Iffish

Tres días pasó Ged en aquella aldea de la Mano Oeste, recobrando fuerzas y aprontando una barca hecha no de sortilegios y despojos marinos sino de buena madera espichada y calafateada, con un mástil sólido y una vela verdadera, en la que podría navegar más tranquilo y dormir cuando necesitara hacerlo. Como la mayoría de las embarcaciones del Norte y de los Confines, era una barca de planchas montadas y remachadas una sobre otra para asegurar la resistencia M casco en una mar arbolada; era una barca fuerte y bien construida. Ged reforzó el maderamen con encantamientos profundamente entramados porque pensaba que quizá tuviera que navegar muy lejos. Podía llevar dos o tres tripulantes, y el viejo que era su dueño decía que él y sus hermanos habían navegado con mal tiempo en mar gruesa y que la barca se había comportado como era de esperar.

A diferencia del astuto pescador de Gont, este viejo, maravillado y atemorizado por los poderes mágicos de Ged, le había regalado la barca de buena gana. Pero Ged se la pagó en moneda de mago, curándole las cataratas que estaban a punto de dejarlo ciego. Y el viejo le dijo entonces, feliz:

—Nosotros la llamábamos Chorlito Blanco, mas tú llámala Miralejos, y píntale ojos, uno a cada lado de la proa y mi gratitud vigilará por ti desde esa madera ciega y te protegerá de arrecifes y rocas. Porque había olvidado cuánta luz hay en el mundo, hasta que tú me la devolviste.

Otros trabajos hizo también Ged mientras permaneció en aquella aldea, al pie de los escarpados bosques de la Mano, recuperando sus poderes. Aquellos aldeanos eran como los que había conocido de niño en el Valle Septentrional de Gont, aunque más pobres todavía. Se sentía con ellos como en su propia casa, como jamás se sentiría en los castillos de los ricos, y sin tener que hacer preguntas conocía bien cuáles eran las amargas necesidades de esas gentes. Echó pues encantamientos de cura y protección sobre los niños inválidos y enfermizos y sortilegios de crecimiento sobre los descarnados rebaños de cabras y ovejas de los aldeanos; trazó la runa Simn en los usos y telares, los remos de embarcaciones y las herramientas de bronce y piedra que le llevaban, para que trabajaran bien, y sobre los techos de tronco de las cabañas, la runa Pirr, que protege la casa y a sus habitantes del fuego, el viento y la locura.

Cuando la barca Miralejos estuvo pronta y bien aprovisionada de agua y pescado seco, Ged se quedó un día más para enseñar al joven trovador de la aldea la Gesta de Morred y el Lay Havnoriano. Rara vez algún navío del Archipiélago hacía escala en las Islas: los cantares compuestos cien años atrás eran nuevos para aquellos aldeanos, que deseaban oír las hazañas de los héroes. De haber estado libre de lo que pesaba sobre él, Ged se habría quedado allí de buen grado una semana o un mes, para cantarles lo que sabía, para que los grandes cantares pudieran conocerse en otras tierras. Pero no estaba libre, y a la mañana siguiente izó la vela y zarpó en línea recta rumbo al sur a través de los vastos mares del Confín. Porque rumbo al sur había huido la sombra. No necesitaba para saberlo echar un encantamiento de busca: lo sabía con tanta certeza como si estuviera unido a la sombra por una cuerda larga y fina que se desenroscaba y en roscaba entre ellos, por muchas millas y mares y tierras que pudieran separarlos. Continuó navegando, sin prisa y sin esperanza, y el viento del invierno lo empujó hacia el sur.

Un día y una noche navegó por el mar solitario, y al segundo día llegó a una isla pequeña, que según le dijeron se llamaba Vemish. En el pequeño puerto las gentes lo miraban con desconfianza y pronto acudió el hechicero de la aldea. Observó a Ged con ojos penetrantes, y luego se inclinó y dijo en un tono de voz que era a la vez lisonjero y pomposo:

—¡Señor Hechicero! Perdona mi temeridad y hónranos aceptando lo que puedas necesitar en el viaje: víveres, agua, lienzo de velas, cabos… Mi hija lleva en este momento a tu barca un par de gallinas recién asadas… Me parece prudente, sin embargo, que prosi gas tu camino tan pronto como lo creas oportuno, Las gentes de aquí están atemorizadas. No hace mucho, en verdad anteayer, se vio a alguien que atravesaba esta humilde isla a pie —y de norte a sur, mas no se vio barca alguna que llegara con él a bordo, ni barca que partiera con él, y al parecer no proyectaba ninguna sombra. Quienes lo han visto me dicen que tenía cierta semejanza contigo.

