visión, pero, ¿no podría tratarse de un ardid, de una celada de esa cosa que persigues, para atraerte mas allá de lo que un hombre puede ir por el océano? Porque nuestro poder podría desvirtuarse y debilitarse en mares extraños. Y una sombra no conoce la fatiga, no siente el hambre, no se ahoga.

Estaban sentados en la bancada, el uno al lado del otro , y sin embargo Ged miraba a su amigo como desde muy lejos, como a través de un ancho abismo. Tenía la mirada turbia y tardó en responder.

Dijo al fin:

—Estarriol, nos estamos acercando.

Y Estarriol, al oírlo, supo que decía la verdad. Y tuvo miedo. Pero posó la mano en el hombro de Ged y dijo simplemente:

—Bien, entonces; bueno. Está bien.

Una vez más Ged veló esa noche, pues no podía dormir en la oscuridad. Ni quiso dormir cuando despuntó el tercer día. Y siguieron deslizándose siempre ligeros sobre las aguas, a una velocidad terrible, sin tregua ni reposo. Y Algarrobo se preguntaba cómo era posible que el poder de Ged mantuviese hora tras hora tan fuerte el viento mágico, allá en el Mar Abierto, donde él sentía que el poder se le dispersaba y debilitaba. Y mientras navegaban, Algarrobo empezó a creer que Ged había dicho la verdad, que esa ruta los llevaría más allá de las fuentes del océano y por el este al otro lado de las puertas de la luz. Ged, desde la proa, miraba siempre la lejanía. Pero no era ya el océano lo que escrutaba ahora, o no el océano que veía Algarrobo, un piélago de aguas turbulentas que se extendía hasta el linde del cielo. Una visión oscura enturbiaba las pupilas de Ged, un velo se interponía entre sus ojos y el mar gris y el cielo gris, y esa oscuridad se extendía, y el velo era cada vez más espeso. Algarrobo no veía nada parecido, excepto cuando miraba a Ged a los ojos: entonces también él veía un instante aquella sombra. Y navegaban y seguían navegando. Un mismo viento llevaba a los dos en una misma barca, mas era como si Algarrobo navegara hacia el este por los mares del mundo, en tanto que Ged penetraba a solas en una comarca en las que no había este ni oeste, donde no había naciente ni poniente para el sol o las estrellas.

De repente, Ged se puso de pie sobre la proa y habló en voz alta. El viento de la magia cesó. Miralejos se detuvo y como una rama seca rodó arriba y abajo sobre las aguas encrespadas. Y la vela pendió del mástil, floja e inmóvil, aunque el viento del mundo soplaba siempre con fuerza del oeste. Suspendida sobre las olas, la barca se sacudía siguiendo el vasto y lento movimiento, pero ya no avanzaba.

—Arría la vela —dijo Ged, y Algarrobo se apresuró mientras Ged soltaba los remos, los insertaba en los toletes y encorvaba la espalda para remar.

Algarrobo, que no veía alrededor nada más que olas revueltas, no comprendía por qué ahora continuaban a remo; pero nada dijo y esperó, y a poco advirtió que el viento del mundo empezaba a aquietarse, y que el empuje del agua decrecía. La barca se sacudía y empina a cada vez menos hasta que al fin pareció avanzar al vigoroso impulso de los remos de Ged Por aguas casi inmóviles, como en una bahía cercana. Y aunque Algarrobo no veía lo que Ged veía, cuando entre uno y otro golpe de los remos miraba por encima del hombro delante de la barca, aunque no veía unas pendientes tenebrosas bajo estrellas inmóviles, empezó a vislumbrar, con ojo de hechicero, una oscuridad que colmaba los huecos de las olas, todo alrededor de la barca, y vio que el oleaje descendía lento y perezoso, ahogado con arena.

Si era un sortilegio de ilusión, tenía poder inverosímil: hacer que el Mar Abierto pareciera tierra. Tratando de no perder la cordura y el coraje, Algarrobo pronunció el Sortilegio de Revelación, esperando ver, entre cada palabra lentamente pronunciada, algún cambio, un temblor de la ilusión en ese extraño y seco bajío del océano abisal. Pero no advirtió nada. Acaso el sortilegio, aunque afectara sólo la visión y no la magia que obraba en torno de ellos, no tuviese allí ningún poder. O quizá no era ilusión, y habían llegado al fin del mundo.

