Cazado

Tan pronto como Pendor desapareció detrás de él bajo el horizonte de las aguas Ged, mirando al este, sintió que el temor a la sombra le volvía otra vez al corazón; y era difícil salir del peligro real de los dragones para. enfrentarse otra vez a ese horror informe, innomínado. Detuvo el viento de la magia y continuó navegando con el viento del mundo, pues ya no tenía prisa. Tampoco lo guiaba ningún propósito claro. Tenía que huir, había dicho el dragón. Sí, pero ¿a dónde? A Roke, pensó allí al menos estaría protegido y podría escuchar el consejo de los sabios.

Antes, sin embargo tendría que volver a Baja Torninga a contarles la historia a los isleños. Cuando se supo que había regresado, luego de una ausencia de cinco días;, los isleños, y la mitad de las gentes del puerto acudieron corriendo y remando, y reunidos en círculo alrededor de él lo escucharon y lo miraron con asombro. Ged contó la aventura y uno de los hombres dijo:

—Sí, mas ¿quién ha sido testigo de ese portento? Dragones muertos, dragones domesticados. Pero si lo que él…

—¡Calla! —dijo con aspereza el jefe isleño, pues sabía, como casi todos, que un hechicero puede tener modos sutiles de decir la verdad, y también de callar la verdad, pero si dice algo es siempre tal como él lo dice. Ésa es la gran maestría de los hechiceros. Y todos se admiraron y sintieron que ya no tenían miedo y se alejaron. Agrupados alrededor del joven hechicero le pedían que contara de nuevo la historia y otros isleños llegaban y le pedían que la volviera a contar. Al caer la noche, ya no tenía necesidad de contarla. Ellos podían hacerlo por él, y mejor que él. Los trovadores de las aldeas ya habían adaptado la historia a una antigua tonada, y cantaban la Canción del Gavilán. Y hubo fuegos de artificio no sólo en las islas de Baja Torninga sino también en los burgos del sur y el este. Los pescadores se anunciaban la buena nueva de barca en barca, de isla en isla. ¡El mal ha sido exterminado y los dragones nunca vendrán de Pendor!

Esa noche, esa única noche, fue de verdadera alegría para Ged. Ninguna sombra podría atravesar la lumbre de esas fogatas de acción de gracias que ardían en todas las playas y colinas, ni las rondas de risueños bailarines. que giraban alrededor, cantándole alabanzas y agitando las antorchas en la borrascosa noche otoñal, y sembrando al viento grandes pavesas brillantes y efímeras.

Al día siguiente se encontró con Pechvarry, quien le dijo:

—Ignoraba que fueras tan poderoso, mi Señor.

Había miedo en estas palabras, por haberse atrevido a ser amigo de Ged, pero también había reproche. Ged, que había dado muerte a varios dragones no había salvado al hijo de Pechvarry, Entonces Ged volvió a sentir la desazón y la impaciencia que lo habían llevado a Pendor, y que lo llevaban ahora a marcharse de Baja Torninga. Al día siguiente, pese a que los isleños se habrían sentido felices de tenerlo allí toda la vida, para alabarlo y enorgullecerse, abandonó la casa de la colina sin otro equipaje que los libros, la vara y el otak encaramado en el hombro.

Partió a bordo de una barca de remos con un par de jóvenes pescadores de Baja Torninga que querían tener el honor de ser los barqueros de Ged. En los sitios por donde pasaban, entre la profusión de las barcas y navíos que surcan sin cesar los canales orientales de las Noventa Islas, bajo las ventanas y balcones de las casas que se asoman a las aguas, más allá de los embarcaderos de Nesh, las praderas lluviosas de Dromgan y las malolientes barracas de pescado de Gui, siempre y en todas partes los ecos de la hazaña de Ged lo habían precedido. Y silbaban la Canción del Gavilán, lo invitaban a pasar la noche y a contar la historia le los dragones. Cuando llegó por fin a Serd, el capitán del navío a quien solicitó pasaje para Roke se inclinó ante él mientras respondía:

—¡Un privilegio para mí, Señor Hechicero, y un honor para mi navío!

