Jueves, 19 de Mayo de 2005

Capítulo 1

Helen Lardahl Bentley abrió los ojos; al principio no era capaz de recordar dónde estaba.

Se sentía incómoda. Tenía la mano derecha aprisionada bajo la mejilla y se había quedado dormida. Se incorporó con cuidado. Tenía el cuerpo entumecido y tuvo que agitar un poco el brazo para despertarlo. Al cerrar los ojos a causa de un mareo repentino, recordó lo que había pasado.

El mareo se calmó. Aún sentía la cabeza rara y ligera, pero tras estirar con cuidado los brazos y las piernas, se dio cuenta de que no podía tener lesiones graves. Incluso la herida de la sien parecía estar mejor; al pasarse los dedos por el chichón sintió que era más pequeño que cuando se durmió.

¿Se durmió?

Lo último que recordaba era haberle estrechado la mano a la mujer inválida. Le había prometido…

¿Me quedé dormida de pie? ¿Me desmayé?

En ese momento se dio cuenta de que seguía sucia. De pronto el hedor se volvió absolutamente insoportable. Entonces, apoyando la mano izquierda contra el respaldo del sofá, se levantó. Tenía que lavarse.

– Buenos días, Madame Président -dijo una voz de mujer en el vano de la puerta.

– Buenos días -dijo Helen Bentley, aturdida.

– Estaba en la cocina haciendo un café.

– ¿Lleva… aquí toda la noche?

– Sí.

La mujer de la silla de ruedas sonrió.

– Pensé que tal vez tuviera una conmoción cerebral, así que la he movido un par de veces. No le ha sentado muy bien. ¿Quiere?

La Madame Président dijo que no con la mano libre.

– Me tengo que duchar. Si no recuerdo mal… -Por un momento pareció confusa y se pasó la mano por los ojos-. Si no recuerdo mal me ofreciste ropa limpia.

– Por supuesto. ¿Puede andar sola o despertamos a Marry?

– Marry -murmuró la presidenta-. ¿Esa era… la asistenta?

– Sí. Y yo me llamo Hanne Wilhelmsen. Seguro que se le ha olvidado. Puede llamarme Hanne.

– Hannah -repitió la presidenta.

– Está bien.

Helen Bentley probó a dar unos pasos. Las rodillas le temblaban, pero las piernas aguantaron. Miró a la otra mujer.

– ¿Dónde tengo que ir?

– Venga conmigo -dijo Hanne Wilhelmsen amablemente, y maniobró hacia una puerta.

– ¿Tiene…? -La presidenta se interrumpió a sí misma y la siguió.

El albor al otro lado de la ventana indicaba que aún era temprano, pero aun así ya llevaba allí bastante tiempo. Debían de ser varias horas. Era evidente que la mujer de la silla de ruedas había mantenido su promesa. No había extendido la alarma. Helen Bentley aún podía hacer lo que tenía que hacer antes de salir a la luz. Todavía tenía una posibilidad de solucionarlo todo, pero para eso nadie debía saber que seguía viva.

– ¿Qué hora es? -le preguntó a Hanne Wilhelmsen cuando ésta abrió la puerta del baño-. ¿Cuánto tiempo he…?

– Las cuatro y cuarto -dijo Hanne-. Has dormido algo más de seis horas. Seguro que no es bastante.

– Es mucho más de lo que suelo dormir -dijo la presidenta, y se forzó a sonreír.

El baño era magnífico. Una bañera de anchura doble dominaba la habitación. Estaba más baja de lo normal y podía recordar a una pequeña piscina. En un gabinete de ducha mucho más grande de lo normal, la presidenta vio algo que parecía una radio y algo que definitivamente era una pequeña pantalla de televisión. El suelo estaba cubierto de mosaicos con dibujos orientales; el gigantesco espejo que coronaba los dos lavabos de mármol tenía un grueso marco de madera cubierta de pan de oro.

A Helen Bentley le parecía recordar que la mujer había dicho estar jubilada de la Policía. En aquel piso no había mucho que indicara un sueldo de policía, a no ser que este país fuera el único lugar del mundo donde pagaban a los policías como se debería en realidad.

– Adelante -dijo Hanne Wilhelmsen-. Hay toallas en ese armario de ahí. Te dejo la ropa al otro lado de la puerta, así puedes cogerla cuando acabes. Tómate el tiempo que necesites.

Salió del baño y cerró la puerta.

La mujer se desvistió con calma. Aún tenía los músculos sensibles y doloridos. Por un momento dudó qué hacer con la ropa manchada, pero luego vio que Hanne había dejado una bolsa de basura plegada junto a uno de los lavabos.

«Una mujer extraña. Pero ¿no eran dos? ¿Tres con la asistenta?», pensó.

Ya estaba desnuda. Metió la ropa en la bolsa y la cerró atándola con un buen nudo. Lo que más le apetecía era darse un baño, pero la ducha parecía más sensata teniendo en cuenta lo sucia que estaba.

El agua caliente salía con potencia. Helen Bentley jadeó, en parte de agrado, en parte por el dolor que le recorrió el cuerpo cuando echó la cabeza hacia atrás para que el agua le cayera sobre la cara.

La noche anterior había otra mujer. Helen Bentley lo recordaba perfectamente. Una que quería avisar a la Policía. Las dos mujeres habían hablado en noruego y no había entendido más que una palabra que sonaba parecido a «police». La mujer de la silla de ruedas debía de haber ganado en la discusión.

Aquello le estaba sentando bien.

Era como una limpieza en sentido doble. Abrió el grifo al máximo y la presión aumentó. Los rayos de agua se convirtieron en flechas que le masajeaban la piel. Abrió la boca, se la llenó de agua hasta que ya casi no podía respirar y entonces escupió. Dejó que todo corriera y se restregó con fuerza con un guante de crin cuyo tacto vasto contra la mano le gustaba. La piel se le enrojeció, primero por el agua caliente y luego por el guante. Cuando el agua alcanzaba las heridas abiertas le escocía intensamente.

Eso mismo había hecho aquella noche de otoño de 1984, la noche que nunca había compartido con nadie y de la que, por tanto, nadie sabía nada.

Al volver a casa se había duchado durante casi cuarenta minutos. Era medianoche, lo recordaba perfectamente. Se había restregado con una esponja hasta sangrar, como si pudiera quitarse la impresión visual de la piel y así conseguir que desapareciera para siempre. El agua caliente se acabó, pero ella siguió bajo el chorro de agua fría hasta que Christopher apareció sorprendido y le preguntó si no quería ayudar a Billie con el aseo de la noche.

Fuera llovía. Del cielo caía una cascada que producía un ruido ensordecedor al chocar contra el asfalto y el coche, contra los tejados y los árboles de la placita al otro lado de la calle, donde un columpio se balanceaba con el viento y una mujer aguardaba.

Quería recuperar a Billie.

Su hija fue parida por otra. Todos los papeles estaban en regla.

Recordaba su propio grito, «los papeles están en regla», y recordaba cómo sacó el monedero del bolso y lo agitó ante la cara pálida y decidida de la mujer: «¿Cuánto quieres? ¿Cuánto quieres por no hacerme esto?».

La madre biológica de Billie dijo que no se trataba de dinero.

Sabía que los papeles eran válidos, dijo, pero en ellos no ponía nada sobre el padre de Billie, que resultaba que había vuelto.

Lo dijo con una pequeña sonrisa, un gesto ligeramente triunfante, como si hubiera ganado una competición y no pudiera evitar presumir de ello.

– Padre. ¡Padre! ¡Pero si no has declarado a ningún padre! Dijiste que no estabas segura y que de todos modos el tipo estaba muy lejos y que además era un vago y un irresponsable y que no querías que tuviera contacto con la niña. Dijiste que querías lo mejor para Billie, y que lo mejor para ella era irse con nosotros, con Christopher y conmigo, y todos los papeles están en regla. ¡Los firmaste! Los firmaste, y ahora Billie tiene su propio cuarto empapelado en rosa, y una cuna blanca con un móvil que se mueve y le hace sonreír.

– El padre quiere hacerse cargo de las dos -dijo la mujer.

Tenía que gritar por el jaleo de la lluvia. Quería mantener tanto a Billie como a su verdadera madre. Los padres de los hijos también tenían sus derechos. Había sido una tontería por su parte no dar el nombre del padre en el parto, porque entonces se podría haber evitado todo aquello. Pero así estaban las cosas. El novio había salido de la cárcel y había vuelto con ella. Las cosas habían cambiado. Una abogada como Helen Bentley tenía que entenderlo.

Lamentablemente tenía que llevarse a Billie.

La Madame Président apoyó las manos contra la pared de la ducha.

No soportaba recordar. Llevaba más de veinte años reprimiendo el recuerdo de su propio pánico cuando le dio la espalda a la mujer y corrió hasta el coche al otro lado de la calle. Quería coger un collar de diamantes que su padre le había regalado esa misma noche, cuando celebraron la llegada de Billie. El abuelo estaba sudoroso y sonrosado y no dejaba de reírse con su pequeña nieta, y todo el mundo estaba de acuerdo en lo guapa que era la pequeña Helen Lardahl Bentley.

El collar todavía estaba en la guantera y tal vez pudiera comprar otro a su hija, con diamantes y una tarjeta de crédito.

Dos tarjetas de crédito. Tres. ¡Todas!

Mientras buscaba las llaves del coche e intentaba controlar el llanto y el pánico que amenazaban con ahogarla, escuchó el violento golpe. Un sonido aterrador y carnoso hizo que se diera la vuelta lo suficientemente rápido como para ver que una figura vestida con chubasquero rojo salía despedida por el aire. Aún otro impacto se escuchó a través de la tormenta cuando la mujer alcanzó el asfalto.

Un pequeño coche deportivo rodeó una esquina. Helen Bentley ni siquiera se percató del color. Se hizo el silencio.

Helen ya no oía la lluvia. Ya no oía nada. Cruzó la calle lenta y mecánicamente. A un metro de distancia de la mujer vestida de rojo se detuvo.

Yacía de una forma extraña. En una postura tan retorcida y poco natural; incluso con la poca luz que arrojaba una farola, Helen podía ver que la sangre manaba de una herida en su cabeza y se mezclaba con el agua de la lluvia hasta formar un río oscuro que serpenteaba hacia la alcantarilla. Los ojos de la mujer estaban abiertos como platos y la boca se movía.

– Ayúdame.

Helen Lardahl Bentley retrocedió dos pasos.

Se giró y volvió corriendo al coche; abrió la puerta, se sentó dentro y se marchó. Se fue a su casa y se duchó durante cuarenta minutos restregándose la piel hasta sangrar.

No volvieron a saber nada de la madre biológica de Billie. Y casi exactamente veinte años más tarde, una noche de noviembre del año 2004, Helen Bentley fue declarada vencedora en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Su hija estaba junto a ella en el podio, una joven espigada y rubia que siempre había enorgullecido a sus padres.

Se quitó el guante de crin, agarró un bote de champú y se enjabonó el pelo. Le escocían los ojos, y le sentaba bien. Perturbaba la imagen de la mujer herida sobre el asfalto mojado, con la cabeza entre la sangre y el agua sucia.

Jeffrey Hunter le había enseñado una carta cuando, sin hacer ruido y demasiado pronto, la despertó en el hotel. Estaba confusa; él puso un dedo sobre sus labios en un gesto demasiado íntimo.

Decía que sabían lo de la niña, que revelarían su secreto. Que tenía que irse con Jeffrey, porque Troya había dado comienzo e iban a sacar a la luz el secreto que la destruiría.

La carta estaba firmada por Warren Scifford.

Helen Bentley agarró mentalmente el nombre y se aferró a él. Apretó las mandíbulas y dejó que el agua le diera en la cara.

Warren Scifford.

No tenía que pensar en la mujer del chubasquero rojo, tenía que pensar en Warren, sólo en él. Tenía que concentrarse. Se giró despacio en la ducha y dejó que el calor le golpeara la espalda dolorida. Inclinó la cabeza y respiró profundamente. Dentro y fuera.

Verus amicus rara avis.

Un verdadero amigo es un pájaro poco común.

Eso fue lo que la convenció. Sólo Warren conocía la inscripción del reloj de pulsera que le había regalado justo después de las elecciones. Era un viejo amigo y había contactado con ella antes del último debate televisivo contra George W. Bush. Los últimos días antes del debate, las encuestas se habían inclinado por el presidente en el cargo. Ella seguía siendo la favorita, pero el texano le estaba ganando terreno. Los votantes estaban a punto de tragarse su retórica de la seguridad. Aparecía como un hombre fuerte, equilibrado y con iniciativa, con la experiencia y el saber necesarios para un país en guerra y en crisis. Él representaba la continuidad. Se sabía lo que se tenía, pero no lo que podía ofrecer aquella Bentley, con su falta de experiencia en la política exterior.

– Tienes que renunciar a Arabian Port Management -le había dicho Warren cogiendo sus manos.

Lo mismo le habían dicho todos sus consejeros, los internos y los externos. Habían insistido. La habían reñido y habían suplicado: aún no era el momento. Tal vez más tarde, cuando hubiera corrido más agua tras el 11-S. Pero todavía no.

Ella se negó a ceder. La empresa de gestión árabe-saudí con sede en Dubai era seria y efectiva y llevaba la gestión de puertos por todo el mundo, desde Okinawa hasta Londres. Dos de las compañías que hasta esos momentos habían gestionado los puertos norteamericanos, una de ellas británica, estaban interesadas en vender. Arabian Port Management quería comprar las dos. Con la compra de una de ellas se harían cargo de la gestión de Nueva York, Nueva Jersey, Baltimore, Nueva Orleans, Miami y Philadelphia. Con la otra, de Charleston, Savannah, Houston y Mobile. En otras palabras: una compañía árabe controlaría los puertos más importantes de la costa Este y del Golfo.

A Helen Lardahl Bentley le parecía una buena idea.

Para empezar, la compañía era la mejor, la más eficaz y, desde luego, la más rentable. Una venta así supondría además un paso correcto hacia la normalización de las relaciones con las fuerzas de Oriente Medio con las que a Estados Unidos le convenía llevarse bien. Además, y tal vez eso fuera lo más importante para Helen Bentley, la concesión contribuiría a restablecer el respeto por los buenos estadounidenses árabes.

En su opinión, ya habían sufrido lo suficiente y se mantuvo en sus trece. Había mantenido reuniones con la directiva de la compañía árabe y, aunque no era tan tonta como para prometer nada, había dado claras señales de buena voluntad. Le gustaba especialmente que la compañía, a pesar de la inseguridad vinculada a la aprobación de las concesiones, ya había invertido mucho dinero en tierra norteamericana para estar mejor preparada llegado el momento.

Warren le había hablado en voz baja. No le soltaba las manos y mantenía la mirada clavada en la de ella cuando dijo: «Yo apoyo tu meta. Sin reservas. Pero nunca la vas a alcanzar si ahora lo tiras todo por la borda. Tienes que contraatacar, Helen. Tienes que contraatacar a Bush donde menos se lo espera. Llevo años analizando a ese hombre, Helen. Lo conozco tan bien como se puede llegar a conocer a alguien sin tener contacto directo con él. ¡Él también quiere que se firme ese acuerdo! Sólo que tiene la suficiente experiencia como para no hablar de ello todavía. Comprende que esto despierta sentimientos en la gente con los que no hay que jugar. Tienes que delatarlo. Tienes que ir a por él. Te voy a decir lo que tienes que hacer…».

Por fin se sentía limpia.

Le escocía la piel. El baño estaba lleno de vapor caliente. Salió de la ducha y cogió una toalla con la que se envolvió el cuerpo. Luego cogió otra más pequeña con la que se cubrió la cabeza. Limpió un poco el vaho del espejo.

Ya no tenía sangre en la cara. El chichón aún era visible, pero el ojo se había vuelto a abrir. Lo peor eran las muñecas, en realidad. Las estrechas tiras de plástico se habían clavado tan hondo en la piel que en varios sitios le habían provocado grandes heridas. Tenía que pedir un desinfectante y, a poder ser, unas buenas vendas.

Siguió el consejo de Warren, sumida en grandes dudas.

Cuando el moderador del debate le preguntó qué pensaba sobre la amenaza para la seguridad que suponía la venta de infraestructuras estadounidense centrales, ella había mirado directamente a la cámara y había pronunciado un ardiente discurso de cuarenta y cinco segundos, una apelación apasionada a la conciliación con «nuestros amigos árabes», en la que subrayaba la importancia de cuidar un valor estadounidense fundamental, que consistía en la igualdad de todos los norteamericanos, fuera cual fuera el origen de sus antepasados y la religión que defendieran.

Luego había tomado aire. Un vistazo al presidente la convenció de que Warren tenía razón. El presidente Bush sonreía seguro de su victoria. Elevó los hombros en aquel extraño gesto suyo, mostrando las manos. Estaba seguro de lo que iba a decir.

Y ella dijo algo completamente distinto.

En lo que respecta a la infraestructura -había dicho Helen Bentley con serenidad-, el asunto era bastante distinto. Opinaba que la infraestructura no debía ponerse en manos de nadie que no fuera norteamericano, o uno de sus aliados más cercanos. Dijo que la meta tenía que ser que todo, desde las principales carreteras hasta los aeropuertos, los puertos marítimos, las aduanas, las fronteras y las vías férreas, estuvieran para siempre en manos de los intereses norteamericanos.

En consideración a la seguridad nacional.

Al final añadió, con una pequeña sonrisa, que alcanzar semejante meta llevaría tiempo, como era obvio, y que exigiría una gran voluntad política. Entre otras cosas porque George W. Bush había apostado fuertemente por la venta a intereses árabes, en un documento interno que mostró durante unos segundos a las cámaras antes de volverlo a dejar sobre la mesa y estirar la mano en dirección al moderador. Había terminado.

Helen Lardahl Bentley ganó el debate con un once por ciento de ventaja. La semana siguiente se convirtió en Madame Président, como había soñado durante veinte años. Justo después, Warren Scifford se convirtió en el líder de la nueva BS-Unit.

El puesto de director no era una recompensa.

El reloj de pulsera sí.

Y él había abusado de ella. La había engañado con su propia declaración de amistad eterna.

Verus amicus rara avis. Había resultado ser más cierto de lo que ella se imaginaba.

Se dirigió a la puerta y la abrió con cuidado. Efectivamente, había allí una pila de ropa doblada. Se agachó con la rapidez que le permitía su dolorido cuerpo, cogió la pila y cerró la puerta. Luego echó el pestillo.

La ropa interior era nueva. Aún tenía las etiquetas. Se anotó el considerado gesto antes de ponerse las braguitas y el sostén. El pantalón vaquero también parecía nuevo y le sentaba como un guante. Cuando se puso el jersey de cachemira azul pálido, con cuello de pico, sintió pinchazos en las muñecas.

Permaneció mirándose en el espejo. El sistema de ventilación había eliminado ya la mayor parte de la humedad y la temperatura de la habitación ya había descendido varios grados desde que salió de la ducha cinco minutos antes. Por una vieja costumbre, pensó por un momento en maquillarse. Junto al lavabo, había una caja japonesa abierta y llena de cosméticos.

Rechazó la idea. Todavía tenía la boca hinchada y la grieta del labio inferior tendría una pinta horrible con pintalabios.

Muchos años antes, durante el primer periodo como presidente de Bill Clinton, Hillary Rodham Clinton había invitado a Helen Bentley a almorzar. Era la primera vez que se veían en «circunstancias más personales». Helen recordaba perfectamente lo nerviosa que se había puesto. Hacía sólo unas semanas que había asumido su cargo como senadora y ya tenía suficiente quehacer con aprender los usos y las costumbres que una insignificante y joven senadora tenía que dominar para sobrevivir más de unas horas en Capitol Hill. El almuerzo con la primera dama fue de ensueño. Hillary era tan cercana, atenta e interesante como sostenían sus mayores partidarios. La arrogancia, frialdad y carácter calculador que le atribuían sus detractores estaban completamente ausentes. Era evidente que quería algo, todo el mundo en Washington siempre quería algo, pero ante todo, Helen Bentley tuvo la sensación de que Hillary Rodham Clinton quería su bien. Quería que se sintiera segura en su nueva vida. Si la senadora Bentley era además tan amable de leer un documento que trataba sobre una reforma sanitaria para mejorar las condiciones del norteamericano medio, la primera dama se pondría muy contenta.

Helen Bentley lo recordaba perfectamente.

Cuando se levantaron después de la comida, Hillary Clinton miró discretamente el reloj, le dio un beso formal en la mejilla y le estrechó la mano.

– Una cosa más -dijo sin soltarle la mano-. En este mundo no se puede confiar en nadie, salvo en una persona: en tu marido. Mientras sea tu marido, es el único que siempre quiere lo mejor para ti. El único en quien puedes confiar. No lo olvides nunca.

Helen nunca lo había olvidado.

El 19 de agosto de 1998, Bill Clinton admitió haber engañado a todo el mundo, incluida su esposa. Un par de semanas más tarde, Helen se encontró por casualidad con Hillary Clinton, en un pasillo del ala oeste de la Casa Blanca. La primera dama acababa de volver de Martha's Vineyard, donde la familia se había refugiado durante aquella época terrible. Se había detenido, había cogido su mano y la había estrechado entre las suyas, igual que durante su primer encuentro muchos años antes. A Helen no se le ocurrió otra cosa que decir:

– I'm sorry, Hillary. I'm trully sorry for you and Chelsea.