Ged remaba abstraído cada vez más lentamente, mirando por encima del hombro, abriéndose paso entre canales, bajíos y arrecifes que sólo él podía ver. La barca se estremecía cuando la quilla tocaba fondo. Bajo esa quilla se abría la insondable profundidad del mar, y sin embargo estaban en tierra, en tierra seca. Ged levantaba los remos y la madera se deslizaba en los toletes con un crujido terrible, pues no se oía allí ningún otro ruido. Todos los ruidos del mar, del viento, de la barca y la vela se habían apagado, perdidos en un silencio vasto y profundo, acaso inmemorial. Y la barca estaba inmóvil. No soplaba una ráfaga de viento. El mar se había transformado en arena, en un arenal quieto y oscuro. Nada se movía en el cielo sombrío ni en aquel suelo seco, irreal, que se extendía hasta perderse de vista en una tiniebla impenetrable todo alrededor de la barca.

Ged se puso de pie y tomó la vara y saltó con ligereza por encima de la borda. A Algarrobo le pareció que lo veía caer y hundirse en el mar, el mar que tenía que estar allí, ajo ese velo seco que ocultaba el agua, el cielo y la luz. Pero no, el mar ya no estaba allí. Ged se alejaba de la barca y dejaba huellas de pies sobre la arena que crujía levemente.

Y la vara de Ged brilló entonces, no con una luz fatua sino con un resplandor claro y blanco, pronto tan radiante que le enrojeció los dedos.

Y Ged seguía avanzando, alejándose de la barca, pero en ninguna dirección. No había direcciones en esa comarca, no había norte ni sur, ni este ni oeste, sólo el allá y el lejos.

Para Algarrobo, que lo observaba, la luz de Ged era como una gran estrella que se desplazaba lentamente en la oscuridad. Y en torno de ella las tinieblas eran cada vez más densas, más negras, más compactas . También Ged veía eso, mirando siempre adelante, a través de la luz. Y un momento después vio aparecer en la orla lejana y pálida de la luz una sombra que avanzaba por la arena.

Al principio no tenía forma, pero a medida que se acercaba fue tomando el aspecto de un hombre. Un hombre viejo parecía, gris y siniestro, el que avanzaba hacia Ged; pero en el instante mismo en que Ged reconoció a su padre el forjador en aquella figura, vio que no era un hombre viejo sino un joven. Era Jaspe: el agraciado e insolente rostro de Jaspe, y la capa gris sujeta con el alfiler de plata y el paso medido. Y era de odio la mirada que clavó en Ged a través de la oscuridad del aire. Ged caminó más lentamente y alzó aún más la vara. El resplandor se avivó y en la figura que se aproximaba la apariencia de Jaspe se transformó en Pechvarry. Pero la cara de Pechvarry era abotagada y pálida como la de un ahogado, y extendía la mano de una manera rara, como si hiciera una señal. Tampoco esta vez Ged se detuvo, y siguió adelante, aunque ahora sólo los separaban unos pocos pasos. De pronto la cosa que estaba frente a él cambió por completo, extendiéndose a los lados como si desplegara unas alas enormes y finas, y se contorsionó, se hinchó y volvió a encogerse. Por un instante Ged vio en ella la cara blanca de Skior, y un par de ojos, turbios, velados, que se clavaban en él, y luego, bruscamente, una cara aterradora que no conocía, hombre o monstruo, de labios convulsos y ojos que eran como fosos y se hundían en un abismo negro.

