La escuela de hechicería

Ged durmió esa noche a bordo del Sombra y a la mañana siguiente, muy temprano, se despidió de los remeros; las voces alegres lo acompañaron deseándole buena fortuna mientras se alejaba del muelle. El burgo de Zuil no es grande, y las casas altas se apiñan en unas pocas calles estrechas y empinadas. sin embargo Ged tenía la impresión de estar en una ciudad no sabiendo qué camino tomar preguntó al primer hombre con quien tropezó dónde podría encontrar al Decano de la Escuela de Roke. El hombre lo miró un momento de soslayo y dijo:

—El sabio no pregunta, y el necio pregunta en vano.

Y se alejó por la calle. Ged continuó cuesta arriba hasta llegar a una plazoleta. Unas casas de puntiagudos techos de pizarra la flanqueaban en tres lados; en el cuarto realzaba el muro de un gran edificio, con unos pocos ventanucos que se abrían por encima de las chimeneas de las otras casas: un fuerte o un castillo, parecía, construido con sólidos bloques de piedra gris. En la plazoleta al pie del edificio estaban instalados unos tenderetes y la gente iba y venía entre ellos. Ged le hizo su pregunta a una mujer vieja cargada con una cesta de mejillones y ella le respondió:

—No siempre se encuentra al Decano donde está, pero a veces puedes encontrarlo donde no está —y siguió pregonando su mercancía.

En el gran edificio, cerca de una esquina, había una puerta de madera, pequeña, insignificante. Ged fue hasta ella y golpeó con fuerza. Le abrió un hombre viejo, y Ged dijo:

—Traigo una carta del Mago Ogión de Gont para el Decano de la Escuela. Quiero encontrar al Decano, pero ¡basta ya de enigmas y mofas!

—Esta es la Escuela —le respondió el viejo con mansedumbre—. Y yo soy el portero aquí. Entra si puedes.

Ged dio un paso adelante Creyó que ya había traspuesto el umbral, pero seguía fuera, en el pavimento, en el mismo sitio.

Avanzó otra vez, y de nuevo se encontró de pie delante de la puerta. Desde dentro el portero lo observaba con ojos mansos.

Ged, más que perplejo, estaba furioso, pues esto le parecía una nueva burla. Con la voz y la mano preparó el sortilegio de apertura que la vieja bruja le enseñara tiempo atrás, y que era la joya del saber de ella en materia de hechizos. Lo urdió a la perfección, pero era sólo brujería y no conmovió el poder que obraba sobre el umbral.

Después de este fracaso, Ged permaneció largo rato inmóvil en la calle. Al fin miró al viejo que esperaba dentro.

—No podré entrar —dijo a regañadientes— a menos que tú me ayudes.

El portero le respondió:

—Di tu nombre.

Una vez más Ged estuvo un rato sin moverse, pues nadie dice su propio nombre en voz alta a menos que esté en juego algo más precioso que la vida.

—Soy Ged —dijo al fin, y esta vez se adelantó y traspuso el vano de la puerta. Le pareció, sin embargo que aunque tenía la luz a sus espaldas, una sombra le pisaba los talones.

Y además, al volverse, vio que el umbral que acababa de trasponer no era de madera, como le había parecido, sino de marfil macizo y sin junturas: supo más tarde que había sido tallado con un diente del Gran Dragón. La puerta que el viejo cerró detrás era de cuerno pulido, y a través de ella brillaba tenue la luz del día, y en la cara interior estaba tallado el Árbol de las Mil Hojas.

—Bienvenido a esta casa, muchacho —dijo el portero, y sin una palabra más lo condujo por salas y corredores hasta un patio abierto, muy alejado de los muros. El patio estaba en parte pavimentado con piedras, y en un arriate tapizado de hierba, bajo árboles jóvenes y a la luz del sol, murmuraba una fuente. Allí Ged esperó a solas un rato. No se movía, y el corazón le latía con fuerza, pues creía sentir alrededor presencias y poderes invisibles, y sabía que ese lugar estaba hecho no sólo de piedra sino también de una magia más fuerte que la piedra. Se encontraba en el corazón mismo de la Morada de los Sabios, y ese lugar era un patio a cielo abierto. De pronto advirtió la presencia de un hombre vestido de blanco que lo observaba a través del agua de la fuente.

En el momento en que sus miradas se encontraron, un pájaro trinó en las ramas del árbol. Y en ese mismo instante Ged comprendió el canto del pájaro, y el lenguaje del agua que caía en la pila de la fuente, y la forma de las nubes y el comienzo y el fin del viento que agitaba las hojas: le pareció que él mismo no era más que una palabra pronunciada por la luz del sol.

El momento pasó, y él y el mundo volvieron a ser como antes, o casi como antes. Ged se adelantó y se arrodilló delante del Archimago y le tendió la carta de Ogión.

El Archimago Nemmerle, Decano de Roke, era un hombre viejo, más viejo, se decía, que todos los hombres que vivían en el mundo. La voz se le quebró, como e, gorjeo de un pájaro, cuando saludó a Ged. Los cabellos, la barba y la túnica eran blancos, y parecía que los años le hubieran quitado sombra y dejándolo blanco y pulido como un madero que hubiese flotado a la deriva durante todo un siglo.

