Capítulo 7

Stephanie pensó en la posibilidad de mirar el reloj, pero la última vez que lo había hecho eran casi las cuatro de la mañana. Y no había pasado mucho tiempo desde entonces. Había conseguido adormilarse durante unas horas pero la mitad de la noche se la había pasado rememorando los maravillosos besos que había compartido con Nash y la otra mitad tapándose la cara con la almohada para ocultar lo avergonzada que estaba.

¿En qué estaría pensando? ¿O acaso no había pensado en nada?

No, se dijo a sí misma. No había pensado en nada. Se había limitado a reaccionar. Se había dedicado a sentir, a tocar y a desear. Pero no a pensar.

Si se hubiera tomado su tiempo para pensar en lo que estaba haciendo nunca hubiera respondido con semejante avidez. Se había vuelto loca de pasión, una experiencia nueva para ella. Su deseo se había desatado por completo en menos de diez segundos. ¿Qué decía aquello de ella?

Stephanie no tenía una respuesta. En todos los años que había estado casada con Marty nunca se sintió tan deseosa. Tan viva. Tan desesperada.

– Desesperada -murmuró en medio del silencio de la noche.

No le gustaba cómo sonaba aquella palabra. Le hacía pensar en gente digna de lástima que hacía cosas inapropiadas sin pensar en las consecuencias.

Cosas como hacer el amor sobre la encimera encima de la masa de las galletas.

Stephanie se cubrió la cara con la almohada y ahogó un quejido.

Ella no estaba desesperada, se aseguró a sí misma con firmeza. Si lo estuviera andaría por la ciudad en busca de padres separados. Había conocido a varios en las reuniones del colegio. Un par de ellos incluso la invitaron a salir. Stephanie agradeció la invitación, pero no había nada en ellos que le provocara espasmos sexuales como le ocurría con Nash. Eran hombres amables y simpáticos que no la atraían ni lo más mínimo. Le había resultado excesivamente fácil recordar que no quería tener ninguna relación con nadie porque salir con un hombre implicaba adquirir más responsabilidades. Gracias pero no.

Con Nash era distinto. Le había resultado infinitamente más sencillo olvidarse de sus normas y concentrarse en el aspecto de aquel hombre cuando entraba en una habitación. Podía pasarse horas recordando su boca, su voz, sus manos… Y todo eso había sido antes de que la besara. Ahora que tenía la prueba evidente de su potencial podía pasarse fácilmente la mayor parte del día considerando las posibilidades sexuales que tenía. Podrían…

Stephanie se sentó en la cama y encendió la lamparita de la mesilla de noche.

– Basta ya -dijo en voz alta-. Eres una mujer madura y responsable con un próspero negocio y tres niños. Dentro de unos días vendrán más huéspedes, las vacaciones de verano empiezan a finales de esta semana y la colada se multiplicará como una camada de conejos. No puedes pasarte todo el día pensando en hacer el amor con Nash Harmon. No está bien. No es sano. No va a ocurrir nunca.

Lo último era lo más triste de todo, pensó mientras se dejaba caer de nuevo sobre la cama. Si al menos Nash entrara sigilosamente en su dormitorio en mitad de la noche y se aprovechara de ella… Si al menos…

Stephanie volvió a sentarse. Pero esta vez no lo hizo para regañarse a sí misma. Esta vez abrió la boca sin poder evitarlo al pensar en algo espantoso.

Nash y ella se habían besado. En mitad de la cocina. Había sido auténtico, maravilloso y absolutamente erótico. Pero no sabía por qué lo había hecho Nash ni si se arrepentiría por la mañana. En cualquier caso se encontraría con él y tendría que actuar como si nada hubiera pasado. Tendría que hacer como si no la afectara su presencia ni su voz, y tendría que hacerlo delante de sus hijos.

Stephanie gimió, se tumbó de lado y se abrazó a la almohada. ¿Por qué no habría pensado en aquella parte antes de quedarse pegada entre sus brazos? ¿Y si a Nash le diera por pensar que era una especie de devoradora de hombres? ¿Y si se estaba riendo de ella?

Cada pensamiento le parecía más espantoso que el anterior. Stephanie se castigó durante todo el rato que pudo con la idea de una posible humillación y finalmente se rindió y retiró las sábanas. No pensaba quedarse allí tumbada un par de horas más mortificándose. Lo mejor sería enfrentarse al nuevo día con una sonrisa y el corazón contento.