Ged alzó entonces la vara, bien alto, y el resplandor fue de pronto intolerable, de una blancura tan ardiente que dominó arrasó aquella antigua oscuridad. Bajo esa luz, toda forma humana se desprendió como una piel de la cosa que avanzaba hacia Ged. Se encogió y se contrajo, se ennegreció, mientras reptaba por la arena en cuatro cortas patas provistas de garras y zarpas. Mas todavía avanzaba, alzando hacia Ged un hocico ciego, informe, sin labios, sin orejas ni ojos. Y en el momento en que estuvieron frente a frente, a la blanquísima luz mágica de la vara, se hizo completamente negra, y se irguió. En silencio, hombre y sombra se encontraron cara a cara y se detuvieron.

En voz alta y clara, rompiendo aquel viejo silencio, Ged pronunció el nombre de la sombra, y en el mismo instante, habló la sombra, sin labios ni lengua, y dijo la misma palabra: —Ged. —Y las dos voces fueron una sola voz.

Ged soltó la vara, extendió los brazos y abrazó a la sombra, a la negra mitad que reptaba hacia él. Luz y oscuridad se encontraron, se fusionaron, se unieron.

A Algarrobo, que observaba aterrorizado desde lejos, a través de a arena y la oscura penumbra, le pareció que Ged había sido vencido, pues el resplandor deslumbrante decaía, se atenuaba. Furioso Y desesperado saltó a la arena para ayudar a Ged o perecer con él, y corrió hacia el resplandor mortecino que se apagaba en la noche en la árida comarca. Pero los pies se le hundían en la arena y luchó como si caminara por arenas movedizas, o por un caudaloso torrente, y de pronto, en medio de un estrépito ensordecedor, y de la gloria de la luz del día, y del impacable frío del invierno, y del áspero sabor de la sal, el mundo fue restaurado para él y se encontró vadeando un mar súbito, verdadero, viviente.

No lejos de allí la barca se balanceaba, vacía sobre las olas grises. Nada más veía Algarrobo sobre las aguas; las crestas espumosas de las olas le golpeaban ojos y lo enceguecían. No era buen nadador, y se debatió como pudo hasta la barca; subió a ella y mientras tosía y trataba de escurrir el agua que le chorreaba del pelo, miró en torno con desesperación, sin saber para qué lado tenía que mirar. Al fin descubrió algo oscuro en medio de las olas, allá a lo lejos, en lo que antes fuera arena y era ahora aguas turbulentas. Se abalanzó sobre los remos y remó vigorosamente hacia su amigo, y luego tomándolo por los brazos, lo ayudó y lo izó por la borda.

Ged estaba atontado, los ojos fijos como si no vieran nada, pero no parecía haber sufrido ningún daño. Con los dedos de la mano derecha apretaba la vara, ahora negra madera de tejo, extinguido ya todo resplandor. No dijo una sola palabra. Agotado y calado hasta los huesos, temblando de frío, se acurrucó contra el mástil, sin hablarle a Algarrobo, que había levantado la vela y con la mano en el timón buscaba el viento del nordeste. Nada vio del mundo hasta el momento en que frente a la proa, en el cielo que se ensombrecía en el ocaso, entre largas nubes y en una bahía de clara luz azul, brilló la luna nueva: un anillo de marfil, un fino aro de cuerno, la luz reflejada del sol sobre el océano de la noche.

Ged alzó el rostro y miró en el horizonte la luna creciente, remota y luminosa.

Largamente contempló aquella luna, y al fin se puso en pie y se irguió, sosteniendo la vara con ambas manos, como si fuese una espada. Miró el cielo, el mar, la vela henchida por el viento, el rostro de su amigo.

—Estarriol —dijo—, mira, ya está. Ha concluido. —Se echó a reír.— La herida ha sanado. Estoy entero. Soy libre. —Y bajó la cabeza, y escondió el rostro entre los brazos, y lloró como un niño.

Hasta ese momento Algarrobo lo había observado con temor y ansiedad, pues no sabía con certeza qué había pasado en la comarca tenebrosa. No sabía si era Ged quien estaba con él en la embarcación y desde hacía horas no apartaba la mano del ancla, pronta para perforar el fondo del bote y hundirlo allí en pleno océano, antes que llevar a los puertos de Terramar una cosa maléfica que había tomado el aspecto y la forma de Ged. Ahora, viendo a su amigo, oyéndolo hablar, no tuvo más dudas. Y empezaba a vislumbrar la verdad, que Ged no había ganado ni perdido: al nombrar a la sombra de la muerte con su propio nombre se había convertido en un hombre entero que nunca sería poseído por otro poder, y que viviría sólo por la vida misma, y nunca al servicio de la ruina, el dolor, el odio o la oscuridad. En la Creación de Ea, que es de todos los cantares el más antiguo, se dice: “Sólo en el silencio la palabra., sólo en la oscuridad la luz, sólo en la muerte la vida; el vuelo del balcón brilla en el cielo vacío”.

