Jueves, 20 de Enero de 2005

Capítulo 1

«I got away with it.»

La constatación de haberse salido con la suya hizo que vacilara por un instante. El viejo había bajado las cejas y el frío de enero había teñido de un tono azulado su rostro maltratado por la enfermedad. Helen Lardahl Bentley tomó aire y al fin repitió lo que le pedía el hombre:

– I do solemnly swear…

La profunda religiosidad de tres generaciones de Lardahl había tornado casi ilegible el texto de la vieja Biblia encuadernada en piel, de más de cien años de antigüedad. Pero la propia Helen Lardahl Bentley, tras su luterana fachada de éxito estadounidense, en el fondo era una escéptica y por eso prefería prestar juramento con la mano derecha sobre algo en lo que al menos sí creía firmemente: la historia de su propia familia.

– … that I will faithfully execute…

La mujer intentó atrapar su mirada. Quería mirar a los ojos al Chief justice del mismo modo en que todo el mundo la miraba a ella: una enorme masa de gente que se estremecía de frío bajo el sol invernal y una gran cantidad de manifestantes que se encontraban a demasiada distancia como para que se los pudiera oír desde el podio, aunque ella sabía que chillaban «TRAITOR, TRAITOR», con un ritmo constante y agresivo, hasta que sus palabras se ahogaron tras las puertas de acero de los vehículos especiales que esa misma mañana había traído la Policía.

– … the office of President of the United States…

Todos los ojos del mundo descansaban sobre Helen Lardahl Bentley. La miraban con odio o con admiración, con curiosidad o con recelo, o tal vez, en alguno de los rincones más apacibles de la Tierra, con mera indiferencia. Durante aquellos eternos minutos y bajo el fuego cruzado de cientos de cámaras de televisión, ella era el centro del mundo y no debía pensar en eso único, ni lo iba a hacer.

Ni entonces ni nunca más.

Presionó la Biblia con más fuerza y elevó una pizca la barbilla.

– … and will, to the best of my ability, preserve, protect and defend the Constitution of the United States.

El júbilo se extendió entre las masas. Se habían llevado a los manifestantes. La gente del podio de honor la felicitaba sonriente, unos de forma efusiva, otros de modo más comedido. Sus amigos, sus críticos, sus colegas, su familia y algún que otro enemigo que nunca había querido su bien, todos ellos pronunciaban las mismas palabras, ya fuera, según el caso, apagadamente o con alegría:

– ¡Enhorabuena!

De nuevo sintió aquella ráfaga de angustia que llevaba veinte años reprimiendo. Y en ese mismo momento, a los pocos segundos de empezar a ejercer sus servicios como cuadragésimo cuarta Presidenta de Estados Unidos de América, Helen Lardahl Bentley enderezó la espalda, se pasó la mano por el pelo mientras contemplaba la aglomeración de gente y tomó la determinación de olvidarse del tema de una vez por todas: «I got away with it. It's time I finally forgot».

Capítulo 2

Los cuadros no eran de ningún modo bellos.

Especial suspicacia le despertaba uno de ellos. Le mareaba del modo en que lo hace el mar. Cuando se inclinaba hasta casi rozar el lienzo, podía ver que las onduladas rayas de color amarillo rojizo se resquebrajaban en una infinidad de surcos diminutos, como heces de camello tostándose al sol. Se sintió tentado de acariciar la grotesca boca abierta del motivo principal del cuadro, pero se abstuvo. La pintura ya había sufrido bastantes daños durante su traslado. La barandilla a la derecha de la aterrada figura extendía sus arrugas por la habitación, con unos tristes flecos en la punta del lienzo.

Conseguir que alguien reparara el burdo desgarro estaba descartado. Eso requeriría a un experto. Si las famosas pinturas se encontraban en esos momentos en uno de los palacios más modestos de Abdallah al-Rahman, situado a las afueras de Riad, se debía ante todo a que el hombre siempre, y en la medida de lo posible, procuraba evitar a los expertos. Apostaba por la llana artesanía. No le veía sentido a usar una sierra eléctrica cuando un cuchillo podía resolver perfectamente la situación. En el traslado hasta Arabia Saudí desde un museo carente de medidas de seguridad, situado en la capital de Noruega, las pinturas fueron manejadas por delincuentes menores que no tenían la menor idea de quién era él y que era probable que acabaran en las cárceles de sus respectivos países de origen sin ser nunca capaces de decir algo sensato sobre dónde habían acabado los cuadros.