Cruzó hacia el cuarto de baño y encendió la luz. La cosa era peor de lo que pensaba. Además de tener el pelo de punta y el rostro completamente pálido tenía unas bolsas moradas debajo de los ojos del tamaño de una bolsa de viaje. Tendría que retrasar su idea de empezar el día con una sonrisa. La próxima hora la pasaría con una compresa fría tapándole los ojos.


Nash escuchó pasos en las escaleras poco después de las cinco de la mañana. Pensó que seguramente Stephanie se habría despertado pronto aquella mañana. Sintió deseos de levantarse y reunirse con ella para acompañarla en lo que estuviera haciendo, pero tuvo la impresión de que a Stephanie no le haría gracia la interrupción.

Así que se quedó sentado en la butaca frente a la ventana y contempló el pálido resplandor de la luz que se abría paso en el horizonte.

Se sentía bien. Era duro admitirlo, pero así era. Estaba lleno de vida. El deseo se movía por debajo de la superficie, amenazando con salir a flote en cualquier momento. Sentía una punzada de interés en los recovecos del cerebro. Ya no tenía ganas de concentrarse en el trabajo. En lugar de eso estaba haciendo planes, soñando despierto.

¿Cuándo había ocurrido? No se trataba sólo de los besos ni de su renacido deseo sexual. Por supuesto que deseaba a Stephanie. Sólo tenía que decirle cuándo y dónde y él estaría allí. Pero sentía algo más.

¿Sería por haber encontrado a su familia? ¿Se trataría de una combinación de varias cosas? ¿Sería que por fin se había visto obligado a levantar la vista del trabajo y había descubierto que había todo un mundo fuera?

Mientras miraba por la ventana, Nash tuvo un recuerdo súbito de lo que había sentido al tenerla entre sus brazos. El modo en el que el cuerpo de Stephanie parecía fundirse con el suyo. En sus curvas. En su delicioso olor… Nash curvó los dedos al recordar el tacto de sus senos y cómo había gemido cuando le rozó con los dedos los erectos pezones.

El cuerpo de Nash reaccionó como era de esperar. Sonrió mientras sentía la sangre subiéndole hacia la entrepierna. El deseo se hizo más poderoso hasta llegar a resultar incluso incómodo, pero a él no le importaba. Sentir aquello era mil veces mejor que no sentir nada, y Nash llevaba mucho tiempo sin sentir nada.

Desde la muerte de Tina.

Cerró los ojos para protegerse de la luz, cada vez más poderosa. No quería pensar en ella. Aquel día no. No quería vivir en el pasado ni preguntarse qué habría podido hacer. Sólo quería sentir.

La vida lo estaba llamando. Podía escuchar el toque, sentirlo en su interior. ¿Iba a contestar? ¿Estaría a salvo al hacerlo?

Nash abrió los ojos y consideró la cuestión. No había garantías. Lo había sabido siempre, pero la muerte de Tina se lo había recordado de la peor manera posible. Abrirse al mundo significaba arriesgarse. Y él no podía olvidar que necesitaba estar alerta. No podía perder el control ni durante un segundo.

Sonó entonces su teléfono móvil. Nash lo agarró de la mesilla de noche y miró la pantalla. Reconoció el número y apretó el botón para hablar.

– ¿Diga?

– Dime que estás en alguna playa disfrutando del sol.

– Jack, en la costa oeste son las cinco de la mañana -aseguró Nash con una mueca-. Todavía no hay sol.

– Lo siento -se disculpó su jefe maldiciendo entre dientes-. Siempre me olvido de la diferencia horaria. ¿Te he despertado?

– No. Estaba levantado.

– ¿Quieres contarme por qué?

Nash pensó en Stephanie y en lo que habían compartido la noche anterior.

– Ni lo sueñes.

– Vaya. No sabría decir si ese aire de misterio es bueno o malo.

– En eso no puedo ayudarte.

– Dirás que no quieres. No importa. No llamo para discutir contigo. Pensé que te gustaría que te pusiera al día de lo que está pasando en la oficina.

– Ya -contestó Nash con una mueca-. Me llamas para controlarme. ¿Por qué no quieres admitirlo?

– Porque no tengo por qué hacerlo. Marie está embarazada.

La mueca de Nash se hizo todavía más evidente.

– No pareces muy contento con la noticia -le comentó a su jefe.