—Mis ojos están viejos, no puedo leer lo que me escribe tu maestro —dijo con voz temblorosa-—. Léeme la carta, muchacho.

Así pues, Ged descifró y leyó en voz alta el mensaje, que estaba escrito en runas hárdicas, y no decía casi nada:

¡Señor Nemmerle! Os envío al que será el más grande de los magos de Gont, si es verdad lo que soplan los vientos.

Estaba firmado, no con el verdadero de Ogión que Ged nunca había conocido, sino con la runa de Ogión, la Boca Cerrada.

—Te ha enviado quien frena al terremoto, por lo que eres dos veces bienvenido. El joven Ogión me era muy caro cuando vino aquí desde Gont. Cuéntame ahora de los mares y los portentos del viaje, muchacho.

—Una buena travesía, Señor, a no ser por la tempestad de ayer.

—¿Qué navío te ha traído aquí?

—El Sombra, un mercante de las Andrades.

—¿Qué voluntad te ha en enviado aquí?

—La mía.

El Archimago miró a Ged y luego apartó los ojos y se puso a hablar en una lengua que Ged no comprendía, musitando como un hombre muy viejo cuya cordura anda extraviada entre islas y años. Sin embargo, había en ese murmullo palabras que el pájaro había cantado y que el agua de la fuente había dicho. No estaba echando un sortilegio pero el poder que le emanaba de la voz trastornó a Ged, que por un instante tuvo la impresión de estar contemplándose a sí mismo, de pie en un lugar vasto, desierto y extraño, solo entre las sombras. Y sin embargo estaba tiempo en el patio soleado, escuchando el mismo susurro de la fuente.

Un gran pájaro negro, un cuervo de Osskil, se ácercó caminando por la terraza de piedras y las hierbas. Llegó hasta la orla de la túnica del Archimago y allí se detuvo, todo negro, con pico de daga, observando a Ged con una mirada oblicua. Tres veces picoteó el báculo blanco en que se apoyaba Nemmerle, y el viejo mago dejó de murmurar y sonrió.

—Corre, ve a jugar, muchacho —dijo al fin como si le hablara a un niño pequeño.

De nuevo Ged se postró ante él con una rodilla en tierra. Cuando se levantó, el Archimago ya no estaba allí; sólo el cuervo, espiándolo, adelantando el pico como para morder el báculo desaparecido.

Y el cuervo habló en una lengua, pensó Ged, que acaso fuera la de Osskil.

—¡Terrenon ussbuk! —graznó—. ¡Terrenon ussbuk orrek! —Y se marchó pavoneándose, como había venido.

Ged se volvió para salir del patio, preguntándose a dónde iría. Bajo la arcada le salió al encuentro un joven alto que lo saludó cortésmente, inclinando la cabeza.

—Me llamo Jaspe, hijo de Enwit del Dominio de Eolg en la Isla de Havnor. Hoy estoy a tu servicio para mostrarte la Casa y responder a tus preguntas, si es posible. ¿Cómo he de llamarte, Señor?

A Ged, un aldeano montañés que nunca había frecuentado a los hijos de los nobles y los ricos mercaderes, le pareció que ese joven se burlaba de él con su «servicio», su «Señor» y sus reverencias. Respondió con sequedad:

—Gavilán, así me llaman.

El otro aguardó un momento como si esperase una respuesta más exacta, y por último enderezó la cabeza y se apartó. Era dos o tres años mayor que Ged, muy alto y de una gracia un tanto tiesa en los modales y en el andar, la afectación (pensó Ged) de un bailarín. Vestía una capa gris con la capucha echada hacia atrás. Ante todo lo condujo a la guardarropía donde Ged, como nuevo alumno de la Escuela, podía procurarse una capa igual, y otras ropas que necesitase. Se puso la oscura capa gris que había elegido y Jaspe le dijo:

—Ahora eres uno de los nuestros.

Jaspe parecía sonreír entre dientes mientras hablaba y Ged sospechó que aquellas palabras corteses ocultaban alguna ironía.

—¿Acaso el hábito hace al mago? —preguntó con hosquedad.

—No —respondió el otro—, mas he oído decir que los modales hacen al hombre. ¿A dónde quieres ir ahora?

—A donde tú quieras. No conozco la Casa.

Jaspe lo guió por los largos corredores de la Casa mostrándole los patios abiertos y los altos salones techados, la Sala de Estantes donde se guardaban los libros del saber y los volúmenes de las runas, el Salón del Hogar donde se reunían los alumnos en los días de fiesta, y escaleras arriba, en las buhardillas y torres, las pequeñas celdas donde dormían alumnos y Maestros. La de Ged, en la Torre Meridional, tenía una ventana, por la que se veían los techos empinados d Zuil luego el mar. Como todas las otras celdas destinadas al sueño no tenía otro mobiliario que un colchón de paja en un rincón.

—Llevamos una vida austera aquí —dijo Jaspe-—. Pero supongo que eso no te importará.