A Abdallah al-Rahman le gustaba más la figura de la mujer, aunque también en ella había algo que le producía rechazo. A pesar de haber pasado más de dieciséis años en Occidente, diez de los cuales transcurrieron en prestigiosas escuelas de Inglaterra y de Estados Unidos, aún seguían chocándole los pechos descubiertos y la vulgaridad con que se ofrecía la mujer; indiferente e intensa al mismo tiempo.

Se volvió hacia otro lado. Iba descalzo y desnudo, a excepción de unos amplios pantalones cortos, blancos como la nieve. Volvió a subirse a la cinta de correr, agarró un mando a distancia y aceleró la cinta. De los altavoces que rodeaban la colosal pantalla de televisión en la pared opuesta salía un sonido: «… protect and defend the Constitution of the United States».

Era difícil de comprender. Cuando Helen Lardahl Bentley no era más que senadora, ya le impresionaba la valentía de aquella mujer. Después de licenciarse como la número tres de su promoción en la prestigiosa Vassår, Helen Lardahl, miope y rellenita, avanzó como un torrente hacia un doctorado en Harvard. Antes de cumplir los cuarenta estaba bien casada y era socia del séptimo mayor bufete de abogados de Estados Unidos, cosa que por sí misma dejaba clara su extraordinaria eficiencia y revelaba una buena dosis de cinismo y perspicacia. Además se había vuelto delgada y rubia, y ya no llevaba gafas. Muy lista, también en eso.

Sin embargo, presentarse como candidata a la presidencia era pura hybris.

Ahora la habían elegido, bendecido e investido.

Abdallah al-Rahman sonrió cuando, presionando una tecla, incrementó la velocidad de la cinta. La piel endurecida de las plantas de sus pies ardía contra la cinta de goma. Luego aumentó una vez más la velocidad, hasta rozar su propio límite del dolor.

– It's unbelievable -jadeó en su fluido inglés, con la certeza de que nadie en todo el mundo podría oírlo a través de aquellas paredes de varios metros de grosor y de la puerta con triple aislamiento-. She actually thinks she got away with it!

Capítulo 3

– Un gran momento -dijo Inger Johanne Vik plegando las manos, como si sintiera que lo adecuado era pronunciar un rezo por la nueva Presidenta de Estados Unidos.

La mujer de la silla de ruedas sonrió, pero no dijo nada.

– Que nadie diga que el mundo no avanza -continuó Inger Johanne-. Después de cuarenta y tres hombres seguidos… ¡Por fin, una Presidenta!

«… the office of President of the United States…»

– Tendrás que estar de acuerdo en que esto es un gran momento -insistió Inger Johanne volviendo a fijar la atención sobre la pantalla-. La verdad es que pensaba que elegirían antes a un afroamericano que a una mujer.

– La próxima vez será Condoleezza Rice -dijo la otra-. Dos pájaros de un tiro.

Tampoco es que se pudiera hablar de un gran avance, pensó. Blanco, amarillo, negro o rojo, hombre o mujer; el puesto de la presidencia de Estados Unidos era un trabajo para hombres, con independencia de la pigmentación de la piel o los órganos sexuales.

– No ha sido la feminidad de Bentley la que la ha llevado hasta donde está -dijo la mujer despacio, casi con desinterés-. Y desde luego tampoco la negrura de Rice. Dentro de cuatro años se derrumbarán. Y no será de un modo especialmente femenino ni ventajoso para las minorías.

– Bueno, bueno…

– Lo que me impresiona de estas mujeres no es su feminidad ni su estirpe de esclavas. Eso lo utilizan, desde luego, le sacan todo el partido que pueden, pero en realidad lo impresionante es que…

Hizo un gesto de dolor e intentó enderezarse en la silla de ruedas.

– ¿Estás bien? -preguntó Inger Johanne.

– Sí, sí. Lo impresionante es que… -se incorporó un poco apoyándose contra los reposabrazos de la silla de ruedas y consiguió girar el cuerpo para acercarse más al respaldo, luego se alisó el jersey sobre el pecho con un gesto ausente-, es que tuvieron que decidirse muy pronto, joder.

– ¿Cómo?

– Decidieron muy pronto trabajar así de duro. Ser así de eficientes. No hacer nunca nada malo. Evitar cualquier error. Que nunca, nunca, las pillaran con las manos en la masa. En realidad es inconcebible.