Así, Ged dejó atrás las Noventa Islas; pero ni bien la nave hubo zarpado del Puerto Interior de Serd e izado la vela, un fuerte viento del este empezó a castigarla, aunque el cielo invernal estaba claro y la mañana parecía apacible. De Serd a Roke había sólo treinta millas, y continuaron navegando; y cuando el viento arreció, continuaron navegando. El pequeño navío, como casi todos los mercantes del Mar Interior, llevaba la alta vela de cuchillo que se puede cambiar de una banda a otra para capear el viento, y el capitán era un hombre de mar avezado y orgulloso. Así pues, virando ora al norte ora al sur, pudieron mantener el rumbo hacia el este. Las nubes y la lluvia llegaron en alas del viento, un vendaval en rachas, y pareció que la nave iba a zozobrar.

—Señor Gavilán —le dijo el capitán al joven hechicero, que ocupaba el sitio de honor, sentado junto a él en la popa, aunque poca dignidad podía mantener bajo ese viento y esa lluvia que los calaba hasta los huesos a través de los empapados capotes—. Señor Gavilán, ¿podrías por ventura decirle una palabra al viento?

—¿A qué distancia estamos de Roke?

—A más de la mitad del camino. Pero desde hace una hora no hemos avanzado nada, Señor.

Ged le habló al viento. Sopló menos. fuerte y durante un rato navegaron sin problemas. De pronto unas grandes ráfagas llegaron silbando desde el sur, y el navío fue empujado otra vez hacia el este. Las nubes estallaban y hervían en el cielo, y el capitán rugió de furia:

—Esta galerna de locos sopla de todos lados a la vez. Sólo un viento mágico mantendría el rumbo, Señor.

A Ged se le ensombreció el semblante al oír esto; mas, como el navío y sus hombres estaban en peligro por causa de él, levantó el viento de la magia. El navío enfiló en seguida en línea recta hacia el este, y el capitán recobró el buen humor. Pero poco a poco, aunque Ged mantenía el sortilegio, el viento mágico fue amainando y debilitándose. Por último, el navío pareció detenerse un momento sobre las olas, con la vela caída, en medio del tumulto de la lluvia y el vendaval. De pronto, con un restallido atronador, la botavara barrió la cubierta y el navío saltó como un gato asustado y se lanzó rumbo al norte.

Ged se aferró a uno de los puntales, pues la nave iba casi escorada, y gritó:

—¡Regresa a Serd, capitán!

El capitán lanzó un juramento y gritó que no lo haría:

—Un hechicero a bordo, yo el mejor hombre de mar del Gremio, y esta nave la más dócil que he tripulado jamás… ¿volver a puerto?

Pero cuando la nave empezó a girar otra vez como si la quilla hubiese quedado atrapada en un torbellino, también él se aferró a la ro a de popa ara no caer al mar y Ged le dijo:

—Déjame en Serd y ve a donde quieras. No es contra tu barco que sopla el viento, sino contra mí.

—¿Contra ti, un hechicero de Roke?

—¿Nunca has oído hablar del viento de Roke, capitán?

—Algo he oído, sí, el viento que mantiene los poderes maléficos fuera de la Isla de los Sabios, mas ¿qué tiene eso que ver contigo, con un Domador de Dragones?

—Es un asunto entre yo y mi sombra —respondió Ged, lacónico como ha de serlo un hechicero, y no habló más mientras con viento en popa y bajo un cielo que se despejaba, surcaban veloces el mar de regreso a Serd.

Sentía un peso y un temor en el corazón mientras subía alejándose de. los muelles de Serd. Los días se.acortaban con la proximidad del invierno, y pronto cayó la tarde. La desazón de Ged siempre se agravaba con el crepúsculo, cada bocacalle le parecía una amenaza y tenía que esforzarse para no volver la cabeza por encima del hombro a espiar si algo lo seguía. Fue a la Taberna del Mar de Serd, donde ,viajeros y mercaderes comían juntos, y donde podían dormir en la larga galería encabriada: así son de hospitalarias las prósperas islas del Mar Interior.