—Estoy acostumbrado. —Y de pronto, tratando de mostrarse a la altura de ese joven cortés y desdeñoso, Ged añadió: —Presumo que tú no lo estarías, cuando viniste.

Jaspe le echó una mirada, una mirada que decía sin palabras: « ¿Qué sabrás tú a qué estoy o no acostumbrado, yo, hijo del Señor del Dominio de Eolg en la Isla de Havnor?» Pero lo que dijo en voz alta fue simplemente:

—Sígueme.

Había sonado un golpe de gong mientras estaban arriba, y bajaron a compartir la comida del mediodía en la Mesa Larga del refectorio, con un centenar de muchachos y hombres jóvenes. Todos iban con su plato a las ventanillas de la cocina, y mientras bromeaban con los cocineros se servían de las enormes ollas que humeaban sobre el antepecho, sentándose luego en algún sitio de la Mesa Larga.

—Se dice —comentó Jaspe hablándole a Ged— que por muchos que vengan a sentarse a esta mesa, siempre habrá lugar para otro.

Y lo había por cierto, tanto para los alborotadores grupos de muchachos que conversaban y comían con entusiasmo, como para los mayores, de capa gris sujeta al cuello por un alfiler de plata, sentados de a dos o a solas, más silenciosos, y de rostros graves y meditativos, como si tuvieran mucho en qué pensar.

Jaspe puso a Ged junto a un muchacho corpulento llamado Algarrobo, de facciones vulgares y modales toscos que no decía mucho pero que comía con voracidad. Hablaba con el acento del Confín del Levante y tenía la tez pardusca, casi negra, no pardorojiza como Ged y Jaspe y la mayoría de los habitantes del Archí iélago. Refunfuñó algo acerca de la comida cuando hubo terminado, pero luego se volvió a Ged y le dijo:

—Al menos esto no es ilusión, como tantas cosas que se ven por aquí; te queda en el estómago.

Ged no entendió, pero el muchacho le parecía simpático, y le gustó que se quedara con ellos después de la comida.

Bajaron a la ciudad, para que Ged la conociera. Aunque pocas y cortas, las calles de Zull serpenteaban y se entrecruzaban en curiosos laberintos, y era fácil perderse. La ciudad tenía un aspecto extraño, y también los habitantes, pescadores, artesanos y trabajadores como los de cualquier otro sitio, pero tan habituados a la hechicería que se practica día y noche en la Isla de los Sabios, que ellos mismos parecían medio hechiceros. Hablaban (como Ged lo había aprendido por experiencia) en enigmas, y ninguno de ellos pestañeaba cuando veían que un chiquillo se transformaba en pez o una casa volaba por los aires. Sabían que se trataba de la travesura de algún escolar, y, seguían remendando zapatos o descuartizando reses…

Alejándose de la Puerta Trasera y los jardines de la Casa, los tres muchachos cruzaron un puente de troncos sobre las aguas cristalinas del Arroyo Zull y fueron hacia el norte por bosques y prados. El sendero subía y serpeaba. Atravesaron los encinares de sombras espesas, aunque brillaba el sol. No muy lejos, a la izquierda, había un bosquecillo que Ged nunca veía con claridad. El sendero llevaba hacia el bosque pero parecía interminable. Ged ni siquiera alcanzaba a distinguir qué clase de árboles eran aquellos. Algarrobo, advirtiendo cómo miraba, le dijo en voz baja:

—Ése es el Bosquecillo Inmanente. Todavia no podemos llegar…

En los prados bañados por el sol había unas flores doradas.

—Hierba centella —dijo Jaspe—. Crece donde el viento sembró las cenizas del incendio de llien, cuando Erreth-Akbé defendió las Islas Interiores de los ataques del Señor del Fuego. —Sopló la corola de una flor marchita y las semillas volaron en el viento como chispas rojizas a la luz del sol.

El sendero subió zigzagueando y los llevó hasta la base de una gran colina verde, redonda y sin árboles, la misma que Ged había visto desde el navío cuando entraban en las aguas encantadas de la Isla de Roke. En el flanco de la colina, Jaspe se detuvo.

—En mi tierra natal, Havnor, he oído muchas cosas de la magia gontesca, y siempre en alabanza, y he deseado desde hace tiempo ver cómo la practican. Y he aquí que ahora tenemos entre nosotros a un gontesco; y estamos en las laderas del Collado de Roke, cuyas raíces penetran hasta el centro mismo de la tierra. Aquí todos los sortilegios son poderosos. Haznos un embrujo, Gavilán. Muéstranos tu estilo.

Confuso y tomado por sorpresa, Ged no dijo nada.

—Más tarde, Jaspe —dijo Algarrobo con su llaneza habitual—. Déjalo en paz un rato.

—0 es hábil o tiene poder, de lo contrario el portero no hubiera permitido que entrase. ¿Y por qué más tarde, y no ahora? ¿No es así, Gavilán ?

—Soy hábil y tengo poder —replicó Ged—. ¿De qué estás hablando?

—De ilusiones, desde luego… trucos, juegos de apariencias. ¡Como éste!