– Pero si siempre hay algo…, alguna cosa…, incluso George W., que era tan profundamente religioso, también él tenía…

De pronto la mujer de la silla de ruedas sonrió y giró la cara hacia la puerta del salón. Una niña de año y medio aproximadamente asomó por la rendija de la puerta con cara de culpabilidad. La mujer le tendió la mano.

– Ven aquí, bonita. Pero si te ibas a dormir.

– ¿Consigue salir sola de la cuna? -preguntó Inger Johanne con incredulidad.

– La dejamos dormir en nuestra cama. ¡Ven aquí, Ida!

La niña cruzó la habitación y dejó que la subieran al regazo de la mujer. Grandes rizos negros caían en torno a sus mofletes, pero los ojos eran del color azul del hielo, con un pronunciado aro negro en torno al iris. La cría dedicó a la invitada una suave sonrisa de reconocimiento y se acomodó en el regazo de la mujer.

– Es curioso, se parece a ti -dijo Inger Johanne, y se agachó para acariciar las regordetas manos de la niña.

– Sólo en los ojos -dijo la otra-. Por el color. La gente siempre se deja engañar por los colores, y por los ojos.

Volvió a hacerse el silencio entre ellas.

En Washington DC, el aliento de la gente se dibujaba como un vapor gris en la chillona luz de enero. El Chief Justice recibió ayuda para retirarse, su espalda recordó a la de un hechicero en el momento en que lo condujeron con delicadeza hacia el interior del edificio. La Presidenta recién investida sonrió de oreja a oreja y se rebujó en el abrigo color rosa pálido.

Más allá de las ventanas de la calle Kruse, en Oslo, la oscuridad de la noche se estaba cerrando; las calles estaban húmedas y no había nieve.

Un curioso personaje entró en la habitación. Arrastraba marcadamente una de las piernas, como la caricatura de un bandido de una película vieja. Tenía el pelo seco y fino, y alborotado a los cuatro vientos. Las pantorrillas eran como dos rayas de lápiz entre el mandil y las zapatillas de andar por casa con cuadros escoceses.

– Esa cría tendría que estar ya dormida hace mucho -les medio reprendió sin entretenerse en mayores saludos-. En esta casa anda todo manga por hombro. Tiene que dormir en su propia cama, lo he dicho un porrón de veces. Anda, vamos, princesita.

Sin esperar respuesta ni de la mujer de la silla de ruedas ni de la niña, agarró a la cría, se la colocó sobre la cadera dolorida y volvió cojeando por donde había venido.

– Cómo me gustaría a mí tener un factótum como ella -suspiró Inger Johanne.

– Tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Volvieron a quedarse en silencio. Ahora la CNN alternaba entre los diversos comentaristas y cortes de imágenes del podio donde la elite política estaba a punto de capitular ante el frío y prepararse para la celebración más fastuosa de la investidura de un Presidente que jamás se hubiera visto en la capital norteamericana. Los demócratas habían alcanzado sus tres objetivos. Habían derrotado a un Presidente que se presentaba a la reelección, cosa que ya era toda una proeza, habían ganado con mayor margen del que nadie se había atrevido a esperar y, además, habían triunfado con una mujer a la cabeza. Nada de esto iba a pasar desapercibido; en la pantalla de la televisión brillaban las imágenes de las estrellas de Hollywood que, o bien ya estaban alojadas en la ciudad, o bien estaban por llegar esa misma tarde. Durante todo el fin de semana, la ciudad estaría enfrascada en las festividades y los fuegos artificiales. La Madame Président iría de fiesta en fiesta, recibiendo ovaciones y pronunciando interminables discursos de agradecimiento a sus colaboradores, y por el camino probablemente cambiaría incontables veces de atuendo. Entre tanto, tendría que ir premiando a quienes se lo merecían con puestos y posiciones, tendría que evaluar las aportaciones y las donaciones a la campaña, valorar la lealtad y calcular la eficiencia, decepcionar a muchos y alegrar a unos pocos, como habían hecho cuarenta y tres hombres antes que ella durante los 230 años de existencia de la nación.

– ¿Se consigue dormir después de algo así?

– ¿Disculpa?

– ¿Crees que esta noche conseguirá dormir? -preguntó Inger Johanne.

– Qué rara eres -le sonrió la otra mujer-. Claro que dormirá. No se llega adonde está ella si no se duerme bien. Es una guerrera, Inger Johanne, no te dejes engañar por su esbelta figura y por sus ropas de mujer.

Cuando la señora de la silla de ruedas apagó la televisión se pudo oír una nana desde las profundidades del apartamento.