Al oír eso, Ged saludó con una inclinación de cabeza, dio media vuelta, regresó al puerto de Vemish y sin volver los ojos se hizo a la mar. Nada ganaría con asustar a los isleños o con granjearse la enemistad de su hechicero. Prefería dormir otra vez en el mar, y reflexionar sobre la noticia que le había dado, que era una dolorosa sorpresa.

Acabó el día y la noche transcurrió con una lluvia fría que murmuró sobre el mar durante las horas de oscuridad y el amanecer gris. La barca Miralejos seguía navegando, siempre llevada por el viento norte. Pasado el mediodía, la lluvia y la bruma se disiparon y de tanto en tanto brilló el sol; hacia el atardecer de ese mismo día Ged divisó a proa las bajas colinas azules de una gran isla, iluminada por el sol vacilante del invierno. El humo de las chimeneas trepaba lento y azul por encima de los techos de pizarra arrebujados entre las colinas, un paisaje reconfortante en medio de la vasta monotonía del mar.

Ged siguió hasta el puerto a una flotilla de pesca, y remontando las calles del poblado a la luz dorada del crepúsculo invernal, dio con una posada, El Harrekki donde el fuego del hogar, la cerveza liviana y unas costillas de camero le calentaron el alma y el cuerpo. Había otros viajeros sentados a las mesas de la taberna, dos o tres mercaderes del Confín Este, pero la mayor parte de los parroquianos eran lugareños que iban en busca de buena cerveza, noticias y conversación. No eran tímidos y rústicos como los humildes pescadores de las Manos; eran verdadera gente de ciudad, alerta y reposada. Sin duda reconocieron en Ged al hechicero, mas nadie dijo una sola palabra excepto el posadero, quien en medio de la conversación (y era por cierto un hombre muy locuaz) mencionó que ese burgo, Ismay, tenía la suerte de compartir con otros burgos de la isla el inestimable tesoro de un hechicero consumado, de la Escuela de Roke, que había recibido la vara de manos del Archimago en persona, y que si bien por el momento estaba ausente, vivía en Ismay, en una casa solariega, de modo que no les hacía falta ningún otro practicante de las Altas Artes.

—Como bien dicen, dos regidores en la misma ciudad terminan a los palos. ¿No es así, Señor? —dijo el posadero con una sonrisa maliciosa.

Así fue informado Ged de que si era un hechicero trashumante, que buscaba ganarse la vida obrando sortilegios, allí no lo necesitaban. Despedido de Vemish sin miramientos, y ahora de aquí con frases algo más circunspectas, recordaba con extrañeza lo que le habían contado de la cordialidad de las gentes de este Confín del Levante. Porque esta isla era Iffish, donde había nacido su amigo Algarrobo. No parecía tan hospitalaria como él había dicho.

Eran caras amables sin duda las que veía alrededor. Sin embargo, era también evidente que adivinaban la verdad, que algo lo separaba, lo aislaba de ellos, que sobre él pesaba una maldición y que iba en pos de una cosa siniestra. En aquel salón Iluminado por las llamas, la presencia de Ged era como una ráfaga de viento frío , como un pájaro negro que una tempestad había traído de tierras extrañas. Cuanto antes se fuera, llevando a cuestas aquel destino maldito, tanto mejor sería para las gentes del burgo.

—Estoy de paso —dijo—. Sólo me quedaré aquí un día o dos. —La voz de Ged parecía desolada. Por una vez, el posadero no replicó, echó una mirada de soslayo al gran báculo de tejo apoyado en un rincón y llenó el pinchel de Ged de cerveza rubia hasta que la espuma se derramó por los bordes.