Apartó un trozo de carne de la cena, y luego, junto al hogar, animó al otak a que saliera del pliegue de la capucha, donde había estado acurrucado el día entero, trató de hacerle comer, mientras lo acariciaba y le susurraba: — Hoeg, Hoeg, pequeño mío, el silencioso… —Pero el animal no quiso comer y fue a esconderse en el bolsillo. Por esa señal, por su propia incertidumbre, por el aspecto mismo de la oscuridad en los rincones de la gran sala, supo que la sombra no estaba muy lejos.

Nadie lo conocía en ese lugar: eran todos viajeros, gente de otras islas, que no habían oído la Canción del Gavilán Nadie le habló. Eligió al fin un jergón y se echó en él, pero allí, en la gran sala encabriada, en medio de desconocidos que dormían, permaneció toda la noche con los ojos abiertos. Y mientras velaba trataba de elegir un camino, de decidir a dónde iría y qué haría; pero cada elección, cada plan tropezaba con un presentimiento fatídico. En cualquiera de los caminos que pudiera tomar allí lo esperaría la Sombra. Sólo Roke estaba libre de ella: pero no podía ir a Roke, pues unos sortilegios altos e intrincados guardaban la isla. Que el viento de Roke se hubiese levantado contra él probaba que aquella cosa estaba quizá muy cerca.

Y la cosa era incorporea, y ciega a la luz del sol, una criatura venida de un reino sin luz, sin lugar ni tiempo Lo seguía a tientas a través de los días y los mares del mundo luminoso, y sólo cobraba forma en sueños y en la sombra.

No tenía aún sustancia ni ser que la luz pudiera iluminar; así canta la Gesta de Hode: «La luz del alba hace la tierra y los océanos, de la oscuridad saca las formas y empuja los sueños al reino de las tinieblas». Pero si la sombra llegaba a alcanzarlo, podría absorber ese poder que él tenía, quitarle el eso y el calor y la vida del cuerpo, y la voluntad que lo anima.

Ése era el destino que él veía esperándolo en cada senda. Y sabía que la sombra podía arrastrarlo con algún ardid a ese terrible destino, pues se fortalecía a medida que se acercaba, y acaso tuviera ya fuerzas suficientes para servirse de potestades y hombres malignos, mostrarle a Ged falsos portentos o hablarle con la voz de un extraño. Era posible que en uno de esos hombres que dormían ahora en la Casa del Mar, en este o aquel rincón de la larga galería, acechara la criatura tenebrosa, encontrando apoyo en un alma oscura, y esperando y vigilando y alimentándose ya de la debilidad, la incertidumbre y el miedo de Ged.

No, no podía soportarlo. Tenía que confiar en la buena fortuna, huir a donde la suerte quisiera llevarlo. Se levantó poco antes del alba, y a la luz ya mortecina de las estrellas echó a andar de prisa hacia los muelles de Serd, resuelto a embarcar en el primer navío preparado para partir y que quisiera llevarlo. Una galera estaba cargando aceite de turbifia y zarparía a la salida del sol hacia el Gran Puerto de Havnor. Ged le habló al capitán. Una vara de hechicero sirve de pasaporte y paga a la vez en la mayoría de las naves. Lo aceptaron a bordo complacidos y antes de una hora la nave se echó a la mar.

Cuando los cuarenta largos remos se levantaron para iniciar la travesía, Ged sintió que también se le levantaba el ánimo, y en los golpes de tambor que acompañaban a los remos creyó oír una música vivaz y alentadora.