La señora Clinton no dijo nada. Tenía los ojos enrojecidos y la boca le temblaba. Se forzó a sonreír, asintió con la cabeza y soltó su mano, antes de seguir su camino, erguida y orgullosa, con una mirada que se enfrentaba a cualquiera que se atreviera a mirarla.

Helen Lardahl Bentley nunca había olvidado el consejo de la esposa del presidente, pero no lo había seguido. Helen no podía vivir sin confiar en nadie. Y desde luego no podía embarcarse en el largo camino hacia la presidencia de Estados Unidos sin confiar plenamente en un puñado de colaboradores, un grupo exclusivo de buenos amigos que querían su bien.

Warren Scifford había sido uno de ellos.

Siempre le había creído. Pero mentía. La había traicionado y la mentira era más grande que ella misma.

Porque no debería saber lo que decía en la carta que sabían los troyanos. Nadie lo sabía. Ni siquiera Christopher. Era su secreto, su carga, y la había llevado durante más de veinte años.

Todo el asunto era completamente incomprensible y sólo el pánico, ese miedo atroz y paralizante que la invadió cuando Jeffrey Hunter le enseñó la carta, le había impedido darse cuenta en ese momento.

Warren mentía. Algo iba mal.

Nadie podía saberlo.

Tenía la sensación de tener los dientes cubiertos por una piel de terciopelo, y tenía mal sabor de boca. Miró a su alrededor en el baño. Entonces lo vio, junto al espejo. Hanne Wilhelmsen le había sacado un vaso, con un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica medio lleno. Tuvo dificultades para romper el plástico transparente y se cortó, pero consiguió sacar el cepillo.

La presidenta Bentley mostró los dientes en el espejo.

You bastard -murmuró-. ¡Que te lleve el diablo, Warren Scifford! ¡Hay un sitio especial en el infierno para la gente como tú!

Capítulo 2

Warren Scifford se sentía realmente mal.

Palpó en la oscuridad buscando el teléfono móvil, que tocaba una versión mecánica de algo que imitaba el canto de un gallo. El jaleo no se acallaba. Azorado, se incorporó en la cama. Se le había vuelto a olvidar correr las cortinas antes de acostarse, pero el albor al otro lado de la ventana no le proporcionaba información sobre la hora que era.

El canto del gallo aumentó de volumen y Warren maldijo mientras rebuscaba por la mesilla. Por fin vio el teléfono. La pantalla indicaba las 05.07. Debía de haberse caído al suelo durante las escasas tres horas de sueño que había tenido. No podía entender que se hubiera equivocado así al poner la alarma. La idea era despertarse a las siete y cinco.

Falló un par de veces antes de conseguir apagar el teléfono. Abatido, se volvió a tumbar en la cama. Cerró los ojos, pero enseguida se dio cuenta de que no podría dormir. Sus pensamientos colisionaban y daban vueltas en un caos que le imposibilitaría dormir. Se levantó resignado, se metió en la ducha y permaneció allí casi un cuarto de hora. Si no podía descansar, al menos debía lavarse hasta alcanzar una especie de vigilia.

Se secó y se puso unos calzoncillos y una camiseta.

Le llevó poco tiempo instalar la oficina portátil. No encendió la lámpara del techo y cerró las cortinas. La lámpara de la mesilla y la del escritorio le proporcionaban luz suficiente para trabajar. Cuando todo estuvo listo, llenó el hervidor de agua y se reclinó contra la estantería mientras esperaba a que el agua hirviera. Por un momento pensó en tomar café, pero parecía tan viejo y tan carente de aroma que en su lugar cogió una bolsita de té y la soltó dentro de una taza que llenó hasta el borde con agua hirviendo.

Ningún correo electrónico nuevo.

Echó la vista atrás e intentó calcular. Se acostó sobre las dos de la mañana, es decir, alrededor de las ocho de la tarde en Washington DC. Así que allí ya eran las once. Todo el mundo estaba trabajando a pleno rendimiento y nadie le había mandado nada en cuatro horas.

Intentó tranquilizarse diciéndose a sí mismo que estarían durmiendo.

Pero no lo consiguió. Era cada vez más evidente que le estaban dejando de lado. A medida que pasaba el tiempo sin que apareciera la presidenta, el papel de Warren Scifford se iba debilitando. A pesar de que todavía era el responsable de la comunicación con la Policía local, era evidente que la actividad en la embajada de la calle Drammen había bajado de intensidad sin que nadie le informara plenamente. Los detectives operativos del FBI, que habían llegado a Noruega pocas horas después de él, eran los reyes del mambo. Vivían en la embajada. Les habían proporcionado tecnología que hacía que su pequeña oficina con varios teléfonos móviles y un ordenador encriptado pareciera una triste donación a un museo técnico.

Les importaba un bledo la Policía noruega.

De todos modos, algunos seguían acudiendo a las reuniones para las que él procuraba encontrar hueco varias veces al día, en un intento de coordinar las iniciativas de los norteamericanos con lo que iba encontrando la Policía noruega, ya fueran pistas o teorías. Cuando los informó de que había sido encontrado el cadáver de Jeffrey Hunter, al menos le dedicaron algo que podía parecerse a la atención. Por lo que le había hecho entender el embajador, siguió una mínima crisis diplomática en torno a la entrega de los restos mortales del hombre.

Los noruegos querían quedárselo para investigarlo, pero en Estados Unidos simplemente no lo aceptaron.

– A mí me importa una mierda -susurró Warren Scifford restregándose la cara.

Se lo había advertido al embajador Wells.

– Se van a poner hechos una furia cuando se den cuenta de lo que os traéis entre manos -le había dicho Warren cuando se reunieron el día antes en la embajada-. Es cierto que tienen un gobierno favorable a Estados Unidos, pero por lo que tengo entendido éste es un país donde la oposición es fuerte. Son bastante testarudos, ya me lo advertiste, pero desde luego no son idiotas. No podemos…

El embajador lo había interrumpido con una mirada gélida y una voz que hizo callar a Warren:

– Soy yo quien conoce este país, Warren. Yo soy el representante de Estados Unidos en Noruega. Tengo tres reuniones diarias con el ministro de Asuntos Exteriores. El Gobierno de este país está constantemente informado de todo lo que hacemos. De todo lo que hacemos.

Era una mentira flagrante y ambos lo sabían.

Warren le dio un sorbo al té. No tenía mucho sabor, pero al menos estaba caliente, al igual que la habitación. Demasiado caliente. Se acercó al termostato de la pared para intentar bajar la temperatura. Nunca había acabado de entender el sistema Celsius. El interruptor marcaba 25 grados, y era obvio que era demasiado. Tal vez 15 fuera mejor. Puso la mano frente al filtro en la pared y el aire bajó de inmediato de temperatura.

Vaciló un momento antes de volver a apagar el ordenador. Tenía dos documentos sobre su escritorio. Uno de ellos era tan grueso como un libro. El otro apenas tenía veinte páginas. Cogió los dos, apiló todos los cojines que encontró en el cabecero de la cama y se acostó.

Primero ojeó el informe secreto sobre el estado de la investigación, que tenía más de doscientas páginas y no le había sido enviado por correo electrónico codificado como estaba acordado. Cuando se enteró por casualidad de su existencia, al escuchar retazos de una conversación en el cuartel general de la embajada, tuvo que pelearse para que le dieran una copia. Conrad Victory, un agente especial de sesenta años, que dirigía las fuerzas de la embajada, opinaba que a Warren no le hacía falta el documento. En situaciones como éstas operaban estrictamente según una need-to-know policy, cosa que Warren, con su experiencia, debía de entender sin problemas. Su papel consistía en hacer de enlace entre la Policía estadounidense y la noruega. El mismo se había quejado de lo difícil que era resistirse a la presión de los noruegos para tener acceso a la información de la que disponían los norteamericanos. Cuanto menos supiera, menos le podría dar la lata la Policía de Oslo.

Sin embargo, Warren no se rindió. Al ver que no le quedaba otro remedio, no evitó subrayar su cercana relación personal con la presidenta. Entre líneas, evidentemente. Pero funcionó. Por fin.

Se había arrojado a la cama a las dos de la mañana y apenas había mirado el documento hasta ese momento.

La lectura lo estaba asustando.

La intensa caza de los secuestradores de la presidenta indicaba cada vez más claramente que la desaparición iría seguida de una agresión terrorista de grandes dimensiones. Ni el FBI ni la CIA ni ninguna de las demás organizaciones bajo el abanico de Homeland Security estaban dispuestos a emplear el nombre que la BS-Unit de Warren Scifford le había dado al potencial ataque: «Troya».

Todavía no se atrevían a darle nombre alguno.

Ni siquiera se atrevían a estar seguros de que iba a ocurrir.

El problema era que nadie sabía contra quién o qué iría dirigido el ataque. La información de la que disponía era enorme, en lo referente a la cantidad de pistas e informes, especulaciones y teorías. Pero era considerablemente fragmentaria, confusa y contradictoria.

Podía tratarse de una conspiración del terrorismo islamista.

Lo más probable era que se tratara de una conspiración del terrorismo islamista.

Tenía que ser el terrorismo islamista.

Los informes indicaban que las autoridades tenían controlados a todos los criminales y agresores potenciales, además de a los terroristas en activo; en la medida en que se pudiera usar la palabra «control» en ese contexto. Pero también en los grupos de ciudadanos norteamericanos retorcidos y fanáticos, había siempre una amenaza latente, como bien demostró el veterano del Golfo y fanático de las armas Timothy McVeigh, que en 1995 mató a 168 personas con una bomba en Oklahoma City. El problema era que no había el más mínimo indicio de actividad extraordinaria en los grupos ultrarreaccionarios de Estados Unidos. Seguían vigilados, incluso después del 11-S, cuando la mayoría de la atención se dirigió hacia metas completamente distintas. Tampoco había nada que indicara que las organizaciones extremistas de protección de animales o del medio ambiente hubieran dado el paso desde sus incómodas acciones ilegales al terrorismo. Estados Unidos estaba repleto de grupos religiosos de carácter fanático, pero, por lo general, sólo suponían una amenaza contra sí mismos. Además, tampoco entre ellos parecía ocurrir nada extraordinario.

Por otro lado, secuestrar a la presidenta en una habitación de hotel en Noruega quedaba a años luz de lo que las agrupaciones estadounidenses conocidas eran capaces de hacer con sus conocimientos y sus medios.

Tenía que ser una conspiración islamista.

Warren se enderezó las gafas.

Le fascinaba la angustia que impregnaba todo el informe. En más de treinta años en el FBI, Warren Scifford nunca había leído un análisis profesional tan marcado por el pensamiento catastrofista. Era como si, por fin, todo el sistema de la Homeland Security se hubiera dado cuenta de la verdad: alguien había conseguido hacer lo imposible. Lo impensable. Alguien había secuestrado a la Commander in Chief estadounidense, y era difícil imaginarse los límites de lo que aquellas fuerzas oscuras serían capaces de hacer.

Se sospechaba que el ataque iría dirigido contra varias instalaciones en tierra norteamericana, pero no se había identificado cuáles. Se basaban en una serie de informes y sucesos, pero los informes eran deficientes y los sucesos ambiguos.

Lo más preocupante y confuso eran los chivatazos.

Las autoridades norteamericanas recibían constantemente información por esa vía, y casi nunca eran de fiar. Habitantes de chalés de lujo que querían fastidiar al vecino con incómodas investigaciones realizadas por policías de uniforme podían inventarse cosas de lo más imaginativas que afirmaban haber visto por encima de la valla: visitas sospechosas, ruidos extraños por la noche, comportamientos inusuales y almacenamiento de materiales que parecían explosivos. O tal vez incluso una bomba. A los tiburones inmobiliarios les podía ser útil y sencillo recibir ayuda del FBI para librarse de inquilinos molestos. No había límites para lo que la gente sostenía haber visto: árabes entrando y saliendo a todas horas del día y de la noche, conversaciones en lenguas extranjeras y traslado de cajas que sólo Dios sabría qué contenían. Había incluso jóvenes a los que se les podía ocurrir enviar un chivatazo acusando de terrorismo a algún compañero de estudios, por la única razón de que había sido lo bastante impertinente como para ligarse a una chica a la que tendría que haber dejado tranquila.

En esta ocasión los chivatazos parecían más bien advertencias.

Una cantidad inusual de mensajes anónimos había llegado a las field offices del FBI en las últimas horas. Unos llamaban, otros usaban el correo electrónico. El contenido no solía ser exactamente el mismo, pero todos afirmaban que iba a suceder algo, algo que dejaría a lo del 11-S en un segundo plano. La mayoría de ellos sugería que Estados Unidos era una nación débil que ni siquiera era capaz de cuidar a su propia presidenta. Ellos mismos eran responsables de tener el flanco desprotegido. En esta ocasión, la catástrofe no iría dirigida contra una zona delimitada. Esta vez, Estados Unidos sufriría del mismo modo que ellos habían hecho sufrir a otros en el resto del mundo.

It was payback time.

Lo más preocupante era que resultaba imposible localizar las llamadas telefónicas.

Era incomprensible.

Las muchas organizaciones que se encargaban de la Homeland Security creían poseer una ventaja tecnológica absoluta que les permitía rastrear cualquier llamada telefónica que se hubiera realizado en Estados Unidos o que se dirigiera a tierra norteamericana. Por lo general, tampoco les llevaba más de unos minutos conseguir identificar el ordenador de un remitente. Bajo la sombra de los amplios poderes que George W.Bush le había concedido durante los años posteriores al año 2001, la National Security Agency había construido un sistema que, según creían, garantizaba un control prácticamente total sobre la comunicación telefónica y electrónica. El hecho de que en sus esfuerzos por alcanzar la eficacia completa fueran más allá de los poderes que se les habían concedido no los preocupaba lo más mínimo. Tenían un trabajo que hacer. Tenían que cuidar de la seguridad nacional. Los pocos que habían tenido ocasión de descubrir y denunciar las ilegalidades escogieron apartar la mirada.

El enemigo era poderoso y peligroso.

Estados Unidos debía defenderse a toda costa.

Sin embargo, resultaba imposible rastrear aquellos mensajes de amenaza. Al menos no hasta el sitio correcto. Su increíble tecnología no tardaba en proporcionarles la dirección IP del remitente o su número de teléfono, pero cuando investigaban, resultaba que la información era errónea. Cuando la oscura voz de un hombre advertía por teléfono a las autoridades norteamericanas que no debían ser tan arrogantes ni acosar a ciudadanos decentes cuyo único delito era tener un padre palestino, resultaba que la llamada provenía del aparato telefónico de una anciana de setenta años de Lake Placid, Nueva York. En el momento en que la llamada llegaba a las oficinas del FBI en Manhattan, resultaba que la mujer estaba reunida con cuatro amigas tan encantadoras como ella, que tomaban el té en su casa. Ninguna de ellas había usado el teléfono, podían jurarlo por Dios, y el extracto de la compañía telefónica local indicaba que las viudas tenían razón: nadie había utilizado ese aparato telefónico a la hora en cuestión.

El té ya no estaba tan caliente. Warren bebió. Durante un instante se le empañaron las gafas, como por un aliento.

Pasó deprisa por la parte más técnica del informe. No se enteraba de gran cosa, pero los detalles de esa sección tampoco le interesaban especialmente. Lo que estaba buscando eran las conclusiones, que encontró en la página 173.

No era imposible manipular los remitentes del modo en que se había hecho.

«Una conclusión bastante innecesaria -pensó Warren-. ¡Ya habéis documentado el fenómeno con 130 casos!»

Intentó colocar mejor un cojín detrás de su cabeza antes de seguir leyendo.

Una manipulación de este tipo exigía medios ingentes. Que sí. Nadie piensa que esto lo haya hecho un don nadie.

Y probablemente un satélite de comunicaciones propio, o al menos acceso a uno. Alquilado o robado.

¿Un satélite? ¿Una puta nave espacial?

A Warren le estaba entrando frío. Al parecer 15 grados Celsisus eran bastante fresco. Volvió a levantarse para corregir la temperatura. Esta vez apostó por 20 grados, y luego se sentó de nuevo en la cama para seguir leyendo.

Dado que los satélites de este tipo estaban en órbita estacionaria a unos cuarenta mil kilómetros de distancia de la Tierra, los sucesos eran compatibles con el uso de un satélite árabe. Varias de las llamadas y de los correos electrónicos estaban vinculados con teléfonos y ordenadores de la costa Este de Estados Unidos.

Era difícil que un satélite árabe pudiera adentrarse en el país más allá de eso.

Pero la costa Este sí podían manejarla.

«Rastread -pensó Warren, que siguió hojeando con impaciencia-. Con todos los miles de millones de presupuesto que tenemos, con todos los poderes y la tecnología de la que disponemos, ¿qué ha pasado con el rastreado y la reconstrucción de las llamadas y los correos?»

Warren Scifford era un profiler.

La técnica le infundía respeto, al igual que los muchos años que había pasado buscando a asesinos en serie y a sádicos asesinos sexuales le habían dotado de un profundo respeto por los forenses y su magia con la química y la física, la electrónica y la tecnología. A veces incluso veía a escondidas algún capítulo de C.S.I., debido a su profundo respeto por la materia.

Pero él no entendía de eso. Podía encender un ordenador, aprenderse unos códigos y darse por satisfecho de que otros se encargaran de la tecnología.

Su especialidad era el alma.

Y ésta no se la podía imaginar.

Siguió leyendo.

Las pistas y los chivatazos se habían interrumpido bruscamente a las 09.14 de la mañana, eastern time. En el momento exacto en que el FBI se personó en la primera dirección que habían averiguado. Según el registro de la NSA, alguien había llamado a los cuarteles generales del FBI en Quantico desde una casita de Everglades, Florida, advirtiendo de que Estados Unidos estaba a punto de caer.

En la casa vivía un hombre mayor que veía mal y que oía peor. Su aparato telefónico ni siquiera estaba conectado. Lo tenía en el sótano cubierto de polvo, pero todavía pagaba la línea porque tenía un hijo en Miami que le pagaba las facturas, sin pensárselo muy bien, por lo que se veía. Probablemente hacía años que no visitaba al viejo.

Y en ese instante se interrumpieron las llamadas.

Desde entonces no habían vuelto a tener noticias.

El informe terminaba diciendo que estaban analizando la voz y el idioma de las grabaciones. Por ahora, la investigación de las cintas con las grabaciones de las llamadas y de los casi sesenta correos electrónicos no había aportado nada valioso. Las voces estaban manipuladas, así que no era bueno albergar demasiadas esperanzas. Lo único que se podía decir con cierta seguridad era que todos los que habían llamado eran hombres. Por razones evidentes, resultaba más difícil determinar el sexo de los remitentes de los correos electrónicos.

Fin del informe.

Warren tenía hambre.

Cogió una chocolatina del minibar y abrió una botella de Coca-Cola. Ni lo uno ni lo otro le supieron bien, pero le ayudó a subir el nivel de azúcar en sangre. El leve dolor de cabeza que le provocaba la falta de sueño desapareció.

Volvió a tenderse en la cama. El grueso documento cayó al suelo. Las instrucciones decían que debía de ser destruido de inmediato. Tendrían que esperar. Cogió el delgado montón de papeles y lo sostuvo en el aire durante unos segundos. Luego apoyó el brazo en el edredón.

Aquel pequeño informe era una obra maestra.

El problema era que nadie parecía especialmente interesado en leerlo, y mucho menos en actuar conforme a él.

Warren se lo sabía casi de memoria, aunque sólo lo había leído dos veces. El informe había sido elaborado por la BS-Unit en Washington, y él mismo había contribuido tanto como le había sido posible desde aquel país dejado de la mano de Dios al que llamaban Noruega.

Warren añoraba su país. Cerró los ojos.

Últimamente se sentía mayor, cada vez con más frecuencia. No sólo mayor, sino realmente viejo. Estaba cansado y había asumido más de lo que podía al aceptar el nuevo trabajo. Quería volver a Quantico, a Virginia, con su familia. Con Kathleen, que se había mantenido a su lado a pesar de sus múltiples y humillantes aventuras durante todos aquellos años. Con sus hijos ya adultos, que tenían sus propias casas en las cercanías de la vivienda de su infancia. A su propia casa y a su jardín. Quería volver a casa; sentía una fuerte presión por debajo de las costillas que no desaparecía aunque tragara saliva varias veces.

El delgado informe era un perfil.

Como siempre, habían empezado a trabajar por las acciones y los sucesos. La BS-Unit se movía a lo largo de líneas del tiempo y en profundidad, contextualizaban los acontecimientos y analizaban las relaciones causales y los efectos. Estudiaban minuciosamente los gastos y la complejidad. Cada detalle de la sucesión de acontecimientos era contrastado con las soluciones alternativas, para así poder empezar a aproximarse a los motivos y a las actitudes de quienes estaban detrás del secuestro de Madame Président.

La imagen que se dibujaba a lo largo de las veinte páginas asustaba a Warren y sus leales colaboradores de la BS-Unit, al menos tanto como el grueso informe que tenía aterrorizado al resto del FBI.

Habían creído que tenían que dibujar el perfil de una organización, de un grupo de personas, una célula terrorista. Posiblemente un pequeño ejército en guerra santa contra la obra satánica: Estados Unidos.

Sin embargo, intuían el contorno de un único hombre.