Ged sabia que no podía pasar en Ismay más que esa sola noche. Allí no era bienvenido, ni en ninguna otra parte. Tenía que continuar, seguir hasta el final. Pero ya no podía soportar la soledad del mar desierto y helado, el silencio. sin voces. Resolvió quedarse en Ismay un día, y partir al siguiente. Así, pues, durmió hasta tarde esa mañana; cuando despertó caía una ligera nevada y salió a caminar sin rumbo por las callejas y callejones del pueblo, observando a la gente ocupada en sus menesteres. Miró a los niños que arrebujados en capas de pieles construían castillos de nieve y modelaban hombrecillos de nieve; oyó cotillear a las comadres de acera a acera, desde las puertas abiertas de las casas; se detuvo a observar el trabajo del forjador de bronce, ayudado por un aprendiz que con la cara enrojecida y sudorosa bombeaba las lar as mangas del fuelle. Por las ventanas ,de las casas , iluminadas por dentro con un oro rojizo en el atardecer de ese corto día, vio a las mujeres atareadas en los telares, volviendo de tanto en tanto la cabeza para hablar o sonreír a un hijo o un esposo, allí, al calor del hogar. Todo eso vio Ged desde fuera: él era un ser aparte, aislado; no quería admitir que estaba triste, pero sentía un peso en el corazón. Cayó la noche, y Ged seguía errando por las calles, sin ganas de volver a la posada. Oyó a un hombre y una muchacha que iban calle abajo conversando alegremente; pasaron delante de él y se encaminaron a la plaza del pueblo. Ged se volvió con brusquedad; conocía la voz de aquel hombre.

Siguió a la pareja a la luz distante de las linternas, en el crepúsculo moribundo, y les dio alcance. La muchacha dio un paso atrás, pero el hombre miró a Ged un momento y blandiendo el báculo que llevaba lo sostuvo entre ellos como una barrera destinada a protegerlos de una amenaza, de un maleficio. Y eso era más de lo que Ged podía soportar. La voz le tembló un poco cuando dijo:

—Pensé que me reconocerías, Algarrobo.

No obstante, Algarrobo todavía vaciló un momento.

—Claro que te reconozco —dijo al fin y bajó el báculo y tomó la mano de Ged y lo abrazó—. ¡Claro que te reconozco! ¡Bienvenido, amigo mío, bienvenido! Triste acogida te he brindado, como si fueras un espectro de otros tiempos… yo, que he estado esperando tu venida, yo que te he buscado…

—¿Así que eres tú el hechicero de que tanto se enorgullecen en Ismay? Me preguntaba…

—Oh, sí, soy el hechicero; pero escúchame, déjame que te explique por qué no te reconocí, muchacho. Tal vez te he buscado con demasiada ansiedad. Hace tres días… ¿estabas aquí hace tres días, en Iffish ?

—Llegué ayer.

—Hace tres días, en Quor, la aldea que está allá arriba, en las colinas, te vi por la calle; es decir, vi una imagen de ti, o una imitación de ti, o quizá simplemente un hombre que se te parece. Caminaba delante de mí, saliendo de la aldea, y en el momento mismo en que lo vi tornó por un recodo del sendero. Lo llamé y no me respondió, traté de seguirlo y no encontré a nadie, ni rastros de pisadas, aunque el suelo estaba escarchado. Fue muy extraño. Y ahora al verte aparecer así, de entre las sombras, pensé que era víctima de la misma ilusión. Perdóname, Ged. —Dijo en voz muy baja el nombre verdadero de Ged, para que la muchacha que esperaba detrás, a unos pocos pasos, no pudiera oírlo.

También Ged habló en voz baja al decir el nombre verdadero de su amigo:

—No importa, Estarriol. Pero éste soy yo, en persona, y me alegro de verte…

Algarrobo notó quizá algo más que simple alegría en la voz de su amigo. No había soltado todavía el hombro de Ged, y dijo ahora, en el Habla Verdadera:

—Atribulado has venido a mí, Ged, y desde las sombras, pero tu venida es alegría para mí. —Luego siguió hablando en hárdico con un marcado acento de los Confines— Ven, ven con nosotros a casa, volvamos, ¡ya es hora de que dejemos esta oscuridad! Esta es mi hermana, la más joven de la familia, más bonita que yo como ves, pero menos inteligente. Se llama Milenrama. Milenrama, éste es Gavilán, mi amigo y el mejor de nosotros.

