Cuando la noticia de que la presidenta Bentley seguía con vida recorrió el mundo el jueves por la tarde, horario europeo, Abdallah ya había interrumpido todas sus actividades cotidianas y se había encerrado en su despacho del ala este del palacio.
Eran ya las seis de la mañana del día siguiente. No estaba especialmente cansado, a pesar de llevar toda la noche despierto. Varias veces había intentado pegar una cabezadita en el diván ante la pantalla de plasma, pero una creciente inquietud lo mantenía despierto.
La presidenta estaba a punto de aterrizar en una base militar no identificada, dentro de Estados Unidos. Los reporteros de la CNN hablaban unos en boca de otros para adivinar dónde estaba. Los cámaras de las US Air Forces, que proporcionaron las imágenes en directo a todos los canales de televisión del mundo, pusieron mucho cuidado en no mostrar edificios u otras cosas que pudieran dar alguna pista sobre el lugar en que la presidenta volvía a pisar tierra norteamericana.
Aún no había pasado todo.
Sin apagar el sonido del televisor, Abdallah se sentó ante su ordenador.
Tecleó una serie de palabras en el buscador, por sexta vez en las últimas seis horas. Aparecían varios miles de resultados, así que delimitó la búsqueda. Con ciertas dudas, añadió una palabra más en la sección del buscador.
Cinco artículos.
Pasó deprisa por encima de cuatro de ellos. No contenían nada de interés.
El quinto le informó de que el ataque troyano nunca tendría lugar.
Lo entendió después de apenas unas líneas, pero se forzó a leer todo el artículo hasta tres veces, antes de desconectarse y apagar el ordenador.
Se dirigió al diván, se acostó y cerró los ojos.
El FBI había aparecido en un pequeño pueblo en Maine, con helicópteros y gran cantidad de personal. Los reporteros locales habían tenido la imaginación suficiente como para vincular el asunto con el caso de Helen Bentley; al cabo de menos de una hora, el lugar estaba rodeado de periodistas de todo el estado. Sin embargo, al poco tiempo la Policía local pudo tranquilizar al público diciendo que se trataba de algo completamente distinto. Llevaban mucho tiempo colaborando con el FBI para seguirle la pista a una banda que cazaba pájaros en peligro de extinción para venderlos en el mercado ilegal. Un veterinario local había sido de gran ayuda en la investigación. Lamentablemente, uno de los cazadores de pájaros había resultado muerto durante el arresto, pero, por lo demás, la Policía lo tenía todo bajo control. La fotografía del veterinario, que ilustraba el artículo, mostraba a un hombre tan parecido a Fayed que sólo los distinguía el bigote.
Fayed había fallado.
Fayed iba a poner en marcha el ataque siguiendo las instrucciones de las cartas codificadas que Abdallah le había mandado con el sacrificio de tres emisarios.
Fayed estaba muerto y Madame Président estaba de vuelta a su hogar.
Abdallah al-Rahman abrió los ojos y se levantó del diván. Lentamente empezó a sacar los alfileres del mapa y los fue clasificando por tamaños. Podrían serle de utilidad más adelante.
Llamaron a la puerta.
Se sorprendió por la hora que era, pero abrió. Al otro lado se encontraba su hijo pequeño. Estaba vestido para montar a caballo y parecía desconsolado.
– Padre -lloraba Rashid-. Los demás me iban a dejar que fuera con ellos a dar una vuelta. Pero luego me he caído del caballo y se han ido sin mí. Dicen que soy demasiado pequeño y…
El niño sollozaba y mostró a su padre una fuerte herida en el codo.
– Ya está, ya está -dijo Abdallah, que se puso de cuclillas ante su hijo-. Sólo hay que volver a intentarlo, ¿sabes? Nunca te puede salir nada si no lo intentas una y otra vez. Y ahora nos vamos a dar una vuelta a caballo, juntos tú y yo.
– Pero… ¡Si estoy sangrando, papá!
– Rashid -dijo Abdallah, y le sopló en la herida-, nosotros no nos rendimos ante una pequeña derrota. Duele durante un rato, y luego lo intentamos otra vez. Hasta que lo conseguimos. ¿Lo entiendes?
El niño asintió y se enjugó las lágrimas.
Abdallah cogió la mano de su hijo. En el momento en que iba a cerrar la puerta, sus ojos repararon en el mapa de Estados Unidos. Aquí y allá quedaba algún que otro alfiler suelto, estaban torcidos y dispersos, sin plan ni estructura.
– 2010 -dijo para sí mismo, y se quedó de pie considerando la fecha-. Para entonces habré reunido fuerzas para un nuevo intento. Para el año 2010.
– ¿Qué has dicho, padre?
– Nada. Vámonos.
Ya se había decidido.