– Ai-ai-ai-ai-ai-Boff-Boff.

Inger Johanne ahogó una risa:

– Mis niñas se hubieran muerto de miedo con eso.

La otra maniobró la silla de ruedas hasta una mesita y cogió una taza. Le dio un sorbo, arrugó la nariz y volvió a dejar la taza.

– Me tendré que ir a casa -dijo Inger Johanne casi como una pregunta.

– Sí -dijo la otra-. Tendrás que irte.

– Muchas gracias por la ayuda. Por todo lo que me has ayudado durante estos meses.

– No hay gran cosa que agradecer.

Inger Johanne se restregó ligeramente las lumbares antes de colocarse la indomable melena detrás de las orejas y enderezarse las gafas con un fino dedo índice.

– Sí que lo hay -dijo.

– La verdad es que creo que vas a tener que aprender a vivir con toda esa historia. No se puede hacer nada contra el hecho de que esa mujer exista.

– Amenazó a mis hijas. Es peligrosa. Por lo menos al hablar contigo, y ver que me tomas en serio y que me crees…, me resulta más fácil de llevar.

– Ya ha pasado casi un año -dijo la mujer de la silla de ruedas-. El año pasado fue cuando la cosa se puso seria. Lo de este invierno…, sinceramente, creo que te está… tomando el pelo.

– ¿Tomando el pelo?

– Está avivando tu curiosidad. Eres una persona muy curiosa, Inger Johanne. Por eso eres investigadora. Es la curiosidad la que te mete en investigaciones con las que, en realidad, no quieres tener nada que ver, hace que a toda costa tengas que llegar al fondo de la cuestión de lo que esta mujer quiere de ti. Fue tu curiosidad la que… te trajo hasta mí. Y es…

– Me tengo que ir -la interrumpió Inger Johanne, la boca se abrió en una rápida sonrisa-. No tiene sentido repasarlo todo una vez más. Pero gracias, en todo caso. Ya me apaño para encontrar la salida.

Se quedó quieta un momento. Cayó en la cuenta de lo hermosa que era aquella mujer. Era esbelta, rozando la delgadez. Tenía la cara ovalada, con unos ojos tan extraños como los de la niña: azules como el hielo, con una claridad casi carente de color, y con un ancho aro negro azabache rodeando el iris. Tenía una boca bonita y rodeada de diminutas y hermosas arrugas que delataban que como mínimo pasaba de los cuarenta. Iba elegantemente vestida, con un jersey de cachemira azul claro con escote de pico y con unos vaqueros que era probable que no hubiera comprado en Noruega. En torno al cuello llevaba un sencillo diamante de gran tamaño que se mecía levemente.

– ¡Qué guapa estás, por cierto!

La mujer sonrió, casi cohibida.

– Supongo que nos veremos pronto -dijo, y luego maniobró la silla hacia la ventana y le dio la espalda a su invitada sin decirle adiós.

Capítulo 4

La nieve alcanzaba la altura de las rodillas sobre los grandes campos de cultivo. El hielo duraba ya mucho. Los árboles del boscaje que se extendía por el oeste estaban escarchados de hielo. Aquí y allá las raquetas atravesaban la endurecida superficie de la nieve, y por un momento el hombre estuvo a punto de perder el equilibrio. Al Muffet se detuvo e intentó recuperar el aliento.

El sol estaba a punto de ponerse detrás de los montes del oeste y sólo algún que otro graznido de los pájaros rompía el silencio. La nieve relumbraba con un tono rojizo bajo la luz del atardecer y el hombre con las raquetas siguió con la mirada a una liebre que salió saltando entre los árboles y que bajó correteando hacia el arroyo al otro lado del cercado.

Al Muffet inspiró tan hondo como pudo.

Nunca había tenido dudas sobre que aquello era lo correcto. Cuando murió su mujer y se quedó solo con tres hijas, de ocho, once y dieciséis años, le llevó pocos segundos entender que la carrera en una de las universidades más prestigiosas de Chicago no se dejaba compaginar con acarrear solo con la responsabilidad de cuidar a tres hijas; además, los problemas económicos le obligaron a trasladar a la familia a un lugar más tranquilo, en el campo.

Tres semanas y dos días después de que la familia se hubiera instalado en su nuevo hogar en Rural Route #4 en Farmington, Maine, dos aviones de pasajeros alcanzaron sendas torres de Manhattan. Justo después, otro avión se incrustó contra el Pentágono. Esa misma noche, Al Muffet cerró los ojos en un silencioso acto de agradecimiento por su previsión; ya como estudiante se había deshecho de su nombre original: Ali Shaeed Muffasa. Las hijas tenían nombres sensatos, Sheryl, Catherine y Louise, y afortunadamente habían heredado la nariz respingona de su madre y su pelo rubio ceniza.