Un único hombre.

Era obvio que no podía trabajar solo. Todo lo que había sucedido desde que la BS-Unit por primera vez viera vagos indicios de Troya, seis semanas antes, indicaba que el número de personas implicadas era alto.

El problema era que no parecía que estuvieran juntos, de ningún modo. En vez de acercarse a la descripción de una organización terrorista, la BS-Unit había avistado un único actor que utilizaba a la gente del mismo modo en que otros utilizan herramientas, y que tenía la misma falta de lealtad, u otras emociones humanas, hacia sus colaboradores que otros hubieran tenido hacia sus herramientas.

No se había hecho nada para proteger posteriormente a los diversos cómplices. Una vez que cumplían su función, no había ningún aparato de protección. Gerhard Skrøder fue arrojado a los leones, del mismo modo que el limpiador pakistaní y todas las demás piezas del enorme rompecabezas.

Cosa que necesariamente tenía que significar que no tenían la menor idea de para quién trabajaban.

Warren bostezó, sacudió la cabeza y abrió los ojos como platos a fin de detener las lágrimas. La mano que todavía sostenía el informe pesaba como el plomo. Se sobrepuso, alzó la mano y pasó los ojos por la primera página.

La primera hoja estaba coronada por un título discreto: «The Guilty. A profile of the abductor».

El Culpable.

Warren no estaba seguro de que le gustara el nombre que habían escogido. Por otro lado, al menos era lo suficientemente neutral, sin connotaciones étnicas o nacionales. Una vez más intentó acomodarse y siguió leyendo.

I.i. The abduction.

Acostumbraban a tomar como punto de partida el suceso nuclear.

El propio secuestro de la presidenta ya proporcionaba marcadas indicaciones sobre el perfil del autor de los hechos. Desde el mismo momento en que un alterado agente lo despertó en su piso de Washington DC para contarle que al parecer la presidenta había sido secuestrada en Noruega, Warren se sentía muy aturdido. Durante todo el vuelo a Europa había estado esperando, casi deseando, encontrarse al llegar con la noticia de que la Madame Président había sido encontrada muerta.

El que pudieran encontrarla con vida quedaba completamente descartado.

La cuestión principal había sido todo el tiempo responder a una pregunta: ¿por qué un secuestro? ¿Por qué no mataron a Helen Bentley? Conforme a todas las medidas estándares, era mucho más sencillo llevar a cabo un atentado; era, además, por tanto, menos arriesgado. Era obvio que ser la Commander in Chief de Estados Unidos era una profesión de riesgo, pues era imposible proteger totalmente a un persona de los atentados repentinos y mortales de otras personas, a no ser que se la aislara por completo.

El secuestro debía de tener un valor propio. Tenía que suponer una gran ventaja mantener a Estados Unidos en la incertidumbre, antes que permitir que los norteamericanos se unieran en el luto y horror común provocado por el asesinato de una presidenta.

Una consecuencia evidente de la desaparición era que el país se volvía más vulnerable a los ataques.

Sólo de pensarlo, Warren se estremecía.

Pasó a la hoja siguiente antes de agarrar la botella de Coca-Cola y beber. Seguía teniendo un nudo en el estómago que no era capaz de definir del todo y, por un momento, se preguntó si tendría que encargar algo de comer para ver si se le pasaba. Pero el reloj del teléfono móvil indicaba las seis menos tres minutos, y renunció a la idea. Empezarían a servir el desayuno una hora más tarde.

Emplear al agente del Secret Service Jeffrey Hunter fue tan genial como sencillo. Aunque en teoría tal vez habría sido posible secuestrar a la presidenta sin ayuda de dentro, resultaba casi imposible imaginarse cómo se podría hacer algo así en la práctica. El hecho de que el Culpable contara con un apoyo en Estados Unidos capaz de llevar a cabo dos secuestros de un niño autista para asustar a un agente profesional de la seguridad a fin de que colaborara, se añadía a la serie de elementos que hacían el perfil cada vez más visible. Y al mismo tiempo, más aterrador.

Sonó el teléfono.

El ruido le pilló tan desprevenido que se le volcó la botella de Coca-Cola que tenía sujeta entre los muslos. Bramó una maldición, consiguió salvar el resto del negro líquido pegajoso y agarró el teléfono.

– Hola -jadeó mientras secaba el edredón con la mano libre.

– Warren -dijo una voz a lo lejos.

– ¿Sí?

– Soy Colin.

– Ah, hola, Colin. Te oigo muy lejos.

– Tengo que ser rápido.

– Da la impresión de que estás susurrando. ¡Habla más alto!

– Joder, Warren, escúchame. No tenemos muy buena prensa en estos momentos.

– No, yo también me doy cuenta.

Colin Wolf y Warren Scifford llevaban diez años trabajando juntos. El agente especial tenía su misma edad y había sido su primera opción cuando Warren montó la BS-Unit. Colin era de la vieja escuela. Tenía el aspecto de un oso y era minucioso, tranquilo y objetivo. En aquellos momentos su voz sonaba un poco más aguda de lo normal y era evidente que el desfase en el sonido le ponía nervioso.

– No quieren escucharnos -dijo Colin-. Ya se han decidido.

– ¿A qué? -preguntó Warren, aunque sabía la respuesta.

– Han decidido que es alguna organización terrorista islamista la que está detrás de todo el asunto. Ahora están empeñados en volver a la pista de Al Qaeda. ¡Al Qaeda! Esos no tienen más que ver con este asunto que el IRA, joder…, o que los boy-scouts. Y ahora les han puesto la miel en los labios. Por eso te llamo.

– ¿Qué ha pasado?

– Ha aparecido una cuenta bancaria.

– ¿Cuenta bancaria?

– Jeffrey Hunter. Han transferido dinero a su mujer.

Warren tragó saliva. La mancha marrón en la entrepierna era repugnante. Tiró del edredón con la mano pegajosa para cubrirse.

– ¿Hola?

– Sigo aquí -dijo Warren-. Me cago en la hostia.

– Sí. Y además es demasiado bueno para ser verdad.

– ¿Qué quieres decir?

– Escúchame, tengo que ser rápido. Pero quiero que te enteres de esto. Son 200.000 dólares. Naturalmente, han filtrado el dinero a través de los canales habituales para que carezca de identidad, pero a pesar de eso hemos conseguido rastrearlo hasta el remitente. A los chicos de Pensilvania no les llevó más de cinco horas averiguarlo.

– ¿A quién llegaron?

– Agárrate.

– Estoy tumbado en una cama.

– Al primo del ministro del Petróleo de Arabia Saudí. Que vive en Irán.

– Mierda.

– Sí, puedes decirlo así.

Warren cogió el informe de la BS-Unit. El papel se le pegaba a la mano. Aquello no encajaba. No podía encajar. Ellos tenían razón; Colin, Warren y el resto del pequeño grupo de profilers de elite a quienes nadie quería escuchar.

– Eso simplemente no puede ser verdad -dijo Warren en voz baja-. El Culpable nunca hubiera hecho algo tan poco profesional como dejar que se rastreara el dinero.

– ¿Cómo?

– ¡Que no puede ser verdad!

– ¡Claro que no! ¡Por eso te llamo! Es demasiado sencillo, Warren. Pero ¿qué pasa si lo ponemos todo cabeza abajo?

– ¿Cómo? No te oigo…

– Si lo ponemos todo cabeza abajo -gritó Colin-. Supongamos que la pista de Arabia Saudí ha sido puesta a propósito y que la idea fuera que encontráramos el dinero y averiguáramos de dónde venía…

«Entonces las piezas encajan -pensó Warren Scifford tomando aire-. Así es como trabaja el Culpable. Esto es lo que quiere. Quiere el caos, quiere causar una crisis, es…»

– ¿Lo entiendes? ¿Estás de acuerdo?

La voz de Colin sonaba muy distante.

Warren no le escuchaba con mucha atención.

– No va a pasar mucho tiempo antes de que esto se filtre -dijo Colin, la conexión era cada vez peor-. ¿Has estado siguiendo la evolución de la bolsa?

– Un poco.

– Cuando se conozca la conexión con Arabia Saudí e Irán…

«El precio del petróleo -pensó Warren-. Se va a disparar como nunca antes en la historia.»

– … dramática caída en el Dow Jones, y sigue cayendo en picado…

– Hola -gritó Warren.

– ¿Hola? ¿Sigues ahí? Tengo que colgar, Warren. Me tengo que ir corriendo…

El ruido de la línea era molesto. Warren mantenía el auricular a dos centímetros de la oreja. De pronto, Colin estaba de vuelta. La conexión era cristalina por primera vez.

– Están hablando de cien dólares por barril -dijo lúgubremente-. Antes de que acabe la semana que viene. Eso es lo que él quiere. Es cierto, Warren. Es todo cierto. Me tengo que ir corriendo. Llámame.

La línea se cortó.

Warren se levantó de la cama. Tenía que volver a ducharse. Se dirigió a la maleta con las piernas arqueadas para que los muslos no se rozaran.

Todavía no la había deshecho.

«El Culpable es un hombre con un enorme capital y profundos conocimientos sobre Occidente -decía el informe-. Tiene una inteligencia muy por encima de la media, y se caracteriza por una extraordinaria paciencia y la capacidad para planificar y pensar a largo plazo. Ha construido una impresionante red de colaboradores internacionales increíblemente complicada, es probable que por medio de amenazas, capital y costosos cuidados. Hay motivo para creer que muy pocos de ellos saben quién es. Si es que lo sabe alguno.»

Warren no encontraba ningún calzoncillo limpio. Desanimado, empezó a buscar en los bolsillos laterales de la maleta. Sus dedos toparon con algo duro. Vaciló un momento antes de sacar el objeto por la estrecha apertura.

¿El reloj?

Verus amicus rara avis.

Lo daba por perdido. Le había tenido más preocupado de lo que quería confesarse a sí mismo. Le gustaba ese reloj, y le enorgullecía que se lo hubiera regalado la Madame Président. Nunca se lo quitaba.

A excepción de cuando practicaba el sexo.

El sexo y el tiempo no iban bien juntos, por eso siempre se lo quitaba.

En el fondo se había temido que la mujer del pelo rojo se lo hubiera robado. Ya no se acordaba de cómo se llamaba, aunque no hacía más de una semana que se conocieron. En un bar. Trabajaba en publicidad, creía recordar. O tal vez fuera en el cine.

«Whatever», pensó, enganchándose la correa.

No había más calzoncillos en la maleta.

Tendría que apañárselas sin ellos.

«Es muy probable que no sea norteamericano», era como si Warren oyera una voz, como si tuviera una cinta en la cabeza con el contenido del informe. «En caso de que sea musulmán, es más bien secular que fanático. Probablemente resida en Oriente Medio, pero también puede tener un lugar de residencia provisional en Europa.»

Eran las 6.33, y Warren ya no tenía nada de sueño.

Capítulo 3

Al acercarse a la habitación de invitados, Al Muffet miró el reloj de pared por encima de la barandilla de la segunda planta. Eran las 12.33. Le parecía haber leído en alguna parte que el momento en que el ser humano dormía con más profundidad era entre las tres y las cinco de la mañana. Pero dado lo borracho que había estado su hermano por la tarde, Al se atrevió a suponer que ya dormía profundamente.

No tenía paciencia para seguir esperando.

Procuró no hacer ruido al pisar las tablas del suelo, que crujían. Iba descalzo y se arrepentía de no haberse puesto unos calcetines. La humedad bajo las suelas provocaba un débil sonido de succión contra la madera. Aunque Fayed no se despertara, las niñas, sobre todo Louise, tenían un sueño muy ligero. Les pasaba desde que murió su madre, a las tres y diez de una madrugada de noviembre.

Por suerte había conseguido controlarse la noche anterior, cuando el comentario de Fayed sobre el lecho de muerte de su madre lo dejó completamente destrozado. Después de pasar por el baño, donde se había lavado la cara y las manos con agua helada, había conseguido bajar a reunirse con el hermano y las hijas, y proseguir más o menos calmado. Mandó a las chicas a la cama a las diez, levantando grandes protestas, y se alegró cuando al cabo de media hora Fayed anunció que se quería acostar.

Al Muffet se acercó a la puerta de la habitación donde dormía su hermano.

La madre nunca había confundido a los dos hijos.

Por un lado estaba la diferencia de edad. Pero, por otro, Ali y Fayed tenían personalidades muy distintas. Al Muffet sabía que su madre lo encontraba a él mucho más parecido a ella misma, con un carácter amable y abierto para la mayoría.

Fayed era un pájaro extraño. Era mejor estudiante que su hermano, de hecho era de los mejores del colegio, aunque como artesano era un desastre. El padre no tardó en asumir que no tenía sentido obligar a Fayed a ayudarle con el trabajo en el taller. El pequeño Ali, en cambio, conocía perfectamente los principios que regían un motor desde antes de cumplir los ocho años. Cuando se sacó el carné de conducir a los dieciséis años, se construyó un coche con piezas de desguace que le había dado su padre.

El carácter cerrado y escéptico del hermano también había marcado el aspecto físico del chico. Adquirió una mirada oblicua del mundo, una actitud apesadumbrada que hacía que la gente se preguntara si los estaba escuchando. Además caminaba un poco torcido, como si siempre estuviera en guardia contra alguna forma de agresión y quisiera tener ya un hombro preparado para defenderse.

Sin embargo, sus caras eran increíblemente parecidas, aunque la madre nunca los había confundido. Nunca lo habría hecho, pensó Al Muffet, y giró el pomo de la puerta con cuidado.

Si de verdad lo hubiera hecho, porque minutos antes de morir no veía ni pensaba con claridad, podría ser una catástrofe.

La habitación estaba a oscuras. Al permaneció quieto unos segundos para que los ojos se acostumbraran.

El contorno de la cama se dibujaba contra la pared. Fayed estaba tumbado boca abajo, una pierna asomaba por fuera del borde de la cama y tenía la mano izquierda aprisionada debajo de la cabeza. Roncaba débil y homogéneamente.

Al se sacó una pequeña linterna del bolsillo de la camisa. Antes de encenderla constató que la maleta del hermano estaba sobre una cómoda baja junto a la puerta del cuarto de baño más pequeño de la casa.

Cubría parte del haz de luz con la mano, pero el pequeño hilo de luminosidad restante permitió a Al ir hasta la maleta sin tropezar con nada.

Estaba cerrada.

Lo intentó de nuevo, pero el cierre de combinación no se dejaba abrir.

Fayed roncó más alto y se dio la vuelta en la cama. Al se quedó completamente quieto. Ni siquiera se atrevió a apagar la linterna. Permaneció varios minutos escuchando la respiración de su hermano, que volvía a ser lenta y rítmica.

La maleta era una Samsonite normal de tamaño medio.

«Un cierre de combinación normal», pensó Al, que rotó los números hasta formar la fecha del cumpleaños de su hermano. Un cierre normal puede tener la combinación más normal de todas.

Clic.

Repitió la combinación en el cierre izquierdo. La tapa se abrió. La levantó despacio, sin hacer ruido. La maleta contenía ropa. Dos jerséis, un pantalón, varios calzoncillos y tres pares de calcetines. Todo estaba minuciosamente doblado. Al introdujo la mano debajo de la ropa y la apartó.

En el fondo de la maleta había ocho teléfonos móviles, un ordenador y una agenda.

Al pensó que nadie necesita ocho teléfonos móviles a no ser que viva de venderlos. Sintió cómo se le aceleraba el pulso. Todos los teléfonos estaban apagados, por un momento se sintió tentado de llevarse el ordenador para estudiarlo, pero renunció a la idea. Lo más probable era que estuviera lleno de claves que no conseguiría adivinar y el riesgo de que su hermano se despertara antes de que le diera tiempo a devolverlo era demasiado grande.

La agenda estaba encuadernada con piel negra. Estaba cerrada con una hebilla con un botón, que al mismo tiempo sostenía un bolígrafo de lujo. Al se metió la linterna en la boca, dirigió la luz contra el libro y lo abrió.

Era una agenda normal. Las páginas de la izquierda estaban divididas en columnas para los primeros tres días de la semana, los otro cuatro aparecían en el lado derecho. La columna del domingo era más pequeña que las demás y, por lo que Al podía apreciar, su hermano nunca tenía citas los domingos.

Fue hojeando sin hacer ruido. Las citas no le decían gran cosa, aparte de que su hermano era un hombre muy ocupado, pero eso ya lo sabía de antes.

Un repentino impulso le llevó a mirar los calendarios anuales comprimidos, con una sola línea por cada día, en un papel más grande y desplegable. En su propia agenda estaban al final, pero al parecer a su hermano le parecía más útil colocarlo en la parte de delante. Fayed había conservado los ejemplares de los cinco últimos años. Los días de guardar estaban elegantemente marcados. En el año 2003, la familia de Fayed había celebrado el 4 de julio en Sandy Hook. El Labor Day de 2004, lo pasaron en Cape Cod, en casa de una gente que se llamaba Collies.

El 11-S estaba marcado con una estrella de color negro azabache.

Al se dio cuenta de que estaba sudando, aunque hacía fresco en la habitación. Su hermano seguía profundamente dormido. Los dedos le temblaron cuando pasó las hojas hasta la fecha de la muerte de su madre. Al ver lo que había escrito su hermano allí, por fin tuvo la certeza.

Sus ojos descansaron unos segundos sobre lo escrito. Luego cerró la agenda y la volvió a colocar en su sitio. Las manos ya no le temblaban y trabajaba con agilidad. Cerró la tapa de la maleta y ajustó los cierres.

Fue de hurtadillas hasta la puerta, tan silenciosamente como había entrado. Allí se quedó de pie. Miraba a la figura que dormía en la cama, del mismo modo en que lo había contemplado tantas veces durante la infancia, desde su propia cama, cuando no conseguía dormir por las noches. El recuerdo era muy vivo. Después de los largos días en tierra de nadie en la guerra entre los padres y Fayed, Ali a veces se sentaba en la cama y miraba cómo la espalda de su hermano se elevaba y descendía en el otro rincón de la habitación. Algunas veces pasaba varias horas despierto. Otras lloraba en silencio. Lo único que quería, en realidad, era entender a su rebelde hermano mayor, al incontrolable y difícil adolescente que siempre enfurecía a su padre y desesperaba a su madre.

Al Muffet sintió tanta tristeza como entonces, al mirar a su hermano dormido desde la puerta. En algún momento del pasado había querido a Fayed. Hasta este momento no había entendido que ya no quedaba ningún vínculo entre ellos. No sabía cuándo había sucedido, en qué momento se había roto todo.

Tal vez fue cuando murió la madre.

Cerró la puerta delicadamente tras de sí. Tenía que pensar. Tenía que averiguar qué sabía el hermano sobre el secuestro de Helen Lardahl Bentley.

Capítulo 4

– ¿Algo nuevo?

Inger Johanne Vik se giró hacia Helen Lardahl Bentley y sonrió al bajar el volumen del televisor.

– La acabo de encender. Hanne ha tenido que acostarse un rato. Buenos días, por cierto. Qué aspecto tan…

Inger Johanne se calló, se sonrojó levemente y se levantó. Se pasó las manos por el pecho de la camisa. Las migas del desayuno de Ragnhild cayeron al suelo.

Madame Président -dijo, y se detuvo a sí misma cuando estaba a punto de hacer una reverencia.

– Olvida las formalidades -se apresuró a decir Helen Bentley-. Esto es lo que podemos llamar una situación completamente extraordinaria, ¿no te parece? Llámame Helen.

Ya no tenía los labios tan hinchados y era capaz de sonreír. Todavía estaba un poco amoratada, pero la ducha y la ropa limpia habían hecho maravillas.

– ¿Tenéis algún cubo o productos de limpieza en algún sitio? -preguntó Bentley mirando a su alrededor-. Me gustaría limpiar… los daños ahí dentro.

Con una mano fina señaló el salón con el sofá rojo.

– Ah, bueno -dijo Inger Johanne con ligereza-. Olvídalo. Marry ya lo ha arreglado. Creo que hay que mandar algo al tinte, pero…

– Marry -repitió Helen Bentley mecánicamente-. La asistenta.

Inger Johanne asintió con la cabeza. La presidenta se acercó.

– ¿Y tú eres? Lo siento, pero anoche creo que no estaba del todo…

– Inger Johanne Vik. Inger Johanne Vik.

– Inger -probó a decir la presidenta, tendiéndole la mano-. Y la pequeña es…

Ragnhild estaba sentada en el suelo con la tapa de una cacerola, un cazo y una caja de Duplo. Emitía risueños sonidos.

– Mi hija -sonrió Inger Johanne-. Se llama Ragnhild. Por lo general la llamamos Agni, porque así es como se llama ella a sí misma.

La mano de la presidenta estaba seca y caliente; Inger Johanne la sostuvo en la suya más de lo necesario.

– ¿Es esto una especie de…? -Helen Bentley parecía temer ofender a alguien y vaciló-. ¿Casa compartida?

– ¡No, no! Yo no vivo aquí. Mi hija y yo sólo estamos de visita. Unos días.

– Ah… ¿Así que no vives en Oslo?

– Sí. Vivo… Éste es el piso de Hanne Wilhelmsen. Y de Nefis, que es la compañera de Hanne, su compañera de vida, quiero decir. Es turca y ahora se ha llevado a Ida, que es su hija, a Turquía para visitar a los abuelos. Pero, en realidad, son ellas las que viven aquí. Yo sólo…

La presidenta alzó las manos e Inger Johanne se calló bruscamente.