Jaspe a untó a la ladera con el índice y pronunció unas palabras extrañas. Un hilo de agua corrió entre las hierbas verdes, y luego creció y se precipitó en un torrente colina abajo. Ged metió la mano en la corriente y la sintió mojada; bebió un poco y parecía agua fresca, aunque nunca calmaría la sed, pues era mera ilusión. Con otras palabras Jaspe hizo desaparecer el torrente y las hierbas secas ondularon a la luz.

—Ahora tú, Algarrobo —dijo Jaspe sonriendo, tranquilo. Al arrobo se rascó la cabeza con una expresión sombría, pero tomó un poco de tierra en la mano y empezó a canturrear con voz desafinada, mientras acariciaba, apretaba, modelaba con los dedos oscuros el pe pequeño terrón que de pronto se transformó en una bestezuela, un moscardón o un abejorro, y echó a volar zumbando por encima del Collado, y desapareció.

Ged observaba la escena apabullado. ¿Qué sabía él? Sólo simples brujerías de aldea, encantamientos para llamar a las cabras, curar verrugas, mover pesos o reparar cacharros.

—Yo no echo esa clase de sortilegios —dijo. Para Algarrobo, que quería continuar el paseo, la discusión había terminado. Pero Jaspe insistió.

—La magia no es un juego. Nosotros los gontescos no la practicamos ni por placer ni por halago —respondió Ged con altanería.

—¿Por qué la practicáis entonces? —Inquirió Jaspe—. ¿Por dinero?

—No —gritó Ged. No encontró otra manera de ocultar que no lo sabia y no sentirse humillado.

Jaspe se echó a reír, no de mal talante, y reanudó la marcha, guiando a sus dos compañeros alrededor del Collado de Roke. Y Ged lo siguió, cabizbajo, y dolorido, diciéndose que se había comportado como un tonto, y por culpa de Jaspe.

Esa noche, mientras yacía envuelto en la capa sobre el colchón de la celda, fría y oscura, en el silencio profundo de la Casona de Roke, la extrañeza del lugar y el pensamiento de todos los hechizos y sortilegios que allí se habían obrado empezaron a oprimirlo. Las tinieblas lo cercaron y sintió miedo.

Hubiera querido estar en cualquier parte menos en Roke. En ese momento Algarrobo, con una pequeña esfera de luz azulada que flotaba sobre él y le alumbraba el camino, apareció en la puerta y pidió permiso para entrar y conversar un rato. Le preguntó a Ged acerca de Gont y luego habló con afecto de las islas del Confín del Levante, donde había nacido, contando cómo el humo de los hogares aldeanos se eleva y flota en la noche sobre el mar apacible, entre las isletas de nombres curiosos: Korp, Kopp y Holp, Venway y Vemish, Iffish, Koppish y Sneg. Cuando dibujó con el dedo los contornos de esas islas sobre el suelo empedrado, para que Ged pudiera ver cómo estaban dispuestas, las líneas brillaron débilmente, como si las dibujara con una varilla de plata. Algarrobo había estado tres años en la Escuela y pronto sería nombrado hechicero; practicar las artes mágicas menores era para él algo tan natural como la práctica del vuelo para un pájaro. Pero tenía además un arte más grande, un arte que no se aprende: el de la bondad. Esa noche, y para siempre, le ofreció y dio a Ged su amistad, una amistad firme y sincera que Ged retribuyó de buen grado.

Sin embargo, Algarrobo era también amigo de Jaspe, que el primer día había puesto en ridículo a Ged. Y eso Ged no lo olvidaba, ni tampoco Jaspe, al parecer, pues siempre le hablaba a Ged con una voz cortes y una sonrisa burlona. Ged no iba a permitir que Jaspe lo desdeñara ni que lo tratase con condescendencia. juró demostrarle a Jaspe, y a todos aquellos para quienes Jaspe era una especie de cabecilla, que grande era en verdad su poder… algún día. Porque ninguno de ellos, pese a tantos trucos ingeniosos, había salvado una aldea con un encantamiento. De ninguno de ellos había escrito Ogión que sería el más grande de los magos de Gont.

Fortalecido con estos pensamientos, Ged se dedicó por entero a las tareas que le encomendaban, las lecciones, artes y habilidades que enseñaban aquellos Maestros de capa gris, a quienes llamaban los Nueve.

Parte de cada día estudiaba con el Maestro Cantor, aprendiendo las Gestas de los héroes y los cánticos del saber, comenzando con el más antiguo de todos: la Creación de Ea. Luego, en compañía de una docena de muchachos, se ejercitaba con el Maestro de Vientos en las artes del viento. En los días claros de primavera y de comienzos del verano se paseaban en frágiles balandros practicando el arte de timonear por la palabra, apaciguando las olas, hablando con los aires del mundo y levantando el viento mágico. Estas son artes intrincadas y a menudo la botavara iba a dar contra la cabeza de Ged, cuando el balandro corcoveaba bajo un viento que de repente cambiaba de rumbo, o chocaba con otra embarcación, pese a que tenían la bahía entera para navegar, y a veces los otros tripulantes se arrojaban al mar sin previo aviso, cuando una ola inesperada y gigante ca hacía zozobrar el balandro. Había días de expediciones más apacibles, en tierra, con el Maestro de Hierbas que enseñaba las costumbres y propiedades de las cosas que crecen; y el Maestro Malabar que enseñaba prestidigitación y destreza de manos, y los rudimentos de la Transformación.