Ahora, tres largos años más tarde, apenas pasaba un día sin que se regocijara en su vida campestre. Las niñas florecían y era sorprendente el poco tiempo que le había llevado a él recuperar el gusto por la actividad clínica. Su praxis era variada, una armónica combinación de animales pequeños y ganado: enclenques periquitos, perras parturientas y algún que otro toro bravo que precisaba una bala en la frente. Todos los jueves jugaba al ajedrez en el club y el sábado era el día fijo para ir al cine con las niñas. Los lunes por la noche solía jugar un par de sets de squash con el vecino, que tenía una pista en un granero reformado. Los días se sucedían en un flujo constante de satisfecha monotonía.

Sólo los domingos, la familia Muffet se distinguía de los demás habitantes de la pequeña ciudad de provincias. Ellos no iban a la iglesia. Hacía mucho que Al Muffet había perdido el contacto con Alá y no tenía la menor intención de adherirse a un nuevo dios. Al principio aquello provocó reacciones diversas: preguntas veladas en las reuniones de padres y comentarios ambiguos en la gasolinera o en el puesto de las palomitas de maíz del cine, los sábados por la noche.

No obstante, también eso se pasó con el tiempo.

Todo se supera, pensó Al Muffet mientras se afanaba por desenterrar el reloj de pulsera entre el guante y el plumón. Tenía que apresurarse. La más joven de las niñas iba a hacer hoy la cena y sabía por experiencia que convenía estar presente durante el proceso. En caso contrario, se encontraba con una cena magnífica y con el armario de las delicatessen medio vacío. La última vez, Louise les había servido una cena de cuatro platos, en un simple lunes, con foie gras y un risotto con trufas auténticas, seguido de asado, un venado de la caza del otoño que en realidad guardaba para la cena navideña que organizaba todos los años para los vecinos.

El frío arreciaba una vez que se ponía el sol. Se quitó los guantes y puso las palmas de las manos contra las mejillas. Al cabo de unos segundos empezó a descender con los pesados y largos pasos de las raquetas, que con el tiempo había llegado a dominar.

Había preferido no ver la investidura de la Presidenta, pero no porque le molestara demasiado. Aunque cuando Helen Lardahl Bentley penetró la esfera pública unos diez años antes, se horrorizó. Recordaba con desagradable claridad aquella mañana en Chicago, estaba en cama con gripe, zapeando a través de la fiebre. Helen Lardahl, tan distinta a como él la recordaba, pronunciaba un discurso en el senado. Ya no llevaba gafas. Las redondeces que la habían caracterizado hasta bien entrada la veintena habían desaparecido. Sólo los gestos, como el resuelto movimiento oblicuo con la mano abierta, con el que cortaba el aire para subrayar algún aspecto de lo que decía, lo convencieron de que se trataba de la misma mujer.

«Cómo se atreve», pensó entonces.

Después, poco a poco, se había ido acostumbrando.

Al Muffet volvió a detenerse e inspiró el aire frío hasta las profundidades de los pulmones. Ya había alcanzado el arroyo, donde el agua seguía corriendo bajo una tapadera de hielo claro como el cristal.

La mujer debía de confiar en él, así de sencillo. Debió de elegir confiar respecto a la promesa que le hizo una vez, hacía ya toda una vida, en otro tiempo y en un lugar completamente distinto. Desde su posición no podría costarle mucho averiguar que él seguía con vida y que vivía en Estados Unidos.

A pesar de ello se dejaba elegir como la líder mundial más poderosa del mundo, en un país donde la moral era una virtud y la doble moral una virtud por necesidad.

Cruzó el arroyo y trepó por encima del borde de nieve del camino. Tenía el pulso tan acelerado que le pitaban los oídos. «Ha pasado tanto tiempo», pensó, y se quitó las raquetas. Cogió una con cada mano y empezó a correr por el estrecho camino invernal.

– We got away with it -susurró al compás de sus propios pasos-. Se puede confiar en mí. Soy un hombre de honor. We got away with it.

Iba muy retrasado. Probablemente, en casa se encontraría con una cena de ostras y una botella de champán abierta. Louise diría que era una celebración, un homenaje a la primera mujer que ocupaba la presidencia del país.

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