– Está bien -dijo Helen Bentley-. Entiendo. ¿Podría ver la tele contigo? ¿Cogéis la CNN?

– ¿No quieres… comer algo? Sé que Marry ya ha…

– ¿Eres norteamericana? -preguntó la presidenta, sorprendida.

Algo nuevo apareció en sus ojos. Hasta entonces la mirada había sido neutra y alerta, como si todo el tiempo se guardara algo para sí a fin de controlar la situación. Incluso la noche antes, cuando Marry la había arrastrado desde el sótano y ni siquiera era capaz de tenerse en pie, la mirada era fuerte y orgullosa.

En aquel momento reflejaba algo que podía parecer miedo, Inger Johanne no comprendía por qué.

– No -le aseguró Inger Johanne-. Soy noruega. ¡Noruega de pura cepa!

– Hablas inglés.

– Estudié en Estados Unidos. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo de comer?

– Déjame adivinar -dijo la presidenta, el ápice de preocupación había desaparecido-. Boston.

Alargó la «o» en un sonido que la hizo parecer una «a».

Inger Johanne sonrió ligeramente.

– Pero, bueno, si están todas despiertas -murmuró Marry que entró cojeando con una bandeja repleta en las manos-. No son ni las siete y ya está to' el mundo danzando. En mis papeles no pone na' de turno de noche, eh.

La presidenta miró fascinada a Marry mientras ésta dejaba la bandeja sobre la mesa del salón.

– Cofi -dijo, señalando-. Tortitas. Huevos. Beicon. Milk. Zumo de naranja. Adelante.

Se cubrió la boca con la mano y le susurró a Inger Johanne:

– Lo de las tortitas lo he visto en la tele. Toman siempre tortitas para desayunar. Es rarilla esta gente. -Negó con la cabeza, acarició el pelo de Ragnhild y volvió a la cocina.

– ¿Es para ti o para mí? -preguntó la presidenta, sentándose ante la comida-. En realidad creo que hay bastante para que coman tres.

– Come -dijo Inger Johanne-. Como vuelva y quede algo de comida se va a ofender.

La presidenta cogió el cuchillo y el tenedor. Daba la impresión de no saber cómo atacar la extraña comida. Rozó con cuidado la tortita que estaba enrollada con gran cantidad de mermelada y nada, y cubierta por una raya de azúcar.

– ¿Qué es esto? -preguntó en voz baja-. ¿Un tipo de crepes suzette?

– Nosotros los llamamos tortitas -susurró Inger Johanne-. Marry cree que son como las que coméis los norteamericanos para desayunar.

– Mmm. Está bueno. De verdad. Aunque muy dulce. ¿Quién es ésa?

Helen Bentley señaló con la cabeza la pantalla del televisor, estaban emitiendo otra vez el programa Redacción Uno. Tanto la NRK como TV2 seguían retransmitiendo ediciones especiales de informativos durante las veinticuatro horas del día. A partir de la una de la mañana le daban la vuelta a la baraja y volvían a poner los programas del día anterior hasta las siete y media, cuando hacían la primera emisión inédita del día.

Wencke Bencke volvía a estar en el estudio. Discutía airadamente con un policía jubilado, que se había convertido en comentarista experto en asuntos criminales después de un intento no muy logrado de trabajar como detective privado. Ambos se habían pasado los dos últimos días yendo y viniendo de un canal de televisión a otro. Nunca faltaban.

Y no se aguantaban.

– Es… escritora, en realidad. -Inger Johanne agarró el mando a distancia y murmuró-: Voy a buscar la CNN.

La presidenta se puso rígida.

– ¡Espera! Wait!

Azorada, Inger Johanne se quedó con el mando a distancia en la mano. Alternaba la mirada entre la pantalla de televisión y la presidenta. Helen Bentley tenía la boca entreabierta y la cabeza ladeada, como si estuviera profundamente concentrada.

– ¿Esa mujer ha dicho «Warren Scifford»? -susurró la presidenta.

– ¿Cómo?

Inger Johanne subió el volumen y empezó a escuchar.

«… y no hay ninguna razón para acusar al FBI de usar medios ilegales -decía Wencke Bencke-. Como he dicho, conozco personalmente al director de los agentes del FBI que están colaborando con la Policía noruega, Warren Scifford. Tiene…»

– Ahí -susurró la presidenta-. ¿Qué está diciendo?

El comentarista, un hombre de unos sesenta años, con gafas de piloto y camisa rosa, se inclinó hacia el presentador del programa.

– ¿Colaborando? ¿Colaborando? Si la señora escritora de novelas policiacas -escupió la frase como si supiera a leche agria- tuviera la menor idea de lo que está sucediendo en este país, donde unas fuerzas extranjeras se están apoderando…

– ¿Qué dicen? -preguntó la presidenta, cortante-. ¿De qué están hablando?

– Se están peleando -susurró Inger Johanne, que intentaba escuchar al mismo tiempo.

– ¿Por qué?

– Espera.

Alzó la mano para interrumpirla.

«Y entonces tenemos que…»

Al presentador le costó que le escucharan.

«Aquí lo vamos a dejar por esta vez, dado que ya nos hemos pasado de tiempo. Estoy seguro de que esta discusión continuará en los próximos días y semanas. Gracias por todo.»

Sonó la sintonía del programa. La presidenta seguía con el tenedor alzado y un pedacito de tortita estaba goteando mermelada sobre la mesa sin que ella se diera cuenta.

– Esa mujer ha hablado de Warren Scifford -repitió absorta.

Inger Johanne cogió una servilleta y limpió la mesa.

– Sí -dijo en voz baja-. No me he enterado muy bien de la discusión, pero no parecían estar de acuerdo en si el FBI… Se peleaban porque…, en fin, si el FBI se estaba tomando libertades en tierra noruega, por lo que he podido entender. La verdad es que… eso se ha discutido bastante este último día.

– Pero… ¿Warren está aquí? ¿En Noruega?

La mano de Inger Johanne se detuvo en medio de un movimiento. La presidenta ya no parecía ni controlada ni majestuosa. Tenía la boca abierta de par en par.

– Sí…

Inger Johanne no sabía qué hacer, así que cogió a Ragnhild y se la colocó en el regazo. La niña se retorció como una anguila. La madre no quería soltarla.

– Bajar -chilló Ragnhild-. ¡Mamá! ¡Agni quiere bajar!

– ¿Lo conoces? -preguntó Inger Johanne, sobre todo porque no se le ocurría otra cosa que decir-. Personalmente, quiero decir…

La presidenta no respondió. Respiró hondo un par de veces y luego volvió a comer. Despacio y con cuidado, como si le doliera al masticar, consiguió meterse media tortita y un poco de beicon. Inger Johanne no podía seguir manteniendo a Ragnhild en brazos, así que permitió que volviera con sus juguetes al suelo. Helen Bentley se bebió el zumo de un trago y se echó leche del vaso en la taza de café.

– Creía que lo conocía -dijo llevándose la taza a la boca.

Resultaba llamativo lo tranquila que sonaba la voz teniendo en cuenta que hacía unos segundos parecía estar en estado de shock. A Inger Johanne le pareció percibir un temblor en su voz cuando se acarició delicadamente el pelo y prosiguió:

– Creo recordar que se me ofreció una conexión a Internet. Como es obvio, necesito también un ordenador. Ha llegado el momento de que empiece a poner orden en este miserable asunto.

Inger Johanne tragó saliva. Volvió a tragar. Abrió la boca para decir algo, pero no salió ningún sonido. Notaba que la presidenta la estaba mirando; Bentley posó la mano con cuidado sobre el antebrazo de Inger Johanne.

– Yo también le conocí una vez -susurró Inger Johanne-. Creía que conocía a Warren Scifford.

Tal vez fue porque Helen Bentley era una extraña. Tal vez fue por la certeza de que aquella mujer no era de allí, de que no formaba parte ni de la vida de Inger Johanne ni de Oslo ni de Noruega, lo que hizo que se lo contara. Madame Président volvería en algún momento a su casa. Aquel día, al día siguiente, en todo caso pronto. Nunca volverían a verse. Pasados un año o dos, la presidenta apenas recordaría quién era Inger Johanne. Tal vez fue el enorme abismo que las separaba, tanto por posición como por vida y geografía, lo que hizo que Inger Johanne, por fin, después de trece años de silencio, contara la historia de cómo Warren la traicionó y de cómo ella perdió al hijo que estaban esperando.

Y cuando acabó de contar la historia, Helen Bentley se había deshecho del último resquicio de duda. Abrazó con cuidado a Inger Johanne y le acarició la espalda. Cuando el llanto por fin remitió, se levantó y pidió un ordenador.

Capítulo 5

Era el propio Abdallah quien se había inventado el nombre de Troya.

La idea le hacía mucha gracia. La elección del nombre no era imprescindible, pero había facilitado considerablemente conseguir engañar a la presidenta para que saliera de la habitación del hotel. Durante las semanas posteriores a que se anunciara que ella viajaría a Noruega a mediados de mayo, Abdallah había confundido a los servicios de inteligencia norteamericanos con tácticas de guerrilla.

Entraba como un rayo y volvía a salir enseguida.

La información que les había proporcionado era fragmentaria y, en realidad, anodina, pero de todos modos proporcionaba una especie de indicio de que algo estaba pasando. Y con un uso inteligente de palabras como «desde dentro», «ataque interior inesperado» e incluso «caballo», en una nota que encontró la CIA en un cadáver que apareció en la costa italiana, consiguió exactamente lo que quería.

Cuando la información llegó a Warren Scifford y a sus hombres, éstos mordieron el anzuelo. Lo llamaron Troya, como él quería.

Abdallah estaba de vuelta en la oficina después de dar un paseo a caballo. Las mañanas en el desierto le parecían una de las cosas más hermosas del mundo. El caballo había corrido en serio y después tanto él como el semental se habían bañado en el estanque bajo las palmeras. El animal era viejo, uno de los más viejos que tenía, y le alegró comprobar que aún conservaba rapidez, fuerza y alegría de vivir.

El día había comenzado bien. Ya había solucionado una serie de asuntos de sus negocios normales. Había respondido correos electrónicos, había hecho algunas llamadas y había leído un informe que no contenía nada de interés. A medida que la mañana pasaba a mediodía, notó que iba perdiendo capacidad de concentración.

Informó a sus colaboradores en la habitación contigua de que no quería que lo interrumpieran y se desconectó del ordenador.

En una pared, la pantalla de plasma mostraba sin sonido la emisión de la CNN.

Sobre la otra, colgaba un enorme mapa de Estados Unidos.

Una buena cantidad de alfileres con cabezas de colores estaba dispersa por todo el país. Se dirigió lentamente hacia el mapa y pasó los dedos en zigzag por los puntos. La mano se detuvo en Los Ángeles.

Tal vez eso fuera Eric Ariyoshi, pensó Abdallah al-Rahman acariciando la cabeza amarilla del alfiler. Eric era sansei, norteamericano de tercera generación de origen japonés. Tenía cerca de cuarenta y cinco años y no tenía familia. Su mujer lo abandonó tras cuatro semanas de matrimonio, cuando perdió el trabajo en 1983, y desde entonces había vivido con sus padres. Pero Eric Ariyoshi no había dejado que lo hundieran. Aceptó los trabajos que encontró hasta que, con treinta y dos años, se licenció en la escuela nocturna como montador de cables.

El verdadero golpe llegó al morir su padre.

El viejo había estado internado en la costa Oeste durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces no era más que un chiquillo y había pasado tres años en un campo de concentración junto a sus padres y sus tres hermanas pequeñas. Muy pocos de los internados habían hecho nada malo. Habían sido buenos norteamericanos desde que nacieron. La madre, la abuela de Eric, murió antes de que los soltaran en 1945 y el padre de Eric nunca lo superó. Cuando se hizo mayor y se asentó a las afueras de Los Ángeles para regentar una pequeña floristería que apenas daba para mantenerlo con vida a él, a su mujer y a sus hijos, demandó al Estado. El proceso se alargó y fue caro.

Cuando el padre de Eric murió en 1945, se vio que la herencia consistía en una enorme deuda. La pequeña casa en la que el hijo se había gastado todos sus ingresos de casi quince años, aún estaba registrada a nombre del padre. El banco se quedó con la casa y Eric tuvo que volver a empezar una vez más. La demanda que había puesto su padre al Estado por internamiento injustificado quedó en nada. Lo único que le había sacado Daniel Ariyoshi a atenerse a las reglas y escuchar a abogados cada vez más caros, era una vida de amargura y una muerte en la más absoluta ruina.

Había sido fácil convencer a Eric, según los informes.

Naturalmente quería dinero, mucho dinero según su pobre vara de medida, pero también se lo merecía.

Abdallah siguió pasando el dedo de alfiler en alfiler.

A diferencia de Osama bin Laden, no deseaba usar fanáticos ni suicidas para atacar a Estados Unidos, un país al que odiaba y que nunca había comprendido.

En su lugar había construido un callado ejército de norteamericanos. De norteamericanos descontentos, traicionados, oprimidos y engañados, de gente corriente que pertenecía al país. Muchos de ellos habían nacido allí, todos residían en el país y la nación era suya. Eran ciudadanos norteamericanos, pero Estados Unidos nunca los había recompensado más que con traiciones y derrotas.

– The spring of our discontent -susurró Abdallah.

Detuvo el dedo en un alfiler de cabeza verde a las afueras de Tucson, Arizona. Tal vez representara a Jorge González, cuyo hijo fue asesinado por el ayudante del sheriff durante un atraco a un banco. El niño tenía seis años y por casualidad pasó en bicicleta por delante del banco. El sheriff declaró ante la prensa local que su excelente ayudante había creído que el niño era uno de los atracadores. Además todo había sucedido muy rápido.

El pequeño Antonio medía apenas un metro y veinticinco centímetros, y se encontraba a seis metros de distancia del policía cuando le disparó. Montaba una bicicleta verde para niños y llevaba una camiseta con un dibujo de Spiderman en la espalda que le quedaba un poco grande.

Nadie fue nunca castigado por aquel episodio.

Ni siquiera hubo acusación.

El padre, que llevaba trabajando en Wal-Mart desde que con trece años llegó a la tierra de sus sueños procedente de México, nunca superó la muerte de su hijo y la falta de respeto con la que lo trataron a él y a su familia quienes se suponía que debían defenderlo. Cuando surgió la oferta de una suma de dinero que le posibilitaría volver a su tierra como un hombre de pudientes, a cambio de un favor que no parecía peligroso, cogió la oportunidad sin pensárselo.

Abdallah podría seguir de ese modo.

Cada alfiler representaba un destino, una vida. Como era obvio, nunca había conocido personalmente a ninguno de ellos.

No tenían la menor idea de quién era él y nunca la tendrían. Tampoco la treintena de personas que llevaban desde el año 2002 reclutando aquel ejército de sueños rotos sabían de dónde venían las órdenes y el dinero.

Reflejos rojos en la pantalla de plasma hicieron que Abdallah se girara.

Las imágenes de la televisión mostraban un incendio.

Retornó al escritorio y subió el volumen:

«… en este granero a las afueras de Fargo. Es la segunda vez en menos de doce horas que un depósito ilegal de gasolina causa un incendio en esta zona. Las autoridades locales sostienen que…»

Los norteamericanos habían empezado a acumular con vistas a la crisis.

Abdallah se sentó. Colocó las piernas sobre el colosal escritorio y cogió una de las botellas de agua.

Como el precio de la gasolina subía cada pocas horas y los telediarios informaban de un uso cada vez más violento del lenguaje por parte de la diplomacia de los países de Oriente Medio, la gente estaba intentando asegurarse reservas de combustible.

En Estados Unidos todavía era de noche, pero las imágenes mostraban colas de coches repletos de garrafones, cubos, viejos barriles de petróleo y barricas de plástico. Un reportero que bloqueaba el paso a una camioneta que se estaba acercando a los surtidores tuvo que retirarse para que no lo atropellaran.

«No pueden prohibirnos comprar gasolina -bramó una granjera muy gruesa-. Si las autoridades no pueden garantizarnos un precio decente para el petróleo, ¡tenemos derecho a tomar nuestras medidas preventivas!»

«¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó el entrevistador mientras la imagen enfocaba a hombres jóvenes que se peleaban por un bidón.»

«Primero voy a llenar todo esto -gritó la granjera, que estampó uno de los seis barriles de petróleo contra el camión-. Y luego los voy a vaciar en mi silo. Y así me voy a tirar toda la noche y todo el día de mañana, mientras quede una sola gota de gasolina en este estado pienso…»

Cortaron el sonido y el reportero miró aturdido a la cámara. El realizador pasó la comunicación el estudio.

Abdallah bebió. Vació la botella y echó un vistazo al mapa con todos los alfileres, con todos sus soldados.

No tenían nada que ver con el petróleo o la gasolina.

La mayoría de ellos trabajaban con la televisión por cable.

Muchos de ellos trabajaban en Sears o Wal-Mart.

El resto eran informáticos. Jóvenes hackers que se dejaban tentar para hacer cualquier cosa a cambio de poco dinero, y también programadores más experimentados. Algunos de ellos habían perdido el trabajo porque se los consideraba demasiado viejos.

En la industria ya no había sitio para trabajadores eficaces y leales que aprendieron informática cuando todavía se usaban tarjetas perforadas y que casi se habían matado intentando mantenerse al día con la evolución.

Lo más bello de todo el asunto, pensó Abdallah inclinándose hacia una fotografía de su difunto hermano Rashid, era que los alfileres no se conocían entre sí. La aportación que haría cada uno era pequeña en sí misma. Casi una bagatela, una pequeña falta que merecía la pena correr el riesgo de cometer, comparado con lo que se ganaba a cambio.

En conjunto, sin embargo, el ataque resultaría mortal.

No sólo se vería afectada una enorme cantidad de headends, las instalaciones donde se recogían las señales de las televisiones por cable y luego se reenviaban a los abonados -por lo general no estaban vigiladas y habían resultado ser un objetivo mucho más sencillo de lo que Abdallah se había imaginado-, también serían saboteados muchos repetidores de señal y de cables, una cantidad tal que llevaría semanas, tal vez incluso meses, reparar.

Entre tanto la furia iría en aumento.

Aún peor sería cuando los sistemas de seguridad y las cajas registradoras de las mayores cadenas de supermercados dejaran de funcionar. El ataque contra las tiendas se podía llevar a cabo por golpes, con rápidas embestidas contra determinadas zonas, seguidas de nuevos casos en otras zonas, de un modo imprevisible y difícil de interpretar, como en una eficaz guerra de guerrillas.

El ejército invisible de norteamericanos esparcidos por todo el continente y que no tenían la menor idea de la existencia de los demás sabían exactamente lo que tenían que hacer cuando recibieran la señal.

Eso ocurriría al día siguiente.

A Abdallah le había llevado más de una semana trazar la estrategia final. Se había pasado siete días en aquel despacho, ante las largas listas de sus reclutas, moviéndolos por el mapa, haciendo cálculos, evaluando la fuerza del golpe y el efecto. Cuando por fin lo escribió todo sobre papel, sólo restaba convocar a Tom O'Reilly a Riad.

Y a William Smith. Y a David Coach.

Había convocado a tres mensajeros. Habían estado en el palacio al mismo tiempo, sin saberlo. Los había mandado de vuelta a Europa en tres aviones diferentes, con sólo media hora de diferencia. Abdallah, que acarició delicadamente la fotografía de su hermano, no podía dejar de sonreír ante la idea.

Nunca se podía estar seguro de nada en este mundo, pero quemando tres de sus cartas más seguras, la probabilidad de que al menos una de ellas llegara a un buzón de correos norteamericano era enorme.

Había empleado tres mensajeros; los tres murieron justo después de enviar las cartas idénticas. Los sobres iban dirigidos al mismo lugar y el contenido sólo le resultaría comprensible al receptor, si se perdían nadie notaría nada.

Y ése era el punto más débil del plan: que todas iban dirigidas al mismo receptor.

Como cualquier general, Abdallah conocía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. La fuerza residía ante todo en la paciencia, en su enorme capital y en el hecho de que era invisible. Esto último era al mismo tiempo su punto más vulnerable, porque le hacía tener que actuar por medio de muchos eslabones, hombres de paja y rodeos electrónicos, a través de maniobras de camuflaje y, alguna que otra vez, de identidades falsas.

Abdallah al-Rahman era un hombre de negocios respetado. La gran mayoría de sus actividades eran legítimas y empleaba a los mejores mediadores de Europa y Estados Unidos. Aunque estaba rodeado de una mítica inaccesibilidad, nada ni nadie había resquebrajado nunca su renombre de capitalista, inversor y especulador honrado.

Y así iba a continuar.

Sin embargo, le había hecho falta un único aliado. Un iniciado.

La operación Troya era demasiado complicada como para ser dirigida a distancia. Nada apuntaba hacia algo que quedara siquiera cerca de Abdallah, que hacía más de diez meses que no pisaba Estados Unidos.