—Señor Hechicero —saludó la muchacha e inclinó recatadamente la cabeza y se cubrió lo ojos con las manos en prueba de respeto, como era costumbre en las mujeres del Confín del Levante. Los ojos de Milenrama, cuando no estaban escondidos, eran claros, tímidos y curiosos. Podía tener unos catorce años, y era oscura de tez, como Algarrobo, pero más esbelta y grácil. De la manga le colgaba, con alas y garras, un dragón no más grande que la mano de ella.

Echaron a andar calle bajo en la penumbra, Géd dijo entonces:

—En Gont se dice que las mujeres gontescas son valientes, mas nunca he visto allí a una doncella con un dragón como brazalete.

Milenrama se rió, y respondió en seguida:

—Esto no es más que un harreki. ¿No tenéis harrekis en Gont? —Turbada, escondió un momento los ojos.

—No, ni tampoco dragones. ¿No es un dragón la criatura?

—Un dragón muy pequeño, que vive en las encinas y come avispas, gusanos y huevos de gorrión… no crece más que esto. Oh, señor, mi hermano me ha hablado a menudo del animalito que tenías, la pequeña bestia salvaje, el otak… ¿lo tienes aún?

—No. Ya no lo tengo.

Algarrobo se volvió a él como si fuera a preguntarle algo, pero se contuvo y no dijo nada hasta mucho más tarde, cuando los dos estuvieron sentados y solos junto al hogar de piedra de la casa de Algarrobo.

Pese a ser el maestro hechicero de toda la isla de Iffish, Algarrobo residía en Ismay, el pequeño burgo en que había nacido, junto con un hermano y una hermana más jóvenes. El padre había sido marino mercante de cierta fortuna, y en la casa sólida y amplia abundaban los tesoros domésticos: altas alacenas y arcones cargados de piezas de alfarería, telas finas y vasijas de bronce. En la sala principal uno de los rincones estaba ocupado por una gran arpa taoniana, y otro por el alto telar con incrustaciones de marfil en el que Milenrama tejía sus tapices. Algarrobo, pese a sus costumbres y modales sencillos y apacibles, era un hechicero poderoso en la región, y todo un señor en su propia morada. Allí vivían también dos criados viejos, que habían prosperado a la par de la casa, y el hermano, un muchacho alegre, y Milenrama, diligente y silenciosa como un pececito, que sirvió la cena a los dos amigos, comió con ellos, escuchando la conversación, y luego, terminada la cena, escapó a la alcoba. Todo era paz en aquella morada, tranquilidad y bienestar; y Ged, mirando en torno de la habitación a la luz de las llamas, dijo:

—Así es como tendría que vivir un hombre —y suspiró.

—Sí, es una buena manera —dijo Algarrobo—. Hay otras. Ahora, amigo mío, cuéntame si puedes qué te ha pasado para bien o para mal, desde que hablamos la última vez, hace dos años. Y dime qué viaje es ése en el que estás empeñado, pues bien veo que no te quedarás mucho tiempo con nosotros.

Ged se lo dijo, y cuando hubo terminado, Algarrobo permaneció largo rato en silencio, pensativo.

—Yo iré contigo —dijo al fin.

—No.

—Yo creo que sí.

—No, Estarriol. Esta carga, esta maldición no son tuyas. Emprendí a solas esta aventura maldita, y a solas la he de concluir. No quiero que otros sufran por ella, y tú menos que nadie, tú que en el comienzo mismo trataste de que mi mano no hiciera el signo fatal. Estarriol…

—Siempre te ha dominado el orgullo —dijo Algarrobo, sonriendo, como si hablaran de un tema poco importante para los dos—. Ahora, reflexiona: es tu búsqueda, no cabe duda, pero si fracasaras, ¿no tendría que estar alguien allí contigo, para poner en guardia al Archipiélago? Porque en ese caso la sombra seria una potestad aterradora. Y si tú la derrotas, ¿no tendría que estar alguien allí que pudiera contarlo en el Archipiélago, para que la gesta se conociera y se cantase? Sé que no puedo ayudarte de ninguna manera; sin embargo, pienso que tengo que ir contigo.