Ged progresó con rapidez en estos estudios, y al ,cabo de un mes emulaba ya a otros muchachos que habían llegado a Roke un año antes. Los juegos de ilusión, sobre todo, le parecían tan fáciles que era como si hubiera nacido sabiéndolos, y sólo necesitara recordarlos. El Maestro Malabar era un viejecito bondadoso y alegre que encontraba un placer siempre renovado en la gracia y la belleza de las artes que enseñaba. Ged pronto dejó de tenerle miedo y le pedía que le enseñara tal o cual hechizo, y el Maestro siempre sonreía y le mostraba lo que Ged quería. Pero en una ocasión, decidido a humillar a Jaspe de una vez por todas, mientras estaban en el Patio de las Apariencias, Ged interpeló al Maestro Malabar:

—Señor, todos estos sortilegios se parecen demasiado; se conoce uno y se conocen todos. Y cuando el hechizo pasa, la ilusión se desvanece. Bien, si transformo un guijarro en un diamante —cosa que hizo con una palabra y un rápido movimiento de la mano-—, ¿qué he de hacer para que el diamante siga siendo diamante? ¿Cómo se consigue una transformación permanente?

El Maestro Malabar miró el diamante que centellea en la alma de Ged, brillante como la joya más preciosa del tesoro de un dragón. El viejo Maestro murmuró una palabra: —Tolk…—, y el guijarro reapareció en la palma de Ged, no una piedra preciosa sino una tosca piedrecita gris. El Maestro la tomó y la retuvo en el hueco de la mano.

—Esto es una piedra, tolk en la Lengua Verdadera —dijo, mirando amablemente a Ged—. Una piedrecita de la Isla de Roke, una minúscula porción de la tierra seca en que viven los hombres. Esta piedra es ella misma. Es parte del mundo. Por medio de la Ilusión y el cambio puedes hacer que parezca un diamante o una flor o una mosca o un ojo o una llama… La piedra se transformaba de instante en instante en las cosas que él iba nombrando, y volvía a ser piedra.— Pero son sólo apariencias. La Ilusión engaña al observador; le hace ver y sentir que el objeto se ha transformado. Pero no lo transforma. Para transformar esta piedra en una gema tienes que ponerle otro nombre verdadero. Y eso, hijo mío, basta con una piedrecilla tan pequeña como ésta, es cambiar el mundo. Se puede hacer. En verdad, se puede. Es el arte del Maestro de Transformaciones, y tú lo aprenderás, cuando estés preparado para aprenderlo. Mas no transformarás una sola cosa, un guijarro, un grano de arena hasta que no sepas cuál será el bien y el mal que resultará. El mundo se mantiene en Equilibrio. El poder de Transformación de Invocación de un mago puede romper ese equilibrio. Tiene que ser guiado por el conocimiento, y servir a la necesidad. Encender una vela es proyectar una sombra…

Miró otra vez el guijarro en el hueco de la mano.

—También una piedra es una cosa buena, sabes —siguió diciendo, en tono menos grave—. Si las Islas de Terramar fueran todas de diamante, tendríamos aquí una vida dura. Goza con las ilusiones, muchacho, y deja que las piedras sean piedras.

Y le sonrió, pero Ged se marchó insatisfecho. Pídele a un mago que te explique un secreto y siempre te hablará, como Ogión, de equilibrio, de peligros y de tinieblas. Un mago, un mago de verdad, uno que hubiera trascendido esas niñerías, los juegos de la ilusión, para dedicarse a las grandes artes de la Invocación y el Cambio, era sin duda bastante poderoso como para hacer cualquier cosa, y equilibrar el mundo como mejor le pareciera, y ahuyentar las tinieblas con su propia luz.

Se encontró en el corredor con Jaspe, quien, desde que las hazañas de Ged empezaron a alabarse en la Escuela, le hablaba a Ged en un tono aparentemente más amistoso, pero en realidad más sarcástico.

—Pareces abatido, Gavilán —le dijo—. ¿Te han salido mal acaso tus sortilegios de ilusión?

Tratando como siempre de no dejarse amilanar por Jaspe, Ged le respondió como si no hubiera advertido la ironía.

—Estoy harto de malabarismos, harto de estos juegos de ilusión sólo buenos para divertir a los señores ociosos en sus castillos y dominios. La única magia verdadera ue me han enseñado hasta ahora en Roke es hacer luces fatuas y mover las nubes. El resto es mera tontería.

—Aun las tonterías son peligrosas —observó Jaspe— en manos de un tonto.

Ged volvió la cara bruscamente como si hubiese recibido una bofetada, y dio un paso hacia Jaspe; pero el otro le sonreía como si no hubiera intentado insultarlo. Lo saludó inclinando la cabeza con su gracia amanerada, y se alejo.