A finales de junio de 2004, mantuvo una reunión con la candidata a la presidencia de los demócratas. Pareció positiva. Estaba impresionada con Arabian Port Management. Él lo notó perfectamente. La reunión había durado media hora más de lo planeado porque ella quiso saber más. En el vuelo de vuelta a Arabia Saudí, por primera vez desde la muerte de su hermano, había pensado que tal vez no fuera necesario llevar a cabo sus planes. Que los treinta años de posicionamiento y cultivo de una red durmiente de agentes por todos Estados Unidos tal vez hubieran sido una pérdida de tiempo. Había reclinado la cabeza contra la ventanilla de su avión privado y había mirado la capa de nubes bajo él, teñida de rosa intenso por el sol que estaban dejando atrás y que estaba a punto de desaparecer a sus espaldas. Daba igual, pensó. La vida estaba llena de inversiones que no arrojaban dividendos. Hacerse cargo de la mayor parte de los puertos de Estados Unidos compensaría todos sus esfuerzos.

Prácticamente le había prometido el contrato.

Luego se deshizo de él, por la victoria.

Había un receptor de las cartas, un hombre que lo pondría todo en marcha, siguiendo los detallados planes trazados por el propio Abdallah. Nada podía fallar, así que Abdallah se tuvo que arriesgar a contactar directamente. Confiaba en su ayudante. Hacía mucho que se conocían. De vez en cuando le atormentaba que incluso este último vínculo entre Estados Unidos y él mismo tuviera que ser eliminado en cuanto se llevara a cabo la operación Troya.

Abdallah restregó con cuidado el cristal del marco antes de volver a dejar la fotografía de Rashid sobre la mesa.

Era cierto que confiaba en Fayed Muffasa, pero, por otro lado, no podía soportar tener que confiar en un ser viviente.

Capítulo 6

– Well, isn't this a Kodak moment?

La presidenta Helen Bentley tenía a Ragnhild sentada en el regazo. La niña estaba dormida. Su rubia cabeza colgaba hacia atrás, la boca estaba abierta de par en par y los ojos se movían con rapidez tras los finos párpados. A intervalos regulares soltaba pequeños ronquidos.

– No pretendía que…

La madre estiró los brazos para coger a la niña.

– Déjala tranquila -sonrió Helen Bentley-. Necesitaba una pausa.

Llevaba tres horas delante de la pantalla. La situación era grave, por decirlo suavemente. Mucho peor de lo que se había imaginado. El miedo a lo que sucedería cuando, al cabo de unas pocas horas, abriera la bolsa de Nueva York era enorme y daba la impresión de que durante la última jornada los medios de comunicación se habían preocupado más por la economía que por la política. Si es que era posible trazar tal división, pensó Helen Bentley. Todos los canales de televisión y los periódicos de Internet tenían reportajes regulares de Oslo para mantener al día al público sobre el secuestro de la presidenta. Pero, de algún modo, era como si el destino de Helen Bentley hubiera sido marginado a las afueras de la conciencia de la gente. Ahora se trataba de las cosas cercanas. Del petróleo, la gasolina y los puestos de trabajo. En varios sitios se habían producido tumultos que rozaban la revuelta, y los dos primeros suicidios de Wall Street eran ya un hecho. Los gobiernos de Arabia Saudí y de Irán estaban furiosos. Su propio ministro de Asuntos Exteriores había tenido que tranquilizar varias veces al mundo afirmando que la vinculación de esos dos países con el secuestro de la presidenta no tenía fundamento.

No obstante, el silencio había sido absoluto después de su discurso de la noche anterior y el conflicto seguía su escalada.

Por ahora se había limitado a navegar por las páginas abiertas de la Red. Sabía que antes o después se vería obligada a entrar en páginas que harían saltar todas las alarmas en la Casa Blanca, pero quería posponerlo tanto como fuera posible. En varias ocasiones, había estado a punto de ceder ante la tentación de abrir una cuenta en Hotmail para enviar un mensaje tranquilizador al correo privado de Christopher, pero afortunadamente había reunido fuerzas para resistirse.

Aún había demasiadas cosas que no entendía.

El hecho de que Warren hubiera llevado un doble juego ya le resultaba inconcebible, pero su larga vida le había enseñado que de vez en cuando las personas hacían cosas muy extrañas. Aunque los caminos del Señor fueran inescrutables, ni siquiera se podían comparar con los de los mortales.

Lo que no conseguía entender era el pasaje sobre la niña.

En la carta que le había mostrado Jeffrey Hunter aquella madrugada, que ahora le parecía tan lejana en el tiempo, ponía, que lo sabían; que los troyanos sabían lo de la niña. Algo así. Por mucho que se esforzara no conseguía acordarse literalmente de las palabras. Al leer la carta, por un segundo apareció ante sus ojos la madre biológica de la niña, una figura vestida de rojo bajo la lluvia, con los ojos abiertos y suplicando por una ayuda que nunca le fue concedida.

La pequeña Ragnhild intentó girarse.

La niña era preciosa. Tenía el pelo rubio y suave, los dientes blancos como la nieve tras los labios rojos y húmedos, y unas pestañas preciosas.

Se parecía a Billie.

Helen Bentley sonrió y acomodó mejor a la niña. El lugar en el que se encontraba era extraño, había tanto silencio… En la lejanía se percibía el zumbido del mundo del que se estaba ocultando, pero allí dentro había cinco personas que parecían evitar hablar las unas con las otras.

La bizarra asistenta estaba sentada junto a la ventana haciendo ganchillo. De vez en cuando chasqueaba repetidamente la lengua y miraba un enorme roble del exterior. Luego daba la impresión de que se calmaba a sí misma murmurando por lo bajo y volvía a concentrarse en su ganchillo de color rosa intenso.

La madre de la niña era una mujer fascinante. Cuando le contó la historia de Warren, dio la impresión de que nunca antes se la había contado a nadie. En cierto sentido le produjo la impresión de que compartían un mismo destino. Resultaba paradójico, pensó, pues su secreto consistía en que ella misma había traicionado, mientras que Inger Johanne había sido traicionada por otro.

«Nosotras las mujeres y nuestros malditos secretos -pensó-. ¿Por qué somos así? ¿Por qué sentimos vergüenza tengamos motivos o no? ¿De dónde sale esta opresiva sensación de cargar siempre con una culpa?»

A la mujer de la silla de ruedas no había quién la entendiera.

Permanecía ahí sentada, al otro lado de la mesa de la cocina, con un periódico en el regazo y una taza de café en la mano. No daba la impresión de estar leyendo. El periódico llevaba un cuarto de hora abierto por la misma página.

Helen todavía no entendía bien quién estaba relacionado con quién en aquel hogar. Por alguna extraña razón no le importaba. Por lo general, su fuerte necesidad de tenerlo todo controlado hubiera hecho que la situación le resultara insoportable, pero allí estaba tranquila, como si aquellas ambiguas constelaciones contribuyeran a tornar más natural su absurda presencia.

No le habían planteado una sola pregunta desde que se despertó al amanecer. Ni una sola.

Era increíble.

La niña de su regazo se incorporó somnolienta. Sintió una ráfaga del dulce olor de la leche y el sueño cuando la niña la miró con recelo y dijo:

– Mamá. Quiero ir con mamá.

La asistenta se levantó con una rapidez que no se le hubiera atribuido a su flaco cuerpo tullido.

– Tú te vas a venir con la tía Marry. Y vamos a sacar los juguetes de Ida, pa' que las señoras puedan quedarse aquí un rato, en paz.

Ragnhild se rio y alargó los brazos hacia ella.

En todo caso tenían que venir con frecuencia, pensó Helen Bentley La niña parecía adorar al espantapájaros. Se fueron al salón. El sonido de la charla de la niña y la regañina de la mujer sonó cada vez más lejano, hasta que desapareció del todo. Debían de haberse ido a otra habitación.

Tenía que volver al ordenador. De un modo u otro tenía que encontrar las respuestas que le faltaban. Tenía que seguir buscando. En algún lugar del caos de información que vagaba por el ciberespacio, tenía que encontrar lo que estaba buscando, antes de darse a conocer y devolver el planeta a su curso normal.

Era evidente que no iba a encontrar las respuestas en un ordenador. Hasta que no entrara en sus propias páginas, no había nada ahí fuera que pudiera ayudarla.

Se dio cuenta de que se estaba mirando fijamente las manos. Tenía la piel seca y se había partido una uña. El anillo de casada parecía demasiado grande, le quedaba suelto y estuvo a punto de caerse cuando lo cogió entre dos dedos y lo giró. Alzó la cabeza.

La mujer de la silla de ruedas la miró. Tenía los ojos más extraños que Helen Bentley hubiera visto nunca. Eran azules como el hielo, casi transparentes, pero al mismo tiempo eran profundos y oscuros. Resultaba imposible leer nada en su mirada, ni preguntas ni exigencias. Nada. La mujer se limitaba a mirarla; eso la aturdía e intentó retirar la mirada. Pero no era posible.

– Me engañaron -dijo Helen Bentley calladamente-. Sabían qué hacer para que me entrara el pánico y yo caí en la trampa.

La mujer que se llamaba Hanne Wilhelmsen guiñó los ojos.

– ¿Quieres contarme lo que sucedió? -preguntó plegando el periódico despacio.

– Creo que he de hacerlo -dijo la mujer inspirando hondo-. Creo que no me queda más remedio.

Capítulo 7

– ¿Y eso es todo lo que puedes decir?

El jefe de vigilancia Peter Salhus puso cara de insatisfacción y se rascó el corto pelo de la coronilla. Yngvar Stubø desplegó los brazos e intentó sentarse mejor en la incómoda silla. El televisor sobre el armario archivador estaba encendido. El sonido era bajo y poco claro, era la cuarta vez que Yngvar veía exactamente las mismas noticias.

– Me rindo -dijo-. Tras el episodio de anoche, es imposible sacarle una palabra a Warren Scifford. Casi estoy empezando a creer los rumores de que el FBI está haciendo su propia carrera. Alguien ha dicho hoy en la cantina que esta noche incluso han llegado a entrar por la fuerza en un piso. En Huseby. O… tal vez fuera en un chalé.

– Eso no son más que burdos rumores -dijo Peter Salhus abriendo un cajón-. Se toman sus libertades, pero también saben que no pueden jugar a los vaqueros. Como es obvio, habríamos recibido un informe completo sobre el asunto si eso fuera cierto.

– Los dioses sabrán. Todo esto me parece… muy frustrante.

– ¿El qué? ¿Que los norteamericanos se suelten en el territorio de otro país?

– No. Bueno, sí, hasta cierto punto sí. Pero… ¡Gracias!

Se alargó hacia la caja roja que le ofrecía Peter Salhus. Delicadamente, como si estuviera cogiendo un valioso tesoro, cogió un grueso puro, se quedó mirándolo durante unos segundos y se lo pasó por debajo de la nariz.

– CAO Maduro número 4 -dijo con solemnidad-. ¡El puro de Los Soprano! Pero… ¿podemos fumar aquí?

– Estado de excepción -dijo Salhus, que sacó un cortapuros y una caja de cerillas grandes-. Con todos mis respetos, me importa una mierda.

Yngvar profirió una carcajada y preparó el cigarro con manos diestras antes de encenderlo.

– Estabas diciendo algo -dijo Peter Salhus reclinándose en la silla.

El humo del puro dibujaba suaves círculos bajo el techo. Aún era pronto por la mañana, pero Yngvar de pronto se sintió tan cansado como después de una gran comilona.

– Todo -murmuró mientras echaba el humo hacia el techo.

– ¿Cómo?

– Que me frustra todo el asunto. Tenemos a Dios sabe cuánta gente buscando una respuesta sobre quién secuestró a la presidenta y sobre cómo lo hicieron, y en el fondo no tiene la menor importancia.

– Por supuesto que tiene importancia, es…

– ¿Has estado mirando últimamente la caja esa? -Yngvar señaló el televisor con la cabeza-. Es todo política con mayúsculas.

– ¿Qué te esperabas? ¿Que este caso fuera como cualquier otra desaparición?

– No, pero ¿por qué nos estamos dejando la salud para encontrar a un granujilla como Gerhard Skrøder y a un paquistaní que se caga en los pantalones en cuanto miramos en su dirección, si de todos modos los estadounidenses ya han decidido lo que ha sucedido?

Salhus parecía estarse divirtiendo. Sin responder, se puso el puro en la boca y colocó las piernas sobre la mesa.

– Quiero decir -dijo Yngvar mirando a su alrededor en busca de algo que pudiera servir de cenicero-. Ayer tuvimos a tres hombres durante cinco horas dedicados a montar el rompecabezas que muestra cómo se lo montó Jeffrey Hunter en el conducto de ventilación. Era complicado. Había un montón de cabos sueltos. La última vez que se inspeccionó la suite presidencial, cuándo estuvieron allí los perros, cuándo se pasó al aspirador en consideración a la alergia de la presidenta, cuándo se encendieron y se apagaron las cámaras, cuándo…, en fin, ya me entiendes. Y al final lo consiguieron. Pero ¿qué sentido tiene?

– El sentido está en que tenemos un caso que resolver.

– Pero a los norteamericanos les importa una mierda. -Miró con escepticismo la taza de plástico que le ofrecía Salhus, luego se encogió de hombros y tiró dentro la ceniza con cuidado-. La Policía detiene a un criminal detrás de otro y resulta que todos han estado implicados en el secuestro. Han encontrado al segundo conductor. Incluso han cogido a una de las mujeres que se hacían pasar por la presidenta. Pero ninguno de los detenidos tiene nada que contar, aparte de que les ofrecieron un buen trabajo por un buen precio, sin tener ni idea de quién los contrataba. ¡Antes de que acabe el día vamos a tener el sótano lleno de malditos secuestradores!

Peter Salhus se rio cordialmente.

– Pero ¿eso les interesa algo? -preguntó Yngvar de modo retórico y se inclinó por encima de la mesa-. ¿Muestra la embajada el más mínimo interés por lo que estamos haciendo? ¿Acaso tienen ganas de recibir alguna información? Qué va. Ellos están a lo suyo, mientras el mundo entero está a punto de descarrilar. Me rindo. Así de sencillo, me rindo.

Le dio otra calada al puro.

– Tienes fama de ser flemático -dijo Salhus-. Se dice que eres el hombre más sereno de Kripos. Me está dando la impresión de que no te mereces del todo esa fama. ¿Y qué dice tu mujer, por cierto?

– ¿Mi mujer? ¿Inger Johanne?

– ¿Tienes más de una?

– ¿Por qué tendría que decir ella algo sobre este asunto?

– Por lo que tengo entendido, tiene un doctorado en Criminología y una especie de pasado en el FBI -dijo Salhus levantando las manos para protegerse-. Yo diría que está cualificada para tener una opinión, como mínimo.

– Es posible -dijo Yngvar mirando fijamente la ceniza del puro, de la que cayó un poco sobre la pernera-. Pero la verdad es que no sé qué piensa. No tengo la menor idea de lo que piensa sobre este asunto.

– Así están las cosas -dijo Peter Salhus con ligereza, y puso la taza de plástico aún más cerca de Yngvar-. Supongo que apenas hemos pasado por casa en los dos últimos días.

– Así están las cosas -repitió Yngvar, que apagó el puro mucho antes de haberlo acabado de fumar, como si la ilegalidad hubiera sido demasiado buena para ser verdad-. Así debemos de estar todos.

Eran las once menos veinte de la mañana e Inger Johanne aún no había dado señales de vida.

Capítulo 8

Inger Johanne no tenía ni idea de qué hora era. Se sentía trasladada a otra dimensión. La conmoción que sintió la noche anterior al ver aparecer a Marry con la maltrecha presidenta en los brazos se había transformado en la sensación de encontrarse completamente al margen de todo lo que sucedía fuera del piso de la calle Kruse. Había conseguido ver algún que otro telediario, pero no había salido a comprar los periódicos.

El piso era como un castillo cerrado. Nadie salía y nadie entraba. Era como si la apresurada decisión de Hanne de conceder a la presidenta su deseo de no dar la alarma hubiera cavado un foso en torno a su existencia. Inger Johanne tenía que pensarlo bien para saber si era por la mañana o por la noche.

– Tiene que tratarse de algo completamente distinto -dijo de pronto-. Estás enfocando sobre el secreto que no es.

Hacía rato que no hablaba, escuchaba a las otras dos mujeres en silencio. Llevaba tanto rato sin aportar nada a la conversación, unas veces animada y otras vacilante y reflexiva, entre Helen Bentley y Hanne Wilhelmsen que, al parecer, se habían olvidado de que estaba allí.

Hanne arqueó las cejas. Helen Bentley frunció las suyas, con un gesto de desconfianza que le cerró el ojo de la parte dañada de la cara.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Hanne.

– Creo que os preocupa el secreto que no es.

– No te estoy entendiendo -dijo Helen Bentley, que se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho, como si se sintiera ofendida-. Oigo lo que dices, pero ¿qué significa?

Inger Johanne apartó su taza de café y se colocó el pelo detrás de la oreja. Por un momento mantuvo la mirada fija sobre un punto de la mesa, con la boca medio abierta y sin respirar, como si no supiera por dónde empezar.

– Las personas nos dejamos llevar por nosotros mismos -dijo al fin, añadiendo una sonrisa encantadora-. Todos lo hacemos, de alguna manera. Tal vez especialmente… las mujeres.

Tuvo que volver a pensárselo. Ladeó la cabeza y se puso a juguetear con un rizo. Las otras dos mujeres aún parecían escépticas, pero la escuchaban. Cuando Inger Johanne empezó de nuevo a hablar, lo hizo en un tono más bajo que de costumbre.

– Cuentas que te despertó Jeffrey Hunter, que ya lo conocías. Como es natural, estabas muy cansada y, por lo que explicas, al principio también bastante aturdida. Muy aturdida, dices. Cosa que es lo más normal del mundo. La situación tenía que parecerte bastante… extraordinaria. -Inger Johanne se quitó las gafas y miró miopemente la habitación-. El hombre te enseña una carta. No recuerdas muy bien el contenido. Lo que recuerdas es que te entró pánico.

– No -dijo Helen Bentley con decisión-. Recuerdo que…

– Espera -la interrumpió Inger Johanne alzando la mano-. Por favor. Escúchame primero. La verdad es que esto es lo que estás diciendo. Subrayas todo el rato que te entró pánico. Es como si… te estuvieras saltando un paso. Es como si… te avergonzaras tanto de no haber estado a la altura de la situación que tampoco eres capaz de reconstruirla. -Hubiera jurado que un rubor se extendía por la cara de la presidenta-. Helen…

Inger Johanne tendió la mano hacia la suya. Era la primera vez que se dirigía a la presidenta usando su nombre de pila. La mano quedó intacta sobre la superficie de la mesa, con la palma hacia arriba. La retiró y continuó en voz baja.

– Eres la presidenta de Estados Unidos. No es la primera vez que estás en guerra, literalmente. -Helen Bentley esbozó una sonrisa-. El hecho de que te entrara pánico en una situación así no es demasiado… presidencial. No tal y como lo ves tú, pero te juzgas con demasiada dureza, Helen. No lo hagas. No resulta útil. Incluso una persona como tú tiene sus puntos flacos. Todos los tenemos. Lo único preocupante de este caso es que tú creíste que habían encontrado el tuyo. Pensemos en lo que pasó antes de que te diera la sensación de que el mundo se derrumbaba.

– Leí la carta de Warren -la cortó Helen Bentley.

– Sí. Y ponía algo de un niño. No recuerdas más que eso.

– Sí que recuerdo algo más. También ponía que lo sabían. Que los troyanos sabían…, de la niña.

Inger Johanne se limpió las gafas con una servilleta. Debía de haber grasa en el papel, cuando se las volvió a poner vio la habitación a través de un filtro difuso.

– Helen -probó otra vez-. Entiendo que no nos puedas contar en qué consiste eso de los troyanos. También respeto que quieras guardarte el secreto sobre tu hija, ese secreto que creíste que conocían y que hizo que… perdieras la cabeza. Pero podría ser…, podría ser…

Vaciló e hizo una mueca.

– Ahora te estás haciendo un lío -dijo Hanne.

– Sí. -Inger Johanne miró a la presidenta y se apresuró a añadir, para que no se le fuera-: ¿Podría ser que pensaras en ese secreto precisamente porque es el peor? ¿El más feo de todos?

– No estoy entendiendo lo que pretendes decir -dijo Helen Bentley.

Inger Johanne se levantó y se dirigió al fregadero. Echó una gota de lavavajillas sobre cada lente y dejó correr el agua mientras las restregaba con el pulgar.

– Tengo una hija de casi once años -dijo Inger Johanne secando las gafas-. Tiene una minusvalía psíquica que no consiguen determinar. Es… el punto más vulnerable de mi vida. Siempre tengo la sensación de que no la veo lo bastante bien, que no soy lo bastante buena para ella, lo bastante buena con ella. Eso me hace muy vulnerable. Hace que me… deje llevar por mí misma. Si escucho de pasada una conversación sobre alguien que no cumple sus responsabilidades hacia sus hijos, pienso automáticamente que están hablando de mí. Si veo un programa en la televisión sobre una cura milagrosa para autistas que se lleva a cabo en Estados Unidos, siento que soy una madre miserable por no haber buscado algo así. El programa se convierte en una acusación personal contra mí, y me paso toda la noche despierta sintiéndome fatal.

Tanto Helen Bentley como Hanne habían empezado a sonreír. Inger Johanne volvió a sentarse a la mesa.