– Ya tiene ocho o nueve hijos. ¿Para qué quiere otro? ¿Y si ya no vuelve? Me hace la vida fácil. No quiero tener que preparar a otra asistente.

– Espera. Voy a callarme un momento para sentir la compasión.

– Lo sé, lo sé -murmuró Jack maldiciendo otra vez entre dientes-. Debería alegrarme por ella.

– Para empezar, Marie sólo tiene dos hijos, ni ocho ni nueve. Y además le gusta su trabajo más que a cualquiera de nosotros. No va a dejarlo.

– Eso es lo que ella dice, pero yo no la creo.

– Eso es problema tuyo.

Jack lo insultó y luego lo puso al día respecto a varios proyectos.

– Bueno, ¿y tú como te sientes? -le preguntó cuando hubo terminado.

– Estaba perfectamente antes de marcharme y sigo igual de bien -aseguró Nash.

– Ya sabes a qué me refiero. Me preocupo por ti. Trabajas demasiadas horas y nunca descansas, ni siquiera te tomabas vacaciones. Es antinatural. No quiero que te quemes. Te necesito a tope.

– Así que tu preocupación es en realidad por ti.

– Exactamente -respondió Jack-. Necesitas… necesitas hablar con alguien -dijo tras vacilar un instante.

– Ya lo hice -dijo Nash sintiendo una tirantez en el pecho.

– Te sometiste a las sesiones obligatorias con un psicólogo de la casa porque te amenacé con despedirte si no lo hacías. Estoy hablando de un profesional privado. La muerte de Tina fue un shock para todos nosotros. La violencia deja cicatrices.

Aquella conversación era una variación de la misma charla que habían tenido docenas de veces.

– Me he enfrentado a ello a mi manera.

– Eso es lo que me asusta. ¿Sigues echándote la culpa?

Nash conocía la respuesta correcta. Se suponía que tenía que decir que no. Que eran cosas que pasaban. Pero en lugar de eso dijo la verdad.

– Tendría que haberlo sabido. Tendría que haber hecho algo.

– Eres bueno, pero no tanto. Nadie lo es.

Pero Nash sabía que él tenía que haberlo sido.

Se suponía que era uno de los mejores.

– Bueno, ¿lo estás pasando bien? -le preguntó Jack cambiando de tema.

Nash recordó lo que había hecho durante los últimos días.

– Sí. Lo estoy pasando bien.

– Me alegra escuchar eso. Tómatelo con calma. Relájate. Regresa al mundo de los vivos.

– Estoy en ello.

– Me gustaría creerte. Tienes que acostarte con alguien.

– Es gracioso que digas eso -aseguró Nash sonriendo-. Yo estaba pensando exactamente lo mismo.

– ¿De veras? Es la mejor noticia que he recibido hoy. Me alegro por ti.

– No te emociones tanto -dijo Nash-. Me estás empezando a preocupar.

Jack soltó una carcajada.

– Ahí me has dado. Muy bien: ve en busca de un buen trasero. Te veré dentro de un par de semanas.

– Claro. Adiós.

Nash pulsó la tecla de colgar de su teléfono y luego volvió a dejarlo en la mesilla. Jack era de la vieja escuela y el tipo menos políticamente correcto del mundo. Nash lo sabía. Pero era un hombre bueno que se preocupaba de verdad por él.

Nash no estaba preparado para superarlo todo, todavía no, pero estaba dispuesto a seguir el consejo de su amigo y encontrar un buen trasero. Ya tenía uno en mente.

Nash se duchó y se vistió pero esperó a que fueran las siete para bajar. Después de lo ocurrido la noche anterior no estaba muy seguro de con qué iba a encontrarse. Al llegar al final de las escaleras vio que la puerta de la cocina estaba cerrada y la del comedor abierta. Tomándoselo como un reto, cruzó el comedor y se encontró su sitio habitual ya preparado. Los periódicos descansaban a la izquierda de la servilleta. Había una cestita con bollos todavía calientes al lado de la taza vacía. Antes de que pudiera comprobar si estaba ya la cafetera, se abrió lentamente la puerta de la cocina y entró Stephanie.

Se había vestido de dueña de la posada, con pantalones sastre, zapatos de tacón bajo y un jersey que le marcaba la parte superior del cuerpo de un modo peligroso para el cerebro de Nash. Se había maquillado de un modo que resaltaba el azul de sus ojos… unos ojos que no lo miraban directamente.