Allí, de pie, con furia en el corazón, mirando a Jaspe, Ged se juró que lo vencería, y no en un torneo de juegos de ilusión sino en una verdadera prueba de poder. Demostraría quién era, y humillaría a Jaspe. No permitiría que Jaspe siguiera mirándolo con ese aire de superioridad, ese odio, esa desdeñosa condescendencia.

Ged no se detuvo a pensar por qué Jaspe podía odiarlo. Sabía por qué él odiaba a Jaspe. Los otros aprendices no habían tardado en comprender que no podían medirse con Ged en juego o en serio y decían de él, algunos con admiración y otros con despecho «Es un hechicero nato, jamás permitirá que le ganemos». Jaspe era el único que no lo alababa ni lo evitaba, limitándose a mirarlo desde lo alto con una leve sonrisa. De modo que no tenía otro rival que Jaspe, y necesitaba humillarlo.

Lo que Ged no veía, o no quería ver, era que en esa rivalidad, a la que él se abrazaba y que alimentaba por orgullo, acechaban los peligros y las tinieblas a los que el Maestro Malabar lo había puesto en contra guardia.

Cuando no lo dominaba la cólera, sabía perfectamente bien que aún no estaba en condiciones de medirse con Jaspe, ni con ninguno de los alumnos mayores, y entonces se entregaba al trabajo y hacía la vida de siempre. Hacia el final del estío hubo un cierto receso en las tareas, y los alumnos dispusieron de más tiempo para los deportes: carreras de canoas mágicas en el puerto, proezas de ilusión en los jardines de la Casa, y en las largas noches, en los bosquecillos, bulliciosas partidas de escondite en las que los jugadores de los dos bandos eran invisibles y sólo las voces se desplazaban riendo y gritando entre los árboles, persiguiendo o esquivando el tenue y movedizo resplandor de las luces fatuas. Luego, cuando llegó el otoño, volvieron una vez más al trabajo, ejercitándose en nuevos pases de magia. Así pues, los primeros meses de Ged en Roke pasaron rápidos, pródigos en pasiones y maravillas.

En el invierno todo cambió. junto con otros siete muchachos fue enviado al otro extremo de la Isla de Roke, al más lejano y septentrional de los cabos, donde se alza la Torre Solitaria. Allí habitaba a solas el Maestro de Nombres, a quien llamaban por un nombre que no tema ningún significado en ninguna lengua: Kurremkarmerruk. No había una sola granja, ninguna vivienda en kilómetros y kilómetros a la redonda de la Torre Oscura, que se alzaba por encima de los acantilados septentrionales; grises eran las nubes que ensombrecían los mares del invierno, e infinitas las listas, hileras y círculos de nombres que los ocho discípulos del Nombrador tenían que aprender. Entre ellos, en la más encumbrada estancia de la Torre, se sentaba Kurremkarmerruk en un taburete alto, inscribiendo las listas de nombres que era preciso aprender antes de que la tinta se evaporase a medianoche, dejando el pergamino virgen otra vez. Siempre hacía frío y había penumbra y silencio en la torre. No se oía más que el rasguido de la pluma del Maestro y a veces el suspiro de algún estudiante, obligado a aprender antes de la medianoche el nombre de cada cabo, cada punta, cada bahía, brazo de mar, cala, canal, puerto, bajío, arrecife y roca de las costas de Lossov, un pequeño islote del Mar Pelniano. Si el estudiante se quejaba de algo, el Maestro podía no decir nada, pero alargaba la lista; o podía decir: «El que quiere ser Maestro de la Mar ha de conocer el nombre verdadero de todas las gotas de agua que hay en la mar».

Ged suspiraba a veces, pero no se quejaba. Sabía que en aquella insondable y polvorienta tarea de aprender el nombre verdadero de cada lugar, cada cosa y cada criatura, residía el poder ambicionado, como una gema en el fondo de un pozo seco. Porque en eso consistía la magia, conocer el nombre verdadero de cada cosa. Eso les había dicho Kurremkarmerruk una vez, la primera noche que pasaron en la Torre; y nunca más lo había repetido, pero Ged no lo olvidó.

«Más de un mago de gran poder», había dicho, «se ha pasado la vida buscando el nombre de una sola cosa, un nombre único y oculto. Y las listas no están concluidas todavía, ni lo estarán antes del fin del mundo. Escuchadme, y comprenderéis por qué. En el mundo bajo el sol, y en el otro mundo que no tiene sol, hay muchas cosas ajenas al hombre y al habla de los hombres, y hay también poderes inaccesibles para nosotros. Mas la magia, la magia verdadera, es obrada sólo por aquellos, seres que hablan la lengua hárdica de Terramar, o el Habla Antigua de la que ha nacido.