Ignoraba aún, sin embargo, qué haría cuando llegase a Havnor, a dónde podría huir desde allí. El norte era una dirección tan buena como cualquier tra. Al fin y al cabo él era del norte; y quizá encontrase en Havnor una nave que lo llevara a Gont, donde vería a Ogión. O quizá encontrase un navío que partiera hacia los Confines, tan lejos que la sombra no podría seguirlo. Más allá de esas confusas ideas no tenía planes, y no veía alternativa posible. Sólo huir, huir.

Impulsada por aquellos cuarenta remos la nave recorrió ciento cincuenta millas de mar invernal antes de que se pusiera el sol del segundo día. Atracaron en el puerto de Orrimy, en la costa occidental de la gran isla de Hosk, pues las galeras mercantes del Mar Interior nunca se alejan de las costas y siempre que es posible pasan la noche en algún muelle. Ged bajó a tierra, pues aún era de día, y anduvo de un lado a otro por las empinadas calles de la ciudad portuaria, sin rumbo y preocupado.

Orrimy es un burgo antiguo, construido de piedra maciza y ladrillo, y rodeado de murallas, para protegerlo de los señores del interior de la Isla de Hosk; los depósitos portuarios parecen ciudadelas, y hasta las casas de los mercaderes son torres fortificadas. Pero para Ged, mientras vagabundeaba por las calles aquellas mansiones imponentes eran como velos de seda que apenas alcanzaban a esconder una desierta oscuridad; y las gentes con las que se cruzaba, ocupadas en sus menesteres, no le parecían hombres reales sino sombras, sombras sin voz. A la caída del sol bajó otra vez al muelle, y también allí, bajo el gran resplandor purpúreo y al viento del atardecer, el mar y a tierra le parecieron lóbregos y silenciosos.

—¿A dónde vas, Señor Hechicero?

Con estas palabras alguien lo interpeló bruscamente desde atrás. Al volverse, vio un hombre vestido de gris que llevaba en la mano un cayado de madera que no era una vara de hechicero. La cara del desconocido, entre los pliegues de la capucha, se ocultaba a la luz crepuscular, pero Ged sintió que los ojos invisibles escrutaban los suyos. Retrocediendo un paso, levantó la vara de tejo entre él y el desconocido.

Con voz mansa el hombre le preguntó:

—¿Qué temes?

—Lo que me sigue y está siempre detrás de mí.

—Ah. Pero yo no soy tu sombra.

Ged guardó silencio. Sabía que ese hombre, quienquiera que fuese, no era lo que él temía: no era una sombra, ni un espectro ni un gebbet. En medio de aquel árido silencio y aquella oscuridad que habían caído sobre el mundo, él al menos conservaba una voz, y algo de sustancia. El hombre se bajó la capucha. Tenía una cabeza calva y con muchas cicatrices y una cara arrugada. Aunque los años no se le habían notado en la voz, el hombre parecía viejo.

—No te conozco —dijo el hombre de gris—, pero se me ocurre que este encuentro no ha sido casual. Oí una vez la historia de un hombre joven, que tenía la cara cubierta de cicatrices, y que atravesando el país de las sombras alcanzó un gran poder, y aun llegó a reinar sobre los hombres. Ignoro si ésa es tu historia. Mas te diré que si es una espada lo que necesitas para combatir a las sombras, ve a la Corte del Terrenón. Un cayado de tejo no te servirá de mucho.

Mientras escuchaba, había a la vez esperanza y recelo en la mente de Ged. Un hombre ducho en artes mágicas aprende pronto que los encuentros casuales son en verdad muy raros, ya traigan bien o mal.

—¿En qué país queda la Corte del Terrenón?

—En Osskil.

Al oír ese nombre Ged vio por un instante, en un la chispazo de memoria, un cuervo negro sobre hierba verde, el cuervo lo miraba de soslayo con ojos que parecían guijarros pulidos, y hablaba con él. Pero Ged había olvidado las palabras del cuervo.