– Buenos días -lo saludó con educación llevando en la mano una cafetera humeante-. ¿De qué quieres la tortilla? Tengo varios tipos de queso, verduras, jamón y salchichas. ¿O prefieres que te ponga algo de fiambre aparte?

Stephanie le sirvió el café en la taza y le dedicó una sonrisa amable que no consiguió apartar de ella su aire de nerviosismo.

Al parecer había optado por el camino profesional para enfrentarse a la mañana del «Día después». Nash hubiera preferido otra cosa, pero comprendía su decisión. Ella no lo conocía de nada. Era una mujer con responsabilidades entre las que no se incluían los jueguecitos eróticos con los huéspedes.

– Una tortilla de queso cheddar y algo de verdura sería estupendo -aseguró-. También me gustaría un trozo de beicon al lado, si puede ser.

– Sin problema. Estará dentro de unos quince minutos. Los niños bajarán en cualquier momento y quiero darles el desayuno. ¿Te parece bien?

– Por supuesto.

Ella asintió con la cabeza y se marchó sin haberlo mirado a la cara ni una sola vez. Nash tomó asiento y abrió el periódico, pero no pudo concentrarse en las letras.

¿Se arrepentiría Stephanie de lo que había ocurrido la noche anterior? ¿Lamentaría haberlo besado? Cuando se separaron Nash habría jurado que ella estaba tan gratamente sorprendida y tan excitada como él. Pero tras varias horas de reflexión, seguramente habría decidido que todo había sido un error.

Nash no quería que pensara aquello. Quería que lo deseara tanto como la deseaba él.

Sacudió la cabeza. Estaba peor de lo que pensaba. Le faltaba menos de un dedo para comportarse como un idiota por una mujer, y no recordaba cuándo fue la última vez que le había ocurrido algo así.

El sonido de unos pasos trotando sobre la escalera lo devolvió a la realidad. Los chicos estaban discutiendo sobre a quién le tocaba recoger la habitación. Al parecer trataban de entrar todos a la vez por la puerta de la cocina, porque gritaban cosas como «no me empujes» y «quítate de en medio».

Nash sonrió al imaginarse a los tres empujándose y riendo. Escuchó a Stephanie dándoles los buenos días y el ruido de las sillas moviéndose.

Por primera vez en muchos años deseó no ser él. Sentado en el comedor, escuchó el murmullo de las conversaciones y las carcajadas y sintió ganas de formar parte de aquello. Entonces, sin pararse a considerar las consecuencias de sus actos, agarró la taza de café y el cesto de bollos y caminó hacia la cocina.

Cuando entró la conversación se detuvo en seco. Notó cómo lo miraban los chicos pero él estaba completamente concentrado en Stephanie. Acababa de colocar una caja de huevos en la isla central. Ladeó ligeramente la cabeza y sus labios se entreabrieron. Las mejillas se le tiñeron de color.

– El comedor estaba un poco solitario esta mañana -dijo Nash a modo de explicación-. ¿Os importa si me quedo aquí con vosotros?

Un abanico de emociones cruzó el rostro de Stephanie, pero todo sucedió demasiado rápido y él no tuvo tiempo de descifrarlas. Si ella dudaba demasiado o parecía excesivamente incómoda, regresaría al comedor y se mantendría alejado el resto de su estancia en la posada.

Stephanie curvó ligeramente los labios hacia arriba y se intensificó su rubor. Cuando por fin lo miró a los ojos él distinguió en su mirada un fuego que casaba con el que Nash sentía en su interior.

– Claro que no. Adelante.

Los gemelos torcieron las sillas para dejarle espacio entre ellos. Nash dejó la taza y los bollos sobre la mesa y agarró la silla vacía. Al sentarse se dio cuenta de que Brett no parecía tan contento de verlo como los demás.

– Hoy hay una exhibición de talentos en el colegio -anunció Jason-. Un niña de mi clase va a bailar ballet -aseguró arrugando la nariz-. Se va a poner una cosa de esas tan raras. Un tutú.

– Un niño de mi clase toca los tambores -intervino Adam-. Y tres niñas van a cantar una canción de la radio.

– Parece divertido -dijo Nash.