Ged no supo cómo negarse a la súplica de Algarrobo, pero le dijo:

—No tendría que haberme quedado hoy. Yo lo sabía pero me quedé.

—Los hechiceros no se encuentran casualmente, muchacho —dijo Algarrobo—. Y después de todo, como tú mismo has dicho, yo estaba contigo al comienzo del viaje. Es justo por lo tanto que siga contigo hasta el final. —Agregó leña al fuego, y durante un rato contemplaron en silencio las llamas.

—Hay alguien de quien nada he sabido desde aquella noche en el Collado de Roke, y no he tenido el coraje de preguntar a nadie en la Escuela qué ha sido de él: me refiero a Jaspe.

—Nunca obtuvo su vara. Se marchó de Roke ese mismo verano y fue a la Isla de 0, para ser hechicero en la corte del Señor, en O-tokné. No sé más de él.

Callaron una vez más, contemplando el fuego, y disfrutando (pues la noche era glacial) del calor de las llamas en la cara y en las piernas; sentados bajo la gran campana de la chimenea, teman los pies casi entre las brasas.

Ged dijo al fin, en voz muy queda:

—Hay una cosa que temo, Estarriol, y más la temeré si tú me acompañas. Allí, en las Manos, en un brazo sin salida del canal, me topé con la sombra, la tuve a mi alcance y la atrapé… traté de atraparla. Y entre mis dedos no había nada, nada que yo pudiera retener. No pude vencerla. Huyó, y yo fui detrás de ella. Pero esto puede ocurrir otra vez, y otra vez. No tengo poder sobre esa cosa. Quizás el fin de esta aventura no sea la muerte ni el triunfo: nada que cantar; ningún final. Tal vez tenga que pasarme la vida corriendo de mar en mar y de isla en isla en una búsqueda vana e interminable: la persecución de una sombra.

—¡Atrás! —exclamó Algarrobo, mientras con la mano izquierda hacía el signo que ahuyenta el mal que se ha nombrado. Y Ged, a pesar de sus negros. pensamientos, no pudo menos que sonreír, porque ése era un conjuro más de niños que de hechiceros; jamás perdería Algarrobo esa ingenuidad aldeana. Y sin embargo era astuto y sagaz, y siempre iba al fondo mismo de un problema. Le dijo a Ged— Esa es una idea siniestra y equivocada, espero. Se me ocurre, en cambio, que llegaré a ver el final de lo que he visto al comienzo. De algún modo conocerás por fin la naturaleza de esa cosa, su ausencia, sabrás qué es y podrás atraparla, doblegarla y vencerla. Aunque ése es el enigma: qué es… Hay una cosa que me preocupa, que no entiendo del todo. Se diría que la sombra se muestra ahora con tu apariencia, o al menos con una forma que se asemeja a la tuya: así la vieron en Vemish y así la vi yo aquí, en Iffish. ¿Cómo es posible y por qué nunca se apareció así en el Archipiélago?

—Hay un viejo dicho: Las leyes cambian en los Confines.

—Es verdad, y un dicho muy cierto, te lo digo yo. Hay sortilegios excelentes, entre los que aprendí en Roke, que aquí no tienen ningún poder, o surten el efecto contrario. Y hay otros comunes aquí, y que nunca aprendí en Roke. Cada comarca tiene sus propios poderes, y cuanto más te alejes de las Tierras Interiores, más difícil es entenderlos, y dominarlos. Pero no creo que sólo eso explique el cambio de la sombra.

—Yo tampoco creo que cuando dejé de huir para volverme contra ella, el hecho mismo de que empeñara mi voluntad en perseguirla, le dio apariencia y forma, aunque también impidió que me quitara fuerzas. Todos mis actos se repiten en ella como un eco: es mi criatura.

—En Osskil te nombró, y no pudiste volver tu magia contra ella. ¿Por qué no hizo lo mismo en las Manos?