—Ese país tiene un nombre un poco siniestro —dijo Ged, escrutando el rostro del hombre gris, tratando de adivinar quién sería. Había algo en él que hacía pensar en un brujo, hasta en un hechicero; y sin embargo, pese a la desenvoltura con que hablaba a Ged, tenía un aspecto extraño y abatido, casi el aspecto de un enfermo, un prisionero, o un esclavo.

—Tú eres de Roke —replicó el hombre—. Los hechiceros de Roke siempre dan nombres siniestros a la magia obrada por otros.

—¿Quién eres tú?

—Un viajero; trabajo para un mercader de Osskil, y estoy aquí por negocios —dijo el hombre de gris. Y como Ged no le hiciera más preguntas, se despidió con un pacífico buenas noches y se fue por las callejuelas estrechas y escalonadas que subían de los muelles.

.Ged se volvió, indeciso, sin saber si prestar o no atención a la señal, y miró hacia el norte. La luz del ocaso moría rápidamente alejándose las colinas y de los vientos del mar. Caía la tarde gris, con la noche a los talones.

Decidiéndose de pronto, Ged echó a correr a lo largo de los muelles hacia un pescador que en ese momento plegaba las redes, y lo interpeló:

—¿Sabes de alguna nave que esté por partir rumbo al norte… A Semel o las Enlades?

—Esa galera, allá, es de Osskil; puede que haga escala en las Enlades.

Con la misma prisa corrió Ged hasta el enorme navío que le señalara el pescador, una galera de sesenta remos, larga y enjuta como una serpiente, la proa tallada y decorada con incrustaciones de loto marino, las escalameras pintadas de rojo y en cada una la runa de Sifl trazada en negro. Una nave tétrica, parecía, y veloz, y dispuesta a hacerse a la mar, con toda la tripulación a bordo. Ged buscó al capitán y le solicitó pasaje hasta Osskil.

—Tienes con qué pagar.

—Tengo alguna habilidad con los vientos.

—También yo soy mago de nubes y vientos. ¿No tienes nada para dar? ¿Ningún dinero?

En Bajá Torninga le habían pagado como mejor pudieron con piezas de marfil, que los mercaderes del Archipiélago usaban como moneda. Ged había aceptado sólo diez, aunque los aldeanos querían darle más. Se las ofreció al osskillano, pero el hombre meneó la cabeza.

—Nosotros no usamos esas piezas. Si no tienes con qué pagar, no tengo sitio para ti a bordo.

—¿Necesitáis brazos? He remado en una galera.

—Eso sí, nos faltan dos hombres. Búscate un banco, entonces —dijo el capitán, y se desentendió de él.

Así pues, poniendo la vara y la bolsa de libros debajo del banco, Ged se convirtió durante diez crueles días de invierno en remero de esa nave norteña. Partieron de Orrimy al despuntar el alba, y ese día Ged pensó que no podría hacer el trabajo. Tenía el brazo izquierdo debilitado or las viejas heridas del hombro, y toda la práctica le remo en los canales de Baja Torninga no lo habían preparado para el esfuerzo continuo y agotador de empujar, empujar, y empujar el largo remo de la galera al compás del tambor. Cada turno duraba dos o tres horas, y entonces un relevo ocupaba los bancos, pero a los músculos de Ged el tiempo de descanso sólo les bastaba para ponerse rígidos, y ya era hora de volver los remos. El segundo día fue peor aún; pero pasadas esas primeras jornadas pronto se acostumbró a la dura faena.

No había entre los tripulantes de esta nave la misma camaradería que Ged había conocido a bordo del Sombra, cuando viajara por primera vez a Roke. Los marineros que tripulan las naves andradianas y gontescas están asociados y trabajan juntos por un beneficio en común, en tanto que los mercantes de Osskil emplean esclavos y siervos, o contratan hombres para remar, a quienes pagan con pequeñas monedas de oro. El oro es muy apreciado en Osskil. Pero allí entre los osskilianos no es propicio a la camaradería, lo mismo que entre los dragones, para quienes el oro tiene también tiene un alto valor. Como la mitad de los tripulantes eran presidiarios, condenados a trabajar, los oficiales de la nave actuaban como amos de esclavos y en verdad como amos crueles.jamás rozaban con el látigo la espalda de un remero que trabajara por una paga o por el precio del aje; mas poca amistad puede haber en una tripulación en la que algunos son azotados y otros no.