– Veis -dijo Inger Johanne devolviéndoles la sonrisa-. Os reconocéis en lo que digo. Así somos, todos. Más o menos. Y la verdad es que creo que tú, Helen, pensaste en tu secreto porque es tu punto flaco, pero que en realidad la carta no se refería a eso. Que se refería a otra cosa. A otro secreto, tal vez. O a otro niño.

– Otro niño -repitió la presidenta sin entender.

– Sí. Insistes en que nadie, absolutamente nadie, puede saber… nada sobre eso que ocurrió hace tanto tiempo. Ni siquiera tu marido, según dices. Y entonces es lógico que… -Inger Johanne se inclinó sobre la mesa-. Hanne, tú que has sido detective durante un montón de años, ¿no te parece sensato asumir que cuando algo es completamente imposible…? Bueno, pues… ¡Es completamente imposible! Y hay que buscar otra explicación.

– El aborto -dijo Helen Bentley.

El ángel que pasó por la habitación se tomó muchísimo tiempo. Helen Bentley miraba al frente sin fijar la vista en nada. Tenía la boca medio abierta y el ceño fruncido. No parecía ni asustada ni avergonzada, ni siquiera molesta.

Estaba en profundo estado de concentración.

– Abortaste -dijo al final Inger Johanne muy despacio, después de lo que pareció un silencio de varios minutos-. Nunca ha salido a la luz. Al menos yo no lo he visto. Y yo me fijo mucho, por decirlo así.

Se oyó un ruido agudo y repiqueteante.

– ¿Qué hacemos ahora? -susurró Inger Johanne.

Helen Bentley se puso rígida.

– Esperad -dijo Hanne-. Marry está abriendo. No pasa nada.

Las tres contuvieron la respiración, en parte por tensión y en parte para intentar escuchar la conversación que mantenía Marry con quien hubiera llamado a la puerta. Pero ninguna de las tres pudo distinguir las palabras.

Pasó medio minuto. La puerta volvió a cerrarse. Al momento Marry apareció en la cocina con Ragnhild apoyada sobre la cadera.

– ¿Quién era? -preguntó Hanne.

– Uno de los vecinos -dijo Marry cogiendo un vaso de agua de la encimera.

– ¿Y qué quería uno de los vecinos?

– Quería avisarnos de que teníamos el trastero abierto. Joder. Ayer me se olvidó volver a bajar. Santo Cielo, tampoco iba a soltar a la señora por algo tan prosaico como cerrar una puerta.

– ¿Y qué le has dicho al vecino?

– Le he dado las gracias por avisarnos. Pero cuando ha empezado a dar la lata sobre una puerta rota y si yo sabía algo, le he dicho que no meta las narices donde no le llaman. Eso ha sido to'.

Volvió a dejar el vaso de agua y desapareció.

– What?-dijo la presidenta-. What was all that about?

– Nada -dijo Hanne agitando la mano-. Que una puerta del sótano se ha quedado abierta. Olvídalo.

– Había otro secreto -dijo Inger Johanne.

– Nunca he pensado que fuera un secreto -dijo Helen Bentley con serenidad, casi le sorprendía la idea-. Simplemente pensaba que no era asunto de nadie. Hace muchísimo tiempo. Fue en el verano de 1971. Yo tenía veintiún años y era estudiante. Fue mucho antes de que conociera a Christopher. Él lo sabe, naturalmente. Así que no es ningún… secreto. No en ese sentido.

– Pero un aborto… -Inger Johanne pasó los dedos por la superficie de la mesa y se repitió a sí misma-: ¡Un aborto! Si se hubiera sabido, ¿no habría destruido tu campaña electoral? Y aún ahora ¿no sería un gran problema para ti? La cuestión del aborto, por decirlo con suavidad, ha creado un eterno cisma en Estados Unidos y…

– La verdad es que creo que no -dijo Helen Bentley con decisión-. Y en todo caso siempre he estado preparada para eso. Todo el mundo sabe que estoy a favor del aborto. Es verdad que mi postura en el debate estuvo a punto de costarme las elecciones…

– Fue el understatement del día -dijo Inger Johanne-. Bush hizo lo que pudo para hacerte daño en ese punto.

– Sí, es verdad. Pero salió bien, entre otras cosas porque saqué muchos votos entre las mujeres… de las clases menos favorecidas. De hecho, los sondeos muestran que recibí una cantidad impresionante de votos de mujeres que hasta entonces ni siquiera se habían apuntado al censo. Además insistí en que estaba completamente en contra de los abortos tardíos. Eso me hizo más digerible, incluso entre los antiabortistas. Y nunca me ha preocupado especialmente que mi aborto saliera a la luz. Era un riesgo que merecía la pena correr. Y además resulta que no me avergüenzo de haberlo hecho. Era demasiado joven para tener hijos. Estaba en mi segundo año en la universidad. No amaba al padre de la criatura. El aborto se hizo de modo legal, sólo estaba de siete semanas y fui a Nueva York. Estaba, y sigo estando, a favor de la posibilidad de elección del aborto durante los primeros tres meses de embarazo, y puedo dar la cara por lo que hice. -Suspiró e Inger Johanne percibió un ligero temblor en su voz cuando continuó-: Pero pagué un precio muy alto. Me quedé estéril. Como sabéis, mi hija Billie es adoptada. Pero aquí no hay nada que suponga una incoherencia entre mi vida y mi doctrina, que al final es lo que importa en el caso de los políticos.

– Pero hay gente que pensaría que esto es dinamita -dijo Inger Johanne.

– Desde luego -asintió Bentley-. Bastante gente, la verdad. Ya lo has dicho tú: la cuestión del aborto divide Estados Unidos por la mitad, se trata de un tema muy delicado que nunca ha acabado de cerrarse. Si se hiciera público, tendría que defenderme. Pero lo dicho, creo que…

– ¿Quién lo sabe?

– ¿Quién…? -Se lo pensó, frunció el ceño y dijo vacilante-: Bueno, Christopher, por supuesto. Se lo conté antes de casarnos. Y tenía una buena amiga, Karen, que también lo sabía. Fue estupenda y me apoyó muchísimo. Pero un año más tarde murió en un accidente de tráfico, mientras yo estaba en Vietnam y… Me resulta impensable que Karen se lo contara a nadie. Era…

– ¿Y el hospital? Tendrá que haber un historial clínico en alguna parte, ¿no?

– El edificio ardió en 1972 ó 1973. Lo quemaron unos activistas pro-life que se pasaron un poco durante una manifestación. Aquello fue antes de la revolución informática, así que supongo que…

– El historial clínico ha desaparecido -dijo Inger Johanne-. Tu amiga ya no está. -Contó con los dedos y dudó antes de aventurarse a preguntar-: ¿Y el padre de la criatura? ¿Sabía algo?

– Sí, claro. El…

Helen Bentley se adentró en sus propios pensamientos. Su rostro adquirió una dulzura especial, una suavidad en torno a la boca y un estrechamiento de los ojos que borraba sus arrugas y la hacía parecer más joven.

– Quería casarse conmigo -dijo-. Quería que tuviéramos ese niño. Pero cuando comprendió que yo iba en serio, me apoyó en todos los sentidos. Me acompañó a Nueva York. -Alzó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no hizo ademán de enjugarlas-. Yo no lo amaba. No creo que estuviera realmente enamorada de él. Pero era un buenazo… Creo que era el hombre más bueno que he conocido nunca. Considerado. Sabio. Me prometió no contárselo nunca a nadie. Francamente, no me puedo imaginar que haya roto su promesa. Tendría que haber sufrido una transformación muy radical.

– Esas cosas pasan -susurró Inger Johanne.

– A él no -dijo Helen Bentley-. Era un hombre de honor, como nadie a quien haya conocido. Hacía casi dos años que le conocía cuando me quedé embarazada.

– Han pasado treinta y cuatro años -dijo Hanne-. A una persona le pueden pasar muchas cosas en tanto tiempo.

– A él no -dijo Helen Bentley negando con la cabeza.

– ¿Cómo se llamaba? -preguntó Hanne-. ¿Lo recuerdas?

– Ali Shaeed Muffasa -dijo Helen Bentley-. Creo que más tarde se cambió el nombre. Cogió uno que sonaba más… inglés. Pero para mí sólo era Ali, el chico más bueno del mundo.

Capítulo 9

Las siete y media de la mañana, por fin, y, afortunadamente, era jueves. Las dos niñas entraban pronto en el colegio aquel día. Louise para jugar al ajedrez antes de que empezaran las clases; Catherine para pasar un rato en el gimnasio. Las dos habían preguntado por su tío, pero se habían tranquilizado cuando su padre insinuó que Fayed había tomado alguna copa de vino de más la noche anterior. Estaba durmiendo la mona.

La casa de Rural Route # 4, en Farmington, Maine, nunca estaba completamente en silencio. La madera crujía. La mayoría de las puertas chirriaban, algunas era difíciles de abrir y otras tenían el marco suelto y no dejaban de dar portazos movidas por la constante corriente entre las viejas ventanas. En la parte trasera de la casa, habían plantado unos enormes arces tan cerca de la pared que las ramas atizaban el tejado en cuanto corría un poco de aire. Era como si la casa estuviera viva.

Ya no era necesario que Al Muffet anduviera de puntillas por la casa. Sabía que no iba a aparecer nadie por allí hasta que llegara el cartero, cosa que solía ocurrir sobre las dos. Después de llevar a las chicas al colegio, Al había pasado por el despacho y le había dicho a la secretaria que no se sentía bien, que le dolía la garganta y que tenía fiebre y que, lamentablemente, tendría que cancelar las citas del día. Ella lo había mirado con ojos tristes y mucha simpatía, y le había deseado que se mejorara.

Él había recogido las cosas que necesitaba, se había despedido entre toses y se había ido a casa.

– ¿Estás más o menos cómodo?

Al Muffet le echó un vistazo a su hermano. Tenía los brazos amarrados a la cabecera de la cama, con cinta americana en torno a las muñecas, y los pies atados con una cuerda que continuaba por la punta del pie derecho y estaba asegurada con grandes nudos. Sobre la boca de su hermano, Al Muffet había colocado una ancha cinta adhesiva gris.

– Mmffmm -respondió el otro, agitando frenéticamente la cabeza; el sonido quedaba muy amortiguado por un trapo que le había metido en la boca.

Al Muffet descorrió las cortinas. La luz de la mañana entró a raudales. El polvo de la habitación de invitados danzaba por encima de la tarima desgastada. Al sonrió y se giró hacia su hermano en la cama.

– Estás cómodo. Esta madrugada, cuando te puse una inyección tranquilizante en el culo, casi ni te enteraste. Fue tan fácil dominarte que casi no te reconozco, Fayed. En tiempos eras tú quien ganaba las peleas, no yo.

– ¡Mmffff!

Junto a la ventana había una silla de madera. Era frágil y vieja, y tenía el asiento desgastado por más de cien años de uso. Venía con la casa cuando Al Muffet la compró, como tantas otras cosas viejas y hermosas que estaban allí y que habían contribuido a que la familia echara raíces mucho más rápido de lo que se habían atrevido a soñar.

Arrimó la silla a la cama y se sentó.

– Esto -dijo con calma; sostuvo la jeringuilla ante los ojos de su hermano, que lo miraba con incredulidad-. Esto es bastante más peligroso que lo que te he dado esta noche. Verás, esto… -Empujó el émbolo lentamente, hasta que salieron unas finas gotas por la afilada aguja-. Esto es quetovenidona. Un potente preparado de morfina. Muy efectivo. Tengo… -entornó los ojos y sostuvo la jeringuilla contra la luz- 150 miligramos. Una dosis mortal para una persona…

Fayed movía los ojos e intentaba en vano liberar las manos.

– Y en esta de aquí… -dijo Al sin inmutarse, y sacó otra jeringuilla del bolso que tenía junto a él en el suelo-. Aquí tengo naxolona. El antídoto, vamos. -Dejó también la segunda jeringa sobre la mesilla y las apartó un poco de la cama, por si acaso, antes de mirar a su hermano y añadir-: Pronto te voy a quitar la mordaza. Pero primero te voy a dar un poco de esta morfina. Vas a notar los efectos bastante rápido. Te bajarán la presión arterial y el pulso. Y te vas a sentir bastante mal. Puede que tengas problemas para respirar. Así que tú eliges. O me respondes a lo que te pregunte, o te pongo más. Y así sucesivamente. Bastante sencillo, ¿no? Cuando me hayas dado la información que necesito, te pongo el antídoto. Pero hasta entonces no, ¿entendido?

El hermano se retorcía desesperadamente en la cama. Le caían lágrimas de los ojos y Al se percató de que el pantalón estaba mojado en torno a los órganos sexuales.

– Una cosa más -dijo Al clavándole la aguja en el muslo, atravesando el pantalón del pijama-. Puedes gritar y chillar todo lo que quieras. Tiempo perdido, has de saberlo. Hay más de kilómetro y medio hasta el vecino más cercano, y además está de viaje. Como es entre semana, tampoco habrá nadie dando un paseo. Así que olvídalo. Ya está…

Volvió a sacar la jeringuilla y comprobó cuánto había metido. Asintió satisfecho, dejó la jeringuilla junto a la otra sobre la mesilla y de un tirón le arrancó la mordaza a su hermano. Fayed intentó sacarse el trapo con la lengua, pero le dieron náuseas y giró la cabeza hacia un lado. Al metió dos dedos y sacó el trozo de tela.

A Fayed le costaba respirar. Jadeaba y era evidente que intentaba decir algo, pero no le salieron más que carraspeos y náuseas.

– Se nos está yendo el tiempo -dijo Al-. Así que será mejor que intentes responder rápido. -Se humedeció los labios mientras pensaba y luego preguntó-: ¿Es verdad que madre creyó que tú eras yo antes de morir?

Fayed sólo pudo asentir con la cabeza.

– ¿Te contó algo que tú entendiste que tenía que ser para mí?

El hermano empezó a dominarse. Estaba más tranquilo. Fue como si por fin hubiera entendido que no había manera de liberarse. Por un momento permaneció completamente quieto. Sólo se le movía la boca. Daba la impresión de estar intentando producir humedad, tras varias horas con un trapo en la boca.

– Toma -dijo Al, y le llevó un vaso de agua a los labios.

Fayed bebió, varios tragos. Luego carraspeó y arrojó a la cara de su hermano un escupitajo de agua, mocos, saliva y restos del trapo.

Fuck you -dijo jadeante, y reclinó la cabeza.

– No estás siendo muy sensato -dijo Al secándose la cara con la manga.

Fayed no dijo nada. Podía dar la impresión de estar pensando, como si valorara qué podía hacer para negociar una solución.

– Vamos a probar otra vez -dijo Al-. ¿Te contó madre algo sobre mi vida creyendo que eras yo?

Fayed seguía sin contestar, pero al menos estaba quieto. La morfina había empezado a actuar. Las pupilas se encogieron ostensiblemente. Al se acercó a la cómoda junto a la puerta del cuarto de baño, abrió las cerraduras de combinación y sacó la agenda de Fayed del fondo de la maleta. Pasó las hojas hasta llegar al calendario del año 2002 y lo arrancó. Luego volvió junto a la cama:

– Aquí tenemos la fecha en que murió madre. ¿Y qué has escrito aquí, Fayed, el día que murió mamá, cuando estabas sentado en su cabecera? -Mostró la hoja a su hermano que giró la cara hacia otro lado-. Junio de 1972, Nueva York, eso es lo que has apuntado. ¿Qué significa esta fecha para ti? ¿Fue madre la que te la dio? ¿Fue madre la que te habló de este día cuando estabas sentado junto a ella?

Seguía sin haber respuesta.

– ¿Sabes? -dijo Al con calma, mientras agitaba el calendario-, eso de morir de una sobredosis de morfina es mucho menos agradable de lo que piensa la gente. ¿Notas que los pulmones te están empezando a fallar? ¿Notas que te cuesta más respirar?

El hermano resopló. Intentó arquear el cuerpo, pero no tenía fuerzas.

– Madre era la única que lo sabía -dijo Al-. Pero no me lo reprochó, Fayed, nunca. Mi secreto le afectó muchísimo, pero no lo usó contra mí. Madre era la compañera de mi alma, del mismo modo que podría haberlo sido de la tuya, si te hubieras comportado de un modo más o menos decente. Al menos podrías haber intentado ser un miembro de la familia. Pero hiciste cuanto estaba en tu mano para no ser uno de nosotros.

– Yo nunca fui uno de vosotros -gruñó Fayed-. De eso te encargaste tú.

Estaba pálido. Yacía tranquilo y había cerrado los ojos.

– ¿Yo? ¿Yo? Yo que… -Con decisión cogió la jeringuilla de morfina e inyectó otros diez miligramos del contenido en el muslo de Fayed-. No tenemos tiempo para esto. ¿Qué va a pasar, Fayed? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido a verme después de todos estos años? ¿Y para qué coño has usado la información sobre el aborto de Helen?

Al fin daba la impresión de que Fayed empezaba a asustarse de veras. Se esforzaba por respirar, pero los músculos no le obedecían del todo. En sus labios se estaba formando espuma blanca, como si no tuviera fuerzas para tragar su propia saliva.

– Ayúdame -dijo-. Tienes que ayudarme. No puedo…

– Responde a mis preguntas.

– Ayúdame. No puedo… Todo se va a ir a… El plan…

– ¿El plan? ¿Qué plan? Fayed, ¿de qué plan estás hablando?

Se estaba muriendo. Era evidente; Al sintió que se acaloraba. Notó que le temblaban las manos cuando agarró la jeringuilla con naxolona y la preparó.

– Fayed -dijo agarrando firmemente la barbilla de su hermano para conseguir que lo mirara-, te estás metiendo en un lío. Aquí tengo el antídoto. Respóndeme a una cosa. Sólo a una cosa: ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué has venido justamente aquí?

– Por las cartas -murmuró Fayed, sus ojos parecían muertos-. Las cartas van a llegar aquí. Si algo saliera mal… -No respiraba, Al le dio un golpetazo en el pecho y los pulmones de Fayed hicieron un nuevo intento de evitar la muerte-. Tú caerás conmigo. Era a ti a quien amaban.

Al cogió un cuchillo del bolso y cortó la cinta americana que amarraba el brazo derecho de Fayed al poste de la cama. La morfina la había inyectado directamente en el músculo, pero ahora necesitaba una vena. Con lentitud vació el antídoto en una vena azul pálido del antebrazo de su hermano. Y, para no perder del todo el valor, volvió a amarrarle el brazo. Se levantó, se puso a dar vueltas y ya no podía contener las lágrimas.

– ¡Me cago en la hostia! ¡Me cago en la hostia! ¡Todo lo que quería en esta vida era paz y tranquilidad! ¡Nada de peleas! ¡Nada de jaleo! Había encontrado este rincón del mundo donde todo nos iba bien a las niñas y a mí, y ahora vienes tú a…

Al estaba sollozando. No estaba acostumbrado a llorar. No sabía qué hacer con los brazos. Colgaban sueltos a ambos lados de su cuerpo. Le temblaban los hombros.

– ¿De qué tipo de carta estás hablando, Fayed? ¿Qué es lo que has hecho? Fayed, ¿qué has hecho?

De pronto corrió hacia su hermano y se inclinó sobre él. Puso la palma de la mano contra su mejilla. El bigote, el enorme y ridículo mostacho que se había dejado crecer desde la última vez, le hizo cosquillas en la piel. Al acariciaba la cara de su hermano una y otra vez.

– ¿Qué has hecho esta vez? -susurraba.

Pero su hermano no contestaba, estaba muerto.

Capítulo 10

Acababan de dar las dos cuando Helen Bentley retornó a la cocina. Tenía muy mal aspecto. A primera hora de la mañana las seis horas de sueño y una larga ducha habían hecho milagros, pero con el paso de las horas se estaba poniendo muy pálida. Sus ojos carecían de brillo y bajo ellos tenía ojeras con forma de media luna. Se dejó caer pesadamente en una silla y cogió con avidez la taza de café que le ofreció Inger Johanne.

– Queda hora y media para que abra la bolsa de Nueva York -suspiró, y bebió un poco-. Va a ser un jueves negro. Tal vez el peor desde los años treinta.

– ¿Has averiguado algo? -preguntó Hanne con prudencia.

– Al menos tengo una especie de visión de conjunto. Parece evidente que nuestros amigos de Arabia Saudí, llegado el caso, no han sido excesivamente amigables. Tercos rumores insisten en que son ellos quienes están detrás de todo esto, junto con Irán. Aunque en mi Administración nadie quiere admitir nada, por supuesto.

Se forzó a sonreír. Tenía los labios casi tan pálidos como el resto de la cara.

– Lo que significa que Warren se ha vendido a los árabes -dijo Inger Johanne, aún en voz baja.

La presidenta asintió y se cubrió los ojos con las manos. Permaneció así sentada durante varios segundos, pero de pronto se levantó y dijo:

– No tengo manera de averiguar lo que realmente está pasando si no entro en las páginas bloqueadas de la Casa Blanca. Tengo que usar mis propios códigos; aun así habrá muchas cosas a las que no tenga acceso, porque para eso necesito otro tipo de equipo, pero tengo que averiguar si han descubierto a Warren. Tengo que averiguar lo que saben los míos sobre todo esto antes de darme a conocer. Si no saben nada sobre su…

– Está trabajando de lleno aquí en Noruega -dijo Inger Johanne-. Yo me habría enterado si le hubiera pasado algo, si le hubieran arrestado o algo así, quiero decir. -Vaciló un momento, le echó un vistazo a su propio teléfono móvil y añadió-: Al menos eso creo.