Ese canto cantaba ahora Algarrobo en voz alta, mientras viraba la barca rumbo al oeste, al empuje del helado viento invernal que soplaba detrás de ellos desde la inmensidad del Mar Abierto.

Ocho días navegaron, y otros ocho, antes de que avistaran tierra. Varias veces tuvieron que llenar los odres de agua de mar endulzada por sortilegios; y pescaron, aunque poco, aun recurriendo a los sortilegios de pesca, pues los peces del Mar Abierto no conocen sus propios nombres y no oyen la voz de la magia. Cuando sólo les quedó para comer unas tiras de carne ahumada, Ged recordó lo que dijera Milenrama cuando él había hurtado la galleta: que se arrepentiría de ese robo cuando tuviera hambre en alta mar; y a pesar del hambre, el recuerdo fue grato. Pues Milenrama había dicho también que Ged y Algarrobo volverían.

En apenas tres días los había llevado al este el viento de la magia; dieciséis tuvieron que navegar de regreso hacia el oeste. jamás hombre alguno que haya viajado por el Mar Abierto ha regresado de tan lejos como los dos jóvenes hechiceros Estarriol y Ged, a bordo de una pequeña barca de pesca, en la Tregua del invierno. No tuvieron que enfrentar grandes tempestades ni les costó mantener el rumbo, guiados por la brújula y por la estrella Tolbegren. Navegando por una ruta un poco al norte de la que siguieran hacia el este, no volvieron por Astowell. Pasaron cerca de Toly y Sneg sin alcanzar a verlas y las primeras tierras que avistaron fueron las del cabo más meridional de Koppish, cuando por encima de las olas vieron unos acantilados de piedra que parecían una enorme fortaleza. Revoloteando en círculos sobre las rompientes, graznaban las gaviotas, y el humo de las chimeneas de los villorrios trepaba en volutas azules que se dispersaban en el viento.

Desde allí, la travesía hasta Iffish no fue larga. En un anochecer apacible y oscuro, antes de una nevada, Regaron al puerto de Ismay. Amarraron a Miralejos, la barca que los llevara en viaje de ida y vuelta hasta las costas del reino de la muerte, y remontando las callejas estrechas llegaron a la morada de Estarriol. Sentían el corazón ligero al entrar bajo ese techo, al calor y la luz del fuego que ardía en el hogar; y MiIenrama corrió a darles la bienvenida llorando de alegría.

Si Estarriol de Iffish cumplió su promesa y compuso un cantar de esa primera gran gesta de Ged, la obra se ha perdido. En el Confín del Levante se cuenta la leyenda de una barca que a días y días de distancia de todas las costas, más allá del abismo del océano, tocó tierra. En Iffish se dice que fue Estarriol quien timoneaba esa barca, pero en Tok cuentan que fueron dos pescadores que una tempestad arrojó al Mar Abierto, y en Holp la historia habla de un pescador holpiano, y dicen que nunca pudo sacar la barca de las arenas invisibles en que estaba encallada, y todavía hoy anda errante por ellas. Así pues, del Cantar de la Sombra sólo quedan unos pocos fragmentos legendarios, llevados como madera de resaca de isla en isla a lo largo de los años. Mas nada se cuenta en la Gesta de Ged de esa travesía ni del encuentro de Ged con la sombra, anterior a los días en que consiguió atravesar el Paso del Dragón, o rescató de las Tumbas de Atuán el Anillo de Erreth Akbé para llevarlo de vuelta a Havnor, o volvió al fin a Roke, como Archimago de todas las islas del mundo.


FIN
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