—No lo sé. Tal vez sólo de mi debilidad saque fuerzas para hablar. Habla casi con mi propia lengua; porque, ¿cómo sabía mi nombre? Me he devanado los sesos con esa pregunta, a través de todos los mares desde que partí de Gont, y nunca encontré la respuesta. Quizá no pueda hablar con su propia forma; quizá sólo pueda hablar con una lengua prestada, como un gebbet. No lo sé.

—Tendrás que cuidarte entonces si vuelves a encontrarla en forma de gebbet.

—No creo —replicó Ged, extendiendo las mano sobre las ascuas rojas, como estremecido de súbito por un frío interior No creo que vuelva a encontrarla en esa forma Ahora está ligada a mí, como yo lo estoy a ella. No puede librarse de mí y dedicarse a perseguir a otro hombre y extraerle la voluntad y el ser, como hizo con Skior. A mí puede poseerme. Si alguna vez yo me debilito, si trato de escapar, de romper el lazo, me poseerá. Y sin embargo, cuando la tuve entre mis manos y la sujeté con todas las fuerzas que me quedaban, se transformó en una nube de vapor, se me escapó… Y volverá a hacerlo, y sin embargo no puede escapar de mí, porque siempre la encontraré. Estoy atado a esa criatura repulsiva y cruel, y lo estaré eternamente, a menos que llegue a conocer la palabra capaz de dominarla: su nombre.

—¿Hay nombres en los reinos de las sombras? —preguntó Algarrobo, pensativo.

—Gensher el Archimago decía que no. Mi maestro, Ogión, no opina lo mismo.

—Infinitas son las controversias de los magos —sentenció Algarrobo con una sonrisa un tanto sombría.

—En Osskil, la mujer que servía a las Antiguas Potestades me juró que la Piedra me diría el nombre de la sombra, pero no confío mucho en eso. Y sin embargo, también hubo un dragón que me propuso un trueque: ese nombre por el suyo, para desembarazarse de mí; y lo he pensado mucho tiempo: en las cosas que los magos discuten, quizá los dragones sean sabios.

—Sabios pero malévolos. Pero ¿qué dragón es ése? No me dijiste que habías hablado con dragones desde la última vez que nos vimos.

Conversaron hasta tarde aquella noche, y aunque volvían sin cesar al amargo tema de la búsqueda que le esperaba a Ged, el placer de estar juntos era más fuerte que todo; pues los unía un amor acendrado y profundo, un sentimiento que ni el tiempo ni los azares podrían destruir. A la mañana siguiente Ged despertó bajo el techo de su amigo, y todavía soñoliento sintió un gran bienestar, como si estuviese al abrigo de todo daño, de toda amenaza. Un poco de ese sueño de paz lo acompañó durante todo el día, y él lo tomó no como un buen presagio, sino como un regalo. Le parecía que cuando partiera de esa casa ya no habría para él un refugio de paz, de modo que mientras durase ese breve sueño se sentiría feliz.

Obligado a atender ciertos asuntos antes de dejar Iffish, Algarrobo se había marchado a otras aldeas de la isla en compañía del aprendiz de hechicero que trabajaba con él. Ged se quedó en la casa con Milenrama y su hermano llamado Murre, menor que Algarrobo y mayor que ella. Parecía poco más que un chiquillo, pues no había en él ni una chispa de ese don o ese azote que es el poder mágico. Nunca había viajado más allá de Iffish, Tok y Holp, y tenía una vida fácil y sin problemas. Ged lo observaba con asombro y no sin cierta envidia, y exactamente de la misma manera miraba él a Ged: a los dos les parecía muy extraño que siendo tan distintos tuviesen los mismos años: diecinueve. Ged se maravillaba de que alguien que había vivido diecinueve años pudiera ser tan despreocupado. Admirando el rostro agraciado y alegre de Murre, se sentía esmirriado y tosco, sin sospechar ni por un momento que Murre le envidiaba hasta las cicatrices que le marcaban la cara, imaginando que eran huellas de unas garras de un dragón, la runa y el signo de un héroe.