– Pero eso no tiene por qué significar nada -dijo la presidenta-. Si supieran que está implicado, podrían haber considerado que era más útil mantenerlo en la incertidumbre. Pero si no lo saben -tomó aire-, puede resultar peligroso que ande suelto cuando yo salga a la luz. No me queda más remedio que entrar en mis propias páginas. Tengo que hacerlo.

– Te descubrirían en pocos segundos -dijo Inger Johanne con escepticismo-. Verían la dirección IP y averiguarían que el ordenador está aquí. Vamos a desatar una tormenta.

– Sí. Tal vez… No. No necesito mucho tiempo, en realidad. Con un par de horas bastará. Espero.

La puerta del salón se abrió y Hanne Wilhelmsen entró con su silla de ruedas.

– Una hora de sueño por aquí y otra por allá -dijo, y bostezó-. Con eso casi se descansa. ¿Has avanzado algo?

Miró a Helen Bentley.

– Bastante, pero ahora tengo un problema. Tengo que entrar en unas páginas bloqueadas; si uso tu ordenador, sabrán inmediatamente que sigo viva, y también dónde me encuentro.

Hanne moqueó y se secó la nariz con el dedo índice.

– Eso es un problema, sí. ¿Y qué hacemos?

– Mi ordenador -dijo Inger Johanne sorprendida y alzando el dedo índice-. ¿Qué tal si lo usamos?

– ¿Tú ordenador?

– ¿Tú tienes un ordenador? ¿Aquí?

Las otras dos la miraban con incredulidad.

– Está en el coche -dijo Inger Johanne con ánimo-. Y está registrado en la Universidad de Oslo. Como es obvio, también les proporcionará una dirección IP, pero les llevará más tiempo… Primero tendrán que contactar con la universidad, luego tendrán que averiguar a quién se le ha prestado el ordenador y al final tendrán que descubrir dónde me encuentro yo. Y la verdad es que eso sólo lo sabe… -volvió a mirar el móvil, atormentada por su mala conciencia- Yngvar. Y en realidad él tampoco lo sabe del todo.

– ¿Sabes? -dijo la presidenta-, creo que es una buena idea. No necesito más de un par de horas, que será más o menos lo que vamos a ganar al usar otro ordenador.

Hanne era la única que todavía parecía muy escéptica.

– No es que yo sepa gran cosa sobre direcciones IP y cosas así -intervino-, pero ¿estáis seguras de que realmente puede funcionar? ¿Lo que rastrean no es la línea, en realidad?

Inger Johanne y Bentley intercambiaron miradas.

– No estoy segura -contestó la presidenta-, pero es un riesgo que voy a tener que correr. ¿Podrías ir a buscarlo?

– Por supuesto -dijo Inger Johanne levantándose-. Dentro de cinco minutos estoy de vuelta.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Helen Bentley se acercó a una silla que estaba junto a Hanne y se sentó. Parecía no encontrar las palabras adecuadas. Hanne la miraba sin expresión en la cara, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

– Hannah. ¿Tienes…? Dices que trabajaste en la Policía. ¿Tienes armas en la casa?

Hanne apartó la silla de ruedas de la mesa.

– ¿Armas? ¿Para qué quieres tú…?

– Sshh -dijo la presidenta, la voz tenía de pronto un aguijón de autoridad que hizo que Hanne se tensara-. Por favor. Preferiría que Inger no supiera nada de esto. A mí no me gustaría tener a mi hija de un año en una casa en la que hay un arma cargada. Y, evidentemente, no creo que sea necesario usarla, pero tienes que recordar que…

– ¿Sabes por qué estoy aquí sentada? ¿Se te ha pasado eso por la cabeza? Estoy sentada en esta maldita silla porque me pegaron un tiro. Una bala me reventó la columna vertebral. No tengo una relación muy cordial con las armas.

– ¡Hannah! ¡Hannah! ¡Escúchame!

Hanne cerró la boca y miró fijamente a Helen Bentley.

– Por lo general soy una de las personas mejor custodiadas del planeta -afirmó la presidenta en voz baja, como si tuviera miedo de que Inger Johanne hubiera vuelto-. Todo el rato estoy rodeada de hombres fuertemente armados, por todas partes. No es por casualidad, Hannah, por desgracia es necesario. En el momento en que se sepa que estoy en este apartamento, estaré indefensa. Hasta que lleguen las personas correctas y vuelvan a ponerme bajo su cuidado, tengo que poder defenderme. Creo que si lo piensas, estarás de acuerdo conmigo.

Hanne fue la primera en apartar la mirada.

– Tengo armas -dijo por fin-. Y munición. Nunca he conseguido deshacerme de los pesados armarios de acero y… ¿Eres buena?

La presidenta sonrió de lado.

– Mis profesores hubieran protestado si dijera algo así, pero sé manejar un arma. I'm the Commander in Chief, remember?-Hanne seguía sin expresión en la cara, mirando fijamente la mesa. Bentley le puso la mano sobre el antebrazo-: Una cosa más. Creo que lo mejor sería que todas os fuerais. Que os fuerais del piso. Por si pasara algo.

Hanne alzó la cabeza y la miró con cara de exagerada incredulidad. Luego se echó a reír. Se rio en alto, echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.

– Buena suerte -susurró-. A mí no me mueve nadie. Y en cuanto a Marry el radio de su vida tiene unos treinta metros. Nunca, repito, nunca conseguirás sacarla de aquí. Alguna que otra vez consigo convencerla para que baje al sótano, pero no creo que tú lo consigas. En cuanto a…

– Ya estoy aquí -dijo Inger Johanne con el aliento entrecortado-. ¡Fuera hace calor de verano, por cierto!

Dejó su ordenador portátil sobre la mesa de la cocina. Con ágiles manos, conectó un ratón externo, sacó una alfombrilla, enchufó el cable a la corriente y encendió la máquina.

Voilà -exclamó-. Adelante, Madame Président. ¡Un ordenador que llevará un tiempo rastrear!

Estaba tan excitada que no se percató de la cara de preocupación de Hanne cuando maniobró con la silla y se dirigió hacia el interior del apartamento. Las ruedas de goma chirriaban finamente contra el parqué. El ruido no calló hasta que oyeron cómo se cerraba una puerta al fondo del piso.

Capítulo 11

El joven que se encontraba ante un monitor en una diminuta habitación no demasiado alejada de The Situation Room, en la Casa Blanca, notó que las letras y los números habían empezado a danzar ante sus ojos. Los cerró con fuerza, sacudió la cabeza y lo volvió a intentar. Todavía le seguía costando fijar la mirada en una fila o en una columna. Intentó masajearse la nuca. El agrio olor del sudor de varios días ascendió desde sus sobacos y apretó avergonzado los brazos contra el cuerpo rezando por que nadie pasara por ahí.

Él no había ido a la universidad para dedicarse a aquello. Cuando le dieron trabajo en la Casa Blanca, después de licenciarse como ingeniero informático y con sólo dos años de experiencia en una empresa, apenas podía creerse su propia suerte. Pero no habían pasado mucho más de cinco meses, y ya estaba harto.

Había demostrado su eficiencia en la pequeña empresa de informática donde le habían ofrecido un puesto y creyó que era su indiscutible talento como programador lo que había hecho que la Administración lo reclutara.

Pero ante todo se había sentido como el chico de los recados durante cerca de seis meses.

Y llevaba ahí más de veintitrés horas, en una habitación sin ventanas, sudoroso y maloliente, mirando códigos que danzaban por la pantalla en un caos en el que se suponía que él debía poner orden. Al menos era importante que se enterara de lo que pasaba.

Puso sus dedos sobre las cuencas de los ojos y presionó.

Estaba tan cansado que ya no tenía sueño. Tenía la impresión de que el cerebro se negaba a seguir. Ya no quería más. Sentía que su propio disco duro se había desconectado, dejando el resto del cuerpo a la deriva. Tenía las manos adormecidas y hacía ya varias horas que le dolían las lumbares.

Suspiró pesadamente y abrió mucho los ojos para producir algo de humedad. En realidad tendría que beber algo, pero no podría tomarse una pausa hasta un cuarto de hora más tarde. Tendría que intentar darse una ducha.

Había algo ahí.

Algo.

Guiñó los ojos y manejó el teclado a toda velocidad. La imagen de la pantalla se congeló. Alzó la mano y recorrió una fila con el dedo índice, de izquierda a derecha, antes de volver a aporrear el teclado.

Apareció una nueva imagen.

No podía ser verdad.

Era verdad y era él quien lo había visto. Él, que de pronto ya no lamentaba haber cambiado de trabajo, había descubierto aquello antes que nadie. Sus dedos volvieron a correr sobre la bandeja de letras. Finalmente pulsó el icono de imprimir, agarró el teléfono y aguardó expectante la siguiente imagen en la pantalla.

– Está viva -susurró, y se olvidó de respirar-. She's fucking alive!

Capítulo 12

– Este es el sitio más bonito de Oslo -dijo Yngvar Stubø señalando un banco junto al agua-. He pensado que a los dos nos podía sentar bien un poco de aire fresco.

El verano había tomado la ciudad. En un solo día, la temperatura había subido casi diez grados. El sol teñía la mayor parte del cielo de blanco, en una explosión de luz. Daba la impresión de que, a lo largo de la mañana, los árboles del margen del río Aker se habían puesto de un verde más oscuro, y había tanto polen en el aire que los ojos de Yngvar habían empezado a lloriquear en cuanto salieron del coche.

¿Esto es un parque? -preguntó Warren Scifford, aunque no parecía interesarle demasiado-. ¿Un parque enorme?

– No. Son las afueras de la ciudad. O las afueras del bosque, si quieres expresarlo así. Aquí es donde se juntan, los árboles y las casas. Es bonito, ¿no? Siéntate.

Warren miró con recelo el banco sucio. Yngvar sacó un pañuelo y limpió los restos de la celebración del 17 de mayo. Un poco de helado de chocolate reseco, una raya de kétchup y algo que prefería no averiguar qué era.

– Ya está. Siéntate. -De una bolsa de plástico sacó dos bocadillos envueltos en plástico y un par de latas de Cola Light, que colocó entre ellos en el banco-. Tengo que pensar en la línea. En realidad me gusta más la Coca-Cola de verdad. The real thing. Pero ya sabes…

Se acarició la barriga. Warren no dijo nada. No tocó la comida. En su lugar miraba atentamente tres gansos del Canadá que perseguían a un perrillo, de la mitad de tamaño que el mayor de los pájaros, por la gran pradera que descendía hacia el agua. Daba la impresión de que al perrillo le gustaba. Cada vez que el ganso más grande lo había espantado repiqueteando con el pico, el ágil animal se giraba de pronto y volvía corriendo en zigzag.

– ¿No quieres? -preguntó Yngvar con la boca llena de comida, pero Warren no contestó-. Escucha. Me han encargado que te acompañe. Está cada vez más claro que no tienes intención de informarme sobre nada. Ni a mí ni a nosotros, digamos. Informarnos. Así que al menos… -mordió un gran pedazo del bocadillo-, podríamos intentar estar a gusto, ¿no?

Las palabras desaparecieron entre la comida.

El perro se había hartado. Finalmente hizo caso omiso de los gansos y se puso a corretear por el borde del agua con la nariz pegada al suelo y dirigiéndose a la laguna de Maridalen.

Yngvar siguió comiendo en silencio. Warren giró la cara hacia el sol, se colocó el pie izquierdo sobre la pierna derecha y cerró los ojos ante la luz cegadora.

– ¿Qué pasa? -preguntó Yngvar una vez se hubo acabado el bocadillo y la mitad del de Warren.

Arrugó el envoltorio de plástico, lo tiró en la bolsa, abrió la lata de refresco y bebió.

– ¿Qué te pasa en realidad? -repitió intentando ahogar un eructo.

Warren no se movía.

– Como quieras -dijo Yngvar, que sacó unas gafas de sol del bolsillo de la camisa.

– Ahí afuera hay un demonio -dijo Warren sin cambiar de postura.

– Unos cuantos -asintió Yngvar-. Demasiados, si quieres saber mi opinión.

– Hay uno que quiere hundirnos.

– Ya…

– Ha empezado a hacerlo. El problema es que no sé cómo piensa seguir. Y además no hay nadie que quiera escucharme.

Yngvar intentó sentarse mejor en el incómodo banco de madera. Por un momento se colocó el pie sobre la rodilla, como Warren, pero la barriga protestó contra la presión y volvió a bajar el pie.

– Aquí estoy -dijo-. Soy todo oídos.

Warren sonrió. Se hizo sombra con las manos sobre los ojos y miró a su alrededor.

– Este sitio es realmente hermoso -dijo en voz baja-. ¿Qué tal está Inger Johanne?

– Bien. Muy bien.

Yngvar rebuscó en la bolsa y sacó una tableta de chocolate. Arrancó el papel y le ofreció a Warren.

– No, gracias. Te digo de corazón que es la estudiante más eficaz e inteligente que he tenido nunca.

Yngvar miró el chocolate. Luego lo envolvió de nuevo y lo dejó dentro de la bolsa.

– Inger Johanne está bien -repitió-. Tuvimos una hija el invierno pasado. Una niña sana y buena. Más allá de eso, no vamos a tocar el tema, Warren.

– ¿Tan mal está la cosa? ¿Aún está…?

Yngvar se volvió a quitar las gafas.

– Sí. Tan mal está la cosa. No quiero hablar de Inger Johanne contigo. Sería muy desleal por mi parte. Y además no me apetece nada hacerlo. ¿De acuerdo?

– Por supuesto. -El estadounidense hizo una leve reverencia y desplegó la mano a modo de disculpa, luego se forzó a sonreír-. Son mi mayor debilidad. Las mujeres.

Yngvar no tenía nada que decir. Estaba empezando a cuestionar toda aquella excursión. Una hora antes, cuando Warren de pronto apareció en el despacho de Peter Salhus sin previo aviso y, en el fondo, sin tener nada que decir, Yngvar había pensado que tal vez una ruptura de la rutina podría hacer que volvieran a hablar. Sin embargo, desde luego no era de Inger Johanne de quien quería hablar.

– ¿Sabes? -continuó Warren-, a veces, cuando no puedo dormir y pienso en los errores que he cometido en la vida, me doy cuenta de que todos están relacionados con mujeres. Y ahora me encuentro en una situación en la que… Como la presidenta Bentley no aparezca con vida, mi carrera habrá acabado. Una mujer tiene mi existencia en sus manos. -Suspiró-. Las mujeres. No las entiendo. Son irresistibles e incomprensibles.

Yngvar se dio cuenta de que había empezado a rechinar los dientes. Se concentró en dejar de hacerlo. Le resultaba casi imposible y se pasó la mano por la cara para relajarse.

– No estás de acuerdo -dijo Warren con una risa corta.

– No. -Yngvar se enderezó de pronto-. No. Encuentro a muy, muy pocas mujeres irresistibles. Y a la mayoría me parece muy sencillo entenderlas. No siempre, ni todo el rato, pero, por lo general sí. Pero -desplegó los brazos y miró en otra dirección-, como es natural, eso exige que se las vea como seres humanos iguales a nosotros.

Touché -dijo Warren, que sonrió de oreja a oreja contra el sol-. Muy políticamente correcto. Y muy… escandinavo.

Un sonido cortante atravesó el jolgorio de los pájaros y el bramido del río. Yngvar se tanteó los bolsillos buscando el teléfono.

– Hola -berreó cuando por fin lo encontró.

– ¿Yngvar?

– Sí.

– Soy Peter.

– Ah, hola. -Yngvar estaba a punto de levantarse para alejarse del banco cuando cayó en la cuenta de que Warren no entendía noruego-. ¿Algo nuevo?

– Sí. Tiene que quedar entre tú y yo, Yngvar. ¿Puedo confiar en ti?

– Por supuesto. ¿Qué pasa?

– Sin entrar en detalles, tendré que admitir que tenemos… En fin, tenemos bastante idea de lo que sucede en la embajada norteamericana, por decirlo así.

Pausa.

«Les han pinchado el teléfono -pensó Yngvar; agarró la lata medio vacía de Coca-Cola sin beber de ella-. Joder, tienen pinchado el teléfono de una embajada aliada en tierra noruega. ¿Cómo cojones…?»

– Creen que la presidenta está viva, Yngvar.

La respiración se le aceleró un poco. Carraspeó e intentó poner cara de póquer. Para quedarse tranquilo, le dio la espalda a Warren.

– ¿Y dónde se supone que está?

– Ésa es la historia, Yngvar. Piensan que la presidenta ha entrado en páginas web a las que sólo puede acceder usando unos códigos. O bien es ella, o es que han conseguido sacarle los códigos, cosa que indicaría que está viva.

– Pero… No entiendo del todo…

– La han rastreado hasta la dirección IP de tu mujer. Afortunadamente aún no lo saben.

– Ing…

Se contuvo. No quería mencionar su nombre en presencia de Warren.

– Han rastreado la dirección IP hasta un ordenador que pertenece a la universidad. Ahora se están peleando con la dirección para averiguar quién está usando el ordenador. Creemos que vamos a poder retrasarlos un poco, pero no demasiado. Pero pensé que… Voy a hacer que Bastesen envíe un coche patrulla a tu casa, por si acaso, por si hubiera algo de cierto en los rumores de que el FBI se lo está montando por su cuenta, quiero decir. Y si yo fuera tú, me iría a casa.

– Sí… Claro… Gracias. -Concluyó la conversación sin pensar en que el coche patrulla debía de ser enviado a otro sitio. Inger Johanne no estaba en casa. Estaba en Frogner con Ragnhild. Y él no sabía la dirección exacta.

Yngvar se levantó con brusquedad.

– Me tengo que ir -dijo, y empezó a irse.

La bolsa de plástico y una lata de Cola Light sin abrir se quedaron en el banco. Warren miró con sorpresa la basura antes de salir corriendo detrás de Yngvar.

– ¿Qué pasa? -preguntó cuando lo alcanzó.

– Te voy a dejar en el centro, ¿de acuerdo? Tengo que solucionar una cosa.

El enorme cuerpo vibró pesadamente cuando empezó a correr hacia el coche. En el momento en que se metieron dentro, sonó el teléfono de Warren. Respondió con breves síes y noes. Colgó al cabo de minuto y medio.

Cuando Yngvar apartó la mirada de la carretera por un segundo para mirar al norteamericano, pegó un respingo. Warren estaba pálido como un muerto. Tenía la boca medio abierta y sus ojos daban la impresión de estar a punto de desaparecer dentro de su cráneo.

– Creen que han encontrado a la presidenta -dijo sin tono en la voz, y se metió el teléfono en el bolsillo.

Yngvar giró y tomó la carretera de Frysja.

– Hay indicios de que se encuentra con Inger Johanne -dijo Warren, aún con un tono de voz anormalmente plano-. ¿Estamos yendo hacia tu casa?

«Mierda -pensó Yngvar, desesperado-. ¡Ya lo han conseguido! ¿¡No podrían haberlos retrasado un poco más!?»

– Te voy a dejar en el centro -dijo-. Desde allí te las puedes apañar solo.

Con una mano siguió manejando el coche a toda velocidad hacia la carretera de Maridalen, y con la otra intentaba volver a llamar a Salhus. El teléfono sonó durante una eternidad antes de que saltara un contestador.

– Peter, soy Yngvar -gritó al teléfono-. Llámame enseguida. De inmediato, ¿entiendes?

Probablemente lo mejor sería coger la autopista de circunvalación hasta Smestad. Cruzar el centro a esa hora podía llevar una eternidad. Metió el coche en una rotonda de la calle que iba por encima de la autopista y aceleró en dirección al oeste.

– Escucha -dijo Warren en voz baja-. Te voy a revelar un secreto.

– Ya va siendo hora de que digas algo -murmuró Yngvar, apenas le escuchaba.

– Estoy a punto de colisionar con los míos. Y con bastante fuerza.

– ¿Sabes?, seguro que puedes hablar de eso con alguien, pero no va a ser conmigo.

Cambió de carril para adelantar a un camión y estuvo a punto de chocar con un pequeño Fiat que no estaba bien colocado. Maldijo por lo bajo, rodeó el Fiat y aumentó aún más la velocidad.

– Si te diriges hacia donde está Inger Johanne -continuó Warren-, deberías llevarme contigo. Se trata de una situación peligrosa, por decirlo con suavidad, y…

– Tú no vienes conmigo.

– ¡Yngvar! ¡Yngvar!

Yngvar pegó un frenazo. Warren, que no se había puesto el cinturón de seguridad, salió lanzado hacia el salpicadero, pero alcanzó a frenarse con los brazos. Yngvar detuvo el coche junto a un puesto de peaje cerca del hospital General.

– ¿Qué…? -le bramó al norteamericano-. ¿Qué coño es lo que quieres?

– No puedes ir allí solo. Te lo advierto, por ti mismo.

– Sal. Fuera del coche. Ahora.

– ¿Ahora? ¿Aquí? ¿En medio de la autopista?

– Sí.

– No lo estás diciendo en serio, Yngvar. Escúchame…

– ¡Que salgas!

– ¡Escúchame!

La voz tenía un punto de desesperación. Yngvar intentó respirar con más calma. Se aferraba con ambas manos al volante y ante todo tenía ganas de golpear algo.