Los gemelos no pararon de hablar durante todo el desayuno. Brett no dijo gran cosa, pero mantuvo los ojos fijos en Nash. Stephanie sirvió los huevos revueltos en los platos de sus hijos y luego hizo la tortilla de Nash. Mientras él terminaba de desayunar los chicos se pusieron de pie y se colocaron las mochilas en la espalda. Su madre se despidió de cada uno de ellos con un beso y un abrazo. Aunque Brett se apartó algo avergonzado. Luego los tres salieron a toda prisa por la puerta.

Nash terminó el desayuno y se sirvió otra taza de café. Stephanie abrió la puerta del comedor y miró por la ventana hasta que vio a los tres subidos en el autobús.

Mientras la observaba, Nash recordó las mañanas de su propia infancia. Su madre siempre se las había arreglado para hacerles el desayuno y prepararles el almuerzo. Luego los acompañaba fuera. Lo último que les decía todos los días de colegio hasta que se graduaron era que los quería con toda su alma y que eran lo mejor del mundo.

Stephanie regresó a la cocina y se entretuvo vaciando los platos, guardando las cosas en la nevera y revoloteando nerviosa hasta que Nash movió con el pie la silla que tenía al lado.

– Siéntate -le dijo.

– De acuerdo -respondió ella mirándolo de reojo antes de exhalar un suspiro-. Supongo que tenemos que hablar.

Se sirvió una taza de café y se sentó a su lado.

Luego alzó la vista para mirarlo pero la apartó al instante. Las mejillas se le tiñeron de rojo, luego recuperaron su color habitual y de nuevo volvieron a sonrojarse. Nash se imaginó que se debía sin duda a él.

Decidió empezar con algo fácil.

– ¿Ha habido algún problema en que me uniera a vosotros para desayunar?

– ¿Cómo? -preguntó Stephanie alzando la vista y mirándolo-. No, por supuesto que no -aseguró con una sonrisa-. Ha sido agradable. Si quieres desayunar con nosotros el tiempo que te quedes te pondré un servicio aquí en lugar de en el comedor. No hay ningún problema.

En el fondo Nash esperaba que le hubiera preguntado el porqué. Por qué quería desayunar con ellos. Aunque lo cierto era que no tenía una respuesta. En cierta medida sabía que estar con ella y con los chicos lo ayudaba a olvidar. No tenía el trabajo para distraerse y eso le dejaba mucho tiempo para pensar. Pero aquélla era sólo una de las razones. Las otras estaban relacionadas con que le gustaba la compañía de Stephanie y los niños.

– Eso me gustaría -dijo Nash-. Pero si la cuestión no es ésa, ¿de qué se trata entonces? ¿De la noche anterior?

Ella tragó saliva y asintió con la cabeza.

– «Cuestión» no es la palabra que yo utilizaría. Pensé que… Qué tranquilo estás -murmuró apartando la vista.

– ¿Y tú no?

– Está claro que no, ¿es que no se nota? -preguntó Stephanie sujetando la taza con las dos manos-. Es sólo que… supongo que lo que de verdad me gustaría saber es por qué ocurrió.

Era curioso, pero aquélla no era para Nash la pregunta prioritaria.

Sabía que Stephanie rondaría los treinta años, tal vez los treinta y dos. Era una mujer inteligente, de éxito, guapa y absolutamente arrebatadora. Pero en aquellos momentos parecía que iba a salirse de su propia piel por culpa de los nervios y la vergüenza. ¿Por causa de él? Le gustaría pensar que sí, pero tenía la impresión de que eso sería un poco vanidoso por su parte.

– Eres muy atractiva -le dijo preguntándose si ella desconocería de verdad la razón por la que la había besado-. Muy atractiva. Y me gusta tu compañía. Tuve una reacción masculina completamente natural ante ambos estímulos.

Stephanie apretó ligeramente los labios y asintió con la cabeza.

– De acuerdo -dijo con voz entrecortada tras aclararse dos veces la garganta-. Así que estás hablando de… de interés.

De sexo. Estaba hablando de sexo.

– El interés funciona, pero sólo si es recíproco.

Aquella vez no tuvo ninguna duda de que ella se había sonrojado. Sus mejillas adquirieron un tono rojo brillante y estuvo a punto de dejar caer la taza.

– No estoy acostumbrada a hablar con adultos -confesó Stephanie en voz baja-. Qué demonios, no creo que se me diera muy bien antes y la falta de práctica sólo ha servido para empeorar las cosas.

– Entonces nos lo tomaremos con calma. Me refiero a la conversación.