Los dos jóvenes se trataban por lo tanto con cierta timidez, pero Milenrama, dueña y señora de su propia casa, pronto perdió el temor que había sentido al principio en presencia de Ged. El era muy amable con ella, y ella le hacía muchas preguntas, pues Algarrobo, decía, nunca le explicaría nada. Estuvo muy atareada esos días preparando galletas de trigo y otras provisiones de viaje como carne y pescado secos, hasta que Ged le dijo que ya bastaba, pues no tenía intención de navegar sin escalas hasta Selidor.

—¿Dónde queda Selidor?

—Muy, muy lejos, en el Confín del Poniente, donde los dragones son tan comunes como los ratones.

—En ese caso, mejor harías en quedarte en el Levante, pues nuestros dragones son pequeños corno ratones. Aquí está vuestra carne; ¿estás seguro de que bastará? Escucha, hay algo que no entiendo: tú y mi hermano sois poderosos hechiceros, agitáis una mano, murmuráis una palabra y es cosa hecha. ¿Cómo podéis tener hambre, entonces? Cuando llega a la hora de la cena en el mar, ¿por qué no dices pastel de carne», y el pastel de carne aparece, y os lo coméis?

—Bueno, podríamos hacerlo. Pero no nos atrae demasiado eso de comernos nuestras propias palabras. Al fin y al cabo «pastel-de-carne» no es más que una palabra… Podemos darle aroma, sabor y hasta consistencia, mas no deja de ser una palabra. Engaña al estómago, pero no da fuerzas al hambriento.

—Los hechiceros, entonces, no son cocineros —dijo Murre que estaba sentado frente a Ged, del otro lado del hogar, tallando la tapa de una caja de madera; era ebanista de oficio, aunque no muy aplicado.

—Los cocineros son hechiceros, por desgracia —dijo Milenrama, que estaba de rodillas mirando la última hornada de galletas, que empezaban a dorarse en los ladrillos del hogar—. Pero todavía no entiendo, Gavilán. He visto a mi hermano, y hasta al aprendiz, iluminar un sitio oscuro con una sola palabra ¡y la luz brilla, ilumina, no es una palabra sino una luz con la que puedes alumbrarte!

—Oh, sí —respondió Ged—. La luz es un poder. Un gran poder, que hace posible nuestra existencia, pero que existe por sí misma, más allá de nuestras necesidades. La luz del sol y la luz de las estrellas son tiempo, y el tiempo es luz. A la luz del sol, en los días y los años, la vida es. En un lugar oscuro, la vida puede llamar a la luz, nombrándola. Pero por lo, general cuando ves que un hechicero nombra o invoca, cuando hace aparecer algún objeto, no es lo mismo, no llama a un poder mayor que él, y lo que aparece es sólo una ilusión. Invocar una cosa que no está presente, llamarla pronunciando el verdadero nombre, es una gran maestría, y no hay que utilizarla en cuestiones menores. No para calmar el hambre. Milenrama, tu pequeño dragón te ha robado una galleta.

Tan pendiente había estado Milenrama de las palabras de Ged, mirándolo mientras hablaba, que no advirtió que el harrekki saltaba de la percha caliente en el gancho de la marmita y se llevaba una galleta de trigo más grande que él. Poniendo a la criatura escamosa sobre la rodilla, Milenrama lo alimentó con cortezas y migas, mientras pensaba en lo que Ged había dicho.

—De modo que si hicieses aparecer un verdadero pastel de carne, perturbarías eso que cita siempre mi hermano… no recuerdo el nombre…

—El Equilibrio —dijo Ged en tono grave, pues ella estaba muy seria.

—Sí. Pero cuando naufragaste, volviste a navegar en una barca tramada con sortilegios, y no hacía agua. ¿Era pura ilusión?

—Bueno, era en parte ilusión, porque no me gusta ver el mar a través de los agujeros de mi barca, y entonces los emparché, disfrazando las apariencias. Pero la solidez de la barca no era ilusoria, ni el resultado de una invocación; en eso intervino otra clase de arte, un sortilegio de atadura. La madera estaba unida en un todo, en una cosa íntegra, un bote. ¿Qué es un bote sino una cosa que no hace agua?

—A veces hacen agua, yo he tenido que achicar algunos —dijo Murre.

