Capítulo 5

Nash salió de la cafetería después de almorzar y se dirigió a la posada. Le había gustado mucho conocer a sus hermanastros. Lo primero que le llamó la atención al ver a los cuatro hombres era el extraordinario parecido físico que guardaban con él y con Kevin. Eran muy agradables, pero se había sentido un poco abrumado cuando le hablaron de sus familias. Todos tenían muchos hijos, sobre todo niñas. El más pequeño de ellos, Kyle, tenía nada menos que cinco. Cinco hijos. Aquello le parecía excesivo.

Nash nunca había dedicado mucho tiempo a pensar si quería tener hijos. Cuando se casó con Tina quiso esperar un tiempo antes de formar una familia. Su mujer lo había presionado, pero él no quiso saber nada. Al menos hasta que las cosas entre ellos estuvieran más estables. Daba por hecho que habría niños en un futuro pero se le aparecían como sombras lejanas que jugaban en un parque, no como gente real. No como los hijos de Stephanie. Parecían muy buenos chicos los tres, cada uno en su estilo, aunque estaba claro que el mayor no terminaba de aceptarlo del todo. Y en cuanto a Stephanie…

Más le valía no seguir por aquel camino, se dijo. Durante toda la noche había tenido sueños eróticos con la dueña de la posada. No recordaba la última vez que se había despertado con semejante erección. Seguramente fue durante la adolescencia, cuando tenía las hormonas revolucionadas. Por aquel entonces tenía muchos deseos pero muy poco conocimiento de lo que se suponía que tenía que pasar entre un hombre y una mujer. Ahora sabía exactamente lo que quería hacer, y eso sería lo que le haría a Stephanie si tuviera la oportunidad de estar con ella en la cama.

Nash sonrió al darse cuenta de que la cama no era absolutamente necesaria. En sus sueños había sido bastante creativo. Recordaba con claridad cómo la había acorralado contra la pared. Ella le enredó las piernas desnudas alrededor y…

Nash gimió levemente al sentir la presión y el calor agolpándosele en la entrepierna. Trató de concentrarse en la conducción para evitar llegar a la posada con una erección del tamaño de Argentina.

Y funcionó. Cuando aparcó delante de la mansión victoriana ya no estaba erecto aunque todavía sentía una cierta tensión. La experiencia le demostraba que aquello también pasaría… al menos momentáneamente.

Se bajó del coche de alquiler y se encaminó hacia la posada. Mientras recorría el sendero escuchó ruidos que salían de la antigua casa del guarda, que estaba situada al lado de la mansión principal.

Nash cambió de dirección. Cuando llegó a la casa del guarda comprobó que el ruido provenía de una canción de la radio. La música lo llevó hasta un salón que tenía todo el aspecto de estar en obras. Stephanie estaba de pie cerca de una puerta con una lija en cada mano. En ese momento estaba intentando llegar a un lugar que quedaba muy por encima de su cabeza. Al alzar los brazos se le alzó la camiseta, dejando al descubierto una parte de su vientre. La entrepierna de Nash cobró vida al instante. ¿Qué le pasaba con el vientre de aquella mujer? ¿Por qué no encontraba igual de eróticos sus pechos, o incluso sus piernas?

– Necesitas una escalera -dijo Nash con naturalidad.

Ella dio un respingo y luego se dio la vuelta para mirarlo.

– El próximo día que vaya al hipermercado te juro que me voy a acercar a la sección de mascotas y te voy a comprar un collar con un cencerro.

– Me quedaría grande.

– Pues te lo pondré alrededor de la cintura.

– Para eso tendrás que someterme primero.

Lo había dicho a modo de broma, pero al pronunciar aquellas palabras le brillaron los ojos y una especie de fuerza le marcó las facciones. En la estancia se creó un momento de tensión.

Por lo visto él no era el único en sentir aquella atracción, pensó Nash satisfecho. Aunque aquella información no le servía de nada. Stephanie era una madre sola con tres niños, lo que significaba que no andaría en busca de pasar un buen rato sin compromiso.

Tal vez Nash la deseara, pero de ninguna manera se aprovecharía de ella. Había crecido con una madre soltera y sabía lo dura que podía ser la vida. Él no estaba allí para crear más problemas.

Nash ignoró la tensión del momento y el deseo que flotaba entre ellos y señaló las paredes desnudas.

– ¿Ésta va a ser la suite presidencial del Hogar de la Serenidad?

Stephanie parpadeó lentamente, como si acabara de salir de un estado de trance.

– ¿Cómo? Ah, no. Es para los niños y para mí -aseguró girándose para lijar el marco de la puerta-. Ese era al plan original. Cuando Marty y yo compramos la casa queríamos arreglar este sitio e instalarnos aquí. Así tendríamos más habitaciones para alquilar. Pero cuando él murió el proyecto quedó aparcado. Espero tenerlo terminado para mediados de verano.

Nash la observó mientras trabajaba durante treinta segundos. Cuando alzó los brazos para tratar de llegar a la parte superior del marco, la fugaz visión de su vientre lo golpeó como un puñetazo.