»Es la lengua que hablan los dragones, y la que hablaba Segoy, el hacedor de las islas del mundo, y la lengua de nuestras trovas y cantares, de nuestros sortilegios, encantamientos e invocaciones. En la lengua hárdica todavía hay palabras de esa habla, trucadas y ocultas. A la espuma de las olas la llamamos sukien: esta palabra está hecha con dos palabras del Habla Antigua, suk, pluma, e inien, el mar, Pluma del mar, eso es la espuma. Mas no es llamándola sukien como hechizaréis a la espuma; tendréis que usar el nombre verdadero en el Habla Antigua, essa. Cualquier bruja conoce algunas de estas palabras del Habla Antigua, y un mago conoce muchas. Pero hay muchísimas más, y algunas se han perdido con el correr de las edades, o han permanecido secretas; y otras sólo son conocidas por los dragones y los Poderes Antiguos y no las conoce nadie. Ningún hombre podría aprenderlas todas. Porque esa lengua es infinita. Pero lo que nosotros llamamos el Mar Interior también tiene su propio nombre en el Habla Antigua. Y como nada puede. tener dos nombres verdaderos, iníen significa pues toda la mar excepto el Mar Interior. Y desde luego, ni siquiera es eso lo que significa, porque hay mares y bahías y estrechos incontables y cada uno tiene un nombre que le es propio. De modo que si un Mago Maestro de la Mar estuviese tan loco como para tratar de echar un sortilegio de tempestad o calma sobre todo el océano, el ensalmo tendría que contener no sólo esa palabra, inien, sino el nombre de cada tramo y trecho y parcela de mar a través de todo el Archipiélago y hasta los Confines Lejanos, y aún más allá, donde ya no hay nombres. Así pues, lo que nos da el poder de la magia, limita a la vez ese poder. Un mago sólo puede dominar lo que está cerca, lo que puede nombrar con la palabra exacta. Y es bueno que sea así. Si no fuera así, la maldad de los poderosos o la locura de los sabios habría intentado tiempo atrás cambiar lo que no puede cambiarse, y el Equilibrio se habría roto. Y el mar, perdido el equilibrio, invadiría estas islas en las que habitamos peligrosamente, y el antiguo silencio se llevaría consigo todas las voces y todos los nombres.

Ged meditó largamente estas palabras, hasta que llegó a entenderlas. La majestad de la tarea no bastaba sin embargo para que la labor de aquel largo año en la Torre fuera menos ardua y seca; y al final de ese año Kurremkarmerruk le dijo: «Has comenzado bien». Ni una palabra más. Los hechiceros dicen la verdad, y era verdad que esforzarse en conocer los nombres no era mas que el comienzo de un aprendizaje que duraría toda la vida. Le permitieron marcharse de la Torre Solitaria antes que los demás, pues había aprendido más rápido que ellos; pero esto fue toda la aprobación que recibió.

Echó a andar solo, rumbo al sur, a través de la isla, por caminos despoblados. Empezaba el invierno, y llovió al anochecer. Pero Ged no recurrió a ninguna fórmula mágica para alejar la lluvia, pues el clima de Roke dependía del Maestro de los Vientos y estaba prohibido manipularlo. Buscó refugio bajo las ramas de un píndico corpulento, y echado allí, envuelto en la capa, pensó en su viejo maestro Ogión, que acaso no había concluido aún sus andanzas otoñales por las alturas de Gont, durmiendo a cielo abierto con unas ramas sin hojas como techo y unas cortinas de lluvia como paredes. Ged sonrió; cada vez que pensaba en Ogión se sentía más animado. Se durmió con el corazón en paz, en la noche fría y oscura poblada por los murmullos del agua. Al despertarse, al alba, levantó la cabeza; la lluvia había cesado, y de pronto descubrió un animal pequeño que dormitaba acurrucado entre los pliegues de la capa, y que se había cobijado allí en busca de calor. Se sorprendió al verla, pues era una bestezuela de una especie rara y extraña, un otak.

Estas criaturas sólo habitan en cuatro de las islas meridionales del Archipiélago: Roke, Ensmer, Pody y Wazor. Son pequeñas de cuerpo, de cara ancha y grandes ojos brillantes, y de pelaje bruñido, pardusco o leonado. Tienen dientes crueles y un temperamento salvaje y no se adaptan a la vida doméstica. No ladran ni maúllan y en realidad no tienen voz. Ged lo acarició, y el animal se despertó y bostezó, mostrando una pequeña lengua parda y unos dientes blancos; pero no parecía asustado.

—Otak —le dijo, y de pronto, recordando los mil nombres de bestias que aprendiera en la Torre, lo llamó por su nombre verdadero en el Habla Antigua:

—¡Hoeg! ¿Quieres venir conmigo?

El otak se sentó en la palma de la mano de Ged, y empezó a lamerse el pelaje.

Ged se lo puso en el hombro entre los pliegues de la caperuza, y el otak se quedó allí. A veces, durante el día, saltaba al suelo y se escabullía entre la espesura, pero siempre volvía, y una vez se trajo con él una rata de campo que había cazado. Ged se rió y le dijo que se la comiera, pues él estaba ayunando, ya que esa noche era la Fiesta del Retorno del Sol. Llegó el húmedo anochecer, dejó atrás el Collado de Roke, y vio las brillantes luces fatuas que oscilaban en la 1luvia sobre los tejados de la Casa, y entró en el edificio y los Maestros y los compañeros lo recibieron con alegría en el salón iluminado por las antorchas.