—Bueno, también el mío habría hecho agua, si no hubiese mantenido el sortilegio —dijo Ged, e inclinándose sobre los ladrillos tomó una galleta caliente y la hizo saltar entre las manos—. Yo también he robado una galleta.

—Y te has quemado los dedos. Y cuando estés muerto de hambre en la inmensidad del mar, y lejos de todas las islas, pensarás en esta galleta y dirás entonces: «¡Ah! si no hubiera robado esa galleta podría comérmela ahora»… Me comeré la de mi hermano, y como tú morirá de hambre.

—Así se mantiene el equilibrio —observó Ged mientras ella masticaba una galleta tostada a medias; la tentó la risa y se atragantó. Pero Milenrama recobró en seguida la compostura y le dijo a Ged: —Ojalá pudiera entender lo que hablas. Soy demasiado estúpida.

—Hermanita —dijo Ged—, soy yo quien no tiene talento para explicar. Si hubiera más tiempo…

—Habrá más tiempo —dijo Milenrama—. Y cuando mi hermano vuelva, tú vendrás con él, al menos una temporada, ¿verdad que sí?

—Si puedo —respondió Ged con dulzura.

Hubo un breve silencio; luego Milenrama pregunto mientras miraba cómo el harrekki trepaba de nuevo a la percha:

—Dime sólo esto, si no es un secreto: ¿qué otros poderes hay además de la luz?

—No es un secreto. Todos los poderes tienen un solo origen, y un solo fin, creo yo. Los años y las distancias, las estrellas y las bujías, el agua, el viento y la hechicería, la destreza de la mano de un hombre y la sabiduría de la raíz de un árbol: todo emerge al mismo tiempo. Mi nombre y el tuyo, y el nombre verdadero del sol, o el de un manantial de agua, o el de un niño aún no nacido, todos son sílabas de la Irán Palabra que la luz de las estrellas pronuncia lentamente. No hay otro poder. Ni otro nombre.

Murre interrumpió el trabajo y puso el cuchillo sobre la talla.

—¿Y la muerte? —preguntó.

La muchacha escuchó, inclinando la cabeza negra y brillante.

—Para que una palabra sea dicha —respondió Ged con voz pausada— tiene que haber silencio. Antes, y después. —De pronto se incorporó—. No tengo derecho a hablar de estas cosas. La palabra que tenía que decir, la dije mal. Mejor será que calle; no hablaré otra vez. Quizá no hay otro poder que la oscuridad. —Y apartándose del fuego, salió de la caldeada cocina, recogió la capa y salió a la calle bajo la fría llovizna del invierno.

—Alguna maldición pesa sobre él —dijo Murre, siguiendo a Ged con una mirada temerosa.

—Yo creo que ese viaje está conduciéndolo a la muerte —dijo Milenrama—, de eso tiene miedo, y sin embargo sigue adelante. —Alzó la cabeza como si a través de las llamas rojas viera la estela de una barca solitaria que surcaba los mares invemales y se alejaba hacia mares desiertos. Por un momento, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no habló.

Algarrobo regresó al día siguiente y se despidió de los notables de Ismay que no veían con buenos ojos que se hiciera a la mar en pleno invierno, en una búsqueda queda mortal que ni siquiera era suya; pero aunque lo abrumaron con reproches, nada podían hacer para que se quedara. Cansado al fin del acoso de aquellos ancianos, dijo Algarrobo:

—Vuestro soy, no sólo por parentesco y tradición, sino también por el compromiso que tengo con vosotros. Mas es tiempo de recordar que soy vuestro servidor, pero no vuestro sirviente. Cuando sea libre de volver, volveré. Hasta entonces, adiós.

Rayaba el alba en el Levante y la luz crecía pálida y gris desde el mar, cuando los dos jóvenes, izando al viento norte una recia vela parda, zarparon en Miralejos del puerto de Ismay. Milenrama, de pie en el muelle, los miró partir, como siempre despiden a sus hombres las esposas y hermanas en las costas de Terramar, sin agitar manos ni añuelos, sin llamarlos a voces: muy quietas y en silencio, embozadas en capas grises o pardas, mirando cómo la franja de agua se ensancha entre la barca y la costa.

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