– Te lo acabo de decir en el parque: soy un idiota en lo que respecta a las mujeres. He hecho tantas… -Contuvo la respiración largo rato y, cuando empezó de nuevo a hablar, lo hizo a toda velocidad-. Pero ¿estás dudando de mis capacidades como agente del FBI? ¿Crees que es la incompetencia lo que me ha hecho subir tan alto? ¿De verdad piensas que es mejor que te metas solo en una situación de la que no sabes absolutamente nada? ¿Mejor que ir junto con un agente con treinta años de experiencia a sus espaldas y que además lleva un arma?

Yngvar se mordió el labio. Intercambió una rápida mirada con Warren, metió el coche en primera y retornó a la autopista. Marcó el número de Inger Johanne. No respondió. El contestador nunca saltaba.

– Mierda -dijo apretando los dientes, y marcó el 1881-. Me cago en la puta.

– Disculpa -dijo alguien en el teléfono-. ¿Qué has dicho?

– Una dirección en Oslo, por favor. Hanne Wilhelmsen. Calle Kruse, pero ¿qué número?

La mujer respondió hoscamente al cabo de pocos segundos.

En el momento en que salieron de la autopista para subir hacia Smestad, marcó otro número de teléfono. Esta vez era el de la comisaría de guardia.

No tenía la menor intención de meterse solo en una situación peligrosa.

Pero tampoco tenía la menor intención de llevar consigo a un ciudadano extranjero que, para colmo, había decidido que no le gustaba.

Que no le gustaba nada.

Capítulo 13

Después de haber entrado en las páginas de acceso restringido, Helen Lardahl Bentley estaba más confusa de lo que había estado antes. Había tantas cosas que no encajaban. Era evidente que estaban dándole la espalda a la BS-Unit. Como era obvio, podía deberse a que habían descubierto a Warren. Tal vez la dirección del FBI no consideraba útil confrontarlo aún, al mismo tiempo que querían minimizar las posibilidades del hombre de manipular la investigación. Pero no conseguía entender por qué el perfil que habían elaborado Warren y sus hombres estaba siendo desacreditado hasta tal punto por el resto del sistema. El documento parecía extremadamente bien hecho. Concordaba con todo lo que se habían temido desde que las primeras informaciones vagas sobre Troya llegaron al FBI sólo seis semanas antes.

El perfil la asustaba más que todo lo demás que había visto.

Pero había algo que no encajaba.

Por un lado daba la impresión de que todos estaban de acuerdo en la inminencia de un ataque a Estados Unidos. Por otro, ninguna de las poderosas organizaciones que conformaban la Homeland Security había encontrado la más mínima pista que señalara hacia alguna organización existente o conocida. Daba la impresión de que se aferraban al dinero de Jeffrey Hunter, que remitía a un primo del ministro Saudita del Petróleo y a la empresa de consultoría que poseía en Irán, pero eso era todo. Parecía que nadie había perseguido esa pista y empezó a sentir frío y calor alternativamente al intuir la fuerza con la que el Gobierno de Estados Unidos, con su propio vicepresidente a la cabeza, había embestido contra los dos países árabes. Sin el equipo de descifrado, no podía acceder a las páginas donde se almacenaba la correspondencia, pero estaba empezando a darse cuenta de la catástrofe hacia la que se encaminaba el país.

Se encontraba en un despacho al fondo del piso.

Cuando llamaron a la puerta, apenas oyó el timbre. Aguzó los oídos. Llamaron otra vez. Se levantó con cuidado y cogió la pistola que Hanne le había dado y cargado. Dejó puesto el seguro, se metió el arma en la cintura del pantalón y la cubrió con el jersey.

Algo iba extremadamente mal.

Capítulo 14

Delante de la puerta de Hanne Wilhelmsen en la calle Kruse, Warren Scifford e Yngvar Stubø se peleaban a voces.

– Vamos a esperar -decía Yngvar, furioso-. ¡Va a venir un coche patrulla en cualquier momento!

Warren consiguió que Yngvar le soltara el brazo.

– Se trata de mi presidenta -le chilló de vuelta-. Es responsabilidad mía averiguar si el líder supremo de mi país se encuentra detrás de esta puerta. ¡Mi propia vida depende de ello, Yngvar! ¡Ella es la única que me cree! Y no tengo la menor intención de esperar a que llegue una panda de uniformados con el gatillo suelto…

– Hola -dijo una voz ronca-. ¿Qué pasa?

La puerta estaba abierta con una rendija de diez centímetros. Una mujer mayor con un ojo a la virulé los miraba por encima de una cadena de seguridad a la altura de su cara.

– No abras -se apresuró a decir Yngvar-. ¡Por Dios, mujer! ¡Cierra inmediatamente esa puerta!

Warren le pegó un puntapié. La mujer retrocedió entre una avalancha de maldiciones. La puerta no se había movido. Yngvar agarró la chaqueta de Warren, pero se le escapó y perdió el equilibrio. Cayó al suelo y tuvo dificultades para volverse a levantar. Intentó aferrarse a la pernera del norteamericano, pero el hombre, a pesar de ser mayor que él, estaba mejor entrenado. Al mismo tiempo que desembarazaba su pierna, con enorme fuerza estampó la bota contra la entrepierna de Yngvar. Éste se derrumbó y perdió el conocimiento. Las maldiciones de la señora en el interior se interrumpieron bruscamente cuando una nueva patada reventó la cadena de seguridad. La puerta se abrió de pronto, propinándole tal golpetazo a la señora que la tiró hacia atrás: cayó sobre un estante para los zapatos.

Warren entró corriendo con el arma de servicio en la mano. Se detuvo ante la puerta siguiente y se resguardó contra la pared mientras gritaba:

– ¡Helen! ¡Helen! Madame Président, are you there?

Nadie contestó. De pronto, con el arma en alto, entró en la siguiente habitación.

Se encontraba en un gran salón. Junto a la ventana había una mujer en una silla de ruedas. No se movía y no había ninguna expresión en su rostro. De todos modos se dio cuenta de que dirigía los ojos hacia una puerta al fondo de la habitación. Otra mujer estaba sentada en un sofá, le daba la espalda y tenía un niño en brazos. Presionaba el bebé contra ella y parecía aterrorizada.

El bebé chilló.

– Warren.

Era la presidenta.

– Gracias a Dios -dijo el hombre, que avanzó dos pasos, mientras volvía a meter el arma en su funda-. Thank God, you're alive!

– Quieto.

– ¿Cómo?

Se paró en seco cuando ella sacó una pistola y la apuntó contra él.

Madame Président-susurró-. ¡Soy yo! ¡Warren!

– Me has traicionado. Has traicionado a los Estados Unidos.

– ¿Yo? ¿Qué dices?

– ¿Cómo te enteraste de lo del aborto, Warren? ¿Cómo has podido usar algo así contra mí? Tú que…

– Helen…

Intentó otra vez acercarse, pero retrocedió rápidamente un paso cuando ella levantó el arma y dijo:

– Me sacaron engañada del hotel, gracias a la carta.

– Te doy mi palabra de honor… ¡No tengo la menor idea de lo que hablas!

– Levanta las manos, Warren.

– Yo…

– ¡Levanta las manos!

Vacilante, alzó los brazos en el aire.

Verus amicus rara avis -dijo Helen Bentley-. Nadie más conocía la inscripción con la que estaba firmada la carta. Sólo tú y yo, Warren. Sólo nosotros dos.

– ¡Perdí el reloj! ¡Me lo… robaron! Yo…

El bebé lloraba como un poseso.

– Inger -dijo la presidenta-. Llévate a tu hija al despacho de Hannah. ¡Ahora!

Inger Johanne se levantó y cruzó corriendo la habitación. No le dirigió la mirada al hombre.

– Si te han robado el reloj, Warren, ¿qué es lo que tienes en torno a la muñeca izquierda?

Quitó el seguro.

Con infinita lentitud, para no provocarla, Warren giró la cabeza para mirar. Al alzar las manos, la manga del jersey se había deslizado por el brazo. Llevaba un reloj en torno a la muñeca, un Omega Oyster cuyos números eran diamantes y que tenía una inscripción en la parte de atrás.

– Es que…, verás…, creía que me lo habían…

Dejó caer las manos.

– Ni se te ocurra -le advirtió la mujer-. ¡Levántalas!

Él la miró. Sus brazos colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Tenía las palmas de las manos abiertas y empezó a levantarlas hacia ella en un gesto de súplica.

Madame Président disparó.

El estallido consiguió que la propia Hanne Wilhelmsen pegara un respingo. El eco retumbó en sus oídos y, por unos instantes, sólo oyó un sonido prolongado y agudo. Warren Scifford yacía inmóvil en el suelo, boca arriba. Maniobró la silla hasta él, se agachó y le puso los dedos en el cuello. Luego se incorporó y negó con la cabeza.

Warren sonreía, con las cejas ligeramente arqueadas, como si un instante antes de morir se le hubiera ocurrido algo gracioso, una ironía que sólo él podía entender.

Yngvar Stubø apareció en el vano de la puerta. Se cubría la entrepierna con las manos y tenía la cara blanca como la nieve. Al ver al hombre muerto, jadeó y siguió avanzando.

– ¿Quién eres tú? -preguntó la presidenta con calma, seguía en medio de la habitación con el arma en la mano.

– Es un good guy -se apresuró a decir Hanne-. Policía. El marido de Inger Johanne. No…

La presidenta alzó el arma y se la tendió a Yngvar, con la culata por delante.

– Será mejor que tú te hagas cargo de esto. Y si no fuera mucha molestia, ahora quisiera llamar a mi embajada.

En la lejanía se oían violentas sirenas.

Cada vez sonaban más fuerte.

Capítulo 15

Al Muffet había llevado el cadáver de su hermano al sótano y lo había dejado dentro de un viejo baúl que probablemente llevara allí desde que se construyó la casa. No era lo bastante largo, así que tuvo que colocar a Fayed de costado, con las rodillas y la nuca dobladas, en postura fetal. Le había producido un enorme rechazo tener que retorcer el cadáver, pero al final había conseguido cerrar la tapa. La maleta del hermano se encontraba al fondo de un armario debajo de la escalera. Ni el hermano ni sus cosas permanecerían allí mucho tiempo. Lo más importante era quitar las cosas de en medio antes de que las chicas volvieran del colegio. No permitiría que sus hijas vieran a su tío muerto ni cómo detenían a su padre. Tenía que enviarlas a algún sitio. Podía excusarse con un congreso inesperado o alguna otra reunión importante fuera del pueblo, y enviarlas a Boston con la hermana de su difunta madre. Eran demasiado jóvenes como para quedarse solas en casa.

Luego llamaría a la Policía.

Pero primero tenía que arreglar el asunto de las niñas.

Lo peor era el coche de alquiler de Fayed. Al tuvo problemas para encontrar las llaves. Estaban debajo de la cama. Tal vez las había dejado sobre la mesilla y se habían caído durante su interrogatorio a Fayed, cuyo objetivo era que le dijera lo que sabía sobre la desaparición de la presidenta Bentley.

Al Muffet estaba sentado en las escaleras ante su pintoresca casa de estilo Nueva Inglaterra y se cubría la cara con las manos.

«¿Qué he hecho? ¿Y si me he equivocado? ¿Y si fuera todo un malentendido? ¿Por qué no me respondiste, Fayed? ¿No podrías haberme contestado antes de que fuera demasiado tarde?»

Podía meter el coche en el viejo granero, las chicas no tenían por qué asomarse por allí. No creía que hubiera ningún gato salvaje que acabara de tener gatitos. Los gatitos eran lo único que hacía que Louise entrara en el granero; estaba lleno de arañas y telas de araña, que por lo general la aterrorizaban.

Ni siquiera era capaz de llorar. Se le había formado un nudo helado en el pecho, que le dificultaba pensar y le imposibilitaba hablar.

«Y de todos modos -pensó abatido-, ¿con quién podría hablar? ¿Quién puede ayudarme ahora?»

Intentó enderezar la espalda y tomar aire.

La bandera del buzón estaba levantada.

Fayed había hablado sobre una carta.

Las cartas.

Casi no fue capaz de levantarse. Tendría que mover el coche, eliminar el último rastro de Fayed Muffasa y sobreponerse para recibir a sus hijas. Eran las tres; Louise iba a volver a casa enseguida.

Cuando bajó la cuesta, las piernas casi no le sostenían. Miró a ambos lados. No había señal de vida por ningún lado, a excepción de una sierra eléctrica que sonaba a lo lejos.

Abrió el buzón. Dos facturas y tres sobres iguales.

«Fayed Muffasa, c/o Al Muffet.»

Luego la dirección. Tres sobre iguales y bastante gruesos que le habían enviado a Fayed a su dirección.

Sonó el teléfono móvil. Volvió a dejar las cartas en el buzón y miró fijamente la pantalla. Número desconocido. Nadie le había llamado a lo largo de toda aquella terrible mañana. No estaba seguro de tener voz, así que se volvió a guardar el móvil, cogió las cartas del buzón y empezó a subir lentamente hacia la casa.

Quien llamaba no se rendía.

Se detuvo al llegar a las escaleras y se sentó.

Tenía que reunir fuerzas para mover el maldito coche.

El teléfono no dejaba de sonar. Ya no podía soportar el ruido, era agudo y fuerte y le producía escalofríos. Pulsó el botón con el teléfono verde.

– Hola -dijo, la voz le fallaba-. ¿Hola?

– ¿Ali? ¿Ali Shaeed?

No dijo nada.

– Ali, soy yo. Helen Lardahl.

– Helen -susurró-. ¿Cómo…?

No había visto la televisión. No había escuchado la radio. No había usado el ordenador. Todo lo que había hecho aquel día era desesperarse por la muerte de su hermano e intentar averiguar cómo iba a conseguir que la vida volviera a tener sentido para sus hijas después de aquello.

Por fin empezó a llorar.

– Ali, escúchame. Estoy volando por encima del Atlántico. Por eso el sonido es tan malo.

– No te he traicionado -gritó-. Te prometí que nunca te traicionaría y he mantenido mi promesa.

– Te creo -dijo ella con calma-. Pero seguro que entiendes que tenemos que investigar esto más detenidamente. Lo primero que quiero que hagas…

– Fue mi hermano -dijo-. Mi hermano habló con mi madre cuando se estaba muriendo y…

Se interrumpió y contuvo la respiración. En la lejanía oía el ruido de un motor. Una nube de polvo se dibujaba tras la colina con los grandes arces. Un sonido rotante y seco le hizo girarse hacia el oeste. Un helicóptero volaba por encima de las copas de los árboles. Era evidente que el piloto estaba buscando un sitio donde aterrizar.

– Escúchame -dijo Helen-. ¡Escúchame!

– Sí -contestó Muffet, que se levantó-. Te escucho.

– Es el FBI el que está llegando. No tengas miedo, ¿vale? Están directamente bajo mi mando. Si no estás implicado en esto, todo va a salir bien. Todo. Te lo prometo.

Un coche negro entró en el terreno y se acercó despacio.

– No tengas miedo, Ali. Cuéntales lo que haya que contar.

La conversación se cortó.

El coche se detuvo. Salieron dos hombres vestidos de oscuro. Uno de ellos sonrió y le tendió la mano al acercarse a él.

– Al Muffet, I presume!

Al le estrechó la mano, que era cálida y firme.

– Por lo que he oído es usted amigo de Madame Président -dijo el agente sin querer soltar su mano-. Y los amigos de la presidenta son mis amigos. ¿Damos un paseo?

– Creo -intervino Al Muffet tragando saliva-, creo que deberías encargarte de esto.

Le tendió los tres sobres. El hombre los miró sin expresión en la cara, antes de cogerlos por la punta del papel y hacer un gesto a un colega para que acudiera con una bolsa.

– Fayed Moffasa -leyó rápidamente con la cabeza ladeada antes de alzar la vista-. ¿Quién es?

– Es mi hermano. Está metido en un baúl en el sótano. Lo he matado.

El agente del FBI lo miró durante un buen rato.

– Creo que lo mejor será que entremos -dijo. Le dio unas palmaditas en el hombro-. Da la impresión de que tenemos muchas cosas que solucionar.

El helicóptero aterrizó y por fin se hizo el silencio.

Capítulo 16

No quedaba más de una hora del jueves 19 de mayo de 2005. El intenso calor veraniego se había mantenido durante todo el día, y la noche era cálida y apacible. Inger Johanne había abierto todas las ventanas del salón. Se había bañado con Ragnhild y, en cuanto la acostaron en su cama, la niña se durmió agotada y feliz. La propia Inger Johanne estaba casi tan contenta como su hija. Sentía que volver a casa era casi una purificación. Al cruzar la puerta de entrada estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. Los habían retenido durante tanto tiempo en el Servicio de Seguridad de la Policía que al final Yngvar había llamado a Peter Salhus y le había amenazado con romper toda la pila de declaraciones de confidencialidad que había firmado si no los dejaban volver inmediatamente a casa.

– En todo caso creo que podemos descartar tener más hijos -dijo Yngvar al cruzar la habitación con las piernas separadas, vestido con un amplio pijama que, por si acaso, había cortado en la entrepierna-. No he sentido tanto dolor en toda mi vida.

– Pues prueba a parir -sonrió Inger Johanne dando unas palmaditas en el asiento del sofá junto a ella-. El médico ha dicho que todo iba a salir bien. Mira a ver si te puedes sentar aquí.

«… y era una conspiración dentro de las propias filas de los norteamericanos. La presidenta Bentley, durante una rueda de prensa en el aeropuerto de Gardermoen, ha declarado que,…»

El televisor llevaba encendido desde que habían vuelto a casa.

– Eso no se sabe con certeza -dijo Inger Johanne-. Que sólo estuvieran implicados los norteamericanos, quiero decir.

– Ésa es la verdad que quieren que sepamos. Es la verdad más rentable en estos momentos. Es la verdad que hace que bajen los precios del petróleo, vamos.

Yngvar gimió al sentarse con cuidado y las piernas separadas.

«… tras el dramático tiroteo en la calle Kruse de Oslo, donde el agente del FBI Warren Scifford…»

Aquella imagen debía de ser la fotografía de un pasaporte. Parecía un delincuente, con gesto obstinado y un ojo medio cerrado.

«… fue abatido por un oficial noruego cuyo nombre no se ha proporcionado, y murió en el acto. Fuentes de la embajada norteamericana en Noruega informan de que había un número muy restringido de personas implicadas en la conspiración y que todas ellas han sido ya detenidas por la Policía.»

– En realidad, lo más impresionante de todo es que hayan sido capaces de inventarse una historia así en tan poco tiempo -dijo Inger Johanne-. Sobre todo eso de que no habían secuestrado a la presidenta, sino que se había escondido ella misma para contribuir a descubrir a unos criminales que planeaban un atentado. ¿Crees que tienen ese tipo de historias preparadas, o qué?

– Tal vez. No creo. Durante los próximos días vamos a ver cómo extienden magistralmente una bruma por encima de todo el asunto. Si no tienen este tipo de historias preparadas, al menos tienen expertos en cosas así. Lijan, martillean y lo montan todo en un momento. Al final sacan una historia con la que se conformará la gran mayoría de la gente. Y luego vendrán las teorías de la conspiración, que alimentarán a los paranoicos, pero a ellos nadie los escucha. Y así el mundo sigue su curso torcido, hasta que resulta imposible saber lo que es verdad y lo que es mentira y, estrictamente, nadie se molesta en averiguarlo. Es más cómodo así. Para todos. ¡Joder, qué dolor!

Se encogió.

«… se espera que la presidenta Bentley, que aterrizará en su país dentro de pocas horas, presente sus disculpas ante Arabia Saudí e Irán. Se ha anunciado un discurso para el pueblo norteamericano para mañana a las…»

– Apágala -dijo Yngvar rodeando a Inger Johanne con el brazo, la besó en la sien-. Ya hemos oído suficiente. Son todo invenciones y mentiras. No quiero oírlo.

Ella cogió el mando a distancia y se hizo el silencio, luego se acurrucó junto a él y acarició con suavidad su velludo antebrazo. Así permanecieron largo rato; sintió el olor de Yngvar y se alegró de que el verano por fin hubiera llegado.

– Oye -dijo Yngvar, ella casi se había quedado dormida.

– Sí.

– Quiero saber lo que te hizo Warren.

Inger Johanne no respondió, pero tampoco se apartó de él, como hacía siempre que surgía la menor insinuación sobre aquel asunto que los separaba desde que se conocieron un cálido día de primavera, casi cinco años antes. No dejó de respirar y no le dio la espalda. La postura no le permitía verle la cara, pero no daba la impresión de que estuviera cerrando y apretando las mandíbulas como siempre había hecho hasta ese momento.

– Creo que ya es hora -dijo, y puso la boca junto a su oreja-. Creo que ya es hora, Inger Johanne.

– Sí -dijo ella-. Ya es hora.

Tomó aire profundamente.

– Yo sólo tenía veintitrés años y estábamos en DC para…

Cuando se acostaron, ya eran las tres de la mañana.

Un nuevo día apenas había comenzado a asomar por el este, por encima de las copas de los árboles. Yngvar nunca iba a saber que no había sido el primero en escuchar el doloroso secreto de Inger Johanne.

«Da igual», pensó ella.

La primera persona fue la presidenta de Estados Unidos, y nunca volverían a verla.

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