Los compañeros de Ged se comunicaban poco entre ellos, y menos aun con él. Oriundos casi todos de Osskil, no hablaban la lengua hárdica del Archipiélago. sino un dialecto propio; eran hombres hoscos, pálidos de tez, de largos y negros mostachos caídos y cabellos lacios. Kelub el rojo, llamaban a Ged. Aunque sabían que era un mago, mas que consideración mostraban una cauta malevolencia. Tampoco Ged estaba con ánimo de hacer amigos. Hasta cuando trabajaba en el banco, absorto en el poderoso movimiento de los remos, un remero entre sesenta en un navío que surcaba veloz los mares desiertos y grises, se sentía expuesto, indefenso. Cuando a la caída de la noche tocaban algún puerto extraño y él se envolvía en su capa para dormir, aun exhausto como estaba, no dejaba de soñar, y despertaba, y soñaba otra vez: sueños malos, que no recordaba nunca, y que sin embargo parecían rondar por la nave y por entre los hombres así de cada uno de ellos; y Ged desconfiaba.

Todos los osskilianos libres llevaban un cuchillo largo en la cintura, y un mediodía, mientras los remeros de Ged compartían el almuerzo, uno de ellos le preguntó:

—¿Eres esclavo o perjuro, Kelub? Ni lo uno ni lo otro.

—¿Por qué no un cuchillo, entonces? ¿Miedo de pelear? —dijo el hombre, Skior, con sorna.

—No.

—¿Tu perrito pelea por ti?

—Otak —dijo otro que escuchaba—. No un perro, un otak— y dijo algo en osskillano que hizo que Skior frunciera el ceño y volviera la cara. Y en el momento mismo en que se volvía, Ged notó un cambio en su rostro, vio que las facciones se le movían y reordenaban, como si por un instante algo lo hubiese transformado, se hubiese servido de él para echar una mirada de reojo a Ged. Pero en seguida lo vio otra vez, de frente, el rostro normal, y Ged se dijo que era su propio miedo lo que había visto, su propio miedo reflejado en los ojos del otro. Sin embargo esa noche, anclados en el puerto de Esen, Ged soñó, y Skior se le apareció en sueños. Después de eso evitó al hombre todo lo posible y le pareció que Skior también lo evitaba, y ya no hubo más palabras entre ellos.

Las montañas de Haynor, coronadas de nieve y empañadas por las primeras brumas invernales, desaparecieron en la lejanía hacia el sur. Dejaron atrás el estuario del Mar de Ea, donde en tiempos lejanos Elfarran pereciera ahogada, y las Enlades. Permanecieron dos días en el puerto de Berila, la Ciudad de Marfil, que se alza blanca sobre la bahía del oeste de Enlad, la isla de los mitos. Como en todos los puer tos que tocaban, los tripulantes no bajaron a tierra. Luego, cuando asomó un sol rojo, remaron hacia el Mar de Osskil, y alcanzaron los vientos del noreste, que soplan día y noche desde el vasto piélago del Confín del Septentrión. Después de navegar dos días, desde Berila por aquellas aguas hostiles, llegaron con la carga a salvo al puerto de Neshum, la ciudad mercantil de Osskil Oriental.

Ged vio una costa baja azotada por un viento lluvioso, una ciudad gris apeñuscada detrás de la escollera, y detrás de la ciudad las colinas desnudas bajo un cielo ensombrecido por la nieve. Muy lejos estaban ahora de los soles del Mar Interior.