– De acuerdo -asintió ella abriendo más los ojos-. Bien. Supongo que entonces debería empezar por el principio.

– ¿El principio? -preguntó Nash sin tener la menor idea de a qué se refería.

– Sí. Conocí a Marty en el último curso de universidad. Había salido con algunos chicos antes, pero no me enamoré de ninguno como de él. Era todo tan divertido… -comentó suspirando-. Marty era unos años mayor que yo. Era encantador, simpatiquísimo, estaba lleno de vida y parecía muy interesado en mí.

Stephanie alzó los ojos para mirarlo.

– Te dije que mis padres eran artistas, pero lo que no te conté fue que su arte era lo más importante de su vida. Recuerdo que crecí pensando que una rodilla desollada o un problema con una amiga no podían competir con la luz perfecta o la perspectiva adecuada. Cuando pintaban yo no existía.

– ¿Marty era distinto?

– Eso pensé. Se concentró en mí con tanta intensidad que no me di cuenta de que yo no era más que la última de una larga lista de pasiones. Estaba tan encandilada que me casé con él menos de dos meses después. En menos de seis semanas me di cuenta de que me había casado con alguien que era igual que mis padres.

– ¿En qué sentido? -preguntó Nash inclinándose hacia delante.

– Era un irresponsable. No estaba dispuesto a pensar en nadie que no fuera él mismo. No le importaba que las facturas no se pagaran a tiempo ni que nos cortaran la luz. Le daba lo mismo llegar tarde al trabajo. Había cosas mucho más divertidas que hacer. Seguro que a un psiquiatra no lo sorprendería que hubiera sustituido a mis padres por alguien exactamente igual que ellos, pero para mí fue un shock absoluto. Estaba destrozada.

Nash sintió deseos de estirar el brazo por encima de la mesa y tomarla de la mano, pero no lo hizo. En lugar de eso le dio otro sorbo a su taza de café.

– ¿Por qué no te marchaste? -le preguntó.

– Quería hacerlo -admitió Stephanie-. Consideré las opciones, pensé qué me gustaría hacer y decidí que no estaba dispuesta a volver a pasar por aquello otra vez. Pero justo antes de ponerme a hacer las maletas descubrí que estaba embarazada de Brett.

Stephanie acarició distraídamente la taza con un dedo.

– Marty estaba encantado. Me juró que las cosas serían diferentes y yo quise creerlo. Pensé que no estaba bien apartarlo de su hijo y me quedé. El fue de trabajo en trabajo, de ciudad en ciudad, de estado en estado, y nosotros íbamos detrás. Cuando yo conseguía ahorrar un puñado de dólares él se los gastaba en algo tan absurdo como en una motocicleta vieja o un fin de semana haciendo rafting. Esperé a que se hiciera adulto, a que se diera cuenta de que tenía responsabilidades. Busqué modos imaginativos de traer dinero a casa. Pasados unos años le dije que no podíamos seguir así. Yo le daría clases a Brett mientras estuviera en preescolar, pero si para cuando empezara primaria no estábamos asentados en algún lugar, me marcharía.

Stephanie se reclinó en la silla y se encogió de hombros.

– Brett tenía tres años. Eso le daba a Marty tres años más para rehacer su vida. Mientras tanto yo empecé a ir a clase de económicas por las noches cuando podía. Si tenía que marcharme quería estar preparada para cuidar de mí y de Brett.

– Y entonces llegaron los gemelos -dijo Nash.

– Otro embarazo que me pilló desprevenida -reconoció ella-. De pronto tenía un hijo de cuatro años y dos bebés. No teníamos dinero. Tuve que pagar al médico en recibos semanales. El día que llegué a casa con los gemelos la ciudad se quedó una semana entera sin luz. Fue un infierno. Marty no paraba de decir que todo saldría bien. Seguía sin aparecer en los trabajos o sencillamente dejándolos. Un año más tarde toqué fondo. Agarré a los niños y me marché. Sabía que me resultaría duro sacarla adelante sola, pero cuidar de tres hijos era mucho más fácil que encargarse de cuatro.

Si Marty no hubiera estado muerto, Nash habría ido a buscarlo para darle una buena tunda.