– Ve a lijar algo más cercano al suelo -murmuró entre dientes agarrando un trozo de lija-. No eres lo suficientemente alta. Yo lo haré.

– Soy perfectamente capaz de hacerlo yo misma -respondió Stephanie entornando los ojos.

– Sin una escalera, no -insistió él agarrándola suavemente de los brazos para apartarla y tratando de no dejarse llevar por el aroma a mujer que desprendía.

– No puedo permitirlo -dijo Stephanie-. Eres un huésped.

– Y estoy aburrido y descansado. Necesito hacer algo.

– Claro -respondió ella soltando una carcajada-. Qué tonta soy. Soy yo la que te está haciendo a ti el favor al dejar que me ayudes. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?

– No lo sé. A mí me extraña.

Nash la miró de reojo. Tenía la barbilla levantada en gesto desafiante y los brazos en jarras, como dispuesta a librar batalla.

– Dame las gracias y déjalo estar -le pidió.

– Pero yo… Gracias, Nash -dijo Stephanie exhalando un suspiro-. Te agradezco la ayuda.

Él le sonrió antes de ponerse manos a la obra. Bajo los jirones de papel pintado había una madera preciosa muy bien conservada.

– Quienquiera que construyera esto sabía lo que hacía -aseguró-. Tiene unos materiales magníficos y está muy bien construida.

Stephanie se dispuso a lijar el suelo mientras él trataba de concentrarse en el trabajo. Al estar colocada de rodillas, el trasero se le levantaba hacia arriba. Nash no pudo evitar quedarse absorto mirándola.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella alzando la vista-. ¿No lo estoy haciendo bien?

– Sí. Lo estás haciendo estupendamente.

– Me estás mirando.

Nash no podía discutirle aquel punto.

– ¿Quieres que trabaje con los ojos cerrados?

– ¿Estoy horrorosa? -preguntó Stephanie pasándose la mano por la mejilla con la mano libre.

– Eso es imposible.

Ella abrió los ojos de par en par y se sonrojó. Luego bajó la cabeza y siguió lijando con movimientos cortos y enérgicos.

– Un gran cumplido -murmuró-. No me importaría tenerlo escrito en un cojín para leerlo en los días malos.

La tensión había regresado, y con una fuerza que iba más allá del deseo de hacer el amor. Nash quería acariciarla y abrazarla, conectar con ella.

¿De dónde demonios había sacado aquella idea? Nash frunció el ceño y siguió trabajando. Nada de conectar. Nada de relaciones. Nada de emociones confusas. Nada de desastres.

– Hoy he quedado con mi hermano Kevin para conocer a dos de mis hermanastros, Travis y Kyle Haynes -dijo Nash cambiando de tema radicalmente.

– ¿Y qué tal ha ido? -preguntó ella aclarándose la garganta-. No puedo imaginar qué se siente al descubrir de pronto que uno tiene una familia de la que no había oído hablar. Cuando me mudé a vivir a Glenwood escuché muchas historias sobre Earl Haynes y sus hermanos. Tenían fama de rompecorazones. Pero por lo que sé sus hijos han resultado ser unos hombres excelentes. Creo que alguna de las niñas está en clase de mis gemelos.

– Imposible saber cuál de ellas. Son tantas…

– Yo quiero muchísimo a mis hijos, pero no me hubiera importado tener también una niña -reconoció Stephanie-. Echo de menos cosas como los lazos y los vestidos.

– Todavía puede ocurrir.

– ¿Acaso has visto al Espíritu Santo revoloteando por aquí? -preguntó ella con una mueca-. No hay ninguna posibilidad de que vuelva a casarme de nuevo, así que las posibilidades de tener otro hijo se reducen drásticamente.

Nash sintió cómo aquellas palabras se le clavaban como cuchillos. Hasta el momento había disfrutado de la conversación, pero ahora sólo tenía ganas de salir corriendo de allí. Se dispuso a lijar de nuevo. «Tranquilízate», se dijo. La negativa de Stephanie a volver a casarse no tenía por qué afectarlo a él. Ni lo más mínimo.

– Debiste de quererlo mucho -dijo en medio del silencio,

– ¿Cómo? ¿A quién?

– A tu marido. No quieres volver a casarte porque lo quisiste mucho.

Stephanie parpadeó varias veces y luego comenzó a lijar a toda prisa los azulejos. Y de pronto se incorporó bruscamente.

– Mira: tengo muchas razones para no querer volver a casarme, pero ninguna de ellas es que quisiera mucho a Marty -aseguró-. Sé que suena horrible pero es la verdad.

Nash no supo qué hacer con aquella información, ni tampoco comprendía por qué había desaparecido de pronto el nudo que se le había formado en la garganta.

Hubo un momento de silencio incómodo y luego los dos empezaron a hablar al mismo tiempo.

– Adelante -le pidió Nash.

Stephanie comenzó a lijar de nuevo, pero esta vez con mucha más suavidad.