Los estibadores del gremio marítimo de Neshum subieron a bordo para descargar las mercancías: oro, plata, joyas, sedas finas y tapices del sur, todos los tesoros que codician y acumulan los Señores de Osskil; y los hombres de la tripulación que no eran esclavos abandonaron la nave. Ged le habló en el muelle a uno de estos hombres. Hasta ese momento había evitado decir a dónde iba, pues no confiaba en ellos, pero ahora, a solas y a pie en un país extraño, necesitaba que alguien lo guiase. El hombre siguió caminando, impaciente, respondiendo que no sabía, pero Skior, que había escuchado la pregunta, le dijo:

—¿La Corte del Terrenón? En los Paramos de Keksemt. Yo voy por ese camino.

No era Skior el compañero que Ged hubiera preferido, pero como no conocía el camino ni la lengua, poco podía elegir. Tampoco importaba mucho, pensó, ya que no era él quien había decidido ese viaje. Algo lo había llevado, y ahora lo seguía llevando. Se echó la capucha sobre la cabeza, recogió el cayado y el saco y siguió al osskiliano a través de las calles de la ciudad y cuesta arriba hacia las colinas nevadas. El pequeño otak no iba en el hombro de Ged; como siempre que hacía frío se le había escondido bajo la capa, en el bolsillo de la túnica, de piel de cordero. Las colinas se prolongaban en páramos ondulados hasta donde alcanzaba la vista. Ged y Skior caminaban en silencio y el silencio del invierno pesaba sobre la tierra.

—¿Estamos lejos todavía? —Preguntó Ged después de haber recorrido varios kilómetros, sin ver ninguna aldea o granja alrededor, y recordando que no llevaban víveres. Skior se levantó el capuchón y volvió la cabeza un momento.

—No lejos —dijo.

Tenía una cara horrible, pálida, ruda y cruel, pero Ged no temía a ningún hombre, aunque quizá temiera el lugar al que ese hombre podía conducirlo. Asintió en silencio y prosiguieron la marcha. El sendero era apenas un rastro en el desierto de nieve fina matorrales sin hojas. De tanto en tanto otras h as lo cruzaban o se alejaban de él. Ahora que el humo de las chimeneas de Neshum había desaparecido detrás de las colinas en el lóbrego atardecer, no había nada que indicase a dónde tenían que ir, o de dónde venían; sólo el viento, que soplaba siempre del este. Al cabo de varias horas de marcha, Ged creyó ver sobre las lejanas colinas del nordeste, hacia donde el sendero parecía llevarlos, una pequeñísima mancha contra el cielo, blanca, como un diente. Mas la luz del corto día boreal empezaba a extinguirse, y en la siguiente elevación del terreno trató de ver qué era aquello: torre, árbol o alguna otra cosa.

—¿Es allí adonde vamos? —preguntó, señalando.

Skior no respondió; siguió avanzando sobre la nieve, embozado en la puntiaguda capucha osskiliana orlada de pieles. Ged caminaba junto a él. Habían andado mucho, y el paso regular de la marcha y la fatiga de los días y las noches del barco empezaban a adormecerlo. Le parecía que había caminado eternamente y que seguiría caminando eternamente, al lado de aquel ser silencioso, por un mundo de silencio que la noche invadía. Avanzaba como en un largo, largo sueño, que no llevaba a ninguna parte.

El otak se agitó en el bolsillo, y una pequeña ola de temor despertó y se agitó también en la mente de Ged. Se obligó a hablar.

—La noche cae y continúa nevando. ¿Cúanto falta aún, Skior?

Tras un momento de silencio el otro respondió, sin volverse:

—No lejos.

Pero la voz de Skior no sonó como una voz humana, sino como la de una bestia, ronca y sin labios, que intenta hablar.

Ged se detuvo de golpe. Alrededor se extendían desiertas las colinas a la postrera luz del atardecer. Los copos de nieve giraban en pequeños torbellinos.

—¡Skior! —gritó Ged, y el otro se detuvo y se volvió. Bajo la capucha puntiaguda no había ningún rostro.