– Él me siguió y me suplicó que volviera -continuó Stephanie alzando un instante la vista para mirarlo-. Brett lo adoraba y me rendí. Ya no lo amaba, pero me sentía culpable por haberme marchado. ¿No es una locura? Así que me quedé. Y entonces un día recibió una carta de un abogado en la que se le comunicaba que había recibido una cantidad importante de dinero. Le dije a Marty que quería invertirlo en una casa. Pensé que si al menos tuviéramos esa seguridad yo podría soportar lo demás. En aquel momento estábamos atravesando Glenwood, así que decidimos comprar algo aquí. Pero Marty no podía comprar una casa normal y pagarla de una vez. Esta monstruosidad encaja bien con sus fantasías. Yo pensé que sería mejor que tirar el dinero en un barco para poder dar la vuelta al mundo, así que accedí. Entonces él murió.

– Has hecho un gran trabajo -aseguró Nash sin saber muy bien qué decir.

– He hecho lo posible por pensar siempre en mis hijos. Quiero que sean felices y se sientan seguros. Quiero que sepan que son muy importantes para mí. Pero ésa no es la cuestión.

Stephanie estiró los hombros.

– Tengo treinta y tres años. He tenido que cuidar de alguien desde que tuve edad para hacer la compra por teléfono. Cuando tenía diez años ya me encargaba de pagar las facturas y de controlar el dinero de la casa. Mis padres se marcharon a Francia cuando tenía doce años. Estuvieron fuera cinco meses. Me asustaba estar sola durante tanto tiempo pero lo superé. Era la adulta cuando estaba con Marty y soy la adulta ahora. Lo que quiero decir es que no quiero otra responsabilidad. He oído decir que los hombres pueden ser compañeros en una relación, pero yo nunca lo he visto.

Nash escuchó aquellas palabras pero no entendió por qué se las estaba diciendo a él.

– Estoy impresionado por lo bien que has superado todo -le dijo.

– Pero no entiendes por qué te estoy contando esto -respondió Stephanie asintiendo con la cabeza.

– Exacto.

Ella respiró hondo y clavó la vista en la mesa.

– Los besos de anoche fueron increíbles. El hecho de que no hayas salido corriendo de la habitación esta mañana cuando me has visto me indica que para ti tampoco estuvo mal del todo.

Nash sabía lo difícil que le estaba resultando aquello a Stephanie, pero no pudo evitar reírse.

– Veo que vas entendiendo mi posición -le dijo-. Te deseaba. Sigo deseándote.

Ella abrió la boca para decir algo pero no fue capaz de emitir ningún sonido. Se limitó entonces a mirarlo con los ojos muy abiertos y expresión asombrada.

– Yo… te agradezco la sinceridad -susurró Stephanie-. Lo que quiero decir es que no me he permitido a mí misma ningún pensamiento sexual desde la muerte de Marty. No tengo oportunidad de conocer a muchos hombres pero los que conozco o bien salen espantados al ver a una viuda con tres hijos o se parecen demasiado a Marty, en cuyo caso soy yo la que sale corriendo. No quiero mantener una relación. No quiero comprometerme. Y sin embargo…

Stephanie se detuvo.

Nash se inclinó hacia ella. No estaba muy seguro de hacia dónde quería ir ella, pero si iba en la dirección que él pensaba, estaba dispuesto a firmar allí mismo.

– Pensé que esa parte de mí estaba muerta -dijo Stephanie-. Pero no lo está.

– Me alegro de saberlo.

– Ya me imagino -comentó ella sonriendo levemente-. Por eso me estaba preguntando que, ya que tú vas a irte de la ciudad a finales de la semana que viene…

Nash colocó todas las piezas juntas, las separó y volvió a unirlas de nuevo. Y llegó a la misma conclusión, lo que significaba que algo estaba haciendo mal, porque no podía tener tanta suerte.

– Ahora tienes que decir algo -aseguró Stephanie mirándolo fijamente.

– ¿De verdad quieres que lo diga?

Ella asintió con la cabeza.

Si se había equivocado, Stephanie le arrojaría el café a la cara y se vería obligado a buscar otro alojamiento. Podría soportarlo.

– No estás interesada en tener una relación -se aventuró a decir.

– Eso es.

– Y te gustaron los besos.

– Ajá.

– Mucho.

– Se podría decir que sí -respondió ella con una sonrisa.

– Lo que estás buscando es una aventura mientras yo esté en la ciudad que se termine cuando me marche. Sin ataduras ni reproches ni corazones rotos. Hasta entonces nos haremos mutua compañía por la noche. ¿Va por ahí la cosa?

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