Para Ged, que no tenía casa propia a la que alguna vez pudiera volver, fue como un retorno al hogar. Se sintió feliz viendo tantas caras conocidas, y más feliz aún al ver a Algarrobo, que se acercaba a saludarlo con una ancha sonrisa en el rostro oscuro. No se había dado cuenta hasta entonces de cuánto lo había echado de menos. Algarrobo había sido nombrado hechicero ese mismo otoño y ya no era aprendiz, pero ese hecho no levantaba entre ellos ninguna barrera. Pronto se pusieron a charlar y Ged tuvo la impresión de que en esa primera hora le había dicho a Algarrobo más de lo que había dicho durante todo el año en la Torre Solitaria.

El otak seguía aún en el hombro de Ged, acurrucado entre los pliegues de la caperuza, cuando se sentaron a la hora de la cena en las largas mesas preparadas para la fiesta en el Salón del Hogar. Algarrobo miraba maravillado al animalito, y una vez levantó la mano para acariciarlo, pero el otak intentó morderlo con aquellos dientes filosos. Algarrobo se echó a reir.

—Dicen, Gavilán, que un hombre que cuenta con los favores de una bestia es un hombre a quien las Antiguas Potestades de la Piedra y el Manantial le hablarán con una voz humana.

—Dicen que los hechiceros gontescos son aficionados a los animales —dijo Jaspe, que estaba sentado a la izquierda de Algarrobo— Nuestro Archimago Nemmerle tiene un cuervo, y los cantores dicen que el Mago Rojo de Arak llevaba un jabalí sujeto a una cadena de oro. ¡Pero nunca he sabido de ningún hechicero que guardase una rata en la capucha!

Al oír esto todos se rieron, y Ged junto con los demás. Era una noche alegre y se sentía feliz de estar allí en medio del calor y el regocijo, participando de la fiesta con sus compañeros. Sin embargo, la broma maliciosa de Jaspe, como todo cuanto él decía, lo había irritado de veras.

Esa noche el Señor de 0, también él hechicero de renombre, era uno de los invitados de la escuela. Había sido discípulo del Archimago y volvía a veces a Roke para la Festividad del Invierno o la Larga Danza del Verano. Con él estaba su dama, esbelta y joven, radiante como el cobre recién pulido, la negra cabellera coronada de ópalos. No era habitual que una mujer se sentara en los salones de la Casa, y algunos de los viejos Maestros la miraban de soslayo. Pero los jóvenes la devoraban con los ojos.

—Por una dama como ella —le dijo Algarrobo a Ged— yo podría obrar grandes encantamientos… —Suspiró y se echó a reír.

—No es más que una mujer —respondió Ged.

—También la Princesa Elfarran no era mas que una mujer —replicó Algarrobo—, y por causa de ella fue devastada toda la Enlade y murió el Héroe Mago de Havnor, y la Isla Soléa se hundió bajo las aguas.

—Cuentos viejos —dijo Ged. Pero también él empezó a mirar a la Dama de 0, preguntándose si esa sena en verdad la belleza mortal de que hablaban las leyendas.

El Maestro Cantor había recitado la Gesta del Joven Rey, y luego todos a coro habían entonado el Villancico-del Invierno. Entonces, cuando hubo una breve pausa antes de que todos se levantaran de la mesa, Jaspe se puso en pie y se encaminó a la mesa más próxima al hogar, ocupada por el Archimago, los invitados y los Maestros, y le habló a la Dama de 0. Jaspe ya no era un muchacho sino un hombre joven, alto y apuesto; también él había sido nombrado hechicero ese año, y un alfiler de plata que le sujetaba la capa lo atestiguaba. La dama sonrió al escucharlo, y los ópalos centellearon en los cabellos oscuros. Entonces, mientras los Maestros asentían consintiendo, benévolos, Jaspe obró para ella un sortilegio de ilusión. Del suelo de piedra hizo brotar un árbol blanco cuyas ramas tocaban las altas vigas del techo de la sala, y en el extremo de cada gajo brilló una manzana de oro, como un sol, pues aquél era el Árbol del Año. Un pájaro revoloteó de pronto entre las ramas, de plumaje blanco y cola de espiga de nieve, y las manzanas doradas empalidecieron y se convirtieron en semillas, y cada semilla fue una minúscula gota de cristal, y cayeron del árbol con un susurro de lluvia, y mientras el árbol se balanceaba y reverdecía en hojas de un fuego rosado y en flores blancas que parecían estrellas, una fragancia dulce flotó en el aire. Y la ilusión se desvaneció. La Dama de 0, asombrada y complacida, inclinó la cabeza resplandeciente ante el joven hechicero en testimonio de admiración.

—Ven con nosotros, ven a vivir con nosotros en 0-tokné… ¿No puede venir con nosotros, mi señor? —preguntó, como una niña, a su severo esposo.

Mas Jaspe respondió simplemente:

—Cuando haya adquirido un saber digno de mis Maestros, y digno también de vuestros elogios, mi señora, iré a 0-tokné complacido, y complacido os serviré siempre.

Con estas palabras dejó satisfechos a todos, menos a Ged, que se unió de mala gana a las alabanzas. «Yo hubiera podido hacerlo mejor», se dijo, con una envidia amarga que le ensombreció toda la alegría de la noche.

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