Antes que Ged pudiera pronunciar un sortilegio o recurrir a sus propios poderes, el gebbet habló, diciendo con voz ronca:

—¡Ged!

Era tarde ya para que el joven hechicero obrara una transformación:, encerrado allí en sí mismo, tenía que enfrentarse al gebbet sin ninguna defensa. Tampoco podía pedir ayuda, en esa tierra extraña donde no conocía nada ni nadie, y nada ni nadie acudirían. Estaba solo, y entre él y su enemigo sólo se interponía la vara de tejo que sostenía en la mano derecha.

La cosa que se había apoderado de la carne de Skior y le había devorado la mente hizo que el cuerpo avanzara un paso hacia Ged, extendiendo los brazos, tanteando a ciegas. Fuera de sí, horrorizado, Ged blandió en alto la vara y la abatió sobre la capucha que escondía el rostro-sombra. Bajo el golpe feroz, capa y capucha se hundieron casi hasta el suelo, como si no envolvieran nada más que al viento, y luego entre sacudidas y contorsiones, se irguieron otra vez. El cuerpo de un gebbet ha sido vaciado de sustancia propia y es algo así como una cáscara o vapor de forma humana, una carne irreal que envuelve a una sombra real. Así, agitándose y ondulando, como impulsado por el viento, la sombra extendió los brazos y se lanzó sobre Ged, tratando de aferrarse a él como aquella primera vez en el Collado de Roke; si lo conseguía se desprendería de la envoltura de Skior y entraría en Ged, lo devoraría por dentro y se adueñaría de él, pues no deseaba otra cosa. Ged la golpeó otra vez con la vara y la derribó, pero la sombra volvió a levantarse. Y Ged golpeó de nuevo, antes de soltar el cayado que ardía en llamas, quemándole la mano. Retrocedió unos pasos y luego, de pronto, dio media vuelta y echó a correr.

Corría y el gebbet lo seguía a un paso de distancia, incapaz de darle alcance pero sin perder terreno. Ged nunca volvió la cabeza; corría y corría por aquel enorme desierto crepuscular donde no había ningún posible escondite. Una vez el gebbet volvió a llamarlo con voz ronca y sibilante, dominando ya los poderes mágicos de Ged. No obstante no tenía ningún poder sobre el cuerpo del mago y no pudo obligarlo a detenerse. Ged corría.

La noche se espesaba en torno del cazador y la presa y la nieve soplaba en ráfagas finas sobre el sendero ya invisible para Ged. La sangre le martilleaba los ojos, el aire le quemaba la garganta, y en realidad ya no corría, avanzaba vacilante, tambaleándose: y sin embargo el infatigable perseguidor parecía incapaz de alcanzarlo, siempre a un paso detrás de él. Había empezado a llamarlo con murmullos y susurros y Ged supo que ese murmullo había estado siempre allí, en el umbral del oído, pero que ahora lo oía, ahora tenía que ceder, tenía que darse por vencido, y detenerse. Sin embargo no se detuvo, y siguió trepando con esfuerzo, penosamente, por una pendiente oscura, interminable. Le pareció ver una luz en algún lugar delante de él, y creyó oír una voz más arriba, en alguna parte, que lo llamaba:

—¡Ven! ¡Ven!

Trató de responder pero no tenía voz. La luz pálida apareció delante de él más clara y definida, alumbrando un portal. Ged no distinguía las paredes, pero veía las puertas. Ante ellas se detuvo, y el gebbet, aferrándose a la capa, buscó a tientas los flancos del hechicero, tratando de sujetarlo desde atrás. Con el último aliento que le quedaba, Ged se precipitó hacia la débil luz de la puerta. Pensó en volverse para cerrarle el paso al gebbet, pero las piernas no lo sostuvieron. Se tambaleó, buscando un apoyo., Unas luces le aparecieron ante los ojos, enceguecedoras. Sintió que caía y que algo lo sostenía al mismo tiempo. Pero la mente exhausta de Ged se hundió en las tinieblas.

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