– Con tanto niño te has convertido de golpe y porrazo en tío múltiple -bromeó-. Prepárate para el ataque.

– No había pensado en ello -reconoció Nash-. Con razón la cena de hoy va a ser en una pizzería.

– Pareces tan entusiasmado como si te fueran a abrir en canal sin anestesia -aseguró ella soltando una carcajada-. ¿Va a ir toda la familia?

– Casi toda. Nuestro padre, Earl, está en Florida con su esposa número seis o siete. Ninguno de sus hijos mantiene una buena relación con él. No está invitado a la cena. Pero el resto de los hermanos, nuestra hermanastra, los niños y las esposas estarán allí.

– Suena divertido.

Nash no estaba de acuerdo. Kevin estaba prometido, igual que Gage. Quinn, el otro soltero de la numerosa familia, todavía no había aparecido. Lo que significaba que él sería el único que iría solo.

Así había ocurrido toda su vida, pensó. Lo prefería así. Pero eso no significaba que no fuera a encontrarse incómodo.

– ¿Quieres venir conmigo? -le preguntó.

Fue una invitación impulsiva, pero no la retiró.

– Podrías llevar a los niños. Dijiste que conocían a los hijos de los Haynes. Se lo pasarán bien.

Stephanie dejó a un lado la lija y se limpió las manos en los pantalones vaqueros mientras reconsideraba la invitación. No le importaba pasar un rato en compañía del protagonista de sus fantasías eróticas, pero no entendía por qué Nash quería que fueran ella y sus hijos.

– ¿No es sólo para la familia?

– Demasiada familia. Así me protegerás.

Nash lo dijo con naturalidad, pero ella habría jurado que vio en sus ojos algo de tristeza y soledad.

«No te lances», se dijo a sí misma. Tenía que dejar de leer en las expresiones de Nash cosas que no estaban. Aquel hombre no estaba solo. Se encontraba perfectamente. La idea de que ello lo protegiera era risible.

– Dejaré que te comas el trozo de pizza más grande -le prometió Nash.

Stephanie tenía que admitir que sentía curiosidad por la familia Haynes. Y a los chicos les encantaría cenar en una pizzería. Y luego estaba el hecho de pasar el rato con Nash, una compañía que cada vez le resultaba más agradable.

Lo miró a los ojos y observó el modo en que sus labios se curvaban ligeramente hacia arriba en una media sonrisa. Tal vez si le decía que sí, él le acariciaría como por casualidad la mano. Tal vez se sentaran lo suficientemente juntos como para que ella pudiera hacerse una idea de cómo sería estar tumbada en la cama a su lado. Aunque en ese sentido no necesitaba mucha ayuda. Nash ya era la estrella absoluta de sus fantasías.

¿Qué tenía que perder?

– Nos encantará ir contigo -contestó-. ¿A qué hora quieres que estemos listos?


«Esto no es una cita», se recordó Stephanie mientras se quitaba el jersey rojo para ponerse otro más de vestir. Se trataba de una velada en una pizzería, así que no había razón para sudar.

Estudió su reflejo en el espejo. El color del jersey le hacía los ojos más azules pero con aquella tela tan gruesa parecía como si no tuviera pechos. Y para complicar todavía más las cosas tenía un nudo en el estómago del tamaño de un elefante y le temblaban los dedos.

Escuchó entonces cómo llamaban a la puerta con los nudillos y después escuchó la voz de Brett llamándola.

– ¿Mamá?

Stephanie se miró por última vez y se pasó la mano por el cabello corto, deseando por enésima vez en su vida ser más alta. Luego le dijo a su hijo mayor que entrara.

– ¿Qué tal? -le preguntó mientras elegía unos pendientes de aro de la colección que tenía en el tocador.

– ¿Por qué vamos a salir? -preguntó a su vez el chico mirándola con los brazos cruzados.

– Nash es un tipo simpático -aseguró su madre acercándose a él-, y nos ha invitado a pasar la velada con él. Acaba de descubrir que está emparentado con los hermanos Haynes. Ya sabes que son muchos, y también estarán sus esposas y sus hijos.

Stephanie bajó la voz antes de seguir hablando.

– El no lo ha admitido claramente pero creo que quiere que vayamos porque está un poco nervioso. Pienso que quiere que seamos una ruidosa distracción. Eso creo.

Brett levantó la vista hacia ella.

– ¿Sí? -le preguntó con expresión esperanzada.

– Sí.

– Se nos da muy bien meter ruido -aseguró Brett con una sonrisa.

– Yo diría que tus hermanos y tú sois unos auténticos expertos -respondió su madre apartándose el pelo de la frente.


Nash mantuvo la puerta de la pizzería abierta. Cuando Stephanie y los chicos hubieron entrado él pasó también y se paró delante del mostrador para hablar con la recepcionista.

– ¿Cuántos son?

– Vamos a la fiesta de los Haynes -dijo él.

– Muy bien. Al fondo encontrará una doble puerta. No tiene pérdida. Limítese a seguir el ruido.

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